Continuamos con la reseña de El campo y la ciudad, el enorme ensayo de Raymond Williams donde se trata de responder a la pregunta de «¿cómo el capitalismo transformó la sociedad británica?» y que, para hacerlo, lleva a cabo un complejo análisis de las visiones tanto del campo como de la ciudad ingleses en las principales obras de su tradición literaria.
El último punto que tratamos en la primera entrada fue la privatización del campo (o el encercamiento): un proceso que se dio, sobre todo, entre los siglos XVIII y XIX y que consistió en la apropiación de la mayor parte de los terrenos de cosecha para su uso industrial, algo que dejó una marca indeleble en el imaginario inglés pero que, como ya vimos, Williams no situaba tanto en un periodo concreto sino que le parecía la progresión relativamente natural de algo que llevaba siglos sucediendo: la apropiación del campo por manos privadas.
De ese cercamiento, Williams pasa a Londres, una ciudad que en pleno siglo XVIII ya está abarrotada y llena de pobres. Algo cuyas causas se encuentran en los procesos que ya hemos visto, de mayor rendimiento del campo, aumento de la población e inmigración rural; pero también, en un movimiento del pez que se muerde la cola, es la consecuencia de los propios intereses de la burguesía capitalista al tratar de reformar la ciudad para evitar que a ella acudan esos mismos pobres. En efecto, «como verdaderamente sucede a menudo, una clase dominante quería para sí los beneficios de un cambio que ella misma promovía, y pretendía controlar o suprimir las consecuencias menos agradables pero inseparables de aquellos beneficios» (p. 193). Esto se traducía en los planes urbanísticos consecutivos que pretendían alejar a los pobres e impedir que fuesen a vivir a la ciudad pero que sólo conseguían que sus condiciones de vida fuesen cada vez más paupérrimas: hacinamiento, ausencia de higiene, enfermedades. Lo que, de nuevo, llevaba a promover leyes y cambios urbanísticos más restrictivos que nunca afectaban a las clases dominantes, por supuesto.
La ciudad del siglo XIX, en Gran Bretaña como en otras partes, habría de ser la creación del capitalismo industrial. La Londres del siglo XVIII era la asombrosa creación de un capitalismo agrario y mercantil que se desarrollaba dentro de un orden político aristocrático. (p. 194)
Porque Londres no era, en última instancia, una ciudad industrial, sino «un centro capital del comercio y la distribución: de hábiles artesanos de los metales y la imprenta; del vestido, el mobiliario y la moda; con todas las tareas ligadas a la navegación y el mercado.» (p. 195) Londres ya empieza, en pleno siglo XVIII, a despuntar como gestores, comisionistas, consultores… intermediadores. Algo que la City de hoy en día, tres siglos después, no ha hecho más que seguir concentrando.
Y ahí surge Dickens, claro, el creador de un nuevo tipo de novela y que está relacionado con lo que Williams denomina la paradoja: la coexistencia de lo visible y lo invisible, lo fortuito y lo sistemático; o, como dirá algo más adelante: «o bien que la experiencia de la ciudad es el método ficcional, o bien que el método ficcional es la experiencia de la ciudad» (p. 205).
De esta visión urbana surge el ideal de que el campo es el epítome de las relaciones directas, cara a cara; incluso, de la existencia de la mítica comunidad donde todos se conocen unos a otros. «Pero una comunidad conocible, en el seno de la vida campestre como en cualquier otra parte, continúa siendo una cuestión de conciencia y de experiencia prolongada y cotidiana. En la aldea, al igual que en la ciudad, existe la división del trabajo, el contraste de las posiciones sociales y, por lo tanto, necesariamente, hay puntos de vista alternativos.» (p. 216). Y ésos puntos de vista alternativos son los que examina Williams al analizar la novela campestre del siglo XIX.
Si en Jane Austen «los vecinos no son gente que vive realmente cerca; son personas que viven un poco alejadas y que, en virtud del reconocimiento social, pueden visitarse entre sí» (p. 216) y, por lo tanto, no hay verdadero encuentro de clases, en George Eliot, primero, y en Thomas Hardy, sobre todo, ya se perciben esos cambios de los que hablábamos, la «persistente perturbación rural» de la que en Austen ni se hablaba ni se percibía. Eliot no se identifica con ninguna de las clases y esa perturbación está siempre presente casi como lenguajes distintos, un dialecto propio para cada clase que hace que no puedan llegar a comprenderse del todo.
Lo que divide a Heathcliff de Cathy es la clase y la riqueza, y la modificación positiva de estas relaciones es lo que permite llegar a una solución en la segunda generación. Pero en ningún momento se concibe la solución humana a través del cambio social. Lo que se crea y se sostiene es una especie de intensidad y conexión humanas que es la base de la vida que continúa. (…) George Eliot, en cambio, al moverse en un mundo más críticamente realista concibe soluciones sociales aceptables que luego no puede sostener; lo que queda entonces no es la trascendencia sino una triste resignación en la cual la autora termina por descansar. (p. 227)
«Una sociedad que puede valorarse, la condición común de una comunidad conocible, corresponde idealmente al pasado. Y solo allí puede ser recreada para ejercer una acción moral de amplio alcance. Pero el verdadero paso que se da es una renuncia a dar cualquier respuesta completa a una sociedad existente. El valor está en el pasado, como una condición retrospectiva general, y en el presente sólo está como una sensibilidad particular y privada, es decir, la acción moral individual.» (p. 231)
El siguiente es Hardy, a quien habitualmente se considera un «novelista regional», casi un representante de la antigua Inglaterra, un mundo que ya se ha desvanecido. Opinión que Williams no comparte, ya que, según él, «las experiencias del cambio y de la dificultad de la elección» son centrales en la obra del escritor, un puro reflejo, también, de su época. El mundo de Hardy muestra a personajes que son conscientes de haber entrado en un mundo más complejo, dominado también por la presencia internacional. «Lo que estaba ocurriendo entonces en la economía en general, en un mercado urbano e industrial cada vez más organizado, tenía sus efectos en parte ciegos –una nueva demanda allí, el colapso y la caída de los precios por allá– en una economía rural esencialmente subordinada y ahora solo parcialmente nacional.» (p. 264)
Volvemos a las ciudades. A mediados del siglo XIX la población urbana de Inglaterra superó a la población rural, algo que sucedía por primera vez en algún país del mundo. Los observadores no son sólo Dickens o incluso Engels, sino que aparece una nueva voz que retrata la crudeza del conflicto en Mánchester: Elizabeth Gaskell. Mánchester, a diferencia de Londres, es una ciudad completamente industrial donde las clases pugnan entre ellas. A diferencia de Dickens, Gaskell describe los trabajos y tareas de cada uno con minuciosidad; y narra la aparición de la consciencia obrera, de que son personas que están en una situación paupérrima y que la comparten con otros en su misma situación.
Londres, como ya hemos comentado, era distinta, con una base de artesanos y operarios especializados. En Mánchester, Leeds, Bradford, Birminghan, Liverpool y Sheffield se levantan chimeneas de carbón y fábricas sin cesar, el humo lo ennegrece todo y los proletarios se hacinan junto a sus lugares de trabajo. Allí se trasladan los primeros escritores que darán cuenta de los cambios urbanos y que sólo a finales de siglo lo harán también desde Londres. Pero no sólo escritores, también otro tipo de observadores, como el Charles Booth de Life and Labour of the People in London (1989), un estudio estadístico que trata de desentrañar la realidad de los trabajadores de la capital.
Pero las condiciones de hacinamiento del proletariado y la progresiva disolución de las relaciones humanas, tan complejas y cambiantes en la ciudad, da paso a una nueva concepción relacionada con la modernidad.
Este carácter social de la ciudad –su condición transitoria, inesperada, su aislamiento esencial y apasionante, la procesión de personas y acontecimientos– se entendía como la realidad de toda vida humana. Con frecuencia lo que se ofrecía no era la aceptación alegre de Baudelaire, pero en el fatalismo religioso posterior, en un desapego estético o en sentidos más cotidianos del placer que provocan la variedad y la instantaneidad, esta visión se extendió y hasta llegó a ser predominante en gran parte de la literatura occidental. Aún podía darse un contraste entre la ciudad y el campo, inspirado en sentidos más antiguos de la armonía y la inocencia rurales. Pero el contraste se marcaría en otros sentidos: entre la conciencia y la ignorancia; entre la vitalidad y la rutina; entre el presentes y lo real y el pasado y la pérdida. La experiencia de la ciudad había llegado a difundirse hasta tal punto y los escritores tan desproporcionada y profundamente implicados en ella que cualquier otro modo de vida parecía carente de realidad; todas las fuentes de percepción parecían comenzar y terminar en la ciudad y si había algo más allá, ese algo estaba más allá de la vida. (p. 293)
Pero es también la visión de The City of Dreadful Night o The Doom of a City, ambos poemas de Thomson donde se hacen evidentes la soledad, la lucha constante, la pérdida de sentido («los rasgos de la experiencia social del siglo XIX y de una interpretación común de la nueva cosmovisión científica», p. 298), algo que Eliot, al cabo de pocos años, relacionará directamente con la pérdida de Dios.
Esta multiplicidad de visiones contrapuestas cristaliza, claro, en el Ulises de Joyce.
La genialidad de Ulises estriba en que la obra dramatiza tres formas de conciencia (y en este sentido tres personajes): Bloom, Stephen y Molly. La interacción entre ellos, pero también la falta de conexión entre ellos, es la tensión de la composición de la ciudad misma. Porque lo que cada uno representa para el otro es un rol simbólico y la realidad con la que en última instancia pueden relacionarse ya no es un lugar ni un momento, a pesar de todos los angustiosos encuentros de ese día en Dublín. Es un modelo abstracto o, más estrictamente, inmanente de hombre y de mujer, de padre y de hijo; una familia, pero que no es una familia, cuyos miembros no pueden ponerse en contacto y se buscan recíprocamente a través de un mito y de una historia. La historia no ocurre en esta ciudad, sino en la pérdida de una ciudad, la pérdida de las relaciones. La única comunidad conocible está en la necesidad, el deseo, de formas de conciencia separadas y en fuga. (p. 304)
Esta «corriente de la consciencia», que veremos también en, por ejemplo, Las olas, de Virginia Woolf, es una reacción a la «experiencia de la ciudad».
En el siglo XX se ha dado y continúa dándose un conflicto profundo y confuso entre esta reaparición de lo colectivo, en sus formas metafísicas y psicológicas, y esa otra respuesta que, también dentro de las ciudades, ofrecía crear, a través de nuevas instituciones y nuevas ideas sociales, aquello cuya ausencia habían señalado Hardy y otros: una conciencia colectiva que pudiera percibir no solo a los individuos, sino también sus relaciones modificadas y cambiantes, y que, al percibir las relaciones y sus causas sociales, hallara los medios sociales de producir un cambio.
En realidad, fue de las ciudades de donde surgieron estas dos grandes ideas modernas transformadoras: el mito, en sus formas variables, y la revolución, en sus formas variables. Bajo presión, cada uno de ellos ofrece convertir al otro a sus propios términos. (p. 306)
Si la experiencia vital tendía cada vez más a la ciudad, sin embargo, el campo cobró una visión casi mítica, con la preponderancia sobre todo de la mansión solariega pero también de la cabaña. Las mansiones campestres de Henry James, por ejemplo, no son tanto la sede de una familia ancestral como «el placentero lugar de reunión de una rutina social metropolitana e internacional» (p. 308), como encontramos también, por ejemplo, en las mansiones de P. G. Wodehouse. Son mansiones surgidas del capital, no de la propia tierra; de personas adineradas, antes que terratenientes.
Pero el verdadero destino de la novela de las grandes mansiones campestres fue su evolución hacia la novela policial de clase media. En virtud de esa condición misma de abstracción y, sin embargo, de supervivencia superficialmente impresionante, la casona solariega pudo convertirse en el lugar de reunión aislada de un grupo de personas cuyas relaciones inmediatas y fugaces solo podían descifrarse mediante un modo abstracto de reconstrucción, antes que a través del análisis completo y conectado de cualquier comprensión más general. (p. 309)
En algunos casos la relación es testimonial (Agatha Christie), en otras se combina con ciertas fantasías sobre el tipo de vida que esas personas de una clase social distinta deben de llevar a cabo (Dorothy Sayers) y, en otras, se reduce a algunos elementos icónicos: «la arquitectura antigua, los añosos árboles y el ocasional fantasma». De ese lugar de centro de crímenes, la casa solariega ha devenido, a lo largo del siglo XX, una especie de comodín escénico: centro de proyectos, actividades de la policía secreta, escuelas, centros de investigación, museos… «En el siglo XX la mansión campestre tiene precisamente esa condición de disponibilidad abstracta e indiferencia de función», algo que «no es un final triste, es un final apropiado» (p. 309).
La idealización de la casa solariega vino acompañada de una parcial idealización del campo, cuyo epítome es el Tolkien de la campiña (The Shire), ese campo inglés idealizado donde todo es hermoso y nadie trabaja, aunque Williams también destaca a T. H. White o Barrie, entre otros. Era un campo visto desde lejos, donde no se oían las quejas de las personas que lo habitaban por entonces y que consistían en bajos salarios y la necesidad de tener que emigrar hacia las ciudades; un campo folclórico, cuna de personas vinculadas a la tierra y modos antiguos. Una voz, real, que sí destaca Williams que describe el campo tal y como es, es la de Fred Kitchen en A la par de nuestro hermano, el buey.
Mediante la expansión colonial, y a través de la búsqueda de Gran Bretaña de nuevos mercados, «a mediados del siglo XIX la economía inglesa había alcanzado un punto tal que la producción nacional ya no alcanzaba para alimentar a la población del país. De modo que se instauró, pero esta vez en una escala internacional, la tradicional relación entre ciudad y campo.» (p. 347). En este nuevo ámbito, Inglaterra entera era la ciudad (metrópolis, ahora), y las colonias y resto de mercados, el campo. La más importante de estas colonias, Estados Unidos, ya había alcanzado la independencia en el siglo anterior, lo que acabó derivando en una clara competencia entre las distintas potencias (las sociedades industriales emergentes) por los nuevos mercados, las materias primeras, las zonas de influencia. Esa competencia llevó, por un lado, al establecimiento del imperio inglés (la Commonwealth); y, por el otro, a la larga, a dirimir las diferencias entre las principales potencias europeas en la Primera Guerra Mundial.
Lógicamente, el imaginario inglés se amplió, ahora con la presencia de las colonias. Lugar de control en ultramar, sí, pero también mercado emergente, segunda oportunidad para los que no lo habían conseguido en Inglaterra y ahora podían emigrar y, tal vez, volver después, una vez hecha la fortuna. Pero también, a la larga, la sede de una nueva clase social explotada: como escribió Orwell en 1939, y cita Williams: «Lo que siempre olvidamos es que la abrumadora mayoría del proletariado británico no vive en gran Bretaña, sino que está en Asia y África» (p. 349), palabras que no han hecho más que ganar vigencia en los casi 80 años que nos separan de ellas.
Y, de nuevo como ocurrió cuando los pobres del campo llegaban a la ciudad, a Londres, y sus habitantes, de una clase social más adinerada, trataban de expulsarlos, de impedirles estar ahí, en la actualidad llegan los pobres de este nuevo «campo», este extrarradio que son las colonias: oleadas de inmigrantes que buscan en la metrópolis (en la ciudad, en el lugar de la centralidad) una vida mejor, una forma de sobrevivir; y que encuentran, en general, el mismo recibimiento que encontraban los pobres del campo en la Londres o la Mánchester del siglo XIX.
Actualmente en Gran Bretaña está ampliamente difundida la creencia de que este sistema ha terminado. Pero el imperialismo político fue solo una etapa, precedida por los controles económicos y comerciales y respaldada cuando era necesario por la fuerza. Sus sucesores efectivos son los controles económicos, monetarios y comerciales que además, cada vez que alguien ofrece resistencia, se garantizan inmediatamente mediante la intervención política, cultural y militar. Las relaciones dominantes actuales todavía son, en este sentido, las de una ciudad y un campo, en el momento de su máxima explotación.
Lo que se ofrece como idea, para ocultar esta explotación, es una versión moderna de la antigua idea del «mejoramiento»: una escala de sociedades humanas que, teóricamente, culmina en la industrialización universal. Todo el «campo» llegará a convertirse en «ciudad»: esta es la lógica de su desarrollo, una simple escala lineal a lo largo de la cual pueden marcarse los distintos grados de «desarrollo» y «subdesarrollo». Pero la realidad es completamente diferente. Muchas de las sociedades «subdesarrolladas» han evolucionado precisamente para cubrir las necesidades de los países «metropolitanos». (p. 350)