La ciudad mentirosa (y III): el recuerdo en la ciudad

La primera entrada de La ciudad mentirosa se centraba en la historia actual de Barcelona y cómo sus muchos gobiernos han buscado, uno tras otro, la mercantilización de sus calles y sus barrios, lanzando la ciudad a convertirse, en vez de en un modelo, en una marca y propulsándola como destino turístico internacional. La segunda entrada analizaba el aspecto simbólico de la ciudad y cómo cada una de sus partes tiene distintos significados que sus habitantes interpretan de distintas maneras. Este significado es siempre complejo y cambiante, pero también ha habido intereses políticos por potenciar, por ejemplo, unas fiestas ante otras o por demonizar fiestas populares (San Juan). En la entrada de hoy seguiremos con este mismo tema y nos centraremos en cómo ciertas partes de la historia se han salvaguardado mientras que otras han sido borradas o mantenidas sólo a pedazos.

El ejemplo perfecto de esto en la ciudad de Barcelona son las enormes chimeneas de ladrillos que quedan en múltiples lugares como único rastro del pasado industrial de dichos enclaves. Remitiendo en parte al Baudrillard de El sistema de los objetos y los «objetos singulares»: «signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en representarlo» (p. 125):

Las muestras exaltadas de arqueología industrial están donde están para significar, y para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como cosa «auténtica», es decir, exclusivamente representacional, la chimenea monumentalizada tiene lo que le falta a los demás objetos funcionales que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a realidades abstractas inexistentes en sí mismas –la infancia, la patria, la historia, el pueblo– de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. (p. 125)

Sin embargo…

Pero ese pasado glorioso –se enfatiza– está definitiva e irrevocablemente pasado. Los grandes talleres convertidos en contenedores destinados al consumo o a la cultura, las plazas o parques infantiles que rodean esas imponentes chimeneas exentas fueron –se viene a proclamar– lugares inhóspitos, malolientes, sórdidos, escenarios de la explotación, marcos para la lucha de clases. Helos ahí, ahora: limpios, polifuncionales, asépticos, redimidos del ruido y del humo, sin obreros sucios de grasa, sin patrones abusivos, sin huelgas. Ese es el mensaje definitivo, el que se enorgullece de haber vencido la mugre industrial y el descontento obrero. (p. 133)

Y sigue: «Toda política de producción de identidad requiere, como se ha visto, una insitucionalización de la memoria, pero, precisamente por ello, al mismo tiempo, una institucionalización igualmente severa del olvido.» (p. 133). No basta con recordar la chimenea: hay que olvidar el pasado industrial y la fábrica que la albergó. Ya no hay obreros, ya no hay patrones, ya no hay sindicatos y ya no hay lucha de clases; y las multitudes de trabajadores del sector servicios en Barcelona, malpagadas y que jamás se llevan una parte importante del pastel que deja el turismo, son… circunstanciales. Probablemente porque no han sido capaces de esforzarse lo suficiente y subirse al tren de la meritocracia. Obtener barrios perfectos, libres de conflicto, dedicados al ocio y al paseo burgués, requieren también ese malabarismo de la memoria y de la identidad: Barcelona ya no es una ciudad obrera. Es lo que tienen los barrios gentrificados: una vez expulsados los sospechosos (es decir: los pobres) lo que queda está liberado del conflicto y es bonito, lugares hermosos donde pasear y consumir. Y donde quienes no pueden permitirse esto segundo, consumir, ya no van a acercarse.

La puesta en escena de los imaginarios urbanos oficiales no ha respetado apenas nada, excepto chimeneas, dependencias fabriles aisladas y nombres de antiguas instalaciones –la Espanya Industrial, la Pegaso, l’Escorxador, la Sedeta, el Moll de la Fusta, la Farinera, Can Felipa, la Maquinista…–, todos ellos restos reconvertidos en un mero acompañamiento decorativo de un estilo urbanístico uniforme y uniformizador. Las expresiones radicales de este principio han sido barrios enteros, como la Vila Olímpica o Diagonal Mar, espacios atractivos, previsibles, controlados, pensados para que en ellos habitaran vecindarios ejemplares. (p. 138)

Barcelona no es un caso aislado, por supuesto, y hemos visto suceder lo mismo en innumerables ciudades. Pero sorprende en el caso de Barcelona por el cuidado con el que supuestamente se mantiene viva su memoria y se elogian ciertos momentos. ¿No se hace homenaje tras homenaje a Gaudí y al modernismo?, entonces, ¿por qué las grandes fábricas que se levantaron a lo largo del siglo XIX y principios del XX no reciben ese mismo halo de veneración y son mantenidas año tras año? Análogamente, el descubrimiento de ruinas de construcciones romanas no supone la más mínima paralización ante la construcción de aparcamientos en el centro de la ciudad (con la consiguiente destrucción de las ruinas), mientras que ruinas que son siglos mucho más tardías, pero que en ese momento eran más relevantes por su relación con el nacionalismo catalán, supusieron la construcción de un edificio enorme, en pleno barrio gentrificado, que se puede visitar (y rememorar ese importante momento histórico) en el Born. La memoria urbana acaba siendo una decisión política; una decisión, por lo tanto, de las élites.

El destino de lo poco que sobrevive de estos lugares (las naves industriales de que hablábamos, los conventos reciclados, las atarazanas vaciadas) es convertirse, en unas pocas ocasiones, en el enésimo contenedor cultural (el museo del diseño, exposiciones fotográficas, una galería de arte genérica) pero, en la mayoría de las veces, acaban siendo espacios de consumo, centros comerciales homogéneos con su Zara, su Starbucks, su café donde tomar matcha latte o smoothies y, dependiendo de la envergadura, unos cines o una bolera. Progresivamente, esta epidemia se va extendiendo a espacios que, a priori, no lo eran: y los vestíbulos de las estaciones, de las correspondencias de metro, de cualquier hub de transporte atravesado por las suficientes personas, se acaba convirtiendo en un reducto industrial. En un viaje reciente, por ejemplo, se da la osadía (la vergüenza, en definitiva) de que, para alcanzar el lugar de despegue de los aviones del aeropuerto de Bruselas, hay que atravesar, físicamente, los pasillos de una tienda. No es como el caso de Barcelona u otros tantos aeropuertos, que están, por supuesto, repletos de tiendas, pero cuyo acceso siempre acaba siendo opcional: en el de Bruselas, tras el control de seguridad, el único pasillo que hay y que lleva hasta el acceso a los aviones es, literalmente, el de una tienda. ¿Acaso ese espacio no es público?

«Siguiendo este referente [el del centro de Barcelona], en Cataluña todas las poblaciones importantes han hecho de su núcleo una réplica de los centros comerciales, en la que los monumentos y las catedrales se añaden a la escenografía y dan al conjunto un cierto look vernáculo. Se alcanzan así, justo en medio de las ciudades, territorios eximidos de cualquier cosa que pueda obstaculizar los itinerarios y los altos de los compradores, espacios, no hay que decirlo, rigurosamente vigilados.» (p. 145)

Las ciudades cambian –nos lo recordaba Baudelaire– «más que el corazón de un mortal» y es verdad que puede haber mucho de afectación pequeño-burguesa en la devoción por ciertos ambientes muchas veces artificialmente cochambrosos y envejecidos, como imagen de una cierta idea no menos prototípica y tematizada de la vida urbana. No se trata de denunciar como perversa toda transformación urbana, sino de señalar a quiénes favorecen tales transformaciones, que no suele ser a la mayoría social. (p. 148)

«Como escribió magistralmente Maurice Halbwachs a principios del siglo XX, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva. En efecto, no todo lo que es colectivo ha de ser por fuerza común. La memoria urbana puede ser perfectamente fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria institucional, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada, complaciente, tranquila… y todo ello deriva de su esperanza de beneficiarse de lo que pueda quedar de añoranza de una organicidad social ya irrevocablemente enajenada.» (p. 153)

En un párrafo que recuerda (o sugiere) la deriva situacionista, Delgado glosa los monumentos corrientes y cotidianos con que todo habitante y hasta usuario de una ciudad puebla la misma:

Los practicantes secretos de lo urbano no hacen más que llenar las ciudades de monumentos, cada uno de ellos evocador de un momento histórico, de un encuentro al más alto nivel, de una batalla incruenta, de un recibimiento triunfal, de una derrota, de un levantamiento, de un naufragio, de una catástrofe, de un portento, de una defensa heroica, de una aparición, de un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, levantados con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos. Esos monumentos son, no obstante, implícitos, en la medida en que no aparecen en ningún catálogo ni en ninguna guía turística. (p. 157)

Si recuerdan, en el maravilloso Smart Cities de Townsend se hablaba de una app que se desarrolló en la ciudad de Nueva York que explicaba la vida de los árboles que había en la calle. Ni más, ni menos. Una aplicación completamente inútil que, sin embargo, aportaba algo a quienes tuviesen apetito, voluntad o curiosidad por leerla. ¿Se imaginan un catálogo, o un mapa, o una app, también, donde cada usuario y ciudadano pudiese estampar sus monumentos? «Yo viví aquí». «Me bajé en esta parada de metro durante doce años». «Aquí encontré el amor, allí lo perdí». Lugares completamente anodinos que dotamos de sentido y que jamás recibirán ningún monumento; y, caso de que lo hiciesen, no narraría nuestras vidas ni los azares de la cotidianidad, sino que probablemente sería un señor a caballo conmemorando alguna guerra.

El siguiente capítulo está dedicado a las movilizaciones urbanas, para lo cual se rastrea el origen de los barrios obreros periféricos:

Como se sabe, los conglomerados urbanizados basados en grandes bloques de viviendas responden a un modelo que se empieza a experimentar y da a conocer sus expresiones más interesantes en los años treinta –los siedlungen alemanes o las höfe austriacas, por ejemplo–, se pervierte de la mano de los urbanismos nazi-fascista y soviético y se generaliza, ya completamente envilecido, en la década de los cincuenta y sesenta, en la que todas las grandes ciudades europeas y otras muchas del mundo entero ven desperdigarse por sus periferias grandes barrios de bloques de casas que obedecen un esquema, cuya expresión más elocuente y espectacular serían los grands ensembles franceses o los new towns británicos. Se trata de las postreras expresiones de un modelo de crecimiento urbano que se generaliza en Europa en un contexto marcado por la expansión económica e industrial de las ciudades, por la proliferación de polígonos industriales en las periferias urbanas, por las transformaciones que acabarán con grandes extensiones de suelo agrícola, por las grandes avalanchas de inmigrantes que llegan a las ciudades provenientes de las zonas más deprimidas de cada país o de países más pobres, por las mejoras en los transportes y las comunicaciones… (p. 162)

De ahí surgen, ya lo hemos comentado en ocasiones en el blog, también las ciudades dormitorio o ciudades satélite españolas, incluso los barrios que están a las afueras de Madrid o Barcelona.

Inmediatamente después de que empezara a aplicarse esa política de exilio de la clase trabajadora a los alrededores de las ciudades se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella. Se le daban razones para que Le Corbusier notara lo que era cierto en el momento en que se redactó La Carta de Atenas y que lo es en la actualidad. Primero, «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y, después, que el suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad». [Le Corbusier, Principios de urbanismo] (p. 169)

Los banlieues han pasado a ocupar el lugar de nido de revolucionarios o agitadores sociales que a mediados del XIX ocupaban los faubourgs, de donde surgieron los «agitadores» de la Comuna en 1871 e incluso los de junio de 1848. Delgado cita el estudio de Castells de uno de los grands ensembles, Sarcelles (aparecido en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos, 1986). Castells sostenía que lo que se había producido allí era una dinámica similar a la que se dio con el primer sindicalismo obrero del siglo XIX: al convivir un tipo de personas tan similares, descubrieron un conjunto de intereses comunes. Si las primeras revueltas eran, pues, en los barrios obreros y en las fábricas, las segundas eran de la periferia hacia el centro.

Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas, a la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.

(…) en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano». (p. 171)

Con el tiempo, y tal vez por esta evidencia constante de que los polígonos iban a ser «focos de conflictividad», su construcción fue desechada.

Los términos del discurso que tendría que justificar la necesidad de buscar alternativas para albergar a los nuevos y viejos pobres urbanos –o renunciar a hacerlo, que parece ser que fue lo que finalmente sucedió– se han formulado en los últimos tiempos en clave de combate contra la formación de guetos, es decir, de lucha contra la posibilidad de que la nueva clase obrera y el nuevo lumpenproletariado llegara a coagularse en algún espacio que considerase propio y desde el que llegara a tomar conciencia de su capacidad para la resistencia y la impugnación del sistema del que se sentía y se sabían víctimas» (p. 193).

Habrán oído, sin duda, esa misma excusa, la de no permitir la creación de guetos, en muchas ocasiones; a menudo, para expulsar a pobres u obreros de sus barrios. Qué casualidad que jamás parezca preocupar en los barrios ricos, donde se dan auténticos guetos de clase alta; o en los edificios de alto standing, donde, de nuevo, sus habitantes están muy, muy claramente definidos. Pero esa marginación no es tal, parece.

El concepto del gueto se utilizó también cuando se dieron las revueltas en Francia en otoño de 2005, famosas porque se quemaron muchos coches y hubo violencia en las calles. «El problema, en efecto, no parecía ser la miseria, sino una acumulación excesiva de miserables por metro cuadrado.» (p. 199). Como si el hecho de disolver la banlieue fuese a terminar con el problema de los marginados. De nuevo, el recurso burgués: alejarlo del centro. Erradicar el problema a la periferia; convertirlo, de hecho, en problema de otros.

El séptimo (y último) capítulo vuelve a la bestia negra de Delgado: el concepto actual de espacio público (ya lo vimos en una conferencia que dio), entendido no como lugar de titularidad pública (¿acaso un juzgado o una biblioteca no son «espacio público»?) sino como ese lugar de realización ideal, burgués y desconflictivizado, que es un tipo muy concreto de espacio público. Para conseguir dicho espacio, en Barcelona se promulgó una ordenanza en 2006 que «se ensañaba, como comenta «se ensañaba» (muy acertada la expresión) con el juego en la calle, limpiarse en las fuentes, utilizar los bancos para cualquier cosa que no fuese sentarse adecuadamente en ellos (con lo que se prohíben no sólo las filigranas de los skaters sino, en definitiva, vaya, ser pobre y dormir en un banco), andar por la calle sin camiseta (que los turistas barriobajeros dan mala imagen) e incluso, si tiene usted la fortuna de vivir en un piso céntrico (o la desgracia, pues muchos de ellos son viejos y están bastante hacinados), tampoco podría tender la ropa en el balcón. De nuevo: mala imagen. Sorprende este celo legal en una ciudad donde no le quita el sueño a nadie derruir barrios obreros o lanzarse a prácticas de mobbing inmobiliario (siempre legales, eso sí).

Toda la retórica que acompañó la promulgación de esa nueva normativa en materia de «urbanidad» ponía de manifiesto cómo el civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Como se sabe, el civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas cívicas. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala. (p. 273)

(…) Para el urbanismo oficial, espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso, se trata de una comarca sobre la que intervenir, un ámbito que organizar con el propósito de que pueda garantizar la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extienden vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano, la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. (p. 274)

(…) Lo que en la práctica es la restauración en Barcelona de la antigua Ley de Vagos y Maleantes resulta de la lucidez con que el Ayuntamiento ha entendido cuál es la regla de oro que debe orientar sus políticas en materia urbana: total servilismo ante los poderosos –los promotores inmobiliarios, la banca, las empresas multinacionales–, severidad máxima con los sectores más frágiles e inconvenientes de la sociedad. (p. 275)

Finalmente, en las páginas finales, se destaca que, a pesar de los muchos cambios habidos en Barcelona, y las «mejoras (…) ostensibles por lo que hace a la calidad de un buen número de entornos», se evidencia también que «ciertas constricciones para el desarrollo de una ciudad verdaderamente abierta no procedían del régimen autoritario liquidado, sino de estructuras socioeconómicas intrínsecamente injustas, que han continuado generando un urbanismo adecuado a sus intereses. Si durante el franquismo estos intereses habían sido sobre todo los de la incorporación a las grandes dinámicas productivas y de mercado iniciadas en la posguerra europea, en el último tercio del siglo XX las orientaciones hegemónicas han tenido que ver con la globalización, con el consumo de masas espectacularizado, con las nuevas tecnologías y con una concepción de la ciudad como objeto de técnicas comerciales.» (p. 287)

Por lo demás, la tendencia a disolver la distancia entre ocio, producción, consumo y residencia, la labilidad de las fronteras entre lo público y lo privado, la imposición de estructuras basadas en la movilidad y en la capacidad de aprovechar los flujos de información, han acabado provocando nuevas formas de discriminación al mismo tiempo social y espacial, en las que el precio, las posibilidades de conexión y los derechos de admisión son los nuevos criterios de selección y enclasamiento. (p. 289)

La ciudad mentirosa (II): la ciudad simbólica

Si en la primera entrada de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona», de Manuel Delgado, nos centramos específicamente en la historia y los sucesos de Barcelona como ciudad (su venta a los flujos del capital internacional, los sucesivos gobiernos que, directa o indirectamente, no han hecho más que potenciar esta tendencia, la destrucción de barrios obreros por flamantes nuevos espacios de clases medias y altas entregadas al ocio y el consumo), en este segundo apartado lo hacemos entendiendo Barcelona como espacio simbólico; como lugar físico que se habita pero cuya legibilidad y significado son, como en todas las ciudades, mucho más complejos. Cada calle que se modifica, cada edificio que se derrumba o reconstruye, incluso cada paseo, giro, manifestación o elección de lugar donde vivir, sentarse, tomar un café o pegarle una patada a una papelera, dialoga necesariamente con ese capital simbólico.

De hecho, el título del primer apartado del segundo capítulo es bastante explícito en este sentido: «¿Tienen alma las ciudades?». Para responder, Delgado retrocede hasta la Escuela de Chicago y sus primeras investigaciones (no tanto sobre las ciudades sino sobre «el proceso de modernización en general (…) o, lo que es lo mismo, el proceso de homogeneización cultural en que consistía la dinámica mundializadora» [p. 91], como defendía Castells en Problemas de investigación en sociología urbana) sobre los muchos nichos distintos que había en la ciudad, las estructuras líquidas y fluctuantes cuya aglomeración (no su suma) componía precisamente esa ciudad.

«Son ahora las ciudades el nuevo escenario de aquella sacralización de idiosincrasias artificiales, toda la retórica sobre la singularidad cultural de los nuevos territorios estatalizados que había permitido el nacimiento de los nacionalismos modernos y que ayudó, y todavía ayuda, a nacer a las naciones-Estado de los países que se van incorporando al proceso de mundialización» (p. 95). Pero este proceso, en general, no se da de forma autónoma ni espontánea, sino que suele suceder «mediante un férreo control político sobre los signos» (p. 96).

Barcelona podría ser un buen ejemplo de ello. Dejando al margen la cuestión concreta del ocultamiento de los fracasos infraestructurales y de los exudados en forma de marginalidad que no se han conseguido exiliar, el objetivo de la dotación simbólica de la nueva Barcelona es la de lograr un community spirit, una personalidad propia precariamente existente durante décadas en una urbanidad caracterizada por la dispersión social, la plurietnicidad y la compartimentación provocada por el agregado de barrios fuertemente singularizados y, en gran medida, autosegregados de un centro débil y casi imperceptible, que habían ido formando por aluvión el actual conglomerado físico y humano de la ciudad. (p. 97)

La construcción del modelo Barcelona que vimos en la primera entrada era física, sí, y moral; pero ese mismo modelo (o marca, si lo prefieren, que es en lo que acabó convirtiéndose) sufrió también un proceso de construcción simbólico. Delgado rastrea sus orígenes (no entraremos en ellos: son muy específicos del caso concreto de Barcelona) y uno de los puntos que encuentra es, por ejemplo, la «imposición» (o sugerencia repetitiva hasta que acaba calando) de nuevas fiestas «populares» y tradicionales que se inventan tras el franquismo, como el «correfoc», y que en pocos años acaban siendo celebradas por la ciudadanía como epítomes de la tradición y el folklore ancestrales. Otro ejemplo es la consagración que reciben ciertas celebraciones en la ciudad (la Mercè, a finales de septiembre, acompañada de conciertos gratuitos y fuegos artificiales) y la demonización que sufren otras tantas (San Juan es la más evidente, una fiesta popular y obrera donde se socializaba en el barrio o en la playa y que desde hace años sufre cada vez una mayor persecución policial y mediática, con enormes titulares sobre lo «sucia» que está la playa, titulares que nunca se dan sobre lo sucias que quedan las calles tras una celebración futbolística o tras la Mercè).

El espacio concreto de Barcelona se convertía así en un ring de un combate simbólico entre, por un lado, las masas obreras que cierran sus barrios con barricadas y, por otro, los concursos al aire libre de gigantes y cabezudos y las exhibiciones públicas de la imagen de la patrona de la ciudad, lucha simbólica relativa, en última instancia, de quién es y qué significa ese mismo entorno sobre el que los sectores sociales en conflicto ejecutan sus prácticas e inscriben sus discursos. (p. 107)

De este tema se ocupa el sexto capítulo al analizar el simbolismo de los distintos espacios de la ciudad. Lo hace, por ejemplo, recordando el rechazo generalizado de los barceloneses, y de muchas de sus instituciones, ante la celebración de un desfile de las fuerzas armadas en la Diagonal en el año 2000. Se percibió como una vuelta al pasado, a los desfiles triunfales franquistas tras la Guerra Civil y durante la dictadura; hasta el extremo de que el lugar del desfile se cambió a uno mucho menos problemático y menos simbólico, casi en las afueras, y en vez de ser un desfile que entraba en la ciudad, la dirección del desfile fue hacia la salida. Aún así, ese desfile reunió a mucho menos público que uno alternativo, que se celebró en la Ciutadella, en una manifestación popular que desautorizaba «lo que se interpretaba como una utilización indigna de la calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. Al día siguiente, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la Avinguda Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir, la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza» (p. 244). Hubo también protestas contra la reunión de los representantes del Banco Mundial (que finalmente se suspendió y se llevo a cabo de forma telemática).

Esta capacidad de Barcelona de demostrarse fiel a su propio pasado y provocar el miedo de quienes creían tenerla sometida y poseída llegó a un máximo de intensidad con motivo de la cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea el 14, 15 y 16 de marzo de 2002. De nuevo, las autoridades pudieron percibir hasta qué punto la ciudad podía mostrarse hostil e inhóspita ante la presencia considerada no solo como ajena, sino, ante todo, como moralmente inaceptable. Durante los tres días que duró el evento, los mandatarios internacionales tuvieron que reunirse literalmente escondidos en un recinto fortificado, a las puertas de la ciudad, sin poder penetrar en ella, sin el mínimo contacto con una población que no estaba predispuesta a depararles ninguna bienvenida multitudinaria, sino más bien lo contrario. En el extrarradio, los poderosos debían verse a sí mismos como marginados, reconocidos como una materia extraña y repugnante que la urbe se negaba a recibir. Eran invitados, es cierto, pero ¿de quién? No de la ciudad, estaba claro, como lo demostraba que nadie se atreviese a salir de un estrecho perímetro en la zona de Pedralbes, encerrados por una muralla de cemento y dobles rejas que, al pie de la letra, los mantenía en todo momento enjaulados. Los líderes europeos se sometían a sí mismos a una especie de efecto túnel que los llevaba directamente desde el aeropuerto de El Prat hasta el aislado hotel de lujo Juan Carlos I y al contiguo Palau de Congresos, en un sector limítrofe de Barcelona que solo ocupaban instalaciones deportivas y descampados. Los reunidos no temían un atentado terrorista, ni la acción de violentos fuera de control. Los jerarcas planetarios allí congregados le tenían miedo a Barcelona. De hecho, la recepción oficial que debía celebrarse uno de los días del encuentro en el Palau de la Generalitat tuvo que trasladarse al palacio de Montjuïc, una vez más vertedero de lo que la ciudad parecía negarse a aceptar en su seno.

Barcelona, una vez más asediada –como tantas veces antes a lo largo de su historia–, ocupada por ocho mil policías destinados a vigilar de cerca unos habitantes que había que mantener a toda costa lejos y a raya. Aquellos días quedó patente de quién era, en última instancia, la calle. (p. 249).

Todo esto remite, además de al aspecto moral, al simbólico de cada parte de la ciudad. Esto nos llevaría a, por ejemplo, los efectos morales del 11S; en realidad, a pesar de lo aparatoso del derrumbe de las Torres Gemelas, el número de muertos no fue una barbaridad (disculpen la banalización de ese número de vidas); lo verdaderamente aterrador fue el golpe al corazón de la ciudad más simbólicamente importante del país más simbólicamente relevante. Fue un ataque, simbólico, a Occidente y al capitalismo. Como, salvando todas las distancias, la bomba en el atentado del Liceu de que hablábamos con Las buenas familias de Barcelona fue un ataque a las élites catalanas.

Siguiendo con el ejemplo de las manifestaciones, Delgado analiza algunas más. Una protesta estudiantil ante la imposición del plan Bolonia (que se percibía que iba a mercantilizar el acceso a los estudios universitarios, como finalmente ha sucedido). Las manifestaciones habituales en Barcelona empiezan en el centro y bajan (se dirigen hacia el mar, en vez de hacia la montaña) hasta la calle Ferran, donde tuercen hacia el Ayuntamiento y la sede de la Generalitat. Los estudiantes anunciaron que, en vez de girar, seguirían por las Ramblas, lugar prohibido para las manifestaciones (de nuevo: por su enorme valor simbólico, en este caso como lugar de centralidad y turístico). En vez de eso, y a pesar de todo el revuelo periodístico que esperaba la confrontación entre estudiantes y policía, la manifestación se desvió… hacia Sants. Los estudiantes «no emplearon ni el camino autorizado ni el prohibido, sino otro, es decir, ignoraron la lógica topográfica institucionalizada de lugares y de itinerarios entre lugares e inventaron una distinta, que se permitía incluso despreciar el centro de la ciudad como centralidad simbólica para elevar a tal rango un barrio popular» (p. 252).

Algo similar sucede con las manifestaciones del Primero de Mayo de 2011. La de los sindicatos mayoritarios baja por la Vía Laietana y termina en la catedral, obviando las sedes del poder (como si no fuese con ellas). La alternativa, que se convoca por la tarde… en lugar de bajar, la tendencia tradicional, sube hacia los barrios altos, es decir, los barrios ricos, donde residen las clases dominantes, «ultrajando zonas de la ciudad que se habían considerado a salvo de las protestas y, más todavía, de los disturbios (…) con que concluirá la marcha» (p. 253).

Delgado acaba analizando el aspecto «ritual», casi escénico, de estas revueltas y manifestaciones, donde tanto manifestados como las fuerzas de seguridad que los contienen llevan a cabo una escenografía en cierta medida coreografiada, como si cada una de las partes fuese consciente del papel que tienen que jugar. «La propia presencia de espectadores es una prueba de esta naturaleza controlada, ritualizada y espectacularizada del disturbio urbano. Su desencadenamiento, en efecto, no implica muchas veces que los viandantes tengan que huir y, si la intensidad de la lucha no alcanza un cierto nivel, buena parte de ellos permanecerá en el lugar como público de lo que es vivido como un acontecimiento urbano más» (p. 262). Lo cual no quita que, en ocasiones, sus efectos sean verdaderos o nocivos, por supuesto.

La ciudad mentirosa (I), Manuel Delgado

En primer lugar, permítanme pedir disculpas por todo este tiempo de inactividad en el blog. Febrero fue un mes complicado por temas de trabajo y marzo lo he dedicado a la redacción del ensayo final del postgrado «Antropología de la arquitectura», del que ya hemos reseñado diversas obras (Delgado, Navas-Perrone, Frago Clols, los puentes entre la arquitectura y la antropología, entre otros). Precisamente para ese ensayo, centrado en el proyecto Superilla de la ciudad de Barcelona, llevamos a cabo la lectura de este La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona» (el libro es de 2007, los libros de la catarata, pero leemos la tercera edición actualizada, de 2017), una «carta de amor despechada» de Manuel Delgado a la ciudad donde vive.

El objetivo del libro no es negar las bondades de los cambios que ha habido (que los hay, y buenos, por supuesto), sino dejar claro que «todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban unirse y mostrarse ordenada» (p. 11). Tras esa fachada de bondad, de modernidad, arquitectura, diseño, hordas de turistas y premios internacionales se halla «la otra cara»:

Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables… Contrastando con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. (p. 12)

Hay cierta tendencia a pensar que Barcelona se doblegó a «los imperativos de las dinámicas del capitalismo mundial, pero esta no es que sea una característica singular de la actualidad en materia de iniciativas urbanas de Barcelona, sino que la clave internacionalizadora ha sido un elemento esencial de la lógica del crecimiento urbano en Barcelona» (p. 28), empezando por la Exposición Universal de 1888 (que urbanizó la Ciutadella, su entorno y una parte del frente marítimo), la Exposición Universal de 1929 (Montjuïc), el Congreso Eucarístico de 1952 (para expulsar el poblado de barracas que había en una zona de la Diagonal y urbanizarla), los propios Juegos Olímpicos (la Vila Olímpica o el Maremágnum, por citar sólo algunos) y el Fórum de las Culturas de 2004, con el que se expulsó a los habitantes de clase baja de la zona que ahora es Diagonal Mar, se proyectó el centro comercial y se construyeron viviendas de algo standing debidamente valladas en la zona.

Pero fueron los Juegos Olímpicos, por supuesto, los que entronaron el modelo Barcelona. Tras su celebración, concluida la inercia y con muchas infraestructuras por terminar, se dio una etapa en la que «se empiezan a configurar grandes clusters culturales» (p. 41) como el Raval, el MACBA y el CCCB (al que pronto se le añadirán facultades de la UB) o el de la Plaza de las Glorias, con el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña (y luego la Torre Agbar, sedes del diseño y la punta del distrito 22@, que no deja de ser un clúster empresarial). «Nos hallamos, pues, en el paso del modelo Barcelona a la marca Barcelona, es decir, de referente de construcción ético-urbanística de una ciudad a poco más que un logotipo comercial destinado a su promoción competitiva en el mercado.» (p. 44). Si las reformas, hasta ese momento, iban investidas de una ideología concreta de convivencia, de mejoramiento de infraestructuras, de reformas para higienizar, esponjar, adecuar, en definitiva, las calles, a partir de 1997 (la substitución de Pascual Maragall, anterior alcalde, por Joan Clos, el siguiente, también socialista) se da una nueva etapa «más pragmática y asociada de manera descarada a la nueva economía y a la renuncia, en gran parte, a un proyecto global de ciudad» (p. 44).

Esta fase viene marcada, también, por la desaparición de la «paz social» que había imperado hasta entonces, debida, por un lado, a la progresiva disolución de las asociaciones de vecinos (que habían marcado la lucha social desde finales del franquismo), y por la otra a lo ilusionante del discurso olímpico. Las nuevas movilizaciones de principios de los 2000 tienen que ver con movimientos altermundistas (protestas contra el Banco Mundial o la reunión de los jefes de Estado en Barcelona), contra la participación de España en la Guerra de Irak o contra las evidencias, cada vez más claras, de que los proyectos de la ciudad no estaban encaminados a mejorar la vida de sus ciudadanos sino a procurarles réditos económicos a unos pocos, como fue el propio Fórum.

Tras unos años en que la evidencia mercantilista es cada vez más evidente (con Joan Clos, que acabaría siendo director ejecutivo de ONU-Hábitat, nada menos, primero; y con Jordi Hereu, después, que fue más de lo mismo), Barcelona pasa a ser gobernada por la derecha con Xavier Trias, en un mandato donde toda ficción de interés social queda descartada y sólo se llevan a cabo actuaciones en las zonas de renta alta. Tras esos cuatro años, y coincidiendo con la politización de los movimientos de indignados que cristalizan en algunos partidos políticos, Ada Colau se convierte en alcaldesa en 2015, al frente de un gobierno de izquierdas. Sin embargo, y a pesar de las proclamas del partido, Delgado destaca la continuidad entre las políticas urbanísticas de Maragall y las de Colau. «Esta vindicación de la etapa supuestamente esplendorosa y auténtica del «modelo Barcelona» es precisamente la que aparece en la base del proyecto político de Barcelona en Comú» (p. 56). Se percibía que, tras la «desfiguración del espíritu Maragall» llevada a cabo por Clos, Hereu y, claro, Trias, finalmente el retorno de Colau y los suyos iba a ser una vuelta a esa época dorada. Ese retorno quedó evidenciado por la inclusión de Jordi Borja (cuyo papel en la difusión del modelo Barcelona hemos comentado a menudo en el blog) en la lista de Barcelona en Comú y también por la inclusión en el equipo de Gobierno de antiguos responsables municipales del Partido Socialista, amén de que Jaume Collboni, socialista, fuese el segundo teniente de alcalde (y actual alcalde hoy en día, una de cuyas primeras medidas ha sido tumbar la obligación de que toda promoción de viviendas dedicase un 30% a la vivienda social; auténtica gestión socialista, vaya).

La clave del éxito de la candidatura de Barcelona en Comú fue presentarse como alternativa al Gobierno de Xavier Trias, que había comandado la ciudad durante los últimos cuatro años (2011-2015), ocultando que la derecha conservadora no había hecho otra cosa que continuar las dinámicas de saqueo capitalista que habían aplicado a lo largo de treinta años los gobiernos «de izquierda» y reclamándose heredera de esa época dorada del «auténtico modelo Barcelona» que el «modelo Barcelona degenerado» y la «marca Barcelona» habían hecho malograr, puesto que el «modelo» era sobre todo un modelo moral y cívico, mientras que la «marca» implicaba una simple imagen de la ciudad como macroproducto de consumo. (p. 58)

A partir de ahí, tanto Colau como la teniente de alcalde de urbanismo, Janet Sanz, loan sin medida el mejor momento de la historia de Barcelona y su época dorada, el maragallismo. Por ello no sorprendieron dos de sus primeras iniciativas urbanísticas: por un lado, «se elevaban a la categoría de bien patrimonial a proteger ejemplos de la arquitecturización de espacios públicos propia de los años 1980» (p. 58), tanto las «plazas duras» (enormes vacíos de hormigón, vaya, como la horrenda y muy vacía Plaza de los Países Catalanes que hay frente a la estación de Sants) como los «proyectos de diseño» (el Moll de la Fusta, el Parque de la Creueta). Y, por el otro lado, se presenta un plan de barrios, cuyos responsables son los mismos que trabajaron en la época de Maragall (Marta Grabulosa y Oriol Nel·lo), que tiene dos ejes de actuación prioritarios: la zona de Bon Pastor – Baró de Viver, donde se sigue expulsando a vecinos de las casas baratas (lo vimos en la obra de Stefano Portelli La ciudad horizontal) y se construyen viviendas «para rentas medias y altas junto al centro comercial de La Maquinista» (p. 59). El otro eje es la zona del Besós y el Maresme, en pleno 22@, cuyo objetivo es seguir ampliando esta zona como «polo de atracción de actividad económica social y cooperativa» y abrirlo hasta comunicarlo con La Sagrera (es decir, la continuación del plan de La Ribera que los vecinos de la zona consiguieron impedir en 1986 porque los expulsaba de su barrio pero que luego, gobierno tras gobierno, todos se han emperrado en ir aplicando).

Pero estas evidencias prácticas no son la prueba definitiva de hasta qué punto el «nuevo municipalismo» de Ada Colau no es otra cosa que restauración maragalliana, esto es recuperación del proyecto imaginado por Pasqual Maragall. Lo que realmente distingue el «toque Maragall» es la dimensión moralizante del discurso en que se justifica, esa voluntad de, en palabras de la alcaldesa en la presentación de lo que es la reedición del Plan de Barrios (…), «distribuir justicia a los abandonados», es decir, de conceder graciosamente y desde arriba «empoderamiento» a los de abajo, todo ese lenguaje altisonante y pretencioso propio del despotismo ilustrado heredado de quienes mandaron en Barcelona acompañando a Maragall. He ahí la diferencia entre el «modelo Barcelona» y «marca Barcelona»: una forma singular de capitalismo urbano, enrollado en lo cultural y paternalista en lo social» (p. 60).

La puesta en venta de Barcelona, por lo tanto, no empieza con la derecha que gobierna cuatro años, ni siquiera con la decadencia del modelo a partir de 2007: es un hecho central de la política de Maragall y de las reformas para los Juegos Olímpicos; es, de hecho, el objetivo central del que era también referente de Maragall, José María Porcioles, el alcalde colocado por la connivencia entre los poderes franquistas y los poderes locales: «Porcioles puso la base, el gran proyecto de una ciudad al servicio total de su propia mercantilización; Maragall sólo tuvo que añadir legitimidad política, una cierta sensibilidad socialdemócrata y sobre todo campañas de autopublicidad basadas en valores» (p. 61).

La siguiente sección de este primer capítulo aborda una dinámica que se ha repetido en numerosos barrios de la zona: como tantas otras grandes ciudades globales, la vivienda en Barcelona alcanza niveles de precios estratosféricos; y su suelo es un valor cada vez más importante para el Ayuntamiento. Por eso no sorprende que, durante las últimas décadas, se hayan llevado a cabo promociones, actuaciones, programas y demás nombres rimbombante cuya pretensión era mejorar la vida de los vecinos pero cuyas consecuencias siempre acaban siendo la expulsión de esos mismos vecinos y su substitución por otros de rentas más altas. Por ejemplo, «las ciento quince manzanas de lo que fue el Poblenou industrial inmoladas en nombre de la nueva economía: el Distrito 22@» (p. 67).

El proceso continuaba siendo el mismo. De pronto, alguien, en algún sitio, decidía algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declaraba «obsoleto», luego se redactaba un plan perfecto, se elaboraban unos planos llenos de curvas y rectas, se hacía todo ello público de manera atractiva –dibujitos y maquetas– y se prometía una existencia mejor a los seres humanos cuya vida iba a ser, como el lugar, remodelada. A continuación, se proponían ofertas de realojamiento –que siempre perjudicaban a quienes no podían asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les imponían–, se encauzaban dinámicas de participación –orientadas, de hecho, a dividir a los vecinos afectados– y, después, se continuaba sometiendo a ese pedazo de ciudad a un abandono que ya la venía deteriorando, para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad. Luego no era extraña la aplicación de formas de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo –y nunca mejor dicho– consistente en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, en someterles a una presión que los obligue a abandonar su residencia y dejar el paso libre a los planes de «refuncionalización» de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo ello poca cosa aparecía en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos era una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resulta ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano. (p. 68 y 69).

¿Ejemplos? La Vila Olímpica, las casas baratas del Bon Pastor, el Barrio Chino reconvertido en el Raval. De fondo en todo este trajín está una concepción del urbanismo que Ángela Giglia denomina (como veremos en próximas entradas) la «falacia del determinismo espacial», que viene a decir, en palabras de Delgado: «a lo largo de la historia del urbanismo se esperaba que la aplicación de criterios ordenadores claros fuera capaz, por sí sola, de resolver problemas sociales e infraestructurales profundos, no por la vía de un cambio en estructuras sociales brutalmente asimétricas, sino por el de una redefinición de los lugares y de su organización» (p. 81). Se trata de la vieja idea burguesa de que resolver un problema es expulsarlo a una periferia cada vez más lejana; o, peor aún, de la concepción, claramente interesada, de que la manifestación de un problema es, de hecho, ese problema, y erradicarlo de la vista quitaría el problema. Calles amables y pacificadas suponen la superación del conflicto económico, de clases, de la vivienda, de la inmigración o de la prostitución, por citar algunos casos sangrantes; cuando, en realidad, sólo suponen haber expulsado esos problemas lejos de unos barrios reconvertidos en reductos del ocio y el consumo para clases de rentas más altas.

Estas reconversiones público-privadas vienen a menudo acompañadas de un discurso legitimador y moral. Por ejemplo, la propiedad de una de las empresas encargadas de renovar Ciutat Vella, Focivesa (Foment de Ciutat Vella, S. A.), «correspondía, en 2007, en un 57 por ciento al Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. El resto se lo distribuyen La Caixa, Caixa de Catalunya, BBVA, SABA y Telefónica» (p. 83, pie de nota). O VOSA, la empresa que hizo lo mismo en Vila Olímpica, expropió el suelo en nombre público y luego se incorporó a NISA (Nova Icària, S. A.), aportando un 40% de su capital, en forma de ese tesoro inmobiliario expoliado a los vecinos. El 60% restante de NISA era capital privado, por lo que NISA acabó construyendo pisos de alto standing que los vecinos, ya expulsados, no se pudieron permitir y les impidió volver a la zona, substituyendo vecinos de rentas bajas por otros de renta mayor (y generando una jugada redonda para el sector privado).

Como decíamos, todas estas expulsiones vienen siempre acompañadas de un discurso moralista.

Es decir, la rehabilitación del barrio no debía ser tan solo formal, debía ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era solo la pobreza y la marginación, era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el relevo en el tipo de vecindario, la distribución de templos levantados en honor a la Cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de aquellas energías malignas que habían poseído el barrio y que conformaban lo que Gary McDonogh definía como una auténtica geografía del Mal (p. 85).

Precisamente la Filmoteca fue retirada del Barrio Chino a principios de los ochenta, cuando pasó a ser gestionada por el gobierno autonómico, al considerar que tal institución no debía estar en dicho emplazamiento, «en pleno asentamiento gitano del barrio» (p. 86). Un cuarto de siglo después, retornó a sólo unos pocos metros de su emplazamiento original: pero ya no era el Chino, sino el Raval, un barrio debidamente saneado y con enormes templos higienistas dedicados a la cultura: CCCB, MACBA, la Facultad de Geografía e Historia y, por supuesto, esta nueva y flamante Filmoteca.

Naked City, Sharon Zukin

Sharon Zukin lleva 40 años cartografiando Nueva York, ciudad donde nació y vive. Su primera obra, Loft Living (1982), describía los procesos que se estaban dando en un barrio por entonces bastante marginal de Nueva York, Hell Hundred’s Acres. Hasta los 60 había sido una zona de gran fuerza industrial, llena de talleres dedicados al textil. Las crisis económicas de los 70 y la deslocalización de las industrias hacia países emergentes, mucho más baratos, dejó vacíos esos talleres. Y entonces llegaron los artistas, que, al alquilarlos, podían tener, con un solo alquiler, a la vez el taller y la vivienda. Había nacido la moda del loft; y, con ella, como describió Zukin, la importancia de la vanguardia artística en los procesos de gentrificación de la ciudad (algo que también analizamos tanto con «El bello arte de la gentrificación» como con Clase cultural. Arte y gentrificación). Por entonces el barrio ya había cambiado de nombre, claro, y ahora era conocido como la zona al sur de la calle Houston: South of Houston Street, SoHo.

The Cultures of Cities (1995), que reseñamos en su momento, volvía a la ciudad de Nueva York y trataba de comprender algunas de las muchas culturas que la habitaban; sobre todo, la nueva cultura empresarial, que concibe la ciudad como un lugar donde hacer negocio y donde todo servicio debe financiarse a sí mismo, o perecer. En su búsqueda por tratar de comprender cómo se genera la cultura urbana y quién tiene un mayor peso en el proceso, del libro nos quedamos con la importancia creciente que los BIDs (bussiness-improved districts) tenían en la ciudad, algo que no ha hecho más que crecer. Se trata de uniones de comerciantes y empresarios de un lugar común que crean una asociación, fundación o, si disimulan menos, una empresa, cuyo objetivo es velar por la seguridad, la estética y el bienestar de su zona. Un win-win, claro, porque entonces el Ayuntamiento puede olvidarse de la limpieza, de la retirada de basuras o de la seguridad en ese distrito. Pero todos esos servicios pasan a ser privados, con lo que, como siempre, los sospechosos habituales son susceptibles de ser expulsados de esos distritos. Como todas aquellas actividades que no sean del agrado de los propietarios de los negocios, que pasan a ser también los propietarios de las calles.

Si el título de The Cultures of Cities era un claro homenaje a Mumford, Naked City. The Death and Life of Authentic Urban Places (Oxford University Press, 2010) es un claro homenaje a la que será una de sus protagonistas: Jane Jacobs, puesto que uno de los temas centrales será la descripción que hizo Jacobs de un barrio funcional y sano. Pero Zukin lo hace sin abandonar la dicotomía que ya presentó en The Cultures of Cities: existe una ciudad, digamos, real o viva; y existe una ciudad corporativa, que sólo busca eficiencia y máximo beneficio económico. Si en el anterior libro el tema que servía para tratarlos era las distintas culturas urbanas, en este caso se trata de la autenticidad.

Though Jacobs and her fellow community activists were able to stop Moses’s plans to destroy significant parts of Lower Manhattan and replace them with highways and high-rise housing projects, the struggle between the corporate city and the urban village continues in our time. It is fought not only in terms of the bricks and mortar of new construction projects, but also in terms of which groups have the right to inhabit both old and new city forms. Who benefits from the city’s revitalisation? Does anyone have a right to be protected from displacement? These stakes, which the French social theorist Henri Lefebvre calls the right to the city, make it important to determine how the city’s authenticity is produced, interpreted and deployed. (p. xii)

El debate, que ni Jacobs ni Moses hubiesen planteado en términos de «autenticidad» en realidad se da entre la ciudad corporativa y lo que Zukin denomina «urban village»; la ciudad para todos, si acaso, una ciudad que está viva y que, a diferencia de Nueva York, no ha perdido su alma. «Public parks that are now managed by private conservancies and shopping areas that are governed by Business Improved Districts do enjoy cleaner streets and greater public safety. But we pay a steep price for these comforts, for they depend on forces that we cannot control –private business associations, the police bureaucracy, and security guard companies– signaling that we are ready to give up on our unruly democracy. This is another way the city loses its soul.» (p. xi)

A partir de ahí, la introducción relata cómo, desde los años 70, la ciudad deja de ser local para volverse global y sometida a los vaivenes de la globalización y los flujos del capital. «The British geographer Loretta Lees calls this process ‘super-gentrificaition’ (…) Neil Smith calls this ‘gentrification generalized'» (p. 9), es decir, una nueva oleada de gentrificación que convierte los centros urbanos en refugios de los muy ricos y los barrios colindantes, en zonas de clases medio-altas. Por el proceso, lo que para Jacobs era la descripción de un barrio normal, con sus relaciones interpersonales, los negocios pequeños y el «ballet de las aceras», ha perdido su origen real y se ha convertido en un espectáculo simulado. Lo que Ian Brossat denominaba «parisinidad» en Airbnb. La ciudad uberizada y lo que la propia Zukin denomina «manhattanization»: cuando los procesos urbanos han pasado por el rodillo del márqueting y quedan vacíos, sin calado, pura apariencia. O, como lo describía Harvey en Espacios del capital: al propio capitalismo le interesa que surjan lugares auténticos, originales, que tienen algo especial; algo lo bastante singular para llamar la atención y atraer turismo, pero no lo bastante singular para ser incomprensible o inabarcable. Ahí entraríamos, claro, de nuevo, en la hiperrealidad de Baudrillard. El resultado, independientemente de por dónde lo abordemos, son ciudades sin alma, con un discurso amable que promete bondades para sus habitantes pero regidas únicamente por el interés económico y el bienestar de las clases dominantes.

La introducción rastrea ese concepto de ‘autenticidad’; pero, como no podía ser de otro modo, es un concepto muy particular de cada lugar y de cada época. El grueso del libro es, por lo tanto, una búsqueda, barrio a barrio, de seis visiones distintas de autenticidad en Nueva York. Un estudio que interesará, claro, a los habitantes de la ciudad y a quienes la conozcan bien; porque, más allá de las descripciones pintorescas, no se avanza hacia unas conclusiones genéricas (no ya globales: digamos, y ya es un concepto grande, de la cultura occidental) hasta las conclusiones finales.

The East Village still enjoys the image of an oasis of authenticity in a Wal-Mart wasteland, which tends to make living here even more expensive. Almost everywhere, lofts and walk-up flats have been transformed into luxury housing. «Blight», which urban planning officials in the 1950s sneeringly said was the problem with old neighborhoods like ours, has yielded to chic. (p. 104)

Algo más adelante ejemplifica el problema de los BIDs, o de la privatización de las calles, con la simple imagen de la seguridad privada contemplando pasivamente cómo los clientes de un establecimiento que ha colocado sillas sobre el césped de Bryant Park disfrutan de sus cócteles, incluso personas que han traído sus propias sillas para disfrutar de una actuación de música en vivo en ese establecimiento, mientras esos mismos guardias de seguridad privados persiguen y acosan a las personas que beben de una botella envuelta en una bolsa marrón. La decisión de qué es correcto e incorrecto pasa a manos privadas; y las manos privadas toman esa decisión basándose en quién les da dinero y quién no. No deja de ser el viejo debate de botellón contra terrazas; el acto, beber alcohol de forma social, es el mismo, sólo se modifica el contexto.

Las conclusiones, en el capítulo final, están articuladas alrededor de la descripción de Greenwich Village que hizo Jacobs en su momento.

Authenticity was not a word in Jacobs’s vocabulary. She talked instead about density and diversity, about «character and liveliness», and how to «avoid the ravages of apathetic and helpless neighborhoods». For the most part, she advocated resisting overscale development and permitting good design of urban spaces to encourage community involvement. It is not clear that following her suggestions would have allowed cities to avoid the lack of investment in public institutions and the miscarriage of racial and social equality that depressed so many neighborhoods to see them as «authentic», and we can use our Jacobs-influenced vision to transform their authenticity into equity for all. We already use the streets and buildings to create a physical fiction of our common origins; now we need to tap deeper into the aesthetic of new beginnings that inspire our emotions. Authenticity refers to the look and feel of a place as well as the social connectedness that place inspires. But the sense that a neighborhood is true to its origins and allows a real community to form reflects more about us and our sensibilities than about any city block. (p. 220)

Y ahí encontramos uno de los errores: las ciudades no tienen que crear comunidades. Nada más horrendo que la comunidad, como recordaba Sennett en El declive del hombre público: porque las comunidades no dejan de ser grupos cerrados que se perciben a sí mismos como tal, como un grupo; porque suelen tener intereses comunes, algo que los habitantes de una ciudad no necesitan; y porque, ante la posible disolución, nada une tanto a una comunidad como un enemigo común. Real o imaginario. En las ciudades se da, o debería darse, una forma distinta de sociabilidad, no basada en lazos fuertes sino en constantes interacciones autocontenidas. Por supuesto que es agradable la familiaridad en el bario, con algunas de sus gentes y establecimientos; pero eso no puede llevar a la defensa de una comunidad. Para eso siguen existiendo los pueblos y las urbanizaciones; lo que en Estados Unidos llamarían suburbios.

Algo más adelante Zukin confunde, de nuevo, lo que describió Jacobs (el ballet de las aceras, la mezcla de usos) con las personas a las que describió Jacobs (clases medias blancas de primera o segunda generación). «But Jacobs romanticized social conditions that were already becoming obsolete when she wrote about them in 1960. In the years that followed, second-generation immigrant shopkeepers were replaced by the chain stores; housewives who had time to look out the window to see what was happening in the street entered or returned to the workforce. A mix of machines shops and small factories, butcher shops and dry cleaners, and homeowners and tenants were crushed first by old residents moving out, business failing to meet competition, and landlords abandoning low-rent properties, and the by new waves of boutiques, condos, high-rise development, and gentrifiers.» (p. 226). Todo esto, sin embargo, se debe a un origen común, como Zukin explica en el mismo párrafo: «Local roots would finally be destroyed when the state eliminated the social safety net of rent controls, and real estate investors and developers replaced low-cost housing with expensive luxury apartments.»

Es decir: el problema no fue que Jacobs describiese una estampa que iba a evolucionar; ni siquiera que en esa estampa estuviese el germen de la gentrificación (como ya destacó Trevor Boddy en su artículo recogido en Variaciones sobre un parque temático), sino que la ciudad dejó de estar articulada alrededor de sus habitantes para estarlo alrededor del beneficio. Com temas de fondo como el neoliberalismo surgido de las crisis energéticas o la globalización, no fue un tema que afectase únicamente a las ciudades.

La renovación urbana que supuso esta acumulación de tendencias pretende buscar la «autenticidad», pero disimula poco lo que esa autenticidad le debe al interés económico. Brotan centros de convenciones, a cuál más singular; frentes marítimos renovados, rascacielos diseñados por el enésimo arquitecto estrella o museos destinados a revitalizar una zona y convertirse en el próximo Guggenheim. «These elements of sameness do not just speak to a universal yearning for capuccino’s culture, the status symbol of the new urban middle class. They embody consumer’s strivings for the good life as well as cities’ conscious use of culture to polish their image and jump-start investment.» (p. 231)

La competencia se va volviendo más amplia y abarcando cada vez ciudades más pequeñas, hasta que todas ellas están compitiendo por atraer capital, modernizar sus centros urbanos y organizar el próximo festival de moda, gastronomía o pop-up. «Every city wants a ‘McGuggenheim'» (p. 232), resume Zukin. Finalmente se traduce en cambios a nivel de calle; de comercios, personas y cómo se usa el espacio público.

This process has moved faster in the original, ur-neihgborhoods in the centers of cities, where the old urban village has been restored or rehabbed to conform to an «interesting» aesthetic vision, while losing the low-key, low-income, and low-status residents who gave it an authentic character. (p. 243)

Y de ahí nos surge una duda. ¿Acaso en el futuro, los nuevas generaciones que ahora viven la juventud en la ciudad echarán de menos los gastrobares, las cafeterías con enormes ventanales donde se sirven matcha-lattes y bocadillos de sésamo, incluso los Starbucks? ¿Será para ellos el símbolo de la autenticidad, pese a lo claramente mercantilizado que nos parece a generaciones algo mayores?

El transeúnte y el espacio urbano, Isaac Joseph

Isaac Joseph fue un sociólogo francés, introductor de los trabajos de la Escuela de Chicago en el país, nada menos, y también un estudioso de lo que podríamos llamar microsociología; o, dicho de otro modo, lo que sucede cuando uno sale a la calle. Este El transeúnte y el espacio urbano. Ensayo sobre la dispersión del espacio público (publicado en Francia en 1984, leemos la edición de Gedisa de 2002, traducida por Alberto L. Bixio; el título original era Le Passant Considérable, algo así como «el transeúnte importante» o «el transeúnte notable»). Y de eso precisamente trata el ensayo: sobre la importancia, o lo notable, de la figura de un peatón en plena calle. Se trata de la imagen más representativa tanto del hecho urbano como de lo urbano en sí (mentando a Lefebvre) y, a la vez, una de las más difíciles de aprehender. Consciente de esa complejidad, Joseph ya advierte en los primeros párrafos de que El transeúnte y el espacio urbano no es un ensayo al uso, sino una digresión alrededor de esa figura tan esquiva.

Y, para ello, recorre a tres grandes nombres y viejos conocidos del blog: los de Erving Goffman (al que también dedicó parte de sus estudios y al que le dedicó un libro, Erving Goffman et la microsociologie, en 1998; y del que hemos leído ya La presentación de la persona en la vida cotidiana, Estigma, Los momentos y sus hombres y en breve reseñaremos también Relaciones en público), Georg Simmel («Las grandes urbes y la vida del espíritu«) y la de Gabriel Tarde (de quien aún no hemos reseñado nada, por lo que tendremos que ir pronto a por ello). Más que una reseña al uso, por lo tanto, y siguiendo el ejemplo de Joseph, en este caso nos dejaremos llevar por sus digresiones e iremos comentando algunos de los temas; con citas extensas, por supuesto.

La experiencia primera del espacio público no es la experiencia privada de una crispación existencial –la soledad– frente a la estructural plenitud del mundo. (…) Lo que se nos da es más bien la experiencia de la fluidez de la copresencia y de la conversación, de las pequeñas oposiciones sociales que nos nuestras vacilaciones, la experiencia del excedente de socialidad en su materialidad discursiva. (p. 14)

El espacio público, continúa Joseph, no es orden; la propia dispersión es su esencia.

La dispersión de las escenas tales como las mira la microsociología no equivale ya a la disolución o a la desorganización puesto que dicha dispersión corresponde a la naturaleza misma del espacio público urbano. Pero ella es al mismo tiempo natural y precaria… (p. 19)

Por ello se loa la tarea de la Escuela de Chicago: porque, como comentamos en la entrada anterior, a propósito de The Hobo, de Nels Anderson, los sociólogos de Chicago lo que hicieron fue, siguiendo la batuta de Park, salir a la calle y observar lo que sucedía. O, en palabras de Joseph: «Después de todo, al luchar contra los eugenistas, los sociólogos norteamericanos aprendieron mucho más rápidamente que nosotros a desembarazarse del demonio de Laplace: no hay estado inicial del sistema.» (p. 21)

Es seguro que el «laboratorio urbano» en el que los sociólogos de Chicago observan estos fenómenos de socialización – desocialización no es un terreno como cualquier otro o un terreno de substitución para la antropología repatriada. Y ello es así aunque más no sea porque dicho laboratorio pone en escena tres movilidades. Primera movilidad: el hombre es un ser de locomoción al que los encuentros y las experiencias de copresencia transforman en un enorme ojo. La ciudad instaura el privilegio sociológico de la vista (lo que se hace) sobre el oído (lo que se cuenta), pero al conjugar la diversidad y lo accesible, la ciudad afecta lo visible con un coeficiente de indeterminación y de alarma. Segunda movilidad: el habitante de la ciudad es un ser cuya relación con el lugar que habita es completamente particular; con él la movilidad social y la movilidad residencial se conjugan. El habitante de la ciudad acumula las residencias y se deslocaliza constantemente. La tercera movilidad (…) es la que Simmel llama movilidad sin desplazamiento, la versatilidad del habitante de la ciudad, lo pasado de moda como modo de vida. En el antropólogo hay pues cierta formación urbana que lo impulsa a modificar los registros –clásicos en su disciplina– del espacio y de la cultura y sobre todo lo obligan a captar los fenómenos sociales como sistemas de relaciones deslocalizados y sobredeterminados. (p. 21)

De la suma de estas tres movilidades surge lo que Delgado llamaba el «baile de disfraces«: todo acto de salir a la calle, de atravesar la ciudad, somete al transeúnte a una duermevela, a un espacio liminal, donde es consciente de estar expuesto y juega, por lo tanto, a despistar; no tanto siguiendo la esencia del Goffman de La presentación… (puesto que, recordemos, en ese caso se trataba de actores y de un público, aunque estuviese formado por otros tantos actores), sino en un espacio donde todos son, a la vez, actores y farsantes; y se saben como tales, es más: se espera que sean tales, puesto que la veracidad o la autenticidad serán percibidas, precisamente, como un intento de escamoteo de la realidad.

Por ello, para abordar este hecho, «la formación urbana del investigador requiere una modificación de su mirada que debe ser ante todo ingenua, que debería captar las cosas mismas fascinada por lo social in statu nascendi, como diría Simmel. En definitiva, este movimiento acelera el trabajo de duelo de la sociología estructural y refuerza la tentación literaria», puesto que pocos métodos parecen más cercanos a esta vorágine (que significa pero que no tiene significado, podríamos parafrasear) que la propia forma proteica literaria. Y el investigador debe, por lo tanto, abrirse a nuevas formas de saber: a las derivas, las afinidades, los intereses (pone como ejemplo la solidez de las relaciones en los grupos de mafiosos analizados por F. Ianni), cada uno de ellos como un campo propio que se abre. «Por lo demás, no hay territorio sin proclamación, territorio que no esté marcado por ceremonias de territorialización, por ritos o por autoproclamaciones que palían la falta de legitimidad simbólica de la relación en virtud de un énfasis y de una grandilocuencia ornamentales.» (p. 27)

Si la ciudad, con su «intensificación de la vida nerviosa» (Simmel) fuerza al ciudadano a una actitud hastiada, blaśe, basada en el interés, puesto que es la única variable viable, sumado a la posibilidad constante de la invasión de la persona o de la privacidad, se llega a «la mundanidad», a una forma artificiosa de expresión basadas en dos técnicas de comunicación: «el arte de las apariencias (la cortesía como máscara de la indiferencia, la reserva como prevención contra la dispersión) y la palabra de circunstancias» (p. 29; los destacados son del autor).

Entonces, ¿no son acaso las sociedades urbanas más que templos del simulacro, de falsas apariencias? (…) Pero ocurre que la microsociología elaboró dos discursos que se proponen transcribir minuciosamente la riqueza de las civilidades urbanas, no sólo su diversidad tornasolada, sino también su positividad ética.

(…) El primer discurso, el análisis dramatúrgico de la vida cotidiana, tiene por objeto el análisis de las apariencias y su función social. El habitante de la ciudad es, en efecto, un comediógrafo que inventa formas sociales, pequeñas interacciones, escenas que son otros tantos jirones de socialidad perdida. (…) Se muestra siempre vacilante, embarazado, pues ha perdido su partitura. Lo que importa entonces es establecer su convicción. El habitante de la ciudad es también un actor; pero un actor es mucho más que un intérprete. Es alguien que sabe o que ha llegado a saber desempeñarse en varios escenarios, que debe por lo tanto saber integrar las situaciones y definir cada una de ellas en su propiedad. (…) Toda la obra de Goffman y de los interaccionistas sobre el espacio público gira alrededor de esta doble exigencia o paradoja: ¿cómo combinar la integración de las situaciones y la integración individual? ¿Cómo se puede decir de una palabra de circunstancia que «respeta a los demás y a uno mismo»? (…)

El segundo discurso, el microanálisis y la etnografía de la comunicación, se ocupa de las características de la palabra de circunstancias, (…) de actuaciones comunicativas, de formas del espacio del diálogo (…), todas las formas discursivas que forman parte de una antropología pragmática en el sentido que la entendía Kant, es decir, como descripción y análisis de un mundo de apariencias concertadas, en el cual reina un consenso sobre el engaño, en el cual todos son embaucados y en el cual en efecto yerran los que no son embaucados. (p. 29-31).

A partir de ahí, el ensayo se abre en distintos capítulos que van encadenando aspectos del análisis de lo social. El segundo, «Actualidad», trata precisamente de la importancia del periodismo como análisis de lo urbano; «el periodismo es la prehistoria de la antropología urbana» (p. 39), el medio en el cual se plasman, en la ciudad, el chisme o el cuchicheo de la aldea. Medio que, tal vez hoy, haya sido substituido por las redes sociales.

Capítulo 3, «Rostros»:

Una gran ciudad sólo es un laboratorio de la socialidad si hace del organismo urbano algo muy particular, algo hecho de lugares llenos de huecos, como una esponja que capta y rechaza fluidos y que modifica constantemente los límites de sus cavidades. De manera que un espacio público no puede definirse por su excentricidad –por el contrario, puede caracterizarse por su excentricidad–, sino que sólo puede definirse por su función de suprimir enclaves. (p. 45)

«Un espacio público es, pues, un espacio en el que el intruso es aceptado, por más que éste no haya encontrado todavía su lugar y por más que no «haya abandonado su libertad de ir y venir» (Simmel). Definir una situación como pública es asignar el derecho de ser desatendido y asignárselo a todos. […] Todo acontecimiento susceptible de producirse dentro de ese marco [frame], todo encuentro, debe pues comprenderse partiendo del funcionamiento de la membrana que asegura su composición interna.» (p. 46)

Un suceso microsociológico es siempre una aventura, diría Simmel, algo que estaría en el límite de lo esencial y de lo accidental. Hay que arrebatar el interaccionismo a la filosofía de la máscara. La esencia se manifiesta, no en la apariencia, sino en la ocasión, por eso el modo del suceso, del evento, es lo problemático. Pero todavía debemos precisar el sentido de esta proposición que puede querer decir dos cosas diferentes: o bien que una relación social se manifiesta en una interacción en la forma de un problema y entonces la microsociología se convierte, al precio de una serie de mediaciones, en un apéndice de la sociología estructural; o bien, que el suceso no es solamente problemático, sino problematizante, es decir, que atañe a fenómenos que no se dejan deducir de una esencia. Fenómenos que son su realidad en acto, no solamente la carne sino el verbo mismo de la socialidad, su infinitivo corriente. (p. 61, los destacados son del autor).

Capítulo 4, «Precariedad». «Lo que interesa a Tarde, Simmel o Goffman es la dimensión antropológicamente inestable de lo social, la permanencia de lo precario.» (p. 66). Y, más adelante:

Lo esencial de la microsociología del espacio público está en una estética de la asociación: enmarañamientos, superposiciones, redes, haces, círculos… Otras tantas formas que mantienen el discurso del espacio público más acá de un cuerpo conceptual y más acá de una teoría descriptiva. Las metáforas funcionan entonces como índice de un análisis futuro que permanece vacío, al que todavía le falta algo y al que siempre le faltará algo, como si las metáforas fueran indicaciones de una precariedad en el pensamiento. (p. 66-67).

El capítulo 6, «Rutinas», ahonda en las formas de comunicación en entornos más concretos (más Goffman en La presentación…, vaya): la importancia del chisme o el rumor como sonda sobre lo social, los límites de lo pertinente.

Capítulo 7, «Reserva». «El interaccionismo surgido de los trabajos de Simmel, Schutz y Mead es de esta manera un pensamiento de la precariedad de lo social. El interaccionismo puede organizarse alrededor de esta fórmula de Goffman: «El problema está en saber manipular la tensión que engendran las relaciones sociales.» (p. 104)

Capítulo 8, «Doble lenguaje».

En cuanto a lo esencial, la primera antropología urbana fue el estudio de las formas elementales de la vida subterránea. Sus primeros milagros eran los de los barrios bajos. En Francia, donde el retorno de los antropólogos al hexágono, a fines de la década de 1960, fue contemporáneo de una crisis de la disciplina misma, perdura la desconfianza respecto de lo que se manifestaba como el dominio de predilección de una antropología fustigada, que había quedado agotada por el fin de los primitivos y que estaba en busca de un laboratorio de substitución. Hay que reconocer que los antropólogos norteamericanos tuvieron más suerte: lo que para nosotros parecía un exotismo repatriado es en ellos un elemento de la memoria de su disciplina. Forma parte integrante del patrimonio de la ciudad norteamericana, de la ciudad laboratorio. (p. 113)

En ese centro urbano norteamericano (downtown), tan cercano a los guetos (el underground), es donde se hallan las cuatro figuras por las que la antropología urbana naciente se interesa: el emigrante, el cosmpolita, el timador, el sacerdote. La figura marginal será la esencia de la Escuela de Chicago; el hobo, por lo pronto, es como mínimo tres de esas cuatro figuras (emigrante, cosmopolita, timador cuando la situación lo requiere; sacerdote, tal vez, de sus propias narraciones y encuentros). «En cuanto al sacerdote, ciertamente está presente –sí, a menudo es el antropólogo–, es el experto en «pequeñas veneraciones» que transformará la menor brizna de paja en tabla de salvación.» (p. 114)

The Hobo, Nels Anderson

De la Escuela de Chicago hemos hablado bastante (Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa, Josep Picó e Inmaculada Serra) y hemos reseñado artículos de Robert Park y Louis Wirth. Chicago, como ciudad, pasó en apenas 30 años de ser un desierto quemado (tras el incendio de 1871) a convertirse en una urbe vibrante de rascacielos que albergaba a 2 millones de personas, la mayoría de ellas procedentes de otras regiones de Estados Unidos y, sobre todo, de otros países; y en un nodo central que dirigía todo el tráfico ferroviario entre el Este y el Oeste, dos mundos distintos cuyo único eje de unión pasaba por la ciudad. En ese complejo caldo de cultivo surgió el Departamento de Ciencia Social y Antropología de la Universidad de Chicago en 1892, dirigido en una primera etapa por Small, aunque alcanzó renombre sobre todo a partir de su segunda etapa, encabezada por la figura de Robert Ezra Park.

Los orígenes de Park no son baladí en este tema: periodista primero, estudiante de filosofía después, y alumno nada menos que de Simmel, de quien adoptó la idea de que la modernidad se condensaba en la ciudad. La base teórica que sostuvo a la Escuela de Chicago fue la ecología humana: la idea de que los distintos grupos de personas lidiaban unas con otras por ocupar el espacio. Algo lógico, si tenemos en cuenta las muchas tipologías de personas que habitaban en la ciudad. De ahí surgen también las críticas que se les han hecho a posteriori: de la idea, que compartían, de que el resto de culturas, sociedades, grupos y nacionalidades se acabarían fusionando en un crisol (el melting pot americano) hasta convertirse… pues en americanos blancos protestantes y de clase media, probablemente.

Así, los investigadores de Chicago se centraron sobre todo en lo que percibían como ajenos o diferentes, ya fuese por su origen nacional (uno de los primeros estudios fue El campesino polaco en Europa y América, de Znaniecki y Thomas, publicado en dos volúmenes en 1918 y 1920), por lo que hacían (The Gang, de Frederic Trasher, 1927, que estudiaba las bandas callejeras), dónde vivían (The Ghetto, del propio Wirth, 1928, centrado en el devenir de los judíos en las distintas zonas de la ciudad donde fueron instalándose) o incluso algunas actividades totalmente novedosas que sólo se daban en esos entornos urbanos complejos, como The Taxi-Dance Hall (1932), de Paul Crassey, que investigaba los locales donde grupos de mujeres accedían a bailar con hombres a cambio de dinero, del que normalmente compartían un porcentaje con los dueños del local, y donde ellas mismas solían establecer los límites del intercambio, por lo que en ocasiones se convertía en prostitución encubierta y otras se quedaba, simplemente, en esos bailes.

The Hobo. The Sociology of the Homeless Man, de Nels Anderson, publicado en 1923, forma parte de este último grupo y es el estudio de un grupo específico de las ciudades; más aún, probablemente, de la propia Chicago: el hobo. El trabajador estacional e itinerante que usaba principalmente los trenes para desplazarse por todo el país y se convertía en una población flotante (que llegaba a alcanzar los 75 mil hombres en su momento álgido del año) y que se dedicaba, intermitentemente, a la vendimia, a cosechar, a minar, a descargar cargueros mercantes… lo que surgiese.

Lo relevante del estudio, más allá de las conclusiones, que luego reseñaremos, fue el método que usó Anderson y que es la seña distintiva de la Escuela de Chicago y que bebe mucho del pasado periodístico de Park: salir a la calle. Acercarse al objeto de estudio, preguntarle, observar lo que hace, dónde lo hace y cómo lo hace; y luego explicar las conclusiones. Es cierto: los de Chicago sólo observaron a sujetos ajenos a ellos mismos; no hubo estudios sobre hombres blancos ni sobre círculos empresariales, y sí sobre polacos, negros, bandas callejeras y «áreas naturales» (que siempre eran lugares distintos a lo que ellos consideraban «lo normal», lo estándar, lo que ni siquiera cuestionaban). Pero la forma de abordarlo era saliendo a la calle y observándolo. El propio Anderson, como explica en la introducción (leemos la edición de Martino Publishing de 2014), vivió algunos años como un hobo, dando tumbos por el país, antes de acabar escribiendo sobre lo que conocía, y luego entrevistó a 400 hobos por toda la ciudad para comprender su mundo, sus hábitos, sus problemas y su contexto. Todo ello es lo que forma parte de la investigación.

Antes de entrar en ella, otro apunte: el mito de la frontera. En sus dos acepciones: tanto el mito como el lugar idílico, ese espacio salvaje que los pioneros iban domando con sus fusiles y su caballo, que tantas veces hemos visto en el cine; pero también la frontera, y los pioneros, como lugar mítico que nunca llegó a existir tal como se ha ficcionado y novelado. De ello hablaba, por ejemplo, Neil Smith en La nueva frontera urbana al apropiarse el término: de cómo esa frontera idealizada tuvo más que ver con bonos bancarios y beneficios del ferrocarril que con hombres solitarios que se lanzaban a la aventura. Algo de ese romanticismo impregna aún la introducción de Anderson.

Americans are beginning to recognize that the frontier was much more than the movement of land settlement from the east toward the west, a rush to appropriate the natural resources. There was a second frontier which also moved westward, two decades or so behind the first, and it followed in the wake of railroad building. Its main characteristics were the founding of towns and cities and the establishment of the major industries needed to exploit the natural resources taken from the land, the forests, and the mines. This second frontier brought in waves of population, filling the spaces between widely dispersed settlements. It also brought streams of immigrants who did not settle on the land but found industrial jobs in the towns and cities. They were content, for a time, to work for low wages, and the hours were long. They filled the poverty-level slums. The first frontier reached the Pacific about 1850, the second about thirty years later. The first began to die about 1890, while the spread of the second was being completed in 1920.

The first on these frontiers was one of amazing discovery, romantic adventure, and challenge to initiative. (…) They worked and wandered, carrying their beds on their backs. They were the first hoboes. (p. xviii)

El hobo, comenta Anderson, andaba entre fronteras: seguía a la primera y desaparecía antes de la segunda, que suponía el sedentarismo. Las cuadrillas flotantes se convertían en grupos de trabajadores fijos, los campamentos, en asentamientos, luego comunidades, pueblos, ciudades. Y al hobo sólo le quedaba el movimiento; porque, afirma Anderson, «Americans are clearly the most mobile of Western peoples» (p. xx).

Hobohemia era el barrio de Chicago donde se concentraban los sin techo. En todo momento había en la ciudad una cantidad de entre 30 mil y 75 mil. Según Anderson, con una estadística que él mismo reconoce un poco a ojo (si un siglo atrás la estadística ya debería de presentar sus complejidades, más aún en un tema tan esquivo como el de las personas sin techo), aproximadamente un tercio de esos eran residentes fijos en la ciudad y los otros dos tercios, una población flotante que no pertenecía a la misma, sino que sólo la transitaba. De hecho, a lo largo del año, entre 300 mil y 500 mil trabajadores migrantes pasaban por la ciudad.

«Every large city has its district into which these homeless types gravitate. In the parlance of the «road» such a section is known as the «stem» or the «main drag»». (p. 4). Este «stem» (¿tallo?, ¿tronco?, incluso ¿avenida?) en Chicago comprendía cuatro barrios, y a todo este espacio dedica Anderson la primera parte del estudio.

This segregation of tens of thousands of footloose, homeless, and not so say hopeless men is the fact fundamental to an understanding of the problem. Their concentration has created an isolated cultural area –Hobohemia. Here characteristic institutions have arisen –cheap hotels, lodging houses, flops, eating joints, outfitting shops, employment agencies, missions, radical bookstores, welfare agencies, economic and political institutions– to minister to the needs, physical and spiritual, of the homeless man. (p. 15)

Contrariamente, los espacios que se encuentran a lo largo del camino reciben el nombre de «jungles», algo así como campamentos más o menos formales donde hay una serie de normas de etiqueta establecidas. Solían estar cerca de encrucijadas de tren, o en apeaderos, y allí la norma reinante era la democracia. Se esperaba de cada hobo que llevase algo de comida para compartir o para añadir al «mulligan» (es decir: el estofado que se hacía con todo lo que hubiese disponible y que se compartía) y luego, normalmente, se narraban historias unos a otros, algo que convertía a algunos de ellos en verdaderos cuentacuentos (sin ninguno de los matices despectivos del término).

The freedom of the jungles is, however, limited by a code of etiquette. Jungle laws are unwritten, but strictly adhered to. The breaking of these rules, if intentional, leads to expulsion, forced labor, or physical punishment. (p. 20).

¿La ley más sagrada? Prohibido robar a los otros, con penas que iban desde la expulsión hasta recibir una paliza. Anderson destaca el parecido de las normas básicas de convivencia de estos campamentos con los que establecían los ganaderos o leñadores: refugios donde dejar algo de víveres y mantas y que se entendían como una necesidad colectiva que requería, también, de un esfuerzo colectivo para ser mantenidos. Las leyes eran tan formales como la básica de no robar hasta la protocolaria de que, si alguien te invitaba a comer, a cambio tú fregabas los cacharros. Y la existencia de las junglas era una forma colectiva de aprender la etiqueta de los hobos que los preparaba para luego establecerse, aunque fuese temporalmente, en las ciudades. «Here [en las junglas] hobo tradition and law are formulated and transmitted. It is the nursery of tramp lore. (…) In the jungles the slang of the road and the cant of the tramp class is coined and circulated. It may originate elsewhere but here it gets recognition.» (p. 25)

En las ciudades, en cambio, las instituciones eran otras: los hobos solían habitar en, o cerca de, las lodging-houses (¿casas de acogida?), cuando no podían permitirse un motel. Comían en restaurantes de la zona, que competían en precios económicos, y tenían sus propias barberías, librerías, lugares de ocio… un ecosistema entero dedicado a ellos. En esos mismos espacios habitaban, también, los vagabundos, los sin techo y todo tipo de personalidades; luego Anderson dedicará un capítulo entero a las diferencias entre ellos. El hobo trabajaba, como resumen; aunque no fuese siempre. El resto del tiempo podía, bien estar ocioso (si era ahorrativo), bien gastarse lo ganado (en alcohol, generalmente) o dedicarse a las otras ocupaciones de la zona, las que también llevaban a cabo los vagabundos y similares: la mendicidad, actuar para un público, el robo… lo que Anderson llama «getting by in Hobohemia» y que podría traducirse por el muy amplio «ir tirando».

No group in Hobohemia is wholly without status. In every group there are classes. In jail grand larceny is a distinction as against petit larceny. In Hobohemia men are judged by the methods they use to «get by». Begging, faking, and the various other devices for gaining a livelihood serve to classify these men among themselves. It matters not where a man belongs, somewhere he has a place and that places defines him to himself and to his group. No matter what means an individual employs to get a living he struggles to retain some shred of self-respect. Even the outcast from home and society places a high value upon his family and name. (p. 56)

Al final de este capítulo, tras este apunte que tanto nos recuerda al Goffman de La presentación de la persona en la vida cotidiana, Anderson hace el único apunte que aparece en todo el libro sobre la posible relación de la situación económica en la existencia de los hobos. Es decir: en ningún momento se niega que son trabajadores ocasionales y migratorios, pero el papel esencial que las necesidades de la economía juegan en su existencia es algo que pasa desapercibido; o se da por sentado, o ni siquiera merece consideración especial.

Seasonal industries, business cycles, alternate periods of employment and unemployment, the casualization of industry, have created this great industrial reserve army of homeless, foot-loose men which concentrates in periods of slack employment, as winter, in strategic centers of transportation, our largest cities. They must live; the majority of them are indispensable in the present competitive organization of industry; agencies and persons moved by religious and philanthropic impulses will continue to alleviate their condition; and yet their concentration in increasing numbers in winter in certain areas of our large cities cannot be regarded otherwise than as a menace. The policy of allowing the migratory casual worker to «get by» is, however, easier and cheaper at the moment, even if the prevention of the economic deterioration and personal degradation of the homeless men would, in the long run, make for social efficiency and national economy. (p. 57)

Dicho de otro modo: como la economía los necesitaba, y era más barato tenerlos disponibles que tratar de solucionar el problema, se optó por evadir el problema. Este párrafo viene a colación del proceso de «degradación personal» que se daba a menudo de «trabajador estacional» a «hobo» a «vagabundo», o la progresiva bajada en el escalón de las opciones con las que sobrevivir («get by») desde el trabajo al trabajo ocasional a pedir al robo.

Lo cual nos lleva a la segunda parte, «Tipos de hobos». Anderson los clasifica en diversos grupos (a saber, y sin ser exhaustivos: trabajo temporal o desempleo, defectos de personalidad, crisis personales, discriminación, wanderlust…) y los aborda uno a uno, ofreciendo ejemplos sacados de sus propias entrevistas y estadísticas cuando las hay disponibles. Siempre deja claro, sin embargo, que no son categorías estancas y que a menudo es una suma de ellas lo que empuja a un hombre a la calle; o a la aventura.

Y, del mismo modo, este tema lleva al siguiente capítulo, «The hobo and the tramp», donde intenta una suerte de clasificación de los tipos de personas sin techo:

Although we cannot draw lines closely, it seems clear that there are at least five types of homeless men: (a) the seasonal worker, (b) the transient or occasional worker of hobo; (c) the tramp who «dreams and wanders» and works only when it is convenient; (d) the bum who seldom wanders and seldom works, and (e) the home guard who lives in Hobohemia and does not leave town. (p. 89)

Es ahí donde da una definición clara de lo que es el hobo: «…un trabajador migrante en el sentido estricto de la palabra. Trabaja de lo que haga falta en molinos, tiendas, minas, cosechas o cualquier otro de los múltiples trabajos que se le aparecen sin tener en cuenta ni el tiempo si las estaciones. El alcance de sus actividades es nacional e incluso internacional en el caso de algunos hobos. (…) En ocasiones puede hasta que tenga que mendigar entre trabajos, pero se gana la vida principalmente con el trabajo y eso es lo que lo sitúa en la clase del hobo» (p. 91, traducción nuestra). Y a continuación lo relaciona con el mito de la frontera:

Hobos have a romantic place in our history. From the beginning they have been numbered among the pioneers. They have played an important role in reclaiming the desert and in subduing the trackless forests. They have contributed more to the open, frank, and adventurous spirit of the Old West than we are always willing to admit. They are, as it were, belated frontiersmen. Their presence in the migrant group has been the chief factor in making the American vagabond class different from that of any other country. (p. 92).

El resto del estudio analiza diversos contextos de la vida del hobo: su entorno en la ciudad, la visión de los hobos que tiene el resto de ciudadanos; los problemas que suponen para la ciudad y las (pocas, aunque muy curiosas) asociaciones y grupos en los que se ha tratado de incluir u organizar a los hobos; algo que, dado la propia idiosincrasia de su condición, fue tarea más que compleja, y pocas veces ligada al éxito. Sorprende que entre estos temas se hallan también las lecturas del hobo (Anderson siempre defiende que son hombres letrados, curiosos, dados a aprender sobre todo tipo de temas; probablemente él mismo era así, dado que empezó como hobo y acabó como investigador de la universidad) o el modo como pasan el tiempo cuando no están ni trabajando ni tratando de sobrevivir.

Un habitar más fuerte que la metrópoli, Consejo Nocturno

Un habitar más fuerte que la metrópoli (Consejo Nocturno, editorial Pepitas de Calabaza, 2018) es un cuestionamiento de la ciudad actual, completamente mercantilizada y sometida al capital. En sus páginas y sus distintos capítulos, se cuestionan tanto las formas habituales de hacer, cargadas de ideología, y se rastrean formas alternativas de organización metropolitana. El Consejo Nocturno es una agrupación de personas que se reúnen de forma puntual («en momentos de intervención», como dicen ellos mismos) y cuya órbita se encuentra en México, ciudad a la que dedican parte del ensayo.

La problemática a la que nos referimos no es otra que la de la puesta en infraestructuras de todos los espacios y los tiempos en el mundo para la constitución de un megadispositivo metropolitano que anule por fin toda perturbación, toda desviación, toda negatividad que interrumpa el avance in infinitum de la economía. En heterogeneidad con este Imperio que se quiere positivamente incontestable, existe una constelación de mundos autónomos erigidos combativamente y en cuyo interior se afirma siempre, de mil maneras diferentes, una férrea indisponibilidad hada cualquier gobierno de los hombres y las cosas, hacia el planning como proyección y rentabilizadón totales de la realidad. (p. 9)

Las oleadas geográfica del capitalismo, con sus formas determinadas (y aquí podríamos mentar a Harvey, entre muchos otros autores) sacuden todas las ciudades a medida que van buscando nuevos lugares que rentabilizar. Dichas edificaciones requieren, en ocasiones, o van acompañadas de, una determinada ideología tal que «el poder ha acabado por confundirse con el ambiente mismo» (p. 12). Sean megaproyectos de infraestructuras, planes urbanísticos de embellecimiento o la expansión de dispositivos de control (o implementaciones sucesivas de espacios públicos acomodadas, abotargados y a disposición de unas clases creativas consumistas, ociosas y sin problemáticas de integración o verdaderas necesidades vitales), «en todas partes vemos repetirse la política de destrucción creativa practicada por el capitalismo desde sus orígenes coloniales, la cual, por un lado, acaba con los usos y costumbres tradicionales, reprime ese <<dominio vernáculo>> de los cuidados que está fuera del mercado, neutraliza los tejidos éticos y la memoria colectiva y, por el otro, formatea y diseña su propia sociedad según los modelos de productividad…» (p. 12).

En este sentido, la colonización no fue un proceso puntual llevado a cabo por las potencias europeas durante los siglos XVIII y XIX (pongamos) sino que es un proceso que continúa hoy en día con otras formas de extracción. Las guerras periódicas que sacuden el cuerno de África, por ejemplo, reserva de materiales y metales cada vez más valiosos para las tecnologías actuales, serían un buen ejemplo, aunque Consejo Nocturno se refieren específicamente a la creación de organismos y tribunales supranacionales que siempre imponen la voluntad de las élites extractivas (FMI, Banco Mundial), complejos turísticos o incluso los monocultivos intensivos en enormes partes del territorio de África y o Latinoamérica donde los trabajadores viven en condiciones de semiesclavitud y los beneficios revierten a empresas europeas o norteamericanas globalizadas cuyos impuestos se quedan, la mínima porción que declaran de ellos, en paraísos fiscales (recordemos Offshore y cómo John Urry nos explicaba en su introducción que llevamos 50 años en guerra, una guerra entre los ricos y los pobres, y que la estamos perdiendo).

Otra de las formas de neocolonización, en este caso de las calles de la ciudad, son los primeros pasos de la gentrificación: galerías de arte, terrazas, hoteles low cost… con los cuales elevar el precio del terreno de una zona y expulsar a los «nativos de un barrio con suficiente potencial creativo» (p. 18).

Unos meses después de constituido un oasis cultural para las nuevas élites planetarias de hípsteres, la presencia violenta de las fuerzas policiales puede ser suplida por decenas de personas armadas con bolsas de Zara, tan desalmadas y uniformes como aquellas: el efecto de desplazamiento de poblaciones-desecho será el mismo. En cuanto a las zonas con menor potencial, demasiado podridas, demasiado «insalvables» al menos hasta algún nuevo hallazgo, se volverán guetos de anomia rentabilizada (favelas, periferias, «Tercer Mundo»)… (p. 18)

Esta nueva forma de poder no es un enemigo concreto a batir, sino «un poder que ha terminado por constituirse como el orden mismo de este mundo. Es un ectoplasma dislocado que no coincide con ninguna de las instituciones de la modernidad» (p. 22), un ente no democrático, impuesto, que no debe rendir cuentas salvo ante sus amos y gestores (el capital) y una de cuyas extensiones o formas es la biopolítica de Foucault (o la extensión de ella que analizaba Byung Chul-Han en el libro del mismo nombre, Psicopolítica).

Simmel ya fue el primero en analizar que la ciudad, a diferencia del campo, requería una mentalidad distinta: «en una gran ciudad, la vida es más intelectual que en la ciudad pequeña, donde la existencia se funda más bien sobre los sentimientos y los lazos afectivos». Ante la enormidad humana en la metrópolis, la relación ante los demás debe ser mediada por la razón, y no por la emoción, lo que crea una actitud distante ante el prójimo: una actitud blasé. Esta tesis fue actualizada en los años 70 por Manfredo Tafuri y un aserie de arquitectos y teóricos reunidos a su alrededor para quienes la propia ciudad se había convertido en una herramienta de instauración capitalista. «Los mecanismos casuales que coinciden con la reproducción del estado de cosas presente son capaces de convertir una formación histórica contingente (la metrópoli) en una condición natural de existencia, en un paisaje irrefutable que no apunta a nada más que a su propia reproducción» (p. 29). La fábrica, se decía, salía de los muros de la fábrica «y se confundía con el tejido biopolítico metropolitano», convirtiendo, de facto, a la metrópoli en la fábrica total (como escribieron Renato Curcio y Alberto Franceschimi, miembros fundadores de las Brigadas Rojs, en 1983).

Los centros históricos urbanos, que han sido una de las principales víctimas de estos cambios, han dejado de ser lugares de concentración para convertirse en almacenes, «cascarones nunca habitados, calles atiborradas de terrazas, lugares desechables de circulación mercantil» (p. 36) o, como nos recordaba Raquel Rolnik, «cajas fuertes» que utilizar para especular con el dinero o para aumentar su valor. La parte de las ciudades que sigue creciendo es la periferia, entendida tanto por los barrios periféricos que forman parte de la misma ciudad como por todas aquellas poblaciones colindante que acaban siendo, o bien ciudades dormitorio, o bien extensiones amorfas de la gran ciudad. La metrópoli, en definitiva, percibida como un accesorio, una ideología implantada que todo habitante de ella lleva consigo.

Por consiguiente, la metrópoli no coincide con la ciudad y menos aún es correcto ver en el campo su contrario: una y otro se toman más bien funciones epifenoménicas de aquella, sometidas a sus procesos constantes de reformateo. La idea de metrópoli como «centro económico» desaparece precisamente por eso, porque lo que se expande hoy es una miríada de sitios o enclaves regionales que funcionan a modo de nodos y procesadores de conexión económica: puede haber tanta metrópoli en un parque tecnológico-empresarial como en el centro de lo que algunos siguen llamando «ciudad». (p. 41)

Aún va más allá. Ese centro histórico diseñado para visitantes es, en realidad, un museo, un espectáculo, un simulacro que ha perdido toda capacidad histórica y remite sólo a referentes estéticos vacíos. El Museo puede ser una ciudad entera (Venecia), partes concretas de ella (como hemos comentado a menudo, la loa a la historia burguesa de Barcelona, con el modernismo, la Sagrada Familia, el Paseo de Gràcia o el Liceo, mientras se oculta su historia de luchas y revoluciones obreras) o hasta grupos de personas que le aportan exotismo (nos viene a la mente Christiania, el barrio semiautogobernado de Copenaghen que ha acabado siendo un reclamo turístico). Pero el museo es, también, el mall, los continentes Ikea que comentamos a propósito de los no lugares o las playas de ocio de Francesc Muñoz.

Con la arquitectura del mall y sus vitrinas transparentes, se borran de manera ficticia las fronteras entre afuera y adentro, radicalizando así la más demoníaca de las religiones: con fragmentos estériles que se reunifican separadamente como totalidad orgánica, el «espectáculo de la vida» acaba por convertirse en «la vida del espectáculo». (p. 51)

Habitar, por lo tanto, habitar verdaderamente la ciudad, no como extensión mercantilizada del capital, es, como defienden en el siguiente capítulo, «decir no al gobierno». «Habitar es devenir ingobernable, es fuerza de vinculación y tejimiento de relaciones autónomas.» (p. 88) En el capítulo anterior, precisamente, reseñábamos la destrucción del barrio industrial y obrero que ha acabado siendo la Vila Olímpica de Barcelona por parte de Gabriela Navas Perrone y recordábamos ese miedo cerval que tiene el poder ante barrios pobres con actividad densa y relaciones complejas entre sus vecinos. Eso es habitar, en definitiva.

A partir de ese pensamiento, Consejo Nocturno reseña las obras de Raúl Zibechi, que rastreado «múltiples ocasiones en que el pueblo aparece, a expensas de un gobierno que no maniobra sino para triturarlo» (p. 89). Zibechi se centra en áreas de América Latina donde a los distintos gobiernos no les ha interesado manifestarse o hacer acto de presencia y que se han acabado organizando de forma autónoma, como la comunidad de Chico Mendes «que ha transformado una favela en Río de Janeiro entregada antes al narcotráfico y la violencia en una zona que ha expulsado la ocupación policial y que es capaz de organizar autónomamente las redes de distribución de agua y de electricidad, pero también la educación, la vivienda y la diversión de cerca de 25.000 habitantes» (p. 89), entre otros ejemplos. Iniciativas que, además de estar fuera de la tutela del Estado, quedan también fuera de la lógica mercantil y del capital.

Se habla, por lo tanto, de un «habitar insurreccional», puesto que si «la metrópoli es la negación consumada del habitar, el habitar tiene que comenzar por liberarse de la metrópoli. En este sentido, todo habitar se da siempre en el afuera.» (p. 96). Esto lleva, necesariamente, a una ruptura con la lógica mercantilista; y, suponemos, un retorno a una forma de habitar basada en la comunidad o, al menos, que tenga presentes las relaciones de lo urbano.

El ensayo termina con tres axiomas para una no-arquitectura:

  • «Axioma del juego. Si para la arquitectura y el urbanismo la eficacia —conexión económica de flujos con miras al mayor crecimiento posible del capital— es central, el juego es d componente principal de las formas de habitar. Por ejemplo, para recorrer un laberinto se requiere habilidad, astucia, destreza, en resumen: técnica. El laberinto solo puede jugarse: fuerza la existencia de un tiempo no-productivo que requiere de soltura y tacto para habitar y trasladarse. Del mismo modo, la morada vernácula materializa un conjunto de prácticas que, al no estar profesionalizadas, se componen como juegos de construcción, y estos requieren la misma atención que las trampas de un laberinto. Al igual que en un laberinto, una morada vernácula no se conoce de antemano, sino que se construye a medida que se recorre.» (p. 114) Algo que enlaza plenamente con las formas de habitar que proponía Lefebvre y también con las reflexiones de Deleuze y Guattari.
  • «Axioma del encuentro. En un espacio heterogéneo, todo lo que sucede, sucede por un azar, y aquí azar no significa que las cosas sucedan fuera de un orden determinado, sino que este orden no puede ser reducido a una programación. Sucede en un espacio sin medida y sucede en un tiempo incalculable. Sucede fuera del rigor infraestructural de la metrópoli. Sucede en el rigor de distancias que se experimentan en pasos, no en números.» (p. 115) Este axioma, que no citamos entero, parece describir lo urbano, la suma de encuentros casuales que se dan en la ciudad, pero no regida por la lógica mercantil, ni siquiera la lógica racional y blasé que describía Goffman, sino la lógica situacionista de la deriva y la psicogeografía; el andar como evento, como acontecimiento, como descubrimiento de rutas alternativas de la ciudad o, como proponía Jameson al final de El posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo avanzado: la construcción de nuevos mapas cognitivos, propios, que cuestionen las estructuras del poder que el urbanismo representa.
  • Axioma de la imitación, que sugiere que el propio hecho del habitar implica convertir la ciudad en un laberinto, al modo de los maquis, los guerrilleros antifascistas (por ejemplo, en la Guerra Civil española) que se iban a vivir al monte, donde conocían el terreno y, por lo tanto, jugaban con ventaja.

Estudios de ecología humana, George A. Theoderson

Estudios de ecología humana, de George A. Theodorson, es una antología publicada en 1961 (leemos la edición de Editorial Labor de 1974 en dos volúmenes, traducida por Javier González Pueyo) que trata de recopilar todos los artículos aparecidos hasta la fecha en el campo de la ecología humana. La ecología humana fue la forma en que las primeras sociología y antropología urbanas se asomaron a estudiar la ciudad, encabezados por la Escuela de Chicago. Como explica el propio Theodorson en la introducción, su antología recoge los tres enfoques de la disciplina: el neoortodoxo (es decir, el evolucionado a partir de la Escuela de Chicago, pero añadiendo las nuevas técnicas sociológicas estadísticas, como nos comentaron Josep Picó e Inmaculada Serra en el declive de la Escuela de sociología de Chicago), el de análisis de área social y el sociocultural. Uno de los aciertos de la antología es añadir, también, los artículos geográficos que usaban la misma disciplina para llevar a cabo sus estudios.

El libro se divide en cinco capítulos que, si bien no son cronológicos, sí que van mostrando la lógica evolución de la disciplina. El primero, «Ecología humana clásica», recoge tanto la exposición de la ecología humana, por parte sobre todo de los de Chicago (y es donde más nos detendremos) como las críticas que fueron apareciendo a su peculiar forma de entender y abordar la ciudad. El segundo capítulo, «Teoría e investigación contemporáneas», muestras los artículos aparecidos cuando ya se trataba de una disciplina madura que se cuestionaba a sí misma y, por ejemplo, trataba de entender con exactitud qué era un «área natural», definida por la Escuela de Chicago con una buena dosis de prejuicios, hasta llegar al concepto de «área social» o «área sociocultural». El tercer capítulo son «Estudios culturales comparativos», donde ya vemos artículos etnográficos centrados en aspectos concretos de un lugar y cultura determinados; el cuarto, «La ecología humana como geografía humana», muestra la vertiente del momento que tomó la geografía para analizar, en la mayoría de artículos que aparecen, la relación entre las personas y su entorno ecológico (adaptación de culturas a un medio determinado). Y, finalmente, el quinto capítulo son «Estudios regionales»: la propia necesidad del área estudiada y de su complejidad llevaba al artículo a tener que ampliar el objeto de estudio. Algo que estaba muy cercano al giro urbano que darían, una década después, tanto Lefebvre como Castells o Harvey.

Tres fuentes principales de desarrollo ha tenido la ecología humana: las ecologías vegetal y animal, la geografía humana y los estudios de distribución espacial de los fenómenos sociales. Los sociólogos norteamericanos conocen en particular el desarrollo que derivó de los escritos biológicos de finales del pasado siglo de Darwin y sus seguidores, de Haeckel, y de los especialistas de las ecologías vegetal y animal. El término ecología humana lo acuñaron Park y Burgess en 1921, y respondía a la pretensión sistemática de aplicar al estudio de comunidades humanas el esquema teoricobásico de las ecologías vegetal y animal. En las décadas veinte y treinta se desarrolló un conjunto de teoría ecológica que daría en denominarse «posición clásica», y que derivaba de las ciencias biológicas: una derivación que marcaría su impronta en la ecología humana clásica, dándole un giro «naturalista». (p. 17)

Si recordamos, los antecedentes de la Escuela de Chicago para Picó y Serra eran el evolucionismo (la interacción entre la ecología y la ideología liberal de Spencer hasta crear una especie de «laissez faire naturalista donde las cosas sucedían por generación espontánea, vaya), el pragmatismo de Dewey y el interaccionismo simbólico de Mead (lo vimos en la primera entrada de la Escuela de Chicago). Muy importante fue, también, el hecho de que el segundo director del Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago fuese Robert Ezra Park (del que ya leímos algunos artículos en La ciudad y otros ensayos de ecología urbana) había trabajado bastantes años como periodista antes de pasar por la universidad y acabar haciendo un doctorado en Berlín bajo la batuta de Simmel, nada menos. Esa visión periodística, esa necesidad de salir a la calle y observar lo que hacían las personas en la ciudad, fue tal vez la característica más destacada de la Escuela de Chicago. Y algunas de las críticas que se les pueden hacer son, por ejemplo, la misma que haremos al diagrama que hizo Burgess de la ciudad: que sus observaciones no eran generalizables al resto de ciudades, sino que se referían sólo a Chicago, por un lado; y, por el otro, su ceguera etnocéntrica al percibir como «áreas naturales» los barrios negros, chinos, judíos o noruegos pero no los barrios blancos o ricos. Amén de la carencia de la importancia de la economía en los trasiegos urbanos.

«Ecología humana», artículo de Park aparecido en 1936, evidencia la influencia de Spencer que comentábamos. Para Park, las personas son «unidades individuales que viven en una relación de mutua interdependencia simbiótica» (p. 45), arraigadas a un territorio y organizadas territorialmente como una población (estas tres características son su definición de «comunidad»)

Estas sociedades simbióticas no son meramente conglomeraciones inorganizadas de plantas y animales que vivan juntas en un mismo hábitat por obra del azar. Por el contrario, las unidades están interrelacionadas de la manera más compleja. Toda comunidad tiene algunas características de unidad orgánica, posee una estructura más o menos definida y tiene «un ciclo de vida en el que pueden observarse fases de juventud, madurez, senectud», Cuando la unidad orgánica es ya un organismo, se integra como órgano de otro organismo (un superorganismo, diríamos parafraseando a Spencer). (p. 45)

Lo que regula la comunidad es la competencia que se establece entre sus integrantes y entres los distintos organismos. Cuando la competencia se reduce, surge la sociedad; cuando la competencia aprieta, la sociedad se ve desplazada hasta que los conflictos se resuelven y vuelve el equilibrio. En esta idea de que hay un punto de equilibrio aparece otra de las críticas que se le hicieron a la Escuela de Chicago: la del crisol o melting pot, esa idea de que todos los grupos establecidos en áreas naturales acabarían integrados en una especie de totalidad pacífica que abarcaría a una ciudad cada vez mayor. Los periódicos estallidos de violencia que protagoniza la comunidad negra (que recordamos hace nada, por ejemplo, en palabras del Mike Davis de Control urbano: más allá de Blade Runner) son una evidencia de que esto no sucede y de que el racismo, por ejemplo, puede ser endémico. Los guetos (e hiperguetos) no han desaparecido, y no ha sido por falta de voluntad de los barrios donde predominan habitantes afroamericanos sino por la ausencia de ese mítico «crisol de naciones» americano. «Las áreas de una comunidad metropolitana denominadas naturales o funcionales –por ejemplo, el suburbio, la zona residencial, el centro comercial y el centro bancario– deben cada una de ellas su existencia directamente al factor de dominación, e indiferentemente al de competencia.» (p. 49).

«El ámbito de la ecología humana», de McKenzie (1926), muestra una lista de conceptos y se ve el intento que hizo la Escuela de Chicago por desarrollar un lenguaje científico con el que poder abordar el estudio de la ciudad. A pesar de todas las críticas que se le puedan verter, no olvidemos que los de Chicago fueron los precursores del análisis urbano (y de la sociología y antropología urbanas), que hasta entonces había recibido, en general, una visión compasiva (como los cristianos estadounidenses) o bien una visión reformista (el socialismo utópico surgido tras la constatación de que las ciudades post-revolución industrial eran lugares infectos para los proletarios y trabajadores en general).

«El crecimiento de la ciudad: introducción a un proyecto de investigación», de Burgess (1925) es conocido por introducir el famoso diagrama que pretendía describir todas las ciudades y en el fondo sólo reproducía Chicago y que Davis, en el libro que ya hemos vinculado, definía como «la combinación entre una media luna y una diana».

A pesar de sus carencias, el intento de Burgess trataba de sistematizar el crecimiento de la ciudad a partir de algunos elementos que, si bien puede que no estén en todas ellas, sí que son muy habituales: el distrito comercial en el centro, una zona residencial (ésta sí, más típicamente estadounidense, el famoso «suburbia»), la zona industrial… concebidas, también, como «agrupamientos naturales, económicos y culturales» (p. 75).

Pero, ¿cuáles son los índices de las causas, y no ya de los efectos, del metabolismo social desordenado de la ciudad? Los excesos del incremento real de población sobre el natural han sido sugeridos como criterio. La razón de este incremento no es otra que la emigración a ciudades metropolitanas, como Nueva York o Chicago, de decenas de millares de personas al año. Su invasión de la ciudad afecta en forma de aflujo que inunda, primero, las colonias inmigrantes, puertos estos de primer arribo, desalojando a miles de habitantes que desbordan a la zona anexa, así hasta que la oleada alcanza su punto culmen sobre la siguiente zona urbana. El efecto global es acelerar la expansión, acelerar la actividad, acelerar el proceso de «vertido»en el área de deterioro [los guetos urbanos situados alrededor del centro, que acabarían siendo objeto de redlining y del que los blancos huirían en la «white flight» hacía las zonas residenciales y que luego, décadas después, sufrirían las primeras oleadas de gentrificación]. Estos movimientos internos de población resultan significativos en extremo para el estudio. ¿Qué movimientos sacuden a la ciudad, y cómo pueden ser medidos. (p. 77)

Si bien hay ciertas connotaciones sociales (un inmigrante recién llegado, si puede escoger, preferirá estar con persona de su propia cultura, o de una cultura similar), las causas principales de estas oleadas son económicas; de la elección de lugar donde vivir, también económicas; y de los movimientos dentro de la propia ciudad, en general, también responden a la economía. La elección «consumista» (que si colegios cerca, que si sea un buen barrio) sólo se da cuando la elección «económica» (lo que me pueda permitir) está resuelta. Algo que nos parece evidente tras cinco décadas de sociología y geografía urbanas abordando el tema, pero que no fue tan evidente para la Escuela de Chicago.

«Las áreas naturales de la ciudad», de Zorbaugh (1926) explora con bastante acierto el concepto de área natural. Zorbaugh es consciente de que es un fenómeno que sucede en las ciudades norteamericanas (donde los habitantes originales, los indios, fueron exterminados y, por lo tanto, todo habitante no dejaba de ser un inmigrante con mayor o menor tiempo de residencia en el país). Fundadas dos, tres, o como mucho cuatro siglos antes, en general con formato damero (el plan hipodámico, calles perpendiculares entre ellas), creciendo en anillos concéntricos desorganizados por accidentes naturales y por construcciones como las vías del tren. Esto acababa generando unas áreas más o menos delimitables donde el precio del suelo era variable. «Los valores del suelo, que caracterizan las distintas áreas naturales, tienden a orientar y distribuir a la población.» (p. 87). A esta variable se le sumaban otras, como los factores culturales, que impulsaban a personas de misma procedencia a permanecer juntas. «Y, como resultado de esta segregación, las áreas naturales de la ciudad tienden a transformarse en áreas culturales diferenciadas» (p. 87), como Little Italy, Chinatown, un cinturón negro o «una ciudad jardín residencial».

Un área natural es un área geográfica caracterizada a un tiempo por la individualidad física y por las características culturales de los individuos que en ella viven. Estudios de distintas ciudades han mostrado, citando a Robert E. Park, que «toda ciudad americana de determinado tamaño tiende a reproducir todas las áreas características de todas las ciudades, y que los individuos de estas respectivas áreas exhiben las mismas características culturales, los mismos tipos de instituciones, los mismos tipos sociales y las mismas opiniones, intereses y actitudes ante la vida». Es decir, precisamente como existe una ecología vegetal en la que, en la lucha por la existencia, las regiones geográficas se asocian como «comunidades» de plantas mutuamente adaptadas y adaptadas al área, existe una ecología humana, en la que la población de la ciudad, gracias a la competencia, es segregada en áreas naturales, y por grupos naturales, de acuerdo siempre con procesos definidos y definibles. (p. 86)

Uno de los problemas de la organización de la ciudad, para Zorbaugh, es que las áreas naturales y las áreas administrativas no coinciden.

«Ecología humana», de Louis Wirth, publicado en 1945, cierra el primer bloque de la primera parte rastreando los antecedentes de la ecología humana (por ejemplo en Charles Booth, Von Thünen o Small, que fue el primer director del Departamento de Sociología de Chicago y que empezó a incluir el estudio de aspectos físicos en sus análisis sociológicos), cuyo origen sitúa en la publicación del libro de Park The City en 1925.

La ecología humana, tal como Park la concibiera, no era una rama de la sociología, sino más bien una perspectiva, un método, y un conjunto de conocimientos esenciales para el estudio científico de la vida social, y por ende –al igual que la psicología social–, una disciplina general básica para todas las ciencias sociales. Park reconoció su parentesco y descendencia de la geografía y la biología. Pero subrayó que, a diferencia de la primera, la ecología humana estaba menos consagrada a la relación entre hombre y hábitat que a la relación entre individuo e individuo en cuanto afectada, entre otros factores, por su hábitat. (p. 130)

El primer capítulo tiene una segunda parte interesantísima: las críticas a la posición clásica, es decir, las críticas a la Escuela de Chicago. El primer artículo, «El modelo del crecimiento urbano», de Maurice R. Davie (1938), es un intento de verificar la hipótesis de Burgess sobre el crecimiento de Chicago en círculos concéntricos (es decir: un cuestionamiento del diagrama que hemos visto hace nada). La respuesta de Davie es rápida: no se sostiene empíricamente. Los datos recabados (que no eran absolutos, pero los pocos que había por entonces en el censo ya permitían aventurar la respuesta) no delimitaban esas zonas; al contrario, ofrecían una mezcolanza muchísimo más complejas de lugares distintos. Para ello, Davie estudiaba una población más abarcable, New Haven, y esta vez sí que acudía a los datos empíricos: clasificaba los espacios según sus usos y escogía el uso predominante, entendiendo como tal que supusiera más de la mitad de los locales o edificios de esa área.

Hay algunas conclusiones que sí parecen abundar en general en las ciudades: actividad comercial o bien en el centro de la misma, o bien distribuida a lo largo de las arterias principales; la industria pesada, ubicada junto al agua o el ferrocarril; zonas residenciales repartidas por doquier, pero concentradas sobre todo en los lugares donde coinciden la existencia de buenos accesos, «terrenos elevados, proximidad a parques y ausencia de ruidos» (p. 144), etc. Añadiendo, a todo ello, la dificultad de trazar las «áreas naturales» puesto que, si algo no es una ciudad, es natural.

Es también significativa la relación de las calles radiales con las áreas naturales. Las calles radiales son arterias principales que llevan del centro o la proximidad del centro o de una ciudad para alcanzar los sectores más exteriores. De ordinario son calles transversales, vías privilegiadas que llevan a otras ciudades, a más de rutas principales de tráfico o transporte de la ciudad. La expansión de la ciudad se desarrolla a lo largo de estas arterias radiales, que constituyen los medios más adecuados de acceso a la parte central de la ciudad. Esto tiende a conferir a cada ciudad una forma estrellada, salvo distorsiones debidas a la topografía. La influencia principal de las arterias radiales en conexión con las áreas naturales consiste en facilitar el acceso a ellas. Sólo en seis de las veinticinco áreas actúan las arterias radiales como línea limítrofe entre áreas. (p. 147)

Siguiendo este esquema, Davie distingue 24 áreas distintas, en función de la actividad dominante en la misma. Ni en New Haven, por lo tanto, ni en las dieciséis ciudades donde H. Bartholomew realizó estudios, ni en Greater Cleveland, donde H. W. Green también mapeó las «áreas naturales» tras un análisis, se cumple el modelo concéntrico de Burgess. Y, además de constatar este hecho, Davie añade que le parece imperdonable el descuido de dos factores: el primero, la importancia, esencial, de las líneas férreas, que distribuyen mercancías y también población; y el segundo, el olvido de «las áreas de economía modesta», lugares donde prima el comercio al por menor pero donde éste no es tan habitual como para considerarlo dominante.

Hay otros muchos artículos que, lamentablemente, y debido a la enorme envergadura de la obra de Theodorson (dos volúmenes de 500-600 páginas cada uno), no podemos citar, pero todos ellos acaban evidenciando «el divorcio existente entre teoría ecológica e investigación». Por ello, el segundo capítulo recopila los intentos, que se hicieron durante la década de las años 1940 y 50, hasta principios de los 60, por refundar una nueva ecología humana, esta vez sí, basada en los hechos empíricos.

Si recordamos, una de las causas que supusieron el declive de la Escuela de Chicago, como nos explicaban Picó y Serra en la Escuela de Sociología de Chicago, fue el auge de los modelos estadísticos (que las tecnologías cada vez permitían recoger y gestionar mejor) y la importancia de otros temas, más nacionales que urbanos (en Estados Unidos, y que por lo tanto modificaron el foco de la financiación de los estudios sociales): el paro, la vivienda, las desigualdades sociales… Temas que, por supuesto, estaban presentes en la ciudad pero no eran propiamente urbanos (lo que Homobono clasificó claramente como la distinción entre la «antropología de la ciudad» y la «antropología en la ciudad»; la primera es propia de ella, la segunda se limita a suceder en ella y tenerla como trasfondo) y que cristalizaría en la famosa tesis de Castells, en Problemas de investigación en sociología urbana (1971), que venía a decir que todo lo que se estaba estudiando como sociología (¿y antropología?) urbanas en la fecha no era tal, sino simple sociología en la ciudad.

Eso no quita, con todas sus críticas, la forma que tenía la Escuela de Chicago de abordar lo urbano, ese acercamiento de salir a la calle y observar lo que sucedía. Con todos sus prejuicios, claro, y con todas sus carencias (la importancia de la economía es especialmente sangrante, amén de ciertos etnocentrismos propios de la época), pero también con sus aciertos y con sus primeros pasos para tratar de formular una ciencia que, un siglo después, sigue sin haberse formado. Tal vez porque ahora somos conscientes de lo enormemente complejo de su objeto de estudio, la ciudad, y de la necesidad de abordarla transversal y multidisciplinarmente y, con la mayor probabilidad, aún así siendo sólo capaces de abarcar una pequeña porción de ella.

Las buenas familias de Barcelona, Gary Wray McDonogh

Las ciudades son cúmulos enormes de historia, población y decisiones. Recordar lo que ha sucedido en cada una de sus calles, sobre todo con ciudades que llevan milenios de historia a sus espaldas, no es sólo complejo, sino imposible. Por ello, cada ciudad, cuando se presenta al mundo, escoge qué partes de su historia privilegiar y qué partes esconder. Barcelona es una ciudad que (como la mayoría de las ciudades occidentales) ha privilegiado la historia de sus élites y su burguesía: ahí están el Liceo, que es el gran teatro de la ópera catalana y lugar de reunión de las clases altas; o todos los edificios modernistas de Gaudí y similares, que no dejan de ser encargos burgueses. Pero, en cambio, Barcelona también ha ofuscado su historia de revoluciones y luchas obreras: la jornada laboral de 8 horas se consiguió, en 1919, gracias a una huelga multitudinaria que se llevó a cabo en la ciudad, la huelga de la Canadiense (iniciada por los trabajadores del transporte público). ¿Dónde se recuerda ese hecho? Asimismo, en Barcelona, como en muchas otras ciudades europeas que se industrializaron a lo largo de los siglos XVIII y XIX, hubo grandes fábricas, con sus proletarios y condiciones pésimas, y luchas por mejorar esas condiciones. ¿Dónde se los recuerda? Por ejemplo, la Maquinista Terrestre y Marítima, que fue una enorme fábrica metalúrgica fundada en 1855, es ahora… un centro comercial llamado, sí, la Maquinista, pero que obvia por completo su pasado.

Las buenas familias de Barcelona. Historia social de poder en la era industrial, de Gary Wray McDonogh (Princeton University Press, 1986; leemos la edición de Ediciones Omega, 1989, traducida por Mercedes Güell) es un repaso al papel que han jugado las élites (aristocráticas primero, industriales después) en la historia de los dos últimos siglos de Barcelona. Se descubre, sin especial sorpresa, que muchas de esas familias siguen, a día de hoy, ostentando grandes dosis de poder económico; o que, por ejemplo, el que fue su banco, llamado popularmente «la caixa dels marquesos» (la caja de los marqueses) sigue siendo uno de los principales conglomerados bancarios del país.

La élite a la que aquí nos estamos refiriendo, las buenas familias de Barcelona, forma una pequeña y relativamente cerrada comunidad de dos mil a tres mil hombres, mujeres y niños. Estas familias componen entre cien y doscientos linajes de tipo patriarcal en una ciudad de aproximadamente dos millones de habitantes y una población catalana de unos seis millones. A pesar del limitado número de familias que lo integran, este grupo social fuertemente unido ha controlado el poder económico catalán durante casi 150 años, realizando una fugaz tentativa de gobernar Cataluña como una entidad política autónoma. Su establecimiento ha significado una síntesis entre el nuevo capitalismo burgués y la vieja aristocracia, convirtiéndose, así, en los nuevos y antiguos dueños del poder. Los intercambios y alianzas practicados entre sus miembros han ennoblecido la reciente riqueza a la vez que la vieja nobleza se ha fortalecido y enriquecido. (p. 4)

Ya comentamos tiempo atrás, con la lectura de La sociedad red, cómo los ricos y las élites crean lugares, tipo clubs de campo o campos de golf, así como entidades (universidades de prestigio, lugares como el propio Liceo) donde sólo ellos tienen acceso, así como unas formas determinadas de comportarse, vestirse y relacionarse que les permiten distinguirse entre ellos y distinguirse del resto. Ser élite no consiste sólo en tener dinero, sino en la pertenencia a una clase social que es consciente de sí misma y de quiénes la forman; una clase a la que se puede, con dificultad, acceder, pero a la que también se puede dejar de pertenecer, con determinadas acciones. El estudio de Wray McDonogh es un repaso a estos códigos y las formas de comportamiento de esta élite, centrándose en algunas de sus principales familias, y también en los efectos que su existencia y comportamiento tuvieron sobre la propia estructura urbana de la ciudad de Barcelona.

La historia de Barcelona, ligada a la de Cataluña, es compleja e imposible de entender sin la relación con el país, España. No entraremos en ello en el blog, puesto que escapa a nuestros propósitos, salvo cuando sea necesario para comprender las actitudes de la élite barcelonesa. Brevemente: a partir de la década de 1830, la industria catalana, especialmente la textil, creció de forma importante (debido a «la prohibición estatal de la importación de productos de algodón acabados», lo que impulsó las fábricas catalanas). Esta creciente burguesía industrial se ramificó a diversos negocios y fundo el Banco de Barcelona y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Barcelona (la «caja de los marqueses» y actual Caixabank), así como una enorme fábrica, la España Industrial (actualmente, un parque verde junto a la estación de Sants). «A mediados del diecinueve, la industrial textil catalana ocupaba «un cuarto puesto en la industria mundial: Inglaterra, Francia y Estados Unidos iban delante y Bélgica e Italia detrás» (Harrison 1978:62)»». A pesar de seguir siendo una élite, en general, muy conservadora, vinculó su identidad a una producción cultural novedosa, con teatro, poesía y novelas en catalán y una adhesión al movimiento Art Noveau que se denominó «modernismo» y de la cual las obras de Gaudí o Puig i Cadafalch son muestras claras, así como la construcción del propio Liceo. Este «catalanismo burgués» alcanzó su máximo apogeo en las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX.

Por otro lado, también a partir de 1830 se formó un proletariado obrero que pronto se empezó a organizar. Si en 1832, Josep Bonaplata fundaba su primera fábrica textil, en 1835 ésta sufrió la primera manifestación violenta de los obreros al ser incendiada. En 1850 se dio la primera huelga general, aparecieron grupos anarquistas y sindicatos muy organizados y, paralelamente, también su máxima actividad se dio a principios del siglo XX, con la huelga general de la Canadiense o los estallidos revolucionarios que llegaron con el golpe de Estado de 1936 y la Guerra Civil. Con la consiguiente represión de la dictadura franquista, que trató de disolver los símbolos de la identidad catalana (lengua, gobierno), muchas de sus familias perdieron parte de su poder económico. A ello hay que sumarle que, durante todo el franquismo, Cataluña fue receptora de oleadas de inmigración provenientes, sobre todo, de Andalucía y Murcia (alrededor de 1.6 millones de habitantes), lo que configuraría enormemente la actual complejidad de la identidad catalana, sucesivos intentos de independencia mediante. Aunque eso ya sea alejarse del tema.

La aristocracia catalana estaba caracterizada, como tantas otras europeas, por su dependencia de la tierra y su estructura en una amplia unidad familiar que vivía en una masia o casa pairal, una mansión rodeada de tierras. Al principio la herencia pasaba únicamente al hijo varón de más edad, pero hacia mediados del siglo XIX se instauró una repartición que también tenía en cuenta a los hermanos, algo determinante para convertir a las familias en grandes linajes. Como en otras sociedades europeas, el papel de la mujer era el de asegurar, mediante bodas, bien las adecuadas asociaciones familiares, o bien, cuando no había herederos varones, conseguir un varón que se integrase en la familia y pasase a gestionar el patrimonio.

La masia devino un símbolo de orden, en oposición a todo el desorden imperante, ya fuesen las revoluciones obreras, los actos del gobierno español o cualquier otro. La saga familiar era la representación de la disciplina y el buen funcionamiento. «Esta unidad que era básica para la organización social de la élite se convirtió en la piedra angular de su manipulación ideológica de la sociedad industrial.» (p. 69). Esto se evidencia, por ejemplo, en la figura de Enric Prat de la Riba (1970-1917), «una de las figuras centrales del renacimiento del nacionalismo catalán».

[Enric Prat de la Riba] Quiso asentar la industria catalana sobre la base de una sociedad ordenada en la que propietarios y trabajadores estuviesen unidos entre sí conforme el modelo de la familia tradicional. En esto se acercaba de forma notable a otros pensadores europeos, sociólogos de su tiempo como Frédéric Le Play quien popularizó el término «tronco-familiar» en sus escritos sobre la organización social del trabajo en el sur de Francia. Le Play vio en la familia catalana un modelo ideal de organización industrial y su influencia fue, por ello, enormemente importante para la sociología del periodo industrial catalán. (p. 71)

Se dio un traspaso de la masia a la fábrica: el propietario y cabeza de familia de la primera se convertía en patrón y líder de la segunda; una figura patriarca y benevolente que velaba por el bienestar de sus hijos / trabajadores. Esto estuvo especialmente marcado en las «colonias», poblaciones que se habían formado alrededor de las fábricas que se levantaban a lo largo de los ríos que recorren la Cataluña central, como el Llobregat, que desemboca en Barcelona. En estas colonias todo era propiedad del «señor»: las casas, las tiendas, colegios, guarderías… El patrón debía garantizar que sus trabajadores tuviesen todo lo necesario para el día a día; a cambio, se convertía en una especie de señor feudal donde su palabra era ley.

El siglo XIX trajo dos grandes cambios a la industria europea: la imposición de un estándar europeo, por un lado, y la creación de las sociedades anónimas, que «se convirtió en un modo de acumular capital para energía, maquinaria y transportes» y que permitió a las grandes familias acumular mucho capital.

En ese momento, confluyeron en la ciudad de Barcelona dos bandos: la antigua aristocracia y las nuevas familias de poder industrial. El segundo se fue infiltrando en el primero, absorbiendo, por el camino, sus códigos de conducta, al tiempo que los iba modificando. «El cambio económico que originaba el paso de capitalista a rentista estaba acompañado, a su vez, por una transformación social que consistía en pasar de ser un hombre rico a ser un señor» (p. 142). Existían títulos nobiliarios, claro, que las familias industriales trataban de conseguir mediante matrimonios o bien por una actuación tan incontestable (tal enorme acumulación de riquezas) que simplemente los recibían como recompensa. Existían, así mismo, una serie de valores que la aristocracia respetaba y que los industriales debían cumplir para llegar a pertenecer al mismo estamento. Uno de los factores importantes en Cataluña era el idioma: el uso prioritario del castellano o el catalán, en función de la situación política. Otro era la educación, un factor que no ha cambiado mucho en la actualidad: el paso por determinados institutos o universidades (hoy por ejemplo Stanford o Harvard) abre el acceso a contactos con las familias de la élite.

Aunque cualquiera que entre a formar parte de una élite puede llegar a aprender sus costumbres y su lengua, hay una serie de cuestiones que permanecen como algo más propio y exclusivo. Para ser un gran señor uno debe conocer cómo son los demás señores, uno debe haber compartido con ellos su pasado, su estilo de vida… Este conocimiento mutuo se remonta a la época de la infancia proporcionando a los miembros de una clase alta una historia común y una conciencia histórica inaccesible a cualquier persona externa. (p. 174)

Como ya vimos en El campo y la ciudad, el matrimonio, para las personas de clase alta, no es sólo una unión de dos miembros sino un intercambio comercial mediante el cual dos linajes se unen y se institucionalizan alianzas entre ellos.

Más allá de su valor como institución socio-económica, la familia catalana ha sido también la base de la imagen cultural. Constituyendo una metáfora para la sociedad catalana, la familia vino a ser el fundamento de la legitimación cultural y el dominio ejercido por la clase alta.

(…) la familia era el símbolo clave en las estrategias políticas de la burguesía catalana de finales del diecinueve y principios del viente, el medio a través del cual esa burguesía buscaba establecer y unificar un movimiento nacional. Era, a la vez, una imagen emotiva y ambigua. (…) Asimismo, la élite y sus ideólogos, al verse amenazados por conflictos internos, interpretaban la familia en términos de jerarquía, autoridad y orden. (p. 216)

El efecto que las buenas familias tenían (y tienen) sobre la ciudad de Barcelona no es sólo moral o económico: se acaba reflejando en el propio entramado urbano. Wray McDonogh rastrea dos ejemplos paradigmáticos: el Cementerio Viejo y el Liceo. El cementerio viejo, cuyo nombre se establece en oposición al cementerio nuevo que se construyó posteriormente en Montjuïch, es un recinto amurallado que se levantó a las afueras de la ciudad, aunque hoy en día ha quedado completamente absorbido por ésta. La propia distribución de los difuntos refleja claramente la estratificación social de la época: un semicírculo frente a la entrada, destinado a las clases pobres, poco más que una fosa común (hoy, de hecho, desaparecido); una sección principal, con nichos amontonados en columna, donde las clases medias podían ir dejando las urnas con los restos de sus difuntos pero, eso sí, cada vez que moría uno, había que sacar los restos del difunto anterior; y, finalmente, una zona apartada, ajardinada, con bellos panteones entre los que pasear, donde las clases altas encontraban su lugar de reposo, a menudo hasta tres, cuatro o cinco generaciones de una misma familia, algo que estaba vedado al resto de clases. «Cada sección, en definitiva, establecía los distintos derechos que se tenían ante la historia. La fosa de los pobres impedía evocar el recuerdo de los muertos; la continuidad del propio individuo o de su familia. (…) La sección intermedia preservaba el recuerdo y el sentimiento de familia» (p. 229), pero no los restos, puesto que, como ya hemos comentado, cada entierro suponía retirar los restos mortales del anterior. «… los panteones de la tercera sección ponían de relieve la posición de la élite. Para la cohesión social y económica de la élite, la familia se convirtió (incluso en la muerte) en un principio fundamental y glorioso.» (p. 230).

Lo mismo sucedió con el Teatro del Liceu (Liceo). La ópera, que pronto se convirtió en un espectáculo para clases altas (y también «el nexo que unía a las élites nueva y antigua», p. 243), debía encontrar un lugar adecuado. El Liceo, imitando otros teatros de la ópera contemporáneos, como el Covent Garden de Londres (que contaba con tres hileras de palcos reservados a los nobles, además del palco central real), cuenta con seis pisos claramente diferenciados: la planta noble (la planta baja), así como la segunda y la tercera, cuentan con pasillos amplios que se pueden transitar cómodamente, y cada palco dispone de su propio antecámara, un lugar de reunión de nobles y gentes de casa bien. Los pisos superiores iban repitiendo el mismo esquema pero cada vez con menos ornamentación y detalles; a menudo eran los palcos que ocupaban los hijos que aún no eran cabezas de familia o, incluso, donde los jóvenes nobles se reunían con amadas o amantes. El último piso, para curiosos, melómanos y similares, no estaba conectado con los anteriores y sólo se podía acceder a él desde una puertecilla exterior en el lateral del Liceo.

El siglo XIX se caracterizó, también, por una élite cada vez más internacionalizada que ya no sólo respondía ante unos códigos locales, sino universales; las relaciones y el prestigio que se obtenían de frecuentar la ópera eran igual de importantes en cualquier ciudad central de Europa como en Estados Unidos o las colonias. Se ha descrito el acto de acudir al Liceo como un «ritual», con sus normas concretas. Anexo a los palcos estaba el Círculo del Liceo, un club privado, al que sólo podían pertenecer varones (algo que no se modificó hasta recientemente, en el año 2001), aunque las mujeres podían acudir por invitación, y el lugar donde se llevaban a cabo reuniones, negociaciones y transacciones de las élites.

Para hablar de una apropiación del Liceu por parte de la élite, es necesario ir más allá de los marcos estáticos de la sociedad urbana personificada en el edificio. A diferencia de lo que era para otros grupos, el Liceu era para la élite un lugar fundamentalmente de identidad social y cultural. Esto se pone de manifiesto en el modo en que el teatro encerraba dentro de sí el concepto de familia y propiedad, en su uso en los ciclos vitales de la clase alta, y en su valor para la integración en la clase alta como un todo. (p. 255)

Por ejemplo, la «puesta de largo» de las herederas de la élite se llevaba a cabo en el Liceo, cuando se les permitía debutar por primera vez en la sesión de tarde, y probablemente era de los primeros lugares donde se llevaba a cabo el cortejo.

Debido, probablemente, a su enorme valor simbólico, en el Liceo se llevó a cabo un atentado»en la noche de apertura de temporada de 1893: durante el primer intermedio de Guillermo Tell, dos bombas lanzadas desde el gallinero cayeron sobre los pisos inferiores. Una de ellos explotó en la planta primera entre las filas trece y catorce. Murieron veinte personas.» (p. 260). Ya hemos comentado que la Barcelona de fin de siglo XIX y principios del XX era un lugar con una «confrontación de clases enormemente violenta». Hubo otros atentados igual o más sangrientos; pero el del Liceo dejó una marca indeleble en la élite similar, por ejemplo, a lo que supuso el atentado de las Torres Gemelas (salvando distancias y magnitudes, por supuesto; en un caso hablamos de 20 muertos y en el otro de más de 3.000).

¿Por qué tuvo este evento, un atentado entre los muchos incidentes que se dieron en esa misma época, un poder mítico tan grande en la conciencia histórica de las buenas familias de Barcelona? La respuesta está en el significado ideológico del Liceu como una proyección del orden social de Cataluña y la estabilidad del control que la nueva élite pretendía ejercer sobre dicha sociedad. El atentado del Liceu era una amenaza directa contra la imagen de poder de las buenas familias, contra la presentación en sociedad de su propia identidad. Cometer un atentado en el mismo interior del Liceu era una forma de que la confrontación adquiriese un significado mucho más relevante. (p. 261)

Es comprensible el hecho de que, a día de hoy, tanto el Liceo como otros monumentos erigidos por y para las clases altas de Barcelona sigan siendo lo mas visitado; no dejan de ser lugares hermosos, céntricos y representativos. Lo triste son los esfuerzos denodados por disolver la historia que sucedió en el mismo sitio pero en un bando distinto: las revoluciones obreras, las protestas sindicales, los logros proletarios.

Baste un ejemplo para ello: la organización de los Juegos Olímpicos de 1992 supuso un revulsivo para la ciudad de Barcelona. Le permitió proyectarse al mundo como una ciudad abierta, moderna, internacional; una ciudad global, si usamos el término con el que la socióloga Saskia Sassen acababa de titular su libro el año anterior, La ciudad global. También fue una excusa para expulsar a los habitantes originales de los barrios que se modernizaron: Montjuïch, Poblenou, el frente portuario que es ahora las cercanías del Maremágnum. Y cuando, años después, en 2007, se ha abierto el Museo Olímpico y del Deporte, para conmemorar lo que no dejó de ser un hito para la ciudad (con sus cosas buenas y sus cosas malas)… a los 3 años se le modificó el nombre y se le añadió, como honorífico, el de Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional desde 1980 hasta el 2001. También, político de corte franquista, admirador del dictador Francisco Franco, supuesto origen de la corrupción en el COI (no se presentó a la reelección en 2001 al verse envuelto en un escándalo en 1999 al saberse que miembros del comité habían aceptado regalos a cambio de su voto), marqués de Samaranch desde 1991 (título concedido por el Rey de España), miembro consejero y presidente de La Caixa (sí, de «la caja de los marqueses») y cuyos hijos son (extraído de wikipedia): «María Teresa, presidente de la Federación Española de Deportes de Hielo y segunda marquesa de Samaranch, y Juan Antonio, miembro del COI y vicepresidente de la Federación Internacional de Pentatlón Moderno». Es decir: un claro miembro de las buenas familias de Barcelona, además de alguien muy, muy sospechoso de corrupción (véanlo aquí en un artículo de The Times, por ejemplo). ¿Era realmente necesario que el Museo llevase el nombre de este sujeto?

Infocracia, Byung-Chul Han

Para dar algo de cohesión al blog y que las reseñas no sean tan dispersas (aunque algo deben serlo, porque el hecho urbano es complejo de abordar), últimamente estamos haciendo lecturas continuadas de un mismo autor. Empezamos no hace mucho con David Harvey, del que leímos París, capital de la modernidad, Breve historia del neoliberalismo (I, II y III) y Urbanismo y desigualdad social, y lo haremos en breve con Richard Sennett (del que ya leímos Construir y habitar y el enorme y muy recomendable El declive del hombre público). Con el filósofo alemán Byung-Chul Han hemos hecho algo similar, y a las lecturas previas de Psicopolítica y La sociedad de la transparencia le hemos añadido, recientemente, En el enjambre y La desaparición de los rituales.

Con Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia (publicado en 2021 en Alemania y en 2022 en España, de la mano de la editorial taurus y con traducción de Joaquín Chamorro Mielke) terminamos nuestra particular trilogía del, más que filósofo, analista cultural. Y empezamos con lo malo, algo que ya comentamos en En el enjambre: más que un análisis sosegado (¿incluso materialista o, por qué no decirlo, marxista?) de los hechos acontecidos en las últimas décadas, Han parece, a veces, centrarse en la espuma que estos hechos generan. O, dicho de otro modo: en ocasiones sus fuentes son más cercanas a los titulares de los periódicos que a los libros de ciencias sociales. Se lo reprochamos en En el enjambre por la completa ausencia de un análisis del mundo postfordista (o globalizado, si lo prefieren, o incluso postmoderno) de las últimas cinco décadas; parecería que todo se debe al ascenso de las redes sociales y a la aparición de los smartphones.

Los influencers son venerados como modelos a los que seguir. Ello dota a su imagen de una dimensión religiosa. Los influencers, como inductores o motivadores, se muestran como salvadores. Los seguidores, como discípulos, participan de sus vidas al comprar los productos que los influencers dicen consumir en su vida cotidiana escenificada. (p. 19)

Y, como también comentamos sobre el análisis de Nosotros o el caos, del periodista Esteban Hernández: sí, sin duda las redes influyen, y existe un mundo de personas que están conectadas a Twitter y viven cada tweet como un acontecimiento y están al caso y miran el móvil sin cesar; incluso existe un amplio porcentaje de la sociedad que lo hace, y ello supone consecuencias que Han analiza brillantemente en el mundo. Pero también existe gente que no; gente que utiliza el smartphone un rato, que mira tonterías y es consciente de que son eso, tonterías. Confundir lo que uno y su entorno llevan a cabo (por ejemplo en el caso de Hernández, un periodista que probablemente trate de estar al día y esté, también, rodeado de personas afines, por ejemplo en su misma profesión) con la totalidad de lo que sucede es dar un paso demasiado amplio que, como mucho, actualmente consiste en un pie alzado que aún no ha llegado a tocar el suelo.

Eso lleva a que, por ejemplo, Han concluya que «El capitalismo de la información se apropia de técnicas de poder neoliberales. A diferencia de las técnicas de poder del régimen de la disciplina, no funcionan con coerciones y prohibiciones, sino con incentivos positivos. Explotan la libertad, en lugar de suprimirla.» (p. 18). Lo cual es cierto… hasta cierto punto. La sanidad en Europa (en general, universal y pública) está siendo privatizada para convertirse en un modelo similar al de Estados Unidos. ¿Lo está siendo mediante la libertad y la seducción? Claro: se le vende al consumidor que con las asistencias privadas todo será más rápido, mejor y a su gusto (obviando que luego no cubrirán enfermedades graves, por supuesto; o que no lo harán a ese presupuesto inicial, vaya). Pero ese movimiento sería absurdo si detrás no hubiese un enorme conglomerado económico, político y mediático que está suprimiendo, o desfinanciando, la sanidad pública. Una sanidad pública de calidad implica una sanidad privada con muy pocos clientes potenciales. Para que la segunda funcione y dé beneficios, la primera tiene que ir mal. Y, para ello, la seducción no funciona: existe ese enorme conglomerado, los lobbies, los intereses políticos y temas mucho más complejos que se nos escapan, lógicamente, en el blog. Hablar de la seducción es hermoso y tiene su punto de verdad; pero siempre queda el otro reverso, que Han parece obviar (ojo, no negar: simplemente, no lo contempla). Lo mismo sucede, por ejemplo, con el precio de las viviendas o del alquiler, que sería difícil de comprender sólo mediante «la seducción» o la oferta; existe una necesidad y una evidente carencia de interés político por contener esos precios (si acaso, cada vez es más evidente el interés por no contenerlos, precisamente). O lo bien que queda observar que, hoy en día, son los trabajadores quienes se autoexplotan (lo dijo en Psicopolítica). Lo cual es cierto: pero dicha explotación caería en saco roto si hubiese una oferta decente de trabajo e inspecciones laborales periódicas para asegurar que se cumplen los criterios mínimos legales en todos los ámbitos del trabajo. Cuando la alternativa es acabar de reponedor o en la hostelería o incluso en el trabajo sumergido, o con condiciones laborales draconianas, es lógico que un porcentaje mayor de la población esté dispuesta a autoexplotarse. Y ese aspecto siempre está ausente en la obra de Han; como si las redes, la infocracia, la sociedad de la transparencia, el enjambre… fuesen hechos aislados que han aparecido por la magia de los teléfonos móviles.

Como hemos dicho, eso no quita que, en cuanto se pone a analizar un tema concreto, le saque partido y nos ofrezca puntos de vista más que relevantes. Especialmente acertado nos ha parecido el segundo capítulo, titulado precisamente como el libro, «Infocracia». Hemos pasado (comunicativamente) de una pantalla de la que éramos espectadores pasivos a una pantalla que no sólo tocamos, sino que escogemos en todo momento qué tipo de contenidos nos ofrece. Más aún: somos, más que receptores, también emisores, nodos complejos de esa red. No ya sólo por el contenido que podemos ofrecerle (quien lo haga): que si una foto, un video, una reseña en un blog; sino que el propio acto de consultar esas redes genera una emisión de información: los likes, los posts que hemos consultado, las cuentas que hemos seguido. Incluso aunque no nos manifestemos, nuestra presencia deja un rastro claro que los algoritmos de las redes sociales y buscadores usan para darnos más, pasando de la, como la llamó Habermas, «estructura anfiteatral de los medios de comunicación de masas» a la «estructura rizomática de los medios digitales, que no tienen un centro» (p. 33).

El smartphone es un dispositivo de registro psicométrico que alimentamos con datos día tras día, incluso cada hora. Puede utilizarse para calcular con precisión la personalidad de cada usuario. El régimen de la disciplina solo disponía de información demográfica, lo que le permitía llevar a cabo una biopolítica. El régimen de la información, en cambio, tiene acceso a información psicográfica, que utiliza para su psicopolítica.

La psicometría es una herramienta ideal para el marketing psicopolítico. El llamado microtargeting utiliza perfiles psicométricos. A partir de los psicogramas de los votantes, se les hace publicidad personalizada en las redes sociales. Al igual que el comportamiento de los consumidores, el de los votantes se ve influido en un nivel subconsciente. La infocracia basada en datos socava el proceso democrático, que supone la autonomía y el libre albedrío. La empresa de datos británica Cambridge Analytica se jacta de poseer los psicogramas de todos los ciudadanos adultos de Estados Unidos. (…)

En el microtargeting, los votantes no están informados del programa político de un partido, sino que se los manipula con publicidad electoral adaptada a su psicograma, y no pocas veces con fake news. Se comprueba la eficacia de decenas de miles de variantes de un anuncio electoral. Estos dark ads psicométricamente optimizados suponen una amenaza para la democracia. (…) De este modo, socavan un principio fundamental de la democracia: la autoobservación de la sociedad. (p. 37)

Parte del texto que no hemos reproducido en la cita hacía referencia a Trump y su victoria en las elecciones de Estados Unidos conviertiéndose, en gran medida, «en un algoritmo completamente oportunista, guiado solo por las reacciones del público» (p. 35). O, sin ir muy lejos, las recientes elecciones en España, donde el actual presidente, Pedro Sánchez, se apropió del mote despectivo que habían usado sus rivales («Perro Xanxe») y lo usó como un lema propio, popularizándolo, e incluso participó en debates y programas que sólo se emiten en redes sociales, ampliando su audiencia a jóvenes que ya no utilizan los medios tradicionales. O, de forma algo distinta pero similar, observamos cómo temas que no son estadísticamente preocupantes para la ciudadanía (por ejemplo, la okupación, o incluso la violencia callejera de ciudades relativamente seguras) se convierten en temas de enorme popularidad por la inundación mediática interesada.

Los estudios demuestran que basta con un pequeño porcentaje de bots para cambiar el clima de opinión. Puede que no influyan de manera directa en las decisiones de voto, pero manipulan los ámbitos de decisión. (p. 40)

Dicho de otro modo: en vez de hablar del precio desmesurado de la vivienda y de la imposibilidad de habitar en ciudades como Madrid, Barcelona o la isla de Ibiza, se habla constantemente del tema de la okupación de viviendas vacías, confundiendo allanamiento, okupación, residencia, propietarios y grandes fondos de inversión, sembrando un clima de miedo (y beneficiando a las empresas de seguridad que precisamente se anuncian como el remedio contra esas okupaciones) y evitando el que debería ser el verdadero debate: las causas tras el aumento del precio de la vivienda (que tocarían de pleno en los fondos buitre y la connivencia de los Estados, como nos mostró magistralmente Tocar fondo y como también nos explicó La guerra de los lugares).

Esta comunicación, además, es rápida, visual, efectiva y viral. Contra ella no sirve la verdad, pues no apela a la razón sino a la emoción; y es mucho más rápida que la contrastación de sus hechos.

El siguiente capítulo, «El fin de la acción comunicativa», se centra en otro aspecto del mismo debate: la imposibilidad de hablar con el otro debido a la desaparición del otro. Los algoritmos refinan nuestras búsquedas y nuestros intereses y, a partir de lo que consultamos, de aquello a lo que dedicamos más tiempo, nos ofrecen esos mismos contenidos y otros similares que ellos han calibrado que, en función de nuestro historial, nos interesarán. Esta espiral crea «infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa» donde «los espacios del discurso se ven cada vez más desplazados por cámaras de eco en las que la mayoría de las veces me oigo hablar a mí mismo» (p. 47). El otro, cuando aparece, lo hace en forma de rival, de enemigo que tiene una posición opuesta; porque la posición intermedia no nos interesa lo bastante, no genera esa reacción visceral que nos hará comentar o enfadarnos o compartir el video para poder criticar a esa persona. Vemos a los que piensan igual, vemos a los que piensan lo opuesto, en una polarización donde los matices, que son reposados y requieren discurso, se pierden y sólo queda el «en contra o a favor». Por ejemplo, el reciente debate sobre el beso que le dio el presidente de la Federación de fútbol a la jugadora Jenni Hermoso y que ha adoptado unas magnitudes similares (en cuanto al efecto olla de presión y cómo ha supuesto una liberación de un tema largo tiempo reprimido) a las del Black Lives Matter o el movimiento #metoo y donde sólo quedan dos posturas posibles: a favor o en contra. Cualquier análisis, por profundo y matizado que sea, debe dejar claro en qué posición se sitúa quien lo emite; para saber si es rival o compañero. O, como dirá Han de forma mucho más catastrofista, y sin ápice de responsabilizar a las grandes tecnológicas por el funcionamiento de sus redes:

La creciente atomización y narcisificación de la sociedad nos hace sordos a la voz del otro. También conduce a la pérdida de la empatía. Hoy todo el mundo se entrega al culto del yo. Todos los individuos se representan y se producen a sí mismos. No es la personalización algorítmica de la red, sino la desaparición del otro, la incapacidad de escuchar, lo que provoca la crisis de la democracia. (p. 50)

El gran riesgo de todo este hecho, que se analiza en el último capítulo, «La crisis de la verdad», es que en una «sociedad [que] se está desintegrando en irreconciliables identidades sin alteridad, [e]n lugar de discurso, tenemos una guerra de identidades.» (p. 54). Es decir: ya no nos escuchamos, hemos perdido la distancia entre la identidad y la opinión y nos identificamos por lo que opinamos; lo que opinamos, y manifestamos, es lo que define quiénes somos, impidiendo así la distancia necesaria para poder gestionar nuestras opiniones y nuestros discursos.

Ampliando el discurso, ese lugar ideal donde se practicaba la opinión pública de la que hablaba Habermas, y que estaba conformado, sobre todo, por los medios de comunicación y quienes se habían ganado un derecho de acceso a ellos, ha sido hoy substituida por una multiplicidad de fuentes que, en primer lugar, no sienten la necesidad moral de controlar al poder (el tan perdido papel del periodismo, su función como «cuarto poder» o el contrapoder de los otros tres, hoy desballestado debido a que los conglomerados comunicativos son partes, en general deficitarias, de enormes grupos mediáticos y empresariales y, por lo tanto, defienden siempre los intereses corporativos). Y, en segundo lugar, esa «ágora pública», mucho más difusa hoy, la forman también twitter, YouTube, las televisiones, los medios, las redes sociales… dispersando el lugar en el que se lleva a cabo el debate público; disolviendo, de hecho, el lugar donde se podía practicar la democracia.