Muerte y vida de las grandes ciudades, Jane Jacobs

Título: Muerte y vida de las grandes ciudades (aunque el original inglés es The Death and Life of Great American Cities).

Autor: Jane Jacobs.

Año de publicación original: 1961.

Edición leída: Capitán Swing, junio de 2013.

Traducción: Ángel Abad y Ana Useros.

Llevaba tiempo interesándome por las ciudades, dando un poco tumbos a distintos temas relacionados con ellas (arquitectura, movimientos de masas y dinámica de fluidos, urbanismo), y Amazon me recomendó este libro, que apunté a la lista. De algún modo, pensaba que sería una especie de lista de casos, hablando un poco sobre cómo habían evolucionado las ciudades americanas siglo a siglo, sacando conclusiones y relacionando cada etapa con un modelo de crecimiento.

Luego encontré este libro, y fue una doble sorpresa. La primera vino por el prólogo: lo escribía Manuel Delgado, que había sido profesor mío en una asignatura llamada Antropología Cultural. Creo que fue allí, en su clase, donde se despertó la curiosidad por el hecho urbano, mientras nos explicaba cómo la sociología había ido entrando, primero en las ciudades, luego en las relaciones entre personas. Recordé también que, además de antropólogo, Delgado se había interesado mucho por el modelo Barcelona y había escrito diversos libros sobre el tema. Indagué un poco, y descubrí que lo que realmente me interesaba de las ciudades era algo llamado Antropología Urbana, aunque no sé si las mayúsculas se las pongo yo para que suene mejor.

La segunda sorpresa de este libro fue, simplemente, leer a Jane Jacobs. Dice Delgado en su prólogo que, en 2009, en una importante página web de Los Ángeles, se pidió a los lectores establecer una lista de los «pensadores urbanos» más influyentes; y ganó una mujer sin formación específica, que no era ni urbanista, ni socióloga, ni estadista, sino una persona que aplicó el sentido común a su visión de la ciudad: Jane Jacobs.

Las ciudades son diversidad, oportunidad y encuentro; ése será el resumen de Jacobs, que hablará de un ballet, de una coreografía nerviosa, de una socialización. Lo resume Delgado en el prólogo, denunciando las masas no urbanas que están brotando en las afueras y alrededores de las grandes ciudades: «Son esas casas unifamiliares aisladas o adosadas en que tiene lugar una vida privada que desprecia la calle como lugar de encuentro, que depreda masivamente el territorio, que abusa del automóvil y para la que los únicos espacios públicos son poco más que los shoppings y las áreas de servicio de las autopistas; morfologías residenciales segregadas y repetitivas que vemos extenderse en las periferias metropolitanas o en núcleos atractores aislados consagrados a la práctica desconflictivizada del consumo y del ocio de masas, que funcionan como colosales máquinas de simplificar y sosegar ese nerviosismo consustancial -como notara Simmel y entendiera tan bien Jacobs- a cualquier definición de la vida urbana.» (p. 19).

Y sigue, en la página 20, argumentando la vigencia de por qué las tesis de Jacobs siguen siendo vigentes, y cómo hoy en día, en muchas ciudades, más que urbanizar se arquitecturiza: «Arquitecturizar el espacio público implica geometrizarlo e instalar a continuación una serie de elementos considerados elocuentes y con cierta pretensión innovadora y creativa -mobiliario de diseño, obras de arte-, no pocas veces encargados a firmas famosas o de prestigio, pero indiferente ya no sólo, como ocurría con el urbanismo clásico, ante las utilizaciones sociales para las que se supone que debería estar dispuesto, sino al entorno mismo en que se imponía una actuación que ni siquiera se tomaba la molestia de invocar teorías o planes generales. Este menosprecio tanto hacia el contexto morfológico como a la vida social han acabado generando intervenciones que pueden no tener nada que ver, incluso resultar cacofónicas, con el marco sociurbano que las rodea, suscitando espacios fragmentados, formalmente arrogantes, extraños entre sí, todavía más insensibles a las necesidades de usuarios y habitantes de lo que lo eran las iniciativas urbanísticas que Jacobs tanto había censurado.»

Y vamos ahora con el libro de Jacobs. La introducción da una idea clara de por dónde van a ir los tiros. Resulta que existe un urbanismo oficial (estamos en los años 1950s), seguido al pie de la letra por todos los encargados de tomar decisiones en el ámbito urbano y que estaba basado, grosso modo, en las ideas de algunos arquitectos y pensadores de épocas algo anteriores, siendo Ebenezer Howard el que más cita Jacobs.

«Howard contempló las condiciones de vida de los pobres a finales del siglo XIX en Londres y, comprensiblemente, no le gustó lo que vio, oyó o intuyó. No solamente odiaba las injusticias y errores de la ciudad, odiaba la ciudad y creía que el hecho de que tanta gente se aglomerara voluntariamente era una afrenta a la naturaleza y el mal personificado. Su receta para salvar a la gente era cargarse la ciudad.» (p. 43).

Debo reconocer que yo estaba enamorado de la idea de la Ciudad Jardín, que es el nombre que dio Howard a su concepto de «ciudad». Tal vez no tanto de sus mapas en sí como de la posibilidad de empezar una ciudad desde cero, planeándola con cabeza. Los lenguajes que usamos suelen ser irregulares; creo que el verbo ser, el más usado, es irregular, al menos, en todos los idiomas románicos y germánicos, precisamente porque es el más usado. En cambio, los idiomas artificiales, que no se han ido desarrollando de forma histórica, suelen empezar con un verbo ser regular. Y por eso, creo, no cuajan: porque no tienen el poso de la historia, ni de la cultura que revela esa forma de ver el mundo.

Algo similar sucede con las ciudades: la mayoría tienen un peso histórico abrumador y han debido ir tomando decisiones sobre qué hacer con esas calles medievales cuando llega el coche, cómo ampliar ese trazado, ¿construimos un ensanche?, ¿cómo comunicamos esa zona antigua con la nueva desarrollada, si esa calle no es lo bastante amplia?, ¿bulevares, como Haussman?, ¿empezando de cero, como Brasilia? Esta idea es tentadora, y es lo que proponía Howard: empezar de cero y diseñarla bien. Cada cual tendría una idea distinta, seguramente, pero la mayoría de ellas separarían los espacios por usos: aquí las fábricas, aquí las residencias, jardines y zonas verdes por todas partes… por eso se llamaron Ciudades Jardín, o Ciudad Radiante (también Le Corbusier cayó en ese sueño), pero en el fondo, concluye Jacobs: no se trata de ciudades.

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«[Howard] se centró en la creación de viviendas sanas; todo lo demás lo consideraba secundario. (…) Consideraba el comercio como una actividad rutinaria y normalizada de provisión de bienes dentro de un mercado autolimitado. Concebía la buena planificación como una serie de actos estáticos, el plan ha de prever lo que es necesario en cada caso y, una vez elaborado y determinado, ha de evitarse por todos los medios la introducción del más mínimo cambio. Concebía también el urbanismo de forma básicamente paternalista, incluso autoritaria. No le interesaban aquellos aspectos de la ciudad que no pudieran ser abstraídos y acomodados luego a su utopía. En concreto, simplemente renegó de la compleja y polifacética vida cultural de las metrópolis.» (p. 47)

Recuerdo unos gestos que Delgado repitió durante todo el curso: se burlaba de la idea que tenían determinadas personas (las autoridades, sobre todo; aquellos a los que critica Jacobs en su introducción) de que la ciudad tenía que ser un lugar donde los caballeros, al encontrarse por la calle cada mañana, se levantasen el sombrero y se saludasen el uno al otro, mecánicamente, con el mismo gesto y una sonrisa congelada:

-Buenos días, caballero.

-Buenos días a usted también, caballero.

Esa idea denota una falta real de comprensión de lo que es una ciudad. Hay un salto cualitativo del pueblo a la ciudad: ésta no es sólo una suma de pueblos, uno junto al otro. Es diversidad, y caos, y probabilidad, un juego de máscaras, un baile anecdótico; luego veremos la descripción de la liminalidad constante que da Delgado. Jacobs fue la primera en verlo y hablar de ello, defendiendo la vida de las personas en la calle. «[Los urbanistas] operan sobre la premisa de que los ciudadanos buscan contemplar el vacío, el orden evidente y el silencio. Nada más lejos de la verdad. Que la gente adora contemplar la actividad y a otra gente es una constante evidente en ciudades de todo el mundo» (p. 64).

Las aceras, dice Jacobs, la gente que se siente parte de un sitio, el acto de la socialización en un lugar, el pequeño comercio, el ambiente vital alrededor de un punto neurálgico compartido, sentido nuestro por parte de una comunidad, ya resida en la zona o la use puntualmente, es lo que hace a la ciudad, ciudad. Jacobs pone el ejemplo de un niño que se perdió en su calle un día, mientras ella miraba por la ventana, y cómo en un momento distintos actores de la zona se interesaron por él y surgieron a ayudarlo.

De ahí, también surgen las principales críticas a la visión de Jacobs: que es algo idílica; que todos los que viven en su zona (Greenwich Village, de Nueva York) parece que adoran esa zona, sin tener en cuenta que hoy en día, por ejemplo, uno vive donde puede, más que donde quiere; sin tener en cuenta precios de alquileres, y compartir de pisos, y desplazamientos cada vez más largos hacia el trabajo. Pero, si Howard y Le Corbusier plantearon ciudades ideales que no eran ciudades, permitámosle a Jacobs plantear una ciudad ideal a la que fácilmente pueden aspirar las ciudades.

(p. 78) «Este orden se compone de movimiento y cambio; y aunque estamos hablando de vida, y no de arte, podemos quizá, un poco caprichosamente, hablar del arte de formar una ciudad y compararlo con la danza. No una danza precisa y uniforme en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo, gira caprichosamente y hace la reverencia en masa, sino un intrincado ballet donde cada uno de los bailarines y los conjuntos tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado.» Lo llamará el ballet de las aceras.

«La mayor parte de los arquitectos urbanistas y diseñadores son hombres. Curiosamente diseñan y proyectan para excluir a los hombres de la vida cotidiana y normal donde la gente vive. Cuando urbanizan un área residencial sólo buscan satisfacer las necesidades, o supuestas necesidades, de unas imposibles amas de casa aburridas y con críos en edad preescolar. En resumidas cuentas, urbanizan estrictamente para sociedades matriarcales.» (p. 113)

Jacobs desarrolla algunos conceptos más: el de la diversidad de usos es esencial, y lo trata a lo largo de todos los primeros capítulos. Si queremos una ciudad viva, vigilada, atenta a lo que sucede, amena e interesante de habitar, es necesario que en sus calles, en sus plazas, se dé una diversidad constante de usos. Una zona de oficinas (como hablábamos en el post anterior de La Défense de París) sólo estará concurrida antes de las nueve, tal vez a la hora de comer, y a la salida a las cinco, seis, siete; durante la noche, será un lugar desolado, y o bien estará deshabitado, o estará poblado por personas que no lo sientan como suyo, y por lo tanto vayan allí a hacer lo que no harían en su zona. Por ello las ideas de ciudades segregadas, el ocio aquí, el trabajo allí, los museos acá, son tan nocivas: porque entonces cada lugar está habitado a unas horas determinadas. Son necesarios sitios usados a todas horas, en una mezcolanza de usos y trayectos; y por ello es necesario un tapiz social potente, diverso, donde todo se confunda.

Si ello no se da, se acaba en La Carcoma, es decir, cuando un lugar se va degradando, por la falta de uso, porque nadie lo siente suyo. Uno entra en un baño limpio y hace esfuerzos por dejarlo limpio; uno entra en un baño sucio y, en fin, no se preocupa mucho por cómo quedará tras su estado, porque ya no lo encontró en uno bueno. Algo similar sucede con los espacios de la ciudad, y viene a la mente la limpieza del metro de Nueva York en los 80s y 90s (historia aquí, y aquí el libro en el que se basó la decisión): si las ventanas están rotas, y las paredes llenas de graffittis, es que nadie se ocupa del lugar, por lo tanto todo está permitido; si el sitio parece cuidado, ya no incita a la delincuencia, o tal vez aquellos que la quieran llevar a cabo se planteen la vigilancia y esperen una oportunidad mejor.

La Carcoma es lo que destuye las ciudades; y es lo que deberían evitar las autoridades a toda costa. Segregar usos en espacios distintos, argumenta Jacobs, es una forma de caer en ella. P: 129: «En las ciudades, la animación y la variedad atraen más animación y variedad; la monotonía y la sordidez repelen la vida.»

«La gente de una ciudad es móvil. Puede escoger cualquier cosa en toda la ciudad (incluso más lejos), desde un trabajo, un dentista, su ocio, los amigos, las tiendas, los espectáculos o, en algunos casos, las escuelas de sus hijos. Los habitantes de una ciudad no se encierran en el provincianismo de un barrio. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿La gracia de la ciudad no es la amplitud y riqueza de sus oportunidades? Ésta es precisamente la gracia de las ciudades. Más aún, esta misma fluidez de funciones y posibilidades de elección de los ciudadanos es precisamente el fundamente subyacente de la inmensa mayoría de las actividades culturales de una ciudad y de todo tipo de iniciativas.» (p. 147).

Si la primera parte del libro es una descripción de las ciudades, y de cómo deben ser sus calles para funcionar, la segunda es un manual con algunas indicaciones necesarias para fomentar esa diversidad, ese ballet de las aceras constante:

1ª Condición: El distrito, y cuantas partes del mismo sean posibles, ha de cumplir más de una función primaria; preferiblemente, más de dos. Éstas han de garantizar la presencia de personas fuera de sus respectivos hogares, en diferentes horarios y por motivos diferentes, que puedan usar en común una amplia gama de servicios.

2ª Condición: La mayoría de las manzanas debe ser cortas; es decir, las calles y las oportunidades de doblar esquinas tienen que ser frecuentes.

Por un motivo muy simple: para permitir y fomentar la elección de caminos y el tránsito continuo de gente. No hay nada más aburrido que un trayecto inamovible; y tarde o temprano todos escogemos el más corto en los que hacemos rutinariamente, pero la posibilidad de cambiar, la opción, no sólo se agradece, sino hay momentos en que oxigena la rutina. Amén de aumentar las ofertas de esquinas y lugares de paso donde puedan prosperar negocios distintos.

3ª Condición: El distrito ha de entremezclar edificios que varíen en edad y condición, con una buena proporción de casas antiguas.

De nuevo, para evitar uniformidad. Es habitual, en pueblos más pequeños, que prácticamente una generación entera acabe viviendo en una misma promoción urbanística: todos ocupando pisos iguales, teniendo hijos de la misma edad, con necesidades similares y por lo tanto generando negocios en la zona muy similares. Edificios de distintas edades implican distintos niveles de confort y por lo tanto de precio, atraen a distintas personas, fomentan la mezcla de usos y necesidades.

4ª Condición: El distrito ha de tener una concentración de personas suficientemente densa, sea cual fuere su motivo para estar allí. Esto incluye a la gente que esté allí porque reside allí.

«Los procesos que tienen lugar con la rehabilitación [de un espacio, un barrio, un distrito] dependen del hecho de que una economía metropolitana, si funciona bien, está constantemente transformando a muchas personas pobres en gente de clase media, a muchos individuos iletrados en cualificados (e incluso educados), a muchos paletos en competentes ciudadanos.» (p. 325). «Lo que molestaba tanto a Howard y a todos sus devotos seguidores tras él era la fluidez misma de la nueva sociedad industrial y metropolitana del siglo XIX, con sus profundos desplazamientos de poder, dinero y población. Howard quería reducir el poder, la población y los usos e incrementos monetarios a un modelo estático y fácilmente manejable. Quería un patrón que ya era obsoleto.» (p. 326).

Y con esa definición enlazamos con la modernidad líquida de la que hablaba Bauman en los dos post anteriores. La ciudad es sede máxima de esa nueva modernidad, esa fluidez constante; hasta el extremo de que, de las muchas opciones posibles para el futuro, no es descarada una alianza de ciudades, superando a los Estados, pesados, lentos y obsoletos, ofreciendo cada vez menos a los ciudadanos y exigiendo cada vez más.

Permitidme terminar con una frase de Jacobs que lo resume perfectamente: «Los procesos son la esencia de la ciudad.» (p. 480).

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