En torno a la posmodernidad (II)

Seguimos con los distintos artículos que forman la antología En torno a la posmodernidad (que ya presentamos en una primera entrada y donde reseñamos los puntos de vista de Gianni Vattimo, muy favorable a la misma, y de José María Mardones, que reflexionaba sobre la tendencia conservadora del concepto).

Iñaki Urdanibia trata, en «Lo narrativo en la posmodernidad«, de definir el concepto. Su primera hipótesis ya es bastante clara: «la posmodernidad es el folklore de la sociedad posindustrial». Sigue, al poco, con las palabras de Christine Buci-Glucksman:

Que la modernidad como proyecto universalista de «civilización» descansando sobre el optimismo de un progreso tecnológico ineluctable, sobre un sentido seguro de la historia, sobre un dominio racional y democrático de un real entregado a las diferentes utopías revolucionarias de un futuro emancipado, haya entrado en crisis en los años 70: tal es la evidencia masiva que unifica los diferentes discursos sobre la posmodernidad, ya sean franceses o internacionales. (p. 44)

De algún modo, la cita anterior recoge el consenso común; la gran pregunta, claro, como se plantea Urdanibia, es si la modernidad ha muerto, está agotada o es un proyecto inacabado.

Para él, la sociedad empieza a verse a sí misma como «moderna» hacia 1850, cuando tanto Baudelaire como Théophile Gautier utilizar el término. Surgen una lógica, una retórica y una ideología de la modernidad: la lógica, basada en el progreso científico-técnico, en el papel del Estado y en el surgimiento de un sujeto concreto así como un tiempo «cronométrico» (no ajeno, en absoluto, al sistema productivo imperante del momento); y la retórica es la búsqueda de lo nuevo y la aceptación de la ruptura, el cambio y la evolución; la vorágine de la que hablaba Berman al referirse al desarrollismo de Fausto.

Donde más se verán estos hechos es en las vanguardias artísticas, rabiosamente modernas, audaces, a la búsqueda de la novedad… que se van amansando durante el transcurrir del siglo hasta llegar a un apacible consumismo de masas complaciente; la sociedad del espectáculo de Debord.

Desde otro punto de vista, Urdanibia identifica dos etapas clave de la modernidad: una primera, que va del Renacimiento a la Ilustración y cuyo vértice es el sujeto: «todos los hombres son, por naturaleza, esencialmente idénticos entre sí», y una segunda, desde el romanticismo hasta la crisis del marxismo, donde «la tesis fundamental ya no es la del sujeto sino la de la historia» y donde el sujeto forma parte de categorías colectivas: la nación, la clase, la cultura, la raza. «El intento de articular la idea de sujeto y la idea de historia a través de la idea de progreso es un intento en sí contradictorio: en él se combinan la promesa de liberación y la exigencia de dominación.» Y es esa tesis del progreso, precisamente, la que hace aguas y da lugar a la crisis de la modernidad.

Desde otro punto de vista lo trata Michel Maffesoli en «La socialidad en la posmodernidad«:

Asimismo, puede decirse que todo lo que suele llamarse «posmoderno» es sencillamente una forma de distinguir la unión que existe entre la ética y la estética. No tengo intención de otorgar al término «posmoderno» un status conceptual. Vamos a entenderlo, por comodidad, como el conjunto de categorías y de sensibilidades alternativas a las que prevalecieron durante la modernidad. Consistiría por lo tanto en una toma de perspectiva, en una categoría mental que permite entender la saturación de un epistema, que permite comprender el precario momento que media entre el final de un mundo y el nacimiento de otro.

Fernando Savater, en «El pesimismo ilustrado«, articula el postmodernismo desde la polaridad optimismo/pesimismo: «Entre los muchos pecados que se achacan al movimiento ilustrado, uno de los más recurrentes y mejor documentados es el de optimismo«, asimilado en este caso al progreso: la idea de que todo va a ir siempre a mejor, a ser más rápido, más eficiente, más feliz, al avance ininterrumpido del hombre y sus recursos. A un optimismo irredento, una modernidad basada en la razón y el progreso, se le acaba oponiendo un «pesimismo ilustrado» que, para Savater, más que oponerse a la modernidad, la complementa. Ese pesimismo, que va evolucionando desde Hobbes y Spinoza hasta sus máximos exponentes, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, «es la consecuencia lógica de la renuncia a la benevolente providencia del Dios monoteísta» (p. 123). Deja de ser evidente que todo va a acabar bien, que todo tiene, incluso, que ir bien. «La muerte de Dios es el más terrible atentado contra nuestro narcisismo metafísico. El amor propio y su ética intentarán reparar en lo posible esta herida narcisista, pero a partir de una quiebra fundamental, irrefutable: éste es el pesimismo. Mientras se conserva de un modo u otro la fe en el Dios moral, más o menos secularizada, la Ilustración no llega a completarse definitivamente.»

De un lugar similar parte Josetxo Beriain en «Modernidad y sistemas de creencias«: de la debacle ocasionada por lo que Weber llama «el desencantamiento del mundo» y Nietzsche «el crepúsculo de los dioses». Se trata del momento en que las cosmovisiones (lo que Lyotard llamaría los grandes relatos) se convierten en una elección posible, en una oferta de significado que el consumidor no tiene más remedio que elegir. «En el sistema cultural de la modernidad, la religión es un subsistema de símbolos que oferta «sentido», así como otros subsistemas ofertan bienes de consumo, climas cálidos, espacios en la radio y en la TV, etc.» Puesto que estas visiones no son compatibles entre sí (existe un dios u otro; o la máxima autoridad es el mercado, o la libertad, o la igualdad…) surge la confusión, puesto que la existencia de tantos valores distintos anula, de algún modo, la univocidad de todos ellos.

Como ejemplo de uno de los casos donde sucede lo anterior, Beriain recurre a Daniel Bell y los tres principios antagónicos que subyacen a las estructuras tecnoeconómica, política y cultural:

  • la esfera tecnoeconómica se basa en el principio axial de economizar y la estructura axial de la burocracia, que trata a los individuos como «cosas» que están cumpliendo funciones;
  • la esfera política, en cambio, se basa en el principio axial de la igualdad y en la estructura axial de la participación y la representación, por lo que lógicamente surgen tensiones entre la burocracia y la igualdad;
  • finalmente, la esfera cultural, antiinstitucional (?) y antinómica, coloca al sujeto en su centro: sus sentimientos, su autorealización, etc., por lo que choca frontalmente con las dos anteriores.

En «Apunte sobre el pensamiento destructivo«, Patxi Lanceros aborda el abismo entre la modernidad y la postmodernidad:

La posmodernidad, en la medida en que adopta modos fragmentarios, deconstructivos, discontinuos e, incluso, «débiles», no hace sino negar su supuesta existencia unitaria, sustancial. No hay posmodernidad, sino una multiplicidad de estrategias parciales que carecen de propósito común. No hay cadencia de sucesión ni paradigma de sustitución. A efectos estratégicos sirven Heidegger y las vanguardias, el segundo Wittgenstein y la diferencia, Nietzsche y la retórica, Baudelaire y la informática. Los contenidos múltiples en los que se dispersa la temática posmoderna no comparecen sino como otros tantos puntos de fuga sobre un plano, sin profundidad ni perspectiva.

A esta multiplicidad estratégica, a los ataques dispersos opone la modernidad el baluarte de la unidad: capital simbólico concentrado en una herencia e invertido en un proyecto. Se trata aquí también de una táctica, esta vez defensiva. Nunca la modernidad fue tan inequívocamente una como cuando ha tenido que oponer resistencia a la dispersión posmoderna. (p. 142)

Algo que, de nuevo, nos recuerda a Berman y su búsqueda del mínimo común denominador de la modernidad, la vorágine y el torbellino, en la vuelta a su barrio natal tras los cambios efectuados por Robert Moses.

«Una de esas formas de simular que conocemos el significado teórico del término Occidente podría ser la siguiente: el conjunto de los diferentes resultados de las operaciones complejas cuyos términos son la ciudad y la tierra prometida», continúa Laneros. La ciudad, entendida como el lugar de la organización racional, funcional y la diferenciación social y cultural (y económica, por supuesto); y la tierra prometida como «el flujo dinámico, el aporte mesiánico, que cruza el espacio político» fecundándolo y dibujando una perspectiva, es decir: la idea de progreso y hasta de la finalidad de la historia.

Los dos ejemplos ideales de estas ideas son, también, los dos pilares de la cultura occidental: la polis griega, como idea de lugar por excelencia cuya estructura está por encima de quienes la forman; y el pueblo judío, que no ordena su estructura en una forma urbana concreta, ni siquiera en un Estado, sino en una promesa, «una historia de la salvación».

Pero, una vez que se demuestra que la racionalización que animaba esa idea de progreso y también la ciudad no es unívoca, sino que puede orquestarse desde muchos puntos distintos (y aquí, casualmente, Lanceros vuelve a citar los dos instantes instantes que citaba Beriain: el desencantamiento de las cosas weberiano y la desaparición de Dios nietzscheana) se llega a la Dialéctica de la Ilustración, a Marcuse, a Benjamin; perdida incluso la idea de ciudad, no se puede hablar de la Ciudad de Dios o la Ciudad Secular, sino de la Ciudad Informática, «punto de partida de los análisis de Baudrillard, Lyotard o Vattimo: cruzada por infinidad de redes de distribución informativa inmediata que no dejan lugar a la producción y a la novedad».

Pero el hecho de que el postmodernismo se presente como algo posterior, que viene luego, una episteme a la que no le queda más remedio que surgir, pues el modernismo ha caído, no lo libera, dice Lanceros, de la idea del fin de la historia.

El intento de vaciar de contenido la idea de progreso, de romper la forma continuista, conduce a la posmodernidad a ensayar un poblado campo semántico que acentúa o matiza la idea del «fin de la historia». Pero, a pesar de este descomunal esfuerzo productivo, por cada resquicio mal vigilado penetra la tenaz idea del fin último, del sentido, de la meta racional: la trampa hegeliana. El fin de la historia, la escatología realizada, no soluciona el problema de la historia: el presente insatisfactorio clama todavía por un futuro redentor. (p. 153; los destacados son del autor)

En torno a la posmodernidad (I)

Conocimos la postmodernidad (que escribimos con «t» en el prefijo «post-«, aunque respetamos los textos que no la llevan y mantenemos su grafía) gracias al quinto capítulo de Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. En dicho capítulo hacía una clara distinción entre la sociedad postmoderna, en la que vivimos, y el paradigma postmoderno, una cosmovisión epistemológica. La sociedad actual es postfordista, postindustrial, informacional, basada en la acumulación flexible, tardocapitalista… y tantas otras formas en que ha sido denominada. Por otro lado, el paradigma postmoderno es una forma de ver el mundo que disputaba la tradicional preeminencia del proyecto ilustrado de la modernidad y venía a decir que los grandes relatos habían muerto, que la idea de progreso se había truncado e, incluso, que tal vez la modernidad ha fracasado.

La sociedad postmoderna (o, como preferimos en el blog, postfordista) eclosionó alrededor de los años 70 del siglo pasado, cuando ciertos cambios en la economía, la política y la sociedad derrumbaron el sistema tradicional de fábrica, trabajo estable y casa de clase media y lo sustituyeron por neoliberalismo, empresas deslocalizadas, auge del sector servicios y ciudades en competencia. Al mismo tiempo, sin embargo, estallaban las campanas (sobre todo, en ciertos autores franceses vinculados al postestructuralismo) que denunciaban la caída de los grandes relatos (Lyotard), el auge del simulacro y la hiperrealidad (Baudrillard, que nunca se consideró postmoderno pero fue una figura importante del proyecto), la deconstrucción de Derrida, la autonomía del significado de Barthes y, sobre todo, cualquier texto de Foucault con sus constantes denuncias del poder que rodea, acosa, azota y subsume al ser humano.

Pero esta distinción tan clara que se puede hacer hoy en día entre los cambios sociales (económicos, políticos, culturales) y esa cierta revolución (cultural, sobre todo, también artística y estética) que se dio en sectores intelectuales es fruto del tiempo que ha pasado. En su momento, sobre todo los años 80 y 90 del siglo pasado, hubo un enconado debate entre los defensores del proyecto de la modernidad, que argumentaban que dicho proyecto aún no se había consumado y, por lo tanto, mucho menos estaba superado; y los que defendían su superación, consumación o puro fracaso. Con el paso del tiempo, decíamos, el debate dejó de tener sentido y se superó; es evidente que la sociedad se ha modificado, y también es evidente que el postmodernismo ha dejado su huella, sobre todo como etiqueta pero también en la forma de abordar las ciencias sociales y hasta la cultura. Sin embargo, tuvo su importancia, además de por las huellas dejadas, por la avanzadilla estética que supuso en las artes. Se habló de arquitectura postmoderna, se habló de ciudades, geografías y espacios postmodernos (sin ir muy lejos, el Postmodern Cities & Spaces que leímos hace poco o las constantes referencias de Edward Soja) y, como tal, es un concepto que ha ido surgiendo en el blog.

Leímos en su momento La condición de la posmodernidad, donde Harvey argumentaba que el postmodernismo no era más que una nueva forma del capitalismo que él denominó «acumulación flexible» y que venía provocada por la expansión, geográfico-temporal, del ritmo de la producción. Leímos también al Jameson de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, donde concluía, desde el lado opuesto de Harvey, que la cultura postmoderna era, simplemente, el resultado de las nuevas formas del capitalismo tardío. Y leímos Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson, que venía a decir que Jameson tenía razón y era el que mejor había entendido la postmodernidad.

En torno a la posmodernidad es un simposio alrededor del concepto llevado a cabo por Gianni Vattimo y diversos autores españoles, cada cual desde su punto de vista, y que da una idea bastante precisa de por dónde fueron los tiros mientras el tema estuvo candente.

En «Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?«, Gianni Vattimo da el pistoletazo de salida con una defensa entusiasma de la postmodernidad: «la modernidad deja de existir cuando desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria» (p. 10). La historia, entendida, tal como la vio Benjamin (Tesis sobre la filosofía de la historia) como la representación del pasado hecha por un grupo dominante, llega a una crisis asociada a la crisis del progreso: «si no hay decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá siquiera sostener que avanzan hacia un fin, que realizan un plan racional de mejora, de educación, de emancipación».

Parte de esa crisis de la historia viene por «el final del colonialismo y del imperialismo», pero otro factor importante es, a juicio de Vattimo, «la irrupción de la sociedad de la comunicación», los verdaderos causantes de la desaparición de los grandes relatos de que hablaba Lyotard. La radio, la prensa y la televisión (aún no internet, en ese momento) habían supuesto la multiplicación de los puntos de vista que una persona llegaba a conocer, la multiplicación de las concepciones del mundo a que uno tenía acceso. Y eso hizo que «en los Estados Unidos de los últimos decenios han tomado la palabra minorías de todas clases, se han presentado a la palestra de la opinión pública culturas y sub-culturas de toda índole» que, si bien aún no habían conseguido representación política efectiva, Vattimo consideraba, optimista, que acabaría sucediendo.

Como conclusión, Vattimo adelantaba que «en la sociedad de los medios de comunicación, en lugar de un ideal de emancipación modelado sobre el despliegue total de la autoconciencia (…) se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del mismo principio de realidad» (p. 15), algo que, a tenor del auge de las políticas de identidad y la división y segregación presentes en las redes sociales, fragmentación de la audiencia y similares, pocos visos de realidad tiene. Para Vattimo, la pérdida de ese «sentido de la realidad» podía convertirse en algo positivo, al permitir a todo ciudadano informarse de modo autónomo; el sueño de la Ilustración, paradójicamente. Pero no podía prever la enorme multiplicación casi exponencial de fuentes de datos, Big Data, fake news, etc, que no han disuelto ese principio de realidad: lo han fragmentado y han forzado, en el mejor de los casos, a escoger la opción preferida; en el peor, a tener sólo una visión parcial sin siquiera ser conscientes de la parcialidad de dicha visión.

El siguiente artículo, «El neo-conservadurismo de los posmodernos«, de José María Mardones, se plantea una cuestión que fue surgiendo en ocasiones como crítica al pensamiento postmoderno: si su negativa a reconocer la existencia de un discurso ocultaba, en el fondo, una postura conservadora. Como parte positiva, Mardones destaca que el postmodernismo supo captar «la reflexión de todo nuestro siglo. Se la puede llamar la revuelta contra los padres del pensamiento moderno (Descartes, Locke, Kant e incluso Marx) (Bernstein, 1983)» (p. 21), al igual que «la pérdida de peso de las grandes palabras que movilizaron a los hombres y mujeres de la modernidad occidental (verdad, libertad, justicia, racionalidad)». Lo «objetivo» se ve substituido «por la episteme más plaśtica y flexible de la diferencia, la discontinuidad, la deconstrucción o la diseminación».

Una auténtica crítica de la razón ilustrada que, según Deleuze, trata de «ilustrar la Ilustración» y que, según Habermas, amenaza con destruir la misma razón (1985).

Nos hallamos ante un juicio encontrado que señala dos estrategias metodológicas: la posmoderna o posilustrada, que sospecha de toda universalización, porque ve tras ella una razón al servicio de la coerción y el disciplinamiento generalizado; y la neoilustrada de los teóricos críticos, que quiere ser también crítica con la razón ilustrada, pero teme el estrechamiento posmoderno de la razón como una traición al proyecto ilustrado de la modernidad y una práctica neoconservadora. (p. 22)

«Se debate la posibilidad de si los humanos tenemos razones para aceptar que poseemos algún tipo de capacidad (razón) para determinar y fundar un comportamiento y una praxis con pretensiones humanas, justas, racionales y universales.» Es decir: encontrar una verdad más allá de los localismos o los distintos grupos de identidad, una verdad o «unos principios orientadores de nuestras convicciones y afirmaciones que trascienden los contextos locales». La prisión postmoderna es, para Mardones, y siguiendo a Lyotard, el habitar «en medio de una pluralidad de reglas y comportamientos que expresan los múltiples contextos vitales donde estamos ubicados y no hay posibilidad de encontrar denominadores comunes (…) válidos para todos los juegos». «Nos encontramos, no libres de las ataduras de lo universal y del sofocamiento de las diferencias, sino atrapados en el pequeño recipiente de nuestros contextos y localismos» (p. 24). Ante la misma evidencia donde Vattimo veía la liberación del principio de realidad, Mardones ve la opresión de la realidad del localismo; sin huida posible, porque «apelar a los valores occidentales es una llamada etnocéntrica y arbitraria». Argumento similar al que leíamos en Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshal Berman (la más férrea defensa de la modernidad que se ha hecho, con permiso de Habermas) al criticar la obsesión de Foucault con el poder y la imposibilidad, según el autor francés, de existir fuera de las constricciones del sistema.

El sujeto postmoderno es, por lo tanto, débil, «entregado a la fruición del manantial de la vida, perdido el vigía crítico de la razón, es un ser peligroso por desmemoriado y acrítico» (p. 27), carente de solidaridad, incapaz de reconocerse en la historia.

Predomina el olvido de los otros y del sufrimiento de los vencidos de la historia. Un pensamiento de este género, más que un «sujeto débil», nos oferta un sujeto fatigado y decrépito. Y una cultura dominada por sujetos de este estilo es, como dice duramente Baudrillard (1987), «una cultura anoréxica: la de la desgana, la expulsión, la antropoemia, el rechazo. Característica obvia de una fase obesa, saturada, pletórica». (p. 27)

La descripción de los sujetos parece bastante acertada; pero un atisbo de las causas, a tres décadas de las palabras de Baudrillard, iría más por la fragmentación de las audiencias o nuestro papel como consumidores, antes que ciudadanos, que hacia las estructuras de pensamiento postmodernas.

No sorprende, por lo tanto, que la conclusión de Mardones sea que el proyecto postmoderno es conservador en su incapacidad de atisbar universalidades y que defienda, como inacabado y susceptible de seguir adelante, el proyecto de la Ilustración. Sin embargo, en este caso vuelve a Habermas y propone algunas soluciones, la primera de las cuales es «la pluralidad de juegos de lenguaje» como incentivo par el diálogo. Defiende así aprehender un lenguaje como paso previo a adquirir la competencia para la reflexión sobre un lenguaje o forma de vida, lo que permitirá y facilitará la comunicación. Pero el aprendizaje de un solo lenguaje no lleva necesariamente a dicha reflexión; ésta se da, sobre todo, cuando se aprenden dos lenguajes distintos y a uno no le queda más remedio que darse cuenta de las diferencias entre ambos y cómo usan caminos distintos para referir el mismo lugar. Un lenguaje, uno sólo, puede confundir a su hablante; puede llevarle a pensar que ésa es la forma natural de referir algo; mientras que, con dos, esa naturalidad es imposible y uno ve la artificialidad del lenguaje. En este sentido, las localidades postmodernas, que no dejan de pertenecer a espacios concretos, parecen mucho más acertadas para permitir el paso previo a un diálogo universal que la cerrazón en una supuesta verdad absoluta.

Dejamos aquí la primera entrada y seguiremos con el resto de artículos en la siguiente.

Postmodern Cities and Spaces (II): ciudades y política

El primero de los tres apartados de esta antología de artículos editada por Sophie Watson y Katherine Gibson, Postmodern Cities and Spaces, trataba sobre un concepto que el postmodernismo situó en el centro del debate: el espacio. Con los cambios asociados al postmodernismo, ya fuese como nueva forma social (postfordista, la globalización, deslocalización industrial, espacio de los flujos, acumulación flexible… por citar sólo unas pocas formas de abordarlo) o como nuevo concepto epistemológico (la caída de los grandes relatos, la imposibilidad de abordar una ciencia absoluta capaz de abarcarlo todo, la fragmentación, relativización, difusión del conocimiento, multiculturalidad, auge de las minorías), el espacio se modificaba; la propia percepción del espacio lo hacía. Tal vez recogido con mayor fortuna en la acumulación flexible (visión postcapitalista) de Harvey, o en la virtualidad real de Castells, las condiciones del capitalismo tardío modificaban las ciudades en gran medida, creando espacios nuevos cuyo significado no quedaba claro. Ahí vimos, por ejemplo, la utilidad del concepto de heterotopía de Foucault, al que diversos autores recurrían; chora, término usado por Platón que también era revisitado; el flâneur, cuya mirada se desviaba; o se analizaban diversos nuevos hitos arquitectónicos cuya forma resonaba a postmodernidad, como fue el Hotel Bonaventura para Jameson en su momento o eran, en este caso, el arco de La Défense en París. El capítulo acababa con las reflexiones sobre la ciudad imaginaria de Patton, donde se mezclaba la percepción (imaginaria) de la ciudad real con las creaciones de ciudades imaginarias.

En la segunda y tercera parte de la antología se analizan las ciudades y las políticas postmodernas, respectivamente. El problema que lleva arrastrando el libro (y el concepto, probablemente) desde su concepción es que cada cual usa la palabra «postmoderno» con un significado distinto. Para algunos supone una ruptura radical; para otros, formas nuevas de vivir la modernidad; para otros incluso, radicalidad, fragmentación, ultramodernidad… Acaba siendo una especie de comodín para referirse a algo actual, algo que no sucedía hasta hace unos años; o algo que ha cambiado y por ello pasa a ser postmoderno.

El primer artículo de la segunda parte lo trae, de nuevo, Edward W. Soja. «Postmodern Urbanization: The Six Restructurings of Los Angeles» presenta, como lo haría luego en su libro Postmetrópolis, los seis modos distintos en que la ciudad postmoderna está evolucionando. Para Soja, el «proceso de urbanización postmoderno se puede definir como una descripción acumulativa de los cambios principales que han sucedido en las ciudades durante el último cuarto del siglo veinte» (p. 125).

As with the appropiate use of the term ‘restructuring’ (almost as much abused and misused as the term ‘postmodern’), postmodern urbanization refers to something less than a total transformation, a complete urban revolution, an unequivocal break with the past; but also to something more than continuous piecemeal reform without significant redirection. As such, there is not only change but continuity as well, a persistence of past trends and established forms of (modern) urbanism amidst an increasing intrusion of posmodernization. In the postmodern city the modern city has not dissapeared. (p. 126)

Los seis tipos de ciudades (o geografías) que surgen son:

  • la ciudad postfordista, con el surgimiento de nuevos polos industriales y el conflicto entre la desindustrialización y la reindsutrialización;
  • la ciudad global, surgida de la globalización y los flujos de capital;
  • la ciudad fractal (aunque Soja no usa ese término), la más difícil de precisar y que recoge los cambios ocurridos en la ciudad a raíz de la aceleración de la producción capitalista; espacios que de repente se quedan vacíos, clústers industriales, edge cities que brotan de la nada en cuestión de años, etc.
  • la cuarta geografía se refiere a la segregación creciente: barrios centrales donde viven las clases altas, suburbios en el exterior para las clases medias y una serie de espacios abandonados para las clases bajas, que antes se apiñaban en el centro de la ciudad pero que ahora pueden darse en casi cualquier entorno;
  • la quinta geografía es una consecuencia de lo anterior y se refiere a los espacios cerrados: tanto los ghettos donde cerrar a las clases bajas (en general en EE. UU., negros y latinos) como las vallas, físicas o simbólicas, que protegen el espacio de los ricos: las gated communities, la seguridad privada, incluso la creciente encarcelación de los pobres;
  • la sexta geografía son los modos en que percibimos todos esos cambios; la nueva concepción de la ciudad que surge y que Soja acaba llamando Simcity, «a hypersimulation that confounds and reorders the traditional ways we have been able to distinguish between what is real and what is imagined» (p. 135).

Alexander Cuthbert, en «Under the Volcano: Postmodern Space in Hong Kong«, un análisis de la ciudad a escasos 5 años de que dejase de ser una colonia británica, hace una distinción entre «the rapid change from industrialism to postindustrialism, or from organized to disorganized capitalism as qualitative changes in the capitalist economic system, and postmodernism, which maps changes in social relations, culture, creativity and consciousness» (p. 140). Por ello analiza primero los cambios industriales y económicos en la (por entonces) colonia y luego trata de comprender los cambios sociales y culturales, algo mucho más complejo.

Cuthbert distingue cuatro «ecologías» en la ciudad, correspondientes a las tres fases del capitalismo: el mercantil, el industrial y el capital financiero, y la mezcla final de todas ellas. Debido a la falta de espacio («because of Hong Kong’s rapacious economy»), queda poco de la ciudad industrial salvo sus símbolos más evidentes: el banco, la universidad, los juzgados. El capital industrial fue el que trató de reproducir las condiciones laborales de Inglaterra, con sus rascacielos y sus New Towns como Tuen Wan o Tuen Mun; esta época fue, también, la responsable de crear un sistema muy eficiente de vivienda pública. Los últimos diez años (aproximadamente desde mediados de los 80 a mediados de los 90), con la irrupción del capital financiero, nuevas áreas, físicas y simbólicas, se han reurbanizado. De este modo, el espacio de la experiencia se deconstruye, según Cuthbert, en espacio de la mercancía o «el espacio antisocial del postmodernismo«.

Since Hong Kong’s land market retains much of its original strategy in the commodification of land into ‘parcels’ to be sold to the highest bidder, commodity space is conflated to social space. In this context, the citizen’s rights to space only exist in the sphere of personal luxury consumption, increasingly carried out under the gaze of electronic systems of surveillance. (p. 146)

El espacio de la ciudad se vuelve, progresivamente, propiedad corporativa. Cuthbert pone como ejemplo el caso de las trabajadoras domésticas, en su gran mayoría, mujeres filipinas. Cada domingo, al ser festivo, inundaban las calles y hacían vida en ellas, reuniéndose para visitar amigos o familiares, comiendo en los parques y hasta bailando u organizándose para hacer ejercicio en las aceras. En septiembre de 1982, una corporación decidió que ese uso no le parecía el adecuado y acordonó una gran parte del espacio que rodeaba su sede, un rascacielos en el centro. Además del componente racial, muy marcado en este caso, la pregunta que subyace es: ¿de quién es el espacio?

«Hong Kong is so densely developed that if all corporate headquarters did the same, people could not leave their homes», sentencia Cuthbert, lo que no deja de llevar a la progresiva desaparición del espacio público y su substitución por un espacio corporativo, privado, del que hay que obtener beneficio.

«Gay Nights and Kingston Town: Representations of Kingston, Jamaica«, de Diane J. Austin-Broos, entiende el postmodernismo como «escepticismo ante la modernidad» en un entorno postcolonial, donde la metrópolis ha dejado de sentir interés por alguno de sus territorios y éstos deben readaptarse a la nueva situación. «Distant Places, Other Cities? Urban Life in Contemporary Papua New Guinea«, de John Contell and John Lea, describe el (tibio) paso del país, mayoritariamente rural, hacia una pequeña urbanización.

De modo similar, los tres primeros artículos del tercer capítulo, que se centra en la política postmoderna, analizan situaciones muy concretas: el apartheid en «On the Problems and Prospects of Overcoming Segregation and Fragmentation in Southern Africa’s Cities in the Postmodern Era«, de Alan Mabin; «Postmodern Bombay: Fractured Discourses«, de Jim Masselos; y la urbanización de la segregación en Oriente Medio, en «The Dark Side of Modernism: Planning as Control of an Ethnic Minority«, de Oren Yiftachel.

El artículo que cierra la antología es, a nuestro parecer, el más interesante. «Not Chaos, but Walls: Postmodernism and the Partitioned City«, de Peter Marcuse.

A curious inversion has taken place in urban theory today. If the history of modern cities has been an atempt to impose orden on the apparent chaos that is the individual experience of the impact of capitalism on urban form, an attempt Marshall Berman (1982) considers to be a defining characteristic of modernism, then what is happening today may be considered the attempt to impose chaos on order, an attempt to cover with a cloak of visible (and visual) anarchy an increasingly pervasive and obtrusive order –to be more specific, to cover an increasingly pervasive pattern of hierarchical relationships among people and orderings of city space reflecting and reinforcing the hierarchical pattern with a cloak of calculated randomness. The inversion has a clearly conservative tendency embedded in it, for it can be used to tar with the brush of ‘grand theory’ and the ‘ideology of progress’ the argument that cities can be made better, more human places in which to live, with the tools of purposive action and public planning. (p. 243)

Este supuesto caos no deja de ser ficticio, pues tras toda planificación existe un orden. La pregunta, por lo tanto, sería a quién pertenece ese orden.

Las ciudades, continúa Marcuse, reflejan por un lado una división funcional tan evidente como que las calles y los edificios no pueden estar a la vez en el mismo sitio; unos requieren espacio para transitar y otros, espacio para ser habitados. Pero otras divisiones que se dan en la ciudad reflejan las relaciones sociales, como la separación de las casas de los suburbios en función de su nivel social (barrios de casas enormes, barrios de casas adosadas, etc.). Otras distinciones, la mayoría, de hecho, combinan las dos anteriores.

Puesto que nuestras sociedades son jerárquicas, es lógico que también lo sean las ciudades. Desde la revolución industria y el auge del capitalismo, esas desigualdades se han evidenciado cada vez más en las ciudades, por ejempo con las infraviviendas para los proletarios junto a las fábricas mientras los empresarios y clases altas vivían en las afueras. A causa de todos estos procesos, Marcuse define cinco ciudades que cohabitan en una misma ciudad:

  • una ciudad dominante, que no acaba de ser parte de la ciudad sino diversos enclaves repartidos por ella, donde habitan las clases superiores;
  • una ciudad gentrificada, ocupada por los profesionales y las clases creativas;
  • una ciudad suburbana, ocupada por clases medias, que puede ser tanto un barrio de casas en las afueras como edificios de apartamentos;
  • una ciudad de viviendas (tenement city, tal vez ciudad satélite, ciudad dormitorio), para las clases bajas;
  • una ciudad abandonada, para los pobres, los parias, los excluidos; el ghetto.

Pero, puesto que «la ciudad económica no es congruente con la ciudad residencial», existen también distintas ciudades en función de una división económica:

  • la ciudad controladora (controlling city), desde donde se dirigen las redes y los grandes negocios y que pued eir desde grandes mansiones hasta rascacielos, yates o clubs de campo. «The controlling city is not spatially bounded, although the places where its activities at various times take place are of course located somewhere, and more secured by walls, barriers, and conditions to entry than any other part of the city.» (p. 246);
  • la ciudad de los servicios avanzados, con parques tecnológicos o centros de negocios (desde La Défense de París hasta los Docklands en Londres);
  • la ciudad de la producción directa, con barrios donde las empresas y clientes de un mismo campo se pueden encontrar (el distrito financiero de Nueva York en Manhattan o de Chinatown para el textil, por ejemplo); aunque también incluiría zonas industriales más alejadas del centro;
  • la ciudad del trabajo no calificado y la economía informal, que incluye todos los pequeños negocios y que se sitúa tanto alrededor de las anteriores como en barrios más heterogéneos;
  • la ciudad residual, donde se almacenan los productos y hay poca actividad, también donde se levantan los servicios que nadie quiere tener alrededor (desguaces, vertederos…).

Para separar todos estos espacios disjuntos surgen los muros. Pueden ser de una gran variedad: desde muros físicos hasta simbólicos, barreras idiomáticas, como al entrar en una zona étnica diferenciada donde las tiendas están en otro idioma, o barrios donde predomina un único color de piel; barricadas de seguridad privada, cámaras de vigilancia, arquitectura hostil

Una de las preguntas esenciales que hay que plantear ante los muros es su función. «¿Sirven para perpetuar el poder de los poderosos, o para proteger a los vulnerables?, protegen la dominación, o escudan la vulnerabilidad?», se pregunta Marcuse.

It is the crucial question indeed; for the lower-class residents of the Lower East Side of Manhattan, of Kreuzberg in Berlin, of the arae around the University of South California in Los Angeles wish to keep the gentrifiers out as much as the residents of the suburbs and luxury housing of Manhattan, Berlin, Los Angeles want to keep them out; yet the two desires are not equivalent morally. One represents the desire of those poorer to insulate themselves from losses to the more powerful; the other represents the force of the more powerful insulating themselves from the necessity of sharing with, or having exposure to, those poorer. One wall defends survival, the other protects privilege. (p. 249)

Una de las contribuciones de la postmodernidad, pues, es que destruye la concepción de que los muros sean algo rígido y los concibe como algo maleable y proteico.

One tendency within postmodernism, what I would call its critical tendency, highlits precisely this ambiguities, together with the walls that at the same time contradict and embody them. In its rejection of rigid grand theories, of the effort to impose rational patterns on all human activity, in its revelation of the complexities of urban life and the insufficiency of any attemps to find single solutions for multiple problems, in its attention to the many layers that constitute social and economic relationships, in its emphasis on the cultural components of the activities that go on in cities, in its reflections on the ambiguities of the concept of progress and its doubts as to any unilinear or inevitable progression, postmodernist theory has made significant contributions to dealing with the problems of partitioned cities and the walls within them. (p. 250)

A pesar de esta férrea defensa, Marcuse no es ajeno a los problemas (y críticas) al postmodernismo. «But postmodernism also has another side; it is at least as ambiguos as its subject-matter.» Y a continuación cita a Edward Soja: «When all that is seen is so fragmented and filled with whimsy and pastiches, the hard edges of the capitalist, racist and patriarchal landscape seem to disappear, melt into air» (Postmodern Geographies, p. 240).

Postmodern Cities and Spaces, Sophie Watson y Katherine Gibson (eds.)

Si en el blog hemos dado tanto la vara con el postmodernismo (con Francisco Javier Ullán de la Rosa, por ejemplo; con Jameson, Harvey, Lipovetsky y, aunque él no usase ese término, los simulacros de Baudrillard son parte esencial del paradigma) es porque, además de que la arquitectura (el espacio, vaya) fue una de las primeras disciplinas en sufrirlo, el término se usó de forma muy amplia a finales del siglo pasado, alrededor de los años 90, para referirse a nuevas formas urbanas/espaciales que iban adaptando las ciudades. En este caso no hay que confundir, como anuncian las editoras de Postmodern Spaces and Cities, Sophie Watson y Katherine Gibson, ya en la introducción, «dos discursos antitéticos de la postmodernidad: el que supone la postmodernidad como una era o periodo socioeconómico y el que la sitúa como una ciencia postmoderna o modo de pensar y conocer» (p. 1).

Pese a que ambos discursos tematizan la discontinuidad, la disyuntiva y la transformación, sus sujetos son radicalmente distintos. Para el primero es la realidad, la ciudad, o más específicamente el espacio urbano del capitalismo tardío, el sujeto de la transformación y la disyuntiva. Para el segundo, es un tipo de conocimiento, pensamiento y representación lo que es discontinuo con lo sucedido anteriormente. (p. 1). [La traducción es nuestra.]

Postmodern Cities and Spaces es una antología de artículos editada por Sophie Watson y Katherine Gibson en 1995 alrededor de un tema común: la irrupción del postmodernismo en la ciudad. Pese a la tentación inicial de organizar dichos artículos en función de si trataban de la primera corriente del postmodernismo (que podríamos llamar, por ejemplo, postfordista, o incluso periodo de acumulación flexible, volviendo a Harvey, o hasta espacio de los flujos, acudiendo a Castells) o de la segunda (la ruptura epistemológica que nos llevaría al postestructuralismo, a Lyotard, Baudrillard y Foucault, por citar algunos nombres), las editoras decidieron ser pragmáticas y dejarse de polémicas sobre quién (y cómo) era o no postmoderno e hicieron una división más sencilla: el primer capítulo, el que reseñamos ahora, se centra en el espacio postmoderno; el segundo, en las ciudades postmodernas, tanto entendidas en su totalidad como en sus partes fragmentadas; y el tercero, en la evolución política que supone la irrupción del postmodernismo a finales de siglo.

«Heterotopologies: A Remembrance of Other Spaces in the Citadel-LA«, de Edward W. Soja, empieza analizando el artículo «De los espacios otros» de Foucault que reseñamos hace poco, precisamente por la atención que se le dedicaba en este primer apartado de la antología. Tras un breve repaso al artículo de Foucault, Soja vuelve a las andadas y despliega una descripción de un Los Ángeles futurista que tiene más de literario que de indagación científica.

Mucho más interesante aparece «Discourse, Discontinuity, Difference: The Question of ‘Other’ Spaces«, del ensayista y crítico de arte australiano Benjamin Genocchio. Para Genocchio, la llegada del postmodernismo supone, siguiendo a la Elizabeth Ferrier de ‘Mapping Power: Cartography and Contemporary Cultural Theory’, como una crítica o el declive del orden espacial cartesiano, «a spatiality associated with Western metaphysics and its tribe of grids, binaries, hierarchies and oppositions» (p. 35). Aquí aparece el concepto de heterotopía de Foucault. Sin embargo, Foucault, en su artículo, acababa dando como ejemplos burdeles, iglesias, habitaciones de hotel, museos, bibliotecas, prisiones, sanatorios, baños romanos, el hamman, las saunas escandinavas…

One could no doubt add to this list similar spaces of ‘extra-territorial’ heterogeneity such as fairs and markets, sewers, amusement parks and shopping malls. Scripted as spaces of both repugnance and fascination, they also function as powerful sites of the imaginary.

Yet despite the persuasive commentary and seductive prose, a question immediately presents itself: how is it that we can locate, distinguish and differentiate the essence of this difference, this ‘strangeness’ which is not simply outlined against the visible? More specifically, how is it that heterotopias are ‘outside’ of or are fundamentally different to all other spaces, but also relate to and exist ‘within’ the general social space/order that distinguishes their meaning as difference? In short, how can we ‘tell’ these Other spaces/stories? (p. 38)

Es decir: ¿qué es, en el fondo, una heterotopía? Foucault la definió en su artículo, sí; pero con una definición tan vaga que no es de extrañar que luego cada autor se haya apropiado el término en sus propias palabras. Tras analizar algunas de las respuestas dadas por otras voces, Genocchio acaba preguntándose qué espacio no puede ser designado como heterotopia.

Volviendo a la obra de Foucault para tratar de encontrar la forma exacta de la heterotopía, Genocchio encuentra una cita de Borges que el francés admiraba enormemente. Se trata del ensayo El lenguaje analítico de John Wilkins, donde se habla de «cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos«.

En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c) amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k)dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper el jarrón n) que de lejos parecen moscas.

Este pasaje era conocido y admirado por Foucault, que veía en él no solo la otredad sino la propia limitación de nuestros pensamientos; puesto que no sólo no hay orden en su interior, sino que limita, incluso impide, todo orden posible. Algo similar se pretendía con la heterotopía: la irrupción, la disolución de toda forma de ordenación espacial; un lugar, si acaso, donde un lugar se cuestione a sí mismo de tal modo, sin respuesta posible, que sólo quede la cuestión del propio sentido del lugar (algo que ya nos llevaría a plantear la necesidad de un observador de dicho lugar, que es quien tendría tal pensamiento). No extraña, por lo tanto, que Jameson acabe hablando del sublime histérico refiriéndose a la postmodernidad.

Para Genocchio, sin embargo, la heterotopía (al menos, como está definida en el artículo de Foucault) no acaba siendo ese revulsivo espacial. «The heterotopia is invariably reified as a handy marker for a variety of centreless structures or an elastic postmodern plurality.» Dicho de otro modo: un lugar común para definir los, valga la redundancia, lugares poco comunes del capitalismo tardío.

Los tres siguientes artículos orbitan alrededor de un concepto común: el de la palabra griega chora, el territorio de la pólis; tanto la ciudad como sus alrededores. El término fue luego analizado por otros autores, como Heidegger, Derrida o Julia Kristeva; y, en general, los tres artículos lo relacionan con el lugar de la mujer en el espacio feminista. Se trata de «Women, Chora, Dwelling«, de la filósofa australiana Elizabeth Grosz, y «‘Drunk with the Glitter’: Consuming Spaces and Sexual Geographies«, de Gillian Swanson, alrededor de las mujeres y los espacios de consumo. «The Invisible Flâneur«, de Elizabeth Wilson, bucea además en el origen del concepto del flâneur, que en origen (el término se puede encontrar ya hacia 1806) era un noble que había perdido parte de su posición pero que aún se encontraba «fuera del sistema productivo» y podía, por lo tanto, dedicarse al ocio y a observar. Pero esta libertad era sólo para los hombres; y es en el flâneur donde, según Wilson, el discurso feminista postmodernista encuentra el origen de la mirada masculina (‘male gaze’). «He represents men’s visual and voyeuristic mastery over women» (p. 65), algo que se irá modificando a medida que las mujeres se vayan incorporando a las profesiones liberales, por ejemplo, y requieran de espacios propios.

For Benjamin the metropolis is a labyrinth. The overused adjective ‘fragmentary’ is appropiate here, because what distinguishes great city life from rural existence is that we constantly brush against strangers; we observe bits of the ‘stories’ men and women carry with them, but never learn their conclusions; life ceases to form itself into epic or narrative, becoming instead a shor story, dreamlike, insubstantial or ambiguous (although the realist novel is also a product of urban life, or at least of the rise of the bourgeoisie with which urban life is bound up). Meaning is obscure; commited emotion cedes to irony and detachment; Georg Simmel’s ‘blasé’ attitude is born. The fragmentary and incomplete nature of urban experience generates its melancholy –we experience a sense of nostalgia, of loss for lives we have never knowk, of experiences we can only guess at. (p. 73).

También John Lechte empieza «(Not) Belonging in Posmodern Space» con el análisis de chora llevado a cabo por Kristeva y, tras hablar de la ciencia del XIX («This is the science of equilibrium and stasis», p. 101) avanza, entre Joyce y el flâneur, hacia la ciudad postmoderna, «a city of indetermination. It is a phenomen of flows, of clouds of people and clouds of letters, of a multiplicity of writings and differences. What is the architecture of this city which can barely be described and named –which may only exist as a simulacrum?»

Y, para ello, analiza París, una ciudad cargada de simbolismo y donde la mayoría de sus elementos evidencian la historia: la Revolución, o la edad medieval, el Renacimiento; Haussmann, por supuesto, que también era hijo de su época. Y, sin embargo, surgen dos elementos «that cannot be understood in such unambiguously modernist terms»: el Arco de la Défense y el Parque de la Villette. Dice del primero que es un vacío, un monumento que abraza el vacío, «a kind of giant Klein bottle, perhaps, where the distinction between inside and outside becomes problematic»; un lugar sin historias. Recordemos que ya Bauman hablaba de La Defénse como una de las estrategias que adoptan en nuestra era los espacios públicos para no ser civiles (o para dejar de ser públicos, vaya): la de ser inhóspitos, no invitar a permanecer en ellos y convertirse en mero tránsito residual (la segunda categoría eran los centros comerciales, también espacio privatizado de forma encubierta). Y, sin embargo, es fácil comprender La Defénse como un monumento al poder (en término de Lefebvre y el espacio producido); sólo que no a un poder que resida en París, sino a un poder deslocalizado, un puro flujo, que sólo aterriza ocasionalmente en nodos bien conectados (lo que nos llevaría al Archipiélago Megalopolitano Mundial desarrollado por el geógrafo Olivier Dollfus).

Esta primera parte se cierra con el artículo de Paul Patton «Imaginary Cities: Images of Postmodernity«. Empieza con un análisis de los objetos que dieron paso a otras tantas obras sobre la postmodernidad: el Hotel Bonaventura que describe Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, la novela Soft City con la que empieza La condición de la posmodernidad de Harvey y la propia descripción que hace de la ciudad Iris Marion Young en Justice and the Politics of Difference.

In all cases, I propose that we are dealing with imaginary cities. These are not simply the product of memory or desire, like many of Calvino’s invisible cities, bur rather complex objects which include both realities and their description: cities confused with the words used to describe them (Calvino 1979: 51). To call these imaginary cities is not to suggest that these are not real in their way, or that they do not have effects. Nor is it to suggest that they are all imaginary in the same sense: one of the aims of this chapter will be to separate out some of the different senses in which these postmodern cities are ‘imaginary’, (p. 112)

El argumento de Patton es doble: a) por un lado, que toda ciudad es imaginaria; y, por el otro, que la percepción que tienen Jameson, Harvey o Raban de las ciudades, y que presentan como una descripción, no deja de ser una percepción personal.

«I take this to be a tacit admission that all such accounts of the postmodern condition of urban life present us with imaginary cities, as well as an example of the manner in which these can nevertheless have real effects», comenta Patton tras reseñar la descripción hecha por Harvey de su lectura de la novela Soft City de Raban. Un paso similar realizar con la descripción de Jameson del Hotel Bonaventura, un espacio contenido en sí mismo, un «hiperespacio postmoderno». Patton se niega, eso sí, a ridiculizar la descripción de Jameson (que, recordemos, sólo está dando ejemplos del paradigma postmoderno): apunta, sin embargo, a que muchos hoteles de la zona son, ya, similares al Bonaventura. «The attemp to connect the confusion provoked by an unfamiliar space with the socio-historical condition of postmodernity is unconvincing»; al menos, en la obra de Jameson. Sin embargo, Patton sí que admite que el posterior análisis de Harvey, con su aportación de la acumulación flexible, tiene sentido.

The acceleration in the turnover time of capital in production brought about by the new strategies of flexible accumulation require parallel accelerations in exchange and consumption. Technological changes in transportation and communication allow much more rapid circulation of people, commodities and money. (…) For example, the growth of an ‘image industry’ can be seen on the one hand to respond to the underlying exigencies of capital accumulation, on the other to give rise to the proliferation of simulacra and the importance widely attached to appearances. (p. 115)

En la descripción de Harvey, según Patton, la ciudad es «el hábitat del consumidor», que no deja de ser una marioneta manipulada por las fuerzas del mercado. «The theatricality of postmodern urban life is a distant effect of the increase in the turnover time of the capital, manifest in social life by means of the industries and technologies of the image. (…) Harvey’s city is imaginary in a structural sense of the therm: a realm of appearance which is undoubtedly real but nevertheless dependent upon a deeper reality; an epiphenomenon in the sense that, for Marx, the entire sphere of exchange and consumption is dependent upon relations of production.» (p. 116)

La novela de Raban era, para Patton, más profunda que el análisis de Harvey porque el primero era consciente de que todo es una ciudad imaginaria: «Raban refuses to draw a distinction between the imaginary city and its real conditions of existence». Aquí, sin embargo, Patton cae en un error que luego repite: el de confundir la corriente postmoderna entendida como un análisis de una época distinta, que hemos denominado postfordista, con la estructura epistemológica, incluso estética, que percibe el mundo como una fragmentación personalizada. La visión de Harvey será imaginaria, pero pone de manifiesto algo que Raban, en su análisis estético, pasa por alto: que la explotación, escondida tras la tiranía de la imagen, sigue siendo real.

The point is not that we are all condemned to isolation, anomie or loneliness, even though those are a feature of urban life for many, but rather that for the most part our daily encounters with others are encounters with people we do not know, or know only a little. Yet our contacts may involve the most ‘personal’ parts of their lives or our own: our bodies touch on buses or in queues; we overhear snatches of conversation in restaurants or on the street; if we live in apartments we are exposed to the sounds and occasional sights of others going about their daily lives. What we see are fragmentary glimpses, snapshots of the lives of others, and on the basis of these fragments we extrapolate, identify and make judgements about them. Hitchcock’s Real Window is based entirely upon this dimension of urban living. It shows both the attraction, or compulsion, to observe the lives of others and the dangers of doing so in the fragmentary way that this kind of live allows. (p. 117)

Aquí el discurso de Patton lo lleva a concluir que, en la ciudad, es lógico juzgarnos unos a otros en función de nuestros actos o apariencia; algo que ya adelantó Goffman mucho antes, por ejemplo. Y es en este aspecto, esta necesidad de catalogar a los demás, donde encuentra la «teatralización intrínseca» de la ciudad, más que en la dinámica del consumo. De ahí, de esa consciencia de ser uno mismo un actor, se pasa a la consciencia de que nuestra propia presentación nos define, más que nuestra identidad. «This is at once the source of both the sense of freedom and endless possibility in relation to personal identity, and the fear of becoming a ‘stranger to oneself'».

Sin embargo, si todo esto ya estaba presente, por ejemplo, en la época de Baudelaire (recordemos los ojos de los pobres que analizaba Berman), ¿qué ha cambiado en la postmodernidad? «…the subject of the (post)modern city is no longer a subject apart from his or her performances, the border between self and city has become fluid. Raban’s city is thus imaginary in a deconstructive sense of the term: it is the city as experienced by a subject which is itself the product of urban existence, a decentred subject which can neither fully identify with nor fully dissociate from the signs which constitute the city» (p. 118) ¿Acaso no acaba cayendo Patton, con sus palabras y su análisis de la «deconstrucción», en el mismo tipo de descripción que le cuestionaba a Jameson por personal?

Los orígenes de la posmodernidad, Perry Anderson

Conocimos la posmodernidad a partir de la lectura de Fernando Javier Ullán de la Rosa Sociología Urbana: en el quinto capítulo se hablaba de la llegada del posmodernismo a las ciencias sociales y se hacía también la distinción entre la sociedad postmoderna (postfordista, postindustrial o informacional, según se prefiera potenciar uno u otro aspecto) y el paradigma postmoderno (una nueva concepción epistemológica nacida alrededor de los años 70, por poner una fecha). Leímos también que, según Peter Hall, Aprendiendo de Las Vegas, de Venturi, Scott Brown e Izenour, supuso la inauguración de la arquitectura postmoderna. Leímos luego a Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire para comprender qué era la modernidad (algo que, según él, no había sido aún superado), y finalmente llegamos al Harvey de La condición de la posmodernidad donde, reflexionando sobre esta nueva forma epistemológica, llegaba a la nueva forma social: de los cambios espaciotemporales de las vanguardias modernas a la expansión espaciotemporal del capitalismo a la acumulación flexible (es decir: la sociedad postfordista).

Si el tema nos ha importado en el blog, además de por su carácter de signo de nuestros tiempos, es porque una de las artes que sufrió más cambios a raíz de la llegada del postmodernismo fue la arquitectura y, ampliándolo, el espacio. No se trataba, sólo, de una forma distinta de pensar, sino una nueva concepción del espacio y de las ciudades. Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson, deja un poco de lado ese aspecto y se centra en el hecho intelectual, en el paradigma postmoderno de lleno y en su visión, o descripción, por parte de los intelectuales. Es un libro muy adecuado porque sitúa su origen, sus precursores, la voz de máxima autoridad y apunta posibles devenires (aunque es entonces cuando el libro se pierde un poco). Es poco acertado para el blog, sin embargo, porque se queda en eso, en cuestiones intelectuales que, directamente, poco afectan a la ciudad, al urbanismo o al devenir de sus gentes.

Los orígenes de la posmodernidad son remotos. Anderson habla de Rubén Darío y su movimiento «modernista» iniciado en 1890, y cómo luego Federico de Onís habló de «posmodernismo» para referirse a «un reflujo conservador dentro del propio modernismo». También el historiador Toynbee relacionó modernidad con auge de la burguesía y, por lo tanto, hablaba de postmodernismo en otros lugares del planeta, como hizo Charles Olson al hablar de «post-modernidad o post-Occidente».

Pero, si lo anterior eran preliminares, el pistoletazo de salida se dio con la revista boundary 2, aparecida en otoño de 1972 y titulada Journal of Postmodern Literature and Culture. En uno de sus artículos, David Antin atacaba la poesía moderna norteamericana (Eliot, Tate, Auden, Lowell y hasta Pound) enfrentándolos a «la genuina modernidad internacional –la línea de Apollinaire, Marinetti, Jlébnikov, García Lorca, József y Neruda–, cuyo principio era el collage dramático» (p. 25).

El rumbo que tomó la revista fue otro (se sigue publicando a día de hoy), pero ese espacio que quedó vacante lo ocupó un ingeniero reconvertido en crítico y teórico literario: Ihab Hassan. «Su interés se había centrado originalmente en una alta modernidad reducida a un mínimo expresivo, lo que el llamaba «literatura del silencio», desde Kafka a Beckett. Pero cuando propuso en 1971 la noción de postmodernism, Hassan subsumió ese linaje a un espectro mucho más amplio de tendencias que habían o bien radicalizado o bien rechazado los rasgos dominantes de la modernidad, una configuración que abarcaba las artes visuales, la música, la tecnología y la sensibilidad en general» (p. 28). Entre ellas estaban Cage, con su famosa composición 4’33», Robert Rauschenberg y Buckminster Fuller, pero Hassan fue añadiendo nombres y se basó en una serie de conceptos surgidos del postestructuralismo francés, como «la noción de ruptura epistémica» de Foucault, y atribuyó «que la unidad subyacente de lo posmoderno residía en «el juego de la indeterminación y la inmanencia», cuyo genio originador de las artes había sido Marchel Duchamp» (p. 29).

Hassan fue uno de los primeros en postular qué era la postmodernidad (recordemos que fue uno de los pilares que usó Harvey en La condición de la posmodernidad para tratar de entender el paso de la modernidad a ésta), pero acabó encontrándose ante un muro: ¿la postmodernidad era «sólo una tendencia artística o también un fenómeno social»?

La construcción de lo posmoderno que ofrecía Hassan, por muy pioneras que fuesen muchas de sus observaciones -fue el primero que lo amplió a través de las artes y señaló unas pautas que luego serían ampliamente aceptadas-, tenía, pues, un límite intrínseco, en tanto que el camino hacia lo social quedaba cerrado. Fue ésta sin duda una de las razones por las que se retiró del terreno a finales de los años ochenta. Hassan se había dedicado originalmente a las formas exasperadas de la modernidad clásica, como Duchamp o Beckett: justamente lo que De Onís en los años treinta había denominado proféticamente «ultramodernismo». Cuando Hassan empezó a explorar la escena cultural de los años setenta, la construyó ante todo a través de este prisma. (p. 31)

Hassan intuyó que el camino que tomaría la postmodernidad sería el de Warhol; y, una década después, desengañado, sentenciaba: «La posmodernidad misma ha cambiado, y ha tomado, a mi entender, un rumbo equivocado. Atrapada entre la truculencia ideológica y la futilidad desmistificadora, atrapada en su propio kitsch, la posmodernidad se ha convertido en una especie de bufonada ecléctica, en el refinado cosquilleo de nuestros placeres prestados y nuestros triviales desengaños.» (p. 32), lo que es, claro, uno de los riesgos de la posmodernidad, al quedar carente de referentes.

Pero hubo un arte al que Hassan no prestó atención y que iba a convertirse en un revulsivo. En 1972 se publicaba Aprendiendo de Las Vegas, que venía a decir, directamente en su prefacio, que el tema del juego, la moralidad y los intereses que hubiese tras ellos no interesaban a los autores: sólo la morfología de los edificios. «Los valores de Las Vegas no se cuestionan aquí.»

Contrastando la monotonía planificada de las megaestructuras modernas con el vigor y la heterogeneidad del espontáneo desparramamiento urbano, Learning from Las Vegas resumía la dicotomía entre ambas en una frase: «Construir para el Hombre» contra «construir para hombres (mercados)». La simplicidad del paréntesis lo dice todo. Ahí estaba, deletreada con engañosa candidez, la nueva relación entre el arte y la sociedad que Hassan había conjeturado sin alcanzar a definirla. (p. 34)

La autoridad que elevó el concepto a canónico fue el crítico Charles Jencks (Language of Post-Modern Architecture, 1977), para quien lo posmoderno era una hibridación entre «la sintaxis moderna e historicista y que apelaba al gusto educado a la vez que a la sensibilidad popular» (p. 35) Dando un paso adelante, y ensalzando la mezcla entre lo alto y lo bajo, lo popular y lo elitista, Jencks aventuraba el fin de «polaridades pasadas de moda tales como izquierda y derecha, clase capitalista y clase obrera». «En una sociedad en la que la información importa más que la producción, «ya no hay ninguna vanguardia artística», puesto que en la red electrónica global «no hay enemigo al que vencer». En las condiciones emancipadas del arte de hoy, «más bien hay incontables individuos en Tokio, Nueva York, Berlín, Londres, Milán y otras metrópolis comunicándose y compitiendo unos con otros, al igual que lo están haciendo en el mundo de la banca». (p. 37)

La postmodernidad se había unido, indisociablemente, al mercado; pero pronto dio un paso adelante. Y lo hizo de la mano, ahora, del filósofo francés Jean-François Lyotard, quien se apropió del término en 1979 al publicar La condición posmoderna.

Para Lyotard, la llegada de la posmodernidad estaba vinculada al surgimiento de una sociedad posindustrial, teorizada por Daniel Bell y Alain Touraine, en la que el conocimiento se había convertido en la principal fuerza económica de producción, en un flujo que sobrepasaba a los Estados nacionales, pero al mismo tiempo había perdido sus legitimaciones tradicionales. Pues si la sociedad no había de concebirse ni como un todo orgánico ni como un campo dualista de conflicto (Parsons o Marx), sino como una red de comunicaciones lingüísticas, entonces el lenguaje mismo -«el vínculo social entero»- se componía de una multiplicidad de juegos diferentes cuyas reglas eran inconmensurables y cuyas relaciones recíprocas eran agonales. (p. 38)

En estas condiciones, la ciencia perdía su lugar preeminente y se convertía en un juego de lenguaje más; si hasta ahora descansaba en dos postulados, el de «la humanidad como agente heroico de su propia liberación» (derivado de la Revolución Francesa) y el «cuento del espíritu como despliegue progresivo de la verdad» (derivado del idealismo alemán), la condición posmoderna supone «la pérdida de credibilidad de esas metanarrativas» (p. 39). Estas metanarrativas que sostenían la ciencia habían sido destruidas, según Lyotard, «por la proliferación de la paradoja y del paralogismo, anticipada en filosofía por Nietzsche, Wittgenstein y Levinas», y por «la tecnificación de la demostración», pues las observaciones científicas dependen de una enorme maquinaria tan costosa que sólo es accesible al poder y a los Estados. «La ciencia al servicio del poder halla una nueva legitimación en la eficiencia.» Finalmente, La condición posmoderna acababa con el auge del contrato temporal en todos los ámbitos, ocupacional, emocional, sexual y político: «unos lazos más económicos, flexibles y creativos que los vínculos de la modernidad».

Paradójicamente, La condición posmoderna no trataba de artes ni de política, las dos pasiones principales del filósofo, sino que era un encargo del Conseil des universités du Québec para entender los efectos de la tecnología en las ciencias exactas. El propio Lyotard reconoció que sabía poco del tema y que era su peor libro. Anderson sitúa, además, la andanada de Lyotard contra las metanarrativas en una en concreto: el marxismo. A medida que las informaciones del Gulag iban llegando, la fe en el comunismo o la revolución marxista se iba hundiendo.

El trasfondo más amplio del tránsito de Lyotard desde un socialismo revolucionario hacia un nihilismo hedonista residía obviamente en la evolución misma de la Quinta República. El consenso gaullista de los primeros años sesenta lo había convencido de que la clase obrera estaba esencialmente integrada en el capitalismo. La fermentación de finales de los sesenta le inspiró la esperanza de que el heraldo de la revuelta acaso fuera, en lugar de la clase, la generación, la juventud del mundo entero. La oleada eufórica de consumismo que atravesó el país a principios y mediados de los setenta condujo a las muy difundidas teorizaciones del capitalismo como una maquinaria aerodinámica del deseo. (p. 43)

Lyotard no estaba muy al corriente del uso del concepto «posmodernismo» en la arquitectura «con un significado estético que era la antítesis de todo lo que él valoraba». Se enteró en 1982, no sólo de la construcción de lo posmoderno propuesto por Jencks sino también del éxito que había tenido el libro en Norteamérica; lo que descubrió no le gustó mucho, porque esta clase de posmodernidad era una restauración subrepticia del realismo degradado que antaño habían fomentado el nazismo y el estalinismo y que ahora era reciclado como un eclecticismo cínico por el capital contemporáneo: era todo aquello que las vanguardias habían combatido» (p. 46) y a Lyotard no le quedó más remedio que posicionarse respecto al arte y a la política, los dos temas que había obviado.

En ninguno tuvo demasiado éxito. Dijo del arte que «lo posmoderno no venía después de lo moderno, sino que era un movimiento de renovación desde dentro de la modernidad misma», una corriente que aceptaba jubilosamente la libertad de invención que posibilitaba; aunque el mercado, saturado del kitsch que celebraba Jencks, iba al contrario de lo que propugnaba Lyotard. Lo mismo le sucedió con la política: si las metanarrativas se estaban hundiendo, la religión, la política, el comunismo, el progreso d la Ilustración… ¿qué sucedía con el capitalismo? Si los setenta habían sido crisis económica que permitía argumentar la caída, también, de la ilusión capitalista, los ochenta trajeron progreso y el triunfo de las políticas neoliberales, tanto en la izquierda como en la derecha; por primera vez, un enorme relato dominaba el mundo y ninguna de las respuestas de Lyotard bastaba. «Pero las únicas formas de resistencia al sistema que quedaban eran interiores: la reserva del artista, la indeterminación de la infancia, el silencio del alma. Había desaparecido el «júbilo» ante la ruptura inicial de la representación por lo posmoderno; un malestar invencible definía ahora el tono del tiempo. Lo posmoderno era «melancolía».» (p. 52)

Justo un año después de la publicación de La condición posmoderna, en otoño de 1980 Jürgen Habermas dio un discurso en Frankfurt titulado La modernidad, un proyecto inacabado. Aunque se considera una respuesta al libro de Lyotard, probablemente Habermas no lo conocía y estaba, en cambio, reaccionando a la Bienal de Venecia de 1980, profundamente posmoderna. Habermas reconocía que las vanguardias habían envejecido y que se había perdido algo del espíritu que empezaba con Buaudelaire y culminaba con los dadaístas; sin embargo, el proyecto de la modernidad seguía sin realizarse. Éste tenía dos vertientes: por un lado, la ciencia, la moralidad y el arte se diferenciaban en esferas de valor autónomas, liberadas de una religión y gobernadas pro sus propias normas: verdad, justicia y belleza; por el otro, esos dominios debían verter todo su potencial en la vida cotidiana de las personas. «Éste era el programa que se había extraviado; pues en lugar de integrarse a los recursos comunes de la comunicación cotidiana, cada esfera había tendido a convertirse en una especialidad esotérica, cerrada al mundo de los significados ordinarios.» (p. 55). Por ejemplo: el arte del XIX y principios del XX se había vuelto críptico, hasta orgulloso de su progresivo alejamiento de la sociedad.

Pero llevar a cabo ese proyecto se presentaba difícil. «No se podía rescindir la autonomía de las esferas de valores, so pena de regresión». Por lo tanto, había que integrar esas culturas en la experiencia común, protegiendo a sus miembros y logros «de las incursiones de las fuerzas del mercado y de la administración burocráctica», algo que el propio Habermas consideraba improbable y que Anderson resume en «una amalgama contradictoria de dos principios opuestos: la especialización y la popularización».

Algo más de sustancia tenía su siguiente conferencia, un año después, en Munich, llamada «Arquitectura moderna y posmoderna». La tesis de Habermas era que la Revolución Industrial había planteado tres enormes desafíos a la arquitectura: el diseño de nuevas clases de edificios (bibliotecas, óperas, estaciones, grandes almacenes), la aparición de nuevos materiales (hierro, acero, hormigón, vidrio) y nuevos imperativos sociales (presiones del mercado, planes administrativos). Estos tres imperativos superaron las capacidades de la arquitectura de la época, «que se descompuso en un historicismo ecléctico o en el utilitarismo más horrendo», pero a principios del siglo XX el movimiento moderno, «reaccionando ante este fracaso, superó el caos estilístico y el simbolismo artificioso de la arquitectura victoriana tardía y se lanzó a transformar la totalidad del entorno edificado, desde los edificios más monumentales y expresivos hasta los más pequeños y prácticos» (p. 60).

La arquitectura modernista respondió con éxito a los dos primeros interrogantes, pero fracasó en el tercero: supo crear nuevos edificios y supo dar buen uso a los nuevos materiales; pero fracasó en su intento «de reformar a fondo el entorno urbano, error de cálculo que halló su expresión más famosa en los desafueros utópicos del primer Le Corbusier». Recordemos el primer Plan Voisin, que planeaba derruir barrios enteros de París para construir rascacielos de hormigón separados por parques verdes vacíos.

La pregunta que se plantea entonces Habermas es: ¿este fracaso se debía a la propia arquitectura o a otros factores? Las raíces de lo moderno en arquitectura se hallan en el constructivismo ruso, De Stijl y el círculo en torno a Le Corbusier. Con el paso al predominio de la Bauhaus, se la llamó funcionalista y ese nombre, inadecuado, según Anderson, pasó a dominar el concepto y a dejarlo a merced de empresarios de la construcción y burócratas. En palabras del propio Habermas: «las contradicciones de la modernización capitalista», el resultado de la propia vorágine de la modernización. Si a primera vista parece que Habermas está denunciando la «lógica despiadada del capitalismo de postguerra», en realidad va algo más allá: «La utopía de unas formas de vida preconcebidas, que había inspirado ya los proyectos de Owen y Fourier, no se podía realizar, y no solamente porque implicaba una irremediable subestimación de la diversidad, la complejidad y la variabilidad de las sociedades modernas, sino también porque las sociedades modernizadas, con sus interdependencias funcionales, transcienden las dimensiones de unas condiciones de vida que podían ser calculadas por la imaginación del planificador.» Es decir: Habermas se rinde ante la imposibilidad de llevar a cabo ese aspecto de la modernidad. Ni una ciudad habitable y humana, ni los sueños modernos, son realizables, debido a la lógica del desarrollo social, «más allá del capital y del trabajo».

Los discursos de Lyotard y Habermas dotaron al concepto de la posmodernidad con «el cuño de la autoridad filosófica», pero sus aportaciones fueron «indecisas» e incapaces de aportar un punto de vista marxista a la nueva concepción epistemológica.

Y así estaban las cosas en el otoño de 1981: con un posmodernismo ya cristalizado pero pendiente de definir por completo.

La idea de lo posmoderno, tal como se había consolidado en esa coyuntura, era de un modo u otro patrimonio de la derecha. Cuando Hassan alababa el juego y la indeterminación como señas distintivas de lo posmoderno, no ocultó su aversión hacia aquella sensibilidad que era su antítesis: el férreo yugo de la izquierda. Jencks celebraba el fin de lo moderno como liberación de la elección de los consumidores, como la liquidación de toda planificación en un mundo en que los pintores pueden comerciar con la propia libertad y no menos globalmente que los banqueros. Para Lyotard, los parámetros mismos de la nueva condición estaban determinados por el descrédito del socialismo como el último gran relato, la versión última de una emancipación que ya no tenía sentido. Habermas, si bien se negaba, desde una posición todavía de izquierdas, a rendir homenaje a lo posmoderno, abandonó, sin embargo, la idea a la derecha, construyéndola como una figura del neoconservadurismo. Lo que todos ellos tenían en común era que suscribían los principios de lo que Lyotard, que antaño fuera el más radical, llamaba democracia liberal como el horizonte irrebasable del tiempo. No podía haber nada más que capitalismo. Lo posmoderno era la condena de las ilusiones alternativas. (p. 66)

Hasta que llegó Fredric Jameson con su primera conferencia sobre lo posmoderno en 1982. Pero eso, y los efectos que tuvo, lo veremos en la siguiente entrada.

Contraseñas, Jean Baudrillard

Si hay un concepto que acompaña a Jean Baudrillard es, sin duda, el de simulacro. El simulacro no es una imitación, sino algo que se asemeja a otro algo sin llegar a serlo; pero con la pretensión de serlo. El enfermo que aparenta síntomas no es un simulacro de enfermo, sino una mentira; el que simula estar enfermo tiene algunos de los síntomas, pero no todos, porque no está enfermo. Atenta contra la realidad; genera, de hecho, una hiperrealidad donde las cosas ya no tienen sustancia ni por qué ser reales, sólo aparentarlo.

Si el concepto nos ha interesado tanto en el blog es porque una parte de la arquitectura actual, que podríamos llamar postmoderna, se basa en el simulacro. No sólo los parques temáticos, donde, por ejemplo, se simula Japón con platos de sushi y peluches kawai o se simula algún país escandinavo con fiordos, nieve y vikingos; sino porque la propia realidad se amolda a los gustos de los consumidores y desplaza su historia. Una trattoria italiana se representa, a lo largo del mundo (tal vez del mundo occidental) como un lugar con mesas de manteles a cuadros rojos y blancos, buen pan, aceite de oliva, pizza, romero y tal vez camareros que gesticulen con la mano. Los consumidores, los turistas, se acostumbran a esta representación, a esta simulación, en los parques temáticos, en los centros de las ciudades, en los frentes marítimos rousificados, en los barrios gentrificados, donde puede que se le dé una vuelta de tuerca al concepto. Y, al acudir a Italia, al visitar Roma, esperan que las trattorias sean así: por lo que a éstas, a las verdaderas trattorias italianas, no les queda más remedio que adaptarse y convertirse en algo que no eran para no defraudar a los turistas.

De este modo, el simulacro ha modificado la realidad, generando un mundo hiperreal donde el mapa precede al territorio, donde vemos antes imágenes o trayectorias en Google Maps que la realidad, y donde esperamos que ésta se acabe adaptando a lo ya visto. De ahí surgen la tiranía de la estética (que denunciaba nuestro admirado Carlos García Vázquez al hablar de la belleza del Kawloon pero de cómo esa belleza esconde las condiciones pésimas de vida de sus habitantes) y las reconstrucciones posthistóricas de los centros urbanos, que glorifican, por ejemplo, el pasado burgués pero esconden el pasado obrero (Barcelona y el modernismo, sin ir más lejos; o Times Square, que se ha construido simulando un pasado que no fue y que sólo remite a su propia mitología).

Otra ramificación de nuestra primera lectura de Cultura y simulacro de Baudrillard fue el análisis del Centro Pompidou, que también podríamos englobar dentro de la arquitectura postmoderna. El Centro Pompidou se convirtió en un lugar tan… concreto, específico, ideológico, que no tenía sentido que albergase en su interior ninguna otra colección salvo alguna locura de Philip Dick o la biblioteca de Babel de Borges. Cualquier otro intento cae en la mercantilización del arte y sitúa la cultura en los términos en que la definía Manuel Delgado: como una devoción, como el que asiste a una misa en una catedral, un lugar diáfano, lleno de luz, donde los oficiantes (sacerdotes en un caso, funcionarios, en el otro), imbuidos de la divinidad (o de la cultura) la acercan a quienes los visitan. Entramos, entonces, en esa visión de la cultura como el colofón a cualquier acto de gentrificación o como la última excusa para llevar a cabo en toda ciudad una arquitectura y un urbanismo dedicados a las clases culturales: amable, de carriles bici y heladerías artesanas, de mezcla y diversidad (pero en su punto justo), de alteridad homogeneizada.

Si recordamos todos estos conceptos es porque Contraseñas, escrito en el año 2000, casi al final de su vida, es una especie de recopilación de su obra. Dieciséis cortos capítulos en los que se tratan otros tantos temas, empezando por el objeto, donde reflexiona sobre el paso en los años sesenta «de la primacía de la producción a la del consumo» que precisamente «situó los objetos en un primer plano». Se habla de intercambio, de valor, de mercancía, pero también de final, dualidad o destino. Oímos ecos del Gilles Lipovetsky de La era del vacío en las palabras de Baudrillard sobre la seducción («el dominio simbólico de las formas», acotando el concepto más de lo habitual en su época) y del Byung-Chul Han de Psicopolítica en lo obsceno (la diferenciación entre erotismo, que oculta, y la pornografía, «ya no hay escena ni juego, la distancia de la mirada se borra»). «Pensemos en la pornografía: está claro que allí el cuerpo aparece totalmente realizado» (p. 35), algo que Han denominaba «producido», creado con una finalidad (su consumo).

Acabamos con un link a una entrevista realizada a Baudrillard a propósito de la publicación de Contraseñas.

La condición de la posmodernidad (y VI): la compresión espacio-temporal

En lo que viene a continuación, haré un uso frecuente del concepto de «compresión espacio-temporal». Utilizo esta noción para referirme a los procesos que generan una revolución de tal magnitud en las cualidades objetivas del espacio y el tiempo que nos obligan a modificar, a veces de manera radical, nuestra representación del mundo. Empleo la palabra «compresión» porque, sin duda, la historia del capitalismo se ha caracterizado por una aceleración en el ritmo de la vida, con tal superación de barreras espaciales que el mundo a veces parece que se desploma sobre nosotros. (p. 267)

La compresión espacio-temporal, provocada por los desplazamientos espaciales y temporales del capitalismo fordista que acabaron generando la acumulación flexible, es la forma social de nuestro tiempo y la causa de la situación cultural posmodernista. Esto es un resumen acelerado de lo que hemos visto en las últimas cinco entradas en que hemos reseñado La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, (I, II, III, IV y V) y nos quedan pendientes sólo dos apartados: la compresión espacio-temporal que se dio coincidiendo con el proyecto de la Ilustración (aunque empezó antes, claro) y su relación con las nuevas formas culturales posmodernas.

En los «mundos relativamente aislados» del feudalismo europeo, cada lugar era una entidad relativamente autónoma con su propio significado legal, político y social, con sus relaciones sociales y su comunidad. De hecho, a menudo se percibía el exterior como algo misterioso, poblado de seres lejanos (el bosque, el famoso «hic sunt dracones», aquí hay dragones, para referirse a todo territorio ignoto).

El Renacimiento supuso un cambio en las percepciones del tiempo y el espacio. Por un lado, los viajes de descubrimiento abrieron el mundo y dieron a entender que estaba lleno de riquezas y maravillas. «En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía», es decir, no sólo el mundo se abría sino que se vinculaba al provecho que se podía obtener de él: la ruta de la seda era un trayecto de maravilla, claro, pero también una ruta comercial que permitía enriquecerse a quienes la transitaban. Por otro lado se establecieron unas reglas nuevas de la perspectiva que se mantendrían hasta principios del siglo XX: un espacio geométrico, con un punto de vista «elevado y distante, que cae completamente fuera del alcance plástico o sensorial». Esta geometría estaba a la vez limitada (perfecta, comprensible, mortal) pero no cuestionaba la cualidad de la divinidad.

Dicha concepción del tiempo y el espacio (el mundo como un globo, el globo como un teatro) sentó las bases para el proyecto de la Ilustración: la naturaleza no sólo podía ser controlada, sino que debía serlo para que el hombre pudiese emanciparse. Los mapas dejaron de tener cualidades fantasiosas o religiosas, desaparecían los dragones y estaban regidos por la lógica de la métrica matemática y el catastro; lo mismo sucedía con el tiempo, cada vez más compartimentado a medida que avanzaba la precisión de las herramientas para medirlo.

Aquí surge uno de los problemas de la Ilustración: «el espacio sólo puede ser conquistado a través de la producción de espacio», es decir, con una cierta concepción de lo que es el propio espacio y de lo que otorga derecho sobre él. Esto constituye un «marco fijo dentro del cual debe desenvolverse la dinámica de un proceso social», pero cuando se aplica esta organización espacial fija en un contexto de acumulación capitalista «se convierte en una absoluta contradicción» y se liberan los poderes de creación destructiva y las contradicciones capitalistas. Por un lado, para «aniquilar el espacio a través del tiempo» se genera espacio (inversiones en fábricas, plantas automatizadas, autopistas), que tienen un tiempo de rotación lenta pero a la vez buscan generar una rotación más veloz de la producción.

La manera en que el capitalismo enfrenta y sucumbe periódicamente a este nudo de contradicciones constituye una de las historias no narradas de mayor importancia en la geografía histórica del capitalismo. La compresión espacio-temporal es un signo de la intensidad de fuerzas que confluyen en este nudo de contradicciones, y bien puede suceder que las crisis de la hiper-acumulación así como las crisis de las formas políticas y culturales estén fuertemente conectadas con esas fuerzas. (p. 287; el destacado es nuestro).

Eso nos lleva a la depresión que empezó en Gran Bretaña en 1846-47 y que se extendió rápidamente al resto del mundo capitalista y que Harvey considera «la primera crisis clara de hiper-acumulación capitalista». Ya habían sucedido otras crisis económicas y políticas, pero todas ellas podían atribuirse a algunas otras causas; ésta fue diferente. «El capitalismo había madurado bastante, de modo que hasta el más ciego de los apologistas burgueses podía advertir que las condiciones financieras, la especulación descarnada y la hiper-acumulación algo tenían que ver con los acontecimientos» (p. 288).

Los obreros vieron la crisis como la consecuencia de la explotación burguesa; los burgueses, como producto de los estamentos del Ancien Régime que se negaban a desaparecer, como la aristocracia; y éstos, como una pérdida de los valores tradicionales y la distinción de clases. Para Harvey, la crisis generó una «crisis de representación y esta, por su parte, fue el efecto de un reajuste esencial de las nociones del tiempo y el espacio en la vida económica, política y cultural».

Hasta ese momento se había seguido utilizando la concepción del tiempo surgida de la Ilustración; la crisis de mediados de siglo acabó con eso. Europa estaba tan integrada que los sucesos acontecidos en un extremo, ya fuesen una crisis o una revolución, sacudían al continente entero, por lo que las certezas espaciales y temporales se derrumbaban. «Las revoluciones que habían estallado al mismo tiempo a lo largo del continente acentuaban las dimensiones sincrónicas y diacrónicas del desarrollo capitalista. La certeza acerca del espacio y el tiempo absolutos dio lugar a las inseguridades de un espacio relativo en transformación, en el cual los acontecimientos de un lugar podían tener efectos inmediatos y ramificados en muchos otros lugares.» (p. 289) O, como dirá luego Jameson: «la verdad de la experiencia ya no coincide con el lugar donde ocurre».

También el espacio económico se modificaba con una tensión constante entre el crédito y el dinero en efectivo, hasta que éste último alcanzó la primacía; fue otro factor que alteró el significado del tiempo (tiempo de inversión, tasa de retorno). De hecho, Harvey data a partir de 1850 el momento en que los mercados de valores se organizaron sistemáticamente. Toda esta cuestión de cómo conciliar las nuevas perspectivas del tiempo y el espacio «se convirtió en un serio problema al que el modernismo se aplicó con creciente vigor hasta el impacto de la Primera Guerra Mundial».

Todos estas desplazamientos generaron una crisis de representación. Ni la literatura ni el arte podían evitar la cuestión del internacionalismo, la sincronía, la temporalidad insegura y la tensión dentro de la medida del valor dominante entre el sistema financiero y su base monetaria o de mercancías. «Alrededor de 1850», escribe Barthes (1967, pág, 9), «la escritura clásica se desintegró y la literatura en su conjunto, desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática del lenguaje». No es casual que el primer gran impulso cultural modernista ocurriera en París después de 1848. Las pinceladas de Manet, que empezaban a descomponer el espacio tradicional de la pintura y a modificar su marco, examinando las fragmentaciones de la luz y el color; los poemas y reflexiones de Baudelaire, cuyo propósito era trascender el carácter efímero y estrecho de las políticas del lugar en busca de significados eternos; y las novelas de Flaubert, con sus peculiares estructuras narrativas en el espacio y el tiempo, se asociaban a un lenguaje de distanciamiento helado; todo esto constituía una señal de ruptura radical del sentimiento cultural, que reflejaba un profundo cuestionamiento del significado del espacio y el lugar, del presente, del pasado y del futuro, en un mundo de inseguridad y de horizontes espaciales en rápida expansión. (p. 291)

El espacio y el tiempo siguieron modificándose a merced de las nuevas invenciones y la extensión de las vías del ferrocarril, el telégrafo, la navegación a vapor, la apertura del Canal de Suez. Los grandes almacenes poblaban las ciudades, el viaje en globo y la fotografía aérea modificaron la percepción del propio espacio. El comercio y las inversiones exteriores pusieron a «las grandes potencias capitalistas en la vía del globalismo», pero lo hicieron «a través de la conquista imperial y la rivalidad inter-imperialista que llegaría a su apogeo en la Primera Guerra Mundial: la primera guerra global. En el camino, los espacios del mundo fueron desterritorializados, despojados de sus significaciones anteriores y luego reterritorializados según la conveniencia de la administración colonial e imperial.» (p. 293; el destacado es nuestro). Además, las Exposiciones Universales, empezando por el Palacio de Cristal de 1851, ensalzaban el globalismo y lo que Benjamin denominó «la fantasmagoría» del mundo de las mercancías y la competencia entre los Estados y los sistemas de producción territoriales. Por ello el arte, destaca Harvey, ya no podía ser realista: porque en todo acto confluía una enormidad de aspectos distintos y la vida de un campesino polaco estaba regida, en parte, por los designios de París, Londres o Nueva York. Las estructuras realistas, por lo tanto, «eran inconsistentes con una realidad en la que dos sucesos acaecidos al mismo tiempo en espacios enteramente distintos podían entrar en una intersección que modificara el funcionamiento del mundo», por lo que «Flaubert, el modernista, abrió el camino que a Zola, el realista, le fue imposible imitar».

«La segunda gran ola de innovación modernista en el ámbito estético comenzó en media de esta fase de rápida compresión espacio-temporal. ¿Hasta qué punto puede interpretarse entonces el modernismo como una respuesta a una crisis en la experiencia del espacio y el tiempo?» A partir de aquí, Harvey sigue el libro The culture of time and space, 1880-1918, de Kern (1983).

El periodo 1910-1914 es determinando para la evolución del pensamiento modernista. Coinciden, por ejemplo, Virginia Woolf, D. H. Lawrence o Henri Lefebvre, para el cual «alrededor de 1910 se produjo la ruptura de un cierto espacio». Sin entrar en todo el detalle que le dedica Harvey al tema: Ford erige la cadena de montaje en 1913, el mismo año en que se emite una señal de radio desde lo alto de la Torre Eiffel, «lo cual puso de manifiesto la posibilidad de reducir al espacio a la simultaneidad de un instante en el tiempo público universal». Ese mismo público universal se había horrorizado un año antes al conocer el hundimiento del Titanic. No es casualidad que De Chirico llenase sus lienzos de relojes, que Joyce empezase a investigar para captar la simultaneidad del tiempo y la preeminencia del presente o que Proust tratase de recuperar el tiempo pasado. Ambos novelistas coincidieron en dotar al tiempo y al espacio de un matiz pasado por la consciencia y la experiencia. En la pintura, Picasso y Braque seguían los pasos de Cézanne y quebraban definitivamente el espacio con el cubismo, aboliendo la perspectiva que dominaba desde el Renacimiento.

Ante la disolución aparente del espacio, surgieron dos corrientes: una que acentuaba esa disolución y hablaba de «la irrealidad del lugar» (y que más adelante denominará «universalismo») y otra que, en ese océano cambiante de espacios, luchaba por acentuar las diferencias concretas de cada espacio («particularismo»). No son opuestas: nos viene a la mente la distinción entre «el espacio de los flujos» y «el espacio de los lugares» de La sociedad red de Castells. Harvey ve indicios del particularismo en el auge de las bibliotecas y museos, que se proponían registrar el pasado y «describir la geografía a la vez que rompían con ella». Paradójicamente, los artistas modernistas acabarían «pintando para los museos y escribiendo para las bibliotecas». El interés por lugares exóticos, aumentado por estas muestras de arte lejano, era a la vez una loa a la mercancía y una fuente de reivindicación de la artesanía y los trabajos manuales que culminó con el art noveau francés o la tradición artesanal impulsada por William Morris.

Esta tendencia a privilegiar la espacialización del tiempo (Ser) por encima de la aniquilación del espacio por el tiempo (Devenir) es coherente con gran parte de lo que expresa hoy el posmodernismo; con los «determinismos locales» de Lyotard, las «comunidades interpretativas» de Fish, las «resistencias regionales» de Frampton y las heterotopías de Foucault. Evidentemente, ofrece múltiples posibilidades dentro de las cuales puede florecer una «otredad» espacializada. El modernismo, considerado en su conjunto, exploró la dialéctica del lugar versus el espacio, del presente versus el pasado, en formas diferentes. Si bien celebraba la universalidad y la desaparición de las barreras espaciales, también exploraba los nuevos significados del espacio y el lugar desde algunas perspectivas que reforzaban tácitamente la identidad local. (p. 301; el destacado es nuestro)

Volviendo a las dos corrientes del universalismo y el particularismo, el modernismo defendió particularmente la primera y «nunca pudo saldar sus cuentas con el parroquialismo y el nacionalismo». En efecto, el modernismo tendía al elitismo, ya fuese alejándose de las «clases medias», ya fuese loando las grandes ciudades del mundo como los lugares donde sucedía lo importante.

Un ejemplo concreto de lo anterior sucedió en la Viena de fin-de-siècle entre Camillo Sitte y Otto Wagner en relación a la producción del espacio urbano. Sitte, siguiendo la tradición artesanal de la ciudad, buscaba espacios no modernistas y no funcionalistas: plazas pequeñas, refugios interiores donde poder desarrollar la comunidad, no muy alejadas, por ejemplo, de las que luego defendería Jacobs. Esas ideas pueden ser interpretadas «como una reacción específica a la comercialización, al racionalismo utilitario y a las fragmentaciones e inseguridades que suelen surgir por la compresión espacio-temporal» y a menudo apelan a la estetización de la política. En poco tiempo, sin embargo, muchos de los artesanos vieneses que Sitte defendía se aglutinarían en esas mismas plazas para oponerse al internacionalismo, a lo exterior: a los judíos. Vuelven las palabras de Sennett en El declive del hombre público: no hay nada que una tanto a una comunidad como un enemigo externo, sea real o imaginario. «En definitiva, fueron los sentimientos ligados al lugar, al Ser y a la comunidad, los que condicionaron la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo» (p. 307).

Wagner, por su lado, aceptó la universalidad con los brazos abiertos y trató de imponer orden en el caos basándose en los principios de la eficiencia, la economía y la facilitación de los emprendimientos comerciales. También tuvo que buscar algún sentido en esa lógica, y lo hizo buscando la ruptura con el pasado y «cultivando la imagen de la máquina como la forma esencial de la racionalidad eficiente», lo que lo convertiría en un pionera de las formas «heroicas» del modernismo de que hablaba Harvey al principio del libro (aquí) y que cristalizarían en Le Corbusier, Gropius o Mies van der Rohe.

Ambas líneas chocaron vivamente en la Primera Guerra Mundial, lo que ilustra «la forma en que las condiciones de la compresión espacio-temporal, ante la ausencia de un medio adecuado que las represente, convierten a las líneas de conducta nacionales en algo imposible de determinar, y menos aun de seguir». La guerra, sin embargo, acabó con todo ello, destruyendo la fe en el progreso, la evolución y hasta en la historia, algo que la Segunda Guerra Mundial acabaría de profundizar.

Hubo hebras que sobrevivieron al conflicto. La Revolución Rusa, por un lado, se adentraba en la lucha de clases y daba algo de esperanza al movimiento obrero, que también tuvo que enfrentarse al conflicto particularismo-internacionalismo. Eso permitió a los rusos ciertas vanguardias que cortaban fuertemente con el pasado (el formalismo y el constructivismo rusos), mientras que, en las sociedades donde la acumulación de capital «seguía siendo el pivote efectivo de la nación, sólo había lugar para el modernismo maquinista del estilo Bauhaus».

Pero el modernismo se revelaba incapaz de contener los flujos dinámicos del capitalismo y la acumulación.

Y aquí comienza la verdadera tragedia del modernismo. Porque los que en fin predominaron no fueron los mitos sostenidos por Le Corbusier, Otto Wagner o Walter Gropius. Fue el culto de Mammon o, peor aún, fueron los mitos suscitados por una política estetizada los que se afianzaron. Le Corbusier coqueteaba con Mussolini y se comprometía con la Francia de Pétain; Oscar Niemeyer proyectó Brasilia para un presidente populista pero la construyó para generales despiadados; las intuiciones de la Bauhaus se aplicaron al diseño de campos de concentración, y en todas partes dominó la idea de que la forma debía adecuarse al beneficio tanto como a la función. Eran, en última instancia, la estetización de la política y el poder del capital los que triunfaban sobre un movimiento estético que había mostrado cómo la compresión espacio-temporal se podía controlar y acondicionar racionalmente. Sus visiones fueron trágicamente absorbidas por propósitos que no eran, en líneas generales, los propios. (p. 312)

La oposición entre Ser y Devenir resulta central en la historia del modernismo. Esa oposición se debe considerar en términos políticos como una tensión entre el sentido del tiempo y la concentración en el espacio. Después de 1848, el modernismo como movimiento cultural luchó con esa oposición, a menudo en forma creativa. La lucha se distorsionó, en muchos aspectos, a causa del apabullante poder del dinero, el beneficio, la acumulación del capital y el poder estatal como marcos de referencia dentro de los cuales se desarrollaban todas las formas de la práctica cultural. Aun en las condiciones de una rebelión de clases extendida, la dialéctica del Ser y del Devenir ha planteado problemas al parecer inabordables. Sobre todo, los cambiantes significados del espacio y el tiempo que el capitalismo produjo han impuesto re-evaluaciones constantes en las representaciones del mundo en la vida cultural. Sólo en una era de especulación sobre el futuro y de formación de capital ficticio pudo adquirir sentido el concepto de vanguardia (tanto artística como política), La transformación en la experiencia del espacio y e1tiempo tuvo mucho que ver con el nacimiento del modernismo y sus confusos recorridos de un lado a otro de la relación espacio-temporal. Si es realmente así, vale la pena analizar la proposición según la cual el posmodernismo es un tipo de respuesta a un nuevo conjunto de experiencias sobre e1 espacio y e1 tiempo, un nuevo giro en la «compresión espacio-temporal». (p. 312)

La nueva compresión espacio-temporal que se vivió desde los años 70 «ha generado un impacto desorientador y sorpresivo en las prácticas económico-políticas, en el equilibrio del poder de clase, así como en la vida cultural y social». Las dos grandes tendencias en el ámbito del consumo que Harvey destaca son la llegada de la moda a los mercados masivos (en oposición a una élite), con su enorme velocidad cambiante que ha acabado inundando todos los ámbitos (ocio, música, videojuegos, cultura) y el desplazamiento del consumo de mercancías al de servicios (desde los esenciales para la vida, como sanidad y educación, hasta los destinados al ocio y el consumo). La instantaneidad se ha vuelto una virtud (ya sea en el consumo rápido, comida, series, likes en las redes sociales), de la mano de lo desechable, lo fácil, lo que no requiere esfuerzo, pero sobre todo destaca la irrupción de la publicidad y el márqueting en controlar los gustos cambiantes de las multitudes o de sus cada vez más numerosos nichos, lo que llevo a Baudrillard a sostener que «hoy el capitalismo se dedica a la producción de signos, imágenes y sistemas de signos, y no a las mercancías en sí mismas», algo que fácilmente podríamos observar, sin ir muy lejos, en el márqueting de las ciudades y cómo éstas pugnan por convertirse en marcas que publicitar ante los turistas y empresarios.

La identidad ha pasado a depender de las imágenes que se producen. Por ello los distintos grupos luchan por emanar una identidad concreta con símbolos determinados; el problema surge con la aparición de réplicas que simulan (más aún: se convierten en simulacros de) dichas identidades. ¿Qué diferencia hay entre un punk y un simulacro de punk? Ninguna, en apariencia; pero el simulacro, además, erosiona la realidad del primero, algo que ya nos explicó Baudrillard en Cultura y simulacro.

«Podemos ligar la dimensión esquizofrénica de la posmodernidad, en la que insiste Jameson, con las aceleraciones en los tiempos de rotación de la producción, el intercambio y el consumo, que causan, por así decirlo, la pérdida de un sentido de futuro, excepto cuando el futuro puede descontarse en el presente.» (p. 322) En este juego de espejos donde todo queda reducido a la apariencia, «si no es posible decir nada sólido y permanente en medio de este mundo efímero y fragmentado, entonces, ¿por qué no sumarnos al juego (de lenguaje)?», se cuestiona Harvey.

No es casualidad, sin embargo, que en este mundo fragmentado y donde es tan difícil hallar sentido, surjan luchas abruptas por hallarlo de nuevo: la reemergencia de la religión, de la familia, los localismos… como ya explicó Castells en El poder de la identidad, donde analizaba cómo bregaban las comunidades, grupos, naciones… con la llegada de la era de la información y del espacio de los flujos.

Todo esto genera una serie de contradicciones. Una de ellas: puesto que todos los lugares acaban siendo similares, ya que la obtención de beneficio es el único patrón, se busca, paradójicamente, diferenciar los lugares cada vez más. Es una situación similar a la que encontrábamos en las resistencias a la gentrificación: los mismos graffitis y actos «vandálicos» que luchan contra la llegada de las clases medias y altas son lo que atraen a los precursores del movimiento. Y ahí encontramos otra de las contradicciones o, en este caso, consecuencias de la compresión espacio-temporal. Con la preeminencia del dinero como algo virtual, no ligado a ningún producto material, «el dinero perdió su calidad de medio para conservar el valor por períodos largos», por lo que fue preciso «encontrar otros medios de almacenar valor de una manera efectiva». Ello explica, por ejemplo, la enorme inflación en el mercado del arte, donde hay ciertos valores que no dejan de subir, pero también que las ciudades, sus centros, se hayan convertido en reservas de valor inmobiliario; que la sanidad y la educación se privaticen a pasos agigantados o que existan fondos de inversión, como nos recordaba Sennett, que buscan lugares «específicos» capaces de convertirse en atractores globales y los compran, homogeneizándolos y convirtiendo todos los lugares en algo similar… en su búsqueda de la diferencia.

La cuisine mundial se reúne hoy en un solo lugar, exactamente como la complejidad geográfica mundial se reduce por las noches a una serie de imágenes en la pantalla estática de la televisión. Este mismo fenómeno es explotado en los palacios del entretenimiento como Epcot y Disneylandia; es posible, como dice uno de los eslóganes comerciales norteamericanos, «experimentar el Viejo Mundo por un día, sin tener que desplazarse hasta allí». La implicación general es que a través de la experiencia de todo, desde la comida hasta los hábitos culinarios, la música, la televisión, el entretenimiento y el cine, es hoy posible experimentar vicariamente la geografía mundial, como un simulacro. El entrelazamiento de simulacros en la vida cotidiana reúne diferentes mundos (de mercancías) en el mismo espacio y tiempo. Pera lo hace encubriendo casi perfectamente cualquier huella del origen, de los procesos de trabajo que los produjeron, o de las relaciones sociales implicadas en su producción. (p. 332)

Harrison Ford, descubriendo los simulacros.

Como artefacto posmoderno que analizar, Harvey escoge la película Blade Runner. Se fija en los replicantes, que no son copias de los humanos, sino simulacros mejorados. Son la perfecta mano de obra: con una obsolescencia programada, dedicados a las tareas más ingratas y sin un pasado verdadero, sólo con un simulacro de memoria que se crea y se sostiene mediante documentos gráficos: mediante fotografías. Paradójicamente, el mismo sistema que usa Deckard, el policía encargado de cazarlos, para evidenciar su humanidad. La ciudad de Los Ángeles del futuro está llena de influencias internacionales, sobre todo asiáticas (de donde provenía la mayoría de productos, igual que ahora), tecnología y espacios degradados. Los trabajadores son o bien autónomos, o bien pertenecientes a pequeñas factorías (como ya expuso Harvey anteriormente, en la posmodernidad coexisten todas las formas de producción, para que las empresas puedan escoger en cada momento la que mejor las satisfaga) y, de hecho, Deckard recurre a artesanos callejeros para obtener información sobre la manufactura final de los replicantes producidos por la Tyrell Corporation, lo que nos habla de flexibilidad y subcontratación.

Blade Runner es una parábola de la ciencia ficción en la que, mediante todo el poder imaginario de la ficción cinematográfica, se exploran los temas posmodernistas, situados en un contexto de acumulación flexible y de compresión espacio-temporal. El conflicto es entre personas vivas en diferentes escalas de tiempo, que en consecuencia ven y experimentan el mundo de manera muy diferente. Los replicantes no tienen historia real, pero quizá puedan construir una; la historia de todos se ha reducido al testimonio de la fotografía. Si bien la socialización sigue siendo importante para la historia personal, como lo demuestra Rachel, también puede ser replicada. El aspecto depresivo del filme es precisamente que, hacia el fin, la diferencia entre la replicante y el humano se vuelve tan irreconocible que pueden enamorarse (una vez que ambos se incorporan a la misma escala de tiempo). El poder del simulacro lo penetra todo. El lazo social más fuerte entre Deckard y los replicantes en rebelión –el hecho de que ambos estén controlados y esclavizados por un poder empresario– nunca genera en ellos el menor atisbo de una posible alianza de los oprimidos. Aunque es cierto que a Tyrell le arrancan los ojos antes de matarlo, se trata de un acto de ira individual, no de clase. El final del filme es una escena de puro escapismo (tolerado, hay que señalarlo, por las autoridades) que no cambia en nada la situación de los replicantes ni las funestas condiciones de la masa humana que vive en las calles desamparadas de un mundo posmodernista decrépito, desindustrializado y en decadencia. (p. 346)

¿Acaso no es eso lo que nos permiten las redes sociales, construirnos una identidad mediante la fotografía? Aunque sea un simulacro; no habrá diferencia entre las identidades reales (si se puede usar la palabra) y aquellas producidas.

Harvey dedica la cuarta y última parte del libro a «La condición de la posmodernidad» y a plantearse si es patólogica y puntual o si supondrá una revolución «más profunda y amplia» en los asuntos humanos que las anteriores. Habla de la estetización de la política, de la tiranía de la imagen (recordamos siempre la belleza del Kowlon, que esconde sus miserias) y de las posibles respuestas a la compresión espacio-temporal:

  • el refugio en un silencio neurótico (o la rendición ante la complejidad apabullante), que viene reforzado por las tesis de la deconstrucción, que al sospechar de todo discurso que aspire a la coherencia pusieron en tela de juicio las proposiciones fundamentales;
  • negar la complejidad recurriendo a eslóganes cada vez más sencillos; Twitter, por supuesto, o las proclamas políticas; pero también la necesidad de encasillar a los consumidores en nichos binarios con mensajes que refuerzan su modo de pensar y los encasillan aún más;
  • encontrar un nicho donde los esfuerzos sean visibles y viables; lo cual lleva al riesgo de acabar encerrados en el localismo, la comunidad o la miopía ante un espectro más amplio;
  • «encabalgarse en la compresión espacio-temporal a través de la construcción de un lenguaje y de un imaginario que pueda reflejarla y quizá controlarIa», como hicieron Baudrillard o Virilio, o como hizo Nietzsche en su momento en La voluntad de poder.

El capital es un proceso, no una cosa. Es un proceso de reproducción de la vida social a través de la producción de mercancías, en el que todos los que vivimos en el mundo capitalista avanzado estamos envueltos. Sus pautas operativas internalizadas están destinadas a garantizar el dinamismo y el carácter revolucionaria de un modo de organización social que, de manera incesante, transforma a la sociedad en la que está inserto. El proceso enmascarara y fetichiza, crece a través de la destrucción creativa, crea nuevas aspiraciones y necesidades, explota la capacidad de trabajo y el deseo humanos, transforma los espacios y acelera el ritmo de la vida. Produce problemas de hiper-acumulación para los cuales sólo hay un número limitado de soluciones posibles.

Mediante estos mecanismos, el capitalismo crea su propia geografía histórica específica. No es posible predecir la línea de su desarrollo desde una óptica corriente, precisamente porque siempre se ha fundado en la especulación: en nuevas productos, nuevas tecnologías, nuevos espacios e instalaciones, nuevos procesos de trabajo (trabajo familiar, sistemas fabriles, círculos de calidad, participación laboral) y cuestiones semejantes. Hay muchas maneras de obtener beneficios. Las racionalizaciones post hoc de la actividad especulativa dependen de una respuesta positiva al interrogante: «¿Qué es rentable?». Diferentes empresarios, espacios enteros de la economía mundial, generan diferentes soluciones para esa pregunta y nuevas respuestas tornan el lugar de las anteriores a medida que una ola especulativa pasa a dominar a otra. (p. 375)

La vida cultural, por supuesto, no queda al margen de este proceso. Porque la cultura es también un bien de consumo; pero además porque permite articular los signos de que se alimenta (y es alimentado) el capitalismo. Harvey vuelve a las palabras de Bourdieu que ya citamos: la infinita capacidad de producción de cada uno de nosotros (de pensamientos, obras, acciones), limitada por «las condiciones históricamente determinadas» de su producción: «la libertad condicionada y condicional que esto garantiza está «tan lejos de la creación de la novedad impredecible como lo está de la simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales».

La condición de la posmodernidad (V): el tiempo y el espacio

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, llegó en la entrada anterior a un punto crucial. Tras analizar el modernismo, el posmodernismo y el posmodernismo urbano, Harvey llegó a la conclusión de que, o bien el posmodernismo suponía un modo distinto de pensar el mundo, o era una reacción a un cambio en las formas capitalistas. Eso es lo que analizamos en la cuarta entrada, del fordismo a la acumulación flexible, donde entendimos que el capitalismo había recurrido durante mediados del siglo XX, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, a los desplazamientos temporales y espaciales para evitar las crisis periódicas de hiper-acumulación. En cuanto se agotaron esos desplazamientos, el fordismo entró en crisis (en los años 70) y hubo que buscar nuevas formas para aumentar la plusvalía y continuar con el crecimiento perpetuo.

Por ello, lógicamente, el siguiente paso en el estudio de la posmodernidad es analizar la experiencia del tiempo y el espacio, sacudidos por las andanadas capitalistas de la globalización (o de la acumulación flexible, en palabras de Harvey). Si el problema estético de las primeras décadas del siglo (de la cúspide de la modernidad, como veremos en breve) fue el tiempo (Proust y Joyce, por ejemplo), la organización del espacio «se ha convertido en el problema estético fundamental de la cultura de mediados del siglo XX», en palabras de Daniel Bell. Mismas palabras pronunciaba Jameson al declarar que parte de la crisis posmoderna se debía a que las categorías espaciales habían pasado a dominar a las temporales (motivo por el que reclamaba una nueva forma de pensar y establecer mapas cognitivos alternativos).

Para comprender los espacios y tiempos individuales en la vida social, Harvey recurre a La producción del espacio de Lefebvre y a la distinción que hace de las tres dimensiones del espacio:

  • Las prácticas materiales espaciales: «los flujos, transferencias e interacciones físicas y materiales que ocurren en y cruzando el espacio para asegurar la producción y reproducción social», y que Lefebvre caracterizó como «lo experimentado».
  • Las representaciones del espacio: «abarcan todos los signos y significaciones (…) que permiten que esas prácticas se comenten y se comprendan», ya sea con el sentido común, ya sea recurriendo a diversas disciplinas, como la geografía, la ingeniería, la arquitectura, la ecología social…, y que para Lefebvre suponían «lo percibido».
  • Los espacios de representación «son invenciones mentales» (como códigos, signos, discursos…, hasta paisajes utópicos o imaginarios) «que imaginan nuevos sentidos o nuevas posibilidades de las prácticas espaciales» y que se corresponden con «lo imaginado».

Lefebvre proponía que estas tres prácticas llevan a cabo una relación dialéctica, de modo que, por ejemplo, los espacios de representación utópicos (lo imaginado) afectan no sólo a las representaciones del espacio (lo percibido) sino que pueden llegar a alterar las prácticas materiales (lo experimentado). Pero para Bourdieu esa «relación dialéctica» era insuficiente, puesto que parte de una base material, es «engendrada por la experiencia material» de «estructuras objetivas» y «por la base económica de la formación social en cuestión».

En la medida en que el habitus es una capacidad infinita para engendrar productos -pensamientos, percepciones, expresiones, acciones- cuyos limites han sido instaurados por las condiciones históricas y socialmente determinadas de su producción, el condicionamiento y la libertad condicional que garantiza están tan lejos de la creación de una novedad impredecible como lo están de una simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales» (Bourdieu, Outline of a theory of practice, 1977, pág. 95)

A estas tres prácticas, Harvey las cruza con otros cuatro aspectos de la práctica espacial: la distancia (entendida tanto física como socialmente), la apropiación del espacio por objetos, actividades, grupos…; el dominio del espacio por parte de grupos u organizaciones, formales o informales, con el objetivo de controlar la distancia o las apropiaciones del espacio; y la producción del espacio, refiriéndose al surgimiento de nuevos sistemas de uso de la tierra y el espacio. Con todo ello, forma la siguiente tabla.

Prácticas materiales (experiencia)Representaciones del espacio (percepción)Espacios de representación (imaginación)
Accesibilidad y distanciamientoFlujos de bienes, dinero, personas, información; sistemas de transporte y comunicación; jerarquías urbanas y de mercado, aglomeración. Medidas de distancia social, psicológica y física; trazado de mapas, teorías de la localización (centro-periferias). Atracción/repulsión, distancia/deseo, acceso/rechazo; «el medio es el mensaje».
Apropiación y uso del espacioUsos de la tierra, espacios sociales, designación de «territorios»; redes sociales de comunicación y ayuda mutua. Espacio personal, mapas mentales de un espacio ocupado, jerarquías espaciales, representación simbólica de espacios, «discursos» espaciales. Familiaridad; el hogar y la casa; lugares abiertos, de espectáculo popular (calles, plazas, mercados), iconografía y graffiti, publicidad.
Dominación y control del espacioPropiedad privada de la tierra; divisiones administrativas del espacio; comunidades o vecindarios exclusivos; zonificación excluyente, control policial y vigilancia. Espacios prohibidos; «imperativos territoriales», comunidad, cultura regional, nacionalismo, geopolítica, jerarquías. No familiaridad; espacios temidos, propiedad y posesión; monumentalismo y espacios de ritual construidos, barreras simbólicas y capital simbólico; espacios de represión.
Producción del espacioProducción de infraestructuras físicas, renovación urbana, organización territorial de infraestructuras sociales. Sistemas nuevos de trazado de mapas, representación visual, comunicación; nuevos «discursos» artísticos y arquitectónicos, semiótica. Proyectos utópicos, paisajes imaginarios, ontologías y espacios de la ciencia ficción; dibujos de artistas, mitologías del espacio y el lugar, poéticas del espacio, espacios del deseo.

La grilla [tabla] de prácticas espaciales no nos puede decir nada importante por sí sola. Suponerlo sería aceptar la idea de que hay algún lenguaje espacial universal independiente de las prácticas sociales. La eficacia de las prácticas sociales en la vida social sólo nace de las relaciones sociales dentro de las cuales ellas intervienen. Por ejemplo, en las relaciones sociales del capitalismo, las prácticas espaciales descritas en la grilla están impregnadas de significados de clase. Sin embargo, plantearlo de este modo no es sostener que las prácticas espaciales provienen del capitalismo. Ellas adquieren sus significados en las relaciones sociales específicas de c1ase, género, comunidad, etnicidad o raza y «se agotan» o «modifican» en el curso de la acción social. (p. 247)

Volviendo a las palabras de Bordieu, y siguiendo con la idea de Lefebvre de que «el dominio sobre el espacio constituye una fuente fundamental y omnipresente del poder social sobre la vida cotidiana», Harvey explora ahora cómo «en las economías monetarias en general, y en la sociedad capitalista en particular, el dominio simultáneo del tiempo y el espacio constituye un elemento sustancial del poder social que no podemos permitirnos pasar por alto» (p. 251).

La existencia del dinero modifica las cualidades del tiempo y el espacio. Por ejemplo, los mercaderes medievales instauraron un tiempo, simbolizado por los relojes y los campanarios, distinto al ritmo «natural» que se había llevado en la vida agraria; esta «red cronológica» atrapó la vida cotidiana. Hubo resistencias, claro, pero poco a poco se fue imponiendo. Lo mismo sucedió con las apropiaciones del espacio a partir, sobre todo, del trazado de los mapas del mundo (algo que ya expusimos en Espacios del capital, del mismo Harvey). En palabras de Thompson: «La primera generación de obreros fabriles aprendió de sus maestros la importancia del tiempo; la segunda generación formó comités para acortar el tiempo de trabajo hasta las diez horas; la tercera generación hizo huelgas por el pago de horas extras o por su doble pago. Habían aceptado las categorías de sus empleadores y aprendieron a luchar dentro de ellas.» Es decir: habían interiorizado las categorías temporales impuestas por el capital.

Uno de los objetivos del capitalismo se convirtió en aumentar la rotación del capital, para lo cual ha recurrido a todo tipo de innovaciones técnicas y organizativas (la línea de producción en serie, la aceleración de procesos físicos como la fermentación, los conservantes, la obsolescencia planificada en el consumo, como la moda y la publicidad, y hasta los sistemas de crédito). «El efecto general, entonces, es que uno de los ejes de la modernización capitalista es la aceleración del ritmo de los procesos económicos y, por lo tanto, de la vida social» (p. 255).

No es el único objetivo del capitalismo: también lo es controlar aquellos lugares donde ostenta el poder y desarmar aquellos donde no lo posee. «El aplastamiento de la Comuna de París y la huelga ferroviaria de 1877 en los Estados Unidos demostraron muy tempranamente que la superioridad en el gobierno del espacio pertenecería a la burguesía.» En efecto, el movimiento obrero trató de internacionalizarse hasta que se encontró ante la tesitura de ser leal «a los intereses de la nación (espacio) versus la lealtad a los intereses de clase (histórica)». Una de las tareas del Estado, destaca Harvey, es «desautorizar» aquellos espacios sobre los cuales los movimientos de oposición pueden ejercer un mayor poder, como hizo el gobierno de Thatcher al disolver los gobiernos metropolitanos del Greater London Council, por ejemplo. Si se concibe el espacio como «un sistema de contenedores», el capitalismo deconstruye constantemente ese poder mediante la re-configuración de sus bases geográficas para potenciar las que le interesan; por ello Deleuze y Guattari escribieron que «el capitalismo está reterritorializando constantemente con una mano lo que desterritorializa con la otra».

Todo movimiento de oposición al capital, por lo tanto, no sólo se enfrenta a éste sino que debe ser articulado en un espacio y un tiempo controlados, en gran medida, por el propio capital, o por las relaciones sociales que impone. «En suma, el capital sigue dominando y lo hace, en parte, a través de su superioridad en el control del espacio y el tiempo, aún cuando los movimientos de oposición logren controlar un lugar particular por un tiempo. La «otredad» y las «resistencias regionales» enfatizadas por las políticas posmodernistas pueden florecer en un lugar específico. Pera con demasiada frecuencia están sujetas al poder del capital sobre la coordinación del espacio universal fragmentado y la marcha del tiempo histórico global del capitalismo, que está fuera del alcance de cualquiera de ellas en particular.» (p. 265).

Durante las fases de mayor transformación del capitalismo (y el fin del fordismo y el paso a la acumulación flexible lo fue) es cuando «los fundamentos espaciales y temporales para la reproducción del orden social sufren la más severa desorganización». Es entonces «cuando se producen desplazamientos fundamentales en los sistemas de representación, en las formas culturales y en las concepciones filosóficas»; y fue en uno de esos momentos cuando surgió el posmodernismo.

Nos queda ahora por analizar la última parte del libro, la «compresión espacio-temporal» y su relación con el surgimiento del posmodernismo. Como es una reflexión algo larga que recorrerá toda la concepción del tiempo y el espacio durante el proyecto de la Ilustración, lo dejamos para la siguiente entrada, con la que concluiremos nuestra reseña de este libro fundamental.

La condición de la posmodernidad (III): el posmodernismo en la ciudad

En La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural el geógrafo David Harvey explora el auge de la posmodernidad durante los años 90 del pasado siglo. Ya hemos visto parte de su primera exposición: la condición de la modernidad, por un lado, y el surgimiento de la posmodernidad, por el otro. En esta segunda entrada acabábamos con la duda de si la posmodernidad era una ruptura con la modernidad o una continuación de la misma. Para responder mejor a la pregunta, Harvey decidía estudiar los efectos de la misma en un contexto muy concreto: el urbano.

A mi entender, el posmodernismo en el campo de la arquitectura y del diseño urbano significa, en grandes líneas, una ruptura con la idea modernista según la cual la planificación y el desarrollo debieran apoyarse en proyectos urbanos eficaces, de gran escala, de alcance metropolitano y tecnológicamente racionales, fundados en una arquitectura absolutamente despojada de ornamentos (las austeras superficies «funcionalistas- del «estilo internacional» modernista). En cambio, el posmodernismo cultiva una concepción del tejido urbano necesariamente fragmentada, un «palimpsesto» de formas del pasado superpuestas unas a otras, y un «collage de usos corrientes, muchos de los cuales pueden ser efímeros. En la medida en que la metrópoli no se puede controlar sino por partes, el diseño urbano (nótese que los posmodernistas no hacen proyectos sino diseños) busca simplemente tener en cuenta las tradiciones vernáculas, las historias locales, las necesidades, requerimientos y fantasías particulares, de modo de generar formas arquitectónicas especializadas y adaptadas a los clientes, que pueden ir desde los espacios íntimos y personalizados, pasando por la monumentalidad tradicional, hasta la jovialidad del espectáculo. (p. 85)

Hay diversos aspectos a destacar. Por un lado: la concepción del espacio moderno, «algo que debe modelarse en función de objetivos sociales», al espacio posmoderno como «algo independiente y autónomo». Ello explica, también, el paso de los grandes proyectos monumentales modernistas a la estética y el diseño posmodernistas. Sin embargo, en el año 1990, momento en que se publicó esta obra, no había empezado aún la moda en las ciudades de construir grandes monumentos al capitalismo y la globalización, esto es, los famosos pepinillos de Londres o Barcelona o incluso el Guggenheim de Bilbao.

Otro aspecto a destacar: «adaptados a los clientes». El posmodernismo, como ya comentamos en la entrada anterior, busca la fragmentación y el collage carentes de historia, por lo que la estética de cualquier movimiento puede ser reconvertida, desgajada de su contexto y adaptada a gusto del consumidor.

La arquitectura modernista no era sólo racionalista: era también funcionalista. Y, pese a las críticas que le acabaron lloviendo y pese a los desmanes a los que condujo, los postulados de los CIAM, Le Corbusier, Mies van der Rohe e incluso la Bauhaus fueron, en su momento, la herramienta que permitió reconstruir las ciudades europeas tras la Segunda Guerra Mundial. Se recurrió a las técnicas de producción en masa que se habían usado durante la guerra y se encargó el diseño de las ciudades a ingenieros y urbanistas eficaces y metódicos. En cada país adoptó una forma distinta (la suburbanización financiada por las autoridades en Estados Unidos que formaría el sprawl actual y, en general, destinada sólo a los blancos para que abandonasen las ciudades y recurriesen al vehículo para todo o las ciudades satélite y enormes moles de edificios de hormigón en algunas zonas de Europa).

Pero esta herramienta de progreso social fue, como la propia modernidad, apoderada por el Estado y el capitalismo. Se erigieron grandes rascacielos a gloria de los templos del capital (Harvey destaca el edificio del Chicago Tribune o el Rockefeller Center, aunque también destaca, más reciente, la Trump Tower). Por otro lado, cada vez era más relevante la importancia y el poder del valor de los terrenos y las propiedades: como vimos en La guerra de los lugares, la tierra –el suelo– pasó de ser un bien del que disponían los Estados para garantizar el bien común o la abundancia de viviendas a un bien de consumo del que se apoderaba el capital y lo usaba, bien para invertir, bien para especular.

De las muchas voces que se opusieron a esa concepción de la ciudad, tal vez la de más éxito fue la de Jane Jacobs, que en Muerte y vida de las grandes ciudades atacaba el modernismo hasta no dejar títere sin cabeza. Sus bestias negras fueron Ebenezer Howard y Le Corbusier (amén de Robert Moses), pero en general criticaba a todos los urbanistas, ingenieros, políticos y hasta redactores de revistas por haber olvidado que «los procesos son la esencia». Los medios urbanos saludables «tienen un intrincado sistema de complejidad organizada, no desorganizada, una vitalidad y una energía de interacción social que depende crucialmente de la diversidad, la mezcla y la capacidad de manejar lo inesperado en formas controladas pero creativas» (p. 94). Algo que los planificadores y urbanistas temen más que a nada: el caos y la diversidad, y que nos devuelve a las palabras y la sospecha de Lefebvre de que el urbanismo trata de cubrir lo urbano.

El auge en las tecnologías permite, en parte, una nueva forma de producción, si acaso posmoderna: por un lado, las comunicaciones han borrado (o disuelto) las fronteras, con lo que todo estilo está disponible; por el otro, estas mismas tecnologías han permitido que la producción en masa sea, también, flexible y adaptada a públicos diversos.

Por lo tanto, e idealmente, cada cual puede obtener lo que quiera. Es la proclama de Aprendiendo de Las Vegas: demos al consumidor lo que este quiere. O la destrucción del complejo Pruitt-Igoe: los grandes monumentos de la modernidad ya no funcionan. Sin embargo, se cuestiona Harvey… ¿es realmente el cliente quien decide? Sharon Zukin demostraba en Loft living, una narración de la gentrificación del SoHo de Nueva York y la substitución de los talleres textiles industriales de mitad de siglo abandonados en la ciudad por los loft de diseño que cobijaron, primero, a los artistas en busca de talleres baratos y, luego, a una clase muy acomodada, que «fuerzas poderosas» (el mercado, las grandes inmobiliarias, los promotores, a menudo con la vista gorda o la connivencia de las autoridades) «han establecido nuevos criterios de gusto tanto en el arte como en la vida urbana, y se han aprovechado de ambas». Incluso la recuperación de la historia o la voluntad de reivindicar derechos étnicos o luchas ancestrales acaba convirtiéndose en sumisión al capital.

Para ello recurre al ejemplo de una ciudad que conoce bien, Baltimore, de la que ya hablamos en Espacios del capital. Todo el capital social revolucionario de los 60 fue encauzado hacia una feria urbana que en principio loaba la diversidad social y étnica de la ciudad pero que cada vez, a medida que se volvía más comercial, se homogeneizaba. Al tiempo, y en parte ayudados por el éxito de la feria, se reconvirtió toda la zona portuaria, habitada por obreros de clase baja que habían ido perdiendo sus trabajos a medida que los barcos contenedores crecían y requerían de mayor espacio, y se instalaron centros comerciales, hoteles, restaurantes y lugares de ocio para solaz de las clases medias, que visitaban el espacio, y de las clases altas, los únicos que podían permitirse vivir allí.

No sólo sucedió en Baltimore, claro. Poco a poco, a base de argumento posmodernista, las ciudades se iban reconstruyendo, recurriendo, cuando era necesario, al simulacro, a una percepción sesgada de la historia que, por ejemplo, esconde todas las luchas obreras y glosa los triunfos de la burguesía o las clases altas; y, cuando no, a coger de la historia de la arquitectura aquellos elementos que, sólo por su estética, siempre desgajados de su contexto, les eran adecuados. Harvey da el ejemplo de la Piazza d’Italia, un mamotreto posmodernista situado en Nueva Orleans. En principio la plaza no pretende significar nada; si acaso, como buenos posmodernistas, tendríamos que permitir la libre interpretación. Pero Harvey no puede dejar de ver alienación (aunque sea superficial) por la reivindicación «de la identidad aun en medio del mercantilismo, del arte por y de todos los atavíos de la vida moderna. La teatralidad del efecto, la aspiración a la jouissance [término usado por Barthes] y el efecto esquizofrénico (…) tienen plena presencia en el plano consciente.» (p. 117)

Piazza d’Italia en Nueva Orleans, de Charles Moore.

La incursión en el urbanismo posmodernista no ha resuelto la dudad de Harvey. ¿Es, o no, la posmodernidad una ruptura con la modernidad? Para ello da un salto atrás en el tiempo, hacia el origen de la modernización.

El modernismo es una respuesta estética atribulada y fluctuante a las condiciones de modernidad determinadas por un proceso particular de modernización. Por lo tanto, una interpretación adecuada del surgimiento del modernismo debería captar la naturaleza de la modernización. Sólo de ese modo podremos juzgar si el posmodernismo es una reacción diferente a un proceso de modernización inmutable, o si refleja o augura un desplazamiento radical en la naturaleza de la propia modernización hacia, por ejemplo, algún tipo de sociedad «posindustrial» o aun «poscapitalista». (p. 119; el destacado es nuestro)

Y para ello recurre a Marx, que hizo una «de las primeras y más completas descripciones de la modernización capitalista», combinando «toda la envergadura y vigor del pensamiento de la Ilustración con un sentido matizado de las paradojas y contradicciones a las que es proclive el capitalismo».

El advenimiento de la economía dineraria, sostiene Marx, disuelve los lazos y las relaciones que constituyen a las comunidades «tradicionales», de modo tal que «el dinero se transforma en la verdadera comunidad». (…) El dinero y el intercambio del mercado encubren, «enmascaran» las relaciones sociales entre las cosas. A esta condición Marx la llama «fetichismo de la mercancía». (…)

Las condiciones de trabajo y de vida, el sentido de la alegría, de la ira o la frustración que están detrás de la producción de mercancías, los estados de ánimo de los productores; todos ellos están ocultos y no los podemos ver cuando intercambiamos un objeto (dinero) por otro (la mercancía). Podemos tomar diariamente nuestro desayuno sin pensar en la cantidad de gente que participó en su producción. Todas las huellas de la explotación están borradas del objeto (no hay marcas de dedos de la explotación en el pan de todos los días). (p. 120)

¿Acaso el posmodernismo supone una ruptura o un cambio con esta forma de concebir el dinero? «Las preocupaciones posmodernas por el significante más que por el significado, por el medio (dinero) más que por el mensaje (trabajo social), el énfasis en la ficción más que en la función, en los signos más que en las cosas, en la estética más que en la ética, sugieren una consolidación y no una transformación del rol del dinero tal como lo define Marx» (p. 122) Somos «libres» y podemos desarrollar nuestra vida y nuestro proyecto siempre que tengamos dinero suficiente para vivir de manera satisfactoria; es decir, el dinero une a todos los individuos «a través de su capacidad para adaptarse al individualismo, a la otredad y a la extraordinaria fragmentación social».

Aún hay más, aunque este capítulo lo reseñamos sólo tangencialmente. La separación del trabajo de su producto lleva a la alienación, a la otredad, a los obreros controlados por los propietarios de los medios de producción. Las contradicciones propias del capitalismo hacen el resto: la búsqueda desesperada del aumento de la plusvalía, que lleva a una carrera contra el espacio. El control del propio espacio, el surgimiento del Estado, que debe velar por las adecuadas medidas de protección que garanticen la continuidad del capitalismo.

Por consiguiente, Marx describe los procesos sociales del capitalismo que dan lugar al individualismo, la alienación, la fragmentación, lo efímero, la innovación, la destrucción creadora, el desarrollo especulativo, los desplazamientos impredecibles en los métodos de la producción y el consumo (deseos y necesidades), que dan lugar a una transformación en la experiencia del espacio y el tiempo, así como a una dinámica de cambio social pautada por crisis. Si estas condiciones de la modernización capitalista forman el contexto material a partir del cual los pensadores modernistas y posmodernistas y los productores culturales forjan su sensibilidad estética, sus principios y prácticas, parece razonable llegar a la conclusión de que el giro hacia el posmodernismo no refleja cambio fundamental alguno en la condición social. El surgimiento del posmodernismo representa un recomienzo (si lo hay) en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse acerca de la condición social, o (y esta es la proposición que exploramos con cierta profundidad en la Segunda parte) refleja un cambio en el modo en que funciona hoy el capitalismo. (p. 133)

Por lo tanto, y como afirmación preliminar antes de continuar, Harvey afirma que el posmodernismo supone una influencia positiva al reivindicar al otro y las diferencias en género, raza, sexualidad, clase, etc. Pero, en cambio, considera que «hay más continuidad que diferencia entre la vasta historia del modernismo y el movimiento llamado posmodernismo», que «es una especie de crisis particular dentro del primero que pone en primer plano el aspecto fragmentario, efímero y caótico de la fórmula de Baudelaire».

Pero el posmodernismo, con su énfasis en el carácter efímero de la jouissance, su insistencia en la impenetrabilidad del otro, su concentración en el texto más que en la obra, su tendencia a una deconstrucción que bordea el nihilismo, su preferencia por la estética sobre la ética, lleva las cosas demasiado lejos. (…) Los filósofos posmodernistas no sólo nos dicen que aceptemos sino que disfrutemos de las fragmentaciones y de la cacofonía de voces a través de las cuales se entienden los dilemas del mundo moderno. (…) El posmodernismo nos induce a aceptar las reificaciones y demarcaciones, y en realidad celebra la actividad de enmascaramiento y ocultamiento de todos los fetichismos de localidad, lugar o agrupación social, mientras rechaza la clase de meta-teoría que puede explicar los procesos económico-politicos (flujos monetarios, divisiones internacionales del trabajo, mercados financieros, etc.) que son cada vez más universalizantes por la profundidad, intensidad, alcance y poder que tienen sobre la vida cotidiana. (p. 138)

Por ello, y volviendo al dilema que se le ha planteado antes (el auge del posmodernismo supone un recomienzo en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse, o bien refleja un cambio en el modo en que funciona el capitalismo), Harvey se plantea los cambios en el capitalismo durante la segunda mitad del siglo XX.

La condición de la posmodernidad (II): ¿el posmodernismo como ruptura?

La condición de la posmodernidad es una reflexión de David Harvey sobre si el posmodernismo supone una ruptura con el modernismo o si se trata de una nueva vanguardia de nombre rimbombante. Para ello, necesariamente, Harvey tenía que repasar qué es el modernismo, tema que tratamos en la primera entrada sobre el libro.

«Charles Jencks afirma que el fin simbólico del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produjeron a las 15:32 horas del 15 de julio de 1972, cuando el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis (una versión premiada de la «máquina para la vida moderna» de Le Corbusier) fue dinamitado por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de bajos ingresos que alojaba» (p. 56). De dichos edificios ya hablamos en Ciudades del mañana; precisamente Peter Hall, su autor, declaraba que el posmodernismo había llegado a la arquitectura de la mano de Aprendiendo de Las Vegas, libro que también menta Harvey y que se publicó en el mismo año 1972.

El modernismo, como vimos en la entrada anterior, se había vuelto sospechoso de «construir para el Hombre, y no para la gente»; se había vinculado (o había sido raptado por) los poderes capitalistas y la industria norteamericana y se veía acosado por múltiples revoluciones contraculturales.

Por otra parte, ¿acaso el posmodernismo representa una ruptura radical con el modernismo, o se trata sólo de una rebelión dentro de este último contra una determinada tendencia del «alto modernismo» como la que encarna, por ejemplo, la arquitectura de Mies van der Rohe y las superficies vacías de la pintura expresionista abstracta de los minimalistas? ¿Es el posmodernismo un estilo (…) o debemos considerarlo estrictamente como un concepto de periodización (…)? ¿Tiene un potencial revolucionario a causa de su oposición a todas las formas del meta-relato (incluyendo el marxismo, el freudismo y todas las formas de la razón de la Ilustración) y su preocupación por «otros mundos» y por «otras voces» tan largamente silenciados (mujeres, gays, negros, pueblos colonizados con sus propias historias)? ¿0 se trata simplemente de la comercialización y domesticación del modernismo, y de una reducción de las aspiraciones ya gastadas de este último a un laissez-faire, a un ec1ecticismo mercantil del «todo vale»? Por lo tanto, ¿socava la política neo-conservadora o se integra a ella? ¿Y acaso atribuimos su aparición a una reestructuración radical del capitalismo, a la emergencia de una sociedad «posindustrial», o lo consideramos como «el arte de una era inflacionaria» o como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (así lo proponen Newman y Jameson)? (p. 59)

Ahí es nada. Para definir el posmodernismo, Harvey acude a Hassan y su esquema de dicotomías entre el modernismo y el posmodernismo (que no reproducimos dada su extensión, pero que opone, por ejemplo, el propósito del primero al juego del segundo, o jerarquía/anarquía, centramiento/dispersión, significado/significante o trascendencia/inmanencia, por citar sólo unos pocos). «En líneas generales, para los críticos literarios «modernistas» las obras constituyen ejemplos de un «género» y son analizadas mediante el «código dominante» que prevalece dentro de la «frontera» del género, mientras que, para el estilo «posmoderno», una obra es un «texto» con su «retórica» e «ideolecto» particulares, y en principio puede ser comparada con cualquier otro texto de cualquier naturaleza.» (p. 61)

Si para Baudelaire la modernidad era la pugna dialéctica entre, por un lado, la fragmentación, el caos, las calles llenas de carruajes que obligaban al artista a ir con cuidado al cruzarlas y, por el otro, la voluntad de hallar sentido, de dirigir toda esa vorágine hacia donde uno quería llegar, lo sorprendente del posmodernismo es, para Harvey, es «su total aceptación de lo efímero, de la fragmentación, de la discontinuidad y lo caótico que formaban una de las mitades de la concepción de la modernidad de Baudelaire» (p. 61). De hecho, parte de la base del posmodernismo es que «las verdades universales y eternas, si existen, no pueden especificarse», así como la condena a los «meta-relatos» (como los de Freud o Marx) «por su carácter totalizante». Las personas no sólo pueden recurrir a un conjunto diferente de códigos en cada contexto (en casa, en el trabajo, en la iglesia o en el pub) sino que, de hecho, están obligados a hacerlo, llevados por «el aspecto más liberador y por lo tanto más atrayente del pensamiento posmoderno: su preocupación por la otredad» (p. 65). Por un lado, esta preocupación lleva a que todos los grupos tengan derecho a hablar con su propia voz (mujeres, gays, negros, ecologistas…), lo que también derrumba o, al menos, hace sospechosas las grandes creaciones (llevadas a cabo, en general, por hombres blancos occidentales) pero, por el lado opuesto, propugna que sólo quienes pertenezcan a dicho colectivo tengan una voz legitimada dentro de él (las políticas de la identidad actuales, generando nichos estancos).

Otro aspecto esencial del posmodernismo es la naturaleza del lenguaje. «Mientras que los modernistas presuponían la existencia de una relación estrecha e identificable entre lo que se decía (el significado o «mensaje») y cómo se decía (el significante o «medio»), el pensamiento posestructuralista considera que ambos «se separan constantemente y se vuelven a vincular en nuevas combinaciones».» De ahí, por ejemplo, la deconstrucción, iniciado por la lectura que hizo Derrida de Heidegger a finales de los años 60. La deconstrucción parte del concepto de que todo texto está creado sobre las lecturas o textos a los que ha tenido acceso su creador; de igual modo proceden las lecturas. Por lo tanto, no hay una lectura «principal», sino una serie de lecturas plausibles donde, incluso, las críticas literarias al texto original son, a su vez, otras obras literarias. «Este entramado intertextual tiene vida propia. Todo lo que escribimos transmite significados que no nos proponemos o no podemos transmitir, y nuestras palabras no pueden decir lo que queremos dar a entender. Es inútil tratar de dominar un texto, porque el constante entramado de textos y significados está más allá de nuestro control. El lenguaje opera a través de nosotros. Es así como el impulso deconstructivista tiende a buscar en un texto, otro texto, a disolver un texto en otro, a construir un texto en otro.» (p. 68)

De ahí que el lugar natural del posmodernismo sea el collage, como ya anunció Jameson, o la performance o el happening. Si todas las lecturas son válidas (bien que unas sean más pertinentes que otras, si acaso) «se crean oportunidades de participación popular y de maneras democráticas de definir los valores culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o –lo que es más problemático– vulnerabilidad a la manipulación por parte del mercado masivo». El autor ya no tiene poder; pero ese poder no ha sido delegado en otro medio o instancia, sino que ha sido lanzado al aire, donde puede ser asido por cualquiera.

Harvey recuerda que algunos de los discursos modernistas no fueron, ni de lejos, tan unívocos como los pinta el posmodernismo (como el modo en que dialogaban términos como valor, trabajo o capital en la obra de Marx o el montaje que hizo Benjamin en sus textos yuxtaponiendo conceptos para capturar las relaciones fragmentadas de su tiempo).

Pero si no podemos aspirar —como lo señalan en forma insistente los posmodernistas- a una representación unificada del mundo, ni a una concepción que tome en cuenta su carácter de totalidad llena de conexiones y diferenciaciones y no lo vea como un perpetuo desplazamiento de fragmentos, ¿cómo aspiraríamos a actuar en forma coherente con relación al mundo? La respuesta posmodernista consistiría simplemente en afirmar que, si la representación y la acción coherentes son represivas o ilusorias (y por lo tanto están condenadas a disiparse y anularse a sí mismas), ni siquiera deberíamos intentar comprometernos con un proyecto global. (p. 69)

Por ello Habermas, por ejemplo, defiende el proyecto de la Ilustración, abogando por su capacidad dialéctica y la voluntad de entenderse los unos a los otros, frente a la derrota o el relativismo de la posmodernidad.

La figura que surge teniendo en cuenta todos los postulados expuestos hasta ahora conduce a cierta concepción de la personalidad que Jameson identificaba con el esquizofrénico (en términos no clínicos, por supuesto), entendido como el estado de desorden lingüístico o la ruptura de la cadena significante. «Esto se ajusta, por supuesto, a la preocupación posmodernista por el significante más que por el significado, por la participación, la performance y el happening más que por un objeto artístico autoritativo y terminado».

Esta concepción tiene diversas consecuencias. En primer lugar, ya no se puede concebir al individuo como alienado en el sentido marxista, «porque estar alienado supone un sentido del propio ser coherente y no fragmentado, del que se está alienado». Además, si el modernismo se caracterizaba por la búsqueda de un futuro mejor (algo que tenían en común Fausto, Baudelaire, Marx o los rusos de San Petersburgo), el posmodernismo se concentra en todas aquellas inestabilidades que nos impiden, precisamente, avanzar hacia ese futuro (dando lugar a la era de victimismo y queja en que vivimos, que reivindica espacios seguros por doquier).

En tercer lugar: si todo es inmediato, una ilusión, una chispa de significado subjetivo difícilmente comunicable, se fragmenta el concepto de la historia. «Al evitar la idea del progreso, el posmodernismo abandona todo sentido de continuidad y memoria históricas, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente.» Cualquier reconstrucción histórica nos serviría: el pueblo de Disney, Celebration, o Seaside, comunidades recreadas evocando una América idealizada pero que obvian todo significado histórico real, al no impedir, por ejemplo, que las mujeres trabajen u obligar a blancos y negros a estar segregados. «Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce», aclara Harvey.

Rauschenberg, reproduciendo.

«Si se tiene en cuenta la disolución de todo sentido de continuidad y de memoria históricas, y un rechazo de los meta-relatos, el único rol que le queda al historiador es, por ejemplo, convertirse, como Foucault, en un arqueólogo del pasado, desenterrar sus vestigios como lo hizo Borges en su ficción, para articularlos entre sí en el museo del conocimiento moderno.» Dicho de otro modo: no hay verdad unívoca, sino construcciones voluntarias. «Esta pérdida de continuidad histórica en los valores y las creencias, junto con la reducción de la obra de arte a un texto que acentúa la discontinuidad y la alegoría, plantea todo tipo de problemas para el juicio estético y crítico. Al rechazar (y «deconstruir» activamente) todas las pautas autoritativas y supuestamente inmutables del juicio estético, el posmodernismo puede juzgar el espectáculo en función de su carácter espectacular.» (p. 75 ambas citas). A todo esto se le añade la pérdida de profundidad (que también adelantó Jameson) como consecuencia lógica de la disolución de los grandes relatos o discursos.

Todo lo anterior, aclara Harvey, se ha expuesto en términos intencionadamente abstractos y puede parecer, a priori, como algo alejado del día a día. Nada más lejos de la realidad. La democratización del arte ha significado un acercamiento entre «la alta cultura» y la «cultura popular». Aprendiendo de Las Vegas proponía tomar ejemplo de los gustos populares: de la ciudad de Las Vegas, incluso de Levittown, lugares denostados por la crítica pero amados por el público. O Disneylandia, simulacro adorado por todos.

Por ello, Harvey se plantea si, como propone Jameson, el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo avanzado: su estadio postrero, cuando se ha inmiscuido en todas las formas y aspectos de la vida.

Mientras que algunos dirían que los movimientos contra-culturales de la década de 1960 crearon un ambiente de necesidades insatisfechas y deseos reprimidos que la producción cultural popular del posmodernismo se ha propuesto simplemente satisfacer lo mejor que pueda a través de la forma de la mercancía, otros sugieren que, para sostener sus mercados, el capitalismo se ha visto en la necesidad de producir deseo, de despertar la sensibilidad de los individuos creando así una nueva estética por sobre las formas tradicionales de la alta cultura y en contra de estas. En cualquiera de los dos casos, creo que es importante aceptar la proposición según la cual la evolución cultural ocurrida desde comienzos de la década de 1960 no se produjo en un vacío social, económico o político. El despliegue de la publicidad como «arte oficial del capitalismo» incorpora las estrategias de la publicidad al arte y el arte a las estrategias de la publicidad (…).

El posmodernismo es, por lo tanto, más que una corriente estilística o artística: «su arraigo en la vida cotidiana es uno de sus rasgos transparentes más manifiestos», ya sea en la moda y su aceleración constante, el arte pop, la televisión o «la diversidad de estilos de vida urbanos que han pasado a ser parte de la vida cotidiana bajo el capitalismo». Para acabar de aprehender lo que supone el posmodernismo, Harvey lo desplaza a un contexto muy concreto: el urbano. Allí, viendo los cambios que supone y cómo ha modificado la fisonomía de las ciudades, obtiene una conclusión que será la tesis del libro y que le llevará a explorar el paso del fordismo a la acumulación flexible.