Ya tratamos el postmodernismo a propósito, por ejemplo, de Aprendiendo de Las Vegas, de Venturi, Scott e Izenour; y también de la quinta entrada de Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa, que se refería, precisamente, a la diferencia entre la sociedad postmoderna y el paradigma postmoderno. La primera hace referencia a la sociedad de nuestros días, postfordista, postcapitalista, informacional, fragmentada si lo prefieren; el segundo, a un modo de aprehender el mundo que surge tras el modernismo.

Fredric Jameson, crítico y teórico literario estadounidense, tiene dos obras fundamentales para entender dicho paradigma: Teoría de la postmodernidad, a la que esperamos llegar pronto, y el que nos atañe: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.
… el posmodernismo en arquitectura se presenta lógicamente como una especie de populismo estético, tal y como sugiere el propio título del influyente manifiesto de Venturi, Aprendiendo de Las Vegas. Sea cual sea la forma en que valoremos en última instancia esta retórica populista, le concederemos al menos el mérito de dirigir nuestra atención a un aspecto fundamental de todos los posmodernismos enumerados anteriormente: a saber, el desvanecimiento (esencialmente modernista) entre la cultura de élite y la llamada cultura comercial o de masas… (p. 12)
Que es, en esencia, y siguiendo los postulados de Adorno y Horkheimer, la industria cultural, una industria que, en la era del postmodernismo, lo imbuye todo: «la producción estética actual se ha integrado en la producción de mercancías en general» (p. 17). Pero no en una producción cualquiera sino en la estadounidense, en la nueva mutación del capitalismo ya completamente global. Jameson hablará del postmodernismo como una «pauta cultural dominante» con los siguientes rasgos constitutivos:
- una nueva superficialidad (simulacro);
- debilitamiento de la historicidad (Jameson hablará de una visión «esquizofrénica»);
- un «subsuelo emocional totalmente nuevo» al que se accede a través de las teorías de lo sublime;
- las relaciones de todo lo anterior con una creciente tecnología en un nuevo sistema económico mundial.
El primer rasgo, tratado en el capítulo La deconstrucción de la expresión, tiene que ver con la pérdida de la profundidad de la obra artística y Jameson toma la comparación entre los zapatos de labriego de Van Gogh, que, mediante el retrato de un par de zapatos nos sugiere todo un mundo, una época, una forma de habitar el mundo, y los Diamond Dust Shoes de Andy Warhol, que son sólo… zapatos. No dejan lugar para el espectador: son, si acaso, fetiches, tanto en el sentido de Freud como el de Marx.
«La profundidad ha sido reemplazada por la superficie o por múltiples superficies.» Pasando por el fin (o la muerte) del sujeto como tal («el fin de la mónada, del ego o del individuo autónomo burgués», ya sea porque su figura, que existió en la modernidad, se ha disuelto en estos tiempos postmodernos, ya sea porque nunca existió y su construcción, a modo de «reflejo ideológico», finalmente se ha derrumbado) se llega, también, al «fin de la pincelada individual distintiva» y a que las obras carezcan de «sentimiento»; por lo que hay que construirlos para ellas, otorgárselos a posteriori (Jameson los denomina, en vez de sentimiento, «intensidades»), siendo, por lo tanto, construcciones culturales, impersonales.
En esta situación, todo intento de parodia queda abortado; la parodia tuvo su época, pero ahora esta nueva realidad del pastiche va lentamente relevándola. El pastiche es, como la parodia, la imitación de una mueca determinada, un discurso que habla una lengua muerta: pero se trata de la repetición neutral de esa mímica, carente de los motivos de fondo de la parodia, desligada del impulso satírico, desprovista de hilaridad y ajena a la convicción de que, junto a la lengua normal que se toma prestada provisionalmente, subsiste aún una saludable normalidad lingüística. (p. 43)
El siguiente capítulo, La posmodernidad y el pasado, empieza hablando de la gran referencia a la historia de la postmodernidad: el pastiche. En una era fragmentada, sin grandes clases dominantes y donde cada uno pertenece a distintas etnias, grupos, filiaciones, asociaciones, cada una de ellas con su marcada carácter personal e incluso su forma de usar las mismas palabras, los «grandes amos [capitalistas] ya no necesitan (o se ven incapaces) de imponer su lenguaje», afirma Jameson; en el blog vamos más allá y afirmamos que no sólo no son incapaces sino que con completamente capaces… de lo opuesto, es decir, de fragmentar, dividir, oponer grupos diversos. Ante una verdad más o menos monolítica a la que volver, la parodia se revela incapaz y surge el pastiche, el collage, la suma de retazos diversos que no tienen una verdadera significación; por ello la propia industria cultural vuelve periódicamente al pasado pero como forma de captar ideas estéticas, «el discurso de todas las máscaras y voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura hoy global».
De este concepto, que los historiadores de la arquitectura llamaron «historicismo» (y Jameson destaca que Lefebvre lo denominaba la progresiva primacía de lo neo) surge el simulacro, los pseudoacontecimientos, el espectáculo de Debord. Se da entonces una sociedad de significados inertextuales, estéticos, no profundizadores, que Jameson analiza tanto en películas (Chinatown, el remake de El cartero siempre llama dos veces titulado Fuego en el cuerpo, El lago de Doctorow).
El siguiente capítulo se titula, precisamente, La ruptura de la cadena significante. «Si es cierto que el sujeto ha perdido su capacidad activa para extender sus protensiones y sus retenciones a través de la multiplicidad temporal y para organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, sería difícil esperar que la producción cultural de tal sujeto arrojase otro resultado que las «colecciones de fragmentos» y la práctica fortuita de lo heterogéneo, lo fragmentario y lo aleatorio.» (p. 61) Es lo que Lacan describía como «una ruptura en la cadena significante» o la esquizofrenia (nunca entendida como término médico). La relación entre significado y significante se ha roto y el sentido se construye a partir de la relación de los significantes entre sí. «Al romperse la cadena del sentido, el esquizofrénico queda reducido a una experiencia puramente material de los significantes o, en otras palabras, a una serie de meros presentes carentes de toda relación en el tiempo.» (p. 64)
Lo sublime histérico analiza el papel de la tecnología en estos nuevos tiempos. A partir del camp, tal como lo definió Susan Sontag, y del sublime, de Burke y Kant, ese casi terror que se sentía ante la naturaleza y que en última instancia ponía de manifiesto los límites de la percepción humana de la inmensidad, la propia percepción del sujeto, si acaso; Jameson reflexiona en que «lo otro de nuestra sociedad ya no es la naturaleza (…), sino algo que aún debemos identificar.» Se destaca la extraña fascinación que ejercía la tecnología a mediados de los 80 y 90; no como la que sintieron los futuristas ante un Ferrari, sino una fascinación difícil de explicar, como una manifestación de las formas, anónimas, invisibles, de esta nueva extensión del capitalismo en la cuarta era de la mecanizción, la que de verdad ha llevado al capitalismo a cotas completamente mundiales.
Como he señalado anteriormente, este rechazo del término «postindustrial» por parte de Mandel implica la tesis de que este capitalismo avanzado, consumista o multinacional, no solamente no es incompatible con el genial análisis de Marx en el siglo XIX, sino que, muy al contrario, constituye la forma más pura de capitalismo de cuantas han existido, comportando una ampliación prodigiosa del capital hasta territorios antes no mercantilizados. (p. 80; las negritas son nuestras y remiten al maravilloso La guerra de los lugares, de Raquel Rolnik: una narración de cuando el capitalismo decidió que la vivienda también sería un bien de consumo)

El posmodernismo y la ciudad analiza los nuevos edificios surgidos, sobre todo, a raíz del ya mencionado Aprendiendo de Las Vegas, como por ejemplo el Hotel Bonaventura. No nos detendríamos en él sino fuese porque Neil Smith, en La nueva frontera urbana, que analizamos recientemente, lo mentaba también. El Bonaventura, dice Jameson, tiene la pretensión de ser un mundo total, un espacio cerrado; dispone de entradas porque no le queda más remedio. Si la teoría arquitectónica del momento trataba de emular los itinerarios por un edificio o ciudad con los relatos, posibles historias que el paseante recorre con su cuerpo, el Bonaventura anula esa opción: formado por escaleras mecánicas y cintas transportadoras, la única contemplación que permiten es la de sí mismos, «la autorreferencialidad de la cultura moderna». Sumado a esto, las cuatro torres que se abren en el vestíblo son exactamente iguales, por lo que la única forma de orientarse es mediantes las indicaciones con las que hubo que llenar el recibidor. De esta forma se crea una «ruptura entre el cuerpo y el espacio urbano exterior», generándose por un lado «un hiperespacio postmoderno que trasciende la capacidad del cuerpo humano individual para autoubicarse, para organizar perceptivamente el espacio de sus inmediaciones y para cartografiar cognitivamente su posición en un mundo exterior representable» y por el otro una «incapacidad mental (…) de confeccionar el mapa de la gran red comunicacional descentrada, multinacional y global en la que, como sujetos individuales, nos hallamos presos.»
El último capítulo, La abolición de la distancia crítica, recoge las características anteriores para explicar cómo es imposible, para el arte o la cultura, hallar una distancia desde la que criticar el postmodernismo: «Nos encontramos tan inmersos en estos volúmenes asfixiantes y saturados, que nuestros cuerpos posmodernos han sido despojados de sus coordenadas espaciales y se han vuelto en la práctica (por no hablar de la teoría) impotentes para toda distanciación». Por ello, las propias formas contraculturales, incluso las «intervenciones abiertamente políticas -sea el caso de The Clash- se encuentran secretamente desarmadas y reabsorbidas por un sistema del cual ellas mismas pueden considerarse como partes, puesto que son incapaces de mantener frente a él la más mínima distancia.» (p. 108) ¿Cuál es la solución, entonces, para desarrollar discursos críticos ante este sistema? La elaboración de mapas cognitivos.
Siguiendo el ejemplo de Lynch en La imagen de la ciudad, donde explica que los habitantes de la ciudad alienada son incapaces de construir mapas sobre ella y extrapolándolo más allá, «a los espacios más amplios, nacionales y mundiales, de los que nos hemos ocupado en este ensayo». O incluso sin alejarnos tanto: ¿cómo construir mapas hoy en día, cuando recorremos ciudades ajenas con la cabeza enterrada en Google Maps, cuando vamos a ver ciudades con cruces marcadas sobre un mapa de las cosas ante las cuales hay que fotografiarse?
Un nuevo arte político -si tal cosa fuera posible- tendría que arrostrar la posmodernidad en toda su verdad, es decir, tendría que conservar su objeto fundamental -el espacio mundial del capital multinacional- y forzar al mismo tiempo una ruptura con él, mediante una nueva manera de representarlo que todavía no podemos imaginar: una manera que nos permitiría recuperar nuestra capacidad de concebir nuestra situación como sujetos individuales y colectivos y nuestras posibilidades de acción y de lucha, hoy neutralizadas pro nuestra doble confusión espacial y social. Si alguna vez llega a existir una forma política de posmodernismo, su vocación será la invención y el diseño de mapas cognitivos globales, tanto a escala social como espacial. (p. 120)
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