Los sociólogos de la ciudad, Gianfranco Bettin

Los sociólogos de la ciudad es un libro de Gianfranco Bettin de 1979 que trataba de sistematizar los conocimientos de la sociología urbana hasta dicha fecha. No era una época casual: tanto Lefebvre como Castells ya habían publicado (el primero prácticamente toda su obra, el segundo acababa de empezar pero ya había dado un par de golpes sobre la mesa con Problemas de investigación en sociología urbana (1971) y La cuestión urbana (1972)). Bettin hace una relectura de los principales autores que han investigado el hecho urbano, y ahí surge el que, si acaso, es el único reproche que le podemos hacer: que muchos de esos lugares ya los hemos transitado. Pero eso no es, ni mucho menos, un reproche hacia su obra o hacia sus análisis, por lo que éste se convierte en un muy buen manual para interesarse por la materia.

Bettin dedica los tres primeros capítulos a analizar, a fondo, a tres autores que se podrían considerar precursores de la sociología urbana, si bien dos de ellos no estudiaron, per se, el hecho urbano: Weber con La ciudad y su análisis de la ciudad medieval, y Marx y Engels, que, si bien no entraban directamente en el hecho, no olvidemos que tanto la burguesía como el proletariado son clases evidentemente urbanas. Además, Engels dedicó toda una obra al problema de la vivienda, por lo que eran manifiestamente conscientes de las condiciones urbanas en que se vivía. El tercer autor sí que se centró en el hecho urbano, en concreto, en la forma en que la mente de los habitantes de la ciudad deja de lado el pensamiento emocional y se centra en una actitud racional, marcada por el dinero y por el hastío ante tanto estímulo. Sí: se trata de Simmel, la actitud blasé del ciudadano y la obra Las grandes urbes y la vida del espíritu (o Las metrópolis y la vida mental, depende de la traducción).

La Escuela de Chicago merece dos capítulos: el primero, dedicado a la ecología urbana de Park, Burgess y McKenzie, al estudio de las áreas naturales y a los diagramas de anillos concéntricos del tercero, que fueron evolucionando a medida que lo hacía su comprensión de la ciudad. El segundo está dedicado al urbanismo de Louis Wirth, del que ya leímos «El urbanismo como forma de vida«.

El sexto capítulo, y el que más nos interesa en el blog, trata los dos estudios que llevó a cabo el matrimonio Lynd en una «ciudad media» de Estados Unidos. La gracia del asunto es que hicieron el primer estudio antes del crack del 29 y el siguiente unos años después, con lo que pudieron comprobar, de primera mano, los cambios que habían sucedido. Los dos últimos capítulos tratan la obra de Henri Lefebvre y los primeros libros de Castells, que ya hemos reseñado en el blog, por lo que sólo los trataremos brevemente. Sin más preámbulo, vamos al estudio de los Lynd.

Las investigaciones de Robert y Helen Lynd representan dentro de este sector del trabajo sociológico una contribución pionera ya clásica que, sin embargo, sigue teniendo el valor de un modelo al que es conveniente todavía referirse. Como ya es sabido, se trata de un estudio sobre una pequeña ciudad del Middle West, realizado en el curso de dos periodos importantes de la historia norteamericana moderna, caracterizados respectivamente por la difusión del proceso de industrialización en todo el territorio nacional y por la Gran Depresión. (p. 110)

Middletown: A Study in Modern American Culture, publicado en 1929, cubre el periodo entre 1890 y 1925, aproximadamente. El estudio empezó en 1924 y supuso bastante trabajo de campo en la ciudad de Muncie, en Indiana (aunque los autores no concretaron el lugar y hablaron de «una población de treinta y pico mil habitantes»). Durante sus observaciones, que cubren una época de bonanza y crecimientos económicos, los Lynd se dan cuenta de que existen dos grandes grupos sociales: la working class y la bussiness class. «En general, los miembros del primer grupo orientan sus actividades lucrativas especialmente hacia las cosas, utilizando instrumentos materiales en la fabricación de objetos y en el cumplimiento de servicios, mientras que los miembros del segundo grupo dirigen sus actividades hacia las personas, en particular, vendiendo o difundiendo cosas, servicios o ideas.» La clase «obrera» está constituida por el 71% de los sujetos económicamente activos y la clase «empresarial», por el 29% restante, y los Lynd constatan que «el simple hecho de haber nacido en una o en otra parte de la vertiente,constituida grosso modo por estos dos grupos, representa el factor cultural específico más significativo que influye en lo que una persona hace durante el día en el curso de su vida».

Enfocando en la clase obrera, se dan cuenta de que son los que más sufren las consecuencias de los cambios económicos. En general provienen de entornos campesinos y, en apenas una generación, la mayoría de sus constantes sociales cambian. Las mujeres, hasta entonces madres y esposas, deben buscar trabajo para adaptarse al nuevo entorno económico, con lo que ya no pueden ocuparse en la misma medida de la crianza de los hijos. Este papel recae en la educación, donde, sin embargo, los hijos de la clase obrera no pueden competir con los de la clase empresarial: los segundos tienen un coeficiente intelectual mayor (teniendo en cuenta que «distintas circunstancias sociales influyen en el nivel de inteligencia», por lo que suponemos que se mide como una variable coyuntural, no permanente).

Por otro lado, el trabajo de los obreros se lleva a cabo en entornos industriales, a menudo con máquinas. Su única valoración en el trabajo es la capacidad que tenga para resistir la repetición constante del vaivén de la máquina: dan igual su destreza o su actitud, por lo que, en general, el único valor proviene de su edad y mengua con el paso del tiempo. Además, y puesto que los obreros se convierten en una población flotante que migra en función de la demanda de trabajo, sus raíces con la comunidad son más débiles y habitan en las zonas menos agradables del lugar.

Por contra, los miembros de la bussiness class «participan activamente en la vida de varios círculos ciudadanos» e incluso «fundan nuevos círculos sobre la base paraprofesional», generando una vida asociativa entre ellos que «convierte a la bussiness class en la única clase social consciente de sus funciones y de sus intereses, es decir, organizada para una enérgica defensa frente al resto de la comunidad» (p. 115).

En cuanto a la movilidad social, se llega a una conclusión unívoca: no existe.

La movilidad social es un valor-mito, un elemento cultural que forma parte de una ideología tradicional que ya no tiene sentido, desmentida por la realidad de manera muy clara sobre todo en esta primera fase de expansión capitalista. Los obreros no sólo no tienen la posibilidad concreta de abandonar su condición de asalariados y de transformarse en pequeños empresarios, puesto que el mercado está ya controlado por empresas mecanizadas, con abundancia de capital, sino que incluso en el ámbito del trabajo de fábrica tienen muy pocas oportunidades de mejorar. Y esto ocurre por dos motivos: la no disponibilidad de puestos de encargados y la tendencia, debido al desarrollo del sistema administrativo, a emplear a niveles intermedios personales técnicamente preparados; el obrero común, totalmente agotado por su trabajo cotidiano, no tiene ni tiempo ni energía para adquirir este tipo de conocimiento. (p. 116)

Por ello, la clase obrera suele volcar sus esperanzas en la educación, para que sus hijos sí que disfruten de esa ansiada movilidad social, aunque también luego ahí encontrarán escollos, puesto que no es su «destino natural». «Se puede decir entonces que en Middletown no existe conflicto de clase. Es más correcto hablar de convivencia, una convivencia basada en la distancia social y en la indiferencia. La confrontación cotidiana entre las clases, en muchas áreas de la vida comunitaria, no se traduce en un conflicto abierto organizado; ni siquiera podemos decir que el conflicto esté latente» (p. 116).

En 1935, los Lynd vuelven a Muncie para comprobar los efectos de la crisis sobre la población. El estudio resultante, Middletown in Transition: A Study in Cultural Conflicts se publicará en 1937. Este segundo estudio lo llevaron a cabo muchos menos investigadores que el primero, por lo que no es tan exhaustivo. El gran foco se centra en la familia X, una determinada familia que ejerce un gran poder sobre la comunidad.

La crisis llega a Middletown algo más tarde que a las grandes capitales norteamericanas pero, cuando lo hace, arrasa entre los obreros: uno de cada cuatro pierde el empleo durante el primer año. La clase empresarial, sin embargo, se obceca empecinadamente en negarse a aceptar la existencia de dicha crisis. Pero, cuando los obreros empiezan a sindicarse y a organizarse, la clase empresarial «reaccionará incrementando la organización interempresarial e intentará desalentar por todos los medios la organización de la mano de obra. Se extiende también un credo cívico basado en tres principios relacionados entre sí, según los cuales una producción en función del provecho, una ciudad sin sindicatos y «un mercado favorable al trabajo» (es decir, con una oferta de mano de obra que exceda a la demanda) son las condiciones necesarias para salvaguardar el interés común y el bienestar de toda la ciudad» (p. 118).

Por otro lado, la estructura de clases, tan clara en los años 20, se ha complicado bastante (aunque esta parte es algo vaga, seguramente porque los Lynd no pudieron recabar datos definitivos). Cada una de las dos clases anteriores se ha dividido en tres subgrupos, a saber:

  • un grupo pequeño de banqueros, grandes empresarios y directores de empresas nacionales con sede local, que orbita alrededor de la familia X y se define como el núcleo de la anterior clase empresarial; «actúa como grupo de control y fija también los estándares comunitarios de comportamiento de consumo y tiempo libre»;
  • un segundo grupo formado por empresarios menos relevantes, comerciantes o profesionales liberales que también actúa como grupo socialmente homogéneo y que, en ocasiones, se opone a las decisiones del grupo anterior, aunque en otras lo apoya de forma férrea;
  • un grupo residual dentro de la clase empresarial, que siguen formando parte de ella pero nunca alcanzarán el «nivel» de los dos grupos anteriores;
  • el cuarto grupo lo forma la «aristocracia local obrera», es decir, los capataces de fábrica, por ejemplo, que coincide en estándares de vida y en aspiraciones con «la clase media asalariada»;
  • el quinto estrato son los obreros, en el sentido más amplio;
  • y el sexto estrato lo forman el subproletariado y obreros sin trabajo estable.

Pero en la estructura de Middletown, a medida que se vuelve más compleja, también influyen otros factores, como ser o no miembro de una «vieja familia», que confiere un determinado prestigio social; o las creencias religiosas o ser blanco o negro, «la línea de división más profunda que la comunidad admite ciegamente» (p. 123). A medida que la población crece (pasó de los 36.500 habitantes del primer estudio a cerca de 47.000 en el segundo), la cohesión social se reduce. Despunta entonces el primero de los seis grupos analizados, el de las mayores rentas (y la familia X), que luchan con mayor denuedo por mantener la unidad social que, «aunque se trate de un objetivo que se alcanza sólo aparentemente, será perseguido para poder mantener un nivel de integración que permita a los pocos que ostentan el poder conservarlo y ejercerlo sin molestias.

Por un lado, éstos se preocuparán de «invocar cada vez más toscos símbolos emotivos de tipo no selectivo que les permitan guiar a las masas» y, por otro lado, representan la única fuente autorizada de ideologías y símbolos para la comunidad, la cual no será ya capaz de dar vida de forma espontánea y desde abajo a una cultura autónoma e independiente. (p. 124)

Es decir: a medida que la estructura social se vuelve más y más compleja, sólo los grupos de poder ya organizados y con medios suficientes son capaces de establecer los temas y símbolos de cohesión de la totalidad, que pueden, o bien aferrarse a ellos, o bien rechazarlos; pero que se ven forzados a una toma de posición frente a ellos.

Bettin acaba elogiando el hecho de que, a diferencia de la Escuela de Chicago, que pretendía obtener conclusiones universales aplicables a toda ciudad a partir del estudio de la capital de Illinois, los Lynd «tienen tendencia a restringir el ámbito de aplicación de su interpretación sociológica a la comunidad local que les ha proporcionado el material de observación empírica».

El siguiente capítulo está dedicado a la obra de Lefebvre, (La producción del espacio, El derecho a la ciudad), de la que citamos sólo algunas frases:

  • «La urbanización total es la hipótesis guía de Lefebvre: la historia de la sociedad se traduce en movimiento hacia su progresiva urbanización.» (p. 126)
  • «La industria se somete a la urbanización que ella misma ha provocado, y esta fase es la que confiere significación a la revolución urbana, fase de transición que desembocará en una nueva era: lo urbano, que representa el final de la historia.» (p. 128)
  • La naturaleza social de las fuerzas productivas se vislumbra hoy en la producción social del espacio. La producción del espacio no es ciertamente un hecho históricamente nuevo; los grupos dominantes plasmaron siempre su espacio urbano. El hecho nuevo, en cambio, es evidente en la extensión sin precedentes de la actividad productiva, donde el capitalismo está interesado en emplear el espacio en la producción de plusvalía.» (p. 131)
  • «El urbanismo olvida las necesidades sociales; víctima del fetichismo del espacio se ilusiona en crear el espacio, pensando que de este modo controlará también de la mejor manera la vida cotidiana y creará nuevas relaciones sociales entre los habitantes de la ciudad.» (p. 132)

La condición de la posmodernidad (IV): del fordismo a la acumulación flexible

Tras analizar la modernidad en la primera entrada y una primera aproximación a la posmodernidad en la segunda, Harvey se planteaba la pregunta importante en la tercera, donde analizamos el posmodernismo urbano: ¿supone la posmodernidad una ruptura con la modernidad o bien es el reflejo de un cambio en el modo en que funciona el capitalismo? Por ello, toda la segunda parte de La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural se titula, precisamente, «La transformación económico-política del capitalismo tardío del siglo XX» y recorre el paso del fordismo a la acumulación flexible en que vivimos.

«Sin duda, la fecha simbólica de iniciación del fordismo es 1914, cuando Henry Ford introdujo su jornada de cinco dólares y ocho horas para recompensar a los trabajadores que habían armado la línea de montaje en cadena de piezas de automóvil que había inaugurado el año anterior en Dearborn, Michigan.» Pero el fordismo no nació de cero: sólo tres años antes, por ejemplo, en 1911, se había publicado The principles of scientific management de Taylor; y Ford aprovechó también la cultura empresarial corporativa que se había ido forjando durante todo el siglo XIX, donde ya abundaban las fusiones y los trusts y cárteles y donde también se estaba dando la separación en la empresa entre la dirección, la concepción, el control y la ejecución. Lo que sí fue característico de Ford fue «su reconocimiento explícito de que la producción en masa significaba un consumo masivo, un nuevo sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, una nueva política de control y dirección del trabajo, una nueva estética y una nueva psicología; en una palabra: un nuevo tipo de sociedad racionalizada, modernista, populista y democrática.» En palabras de Gramsci, el americanismo y el fordismo suponían «el esfuerzo colectivo más grande que se ha realizado hasta la fecha para crear, con una velocidad sin precedentes y con una conciencia del objetivo que no tiene parangón en la historia, un nuevo tipo de trabajador y un nuevo tipo de hombre.» (p. 148)

El objetivo de la jornada de cinco dólares y ocho horas era asegurar la sumisión del trabajador a la disciplina requerida para trabajar en el sistema de la linea de montaje. Al mismo tiempo quería suministrar a los obreros el ingreso y el tiempo libre suficientes para consumir los productos masivos que las corporaciones lanzarían al mercado en cantidades cada vez mayores. (p. 148)

El fordismo se enfrentó a dos problemas durante los años de entreguerras que le impidieron difundirse completamente: por un lado, las relaciones de clase no permitían aceptar con facilidad un sistema de producción que atacaba las prácticas artesanas, mayoritarias hasta entonces, y forzaba a los obreros a ser testigos manufactureros en grandes cadenas de montaje; por el otro, tampoco la estructura del Estado estaba lo bastante madura para el fordismo. El segundo obstáculo se superó con el crack del 29, que evidenció que el sistema no estaba funcionando y debía ser abordado de otro modo; y el primero se resolvió sólo tras la Segunda Guerra Mundial.

El período de posguerra asistió al surgimiento de una serie de industrias fundadas en tecnologías que habían madurado en los años de entreguerras y que habían sido llevadas a nuevos extremos de racionalización en la Segunda Guerra Mundial. Automóviles, construcción de barcos y de equipos de transporte, acero, petroquímica, caucho, artefactos eléctricos para el consumo, y la construcción, se convirtieron en mecanismos propulsores del crecimiento económico centralizado en una serie de regiones de gran producción de la economía mundial —-el Media Oeste en los Estados Unidos, el Ruhr-Renania, los West Midlands en Gran Bretaña, la región productiva Tokio-Yokohama–.

Sin embargo, el crecimiento fenomenal que se produjo en el boom de posguerra dependía de una serie de compromisos y reposicionamientos por parte de los actores más importantes del proceso de desarrollo capitalista. El Estado debía asumir nuevos roles (keynesianos) y construir nuevos poderes institucionales; el capital corporativo tenía que orientar sus velas en ciertos sentidos, a fin de moverse con menos sobresaltos por el camino de una rentabilidad segura; y el trabajo organizado tenía que cumplir nuevos roles y funciones en los mercados laborales y en los procesos de producción. El equilibrio de poder tenso aunque firme que se estableció entre el trabajo organizado, el gran capital corporativo y el Estado nacional, y que cimentó la base de poder para el boom de posguerra, no había llegado por azar. Era el resultado de anos de lucha. (p. 153-5; el destacado es nuestro)

Sin embargo, ese equilibrio duró poco y pronto quedó claro que uno de los tres elementos tenía más fuerza que los otros dos: el corporativo. El papel de las empresas era asegurar que sus ganancias repercutirían en inversiones cada vez mayores para mejorar la productividad y aumentar la calidad de vida. Ello supuso, por un lado, imponer la ideología del trabajo asalariado y de que el consumo (y, en el fondo, la acumulación) eran beneficiosos; y, por el otro, el predominio (la «hegemonía») de «la gestión científica de todas las facetas de la actividad corporativa». «Las decisiones de las corporaciones empezaron a hegemonizar la definición de las formas de crecimiento del consumo masivo, suponiendo, por supuesto, que los otros dos socios en la gran coalición harían lo que fuera necesario para sostener la demanda efectiva en niveles que pudieran absorber el crecimiento uniforme de la producción capitalista.» (p. 157)

Por su parte, el Estado se comprometía a invertir en las áreas más favorables a los negocios (transporte, servicios públicos) que «eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivos, y que también garantizarían relativamente el pleno empleo». Casualmente, «los gobiernos nacionales de muy diferentes características» y de un amplio espectro político organizaron sociedades similares, basadas en el estatismo del bienestar, una administración económica keynesiana y el control sobre las relaciones salariales. «Por lo tanto, el fordismo de la posguerra puede considerarse menos como un mero sistema de producción en masa y más como una forma de vida total». (p. 159) Esta forma de vida ligaba su existencia a la estética del modernismo: funcionalidad y eficiencia que se vinculaban a las líneas rectas y las formas geométricas del funcionalismo, el racionalismo y la zonificación.

Pero este progreso continuado requería, también, de un gran mercado al que Estados Unidos pudiese exportar. El fordismo se expandió a Europa y a Japón durante los años 40 integrado en el esfuerzo de la guerra. Luego, medidas como el Plan Marshall o el acuerdo de Bretton Woods de 1944, que convirtió al dólar en la moneda de reserva internacional, permitieron que «el excedente productivo de los Estados Unidos fuese absorbido en otra parte, mientras que el avance del fordismo en el nivel internacional significó la formación de mercados globales masivos y la incorporación de la masa de población mundial –fuera del mundo comunista– a la dinámica global de un nuevo tipo de capitalismo» (p. 160).

Pero la alianza fordista-keynesiana generaba resistencias. Por un lado: sólo algunos de los sectores disfrutaban de las ventajas de una resistencia sindical, aquellos donde había más organización; otros, por su propia estructura, dejaban a cada trabajador a merced de sus patrones. La estética funcionalista del modernismo suponía austeridad y se tradujo en derruir barrios pobres para permitir el paso de enormes autopistas (resumiéndolo mucho), por lo que cada vez era mayor el clamor de voces (como la de Jacobs) en contra de sus postulados. Y, en mucha mayor medida, una gran cantidad de naciones estaba quedando desconectada de este nuevo imperialismo americano: el Tercer Mundo. Esta amalgama sería la fuente de las protestas contra-culturales de los 60.

Pero no es oro todo lo que reluce, claro: «la caída de la productividad y de la rentabilidad de las corporaciones después de 1966 significó el comienzo de un problema fiscal en los Estados Unidos, que no desaparecería sino al precio de una aceleración inflacionaria que comenzó a deteriorar el papel del dólar como moneda estable de reserva internacional» (p. 164) El sistema fordista keynesiano era, en palabras de Harvey, demasiado «rígido». Por un lado, las organizaciones sindicales (en aquellas industrias donde las había) eran demasiado fuertes (y por ello todas las huelgas laborales que se dieron entre 1968 y 1972); por el otro, las empresas, poco a poco, se deslocalizaron hacia el Sudeste asiático, donde las condiciones laborales les eran mucho más favorables. De los tres grandes pilares de esta estructura, la única con capacidad de maniobra fue el Estado, que imprimió más moneda para mantener la estabilidad de la economía, provocando una ola inflacionaria.

El intento de poner un freno a la inflación creciente en 1973 dejó al descubierto una gran capacidad excedente en las economías occidentales, generando primero una crisis mundial en los mercados inmobiliarios y graves dificultades en las instituciones financieras. A lo cual se agregaron los efectos de la decisión de la OPEP de aumentar el precio del petróleo y la decisión árabe de embargar las exportaciones de petróleo a Occidente durante la Guerra árabe-israelí de 1973. (p. 168)

Para huir de los efectos de esta crisis de liquidez y legitimación, las empresas buscaron la automatización, se lanzaron a la búsqueda de nuevos productos o nichos de mercado, recurrieron a fusiones o se dispersaron hacia zonas con controles laborales más afines. Todo ello, por supuesto, deterioró el compromiso fordista y dio lugar a una nueva estructura económica que Harvey denominó, tentativamente, acumulación flexible.

La acumulación flexible, como la llamaré de manera tentativa, se señala por una confrontación directa con las rigideces del fordismo. Apela a la flexibilidad con relación a los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y las pautas del consumo. Se caracteriza por la emergencia de sectores totalmente nuevos de producción, nuevas formas de proporcionar servicios financieros, nuevos mercados y, sobre todo, niveles sumamente intensos de innovación comercial, tecnológica y organizativa. Ha traído cambios acelerados en la estructuración del desarrollo desigual, tanto entre sectores como entre regiones geográficas, dando lugar, por ejemplo, a un gran aumento del empleo en el «sector de servicios» así como a nuevos conglomerados industriales en regiones hasta ahora subdesarrolladas (como la «Tercera Italia», Flandes, los diversos Silicon Valleys, para no hablar de la vasta profusión de actividades en los países de reciente industrialización). Ha entrañado además una nueva vuelta de tuerca de lo que yo llamo «compresión espacio-temporal [que veremos más adelante]en el mundo capitalista: los horizontes temporales para la toma de decisiones privadas y públicas se han contraído, mientras que la comunicación satelital y la disminución en los costes del transporte han hecho posible una mayor extensión de estas decisiones por un espacio cada vez más amplio y diversificado. (p. 170)

Si el fordismo estuvo marcado por la rigidez, la acumulación flexible lo está, valga la redundancia, por la flexibilidad. La posibilidad de deslocalizar la industria supuso el fin del poder de negociación de los sindicatos, que tuvieron que aceptar condiciones cada vez peores. La flexibilidad vino también por el modo en que se modificaron las industrias: el mercado era más volátil, el margen de ganancias se había reducido y surgieron nuevas formas de contratación mucho más flexibles basadas en la temporalidad y la subcontratación. Las empresas se reducían a un núcleo cada vez menor de grandes directivos, considerados esenciales, y el resto de tareas se descentralizaban o deslocalizaban.

El tiempo de rotación del capital –que es siempre una de las claves de la rentabilidad capitalista– se redujo de manera rotunda con el despliegue de las nuevas tecnologías productivas (automatización, robots, etc.) y las nuevas formas organizativas (como el sistema de entregas «justo-a-tiempo» en los flujos de inventarios, que reduce radicalmente los que hacen falta para mantener la producción en marcha ). Pero la aceleración del tiempo de rotación en la producción habría sido inútil si no se reducía también el tiempo de rotación en el consumo. Por ejemplo, la vida promedio de un típico producto fordista era de cinco a siete años, pero la acumulación flexible ha reducido en más de la mitad esa cifra en ciertos sectores (como el textil y las industrias del vestido), mientras que en otros –como las llamadas industrias de «thought-ware (juegos de video y programas de software para las computadoras)– la vida promedio es de menos de dieciocho meses. Por consiguiente, la acumulación flexible ha venido acompañada, desde el punto de vista del consumo, de una atención mucho mayor a las aceleradas transformaciones de las modas y a la movilización de todos los artificios destinados a inducir necesidades con la transformación cultural que esto implica. La estética relativamente estable del modernismo fordista ha dado lugar a todo el fermento, la inestabilidad y las cualidades transitorias de una estética posmodernista que celebra la diferencia, lo efímero, el espectáculo, la moda y la mercantilización de las formas culturales. (p. 180)

De hecho, desde el momento en que escribió estas palabras, en 1990, vemos que la rotación no ha dejado de acelerarse y que el tiempo es cada vez menor, con la inmediatez no sólo de las modas (que ya no van por temporadas sino por quincenas) sino por lo efímero de las redes sociales o las noticias y la obsolescencia programada de los smartphones, que prácticamente cada dos o tres años dejan de ser funcionales para los nuevos programas de software cada vez más pesados.

Estos cambios sociales vinieron acompañados de una oleada de desregulaciones y de una constante reducción del Estado del bienestar. La información pasó a ser uno de los bienes más preciados: la institución capaz de reaccionar de forma más veloz a lo que sucede es, normalmente, la que puede alcanzar una situación privilegiada. El otro gran cambio de la acumulación flexible «fue la total reorganización del sistema financiero global y el surgimiento de mayores capacidades de coordinación financiera» (p. 184). Este movimiento fue doble: por un lado apuntaba hacia la creación de «conglomerados e intermediarios financieros de extraordinario poder global» y, por el otro, hacia una descentralización acelerada «de actividades y corrientes financieras a través de la creación de instrumentos financieros y mercados totalmente nuevos». Resumiéndolo en una palabra actual: la financiarización, el dinero virtual, el dinero líquido que se mueve por las redes, a menudo, despojado de todo vínculo no ya con el oro, sino con cualquier producto material. «Gran parte del flujo, de la inestabilidad y el torbellino puede atribuirse directamente a esta mayor capacidad de desplazamiento del capital que parece olvidar casi por completo las restricciones de tiempo y espacio que normalmente pesan sobre las actividades materiales de la producción y el consumo.» (p. 189).

De los tres pilares que sostenían el fordismo, las corporaciones se impusieron como líder indiscutible, como lo siguen siendo a día de hoy. El adelgazamiento del Estado del bienestar y la reducción de los sueldos, que se presentó con la excusa de la crisis de los años 70 como una medida necesaria para contener el gasto, «fueron transformados por los neo-conservadores en una simple virtud del gobierno. Se difundió así la imagen de gobiernos fuertes que administraban poderosas dosis de remedios desagradables a fin de restaurar la salud de las economías enfermas.» Curioso que los gobiernos fuertes sean aquellos que caen implacables sobre la clase obrera y los menos afortunados, y no los que son capaces de parar los pies a la acumulación desaforada de capital.

La excusa de los Estados, por supuesto, fue que debían competir entre ellos y que, si no se frenaban las pretensiones obreras o si se atendía a sus quejas, el capital huiría. Por ello, además de frenar los derechos obreros, los Estados debían crear un clima de seguridad y de bienestar para los negocios y volverse «empresariales», gestionando los países como si fuesen empresas. Y sin olvidar el papel que jugaron las instituciones internacionales (el FMI y el Banco Mundial), impuestas como jueces cuando eran parte interesada en el proceso y que siempre aconsejaban políticas restrictivas y austeras (de gasto público) e incluso sólo abrían su crédito a los países que cumplían estas recetas.

No sólo los Estados se volvieron «empresariales»: su forma de actuar modificó cómo concebimos hoy en día «ámbitos de la vida tan diversos como el gobierno urbano, el crecimiento del sector productivo informal, la organización del mercado laboral, la investigación y el desarrollo, y llega incluso a los confines de la vida académica, literaria y artística» (p. 196). La flexibilización de esta época «acentúa lo nuevo, lo transitorio, lo efímero, lo fugitivo y lo contingente de la vida moderna»; no es de extrañar, por ejemplo, que surjan conceptos como la Modernidad líquida de Bauman, que ponen de manifiesto la desaparición de los valores sólidos y tradicionales. La acción colectiva se vuelve más difícil, pues los valores que se dan por supuestos en la acumulación flexible son la competitividad y el individualismo.

Pero aunque la acumulación flexible sea una nueva forma de capitalismo, sigue siendo una forma de capitalismo. Por ello, se le aplican los mismos presupuestos, sacados de Marx, que Harvey ya desgranó en Los límites del capital (1982) y que resume en:

  • 1. El capitalismo tiende al crecimiento, que, según su ideología, es «a la vez inevitable y positivo»; por ejemplo, la palabra crisis se define como falta de crecimiento.
  • 2. El crecimiento de los valores depende de la explotación de la fuerza de trabajo, por lo que siempre habrá una pugna entre distintas clases y un recurso a la fuerza.
  • 3. El capitalismo es técnica y organizativamente dinámico, pues la competencia obliga a todos a mejorar la producción.

Estas «tres condiciones necesarias del modo de producción capitalista» son, como ya demostró Marx, inconsistentes y contradictorias, por lo que inevitablemente el capitalismo tiende siempre hacia una crisis. De hecho, tiende periódicamente hacia crisis de hiper-acumulación, definida como «una condición en la que la oferta de capital ocioso y de trabajo ocioso existirán una junto a otra, sin que se encontrara la manera de unir estos recursos ociosos para realizar tareas socialmente útiles» y caracterizada por, entre otros: «capacidad productiva ociosa, saturación de mercancías y exceso de inventarios, excedentes de capital dinero (…) y alto desempleo».

Para evitar o contrarrestar esta tendencia a la hiper-acumulación, el capitalismo ha optado por diversas vías:

  • 1. La devaluación de las mercancías, la capacidad productiva o el dinero. Sin embargo, este proceso tiene un coste social muy alto y es difícil de mantener en el tiempo, por lo que a menudo acaba revelando las costuras del propio capitalismo y significando una revolución (de derechas o izquierdas).
  • 2. El control macroeconómico, es decir, cierto intervencionismo (no necesariamente por parte del Estado, puede haber otros agentes). Es lo que sucedió, en cierto modo, durante el pacto que se dio entre el fordismo y el keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial.
  • 3. La absorción de la hiper-acumulación a través de un desplazamiento temporal y espacial. Puede ser temporal (que implica destinar recursos actuales a explorar usos futuros y que, en general, acaba suponiendo la aceleración en el tiempo de rotación de los productos) «de modo que el aumento de velocidad de este año absorba el exceso del año anterior»; puede ser espacial, lo que supone la producción de nuevos espacios capitalistas (a través de inversiones en infraestructura, por ejemplo) o una combinación de los dos anteriores, que ha sido la más habitual en el capitalismo.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se podían intentar desplazamientos temporales y espaciales, en general, dentro de los propios países o en algunos países de ultramar, aunque de forma tan limitada que el único recurso de los anteriores era la devaluación. A partir de 1945 «surge una estrategia más o menos coherente de acumulación construida en torno del control de la devaluación y la absorción de la hiper-acumulación por otros medios» (p. 208). Se combinó la devaluación, controlada, con la obsolescencia planificada y el pacto entre los tres estamentos actuó como control macroeconómico que contenía la lucha de clases, redirigía el cambio tecnológico y organizativa y mantenía ciertas líneas de producción bajo control estatal. Sin embargo, una gran parte de los buenos resultados que dio el sistema se debieron a los desplazamientos temporales y espaciales.

El régimen fordista de acumulación resolvió el problema de hiper-acumulación durante el largo boom de posguerra, fundamentalmente a través del desplazamiento espacial y temporal, Hasta cierto punto, la crisis del fordismo puede interpretarse por lo tanto como el agotamiento de las opciones para manejar el problema de la hiper-acumulación. El desplazamiento temporal suponía amontonar deuda sobre deuda, hasta el punto de que la única estrategia viable para el gobierno era monetizarla. En efecto, esto se llevó a cabo imprimiendo tanto dinero como para dar lugar a un brote inflacionario que redujo radicalmente el valor real de las deudas pasadas (los mil dólares tomados en préstamo diez anos antes tienen poro valor después de un período de alta inflación). El tiempo de rotación no podía acelerarse fácilmente sin destruir el valor de los activos fijos. Se crearon nuevos centros geográficos de acumulación: el Sur y el Oeste norteamericanos, Europa Occidental y Japón además de un espectro de países de reciente industrialización. Cuando estos sistemas de producción fordistas maduraron, se convirtieron en nuevos centros de hiper-acumulación, a menudo altamente competitivos. Se intensificó la competencia espacial entre sistemas fordistas geográficamente distintos, con los regímenes más eficientes (como el japonés) y los de costos de mano de obra más reducidos (como los que se encuentran en los países del Tercer Mundo donde las nociones de un contrato social con la fuerza de trabajo faltaban o bien se implantaban débilmente), mientras que otros centros caían en paroxismos de devaluación a través de la desindustrialización. La competencia espacial se intensificó, en particular después de 1973, cuando se agotó la capacidad para resolver el problema de la hiper-acumulación a través del desplazamiento geográfico. Por consiguiente, la crisis del fordismo fue una crisis tanto geográfica como geopolitica, como también una crisis del endeudamiento, de la lucha de clases o del estancamiento de las corporaciones dentro de cada Estado nacional en particular. Se trataba simplemente de que los mecanismos involucrados en el control de las tendencias a la crisis se vieron finalmente avasallados por el poder de las contradicciones subyacentes del capitalismo. Parecía no quedar otra opción que caer nuevamente en una devaluación como la que había tenido lugar en el período 1973-1975 o 1980-1982, como medio esencial para manejar la tendencia hacia la hiper-acumulación. A menos que se pudiera crear algún otro régimen superior de producción capitalista que asegurara una base sólida para la posterior acumulación en una escala global.

La acumulación flexible se ha constituido como «una simple recombinación de dos estrategias básicas definidas por Marx para obtener ganancia»: la plusvalía absoluta, que consiste en los beneficios obtenidos al alargar la jornada de los trabajadores sin aumentar los salarios, y la plusvalía relativa, que consiste en mejorar las condiciones (organizativas, tecnológicas) del proceso productivo para que sea más eficiente, y que premia a las empresas que innovan más en tecnología. A consecuencia de las dos estrategias anteriores, la acumulación flexible se ha convertido en una especie de «fordismo periférico» que se desplaza a lugares donde la fuerza de trabajo no tenga tanta fuerza y deba aceptar condiciones laborales peores. Ello nos lleva, claro, a la deslocalización, las subcontratas y la explotación de los emprendedores a sí mismos de que hablaba Byung-Chul Han en Psicopolítica, pero también al auge de «un estrato altamente privilegiado y con cierto grado de poder dentro de la fuerza de trabajo», es decir, con los controladores del espacio de los flujos, en palabras de Manuel Castells, o, por extensión, con el concepto de la clase creativa que parece tener preeminencia en nuestras ciudades hoy en día.

Bajo las condiciones de la acumulación flexible, pareciera que sistemas de trabajo rivales pueden existir al mismo tiempo, en el mismo espacio, como para que los empresarios capitalistas puedan elegir a voluntad entre ellos. Los mismos diseños de camisa pueden producirse en grandes fábricas de la India, en cooperativas de producción de la «Tercera Italia», en talleres de trabajo expoliado en Nueva York y Londres o mediante los sistemas de trabajo familiares en Hong Kong. El eclecticismo en las prácticas laborales parece ser tan marcado en esta época como el eclecticismo de las filosofías y gustos posmodernos. (p. 211)

Puesto que, en definitiva, la crisis del fordismo ha acabado resultado una «crisis de la forma temporal y espacial», a estos dos conceptos dedica Harvey el resto del libro.

Desarrollo desigual (II): escalas, crisis y la tierra plana

Seguimos con el análisis de Desarrollo desigual. Naturaleza, capital y la producción del espacio, de Neil Smith. En la primera entrada vimos el concepto de naturaleza y cómo era contradictorio y avanzaba hasta volverse ideología; y luego recordamos la concepción de la producción del espacio en Lefebvre.

El capital no llega a un mundo en blanco, sino que hereda unas concepciones tanto de la geografía como de la naturaleza. Sin embargo, recordando la frase de Marx: la «naturaleza que precedió a la historia humana […] no existe ya en nuestros días», puesto que ha sido modificada para obtener rédito de ella (incluso aquellas partes de las que no se extrae rédito directo caen bajo esta modificación, como, por ejemplo, la hegemonía del paisaje urbano modifica la concepción del paisaje rural). Lo mismo sucede con la geografía: a medida que el capital se va imponiendo, agrupa los patrones espaciales existentes en «una jerarquía de escalas espaciales cada vez más sistemática». Estas son la urbana, la del Estado nación y la global (aunque en posteriores epílogos a la obra, el propio Smith ampliará la lista).

La centralización del capital encuentra su más completa expresión geográfica en el desarrollo urbano. Por medio de la centralización del capital, el espacio urbano es capitalizado y transformado en un espacio absoluto de producción. Si bien la diferenciación geográfica fundada en la centralización del capital también acontece en otras escalas espaciales, en estas los resultados no son ni directa ni exclusivamente el producto de la centralización. En la escala urbana, sin embargo, es donde está implicada una combinación de fuerzas más compleja, y donde el patrón final surge con mayor «claridad» que en cualquier otro lugar. (p. 185)

«Con el desarrollo de la ciudad capitalista se produce una diferenciación sistemática entre el lugar de trabajo y el lugar de residencia, entre el espacio de la producción y el espacio de la reproducción-» (p. 185) Diferencia que, no lo olvidemos, tiende a disolverse en estas eras de psicopolítica: el teletrabajo, el llevarse el trabajo a casa, contestar un mail desde el teléfono o ampliar la formación fuera del trabajo; incluso convertir el domicilio en la empresa (youtubers, influencers que comparten su día a día).

Smith defendía, en 1984, que los límites de la producción determinaban los límites de la ciudad («los límites geográficos de los mercados de trabajo cotidianos expresan los límites de la integración espacial a escala urbana: donde los límites urbanos se han extendido demasiado, la fragmentación y el desequilibrio amenazan la universalización del trabajo abstracto; donde están muy restringidos en términos geográficos, la fuerza de trabajo urbana se encuentra limitada y surge la posibilidad de un estancamiento prematuro en el desarrollo de las fuerzas productivas»), algo que él mismo matizará en los epílogos pero que no ha dejado de tener importancia: gran cantidad de las nuevas formas urbanas que se han establecido a finales del siglo pasado y principios de éste (edge cities, ciudad difusa, ciudad multinodal y tantos otros) responden a las necesidades del capitalismo. No olvidemos que el propio espacio de las ciudades y las viviendas han entrado en el mercado y son ya un producto de consumo.

La siguiente escala es la global, aunque no entraremos en detalle hasta los epílogos. Y la tercera escala es la del Estado-nación.

El capitalismo hereda una estructura geográfica de ciudades-estado, ducados, reinos y otros espacios absolutos localizados y parecidos que están bajo el control de Estados precapitalistas y que el propio capital se encarga de transformar. Con el incremento en la escala de las fuerzas productivas y la internacionalización del capital, el Estado capitalista combina e incorpora algunos de estos Estados de menor tamaño dentro del Estado nación, cuya extensión geográfica tiene su límite inferior en la necesidad de controlar un mercado lo suficientemente grande (de trabajo y mercancías) como para alimentar la acumulación. En su límite superior, un Estado nación muy grande tiene dificultades para mantener el control político sobre su territorio. Sin importar cuánto influya en ella, la determinación real de los límites de la escala del Estado nación no se encuentra en la dialéctica de igualación y diferenciación, sino en la esfera de la política, es decir, en una serie de negociaciones históricas, de compromisos y guerras. Lo que queda determinado de forma precisa es un conjunto de jurisdicciones territoriales establecidas en el paisaje por medio de alambradas, puestos aduaneros, cercas y guardias fronterizos, que da por resultado una subdivisión del planeta en 160 o más espacios absolutos diferenciados.

En el mundo volátil y dinámico de la acumulación de capital, esta subdivisión política del planeta ha sido un arreglo destacable por su estabilidad para organizar la expansión y acumulación de capital. A pesar de cuán sustancial haya sido la reestructuración de los espacios nacionales tras ambas guerras mundiales y la descolonización del mundo subdesarrollado, la similitud del mapa mundial de 1980 con el de 1900 es mayor de lo que uno podría imaginar para un periodo de ocho décadas en la historia del capitalismo. Con toda claridad, la división de la clase trabajadora en unidades nacionales y el fomento de las ideologías nacionalistas fueron factores importantes para producir esta estabilidad. Siempre y cuando la economía mundial continuara creciendo y la acumulación a escala global se lograra por medio de mecanismos económicos de exportación de capital (en todas sus formas) y no por medio de la invasión colonial directa, no hubo necesidad de que el Estado como tal siguiera expandiéndose. De hecho, cuando llega la devaluación y la crisis, la división del mundo en Estados nación demuestra ser un mecanismo útil para desplazar los efectos más destructivos de la competencia del nivel económico de la empresa individual a la esfera política del Estado. (p. 192-3)

¿Por qué las escalas urbana y estatal son tan distintas, en el sentido de que la primera es tan fluida y la segunda, tan rígida? Por un lado, porque el control político directo sobre un territorio no es necesario para su explotación ni para que el capital siga obteniendo réditos. Por el otro, por la creación de ciertas instituciones internacionales (FMI, Banco Mundial, ONU) que cumplen algunas de las funciones de un Estado internacional. Y, por el otro, por la necesidad de un control político más directo de la clase obrera: «Es difícil imaginar que, después de la Primera Guerra Mundial, el capital británico pudiera haber controlado a los trabajadores alemanes desde Londres o que, después de la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores europeos pudieran haber sido controlados desde Washington, DC» (p. 194)

Si tomamos prestada la imagen de Nigel Harris, el capital es como una plaga de langostas: se asienta en un lugar y lo devora todo para luego moverse y azotar otro. Más aún, en el proceso de recuperación del azote, la región madura y facilita el siguiente ataque de la plaga. Así, el desarrollo desigual es, en última instancia, la expresión geográfica de las contradicciones del capital, donde el anclaje geográfico del valor de uso y la fluidez del valor de cambio se traducen en las tendencias contradictorias de la diferenciación y la igualación. (p. 203)

En las conclusiones, Smith destaca el papel que juegan las crisis en la configuración del espacio. Durante las crisis «se delimitan nuevos patrones [geográficos] como parte de una reestructuración del espacio geográfico que no tiene precedentes» y «en los periodos de expansión esto equivale a rellenar los patrones más o menos establecidos de un momento histórico anterior». Además de poner el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial, señala que su época (recordemos: el libro es de 1984) también es uno de estos momentos de crisis, refiriéndose a todos los cambios que se sucedieron tras las crisis económicas de 1973 y que supusieron el fin del fordismo y del estado del bienestar y la contraofensiva del capital por medio de la devaluación de las rentas del trabajo y la globalización.

El primer epílogo data de 1990 y recorre algunos cambios en la concepción del espacio. «En su obra Postmodern Geographies, Ed Soja realiza la crónica y analiza de forma incisiva el redescubrimiento del espacio en el trabajo de Foucault, Poulantzas, Sartre, Althusser, Giddens y Habermas, por nombrar solo algunos.» Durante todo el siglo XX han ido, por un lado, «el arraigado historicismo de la teoría social» y, por el otro, «el aislamiento introspectivo que domina la mayor parte de la geografía del siglo XX» hasta que, en sus últimas décadas, ambos tienden puentes para tratar de encontrarse.

El planteamiento de Frederic Jameson es tal vez el más notable, entre los realizados de forma externa al discurso geográfico, que ha tratado de devolver centralidad al espacio. En 1984, Jameson argumentó que «un modelo de cultura política apropiado para nuestra situación tendría que preguntarse por necesidad acerca de las cuestiones espaciales, en tanto son estas su preocupación constitutiva central». Si damos crédito a la improbable fuente de Kevin Lynch, Jameson defiende la sugerencia de que «una estética de la cartografía cognitiva» es el enfoque apropiado para esta política cultural. Desde el discurso geográfico, el trabajo de David Harvey ha sido, sin duda, el de mayor influencia desde los años ochenta por sus esfuerzos para establecer un «materialismo histórico geográfico». Si hay una «nueva espacialidad implícita en lo posmoderno», como sugiere Jameson, esta podría explicar el amplio entusiasmo generado por La condición de la postmodernidad de Harvey. En esta obra trata de conectar el léxico cultural que caracteriza al posmodernismo con el sentido de los cambios políticos, económicos y sociales que acompañan la reconfiguración del capitalismo tardío. Aquí los paralelismos entre Jameson y Harvey, a propósito de la reafirmación del espacio, son innegables, aunque se aproximan a ella desde diferentes puntos. (p. 220)

Recordemos que Jameson acababa El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado con una invitación a trazar nuevos mapas cognitivos e incluso a trazar una ruptura con «el espacio mundial del capital multinacional» para dejar de ser «neutralizados por nuestra doble confusión espacial y social».

Además, vuelve a La producción del espacio de Lefebvre para loar el modo en que el francés distinguió los tres tipos de espacios: el real o social, el ideal o mental y el espacio metafórico.

Hay en la obra de Lefebvre un planteamiento acerca de que el espacio contemporáneo del capitalismo es una metáfora. Y si tomamos prestada la frase con la que Habermas describió al modernismo, diríamos que para Lefebvre el espacio se volvió «dominante y a la vez quedó muerto» con el advenimiento del capitalismo del siglo XX. En este caso, la muerte del espacio es provocada por la representación abstracta que de él produce el capitalismo. El mundo de la producción y del intercambio de mercancías, la lógica y las estrategias de comunicación, el régimen opresivo del Estado, la expansión de las redes de transporte y comunicación, todo ello ha producido un espacio abstracto que, simultáneamente, se desconecta de los paisajes de la vida cotidiana y aplasta las diferencias existentes. Es así que el espacio es «llevado a la ruina». «El Estado aplasta al tiempo al reducir las diferencias a repeticiones y circularidades […] El espacio regresa en su forma hegeliana», como un espacio que de hecho está muerto porque es una imposición conceptual del Estado, que es la razón por la que es también dominante. Esta dominación tiene un doble sentido porque el espacio es productor y reproductor primario de las relaciones sociales y, a la vez, fuente de una violencia opresora: una faceta de «la producción del espacio abstracto» es «la metaforización general que, al ser aplicada a las esferas histórica y acumulativa, las transfiere a ese espacio donde la violencia está investida de racionalidad y donde una racionalidad de la unificación es usada para justificar la violencia». (p. 224)

Smith lo ejemplifica con la gentrificación en Nueva York y cómo las autoridades tratan de dar significado al espacio. El ayuntamiento, en el momento en que considera algunos espacios estigmatizados (paso previo a la gentrificación), «los da por perdidos» y organiza una redada policial para reconquistarlos; o, como traduce Smith: «devolverlo al espacio abstracto controlado por el Estado, en términos de Lefebvre». Los manifestantes coreaban la consigna: «¿De quién es el parque? ¡Nuestro!».

Lo importante de este ejemplo está en destacar el papel de la escala de la lucha por el control del espacio. Esta empezó como una lucha por el parque, pero su escala se expandió geográficamente hasta llegar a comprender a todo el barrio como parte de la expansión política de la lucha, incluyendo a diferentes grupos y tipos de organizaciones y lugares. Esto sugiere que la política espacial no solo pone en práctica la metáfora de que los acontecimientos «toman lugar», también revela que la verdadera contienda se refiere al lugar del poder para determinar la escala de lucha: quién define el lugar a ser tomado (el fragmento o fragmentos de Lefebvre) y sus fronteras. Esto también sugiere que las luchas exitosas en contra del espacio abstracto avanzan «saltando escalas». Al organizar los espacios fractales al nivel de una escala en un lugar consistente y conectado, las luchas pueden moverse hacia la siguiente escala en la jerarquía. De ahí la importancia de entender la producción del espacio como la producción de una jerarquía de escalas anidadas dentro de la escala global, y de entender cómo se construyen estas jerarquías. (p. 230)

El segundo epílogo data de finales de 2007.

En los últimos 25 años, desde que se escribió Desarrollo desigual, el capitalismo y su geografía han cambiado de manera notable. La globalización, la informatización de la vida cotidiana, la implosión del Estado socialista en la Unión Soviética y Europa del Este, la reafirmación de la religión en la política mundial, la revolución industrial sin precedentes en el este de Asia y la concomitante capitalización de China, los movimientos antiglobalización y por la justicia social mundial, el calentamiento global, la generalización de la gentrificación como política urbana mundial, el ascenso de la biotecnología, el Estado neoliberal, la guerra por la hegemonía global dirigida por Estados Unidos bajo el disfraz de la guerra contra el terrorismo: estos y muchos otros procesos han alterado de forma profunda la faz del capitalismo del siglo XXI. La que fuera la estable división de posguerra entre el Primer, el Segundo y el Tercer Mundo, que ya era sospechosa en la década de 1980, carece en nuestros días de cualquier coherencia y nos resulta curiosa y tan propia de los años setenta. Asimismo, resulta sospechosa cualquier distinción precisa entre lo rural y lo urbano en un mundo que está urbanizado en un 50 %, de la misma manera que cualquier división entre la ciudad central y el suburbio en la era de los centros gentrificados y las periferias corporativas de vanguardia. Frente a esto, la desigualdad del desarrollo capitalista nos parece más fragmentada que nunca en sus múltiples frentes. (p. 237)

Smith se siente tentado de incluir en esta lista el 11S, pero lo rechaza porque lo esencial no fue tanto el acontecimiento como las reacciones a él, usadas por Estados Unidos «para consolidar la hegemonía global -tan deseada, esporádica y, en última instancia, quimérica- de la clase dominante asentada en Estados Unidos». El desarrollo desigual, como demuestra con los muchos ejemplos que propone, no ha hecho más que expandirse y convertirse en el rostro del capitalismo; un capitalismo desbocado que se da por sentado, que se concibe como algo natural, a lo que es impensable ponerle trabas.

Finalmente Smith habla de The World is Flat, novela del autor Thomas Friedman donde explica la revelación que sintió al estar jugando a golf en el Silicon Valley» de la India, rodeado por los mismos rascacielos, personas y empresas que podrían rodearlo en Nueva York. «Cariño», le dijo a su esposa, «el mundo es plano». En efecto, el embate neoliberal de la economía estadounidense ha homogeneizado el planeta hasta el punto de suponer «el fin de la geografía».

Pero esta concepción es falsa, claro. Cuando llegó la crisis económica de finales del siglo XX… ¿qué nombre recibió? La crisis asiática; ah, las fronteras habían vuelto. La geografía sólo ha muerto para una clase pudiente que dispone de gran cantidad de lugares en el mundo fabricados a imagen y semejanza de aquellos que consideran suyos. Enormes rascacielos, oficinas a las que se accede en coche privado con chófer, aeropuertos cerca de esos espacios para que no tengan que perder tiempo en desplazamientos, clubes de golf y de campo, hoteles de lujo y restaurantes de estrella Michelin pueblan el planeta.

El Marx del que Friedman se olvida es el Marx de la teoría de la crisis, la división del trabajo, la clase social, la muerte por pobreza, así como el Marx de la crítica contundente a las fantasías de autorrealización capitalistas, que suponen que competencia, propiedad privada y avaricia de clase políticamente sancionadas y orquestadas nos llevarán a todos, de alguna manera, hacia un mundo mejor. Friedman ignora por completo al Marx que señaló que las fuerzas de diferenciación están profundamente arraigadas y son fundamentales para el funcionamiento y la supervivencia del capitalismo. Esta postura puede deberse a que Friedman es un determinista tecnológico confeso, cuya creencia le hace pensar que la tecnología puede abatir todas las enfermedades sociales y que la clase es un «actitud mental» —una actitud que puede seducir y hacer parecer que el mundo es plano cuando uno tiene la posibilidad de pagarse un billete y volar a voluntad a ocho mil metros de altura de manera confortable en los asientos de primera clase—. No obstante, para quienes están abajo, ya sea en el altiplano de Zimbabue o en el delta de Bangladesh, el precio de ese pasaje supera con mucho su ingreso anual, y el estilo de vida neoyorquino de rentas mensuales de 7.000 dólares por apartamentos multimillonarios —incluso de una sola habitación—, tiene la apariencia de una montaña imposible de escalar. Para ellos, Nueva York solo puede ser visto en la distancia.

En un breve intermedio, Friedman reconoce que el mundo no es del todo plano, pero insiste en que las fuerzas aplanadoras van a predominar. Y puesto que él lucha por mitigar la pobreza, apoya a la Fundación Bill y Melinda Gates, cuyo caritativo lema es: «Colaboraremos horizontalmente». Esta eliminación de la verticalidad del poder es conveniente e interesada, dada la capacidad del capital financiero de Microsoft, de tal modo que el respaldo otorgado por Friedman a la ontología plana que define la visión de Gates, solo termina por suavizar con efectividad la desigualdad global. En la práctica, el desarrollo geográfico desigual es el producto de la dialéctica entre las tendencias contradictorias de la igualación y la diferenciación. (p. 250-1)

Se nos ha dicho de manera insistente que el globalismo neoliberal ha cambiado el mundo, pero si algo ha reafirmado una y otra vez son los fundamentos del capitalismo liberal; y esto lo ha logrado sin necesidad de eliminar al Estado y su regulación. Aunque muchos Estados se han desentendido de la responsabilidad asociada a la reproducción social de sus poblaciones, es cierto también que los aparatos del Estado se han convertido de manera selectiva en entidades empresariales, lo que quiere decir que se han convertido en catalizadores de una expansión capitalista sin precedente.

(…) En la década de 1970, la escala de acumulación de capital en las economías más ricas del mundo había superado la habilidad de los Estados nación para regular la actividad económica interna. La actividad económica se desbordó cada vez más sobre y a través de las fronteras nacionales, exigiendo una desregulación nacional, al tiempo que una regulación internacional. En la década de 1980, la mayor parte de las transacciones económicas a través de las fronteras fueron intraempresariales, es decir, se realizaron dentro de las propias corporaciones. En este contexto, la idea misma de la existencia de distintas economías nacionales se volvió cada vez más inapropiada. La posibilidad de un capitalismo globalmente integrado había sido planteada con anterioridad. De hecho, la propuesta de una «Doctrina Monroe global», elaborada por Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial, esbozó una versión viable de la ambición estadounidense global (que no continental). Esta primera idea fue derrotada por la resistencia interna, la oposición externa y por un nacionalismo reaccionario endógeno. Un segundo intento se produjo, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, con la fundación de la Organización de las Naciones Unidas y, en especial, del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (más tarde llamado Organización Mundial de Comercio). Este intento se frustró por la Guerra Fría, a la vez que se recurría a un nacionalismo regresivo y autodestructivo. Durante mucho tiempo inactivas, estas instituciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial volvieron a la vida después de los años setenta, justo al avecinarse el tercer intento de la ambición global estadounidense. Esta nueva jugada en pro del poder global —reinventada como neoliberalismo y como solución a las crisis de los años setenta, que fueron descritas en la primera edición de este libro— recibió un impulso significativo desde el final de la Guerra Fría, pero de ninguna manera coincidió con un proyecto de americanización. En realidad, se trataba de un proyecto de clase que unía por interés común —incluso cuando peleaban acerca de cómo competir entre sí— a diversos grupos dominantes localizados alrededor del mundo, desde Washington hasta Pretoria y desde Shanghái hasta Ciudad de México. Del mismo modo, el neoliberalismo vinculó de forma creciente a los trabajadores textiles de Dacca, Bangladesh, con los de Nueva York, y a los recolectores de plátano en el Caribe con los sindicatos europeos. Desde la década de 1980, las victorias del movimiento de los trabajadores han sido sobrepasadas con mucho por las derrotas. La norma es ahora la organización internacional y no la nacional. Junto con el intermitente movimiento antiguerra y los distintos frentes del movimiento global por la justicia social, los trabajadores han logrado al menos hacer del neoliberalismo y la globalización los objetivos de una aguda atención crítica, de una nueva ola de protesta y de oposición política.

El desarrollo desigual en la escala global ha estado asociado a una descomunal desigualdad social y geográfica dentro de las economías nacionales, lo que resulta visible no solo en economías ascendentes como la china o la india, también en el corazón del capitalismo del siglo XXI, en Estados Unidos, la desigualdad económica se ha profundizado. Esta nación siempre se ha caracterizado por una enorme desigualdad social, y aunque en el cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial esta permaneció estable e incluso disminuyó en ocasiones, hacia principios de los años setenta, la desigualdad socioeconómica se intensificó rápidamente. En concreto, mientras en las últimas cuatro décadas los salarios de los trabajadores han permanecido fijos o han disminuido, los ingresos del 1 % más rico se han triplicado.

(…) En la escala urbana, la gentrificación, que a principios de los años ochenta era todavía un fenómeno emergente, se ha convertido en una estrategia urbana global. La espectacular inversión en los centros urbanos ya no es una experiencia exclusiva de Londres, Sidney, Nueva York o Amsterdam, sino de muchas otras ciudades alrededor del mundo. La gentrificación ha florecido de manera horizontal y vertical, afectando a ciudades en todos los continentes (excepto, presumiblemente, la Antártida), alcanzando también a las ciudades que se encuentran en lo más bajo de la jerarquía urbana. La gentrificación ha pasado de ser un acontecimiento aislado de mercados de vivienda selectos a un elemento dominante de las políticas de planeación urbana. Cuando se combina con la suburbanización global de las ciudades, hace parecer profético el pronóstico de Henri Lefebvre, quien en 1970 planteó que la urbanización reemplazaría a la industrialización como motor del cambio social. Así, la construcción de la ciudad se ha convertido en una fuerza geográfica motora de la acumulación de capital, es decir, en una fuente de producción de abundantes plusvalías. El gobierno financiero y las funciones de control de la economía global podrán estar todavía concentradas en Nueva York, Tokio y Londres, pero las nuevas ciudades globales de Asia, de América Latina y, cada vez más, de África, son los nuevos talleres del capital global. El urbanismo global es un proceso bastante contradictorio —que viene alimentado de manera centralizada por la migración campo-ciudad que contribuye a sostener la industrialización—; de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, en 2006 la población urbana mundial excedió por primera vez el 50 % del total de la población mundial. Por su parte, la gentrificación centraliza la ciudad, la suburbanización la descentraliza y la migración campo-ciudad conduce a la recentralización de la metrópolis. Y cada uno de estos procesos demanda un análisis escalar del desarrollo urbano desigual en un mundo globalizado. (p. 255-258)

Acabamos con las palabras de Donna Haraway, «una de nuestras más creativas pensadoras, ante un público atónito: «Si tuviera que ser honesta conmigo misma, he perdido la habilidad de pensar cómo sería un mundo más allá del capitalismo».

Todo lo sólido se desvanece en el aire (III): Marx

El segundo capítulo de Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, se titula «Marx, el modernismo y la modernización». Si en la primera entrada vimos la introducción a la obra y en la segunda analizamos el Fausto de Goethe como una tragedia del desarrollo, en esta tercera entrada Berman analiza la dialéctica entre modernidad y modernización en los escritos de Karl Marx.

Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas [338]. (p. 90)

Siguiendo a Berman, dividimos la entrada en los distintos epígrafes en que se divide el capítulo y que analizan aspectos diversos de la obra de Marx.

I: La visión evanescente y su dialéctica. La primera parte del Manifiesto, «Burgueses y proletarios», analiza el proceso de modernización.

Ante todo está la aparición de un mercado mundial. Al expandirse, absorbe y destruye todos los mercados locales y regionales que toca. La producción y el consumo —y las necesidades humanas— se hacen cada vez más internacionales y cosmopolitas. El ámbito de los deseos y las demandas humanas se amplía muy por encima de las capacidades de las industrias locales, que en consecuencia se hunden. La escala de las comunicaciones se hace mundial, y aparecen los medios de comunicación de masas tecnológicamente sofisticados. El capital se concentra cada vez más en unas pocas manos. Los campesinos y artesanos independientes no pueden competir con la producción en serie capitalista, y se ven forzados a abandonar la tierra y cerrar sus talleres. La producción se centraliza y racionaliza más y más en fábricas sumamente automatizadas. (La situación no es diferente en las zonas rurales, donde las explotaciones se convierten en «fábricas en el campo», y los campesinos que no abandonan el campo, se ven transformados en proletarios agrícolas). Grandes cantidades de pobres desarraigados llegan a las ciudades, que experimentan un crecimiento casi mágico —y caótico— de la noche a la mañana. Para que estos grandes cambios se desarrollen con una relativa fluidez, debe producirse una cierta centralización legal, fiscal y administrativa; y se produce allí donde llega el capitalismo. Surgen los Estados nacionales, que acumulan un gran poder, aunque ese poder se ve continuamente minado por el ámbito internacional del capital. Mientras tanto, los trabajadores industriales despiertan gradualmente a algún tipo de conciencia de clase y se movilizan contra la terrible miseria y la crónica opresión en que viven. Al leer esto, nos encontramos en un terreno conocido; estos procesos todavía se están produciendo a nuestro alrededor, y un siglo de marxismo ha contribuido a fijar un lenguaje en que resultan comprensibles. (p. 85)

La burguesía no es el gran enemigo de Marx: para ellos tiene toda una lista de elogios. Son los que han sido capaces de llevar a cabo las grandes obras de la humanidad, los grandes proyectos: las presas, las vías férreas, las grandes industrias, las ciudades. «La burguesía», dice Marx, «con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas». (p. 87)

Sin embargo, lo que realmente interesa a Marx no es tanto estas grandes obras en sí, sino los procesos y las estructuras que subyacen bajo ellas y que las hacen posibles: la movilidad, el desarrollo, la capacidad de soñar y llevar a cabo esos sueños. De todo ello, lo único con lo que se queda la burguesía, y esa es «la ironía del activismo burgués», es con la de acumular dinero; «todas sus empresas son medios meramente para alcanzar ese fin y no tienen en sí mismas más que un interés intermediario y transitorio»; son «productos accesorios» (p. 88) El resto de «pensadores y trabajadores radicales» son libres para ir más allá y no tienen que limitarse a los aspectos de la vida que san rentables. De ahí, precisamente, es de donde Marx creía que surgiría la revolución.

El segundo logro burgués, para Marx, «ha sido liberar la capacidad y el impulso humanos para el desarrollo: para el cambio permanente· (p. 89) Todo burgués tiene, necesariamente, que evolucionar y modernizar su negocio, so pena de quedar obsoleto y dejar de ganar dinero. Siguiendo el hilo, la propia burguesía estimula las crisis y se aprovecha de ellas, pues toda destrucción es una oportunidad de hacer dinero (recordemos la avidez con que las empresas estadounidenses corrían a Irak para obtener fondos de la reconstrucción tras la guerra).

Esta revolución constante genera personas dialécticas, «su personalidad deberá adoptar la forma fluida y abierta de esta sociedad»; no es ninguna sorpresa que, dos siglos después, Bauman hable de Modernidad líquida o Vida líquida como las nuevas formas sociales de finales del siglo XX. La propia burguesía, por lo tanto, genera el ideal humanista que culminará en la revolución; Marx «espera curar las heridas de la modernidad mediante una modernidad más plena y más profunda» (p. 93)

II: La autodestrucción innovadora.

¿Qué es lo que temen reconocer en sí mismos los miembros de la burguesía? No su tendencia a explotar a las personas, a tratarlas simplemente como medios o (en un lenguaje económico más que moral) como mercancías. A la burguesía, tal como la ve Marx, esto no le quita el sueño. Después de todo, se lo hacen unos a otros, e incluso a sí mismos, así que ¿por qué no iban a hacérselo a todos los demás? La verdadera fuente de problemas es la pretensión burguesa de ser el «partido del orden» en la política y la cultura modernas. Las inmensas cantidades de dinero y energía invertidas en la construcción, y el carácter conscientemente monumental de buena parte de ella —de hecho, a lo largo del siglo de Marx, en un interior burgués no había mesa ni silla que no pareciera un monumento— testifican la sinceridad y seriedad de esta pretensión. Y, sin embargo, el fondo de la cuestión, en opinión de Marx, es que todo lo que la burguesía construye, es construido para ser destruido. «Todo lo sólido» —desde las telas que nos cubren hasta los telares y los talleres que las tejen, los hombres y mujeres que manejan las máquinas, las casas y los barrios donde viven los trabajadores, las empresas que explotan a los trabajadores, los pueblos y ciudades, las regiones y hasta las naciones que los albergan—, todo está hecho para ser destruido mañana, aplastado o desgarrado, pulverizado o disuelto, para poder ser reciclado o reemplazado a la semana siguiente, para que todo el proceso recomience una y otra vez, es de esperar que para siempre, en formas cada vez más rentables. (p. 95)

«La fuerza material y la solidez» de todos los monumentos burgueses «no significan nada en realidad»: como todo, están construidos para ser substituidos. Ya sean bancos, museos, el Palacio de Cristal o hasta el Guggenheim, se asemejan más por su itinerario a «las tiendas y los campamentos» que a las Pirámides o las catedrales góticas.

Ejemplo de esto lo vemos en las palabras de Engels al horrorizarse por la pobreza de los materiales con que se construían las casas de los proletarios en la Inglaterra del siglo XVIII; pero está también en las grandes mansiones burguesas o, extendiéndonos hasta nuestro siglo, en la obsolescencia programada de todo los útiles que consumimos, preparados para durar lo que su garantía, o, por ejemplo, en la destrucción nipona de todos los edificios simbólicos de Tokio que vimos en Ciudad hojaldre.

Por todo ello, y a pesar de su apariencia de placidez, la burguesía es «la clase dominante más violentamente destructiva de la historia» (p. 97). El nihilismo de la siguiente generación (que Nietzsche atribuirá al trauma de la muerte de Dios) «son localizados por Marx en el funcionamiento cotidiano, aparentemente banal, de la economía de mercado» y lo lleva a compararlos con el mago que ha desatado unas potencias infernales que ya no es capaz de controlar.

Este Mago burgués bebe de la figura de Fausto, por supuesto; pero también de otra contemporánea: el Frankenstein de Mary Shelley.

Así, en la primera parte del Manifiesto, Marx expone las polaridades que animarán y darán forma a la cultura del modernismo en el siglo siguiente: el tema de los deseos e impulsos insaciables, de la revolución permanente, del desarrollo infinito, de la perpetua creación y renovación de todas las esferas de la vida; y su antítesis radical, el tema del nihilismo, la destrucción insaciable, el modo en que las vidas son engullidas y destrozadas, el centro de la oscuridad, él horror. Marx muestra cómo estas dos posibilidades humanas han impregnado la vida de todos los hombres modernos a través de las presiones e impulsos de la economía burguesa. (p. 98)

«Los aprendices de mago, los miembros del proletariado revolucionario, están destinados a arrebatar el control de las fuerzas productivas modernas a la burguesía fáustico-frankensteiniana.» (p. 99)

Y, sin embargo… ¿por qué detenerse ahí?

Berman encuentra en esta presentación de la sociedad moderna una contradicción a Marx. Éste parece dar por sentado que las progresivas crisis irán socavando los cimientos del poder de la burguesía; pero precisamente esta burguesía es la que ha sido capaz de obtener rédito de las sucesivas crisis. «Dada la capacidad burguesa para hacer rentables la destrucción y el caos, no existe una razón aparente por la cual la espiral de estas crisis no pueda mantenerse indefinidamente, aplastando a personas, familias, empresas, ciudades, pero dejando intactas las estructuras del poder y de la vida social burguesa.» (p. 100)

¿Por qué la comunidad proletaria, que no deja de ser un producto de la industria capitalista, ha de ser más perdurable que el resto de productos?, ¿acaso no está hecha ella misma para ser substituida por el siguiente? El propio Berman señala cómo las «formas abstractas del capitalismo parecen subsistir (capital, trabajo asalariado, mercancías, explotación, plusvalor) mientras que sus contenidos humanos están sometidos a un cambio perpetuo» (p. 101), como de hecho hemos visto progresivamente en nuestras sociedades donde cada vez menos nos identificamos con nuestra clase social y donde prácticamente nadie se ve como un obrero, sino como distintas modalidades de explotación cada una de ellas con sus propias idiosincrasias.

Incluso en el caso de que la revolución obrera llegue y se dé… ¿qué garantías hay de que permanezca? Dicho de otro modo, ¿acaso su permanencia en el tiempo, su estabilidad, su estancamiento, no sería precisamente algo profundamente antimoderno?

III. Desnudez. El hombre desguarnecido. En este apartado Berman explora la dicotomía entre el mundo real y el mundo ilusorio. Al principio se concebían como dos mundos opuestos (concepción espiritual), pero la modernidad los coloca a ambos sobre la tierra y uno se convierte en el mundo falso (un pasado que hemos perdido o estamos perdiendo) y un mundo físico o verdadero. «Las ropas se convierten en el emblema del viejo e ilusorio modo de vida; la desnudez pasa a significar la verdad recientemente descubierta y experimentada; y el acto de quitarse la ropa se convierte en un acto de liberación espiritual, de hacerse real.» (p. 103)

Para Marx, la desnudez y la caída de los velos suponen la liberación de las cadenas: darse cuenta de la opresión a que han sido sometidos los obreros y dejar de venerar a sus «superiores naturales». De hecho, al darse cuenta de esta evidente desnudez, se unirán para, colectivamente, superar «el frío que los atenaza»; y, de nuevo, Berman deja claras las contradicciones de este pensamiento. ¿Por qué, de todas las reacciones posibles, la del comunismo y la unidad va a ser la mayoritaria? Y, un paso más allá: en el bombardeo de opciones y posibilidades que el capitalismo promueve, «¿cómo pueden sus miembros llegar a decidirse por una personalidad real?» (p. 107) «Junto con la comunidad la sociedad, la propia individualidad puede estar desvaneciéndose en el aire moderno». (p. 108)

IV. La metamorfosis de los valores. De repente todos los valores que habían regido las sociedades anteriores han sido substituidos por uno nuevo: «la sociedad burguesa no borra las antiguas estructuras del valor, sino que las incorpora. Las antiguas formas de honor y dignidad no mueren; son incorporadas al mercado, se les añade una etiqueta de precio, adquieren una nueva vida como mercancías.» (p. 108) El libre mercado supone, en el fondo, una forma de libertad: la de que todo producto pueda acceder en libertad al mercado. Esto, de algún modo, tendría que suponer también una libertad política y cultural para que las masas accediesen a todos los productos por igual, limitados únicamente por su capacidad para generar dinero. Así, incluso el Manifiesto, que va directamente en contra de los supuestos de la burguesía, se pone a la venta puesto que genera valor.

En la práctica, ya sabemos que esto no ocurre y que uno de los objetivos principales de toda empresa es alcanzar la renta de monopolio de la que, por ejemplo, hablaba Harvey en Espacios del capital. O la aparición de oligopolios, mercados cerrados, aranceles, pactos Estado-empresa, etc.

V. La pérdida de la aureola. Todas las ambigüedades anteriores cristalizan en una sola imagen poderosa:

«La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de respeto reverente. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabio [Mann der Wissenschaft], los ha convertido en sus servidores asalariados» (476) (p. 112)

La propia burguesía tratará constantemente de crear otra aureola alrededor del producto (que Marx denunciará en «El fetichismo de la mercancía», dentro de El capital). El problema es que todas las profesiones se han vuelto similares en el sentido de que sólo son viables si alguien paga por ellas; en última instancia, si son rentables. «Así pues, pueden escribir libros, pintar cuadros, descubrir leyes físicas o históricas, salvar vidas, solamente si alguien con capital les paga.» (p. 115)

Marx dedica un lugar especial a los intelectuales (Mann der Wissenschaft) porque su caso es algo especial. Sus habilidades los colocan algo por encima de la media, puesto que suelen ser más rentables; sin embargo, por un lado son más volubles a las fluctuaciones del mercado; y por el otro lo que deben vender es su propia creación, su sensibilidad, su aprehensión del mundo (sin entrar en vaharadas románticas).

Finalmente, en las conclusiones, Berman intenta determinar si la modernización capitalista que se ha impuesto en el mundo era la única viable. Marx, siguiendo a Goethe, hablaba de una literatura universal, opuesta a las literaturas nacionales que iban surgiendo en los siglos XVIII y XIX. Goethe proponía que, aunque fuesen en idiomas distintos, los grandes nombres de todas las lenguas se leían entre ellos; y la tradición que compartían, la grecolatina y hebrea (de la que bebe, por ejemplo, el Ulises de Joyce), era la misma.

Este argumento de Marx podría servir como programa perfecto para el modernismo internacional que ha brotado entre su época y la nuestra: una cultura de mente amplia y muchas facetas, que expresa el panorama universal de los deseosmodernos y que, pese a la mediación de la economía burguesa, es «patrimonio común» de la humanidad. Pero ¿y si después de todo esta cultura no fuese universal como Marx pensó que sería? ¿Y si resultara ser un asunto provinciano y exclusivamente occidental? Esta posibilidad fue planteada por primera vez a mediados del siglo XIX por varios populistas rusos. Argumentaban que la atmósfera explosiva de la modernización en Occidente —la ruptura de las comunidades y el aislamiento psíquico del individuo; el empobrecimiento masivo y la polarización clasista, una creatividad cultural nacida de una anarquía desesperada, tanto moral como espiritual— podía ser una peculiaridad cultural más que un férreo imperativo que aguardara inexorablemente a toda la humanidad. ¿Por qué no habrían las otras naciones y civilizaciones de alcanzar unas fusiones más armoniosas de las formas tradicionales de vida con las potencialidades y necesidades modernas? En resumen —unas veces esta creencia se expresó como un dogma complaciente, y otras como una esperanza desesperada— sólo era en Occidente donde «todo lo sólido se desvanece en el aire». (p. 123)

Es decir, y en palabras de los rusos del XIX: ¿es posible pasar del feudalismo al socialismo sin caer en los abismos de la fragmentación y la modernización? Berman responde que la modernización tiene muchos rostros, por supuesto; pero si en tantos países en vías de desarrollo los dirigentes tratan de reprimir las ansias de democracia y libertad de su pueblo, debe de ser porque en el fondo es lo que quieren.

Y, sin embargo, la respuesta de Berman no es convincente. Dice, citando a Octavio Paz, que todos estamos «condenados a ser modernos»; puede ser, pero lo estamos porque vivimos en un mundo que ha globalizado la modernización y lo ha hecho a manos del capitalismo. ¿Eran viables otras opciones? Es tarde para saberlo. Nos viene a la mente la explicación que daba Castells sobre la llegada de los flujos y la globalización como una profecía autocumplida: cuando ya suficientes países estaban en el ajo, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio ofrecían dos opciones: dejarse globalizar, o quedar estancado y alejado de la red de los flujos, condenado a la inflación y a suplicar, años después, que la globalización volviese a golpear en tu puerta. Una vez empezada, la modernización es imparable; pero eso no significa que otras formas de modernización no hubiesen sido posibles.

Es cierta, por ejemplo, la crítica de Arendt que Berman recoge sobre que Marx nunca desarrolló una teoría de la comunidad política. Daba a entender que los comunistas, una vez superada la revolución, serían conscientes de que esta sociedad sólo se mantenía de forma individual y colectiva; de ambas.

Arendt comprende la profundidad del individualismo que subyace en el comunismo de Marx, y comprende también las direcciones nihilistas a que puede llevar ese individualismo. En una sociedad comunista en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos, ¿qué es lo que va a mantener unidos a esos individuos que se desarrollan libremente? Podrían compartir una búsqueda común de infinita riqueza de experiencias; pero éste no sería “un verdadero ámbito público, sino solamente unas actividades privadas desplegadas abiertamente”. (p. 127)

En busca de un punto donde comenzar, me he remontado a uno de los primeros y más grandes modernistas, Karl Marx. Me he dirigido a él no tanto en busca de sus respuestas, como de sus preguntas. El gran obsequio que puede ofrecernos hoy, a mi entender, no es el camino para salir de las contradicciones de la vida moderna, sino un camino más seguro y profundo para entrar en esas contradicciones. El sabía que el camino que condujera más allá de esas contradicciones tendría que llevar a través de la modernidad, no fuera de ella. Sabía que debemos comenzar donde estamos: psíquicamente desnudos, despojados de toda aureola religiosa, estética, moral, y de todo velo sentimental, devueltos a nuestra voluntad y energía individual, obligados a explotar a los demás y a nosotros mismos, a fin de sobrevivir; y sin embargo, a pesar de todo, agrupados por las mismas fuerzas que nos separan, vagamente conscientes de todo lo que podríamos ser unidos, dispuestos a estirarnos para coger las nuevas posibilidades humanas, para desarrollar identidades y vínculos mutuos que puedan ayudarnos a seguir juntos, mientras el feroz aire moderno arroja sobre todos nosotros sus ráfagas frías y calientes. (p. 128)

Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman

Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman, debe su título a una frase de Marx. El libro, publicado en Nueva York en 1982 y editado en España por Siglo XXI (1988, traducción de Andrea Morales Vidal), reivindica la experiencia de la modernidad como un proceso que aún no se ha agotado, en contra de los postulados postmodernistas. Para ello, Berman, doctor en Filosofía por Harvard y gran humanista marxista, recorre a algunos de los grandes nombres que han seguido la tradición modernista (Goethe, Marx, Baudelaire, Dostoyevski y tantos otros) para poner de manifiesto en qué consisten la modernidad, la modernización y su proyecto. Todo lo sólido se desvanece en el aire es de esas lecturas que estamos tentados de incluir por entero, de principio a fin, en el blog; pero entonces esto no sería un blog de apuntes, sino un compendio de libros. Sin embargo, recomendamos encarecidamente su lectura: es ameno, agradable de leer y da para muchas reflexiones.

La edición española (reimpresión de 2011) empieza con un prefacio a la edición de Penguin de 1988 que habla de Brasilia, ciudad a la que Berman acudió en 1987. Desde el cielo le pareció una ciudad espléndida.

Pero desde el nivel del suelo, en el cual la gente vive y trabaja realmente, es una de las ciudades más deprimentes del mundo. Éste no es el lugar adecuado para hacer una descripción detallada del diseño de Brasilia, pero la sensación general —confirmada por todos los brasileños que conocí— es la de inmensos espacios vacíos en los cuales el individuo se siente perdido, tan sólo como un hombre que estuviese en la luna. Hay una ausencia deliberada de espacios públicos en los cuales las personas puedan reunirse y conversar, o simplemente mirarse entre sí y pasar el rato. Se rechaza explícitamente la gran tradición del urbanismo latino, en el cual la vida citadina se organiza en torno a una plaza mayor. (p. xii)

Brasilia podría funcionar como base militar o como sede de un poder autónomo; pero no como lugar de la democracia, porque sus calles rehuyen el encuentro, el diálogo, la posibilidad de toparse con otros. Niemeyer, autor de la ciudad junto a Lucio Costa, respondió de forma airada a las críticas de Berman defendiendo su ciudad como la encarnación «de las esperanzas del pueblo brasileño, en especial su deseo de modernidad» (p. xiii). Eso llevó a Berman a reflexionar hasta qué punto la ciudad era «culpa» de Costa o Niemeyer: ¿acaso en los 60 y 70 no hubo intentos por doquier de hacer ciudades como Brasilia, según los postulados de Le Corbusier?, ¿no es probable que cualquier otro proyecto ganador hubiese sido prácticamente igual al que finalmente se construyó? Y esas reflexiones llevan a Berman a resaltar uno de los temas esenciales del libro, y por ende de la modernidad: el diálogo. La comunicación y el diálogo «están entre las pocas fuentes sólidas de significado con que podemos contar» (p. xv).

Puede decirse que los posmodernistas desarrollaron un paradigma que choca enérgicamente con el de este libro. He sostenido que la vida y el arte y el pensamiento modernos tienen la capacidad de una autocrítica y una autorrenovación perpetuas. Los posmodernistas mantienen que el horizonte de la modernidad está cerrado, que sus energías se han agotado… de hecho, que la modernidad ha pasado de moda. El pensamiento social posmoderno vierte su desprecio sobre todas las esperanzas colectivas de progreso moral y social, de libertad personal y felicidad pública, que nos legaron los modernistas de la Ilustración del siglo XVIII . Esas esperanzas, dicen los posmodernos, han demostrado estar en bancarrota y ser, en el mejor de los casos, fantasías vanas y fútiles o, en el peor, máquinas de dominación y de una esclavización monstruosa. Afirman poder ver a través de las «grandes narrativas» de la cultura moderna, especialmente de «la narrativa de la humanidad como héroe de la libertad». La característica de la sofisticación posmoderna es haber «perdido incluso la nostalgia por la narrativa perdida». (p. xvi)

Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca. Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos: desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables. (p. xix)

Y, ya en la introducción a la obra, empieza con estas palabras, toda una declaración de intenciones:

Hay una forma de experiencia vital —la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida— que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencias la «modernidad». Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire». (p. 1)

Berman habla de «la vorágine de la vida moderna» (p. 2), un proceso alimentado por muchas fuentes como los descubrimientos científicos, la industrialización, las alteraciones demográficas, el crecimiento urbano, el desarrollo de las comunicaciones o la creación de los Estados, con su enorme burocracia.

En el siglo XX, los procesos sociales que dan origen a esta vorágine, manteniéndola en un estado de perpetuo devenir, han recibido el nombre de «modernización». Estos procesos de la historia mundial han nutrido una asombrosa variedad de ideas y visiones que pretenden hacer de los hombres y mujeres los sujetos tanto como los objetos de la modernización, darles el poder de cambiar el mundo que está cambiándoles, abrirse paso a través de la vorágine y hacerla suya. A lo largo del siglo pasado, estos valores y visiones llegaron a ser agrupados bajo el nombre de «modernismo». Este libro es un estudio de la dialéctica entre modernización y modernismo. (p. 2).

Para comprener un proceso tan complejo, Berman lo divide en tres etapas: la primera aparición de la vida moderna, desde comienzos del siglo XVI a finales del XVIII, con la búsqueda de un vocabulario para comprender todos esos cambios; la ola revolucionaria a partir de 1790 (revoluciones francesa e industrial) y el surgimiento del gran público moderno que es consciente de vivir en una época de cambios y revoluciones pero que aún recuerda las formas de vida anteriores; de ahí surgen las ideas de modernidad y modernización. Y la tercera etapa, el siglo XX, cuando el proceso de modernización se expande a la totalidad del mundo y «se rompe en una multitud de fragmentos, que hablan idiomas privados inconmensurables» (p. 3).

Berman sitúa a Rosseau como la primera voz moderna arquetípica. En La nueva Eloísa, el protagonista, Saint-Preux, va del campo a la ciudad, como tantas personas a partir de entonces, y allí descubre un mundo nuevo donde todo es posible: desde lo sublime hasta lo profano. «Esta atmósfera -de agitación y turbulencia, vértigo y embriaguez psíquicos, extensión de las posibilidades de la experiencia y destrucción de las barreras morales y los vínculos personales, expansión y desarreglo de la personalidad, fantasmas en la calle y en el alma- en la atmósfera en que nace la sensibilidad moderna.» (p. 4)

Al cabo de sólo 100 años, el paisaje urbano ha cambiado completamente: fábricas, vías férreas, zonas industriales, ciudades enormes donde conviven la burguesía con un proletariado hacinado. Se alzan voces críticas contra el horror que eso supone; pero ninguna de esas voces, destaca Berman, querría ya vivir fuera de la modernización. En Marx encontramos que «el movimiento dialéctico de la modernidad se vuelve irónicamente contra su fuerza motriz: la burguesía». Pero eso no supone un final, porque todo movimiento, hasta el que supone el fin del modernismo, se encuentra atrapado en sus redes. También Nietzche comprendió que la dialéctica se hallaba en los fundamentos de la modernización: «la humanidad moderna se encontró en medio de una gran ausencia y vacío de valores pero, al mismo tiempo, una notable abundancia de posibilidades» (p. 8).

En la tercera fase, sin embargo, «hemos perdido o roto la conexión entre nuestra cultura y nuestras vidas», pese a la existencia de nombres tan modernos como Grass, García Márquez, Herzog o Richard Foreman, por citar sólo unos pocos de los que Berman menciona. «Jackson Pollock imaginaba sus cuadros chorreantes como selvas en que los espectadores podían perderse (y desde luego encontrarse); pero en gran medida hemos perdido el arte de introducirnos en el cuadro, de reconocernos como participantes y protagonistas del arte y del pensamiento de nuestro tiempo» (p. 11).

La dialéctica, la ambigüedad, se perdió por ejemplo a principios de siglo con los futuristas, para los cuales sólo existían la tradición como esclavitud y la modernidad como libertad. «(…) su romance acrítico con las máquinas, unido a su total alejamiento de la gente, se reencarnaría en formas menos fantásticas, pero de vida más larga (…) las pastorales tecnocrácticas del Bauhaus, Gropius y Mies van der Rohe, Le Corbusier y Léger, el Ballet mécanique» (p. 13) o incluso, más tade, en Buckminster Fuller y McLuhan.

Se perdió la fe en el hombre y su capacidad de lucha; es lo que sucedió, por ejemplo, con el Max Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), donde «el poderoso cosmos del orden económico moderno» es visto como una «jaula de hierro» (p. 14). O, un paso más allá, cuando se contemplaba al hombre moderno como «esas masas pululantes que nos apretujan en las calles y en el Estado, no tienen una sensibilidad, una espiritualidad o una dignidad como la nuestra» (p. 16), donde Berman destaca a Ortega, Spengler, Maurras, T. S. Elliot y Allen Tate y que llega al extremo con El hombre unidimensional de Marcuse: cuando las masas, incluso las personas, están vacías y sus sueños no son suyos, sino vulgares programaciones del sistema.

En los sesenta surgieron tres formas distintas de modernismo. El modernismo «que intenta marginarse de la vida moderna» lo ejemplifica en Roland Barthes: el mensaje es el medio, «la búsqueda del objeto de arte puro y autorreferido», sin relación con la vida social moderna. Pese a que muchos artistas agradecieron la dignidad que este movimiento les otorgaba, pocos pudieron mantenerse fieles completamente a él, pues confería «la libertad de un hermoso sepulcro».

El «modernismo como revolución permanente» que buscaba derrocar la tradición (Rosenberg) o una cultura de la negación (Trilling) y se preocupaba poco por la reconstrucción de todo lo que quería construir. Berman lo vincula al amor desmedido por la técnica (Le Corbusier o Frank Lloyd Wright) y denunciar que carece de «la fuerza afirmativa y vitalizadora» de los grandes nombres modernistas: las figuras del Guernica luchando por vivir, Alisha Karamazov, «que en medio del caos y la angustia besa y abraza la tierra», o Molly Bloom, que acaba el Ulisses con «sí dije sí quiero Sí».

La visión «afirmativa» del modernismo incluye a John Cage, Marshal McLuhan, Susan Sontag o Robert Venturi, por citar algunos. Suponía «romper las fronteras de las especialidades para trabajar juntos en producciones y actuaciones que combinaran diversos medios y crearan unas artes más ricas y polivalentes» (p. 21). En ocasiones se llamaron a sí mismos «posmodernistas», y si bien Berman celebra algunos de sus logros, así como el soplo de aire fresco que supuso su llegada, lamenta que nunca tuviesen «la garra crítica» de los nombres del pasado como Apollinaire, Baudelaire o Whitman.

Muchos intelectuales, destaca Berman, han caído en el estructuralismo, un «mundo que simplemente deja la cuestión de la modernidad (…) fuera del mapa» (p. 23), o en el postmodernismo, que «se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura modernas». Mientras tanto, los científicos sociales «han dividido la modernidad en una serie de componentes separados» y se han opuesto a cualquier intento de integrarlos en un todo (p. 23).

Casi el único autor de la pasada década que ha dicho algo sustancial sobre la modernidad es Michel Foucault. Y lo que dice es una serie interminable y atormentada de variaciones sobre los temas weberianos de la jaula de hierro y las nulidades humanas cuyas almas están moldeadas para adaptarse a los barrotes. Foucault está obsesionado por las prisiones, los hospitales, los asilos, por las queErving Goffman ha llamado las «instituciones totales». Sin embargo, a diferencia de Goffman, Foucault niega la posibilidad de cualquier clase de libertad, ya sea fuera de estas instituciones o entre sus intersticios. Las totalidades de Foucault absorben todas las facetas de la vida moderna. (p. 24)

Es muy gracioso el párrafo siguiente, donde, usando citas de las obras de Foucault, Berman deja claro que cualquier consideración o atisbo de libertad personal es, en palabras del francés, puro espejismo. Atribuye su éxito a la libertad que propició a toda la intelectualidad: puesto que todo es una prisión de la que es imposible escapar, al menos podían relajarse y disfrutar una vez asumida la inutilidad de todo.

Por todo lo anterior, Berman quiere resucitar esa concepción de la modernidad y aplicarla a nuestros tiempos: quisiera resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo XIX» (p. 26).

En este contexto tan desolado, quisiera resucitar el modernismo dinámico ydialéctico del siglo XIX . Un gran modernista, el crítico y poeta mexicano Octavio Paz, se ha lamentado de que la modernidad, «cortada del pasado y lanzada hacia un futuro siempre inasible, vive al día: no puede volver a sus principios y, así, recobrar sus poderes de renovación». Este libro sostiene que, de hecho, los modernismos del pasado pueden devolvernos el sentido de nuestras propias raíces modernas, raíces que se remontan a doscientos años atrás. Pueden ayudarnos a asociar nuestras vidas con las vidas de millones de personas que están viviendo el trauma de la modernización a miles de kilómetros de distancia, en sociedades radicalmente distintas a la nuestra, y con los millones de personas que lo vivieron hace un siglo o más.

(…) Marx, Nietzsche y sus contemporáneos experimentaron la modernidad como una totalidad en un momento en que sólo una pequeña parte del mundo era verdaderamente moderna. Un siglo más tarde, cuando el proceso de modernización había arrojado una red de la que nadie, ni siquiera en el rincón más remoto del mundo, puede escapar, podemos aprender mucho de los primeros modernistas, no tanto sobre su época como sobre la nuestra.

Entonces podría resultar que el retroceso fuera una manera de avanzar: que recordar los modernismos del siglo XIX nos diera la visión y el valor para crear los modernismos del siglo XXI . Este acto de recuerdo podría ayudarnos a devolver el modernismo a sus raíces, para que se nutra y renueve y sea capaz de afrontar las aventuras y peligros que le aguardan. Apropiarse de las modernidades de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un acto de fe en las modernidades —y en los hombres y mujeres modernos— de mañana y de pasado mañana. (ps. 26-7)

El urbanismo. Utopías y realidades, de François Choay

El urbanismo. Utopías y realidades, publicado en 1965 por la arquitecta e historiadora urbana francesa François Choay, es un extraordinario compendio de las palabras de los principales urbanistas y pensadores sobre la materia de los últimos dos siglos. Sólo por eso este libro merecería la pena; pero además viene precedido por una introducción de unas 100 páginas donde, sin desperdicio, la autora repasa y organiza todas las visiones sobre urbanismo de ese periodo.

La sociedad industrial es urbana. La ciudad es su horizonte. A partir de ella surgen las metrópolis, las conurbaciones, los grandes conjuntos de viviendas. Sin embargo, esa misma sociedad fracasa a la hora de ordenar tales lugares. La sociedad industrial dispone de especialistas de la implantación urbana. Y, a pesar de todo, las creaciones del urbanismo, a medida que aparecen, son objeto de controversia y puestas en tela de juicio. Ya se hable de las quadras de Brasilia, de los cuadriláteros de Sarcelles, del fórum de Chandigarh, del nuevo fórum de Boston, de los highways que dislocan San Francisco o de las autopistas que perforan las entrañas de Bruselas siempre surge idéntica insatisfacción, idéntica inquietud. La magnitud del problema queda demostrada por la abundante literatura que suscita desde hace veinte años. (p. 9)

El urbanismo aspira a ser científico y sueña con ser objetivo; pero también sus críticas llegan «en aras de la verdad». Para tratar de desentrañar tal embrollo, Choay recurre a los grandes pensadores de la disciplina.

Empieza con lo que denomina preurbanismo, la ciencia de la ordenación de la ciudad antes del nacimiento de la propia disciplina (que Choay sitúa en 1910 en Francia pero que apareció unas décadas antes de la mano del ingeniero Ildefons Cerdà, creador del plan para el Ensanche de Barcelona). La ciudad industrial llegó ligada a ciertos cambios urbanos:

  • la racionalización de las vías de comunicación (grandes arterias urbanas, vías del ferrocarril);
  • especialización de los sectores urbanos (barrios de negocios en el centro, barrios residenciales en las afueras);
  • nuevos órganos y símbolos: grandes almacenes, hoteles, cafés;
  • suburbanización: la industria se implanta en los alrededores de la ciudad;
  • la ciudad deja de ser «una entidad espacial bien delimitada».

Con estos cambios, la ciudad «aparece como algo externo a los individuos a los que concierne», que se enfrentan a ella como un «hecho no familiar, extraordinario, extraño». Surgen dos visiones contrapuestas: la de quienes tratan de analizar la ciudad de forma objetiva (por ejemplo, la disciplina naciente de la sociología recurre a la estadística) y los que la entienden desde una visión política y polémica («surgen las metáforas del cáncer y la verruga»), entre los que encontramos los higiniestas, especialmente en Inglaterra, que perciben la ciudad como un lugar funesto y lleno de todos los males que debe ser erradicado. Pocos de entre ellos, sin embargo, salvo por ejemplo Engels, relacionan esta nueva clase social, con todos sus vicios, con la llegada de la industrialización, como «una nueva organización del espacio urbano, promovida por la revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista. No piensan que la desaparición de un orden urbano determinado implica la aparición de otro orden.»

Surgen así dos modelos de preurbanismo: el progresista y el culturalista.

El modelo progresista (Owen, Fourier, Richardson, Cabet, Proudhon) concibe el individuo como un tipo que puede ser abordado mediante un estudio científico de sus necesidades: «la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres entre sí». Se trata de un pensamiento dominado por la idea de progreso y vinculado a las revoluciones tecnológicas. Se distingues las siguientes características:

  • En primer lugar, el espacio está abierto. Buscan lugares amplios, llenos de vegetación, donde se pueda respirar libremente.
  • En segundo lugar, «el espacio urbano se divide de acuerdo con un análisis de las funciones humanas. Una clasificación rigurosa instala en lugares distintos el hábitat, el trabajo, la cultura y los esparcimientos.»
  • Se da gran importancia a la impresión visual de los objetos construidos; «lógica y belleza coinciden».
  • Importancia de la vivienda y surgimiento de un modelo de vivienda estándar donde residir.

El modelo culturalista (Ruskin, Morris) se centra, no en el individuo, sino en el grupo. «El individuo no es una unidad intercambiable como en el modelo progresista; por sus particularidades y por su propia originalidad, cada miembro de la comunidad constituye por el contrario un elemento insubstituible». Este modelo surge de la ciudad orgánica que existía antes de la industrial y que estaba desapareciendo, por lo que su origen es claramente nostálgico. Buscan una vía democrática basada en la comunidad, y el industrialismo se percibe como algo a controlar para que no perturbe el bienestar del individuo. A menudo, este modelo cae en el malthusianismo, el control del número de la población; en un intento, tal vez, de detener la historia.

Existen aún otras dos vías. Por un lado, la «crítica sin modelo de Engels y Marx«, para los cuales la ciudad es «el lugar de la historia», epítome del desarrollo de la burguesía y lugar de nacimiento del proletariado industrial, el encargado de llevar a cabo la revolución socialista. El orden actual debe ser erradicado; sin embargo, pese a esta denuncia, Marx y Engels no proponen un nuevo modelo que lo deba substituir. Por ejemplo, en su análisis La condición de la clase obrera en Inglaterra denuncia las condiciones pésimas en que viven, pero no plantea una alternativa a cómo debería organizarse la situación.

Por otro lado, existe un antiurbanismo americano representado por Jefferson, Emerson, Thoreau, Henry Adam y Henry James, entre otros, «donde la época heroica de los pioneros está unida a la imagen de una naturaleza virgen». Cada uno de ellos anhela, a su modo, «la restauración de una especie de estado rural que suponen, con ciertas reservas, compatible con el desarrollo económico de la sociedad industrial y que permite por sí solo asegurar la libertad, el florecimiento de la personalidad e, incluso, la verdadera sociabilidad».

El paso del preurabanismo al urbanismo se da cuando ya existen especialistas en la materia, generalmente arquitectos. Si el preurbanismo «estaba vinculado a una serie de ideas políticas, el urbanismo aparece despolitizado«. Además, ya no se trata de una visión teórica sino que sus ideas son aplicadas a la realidad, pese a encontrarse a menudo con la oposición, bien de una condiciones económicas desfavorables, bien con las «todopoderosas estructuras económicas y administrativas heredadas del siglo XIX».

A partir del 1928, el modelo progresista encuentra su órgano de difusión en el grupo de los CIAM, los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. Sí, si son lectores habituales del blog ya lo habrán adivinado: estamos hablando de Le Corbusier, por supuesto, y de La carta de Atenas. «La idea-clave que subyace en el urbanismo progresista es la idea de modernidad. (…) Pero el interés de los urbanistas se ha desplazado de las estructuras económicas y sociales hacia estructuras técnicas y estéticas.» Para que la propia ciudad alcance la revolución industrial es necesaria la implantación de nuevos métodos y materiales de construcción (acero y cemento), pero también que la producción se realice de modo industrial. Es decir: casas estándar con materiales estándar, algo esencial en el desarrollo de las «unidades de habitación».

El objetivo de modernizar las ciudades es garantizar a todos los ciudadanos una cantidad suficiente de sol, aire puro y vegetación; y el método para conseguirlo, desdensificar la ciudad y separar las distintas zonas que la conforman según si son para habitar, trabajar, ocio o comunicación entre las tres anteriores. Se proponen edificios enormes, basados siempre en formas geométricas, puesto que «el modelo progresista es tanto una ciudad-herramienta como una ciudad-espectáculo«, y se propone abolir la calle y entregarla a los vehículos (Le Corbusier aborrecía las aceras; le parecían un espectáculo dantesco dedicado al caos y el trajín, y proponía desterrar a los transeúntes a las azoteas o lugares específicos donde no molestasen).

La ciudad se convertía en una retícula donde el ángulo recto tenía prioridad que, contemplada en perspectiva, se volvía algo glorioso: Brasilia es el gran ejemplo. Sin embargo, y como Brasilia, estas ciudades son inhóspitas para sus ciudadanos, y de ahí surgirán todas las críticas al racionalismo a partir, sobre todo, de los años 60.

Choay también incluye a la Bauhaus en este modelo, más por su búsqueda estética y por su industrialización de todo material del hogar, reduciendo forma a función, que por compartir la doctrina de Le Corbusier.

En cuanto al modelo culturalista, surge con fuerza, sobre todo, en Alemania y Austria a finales del siglo XIX. Debido a que la industrialización se llevó a cabo, en primer lugar, en Inglaterra, en cuanto llegó a los países germánicos estos ya habían aprendido la lección inglesa y buscaron métodos para evitar los peores efectos urbanos. Los grandes nombres del modelo culturalista son Camillo Sitte, Ebenezer Howard y Raymond Unwin. Sitte fue el gran historiador del urbanismo austríaco, anhelando un pasado basado en la ciudad medieval; Howard, el creado del concepto de ciudad jardín, una construcción con tintes socialistas y población limitada donde todos serían propietarios de la industria y del terreno y que, en cuanto superase los límites impuestos, fundaría una nueva ciudad, de características similares, para evitar la densificación; y Unwin, el arquitecto que llevó a cabo las ideas de Howard y tuvo que adaptarlas a la realidad. De los tres, sólo la visión de Howard aparece politizada; Sitte y Unwin, especialmente el primero, realizaba una búsqueda estética.

A diferencia del modelo progresista, que podía fácilmente urbanizar el mundo, la ciudad culturalista tiene unos límites claros. Para Sitte, además, la concepción de la ciudad no pasa por la situación de edificios en la distancia sino por la concepción de las calles y las plazas como los órganos básicos del funcionamiento urbano. De aquí surgen las críticas al modelo culturalista, especialmente al de Sitte: parece dejar atrás la historia en una búsqueda de una Arcadia perdida. Unwin será más pragmático y tratará de incorporar a sus ciudades jardín «las exigencias del presente»; sin embargo, como destaca Choay, «en el caso de las ciudades jardín, el control exigido a la expansión urbana y su estricta limitación no son fácilmente compatibles con las necesidades del desarrollo económico moderno». [Hablamos largo y tendido sobre ciudades jardín y su ejecución a propósito del libro de Peter Hall Ciudades del mañana.]

Existe un tercer modelo: el naturalista, que recoge la tradición del antiurbanismo americano en la figura de Frank Lloyd Wright y la creación de Broadacre city. «La gran ciudad industrial es acusada de alienar al individuo en el artificio. Únicamente el contacto con la naturaleza puede devolver al hombre a sí mismo y permitir un armónico desarrollo de la persona como totalidad.» Lloyd Wright busca la realización de la «democracia»; pero «este término no debe inducir a error y hacernos creer en una nueva introducción del pensamiento político en el urbanismo: implica esencialmente la libertad para cada cual de actuar a su gusto.» El individualismo estadounidense, vaya, un individualismo «intransigente, unido a una despolitización de la sociedad, en beneficio de la técnica, ya que, finalmente, la industrialización será la que permitirá eliminar las taras que son su consecuencia.»

Por todo ello, «Wright propone una solución a la que siempre reservó el nombre de City, aunque con ella elimine no sólo la megalópolis sino también la idea de ciudad en general». Es esencial el concepto de naturaleza, las viviendas son siempre casas particulares con su terreno aledaño, ya que la agricultura se considera una actividad esencial. No existen grandes hospitales ni construcciones, y en su lugar son pequeños y muy descentralizados, diseminadas por todo la ciudad y con gran cantidad de conexiones.

Broadacre es una mezcla entre los dos modelos anteriores: «es a la vez abierto y cerrado, universal y particular», «un espacio moderno que se ofrece generosamente a la libertad del hombre» y que sólo es posible gracias a las conexiones que permiten las nuevas tecnologías (vehículos, televisor, como forma de comunicar esta gran red dispersa).

Como consideraciones finales, Choay destaca que es comprensible, por ejemplo, la asimilación de las ciudades jardín culturalistas a la ciudad radiante de Le Corbusier, del modelo progresista. Sin embargo, «Howard pertenece al modelo culturalista a causa de la preeminencia que en ella [la ciudad jardín] se concede a los valores comunitarios y a las relaciones humanas, y del malthusianismo que resulta de ello. En cambio, las ciudades jardín francesas forman parte del modelo progresista, que acabarán desembocando en los «grandes conjuntos» (grands ensembles). «El modelo progresista es el que inspira el nuevo desarrollo de los suburbs y el remodelamiento de la mayoría de las grandes ciudades en el seno del capitalismo americano» pero también surge en los países en desarrollo con «ciudades-manifiesto» como Brasilia o Chandigarh.

Existe un tercer apartado donde Choay destaca las resistencias o alternativas a los anteriores modelos urbanistas, la mayoría de las cuales se dan tras la Segunda Guerra Mundial, cuando dichos modelos ya se han puesto en práctica con mayor o menor fortuna. Hay una primera tendencia a proponer ciudades futuristas, en general irrealizables: ciudades verticales, ciudades puente, ciudades isla, totalmente desgajadas del concepto tradicional de ciudad, a menudo con una gran densidad, que en general son más modelos visuales y alternativos que verdaderas ciudades practicables. Todas están muy ligadas a las técnicas del momento en que se proponen y olvidan que, como propuso Heidegger, «habitar es el rasgo fundamental de la condición humana», y por todo ello, puesto que son objetos, más que ciudades, Choay las recoge bajo el epígrafe de «tecnotopía, y no tecnotópolis: el lugar, y no la ciudad, de la técnica».

Por otro lado, en antrópolis se recogen las tendencias que surgen como protesta al modelo progresista y las debacles que estaba generando en las ciudades, especialmente americanas. Las críticas tienen en común que surgen de fuentes, en general, no urbanistas sino sociólogos o historiadores, y reivindican otros factores desde lo que plantear las formas en que habitar y diseñar las ciudades. Son las siguientes:

  • El urbanismo de la continuidad. Los dos grandes nombres de esta fórmula son Patrick Geddes y Lewis Mumford. El primero fue un biólogo que proponía la necesidad de un estudio muy complejo, especialmente centrado en la historia, antes de abordar la remodelación de cualquier ciudad. Para Geddes no existían modelos: cada caso particular es una ciudad distinta. Su pensamiento, expuesto de forma algo compleja en sus obras, fue divulgado por su discípulo Lewis Mumford, americano de una vastísima cultura (leímos La ciudad en la historia aquí, aunque nos superó). «En su búsqueda de fórmulas nuevas, Mumford acude constantemente a las lecciones de la historia. La ciudad bien circunscrita de la época preindustrial se le aparece como una fórmula mejor adaptada que la megalópolis a un desarrollo armonioso de las aptitudes individuales y colectivas». Choay destaca la enorme importancia que ha tenido el concepto de regionalismo en los estudios urbanos actuales al poner de manifiesto que una ciudad no es algo autónomo sino el centro de un lugar, con unas redes propias con todo el entorno que la rodea y que debe ser abordada antes de cualquier intervención. Como crítica, sin embargo, Choay destaca que, dada una investigación exhaustiva de un mismo entorno, dos planificadores urbanos pueden llegar a proponer soluciones completamente distintas, por lo que la idea de «la existencia de una solución profunda» pregonada por Geddes y Mumford no es cierta y toda elección tomada siempre estará basada en una determinada ideología. De hecho, ambos autores se acercan bastante más al modelo culturalista que al progresista: ambos detestan «la ciudad moderna» y proponen cierto malthusianismo en aras de la defensa de las «relaciones sociales».
  • Defensa e ilustración del asfalto. Si los objetivos higienistas fueron los precursores, en Inglaterra, del urbanismo y la necesidad de reformar las ciudades para hacerlas tan habitables como fuese posible, en los años 60 surge la denuncia de que el modelo progresista está desbaratando las relaciones sociales complejas que existían en los barrios de las ciudades. Existía un barrio en Boston, el North End, con una fama terrible y al que se le atribuían todos los males urbanos posibles; sin embargo, con las estadísticas en la mano, era un barrio con buenos índices de educación y bajos índices de insalubridad. De la mano de psiquiatras como Duhl y, sobre todo, de la gran Jane Jacobs (Muerte y vida de las grandes ciudades) surge la reivindicación de la calle como lugar social y expresión de la ciudadanía; conceptos como «el ballet de las aceras» o «los ojos que vigilan la calle» indican la necesidad de crear barrios densos, con todo tipo de relaciones y calles siempre repletas, algo opuesto a la zonificación. Choay denuncia el cariz nostálgico de Jacobs, que idealiza su barrio y le atribuye a una ciudad industrial cualidades que los urbanistas culturalistas atribuían a las ciudades preindustriales. [Sennett presentaba un debate más que interesante entre las ideas de Mumford y de Jacobs en el momento de planificar las enormes ciudades chinas de crecimiento acelerado en Construir y habitar.]
  • Análisis estructural de la percepción visual. La ciudad es percibida por quienes la habitan no tanto como un lugar estético o una suma de volúmenes sino que es «estruturada por la necesidad de encontrar en ella mi casa, los mejores accesos de un punto a otro o un cierto elemento de distracción». Ello llevó a Kevin Lynch a desarrollar el concepto de legibilidad en La imagen de la ciudad y a determinar cinco elementos distintos: sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Precisamente los conjuntos progresistas son «difíciles de estructurar (a pesar de su aparente sencillez) a causa, en gran parte, de la gratuidad de su implantación».

Como colofón, Choay aporta algunos elementos que responden a la crisis que sufrió el urbanismo de la época de la publicación del libro (1965):

  1. Pese a que se ha presentado como un sistema objetivo, en realidad el urbanismo, como toda propuesta de ordenación, se basa en una «serie de tendencias y sistemas de valores». «La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical».
  2. Es comprensible que haya surgido una «crítica de segundo grado» que rechaza el «urbanismo dominado por lo imaginario y haya buscado en la realidad la base de la ordenación urbana, sustituyendo el modelo por una cantidad de información». Además, y pese a la afluencia de estudios sobre las ciudades y sus necesidades, tras toda elección debe haber una decisión: !ciudad o no-ciudad, ciudad de asfalto o ciudad verde, ciudad casbah o ciudad estallada».
  3. Pese a que «un conocimiento exhaustivo del contexto (servicios exigidos y gastos implicados, por parte del usuario; condiciones de fabricación, por parte del productor) debe permitir la determinación de la forma óptima de una plancha, un teléfono o de un sillón», base de la teoría funcionalista de la Bauhaus, esta teoría olvida que los objetos tienen un valor semiológico. «La ciudad no es sólo un objeto o un instrumento, un medio de cumplir ciertas funciones vitales; es igualmente un marco de relaciones interconcienciales, el lugar de una actividad que consume unos sistemas de signos mucho más complejos que los más arriba evocados».
  4. El urbanismo aún no ha sido capaz de reunir estas observaciones en un «sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador».

El antiguo modo de ordenación de las ciudades se ha convertido en una lengua muerta. Una serie de acontecimientos sociales –transformación de las técnicas de producción, crecimiento demográfico, desarrollo del ocio, entre otros– han hecho perder su sentido a las antiguas estructuras de proximidad, de diferencia, de calles y de jardines. Todas ellas no se refieren ya más que a un sistema arqueológico. En el contexto actual, carecen de significación.

Pero, ¿han sustituido los urbanistas esta lengua muerta, conservada por la tradición, por una lengua viva? Las nuevas estructuras urbanas son en efecto creación de los microgrupos de decisión que caracterizan a la sociedad del dirigismo. ¿Quién elabora hoy las nuevas ciudades y los conjuntos de viviendas? Unos organismos de financiación (estatales, semiestatales o privados), dirigidos por técnicos de la construcción, por ingenieros y por arquitectos. Todos juntos, y arbitrariamente, crean su propio lenguaje, su «logotécnica». (p. 101)

Pero este lenguaje, muy especializado, tiene «un campo de significación restringido», «pobreza lexicográfica» y «una sintaxis rudimentaria que procede por yuxtaposición de sustantivos sin disponer de elementos de unión; por ejemplo, el mismo espacio verde es sustantivado, cuando debería tener una función coordinativa». ¿Qué significa un bloque de pisos, una zona verde, un paso peatonal? Que alguien lo ha puesto ahí; remite a un lenguaje «imperativo y coactivo». «El urbanista monologa o arenga; el habitante se ve en la obligación de escuchar, sin que siempre comprenda».

Debido a la complejidad de la administración de nuestros tiempos, el ciudadano debe delegar en unos expertos; «si confrontamos el tiempo de la palabra con el de la logotécnica, nos enfrentamos a la relación esencial entre el tiempo y la política: al oponer la democracia al dirigismo comprobamos, una vez más, que la primera no es actualmente más que una palabra. Pero la desaparición de la palabra no implica de por sí la desaparición de la propia lengua.» Es por ello que, a día de hoy, el urbanismo es «un simulacro de lenguaje, un código práctico de especialistas, generalmente desprovistos de referencias al conjunto de los demás sistemas semiológicos que constituyen el universo social.»

¿Ha sabido el urbanismo desarrollar un lenguaje propio desde los años 60 hasta la actualidad? Sin duda lo ha intentado, a tenor de lecturas como Jan Gehl (Ciudades para la gente) o Richard Sennett (el ya citado Construir y habitar); aunque también es posible que dicho lenguaje se haya impregnado aún más de ideología (arquitectura hostil, zonas higienizadas para las clases creativas y gentrificación).

Espacios del capital (II): la producción del entorno urbano

Seguimos con el análisis de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la reflexión sobre el papel social de la geografía que hacía Harvey y un análisis sobre la (falsa) neutralidad de la ciencia a partir de los postulados de Malthus y Marx sobre la superpoblación y la repartición de recursos.

En el cuarto artículo, titulado «Rebatir el mito marxiano (al estilo Chicago)«, Harvey contrapone la ideología, según él, burguesa, de la Escuela de Chicago, a los postulados marxistas. La Escuela de Chicago la hemos analizado a menudo (de la mano de Javier García Vázquez, Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa y, más recientemente, Josep Picó e Inmaculada Serra), por lo que no entraremos en mucho detalle. Se trata de la primera escuela de sociología urbana, afincada en una ciudad, Chicago, que creció de modo extraordinario sobre todo gracias a la inmigración. Las personas se distribuyeron por la ciudad en función de su procedencia étnica, pero también pro clases, religión o raza.

El primer punto para alcanzar un entendimiento es el establecimiento de un «sistema hegemónico de conceptos, categorías y relaciones para entender el mundo». Aquí Harvey ya señala las primeras distinciones: como él, que empezó como «científico social burgués» y, tras no quedar convencido con la teoría, dio el salto a marxista, que le llevó «siete años» de lectura sólo para disponer de un vocabulario preciso, explica que los primeros, los chicaguianos, sólo necesitan desarrollar un vocabulario propio; mientras que los marxistas necesitan entrar en diálogo con el pensamiento burgués: «el primero es una representación del mundo obtenida desde el punto de vista del capital mientas que el segundo es una representación del mundo obtenida en función de la oposición del trabajo

Los de Chicago (y, con ellos, la sociología del momento, incluso las disciplinas sociales) daban por sentado que se podía alcanzar una ciencia objetiva, neutra: libre de sesgos de clase. Esto lleva, asegura Harvey, a una «excesiva fragmentación del conocimiento»: cada uno en su torre de marfil, con sus temas acotados. Siempre se desbordarán, lógicamente; pero llega un momento en que hay que ser consciente de que se está en otro ámbito y dar un paso atrás. ¿A qué se dedica un «sociólogo urbano»?, ¿en qué momento debe dejar sus estudios si lo lleva a, por ejemplo, analizar la economía? Recordemos que la Escuela de Chicago operó, sobre todo, en los años 20-40 del pasado siglo; y recordemos también que fue Castells, a finales de los 60, quien replanteó el objeto de la sociología urbana con La cuestión urbana, buscando una nueva justificación teórica a por qué el estudio de las ciudades era esencial. Y lo era por la economía, como también concluirá Harvey.

Pero no nos adelantemos. Además de la fragmentación, el propio funcionamiento de la ciencia positivista impedía abordar los problemas de fondo. Si las ciencias sociales de los 50 podía permitirse un enfoque fragmentado, la de los 60, con problemas de fondo como el racismo, la desigualdad social o la expresión a los grupos minoritarios, que además tenía un fuerte componente urbano, ya no podía aceptar ese enfoque.

Las crisis capitalistas no sólo se traducen en crisis de la ciencia social burguesa porque ésta se fragmente de maneras inapropiadas para entender aquéllas. La ciencia social burguesa se inclina, por ser burguesa, a interpretar los asuntos sociales basándose en intereses y funciones opuestos dentro de la totalidad social, que se percibe como real o potencialmente armoniosa en su funcionamiento. Las teorías políticas pluralistas, la economía neoclásica y la sociología funcionalista tienen eso en común. (p. 87)

En épocas de crisis, «los economistas políticos (…) se limitan a decir que todo iría bien si la economía se comportara de acuerdo con sus libros de texto». La teoría marxista, en cambio, «es primordialmente una teoría de la crisis». Volvemos a la teoría que ya expusimos en la primera entrada: el marxismo estudia las relaciones. Una acción sencilla (Harvey habla de «cavar una zanja») «no se puede entender sin comprender del todo el marco social del que forma parte». «El significado se interioriza en la acción, pero sólo podemos descubrir lo que la acción interioriza mediante un estudio y uan reconstrucción cuidadosos de las relaciones que ésta expresa con los sucesos y las acciones que la rodean».

Aplicado a lo urbano, «encontramos ciudades en diversos tiempos o lugares, pero la categoría «ciudad» o «urbano» cambia de significado de acuerdo con el contexto en el que la encontremos». Y, de nuevo, volvemos al Lefebvre de La producción del espacio.

Para entender «las formas de urbanización capitalistas«, Harvey despliega toda una batería teórica que resumimos a continuación. La base de «lo urbano» se encuentra en los dos procesos de la acumulación y la lucha de clases. El capital domina el trabajo y lo organiza a fin de obtener beneficios. Los trabajadores venden su labor en forma de mercancía. «El beneficio deriva de la dominación del trabajo por el capital pero los capitalistas en cuanto clase deben, si quieren reproducirse, expandir la base del beneficio. Llegamos así a una concepción de la sociedad basada en el principio de «acumular por acumular, producir por producir»».

Existen contradicciones, claro. Cada capitalista, actuando en su interés, busca algo opuesto a sus intereses de clase: que exista un mercado capaz de consumir sus productos. Si se oprime hasta lo indecible a la clase obrera, ésta no podrá consumir sus productos. Esta contradicción crea «una persistente tendencia a la sobreacumulación», «la condición en la cual se produce demasiado capital en relación con las oportunidades de encontrar usos rentables para el mismo». Esto genera las crisis periódicas del capitalismo («caída de los beneficios, capacidad productiva ociosa, sobreproducción de mercancías, empleo», etc.).

El segundo grupo de contradicciones se da en el antagonismo entre capital y trabajo. Un capital desbocado lleva a salarios mínimos y una clase obrera que no puede consumir; cuando es al revés, los trabajadores aumentan sus salarios, lo que supone «la reducción de la tasa de expansión de las oportunidades de empleo». En ambos casos, se crean «crisis de desproporcionalidad». El tercer conjunto de contradicciones se da entre el sistema capitalista y los sectores precapitalistas o socialistas (de los que cada vez quedan menos, vaya). Y, finalmente, la dinámica entre el capital y los recursos naturales.

El sistema de producción capitalista exige un entorno específico para funcionar. Se basó en una separación entre el lugar de trabajo y el de residencia. Además, necesitó la creación de un entorno construido que «funcionaba como medio colectivo de producción de capital». Parte del entorno hay que destinarlo al transporte de mercancías («el aniquilamiento del espacio por el tiempo» del que habló Marx), además de todo lo que la aparición y acumulación del capital conlleva (banca, administración, coordinación, etc.).

Pero también es necesario un paisaje de consumo, opuesto al de trabajo. Y, asimismo, un espacio de para la reproducción de la fuerza de trabajo. Estos dos modifican y conforman la vida personal de los trabajadores, que queda también a merced del capital. «La socialización de los trabajadores que se da en el lugar de residencia -con todo lo que esto implica respecto a las actitudes de trabajo, consumo, ocio y demás- no puede dejarse al azar.» Finalmente, «la colectivización del consumo mediante el aparato estatal se convierte en una necesidad para el capital», por lo que «la lucha de clases se interioriza en el Estado y en sus instituciones asociadas».

Todas estas contradicciones se interiorizan en la creación del entorno construido. Por ejemplo, «la sobreacumulación crea condiciones marcadamente favorables a la inversión en el entorno construido». Este trasvase acaba provocando que las crisis inmobiliarias vayan asociadas (o sean precursoras) de las crisis económicas (como sucedió en el crack del 29 o con el auge de la aparición de oficinas en 1969-73 en Estados Unidos y Reino Unido o, por supuesto, en 2008).

Otra de las batallas persistentes en el entorno urbano se expresa por «las condiciones de trabajo y la tasa salarial». Las leyes y el poder capitalista se imponen mediante el Estado para hacer cumplir su voluntad; por otro lado, están las demandas de los trabajadores y su capacidad de organizarse. Aquí es donde Harvey coloca el territorio de la sociología urbana tradicional (burguesa): en la configuración de las relaciones que adopta la clase obrera, en su fragmentación, para enfrentarse (o adaptarse, sobrevivir, llámenlo como quieran) al capital. Recordemos que la Escuela de Chicago dedicó todo tipo de estudios a los guetos, los negros, las bandas juveniles y las jóvenes del taxi-dance hall, pero ninguno a los blancos anglosajones protestantes o a las clases altas. «No fue accidental que para trabajar en sus cadenas de montaje Ford usara casi exclusivamente inmigrantes recién llegados y que United Steel, al enfrentarse a sus propios problemas de trabajo, recurriera a trabajadores negros del sur para reventar las huelgas.» Estos elementos, económicos y sociales, tienen un gran peso en las relaciones de la clase obrera entre sí.

Por todo ello, la lucha de clases se desplaza de su lugar autóctono, el trabajo, a «todas aquellas relaciones contextuales de la lucha de clases en el lugar de trabajo»; es decir, a prácticamente todo. La educación era una exigencia básica de la clase trabajadora, «pero la burguesía pronto comprendió que la educación pública podía movilizarse contra los intereses de aquella», o un sistema sanitario público que «define la mala salud como la incapacidad para ir a trabajar».

Toda esta estructura teórica, sin embargo, funcionará mientras lo haga el contexto. En el momento en que cambien las relaciones, habrá que modificar también la forma en que las comprendemos, alerta Harvey.

Aristóteles comentó en una ocasión que con que sólo hubiera un punto fijo en el espacio exterior, podríamos construir una palanca para mover el mundo. El comentario nos dice mucho de las imperfecciones del pensamiento aristotélico. La ciencia social burguesa es heredera de las mismas imperfecciones. Intenta dar una visión del mundo desde fuera, descubrir puntos fijos (categorías de conceptos) sobre cuya base se pueda elaborar un entendimiento «objetivo» del mundo. En general el científico social burgués intenta abandonar el mundo mediante un acto de abstracción para entenderlo. El marxista, por el contrario, siempre intenta establecer un entendimiento de la sociedad desde dentro, en lugar de imaginar algún punto exterior. El marxista encuentra todo un conjunto de palancas para el cambio social dentro de los procesos contradictorios de la vida social e intenta alcanzar un entendimiento del mundo apretando fuertemente esas palancas. (p. 102)

Espacios del capital, David Harvey

Espacios del capital. Hacia una geografía crítica es un libro del geógrafo David Harvey publicado en 2001 que recoge 18 artículos del autor donde se refleja su tránsito de «geógrafo burgués» a geógrafo radical marxista. La recopilación de artículos se divide en dos grandes partes: la primera establece las bases del trayecto teórico y la segunda es una reflexión sobre «la producción capitalista del espacio».

El primer artículo es una entrevista; pasamos directamente al segundo: «¿Qué tipo de geografía para qué tipo de política pública?«, donde Harvey analiza el papel que tradicionalmente había tenido la disciplina de la geografía al servicio de los intereses estatales. Hace un apunte especialmente interesante: «el surgimiento del Estado corporativo«. «Cada uno de los países capitalistas avanzados se ha movido a tientas hacia alguna versión de Estado corporativo (Miliband, 1969). La manifestación exacta de dicho Estado en un país concreto depende del marco constitucional del que disponga, de sus tradiciones políticas, la ideología dominante y las oportunidades de crecimiento económico y desarrollo.» (p. 43)

Harvey define el Estado corporativo del siguiente modo: «Parece una estructura relativamente firme y jerárquicamente ordenada de instituciones interrelacionadas -políticas, adminsitrativas, judiciales, financieras, militares y demás- que transmite información de manera descendente y da a los individuos y a los grupos situados en niveles jerárquicos «inferiores» instrucciones sobre qué comportamientos son adecuados para la supervivencia de la sociedad en conjunto. El lema de dicho funcionamiento es el «interés nacional». La ética de la «racionalidad y eficacia» son los pilares que dominan el Estado corporativo; y, puesto que ambas requieren de un objetivo para funcionar, «el interés nacional -la supervivencia del Estado corporativo- se convierte en el propósito de facto.» En los países capitalistas, la clase gobernante «sale casi exclusivamente de las filas de los intereses industriales y financieros. En los países comunistas, muchos de los cuales han asumido la forma del Estado corporativo, la elite gobernante se obtiene del partido.»

Creo que en un futuro (tal vez no muy lejano) habrá que optar entre un «Estado incorporado» que refleje las necesidades creativas de personas que luchan por controlar las condiciones sociales de su propia existencia de una forma esencialmente humana (que es lo que Marx quería decir con la expresión «dictadura del proletariado») y un Estado corporativo que dé instrucciones desde arriba en interés del capitalismo financiero (las naciones capitalistas avanzadas) o de la burocracia del partido (Rusia y Europa Oriental). (p. 49); [el artículo apareció en 1974, de ahí las referencias históricas algo caducas.]

El tercer artículo se titula «La población, los recursos y la ideología de la ciencia«. Para Harvey, la ciencia no es éticamente neutral. Esta conclusión, de por sí, genérica, no lleva a mucho, por lo que propone abordarla en el estudio de un tema concreto: el de la relación entre la población y los recursos disponibles y su estudio por parte de Malthus, Ricardo (en el que no entramos) y Marx.

Malthus era empirista. «El empirismo supone que se pueden entender los objetos independientemente de los sujetos que los observan», explica Harvey, por lo que permite asumir que «la verdad radica en un mundo externo al observador, cuya tarea es registrar y reflejar fielmente los atributos de los objetos.» Mediante sus postulados «la comida es necesaria para los hombres» y «la pasión entre los sexos es constante y necesaria» (lo que supone la reproducción de la humanidad) se llega a su famosa teoría de que la humanidad está condenada a una superpoblación que sufrirá hambre y miseria (el crecimiento de la población es geométrico, el de los recursos, aritmético). Malthus concluyó que «la miseria tiene que tocarle a alguien»: las clases más bajas, por lo que estaba explicando la miseria de los pobres como el «resultado de una ley natural», en palabras de Harvey.

El método de Marx se denomina «materialismo dialéctico«, para cuya definición es necesario recurrir a las bases de la visión no aristotélica de la filosofía crítica alemana. «El uso que Marx hace del lenguaje es, como ha señalado Ollman, relacional en vez de absoluto.» No es posible entender una «cosa» con independencia de las relaciones que mantiene con otras cosas. La visión aristotélica da por sentado que las cosas tienen algún tipo de esencia y son, por consiguiente, definibles sin referencia a las relaciones que tienen con otras cosas. La «totalidad» en Marx es algo «emergente»: «tiene uan existencia independiente de sus partes y al mismo tiempo también domina y modela las partes contenidas en ella» (p. 65) Por ello, en la filosofía de Marx ofrece una tercera perspectiva donde no se consideran fundamentales ni las partes ni el todo, sino las relaciones dentro de la totalidad. «El capitalismo, por ejemplo, modela las actividades y los elementos de su interior para mantenerse como sistema. Pero a la inversa, los elementos también están continuamente modelando la totalidad para convertirla en configuraciones nuevas a medida que necesariamente se resuelven las contradicciones y conflictos internos del sistema.»

La base económica de la sociedad, para Marx, comprende dos estructuras: las fuerzas de producción (las actividades concretas del hacer) y las relaciones sociales de producción (las formas de organización social establecidas para facilitar el hacer). Además, existen las distintas estructuras: del derecho, la política, la ideología… Todas las estructuras están interrelacionadas, pero Marx dio cierta primacía a la base económica porque «el hombre tiene que comer para vivir, por lo que la producción -la transformación de la naturaleza- tiene que preceder a las demás estructuras».

Marx sostenía que el plusvalor se originaba a partir del plustrabajo, la parte del tiempo de trabajo del trabajador entregada de manera gratuita al capitalista. Por ejemplo: un obrero tiene que trabajar diez horas, porque esas son las condiciones laborales imperantes; en seis horas ya ha producido lo suficiente para cubrir sus necesidades de subsistencia: si el capitalista paga un salario de subsistencia, el obrero trabaja cuatro horas gratis para él. Este plustrabajo se convierte, mediante el intercambio de mercado, en su equivalente en dinero: plusvalor. «Y el plusvalor, bajo el capitalismo, es la fuente de la renta, el interés y el beneficio. Basándose en esta teoría del plusvalor, Marx obtiene una teoría de la población específica.»

David Harvey

Para cumplir los objetivos del capital y que el plusvalor produzca aún más plusvalor, hay que invertir en más salarios y en la compra de materias primas y medios de producción. «Si la tasa salarial y la productividad se mantienen constantes, la acumulación [capitalista] requiere una expansión numérica concomitante de la fuerza de trabajo: «la acumulación de capital es, por consiguiente, aumento del proletariado» (Marx)». «Si la oferta de trabajo permanece constante, la creciente demanda de trabajo generada por la acumulación provocará un aumento en la tasa salarial», lo que supondría una reducción del plusvalor y una caída de los beneficios, aunque Marx ya anunció que el propio mecanismo del proceso de producción se encargaba de equilibrarse para «eliminar los mismos obstáculos que crea transitoriamente».

Por lo tanto, Marx habla de una «ley de la población peculiar del modo de producción capitalista«, añadiendo que «cada modo histórico de producción especial tiene sus propias leyes de población especiales, históricamente válidas únicamente dentro de sus límites». Algo bastante opuesto a la teoría de Malthus (y Ricardo), «que atribuían a la ley de población una validez universal y natural», y algo que nos recuerda bastante al Lefebvre de La producción del espacio.

La producción de un excedente de población relativo y de un ejército industrial de reserva se considera en la obra de Marx históricamente específica, intrínseca al modo de producción capitalista. Basándonos en su análisis, podemos predecir que se va a generar pobreza, con independencia de cómo cambie la tasa de producción. (…) [Marx] Sostenía muy específicamente, en contra de la posición de Malthus y Ricardo, que la pobreza de las clases trabajadoras era el producto inevitable de la ley de acumulación capitalista. La pobreza no debía explicarse, por consiguiente, apelando a una ley natural. Había que reconocerla como lo que realmente era: una condición endémica interna del modo de producción capitalista.

Marx no habla de un problema de la población sino de un problema de pobreza y explotación humana. Sustituye el concepto de superpoblación de Malthus por el concepto de excedente de población relativo. Sustituye la inevitabilidad de la «presión de la población sobre los medios de subsistencia» (aceptada por Malthus y Ricardo) por una presión históricamente específica y necesaria de la oferta de trabajo sobre los medios de empleo producidos internamente dentro del modo de producción capitalista. Su método específico permitía esta reformulación del problema población-recursos, y esto situó a Marx en una posición desde la cual podía concebir una transformación de la sociedad que eliminara la pobreza y la miseria en lugar de aceptar su inevitabilidad. (p. 70)

«La superpoblación surge por la escasez de recursos disponibles para cubrir las necesidades de subsistencia de la masa de población.» A diferencia de los recursos, tanto la subsistencia como la escasez son términos sociales y culturales, por lo que Harvey traduce la frase anterior del modo siguiente: «Hay demasiada gente en el mundo porque los fines determinados que tenemos en mente (junto con la forma de organización social que tenemos) y los materiales disponibles en la naturaleza (…) no bastan para proporcionarnos las cosas a las que estamos acostumbrados». Ante la afirmación anterior, se pueden llevar a cabo 4 caminos:

  • (1), cambiar los fines y alterar la organización social de la escasez;
  • (2) cambiar las evaluaciones técnicas y culturales que hacemos de la naturaleza;
  • (3), cambiar nuestros puntos de vista respecto a nuestras costumbres materiales;
  • y (4), alterar las cifras (de población, recursos, etc.)

Harvey afirma que «decir que hay muchas personas en el mundo equivale a decir que no tenemos la capacidad, imaginación o voluntad de hacer algo respecto a (1), (2) o (3). (1) o (3) no pueden ser consideradas sin «desmantelar y sustituir la economía de intercambio de mercado capitalista». Por lo tanto, quedan (2), el progreso técnico, y (4), reducir números. Sin embargo, controlar la población requiere decisiones políticas. ¿Qué población? Yo no, por supuesto; nosotros no, por supuesto; por lo tanto, ellos, un ellos genérico que es fácil demostrar que porta menos que nosotros.

Permítaseme hacer una afirmación. Siempre que una teoría de la superpoblación se asienta en una sociedad dominada por una elite, invariablemente la no elite experimenta alguna represión política, económica o social. (p. 76)

Los ejemplos van desde el Reino Unido posterior a las guerras napoleónicas hasta los «resultados especialmente malignos» de la Alemania de Hitler y su búsqueda del lebensraum [el espacio vital].

Si aceptamos la teoría de la superpoblación y de la escasez de recursos pero insistimos en mantener intacto el modo de producción capitalista, los resultados inevitables serán políticas dirigidas hacia la represión étnica o de clase en el interior y políticas de imperialismo y neoimperialismo en el extranjero. Por desgracia, esta relación se puede estructurar en sentido opuesto. Si, por cualquier razón, un grupo de la elite necesita un argumento para respaldar sus políticas represivas, el argumento de la superpoblación es el que más hermosamente se adapta a este propósito. (…)

[Aún más allá:] si cualquier elite se halla amenazada para conservar su posición dominante en la sociedad, puede usar los argumentos de la superpoblación y la escasez de recursos como poderosa palanca ideológica para persuadir a los demás de que acepten la situación existente y el establecimiento de medidas autoritarias para mantenerla. (p. 77)

La producción del espacio (II): el espacio social

Seguimos con el análisis del libro de Henri Lefebvre La producción del espacio, del que ya reseñamos el primer capítulo, Plan de la obra, en la anterior entrada. En esta ocasión, analizamos el segundo capítulo, titulado El espacio social, que se distingue del espacio mental (el de filósofos y matemáticos, el espacio «pensado) y del espacio físico (concepto ligado a los orígenes «naturales» del espacio), es un espacio producido; y para llegar a ello, Lefebvre justifica la elección de las palabras producción del espacio.

Según el pensamiento de Marx y Engels (que para el concepto de producción deriva en parte de Hegel, con su ambigüedad sobre «la Idea que produce el mundo, que produce al ser humano, que produce mediante sus luchas y trabajos la historia, el conocimiento y la conciencia de sí, esto es, el Espíritu que reproduce la Idea inicial y final»); para Marx y Engels, decíamos, «Nada hay en la historia y en la sociedad que no sea adquirido y producido. La misma «naturaleza», tal como es aprehendida en la vida social por los órganos sensoriales ha sido modificada, esto es, producida.» (p. 125)

¿Qué constituyen, a juicio de Marx y Engels, las fuerzas productivas? En primer lugar, la naturaleza; después, el trabajo, y en consecuencia la organización (división) del trabajo así como los instrumentos empleados, las técnicas y, por tanto, el conocimiento. (p. 126)

¿La naturaleza produce? No, la naturaleza no produce: crea. Surge la distinción entre obra y producto: «la obra posee algo de irreemplazable y único mientras que el producto puede repetirse y de hecho resulta de gestos y actos repetitivos».

Entonces, la ciudad (esto es, «espacio producido», «creado, modelado y ocupado por actividades sociales en el curso de un tiempo histórico»), ¿es una obra o un producto? Lefebvre piensa en Venecia, «Venecia no puede no decirse obra», por su estructura monumental, su concepción, su significación; «testimonia la existencia desde el siglo XVI de un código unitario, de un lenguaje común relativo a la ciudad». En palabras de Lefebvre, «en Venecia la representación del espacio (el mar a la vez dominado y evocado) y el espacio de representación (los trazados exquisitos, el gusto refinado, la disipación suntuosa y cruel de la riqueza acumulada por todos los medios) se refuerzan mutuamente». Pero también hay que reflexionar sobre el espacio: ¿acaso las aldeas medievales responden sólo a la noción de obra, de modo que no tienen nada que ver con el concepto de producción? O las catedrales, que son «actos políticos», expresiones del poder.

Pero dejemos épocas anteriores atrás y pasamos al siglo XIX, al surgimiento de la industria, de la economía política: «las cosas y los productos que son medidos, esto es, reducidos al patrón común del dinero, no comunican su verdad: al contrario, lo ocultan en tanto que cosas y productos».

La cosa miente. Y alcanzado el estatuto de mercancía, al mentir respecto a su origen -el trabajo social-, al disimularlo, la cosa tiende a erigirse como un absoluto. Los productos y los circuitos a que dan lugar (en el espacio) se fetichizan, devienen más «reales» que la realidad mismo, es decir, que la actividad productiva, apoderándose de ella. Esta tendencia aclanza su expresión última, como sabemos, en el mercado mundial. El objeto oculta algo de gran importancia, y lo hace con mayor efectivdad en tanto que no podemos (el «sujeto») pasar sin él; no podemos prescindir de lo que nos aporta, un placer ilusorio o real (¿pero cómo distinguir ilusión y realidad en el goce?). La apariencia y la ilusión de realidad no se hallan en el uso de las cosas ni en el placer derivado del uso, sino en la cosa misma en calidad de soporte de signos y significados falaces. Arrancar la máscara de las cosas con el fin de desvelar las relaciones (sociales), tal fue el gran logro de Marx… (p. 137)

Volvamos al espacio; a cualquier espacio, siempre que no sea vacío: «este espacio implica, contiene y disimula las relaciones sociales, a pesar de que, como hemos dicho, este espacio no es una cosa, sino un conjunto de realciones entre las cosas (objetos y productos)». Por ejemplo: un trigal o maizal, con sus surcos, barreras, alambradas… indican relaciones de producción y propiedad. Lo mismo sucede con los peñascos, árboles, montes… sabemos que pertenecen a alguien, que tras ellos subyace una producción, o al menos una propiedad; incluso un parque natural.

El espacio no es nunca producido al modo en que se produce un kilo de azúcar o un metro de tela. (…) ¿Acaso se produce como una superestructura? No, sería más exacto decir que es la condición o el resultado de superestructuras sociales: el Estado y cada una de las instituciones que lo componen eigen sus espacios -espacios ordenados de acuerdo con sus requerimientos específicos-. (…) Podemos afirmar que el espacio es una realidad social, pero inherente a las relaciones de propiedad (la propiedad del suelo, de la tierra en particular), y que por otro lado está ligado a las fuerzas productivas (que conforman esa tierra, ese suelo); (…) Producto que se utiliza, que se consume, es también medio de producción: redes de cambio, flujos de materias primas y de energías que configuran el espacio y que son determinados por él. (p. 141)

Para la «experiencia vivida», el espacio no es nunca un marco, comparable al de una pintura, una forma neutra, un mero continente donde pasan cosas; pero esta concepción, tan común, ¿es error o ideología? Lefebvre lo tiene claro: «más bien lo último que lo primero». El error, continúa, consiste en «contentarse con ver un espacio sin concebirlo«.

Dando el siguiente paso, «la nación no sería sino una ficción proyectada por la burguesía sobre sus propias condiciones históricas y sobre su origen: primero, con objeto de magnificarlos en su imaginario y, después, para ocultar las contradicciones de clase e implicar a la clase obrera en una solidaridad ficticia con ella» (p. 166). La nación, para Lefebvre, comprende dos momentos:

  • un mercado, construido a lo largo del tiempo y como asentamiento de distintas jerarquizaciones, mercados locales y regionales subordinados a un mercado nacional;
  • una violencia, la del Estado; un poder político que utiliza todos los recursos del mercado o de las fuerzas productivas, adueñándose de ellas.

Faltaría, claro, reflexionar largamente sobre cómo han sido luego todas las relaciones que han ido conformando el espacio-nación. Aquí Lefebvre introduce un símil: el de un espectador que contempla un cuadro. El cuadro está terminado, está enmarcado, supone una obra terminada, supone un autor con una intencionalidad; y el observador contempla el cuadro suponiendo que esa obra tiene un significado, una intencionalidad, ya sea un mensaje, el uso de los colores, la expresividad del trazo, todas las anteriores o tal vez muchas más.

Algo similar sucede al contemplar un paisaje, incluso un monumento; pero aquí «remiten a una capacidad creativa y a un proceso significante», existe un poder (político) detrás, son el resultado de una pugna, por lo que surge un nuevo elemento: la historia del espacio. Cuando se contempla un paisaje la mente bascula hacia la dialéctica «mandar-demandar», ¿quién lo hizo, planteó, para qué, para quién…? Pero cuando esa relación dialéctica (conflictiva) cesa, cuando no hay sino demanda sin orden, u orden sin demanda, cesa la historia del espacio. La producción del espacio surge sólo a demanda del poder: se produce sin crear, se reproduce. (p. 170)

Eso no supone el fin de la historia del espacio, sino el surgimiento de la creación del espacio como hecho industrial: «un espacio donde lo reproducible, la repetición y la reproducción de las relaciones sociales asumen deliberadamente más peso que la sobras, la reproducción natural, la naturaleza misma y el tiempo natural» (p. 173). Y a toda esta consideración nos falta añadirle un elemento esencial, que por ahora Lefebvre ha dejado de lado: el espacio es donde el ser humano habita, donde tiene su morada (aquí recurre a Bachelard y su Poética del espacio, pero con el hecho físico, fáctico, de que el ser humano habita un lugar, nos basta).

Aunando los dos puntos anteriores (la creación industrial, la necesidad de morada), se puede datar perfectamente el momento de «la emergencia de una conciencia espacial y de la producción del espacio»: el papel «histórico» de la Bauhaus. La Bauhaus desarrolló los vínculos entre industrialización y urbanización, entre lugares de trabajo y lugares de habitación. «Lo paradójico es que «programática» vino a pasar por racional y al mismo tiempo por revolucionaria, cuando en realidad se avenía perfectamente al Estado, al capitalismo de Estado y al socialismo de Estado» (p. 177). «Tanto para Gropius como para Le Corbusier el programa consistía en la producción del espacio.» Los de la Bauhaus comprendieron que las cosas no podían producirse independientemente unas de otras, sino que era preciso tener en cuenta sus relaciones mutuas y su relación con el conjunto.

Este cambio de mentalidad supuso una serie de consecuencias:

  • una nueva conciencia del espacio, que a veces lo reducía intencionalmente al dibujo, al plano, a la superficie del lienzo, y otras tratándolo como rupturas y fracturas de planos;
  • la desaparición de la fachada;
  • el espacio global se convirtió en abstracción a llenar; y el capitalismo lo pobló de imágenes, signos, objetos comerciales; apareció, así, el «medio-ambiente» urbano.

La reflexión de Lefebvre lo lleva ahora a la significación del espacio (la capacidad de la arquitectura por producir «espacios destinados a la voluptuosidad», como la Alhambra, para la contemplación (monasterios), de poder (castillos), etc: el espacio, ligado a una práctica social, donde reúne los bienes, la producción, la acumulación de conocimientos, el proceso creativo. La pregunta que subyace en todo esto (o al menos, la que se nos suscita con su lectura): ¿existe libertad al construir el espacio, o sólo al disfrutarlo? Dicho de otro modo: si el espacio es el resultado de una batalla, o una imposición del poder, sea éste el que sea… ¿quiénes disponen de verdadera libertad, al producirlo, si es que existe un único grupo? ¿Y dónde queda la libertad de los demás, los usuarios, los ciudadanos: en el mero «uso», «disfrute»?

Y de la significación, lógicamente, a la semiología, la ciencia que lee la ciudad y estudia cómo se forman y decodifican sus signos. «La semiología introduce la idea de que el espacio es susceptible de lectura y, en consecuencia, de una práctica (la lectura-escritura). El espacio de la ciudad, desde esta perspectiva, comporta un discurso, un lenguaje.

¿Pero se lee el espacio? Sí y no. Se lee en cuanto que el lector lo descifra y descodifica; pero no se lee en cuanto «nunca es una página en blanco sobre la que cualquiera (¿pero quién?) puede haber escrito su mensaje»; si acaso, más que signos hay consignas, trazos, convenciones, intenciones, órdenes; una maraña de múltiples significaciones que, en definitiva, remiten a «lo que es preciso hacer y no hacer», es decir, que remiten al poder. «El espacio ordena en la medida en que implica un orden (y en ese sentido, también cierto desorden)», pues es tanto expresión del poder el cartel que impide pintar paredes como el grafiti que lo desafía.

El capítulo acaba con unas reflexiones sobre la tríada forma, función y estructura que llevan a Lefebvre a reflexionar sobre la distribución espacial japonesa (donde las tipologías público y privado son mucho más laxas, por dar sólo un apunte, o la diferenciación naturaleza y sociedad; por ejemplo todo templo, público, dispone de espacios privados; toda casa, privada, dispone de lugares públicos, susceptibles de ser vistos por las visitas… Reflexión que nos retrotrae a la que hiciera Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre) y que acaba revelando tanto la incapacidad del capitalismo para producir un espacio diferente al capitalista pero también su esfuerzo por disimular esta producción como tal, «el intento de ocultar todo rastro del máximo beneficio».

La producción del espacio, Henri Lefebvre

Por fin llegamos a la lectura de uno de los libros esenciales en el tema de las ciudades: La producción del espacio, del filósofo francés Henri Lefebvre. De Lefebvre ya hablamos a propósito de El derecho a la ciudad, donde desarrollaba el concepto de lo urbano, como una característica derivada de las ciudades pero no constreñida a ellas; y también un poco a propósito de Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa, donde dimos cuatro apuntes biográficos.

En la Francia de los años 50 y 60, la forma de llegar a la universidad era pasar por la enseñanza en el liceo (el instituto), por lo que la formación de Lefebvre es como filósofo. Posteriormente se dedicó a otros temas, abogando siempre por una filosofía práctica, cercana al individuo y alejada de los grandes temas, que tampoco teme tratar. Siendo ciudadano de París, y además viviendo en el barrio que sufrió la transformación tanto de Les Halles como del Centro Pompidou, Lefebvre no dudó en reflexionar largamente sobre el urbanismo y el espacio.

Si en El derecho a la ciudad Lefebvre buscaba una «ciencia de la ciudad», en La producción del espacio reflexiona sobre cómo se genera el espacio; nunca es aleatorio ni desintencionado; de hecho, el espacio es una producción, y como tanto es el resultado de una pugna por el poder y una manifestación en sí del poder; pero también influye en la propia producción. Esta frase lapidaria es un resumen sumario y hasta erróneo de todas las reflexiones que hace el filósofo a lo largo del libro: como siempre, Lefebvre toma un tema, lo analiza desde todos los puntos posibles y avanza dialécticamente hasta su construcción.

Como el libro no tiene desperdicio, y como es uno de los esenciales alrededor del urbanismo, la antropología urbana, la antropología del espacio, la sociología urbana o, en fin, tantas denominaciones posibles, nos detendremos largamente en él y probablemente le dediquemos una entrada a prácticamente cada capítulo.

El primer capítulo, «Plan de la obra», traza un mapa mental de lo que intenta Lefebvre: alcanzar la ciencia del espacio (en evolución a la «ciencia de la ciudad» que buscaba en El derecho a la ciudad). ¿Por qué, por ejemplo, no podemos servirnos de disciplinas como la semiología o la literatura para abarcar la comprensión del espacio? Porque llevan implícitas una ideología, la neocapitalista en nuestra sociedad, con su carga política; hay que llegar hasta la propia concepción del capitalismo, de qué se entiende por él, de qué implica. «Algunos olvidan fácilmente que el capitalismo posee otro aspecto ligado con seguridad al funcionamiento del dinero, al funcionamiento de los diferentes mercados y a las relaciones sociales de producción, pero aspecto distinto en la medida en que es dominante: la hegemonía de una clase. (…) [hegemonía] designa mucho más que una influencia e incluso mucho más que el uso perpetuo de la violencia represiva. La hegemonía se ejerce sobre toda la sociedad, cultura y conocimientos incluidos…» Por lo tanto, el espacio no puede ser sólo el lugar pasivo de las relaciones sociales.

Luego, puesto que el espacio es el lugar donde se habita, se halla el urbanismo, que se centra en las ciudades; pero cuando abarca también las regiones, se trata de planificación, economistas, políticos. Lefebvre vuelve a la pregunta: ¿qué disciplina puede abarcarlo todo? Ciertamente la filosofía no, pues es «parte activa e interesada en la ficción». ¿La literatura? Entonces habría que escoger qué textos. Lefebvre acabará huyendo a conceptos universales, y dará con la producción, pero en un sentido muy específico (por ahora todo esto son apuntes que da en el primer capítulo y que luego desarrollará pormenorizadamente).

La proposición a la que llega Lefebvre es que «el espacio (social) es un producto (social)«. Lo denomina social para diferenciarlo del espacio «mental» (el de los filósofos y matemáticos, un espacio pensado, descrito) y del espacio físico (el espacio vivido concretamente, muy relacionado con sus orígenes en la naturaleza). Y, a partir de esta proposición, surgen dos implicaciones:

  • el espacio-naturaleza desaparece irreversiblemente. No es que desaparezca: «es aún el fondo del cuadro; como decorado, y más que como ambientación, persiste por doquier»; pero se convierte en mito, «en materia prima sobre la que operan las fuerzas productivas de las diferentes sociedades para forjar su espacio»;
  • y dos: cada sociedad (en consecuencia, cada modo de producción con las diversidades que engloba, las sociedades particulares donde se reconoce el concepto general) produce un espacio, su espacio.

El espacio social, además, contiene, media y asigna los lugares apropiados a dos tipos de relaciones:

  • las relaciones sociales de reproducción, esto es, las relaciones entre los sexos, las edades, familia, etc.
  • las relaciones de producción, la división del trabajo, la especialización, las funciones sociales jerarquizadas.

Con la llegada del capitalismo se añade una tercera capa, y el esquema queda así:

  • 1) la reproducción biológica (la familia);
  • 2) la reproducción de la fuerza del trabajo (la clase obrera);
  • 3) la reproducción de las relaciones sociales de producción.

Estas tres capas, que se van interconectando de formas complejas e imbricadas, acaban generando en Lefebvre una tríada conceptual sobre la que volveremos en breve: la práctica espacial, las representaciones del espacio y los espacios de representación.

«Podría objetarse que en una u otra época, en tal o cual sociedad (antigua-esclavista, medieval-feudal, etc.), los grupos activos no han «producido» su espacio al modo en que se «produce» un jarrón, un mueble, una casa, un árbol frutal. Entonces, ¿cómo logran producirlo? La cuestión, sin duda alguna muy pertinente, cubre todos los «campos» considerados. Efectivamente, incluso el neocapitalismo o capitalismo de organizaciones, y hasta los planificadores y programadores tecnocráticos, no producen un espacio con plena y clara comprensión de las causas, efectos, motivos e implicaciones.» (p. 96). Llegamos aquí a los tres espacios:

  • la práctica espacial de una sociedad secreta su espacio; lo postula y lo supone en una interacción dialéctica; lo produce lenta y serenamente dominándolo y apropiándose de él. ¿Cuál es la práctica espacial bajo el neocapitalismo? «El espacio percibido entre la realidad cotidiana (el uso del tiempo) y la realidad urbana (las rutas y redes que se ligan a los lugares de trabajo, de vida «privada», de ocio). Corresponde a lo percibido.
  • las representaciones del espacio, es decir, el espacio concebido, el espacio de los científicos, planificadores, urbanistas…, el espacio dominante en cualquier sociedad. Corresponde a lo concebido.
  • los espacios de representación, es decir, el espacio vivido a través de las imágenes y los símbolos que lo acompañan, el espacio de los «habitantes», de los «usuarios», pero también de los artistas, de los novelistas que sólo describen. Se trata del espacio dominado, pasivamente experimentado, y «recubre el espacio físico utilizando simbólicamente sus objetos». Corresponde a lo vivido.

Se genera así una tríada dialéctica que va basculando. Por ejemplo, en las ciudades renacentistas la representación del espacio dominó y subordinó al espacio de representación (de origen religioso) mediante la creación de la perspectiva (volveremos luego a ello). Las representaciones del espacio, por ejemplo, «poseen un alcance práctico, que se engastan y modifican las texturas espaciales, impregnadas de conocimientos e ideologías eficaces»; ¿cómo lo hacen? Mediante la arquitectura, no en tanto que construcción de edificios individuales sino como proyectos insertados en un contexto espacial determinado «que exige representaciones que no se pierdan en el simbolismo o el imaginario». «En cambio, los espacios de representación no serían productivos, sino tan solo obras simbólicas.» Valgan estas observaciones a modo de ejemplo, pero dejando claro que no son compartimentos estancos y cerrados sino una relación dialéctica de tipos ideales.

Asimismo, el paso de un modo productivo a otro genera nuevos códigos sobre los que se construye la ciudad. «El código es una superestructura, no la ciudad en sí misma»; por ejemplo, con el paso de la Edad Media al Renacimiento, «las fachadas concuerdan para definir las perspectivas; las entradas y las salidas, las puertas y las ventanas se subordinan a las fachadas, esto es, a las perspectivas». En tiempos de cambio de una etapa productiva a la siguiente es cuando más visibles se vuelven los códigos.

De forma mucho más definitiva, y tras apuntar que los espacios son producidos y también el resultado de una pugna de poderes, Lefebvre apunta: «los bordes del Mediterráneo se han ido convirtiendo en el espacio de ocio de la Europa industrial». Y, tras abundar explicando lo que ya conocemos (repunte del sector servicio, importancia del turismo, trabajos de baja cualificación, todo tipo de turismos, alguno extremadamente nocivos), Lefebvre lo redefine en sus propios términos:

En la práctica espacial del neocapitalismo, con los transportes aéreos, las representaciones del espacio permiten manipular los espacios de representación (sol y mar, fiesta, gasto y derroche). (p. 116)

Coda: la trialéctica espacial, en palabras de Lefebvre:

a) La práctica espacial de una sociedad secreta su espacio; lo postula y lo supone en una interacción dialéctica; lo produce lenta y serena­mente dominándolo y apropiándose de él. Desde el punto de vista analítico, la práctica espacial de una sociedad se descubre al desci­frar su espacio.

¿En qué consiste la práctica espacial bajo el neocapitalismo? Expresa una estrecha asociación en el espacio percibido entre la rea­lidad cotidiana (el uso del tiempo) y la realidad urbana (las rutas y redes que se ligan a los lugares de trabajo, de vida «privada», de ocio). Sin duda, esta asociación es sorprendente pues incluye la separación más extrema entre los lugares que vincula. La competen­cia y la performance espaciales propias de cada miembro de la socie­dad sólo son apreciables empíricamente. La práctica espacial «moderna» se define así por la vida cotidiana de un habitante de vivienda social en la periferia —caso límite, pero sin duda significa­tivo— , sin que esto nos autorice a dejar de lado las autopistas o la política de transporte aéreo. Una práctica espacial debe poseer cierta cohesión, sin que esto sea equivalente a coherencia (en el sen­tido de intelectualmente elaborada, concebido lógicamente).

b) Las representaciones del espacio, es decir, el espacio concebido, el espacio de los científicos, planificadores, urbanistas, tecnócratas fragmentadores, ingenieros sociales y hasta el de cierto tipo de artis­tas próximos a la cientificidad, todos los cuales identifican lo vivido y lo percibido con lo concebido (lo que perpetúan las Arcanas espe­culaciones sobre los Números: el número áureo, los módulos, los cánones, etc.). Es el espacio dominante en cualquier sociedad (o modo de producción). Las concepciones del espacio tenderían (con algunas excepciones sobre las que habrá que regresar) hacia un sis­tema de signos verbales — intelectualmente elaborados.

c) Los espacios de representación, es decir, el espacio vivido a través de las imágenes y los símbolos que lo acompañan, y de ahí, pues, el espacio de los «habitantes», de los «usuarios», pero también el de ciertos artistas y quizá de aquellos novelistas y filósofos que describen y sólo aspiran a describir. Se trata del espacio dominado, esto es, pasiva­mente experimentado, que la imaginación desea modificar y tomar. Recubre el espacio físico utilizando simbólicamente sus objetos. Por consiguiente, esos espacios de representación mostrarían una ten­dencia (de nuevo con las excepciones precedentes) hacia sistemas más o menos coherentes de símbolos y signos no verbales. (p. 97)