Espacios del capital (VI): la mercantilización de la cultura

Que la cultura se ha convertido en un tipo de mercancía es innegable. Pero también es creencia generalizada que hay en los productos y los acontecimientos culturales (ya sean artes, teatro, música, cine, arquitectura o más en general modos de vida, patrimonio, recuerdos colectivos y comunidades afectivas) algo muy especial que los aparta de mercancías ordinarias como camisas y zapatos. (…) ¿Cómo puede entonces reconciliarse la categoría mercantilizada de estos fenómenos con su carácter especial? (p. 417)

A la resolución de dicho dilema dedica David Harvey el último capítulo de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica (entradas I, II, III, IV y V). Empieza la argumentación presentando la renta de monopolio: «toda renta se basa en el poder de monopolio de propietarios privados sobre ciertas partes del planeta». Esta renta puede ser situacional, lo que supone que hay zonas más rentables que otras, por lo que un hotelero, por ejemplo, pagará un suelo más o menos caro en función de la cercanía a un centro de comunicaciones o a una actividad altamente concentrada; o directa, como cuando se vende un Picasso. De hecho, el Picasso se puede vender o exponer a precio de monopolio: puesto que sólo su propietario dispone de acceso a él, puede establecer el precio que considere adecuado para compartir ese acceso.

Pero existen dos contradicciones en esta renta:

  • La primera: por elevado que sea, el bien, el producto o la experiencia tiene que tener un precio de mercado: «ningún artículo puede ser tan singular como para quedar fuera del cálculo monetario». Y, por otro lado, cuanto más comercializables se vuelven los artículos, «menos singulares y especiales parecen», es decir: son menos valiosos.
  • La segunda: a pesar de vivir en un mundo neoliberal donde, en principio, prima la competencia, ésta siempre tiende al monopolio (o a la oligarquía) «simplemente porque la supervivencia de los más aptos en la guerra de todos contra todos elimina a las empresas más débiles», como hemos visto con la progresiva concentración de capital en casi todos los ámbitos empresariales (la evolución de internet de las puntocom a las grandes empresas que hoy la controlan, las cadenas hoteleras, medios de comunicación, farmacéuticas…).

De hecho, el capitalismo se ha ido monopolizando a medida que las limitaciones espaciotemporales han ido cayendo a los pies de las nuevas tecnologías. En el siglo XIX todos los bebedores de cerveza consumían cerveza nacional, al igual que pan, velas y la mayoría de los bienes, que eran producidos en sus proximidades y muy caros de transportar. A medida que el coste del transporte decrecía, las empresas locales se veían obligadas a competir con empresas de otra localidad, finalmente de otros países.

La globalización ha supuesto la extensión de las redes capitalistas a un mercado mundial que prácticamente lo abarca todo. Y «las patentes y los denominados derechos de propiedad intelectual se han convertido consecuentemente en un campo importante de la lucha para afirmar en general los poderes del monopolio». Es aquí donde aparece la nueva forma de «cultura»: como una palanca que se inserta en determinados entornos o productos con la intención de aportarles un plus de singularidad o autenticidad.

Recordemos que Manuel Delgado ya denunciaba el uso de la «cultura» (en concreto, de espacios vagos dedicados a la cultura) en la ciudad de Barcelona como la guinda que acaba la conversión de un barrio obrero en un barrio totalmente gentrificado: ejemplos son la Filmoteca del Raval, la Facultad de Geografía de la Universidad de Barcelona en el mismo barrio o el MACBA, o la reconversión de los museos en lugares de tránsito de los fieles, siempre adosados con uan cafetería en la que consumir y librerías donde adquirir arte.

Harvey usa un ejemplo similar: el vino. La cultura vinícola tiene una larga tradición europea, especialmente francesa (el exportador con mayor renombre), aunque se ha ido volviendo internacional. Llegó un momento en que los productores de vino acabaron en largos litigios internacionales por el uso de palabras que denotaban un pedigrí específico, como chateau, domaine o champagne. Francia pretendía arrogarse la distinción especial de un tipo concreto de vino mientras que otros productores pugnaban contra esa distinción (California, Australia). Sin embargo, más allá de un producto cualquiera, el vino tiene una gran tradición cultural: no sólo simbólica (la sangre de Cristo, Baco, Dioniso, las bacanales), sino también como signo de clase (se espera de alguien «con mundo» que sepa de vinos y pueda escoger un buen maridaje para cualquier ocasión). «El comercio del vino es una cuestión de dinero y beneficio, pero también de cultura en todos los sentidos (…) la perpetua búsqueda de rentas de monopolio supone buscar criterios de espacialidad, singularidad, originalidad y autenticidad en cada uno de estos ámbitos.» Es decir: no se busca sólo obtener beneficios, sino el control de las rentas de monopolio; quien controle el discurso, controla esas rentas, que sólo se obtienen si se consigue otorgar a un producto la calificación de «incomparable».

¿Y qué mejor producto para atribuirle esas rentas de monopolio que las ciudades? «En la mente de muchos, al menos, no habrá otro lugar como Londres, El Cairo, Barcelona, Milán, Estambul, San Francisco o cualquier otro que permita acceder a todo lo supuestamente exclusivo de esos lugares.» No se trata solamente de una pugna por el turismo internacional, que también, sino que «está en juego el poder del capital simbólico colectivo, de marcas distintivas especiales vinculadas a un lugar». Ello explica el ya mencionado efecto Guggenheim: la revolución que supuso para la ciudad de Bilbao la construcción del museo de Gehry y el deseo de muchas otras ciudades de emular dicha revolución y situar su ciudad en el mapa.

Harvey cita, muy oportunamente, el ejemplo de Barcelona como ciudad que ha sabido «amansar continuamente» capital simbólico y marcas de distinción: Gaudí, el MACBA, los Juegos Olímpicos, la Villa Olímpica, el modernismo, el mar. Sin embargo… «¿qué memoria colectiva hay que celebrara aquí (la de anarquistas como los icarianos que desempeñaron un papel tan importante en la historia de Barcelona, la de los republicanos que tan ferozmente lucharon contra Franco, la de los nacionalistas catalanes, la de los inmigrantes andaluces, o la de alguien como Samaranch, que durante mucho tiempo fue un aliado del franquismo)?» Es decir, ¿qué historia contamos, de las muchas que se han vivido en Barcelona? «Se trata de determinar qué segmentos de población deben beneficiarse más de un capital simbólico al que todos, a su manera específica, han contribuido».

Volvemos a las palabras de Félix de Azúa en Arquitectura de la no-ciudad: las ciudades actuales son resultado de una gran lista de elecciones que ha primado una versión determinada, y muy escogida, de sus historias; son más un simulacro que la realidad; pero son simulacros verdaderos, y «de ahí nuestro desconcierto».

Este proceso de mercantilización de todo producto es una apisonadora que va arrasando con la autenticidad (o supuesta) y la singularidad. Ya denunciamos en First We Take Manhattan cómo los barrios cuya población se opone a la gentrificación son, paradójicamente, los barrios más atractivos para los clientes de la gentrificación: porque se percibe en ellos un poso de autenticidad, de población autóctona que lucha por su ciudad; ¿qué puede haber más atrayente?

Pero la renta del monopolio es una forma contradictoria. Su búsqueda conduce al capital mundial a valorar iniciativas locales específicas (y, en ciertos aspectos, cuanto más específica sea la iniciativa, mejor). También conduce a la valoración de la singularidad, la autenticidad, la particularidad, la originalidad y cualquier otra dimensión de la vida social incongruente con la homogeneidad presupuesta por la producción de mercancías. Y para no destruir totalmente la singularidad que constituye la base de la apropiación de rentas de monopolio (…), el capital debe respaldar una forma de diferenciación y permitir desarrollos culturales locales divergentes y en cierta medida incontrolables, que pueden ser antagónicos a su propio funcionamiento estable. (p. 433)

Con esto, Harvey acaba con una nota de esperanza: deseando que estas fisuras que el propio capitalismo va generando, permitiendo o reforzando permitan «a un segmento de la comunidad interesada por las cuestiones culturales a ponerse del lado de una política opuesta al capitalismo multinacional».

Al intentar comerciar con los valores de autenticidad, ubicación, historia, cultura, memoria colectiva y tradición, [los capitalistas] abren un espacio de pensamiento y acción políticos dentro del cual pueden idearse y perseguirse alternativas. Ese espacio merece una exploración y un cultivo intensos por parte de los movimientos de oposición. Es uno de los espacios de esperanza claves para la construcción de un tipo de globalización alternativo. Uno en el que las fuerzas progresistas de la cultura se apropien de las fuerzas del capital, y no al contrario. (p. 434)

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