The Hobo, Nels Anderson

De la Escuela de Chicago hemos hablado bastante (Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa, Josep Picó e Inmaculada Serra) y hemos reseñado artículos de Robert Park y Louis Wirth. Chicago, como ciudad, pasó en apenas 30 años de ser un desierto quemado (tras el incendio de 1871) a convertirse en una urbe vibrante de rascacielos que albergaba a 2 millones de personas, la mayoría de ellas procedentes de otras regiones de Estados Unidos y, sobre todo, de otros países; y en un nodo central que dirigía todo el tráfico ferroviario entre el Este y el Oeste, dos mundos distintos cuyo único eje de unión pasaba por la ciudad. En ese complejo caldo de cultivo surgió el Departamento de Ciencia Social y Antropología de la Universidad de Chicago en 1892, dirigido en una primera etapa por Small, aunque alcanzó renombre sobre todo a partir de su segunda etapa, encabezada por la figura de Robert Ezra Park.

Los orígenes de Park no son baladí en este tema: periodista primero, estudiante de filosofía después, y alumno nada menos que de Simmel, de quien adoptó la idea de que la modernidad se condensaba en la ciudad. La base teórica que sostuvo a la Escuela de Chicago fue la ecología humana: la idea de que los distintos grupos de personas lidiaban unas con otras por ocupar el espacio. Algo lógico, si tenemos en cuenta las muchas tipologías de personas que habitaban en la ciudad. De ahí surgen también las críticas que se les han hecho a posteriori: de la idea, que compartían, de que el resto de culturas, sociedades, grupos y nacionalidades se acabarían fusionando en un crisol (el melting pot americano) hasta convertirse… pues en americanos blancos protestantes y de clase media, probablemente.

Así, los investigadores de Chicago se centraron sobre todo en lo que percibían como ajenos o diferentes, ya fuese por su origen nacional (uno de los primeros estudios fue El campesino polaco en Europa y América, de Znaniecki y Thomas, publicado en dos volúmenes en 1918 y 1920), por lo que hacían (The Gang, de Frederic Trasher, 1927, que estudiaba las bandas callejeras), dónde vivían (The Ghetto, del propio Wirth, 1928, centrado en el devenir de los judíos en las distintas zonas de la ciudad donde fueron instalándose) o incluso algunas actividades totalmente novedosas que sólo se daban en esos entornos urbanos complejos, como The Taxi-Dance Hall (1932), de Paul Crassey, que investigaba los locales donde grupos de mujeres accedían a bailar con hombres a cambio de dinero, del que normalmente compartían un porcentaje con los dueños del local, y donde ellas mismas solían establecer los límites del intercambio, por lo que en ocasiones se convertía en prostitución encubierta y otras se quedaba, simplemente, en esos bailes.

The Hobo. The Sociology of the Homeless Man, de Nels Anderson, publicado en 1923, forma parte de este último grupo y es el estudio de un grupo específico de las ciudades; más aún, probablemente, de la propia Chicago: el hobo. El trabajador estacional e itinerante que usaba principalmente los trenes para desplazarse por todo el país y se convertía en una población flotante (que llegaba a alcanzar los 75 mil hombres en su momento álgido del año) y que se dedicaba, intermitentemente, a la vendimia, a cosechar, a minar, a descargar cargueros mercantes… lo que surgiese.

Lo relevante del estudio, más allá de las conclusiones, que luego reseñaremos, fue el método que usó Anderson y que es la seña distintiva de la Escuela de Chicago y que bebe mucho del pasado periodístico de Park: salir a la calle. Acercarse al objeto de estudio, preguntarle, observar lo que hace, dónde lo hace y cómo lo hace; y luego explicar las conclusiones. Es cierto: los de Chicago sólo observaron a sujetos ajenos a ellos mismos; no hubo estudios sobre hombres blancos ni sobre círculos empresariales, y sí sobre polacos, negros, bandas callejeras y «áreas naturales» (que siempre eran lugares distintos a lo que ellos consideraban «lo normal», lo estándar, lo que ni siquiera cuestionaban). Pero la forma de abordarlo era saliendo a la calle y observándolo. El propio Anderson, como explica en la introducción (leemos la edición de Martino Publishing de 2014), vivió algunos años como un hobo, dando tumbos por el país, antes de acabar escribiendo sobre lo que conocía, y luego entrevistó a 400 hobos por toda la ciudad para comprender su mundo, sus hábitos, sus problemas y su contexto. Todo ello es lo que forma parte de la investigación.

Antes de entrar en ella, otro apunte: el mito de la frontera. En sus dos acepciones: tanto el mito como el lugar idílico, ese espacio salvaje que los pioneros iban domando con sus fusiles y su caballo, que tantas veces hemos visto en el cine; pero también la frontera, y los pioneros, como lugar mítico que nunca llegó a existir tal como se ha ficcionado y novelado. De ello hablaba, por ejemplo, Neil Smith en La nueva frontera urbana al apropiarse el término: de cómo esa frontera idealizada tuvo más que ver con bonos bancarios y beneficios del ferrocarril que con hombres solitarios que se lanzaban a la aventura. Algo de ese romanticismo impregna aún la introducción de Anderson.

Americans are beginning to recognize that the frontier was much more than the movement of land settlement from the east toward the west, a rush to appropriate the natural resources. There was a second frontier which also moved westward, two decades or so behind the first, and it followed in the wake of railroad building. Its main characteristics were the founding of towns and cities and the establishment of the major industries needed to exploit the natural resources taken from the land, the forests, and the mines. This second frontier brought in waves of population, filling the spaces between widely dispersed settlements. It also brought streams of immigrants who did not settle on the land but found industrial jobs in the towns and cities. They were content, for a time, to work for low wages, and the hours were long. They filled the poverty-level slums. The first frontier reached the Pacific about 1850, the second about thirty years later. The first began to die about 1890, while the spread of the second was being completed in 1920.

The first on these frontiers was one of amazing discovery, romantic adventure, and challenge to initiative. (…) They worked and wandered, carrying their beds on their backs. They were the first hoboes. (p. xviii)

El hobo, comenta Anderson, andaba entre fronteras: seguía a la primera y desaparecía antes de la segunda, que suponía el sedentarismo. Las cuadrillas flotantes se convertían en grupos de trabajadores fijos, los campamentos, en asentamientos, luego comunidades, pueblos, ciudades. Y al hobo sólo le quedaba el movimiento; porque, afirma Anderson, «Americans are clearly the most mobile of Western peoples» (p. xx).

Hobohemia era el barrio de Chicago donde se concentraban los sin techo. En todo momento había en la ciudad una cantidad de entre 30 mil y 75 mil. Según Anderson, con una estadística que él mismo reconoce un poco a ojo (si un siglo atrás la estadística ya debería de presentar sus complejidades, más aún en un tema tan esquivo como el de las personas sin techo), aproximadamente un tercio de esos eran residentes fijos en la ciudad y los otros dos tercios, una población flotante que no pertenecía a la misma, sino que sólo la transitaba. De hecho, a lo largo del año, entre 300 mil y 500 mil trabajadores migrantes pasaban por la ciudad.

«Every large city has its district into which these homeless types gravitate. In the parlance of the «road» such a section is known as the «stem» or the «main drag»». (p. 4). Este «stem» (¿tallo?, ¿tronco?, incluso ¿avenida?) en Chicago comprendía cuatro barrios, y a todo este espacio dedica Anderson la primera parte del estudio.

This segregation of tens of thousands of footloose, homeless, and not so say hopeless men is the fact fundamental to an understanding of the problem. Their concentration has created an isolated cultural area –Hobohemia. Here characteristic institutions have arisen –cheap hotels, lodging houses, flops, eating joints, outfitting shops, employment agencies, missions, radical bookstores, welfare agencies, economic and political institutions– to minister to the needs, physical and spiritual, of the homeless man. (p. 15)

Contrariamente, los espacios que se encuentran a lo largo del camino reciben el nombre de «jungles», algo así como campamentos más o menos formales donde hay una serie de normas de etiqueta establecidas. Solían estar cerca de encrucijadas de tren, o en apeaderos, y allí la norma reinante era la democracia. Se esperaba de cada hobo que llevase algo de comida para compartir o para añadir al «mulligan» (es decir: el estofado que se hacía con todo lo que hubiese disponible y que se compartía) y luego, normalmente, se narraban historias unos a otros, algo que convertía a algunos de ellos en verdaderos cuentacuentos (sin ninguno de los matices despectivos del término).

The freedom of the jungles is, however, limited by a code of etiquette. Jungle laws are unwritten, but strictly adhered to. The breaking of these rules, if intentional, leads to expulsion, forced labor, or physical punishment. (p. 20).

¿La ley más sagrada? Prohibido robar a los otros, con penas que iban desde la expulsión hasta recibir una paliza. Anderson destaca el parecido de las normas básicas de convivencia de estos campamentos con los que establecían los ganaderos o leñadores: refugios donde dejar algo de víveres y mantas y que se entendían como una necesidad colectiva que requería, también, de un esfuerzo colectivo para ser mantenidos. Las leyes eran tan formales como la básica de no robar hasta la protocolaria de que, si alguien te invitaba a comer, a cambio tú fregabas los cacharros. Y la existencia de las junglas era una forma colectiva de aprender la etiqueta de los hobos que los preparaba para luego establecerse, aunque fuese temporalmente, en las ciudades. «Here [en las junglas] hobo tradition and law are formulated and transmitted. It is the nursery of tramp lore. (…) In the jungles the slang of the road and the cant of the tramp class is coined and circulated. It may originate elsewhere but here it gets recognition.» (p. 25)

En las ciudades, en cambio, las instituciones eran otras: los hobos solían habitar en, o cerca de, las lodging-houses (¿casas de acogida?), cuando no podían permitirse un motel. Comían en restaurantes de la zona, que competían en precios económicos, y tenían sus propias barberías, librerías, lugares de ocio… un ecosistema entero dedicado a ellos. En esos mismos espacios habitaban, también, los vagabundos, los sin techo y todo tipo de personalidades; luego Anderson dedicará un capítulo entero a las diferencias entre ellos. El hobo trabajaba, como resumen; aunque no fuese siempre. El resto del tiempo podía, bien estar ocioso (si era ahorrativo), bien gastarse lo ganado (en alcohol, generalmente) o dedicarse a las otras ocupaciones de la zona, las que también llevaban a cabo los vagabundos y similares: la mendicidad, actuar para un público, el robo… lo que Anderson llama «getting by in Hobohemia» y que podría traducirse por el muy amplio «ir tirando».

No group in Hobohemia is wholly without status. In every group there are classes. In jail grand larceny is a distinction as against petit larceny. In Hobohemia men are judged by the methods they use to «get by». Begging, faking, and the various other devices for gaining a livelihood serve to classify these men among themselves. It matters not where a man belongs, somewhere he has a place and that places defines him to himself and to his group. No matter what means an individual employs to get a living he struggles to retain some shred of self-respect. Even the outcast from home and society places a high value upon his family and name. (p. 56)

Al final de este capítulo, tras este apunte que tanto nos recuerda al Goffman de La presentación de la persona en la vida cotidiana, Anderson hace el único apunte que aparece en todo el libro sobre la posible relación de la situación económica en la existencia de los hobos. Es decir: en ningún momento se niega que son trabajadores ocasionales y migratorios, pero el papel esencial que las necesidades de la economía juegan en su existencia es algo que pasa desapercibido; o se da por sentado, o ni siquiera merece consideración especial.

Seasonal industries, business cycles, alternate periods of employment and unemployment, the casualization of industry, have created this great industrial reserve army of homeless, foot-loose men which concentrates in periods of slack employment, as winter, in strategic centers of transportation, our largest cities. They must live; the majority of them are indispensable in the present competitive organization of industry; agencies and persons moved by religious and philanthropic impulses will continue to alleviate their condition; and yet their concentration in increasing numbers in winter in certain areas of our large cities cannot be regarded otherwise than as a menace. The policy of allowing the migratory casual worker to «get by» is, however, easier and cheaper at the moment, even if the prevention of the economic deterioration and personal degradation of the homeless men would, in the long run, make for social efficiency and national economy. (p. 57)

Dicho de otro modo: como la economía los necesitaba, y era más barato tenerlos disponibles que tratar de solucionar el problema, se optó por evadir el problema. Este párrafo viene a colación del proceso de «degradación personal» que se daba a menudo de «trabajador estacional» a «hobo» a «vagabundo», o la progresiva bajada en el escalón de las opciones con las que sobrevivir («get by») desde el trabajo al trabajo ocasional a pedir al robo.

Lo cual nos lleva a la segunda parte, «Tipos de hobos». Anderson los clasifica en diversos grupos (a saber, y sin ser exhaustivos: trabajo temporal o desempleo, defectos de personalidad, crisis personales, discriminación, wanderlust…) y los aborda uno a uno, ofreciendo ejemplos sacados de sus propias entrevistas y estadísticas cuando las hay disponibles. Siempre deja claro, sin embargo, que no son categorías estancas y que a menudo es una suma de ellas lo que empuja a un hombre a la calle; o a la aventura.

Y, del mismo modo, este tema lleva al siguiente capítulo, «The hobo and the tramp», donde intenta una suerte de clasificación de los tipos de personas sin techo:

Although we cannot draw lines closely, it seems clear that there are at least five types of homeless men: (a) the seasonal worker, (b) the transient or occasional worker of hobo; (c) the tramp who «dreams and wanders» and works only when it is convenient; (d) the bum who seldom wanders and seldom works, and (e) the home guard who lives in Hobohemia and does not leave town. (p. 89)

Es ahí donde da una definición clara de lo que es el hobo: «…un trabajador migrante en el sentido estricto de la palabra. Trabaja de lo que haga falta en molinos, tiendas, minas, cosechas o cualquier otro de los múltiples trabajos que se le aparecen sin tener en cuenta ni el tiempo si las estaciones. El alcance de sus actividades es nacional e incluso internacional en el caso de algunos hobos. (…) En ocasiones puede hasta que tenga que mendigar entre trabajos, pero se gana la vida principalmente con el trabajo y eso es lo que lo sitúa en la clase del hobo» (p. 91, traducción nuestra). Y a continuación lo relaciona con el mito de la frontera:

Hobos have a romantic place in our history. From the beginning they have been numbered among the pioneers. They have played an important role in reclaiming the desert and in subduing the trackless forests. They have contributed more to the open, frank, and adventurous spirit of the Old West than we are always willing to admit. They are, as it were, belated frontiersmen. Their presence in the migrant group has been the chief factor in making the American vagabond class different from that of any other country. (p. 92).

El resto del estudio analiza diversos contextos de la vida del hobo: su entorno en la ciudad, la visión de los hobos que tiene el resto de ciudadanos; los problemas que suponen para la ciudad y las (pocas, aunque muy curiosas) asociaciones y grupos en los que se ha tratado de incluir u organizar a los hobos; algo que, dado la propia idiosincrasia de su condición, fue tarea más que compleja, y pocas veces ligada al éxito. Sorprende que entre estos temas se hallan también las lecturas del hobo (Anderson siempre defiende que son hombres letrados, curiosos, dados a aprender sobre todo tipo de temas; probablemente él mismo era así, dado que empezó como hobo y acabó como investigador de la universidad) o el modo como pasan el tiempo cuando no están ni trabajando ni tratando de sobrevivir.

Estudios de ecología humana, George A. Theoderson

Estudios de ecología humana, de George A. Theodorson, es una antología publicada en 1961 (leemos la edición de Editorial Labor de 1974 en dos volúmenes, traducida por Javier González Pueyo) que trata de recopilar todos los artículos aparecidos hasta la fecha en el campo de la ecología humana. La ecología humana fue la forma en que las primeras sociología y antropología urbanas se asomaron a estudiar la ciudad, encabezados por la Escuela de Chicago. Como explica el propio Theodorson en la introducción, su antología recoge los tres enfoques de la disciplina: el neoortodoxo (es decir, el evolucionado a partir de la Escuela de Chicago, pero añadiendo las nuevas técnicas sociológicas estadísticas, como nos comentaron Josep Picó e Inmaculada Serra en el declive de la Escuela de sociología de Chicago), el de análisis de área social y el sociocultural. Uno de los aciertos de la antología es añadir, también, los artículos geográficos que usaban la misma disciplina para llevar a cabo sus estudios.

El libro se divide en cinco capítulos que, si bien no son cronológicos, sí que van mostrando la lógica evolución de la disciplina. El primero, «Ecología humana clásica», recoge tanto la exposición de la ecología humana, por parte sobre todo de los de Chicago (y es donde más nos detendremos) como las críticas que fueron apareciendo a su peculiar forma de entender y abordar la ciudad. El segundo capítulo, «Teoría e investigación contemporáneas», muestras los artículos aparecidos cuando ya se trataba de una disciplina madura que se cuestionaba a sí misma y, por ejemplo, trataba de entender con exactitud qué era un «área natural», definida por la Escuela de Chicago con una buena dosis de prejuicios, hasta llegar al concepto de «área social» o «área sociocultural». El tercer capítulo son «Estudios culturales comparativos», donde ya vemos artículos etnográficos centrados en aspectos concretos de un lugar y cultura determinados; el cuarto, «La ecología humana como geografía humana», muestra la vertiente del momento que tomó la geografía para analizar, en la mayoría de artículos que aparecen, la relación entre las personas y su entorno ecológico (adaptación de culturas a un medio determinado). Y, finalmente, el quinto capítulo son «Estudios regionales»: la propia necesidad del área estudiada y de su complejidad llevaba al artículo a tener que ampliar el objeto de estudio. Algo que estaba muy cercano al giro urbano que darían, una década después, tanto Lefebvre como Castells o Harvey.

Tres fuentes principales de desarrollo ha tenido la ecología humana: las ecologías vegetal y animal, la geografía humana y los estudios de distribución espacial de los fenómenos sociales. Los sociólogos norteamericanos conocen en particular el desarrollo que derivó de los escritos biológicos de finales del pasado siglo de Darwin y sus seguidores, de Haeckel, y de los especialistas de las ecologías vegetal y animal. El término ecología humana lo acuñaron Park y Burgess en 1921, y respondía a la pretensión sistemática de aplicar al estudio de comunidades humanas el esquema teoricobásico de las ecologías vegetal y animal. En las décadas veinte y treinta se desarrolló un conjunto de teoría ecológica que daría en denominarse «posición clásica», y que derivaba de las ciencias biológicas: una derivación que marcaría su impronta en la ecología humana clásica, dándole un giro «naturalista». (p. 17)

Si recordamos, los antecedentes de la Escuela de Chicago para Picó y Serra eran el evolucionismo (la interacción entre la ecología y la ideología liberal de Spencer hasta crear una especie de «laissez faire naturalista donde las cosas sucedían por generación espontánea, vaya), el pragmatismo de Dewey y el interaccionismo simbólico de Mead (lo vimos en la primera entrada de la Escuela de Chicago). Muy importante fue, también, el hecho de que el segundo director del Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago fuese Robert Ezra Park (del que ya leímos algunos artículos en La ciudad y otros ensayos de ecología urbana) había trabajado bastantes años como periodista antes de pasar por la universidad y acabar haciendo un doctorado en Berlín bajo la batuta de Simmel, nada menos. Esa visión periodística, esa necesidad de salir a la calle y observar lo que hacían las personas en la ciudad, fue tal vez la característica más destacada de la Escuela de Chicago. Y algunas de las críticas que se les pueden hacer son, por ejemplo, la misma que haremos al diagrama que hizo Burgess de la ciudad: que sus observaciones no eran generalizables al resto de ciudades, sino que se referían sólo a Chicago, por un lado; y, por el otro, su ceguera etnocéntrica al percibir como «áreas naturales» los barrios negros, chinos, judíos o noruegos pero no los barrios blancos o ricos. Amén de la carencia de la importancia de la economía en los trasiegos urbanos.

«Ecología humana», artículo de Park aparecido en 1936, evidencia la influencia de Spencer que comentábamos. Para Park, las personas son «unidades individuales que viven en una relación de mutua interdependencia simbiótica» (p. 45), arraigadas a un territorio y organizadas territorialmente como una población (estas tres características son su definición de «comunidad»)

Estas sociedades simbióticas no son meramente conglomeraciones inorganizadas de plantas y animales que vivan juntas en un mismo hábitat por obra del azar. Por el contrario, las unidades están interrelacionadas de la manera más compleja. Toda comunidad tiene algunas características de unidad orgánica, posee una estructura más o menos definida y tiene «un ciclo de vida en el que pueden observarse fases de juventud, madurez, senectud», Cuando la unidad orgánica es ya un organismo, se integra como órgano de otro organismo (un superorganismo, diríamos parafraseando a Spencer). (p. 45)

Lo que regula la comunidad es la competencia que se establece entre sus integrantes y entres los distintos organismos. Cuando la competencia se reduce, surge la sociedad; cuando la competencia aprieta, la sociedad se ve desplazada hasta que los conflictos se resuelven y vuelve el equilibrio. En esta idea de que hay un punto de equilibrio aparece otra de las críticas que se le hicieron a la Escuela de Chicago: la del crisol o melting pot, esa idea de que todos los grupos establecidos en áreas naturales acabarían integrados en una especie de totalidad pacífica que abarcaría a una ciudad cada vez mayor. Los periódicos estallidos de violencia que protagoniza la comunidad negra (que recordamos hace nada, por ejemplo, en palabras del Mike Davis de Control urbano: más allá de Blade Runner) son una evidencia de que esto no sucede y de que el racismo, por ejemplo, puede ser endémico. Los guetos (e hiperguetos) no han desaparecido, y no ha sido por falta de voluntad de los barrios donde predominan habitantes afroamericanos sino por la ausencia de ese mítico «crisol de naciones» americano. «Las áreas de una comunidad metropolitana denominadas naturales o funcionales –por ejemplo, el suburbio, la zona residencial, el centro comercial y el centro bancario– deben cada una de ellas su existencia directamente al factor de dominación, e indiferentemente al de competencia.» (p. 49).

«El ámbito de la ecología humana», de McKenzie (1926), muestra una lista de conceptos y se ve el intento que hizo la Escuela de Chicago por desarrollar un lenguaje científico con el que poder abordar el estudio de la ciudad. A pesar de todas las críticas que se le puedan verter, no olvidemos que los de Chicago fueron los precursores del análisis urbano (y de la sociología y antropología urbanas), que hasta entonces había recibido, en general, una visión compasiva (como los cristianos estadounidenses) o bien una visión reformista (el socialismo utópico surgido tras la constatación de que las ciudades post-revolución industrial eran lugares infectos para los proletarios y trabajadores en general).

«El crecimiento de la ciudad: introducción a un proyecto de investigación», de Burgess (1925) es conocido por introducir el famoso diagrama que pretendía describir todas las ciudades y en el fondo sólo reproducía Chicago y que Davis, en el libro que ya hemos vinculado, definía como «la combinación entre una media luna y una diana».

A pesar de sus carencias, el intento de Burgess trataba de sistematizar el crecimiento de la ciudad a partir de algunos elementos que, si bien puede que no estén en todas ellas, sí que son muy habituales: el distrito comercial en el centro, una zona residencial (ésta sí, más típicamente estadounidense, el famoso «suburbia»), la zona industrial… concebidas, también, como «agrupamientos naturales, económicos y culturales» (p. 75).

Pero, ¿cuáles son los índices de las causas, y no ya de los efectos, del metabolismo social desordenado de la ciudad? Los excesos del incremento real de población sobre el natural han sido sugeridos como criterio. La razón de este incremento no es otra que la emigración a ciudades metropolitanas, como Nueva York o Chicago, de decenas de millares de personas al año. Su invasión de la ciudad afecta en forma de aflujo que inunda, primero, las colonias inmigrantes, puertos estos de primer arribo, desalojando a miles de habitantes que desbordan a la zona anexa, así hasta que la oleada alcanza su punto culmen sobre la siguiente zona urbana. El efecto global es acelerar la expansión, acelerar la actividad, acelerar el proceso de «vertido»en el área de deterioro [los guetos urbanos situados alrededor del centro, que acabarían siendo objeto de redlining y del que los blancos huirían en la «white flight» hacía las zonas residenciales y que luego, décadas después, sufrirían las primeras oleadas de gentrificación]. Estos movimientos internos de población resultan significativos en extremo para el estudio. ¿Qué movimientos sacuden a la ciudad, y cómo pueden ser medidos. (p. 77)

Si bien hay ciertas connotaciones sociales (un inmigrante recién llegado, si puede escoger, preferirá estar con persona de su propia cultura, o de una cultura similar), las causas principales de estas oleadas son económicas; de la elección de lugar donde vivir, también económicas; y de los movimientos dentro de la propia ciudad, en general, también responden a la economía. La elección «consumista» (que si colegios cerca, que si sea un buen barrio) sólo se da cuando la elección «económica» (lo que me pueda permitir) está resuelta. Algo que nos parece evidente tras cinco décadas de sociología y geografía urbanas abordando el tema, pero que no fue tan evidente para la Escuela de Chicago.

«Las áreas naturales de la ciudad», de Zorbaugh (1926) explora con bastante acierto el concepto de área natural. Zorbaugh es consciente de que es un fenómeno que sucede en las ciudades norteamericanas (donde los habitantes originales, los indios, fueron exterminados y, por lo tanto, todo habitante no dejaba de ser un inmigrante con mayor o menor tiempo de residencia en el país). Fundadas dos, tres, o como mucho cuatro siglos antes, en general con formato damero (el plan hipodámico, calles perpendiculares entre ellas), creciendo en anillos concéntricos desorganizados por accidentes naturales y por construcciones como las vías del tren. Esto acababa generando unas áreas más o menos delimitables donde el precio del suelo era variable. «Los valores del suelo, que caracterizan las distintas áreas naturales, tienden a orientar y distribuir a la población.» (p. 87). A esta variable se le sumaban otras, como los factores culturales, que impulsaban a personas de misma procedencia a permanecer juntas. «Y, como resultado de esta segregación, las áreas naturales de la ciudad tienden a transformarse en áreas culturales diferenciadas» (p. 87), como Little Italy, Chinatown, un cinturón negro o «una ciudad jardín residencial».

Un área natural es un área geográfica caracterizada a un tiempo por la individualidad física y por las características culturales de los individuos que en ella viven. Estudios de distintas ciudades han mostrado, citando a Robert E. Park, que «toda ciudad americana de determinado tamaño tiende a reproducir todas las áreas características de todas las ciudades, y que los individuos de estas respectivas áreas exhiben las mismas características culturales, los mismos tipos de instituciones, los mismos tipos sociales y las mismas opiniones, intereses y actitudes ante la vida». Es decir, precisamente como existe una ecología vegetal en la que, en la lucha por la existencia, las regiones geográficas se asocian como «comunidades» de plantas mutuamente adaptadas y adaptadas al área, existe una ecología humana, en la que la población de la ciudad, gracias a la competencia, es segregada en áreas naturales, y por grupos naturales, de acuerdo siempre con procesos definidos y definibles. (p. 86)

Uno de los problemas de la organización de la ciudad, para Zorbaugh, es que las áreas naturales y las áreas administrativas no coinciden.

«Ecología humana», de Louis Wirth, publicado en 1945, cierra el primer bloque de la primera parte rastreando los antecedentes de la ecología humana (por ejemplo en Charles Booth, Von Thünen o Small, que fue el primer director del Departamento de Sociología de Chicago y que empezó a incluir el estudio de aspectos físicos en sus análisis sociológicos), cuyo origen sitúa en la publicación del libro de Park The City en 1925.

La ecología humana, tal como Park la concibiera, no era una rama de la sociología, sino más bien una perspectiva, un método, y un conjunto de conocimientos esenciales para el estudio científico de la vida social, y por ende –al igual que la psicología social–, una disciplina general básica para todas las ciencias sociales. Park reconoció su parentesco y descendencia de la geografía y la biología. Pero subrayó que, a diferencia de la primera, la ecología humana estaba menos consagrada a la relación entre hombre y hábitat que a la relación entre individuo e individuo en cuanto afectada, entre otros factores, por su hábitat. (p. 130)

El primer capítulo tiene una segunda parte interesantísima: las críticas a la posición clásica, es decir, las críticas a la Escuela de Chicago. El primer artículo, «El modelo del crecimiento urbano», de Maurice R. Davie (1938), es un intento de verificar la hipótesis de Burgess sobre el crecimiento de Chicago en círculos concéntricos (es decir: un cuestionamiento del diagrama que hemos visto hace nada). La respuesta de Davie es rápida: no se sostiene empíricamente. Los datos recabados (que no eran absolutos, pero los pocos que había por entonces en el censo ya permitían aventurar la respuesta) no delimitaban esas zonas; al contrario, ofrecían una mezcolanza muchísimo más complejas de lugares distintos. Para ello, Davie estudiaba una población más abarcable, New Haven, y esta vez sí que acudía a los datos empíricos: clasificaba los espacios según sus usos y escogía el uso predominante, entendiendo como tal que supusiera más de la mitad de los locales o edificios de esa área.

Hay algunas conclusiones que sí parecen abundar en general en las ciudades: actividad comercial o bien en el centro de la misma, o bien distribuida a lo largo de las arterias principales; la industria pesada, ubicada junto al agua o el ferrocarril; zonas residenciales repartidas por doquier, pero concentradas sobre todo en los lugares donde coinciden la existencia de buenos accesos, «terrenos elevados, proximidad a parques y ausencia de ruidos» (p. 144), etc. Añadiendo, a todo ello, la dificultad de trazar las «áreas naturales» puesto que, si algo no es una ciudad, es natural.

Es también significativa la relación de las calles radiales con las áreas naturales. Las calles radiales son arterias principales que llevan del centro o la proximidad del centro o de una ciudad para alcanzar los sectores más exteriores. De ordinario son calles transversales, vías privilegiadas que llevan a otras ciudades, a más de rutas principales de tráfico o transporte de la ciudad. La expansión de la ciudad se desarrolla a lo largo de estas arterias radiales, que constituyen los medios más adecuados de acceso a la parte central de la ciudad. Esto tiende a conferir a cada ciudad una forma estrellada, salvo distorsiones debidas a la topografía. La influencia principal de las arterias radiales en conexión con las áreas naturales consiste en facilitar el acceso a ellas. Sólo en seis de las veinticinco áreas actúan las arterias radiales como línea limítrofe entre áreas. (p. 147)

Siguiendo este esquema, Davie distingue 24 áreas distintas, en función de la actividad dominante en la misma. Ni en New Haven, por lo tanto, ni en las dieciséis ciudades donde H. Bartholomew realizó estudios, ni en Greater Cleveland, donde H. W. Green también mapeó las «áreas naturales» tras un análisis, se cumple el modelo concéntrico de Burgess. Y, además de constatar este hecho, Davie añade que le parece imperdonable el descuido de dos factores: el primero, la importancia, esencial, de las líneas férreas, que distribuyen mercancías y también población; y el segundo, el olvido de «las áreas de economía modesta», lugares donde prima el comercio al por menor pero donde éste no es tan habitual como para considerarlo dominante.

Hay otros muchos artículos que, lamentablemente, y debido a la enorme envergadura de la obra de Theodorson (dos volúmenes de 500-600 páginas cada uno), no podemos citar, pero todos ellos acaban evidenciando «el divorcio existente entre teoría ecológica e investigación». Por ello, el segundo capítulo recopila los intentos, que se hicieron durante la década de las años 1940 y 50, hasta principios de los 60, por refundar una nueva ecología humana, esta vez sí, basada en los hechos empíricos.

Si recordamos, una de las causas que supusieron el declive de la Escuela de Chicago, como nos explicaban Picó y Serra en la Escuela de Sociología de Chicago, fue el auge de los modelos estadísticos (que las tecnologías cada vez permitían recoger y gestionar mejor) y la importancia de otros temas, más nacionales que urbanos (en Estados Unidos, y que por lo tanto modificaron el foco de la financiación de los estudios sociales): el paro, la vivienda, las desigualdades sociales… Temas que, por supuesto, estaban presentes en la ciudad pero no eran propiamente urbanos (lo que Homobono clasificó claramente como la distinción entre la «antropología de la ciudad» y la «antropología en la ciudad»; la primera es propia de ella, la segunda se limita a suceder en ella y tenerla como trasfondo) y que cristalizaría en la famosa tesis de Castells, en Problemas de investigación en sociología urbana (1971), que venía a decir que todo lo que se estaba estudiando como sociología (¿y antropología?) urbanas en la fecha no era tal, sino simple sociología en la ciudad.

Eso no quita, con todas sus críticas, la forma que tenía la Escuela de Chicago de abordar lo urbano, ese acercamiento de salir a la calle y observar lo que sucedía. Con todos sus prejuicios, claro, y con todas sus carencias (la importancia de la economía es especialmente sangrante, amén de ciertos etnocentrismos propios de la época), pero también con sus aciertos y con sus primeros pasos para tratar de formular una ciencia que, un siglo después, sigue sin haberse formado. Tal vez porque ahora somos conscientes de lo enormemente complejo de su objeto de estudio, la ciudad, y de la necesidad de abordarla transversal y multidisciplinarmente y, con la mayor probabilidad, aún así siendo sólo capaces de abarcar una pequeña porción de ella.

«Una década de la nueva sociología urbana», Sharon Zukin

En 1980, Sharon Zukin publicó un artículo titulado «A Decade of the New Urban Sociology» (Theory and Society, Vol. 9, Noº 4, pp. 575-601), «Una década de la nueva sociología urbana», donde recogía los cambios que estaban sucediendo en la disciplina, así como los errores conceptuales que se iban arrastrando desde la Escuela de Chicago, y proponía algunos temas nuevos a tratar. Los dos nombres esenciales sobre los que pivota el artículo son los de Castells y Harvey, y la parte central del mismo consisten en una comparación entre el enfoque, y la obra, de estos dos pesos pesados del tema urbano.

Uno de los hitos que marcó la debacle de la Escuela de Chicago fue, como aprendimos en La Escuela de Chicago de Sociología, la irrupción de nuevas herramientas y los métodos estadísticos a la disciplina. De repente, todos los estudios trataban de cuantificar datos para evidenciar hipótesis ya asumidas, por lo que los sociólogos, como comenta Zukin, se convirtieron en asalariados del Estado gracias a las muchas universidades y fundaciones que los apoyaban.

Essentially, urban sociologists took as their tasks tracking the movement of people, social and economic activity, and spatial forms in the process they called «urbanization,» and finding the uniformities of behavior and belief they called «urbanism». Both the process of urbanization and the pattern of urbanism were considered universal, inexorable characteristics of social change (p. 575)

Puesto que estos movimientos demográficos y cambios se daban como algo natural, las metáforas con las que fueron descritos eran, lógicamente, la biología y la ecología (y de ahí la ecología urbana de los de Chicago, que si consiguieron tal renombre fue más por su capacidad «periodística» de bajar a la calle y describir lo que veían que por una gran estructura teórica con que envolverla). Del mismo modo que consideraban que las «áreas naturales», término que nunca llegaron a concretar pero que podía incluir Little Italy, el barrio judío o el gheto negro (pero nunca los barrios blancos de clase media o alta), acabarían fundiéndose en una especie de crisol (melting pot) homogéneo, blanco y de clase media, daban por sentado que las decisiones de dónde vivir de las personas eran elecciones que tomaban, más que situaciones a las que se veían abocados.

En esta hipótesis en la que estaban (que, de nuevo, más que una hipótesis era una visión concreta, no cuestionada), cualquier disrupción en el orden establecido se tomaba como algo que debía ser estudiado de modo puntual; y ni la infraestructura ni el estado tenían nunca nada que ver en ello.

Las crisis contraculturales de los 60 (Zukin cita los disturbios negros en los ghetos y mayo del 68), que la sociología no fue capaz de adivinar, supusieron un pequeño cambio en el objeto de la disciplina, que se centró en la renovación urbana, el sistema criminal o las políticas de bienestar. De nuevo, acudiendo a la estadística y los grandes números.

Hubo tres corrientes, sin embargo, que buscaron un nuevo enfoque. La primera, los empiristas radicales americanos (los términos son los que usa Zukin) que, esquivando la doctrina oficial, estudiaron la competencia social entre clases, con las luchas de vecindad, por las escuelas en los barrios, la violencia del estado en ciertos sectores… Luego estaban los británicos neoweberianos (que ya vimos en Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa), «donde los urbanólogos (urbanologist, ?) ya habían desarrollado una tradición de investigación aplicada en reparar una distribución desigual de los recursos», y finalmente, claro, los marxistas franceses. Tal vez por ser «latecomers to the urban sociology» (suponemos que Halbwachs y Chombart de Lauwe no cuentan para Zukin) y por no tener el mismo respaldo del estado que en Estados Unidos, los franceses se presentaban como mucho más teóricos y críticos ante el Estado, y venían marcados por tres claras influencias: la crítica de Lefebvre «de la sociedad urbana en términos de la reproducción social del capitalismo industrial», la distinción de Touraine entre «las distintas formas de acción social» y las tesis de Althusser al marxismo francés. Ahí es nada.

Los tres frentes trataban de convertir la sociología urbana en una disciplina científica.

… they have been critically re-evaluating the history of urbanization. Rather than merely document the successive emergence of urban forms (e.g., the change from the pre-industrial to the industrial city, or the reproduction of metropolitan urban forms in colonial and post-colonial capitals), their historical analysis focuses on the hegemony of urban forms within social formations and the hegemony of metropolitan culture within the world system as a whole; the rise and decline of particular cities; and the political, ideological, juridical, and economic significance of particular urban forms, especially in advanced capitalist societies. (p. 579)

Sus temas, ahora, enlazaban «la urbanización, la búsqueda del beneficio capitalista, los intentos del estado por moderar los conflictos de clase»; los sociólogos tuvieron que aprender a usar términos políticos y económicos y tuvieron que abrirse a nuevas disciplinas, pues el estudio de la ciudad no podía ser un campo cerrado. Pero la disciplina se abrió tanto que el propio significado del término «urbano» iba quedando difuminado.

But the very congruence, from 1500 to 1900, of urbanization, industrialization, and capitalist development raised the logical possibility that «urban» phenomena could be subsumed by either «technology» or «mode of production» and therefore deserved no study of their own. Empirically, if world-wide urbanization and «metropolitanization» covered the face of every society, then the study of cities per se was superfluous. Methodologically, if cities merely reproduced the contradictions of a given social structure, then the study of cities was essentially identical with studying society as a whole. (p. 580).

Estas dudas fueron las que llevaron a la pregunta de Castells sobre si existía una sociología urbana; lo que no impidió, como comenta con cierta ironía Zukin, que se siguiesen publicando artículos bajo el mismo paraguas. Las principales obras del momento eran, según la autora, el estudio de casos históricos que ponían de manifiesto esa estructura teórica que aún se estaban desarrollando, como la investigación de Jean Lokine sobre el desarrollo urbano de París entre 1945 y 1972, que evidenciaba los conflictos de clase y de trabajo en temas cómo dónde se construían estaciones de tren de alta velocidad (al servicio de las clases altas), la competencia por el espacio central y la creación, en concreto, de La Défense. Zukin escoge el desarrollo de este centro económico porque pone de manifiesto la importancia creciente del capital global, así como la concentración de recursos para el capital que podrían haber sido usados para mejorar las condiciones de otras clases sociales; además de la creación de horribles espacios arquitectónicos que no se integran con la ciudad sino que se erigen como sede del poder transnacional.

A pesar de las distintas corrientes que iban surgiendo en la disciplina, sin embargo, dos nombres brillaban con luz propia: Manuel Castells y David Harvey.

Both are historical materialists. For Castells, the four «elements of urban structure» –production, consumption, exchange, and institutions– are determined by the reproduction of the means of production and the reproduction of the labor force in any given social formation; for Harvey, the «urban process under capitalism» is created through the interaction of capital accumulation and class struggle. While Castells is more eclectic in his sources and his data, ranging in his empirical work from France to Latin America and in his interpretations to every existing type of social formation, Harvey is more judicious and more exact, concentrating on American society and on economic data. Castells’ inclusiveness tends to diffuse his framework into definitions and categories whose unification rests on structuralist premises. Harvey’s narrower focus produces a more functionalist marxist approach which demonstrates, rather than assumes, connections between trends and structures. They differ, too, in emphasis. Castells –and the studies that he has inspired in both France and the United States– tends toward treating the city in terms of the problems of social reproduction; Harvey focuses on the city’s role in the production of capital. Just as Harvey emphasizes investment flows, mediating financial institutions, and credit mechanisms, so Castells is drawn to the urban segregation of social classes and the rise of grass-roots political movements. (p. 584)

Castells da mayor importancia a la lucha de clases y la intervención política; el Estado juega un papel importante porque es quien controla la planificación urbana y quien redistribuye los recursos, por lo que todo movimiento social aparece como una pugna por obtener control estatal. Castells presupone la existencia de un «compromiso de mínimos» mediante el cual el Estado, pese a que no sea provechoso para el capitalismo ni ofrezca réditos directos, redistribuye ciertos bienes sociales (educación, sanidad). Harvey comprende, por su parte, que la resistencia organizada fuerza a las estrategias capitalistas a ciertos compromisos, pero en general se centra en el rol del Estado como facilitador de las reglas del juego que impiden que el capitalismo sea víctima de sus propias acciones (como se hizo con la crisis de 2008, cuando se socializaron las pérdidas de los bancos y no se obligó al capital a responsabilizarse de sus decisiones).

Las crisis urbanas son, para Harvey, de acumulación de capital; para Castells, de consumo. Según Harvey, el capital se acumula de forma grotesca para obtener beneficios hasta que la zona deja de ser rentable o surge una que lo es más (lo llamará «coherencia estructurada«, algo que ya vimos). Sin embargo, aunque el capital se retire y la zona se devalúe, al mismo tiempo retiene cierto capital social y cultural, que puede ser usado de nuevo para obtener beneficios. Por ello, el propio flujo del capitalismo es el que va generando zonas de desarrollo desigual, en función de sus necesidades.

Para Castells, en cambio, dichas crisis son fruto de factores sociales y políticos, en concreto, del fallo en la gestión del consumo colectivo, y se deben a las propias limitaciones del estado (ya sean intrínsecas, como la imposibilidad de gestionar determinado número de demandas sociales, como impuestas por el propio capital, que vería de otro modo limitada su capacidad para obtener beneficio). Cuando se alcanzan estos límites es cuando surgen las crisis urbanas.

Pese a estas y otras diferencias, ambos coinciden en que «el espacio urbano se produce deliberadamente como respuesta a las necesidades del capital. Puede ser monopolizado por algunos grupos y luego «liberado» de su posesión por grupos no dominantes, pero –a diferencia de los supuestos de la Escuela de Chicago– el espacio urbano nunca sucede como una creación natural o espontánea» (p. 589). Ambos coinciden, también, en criticar la desigualdad con que se reparten estos beneficios y cómo el modo de producción capitalista está relacionada (si no es la causa directa) en ella.

En la parte final del artículo, Zukin destaca los cuatro temas que, a su parecer, la sociología aún tiene pendiente tratar:

  • el papel de la ciudad en la acumulación de capital;
  • el papel de la ciudad como acumulador de mano de obra barata;
  • la penetración de la política y economía nacionales en lo local (que se refiere a la carencia de autonomía por parte de las ciudades, puesto que siempre son elementos que forman parte de un país, aunque las últimas décadas las han llevado a tratar de ser cada vez más autónomas para superar este hecho);
  • la coordinación de una matriz urbana de interruptores en la estrategia de investigación que relaciona la producción y el consumo, es decir, la centralidad de las ciudades como lugares de control, comunicación y acumulación, pero también como entes «complejos» donde se desarrollan nuevas formas de consumo y producción que luego se exportan al resto de lugares (por poner un ejemplo relativamente banal, los «cazadores de tendencias» de moda se dan en entornos urbanos; y luego sus decisiones se popularizan y se exportan a todos los ámbitos, algo que la visibilidad de las redes está llevando a entornos no necesariamente exclusivamente urbanos).

Como cuestión final, Zukin se vuelve a plantear si «aún existe una cultura urbana o un mito urbano que no esté completamente determinado por el capital o la tecnología» (p. 598). Teniendo en cuenta los caminos que recorrerían Castells o Harvey, por ejemplo (el espacio de los flujos del primero, la acumulación flexible del segundo, por citar sólo unos pocos, y teniendo en cuenta los muchos que aún nos quedan por descubrir en las lecturas del blog), la respuesta aún no está definida; pero siguen existiendo estudios urbanos, felizmente.

Los sociólogos de la ciudad, Gianfranco Bettin

Los sociólogos de la ciudad es un libro de Gianfranco Bettin de 1979 que trataba de sistematizar los conocimientos de la sociología urbana hasta dicha fecha. No era una época casual: tanto Lefebvre como Castells ya habían publicado (el primero prácticamente toda su obra, el segundo acababa de empezar pero ya había dado un par de golpes sobre la mesa con Problemas de investigación en sociología urbana (1971) y La cuestión urbana (1972)). Bettin hace una relectura de los principales autores que han investigado el hecho urbano, y ahí surge el que, si acaso, es el único reproche que le podemos hacer: que muchos de esos lugares ya los hemos transitado. Pero eso no es, ni mucho menos, un reproche hacia su obra o hacia sus análisis, por lo que éste se convierte en un muy buen manual para interesarse por la materia.

Bettin dedica los tres primeros capítulos a analizar, a fondo, a tres autores que se podrían considerar precursores de la sociología urbana, si bien dos de ellos no estudiaron, per se, el hecho urbano: Weber con La ciudad y su análisis de la ciudad medieval, y Marx y Engels, que, si bien no entraban directamente en el hecho, no olvidemos que tanto la burguesía como el proletariado son clases evidentemente urbanas. Además, Engels dedicó toda una obra al problema de la vivienda, por lo que eran manifiestamente conscientes de las condiciones urbanas en que se vivía. El tercer autor sí que se centró en el hecho urbano, en concreto, en la forma en que la mente de los habitantes de la ciudad deja de lado el pensamiento emocional y se centra en una actitud racional, marcada por el dinero y por el hastío ante tanto estímulo. Sí: se trata de Simmel, la actitud blasé del ciudadano y la obra Las grandes urbes y la vida del espíritu (o Las metrópolis y la vida mental, depende de la traducción).

La Escuela de Chicago merece dos capítulos: el primero, dedicado a la ecología urbana de Park, Burgess y McKenzie, al estudio de las áreas naturales y a los diagramas de anillos concéntricos del tercero, que fueron evolucionando a medida que lo hacía su comprensión de la ciudad. El segundo está dedicado al urbanismo de Louis Wirth, del que ya leímos «El urbanismo como forma de vida«.

El sexto capítulo, y el que más nos interesa en el blog, trata los dos estudios que llevó a cabo el matrimonio Lynd en una «ciudad media» de Estados Unidos. La gracia del asunto es que hicieron el primer estudio antes del crack del 29 y el siguiente unos años después, con lo que pudieron comprobar, de primera mano, los cambios que habían sucedido. Los dos últimos capítulos tratan la obra de Henri Lefebvre y los primeros libros de Castells, que ya hemos reseñado en el blog, por lo que sólo los trataremos brevemente. Sin más preámbulo, vamos al estudio de los Lynd.

Las investigaciones de Robert y Helen Lynd representan dentro de este sector del trabajo sociológico una contribución pionera ya clásica que, sin embargo, sigue teniendo el valor de un modelo al que es conveniente todavía referirse. Como ya es sabido, se trata de un estudio sobre una pequeña ciudad del Middle West, realizado en el curso de dos periodos importantes de la historia norteamericana moderna, caracterizados respectivamente por la difusión del proceso de industrialización en todo el territorio nacional y por la Gran Depresión. (p. 110)

Middletown: A Study in Modern American Culture, publicado en 1929, cubre el periodo entre 1890 y 1925, aproximadamente. El estudio empezó en 1924 y supuso bastante trabajo de campo en la ciudad de Muncie, en Indiana (aunque los autores no concretaron el lugar y hablaron de «una población de treinta y pico mil habitantes»). Durante sus observaciones, que cubren una época de bonanza y crecimientos económicos, los Lynd se dan cuenta de que existen dos grandes grupos sociales: la working class y la bussiness class. «En general, los miembros del primer grupo orientan sus actividades lucrativas especialmente hacia las cosas, utilizando instrumentos materiales en la fabricación de objetos y en el cumplimiento de servicios, mientras que los miembros del segundo grupo dirigen sus actividades hacia las personas, en particular, vendiendo o difundiendo cosas, servicios o ideas.» La clase «obrera» está constituida por el 71% de los sujetos económicamente activos y la clase «empresarial», por el 29% restante, y los Lynd constatan que «el simple hecho de haber nacido en una o en otra parte de la vertiente,constituida grosso modo por estos dos grupos, representa el factor cultural específico más significativo que influye en lo que una persona hace durante el día en el curso de su vida».

Enfocando en la clase obrera, se dan cuenta de que son los que más sufren las consecuencias de los cambios económicos. En general provienen de entornos campesinos y, en apenas una generación, la mayoría de sus constantes sociales cambian. Las mujeres, hasta entonces madres y esposas, deben buscar trabajo para adaptarse al nuevo entorno económico, con lo que ya no pueden ocuparse en la misma medida de la crianza de los hijos. Este papel recae en la educación, donde, sin embargo, los hijos de la clase obrera no pueden competir con los de la clase empresarial: los segundos tienen un coeficiente intelectual mayor (teniendo en cuenta que «distintas circunstancias sociales influyen en el nivel de inteligencia», por lo que suponemos que se mide como una variable coyuntural, no permanente).

Por otro lado, el trabajo de los obreros se lleva a cabo en entornos industriales, a menudo con máquinas. Su única valoración en el trabajo es la capacidad que tenga para resistir la repetición constante del vaivén de la máquina: dan igual su destreza o su actitud, por lo que, en general, el único valor proviene de su edad y mengua con el paso del tiempo. Además, y puesto que los obreros se convierten en una población flotante que migra en función de la demanda de trabajo, sus raíces con la comunidad son más débiles y habitan en las zonas menos agradables del lugar.

Por contra, los miembros de la bussiness class «participan activamente en la vida de varios círculos ciudadanos» e incluso «fundan nuevos círculos sobre la base paraprofesional», generando una vida asociativa entre ellos que «convierte a la bussiness class en la única clase social consciente de sus funciones y de sus intereses, es decir, organizada para una enérgica defensa frente al resto de la comunidad» (p. 115).

En cuanto a la movilidad social, se llega a una conclusión unívoca: no existe.

La movilidad social es un valor-mito, un elemento cultural que forma parte de una ideología tradicional que ya no tiene sentido, desmentida por la realidad de manera muy clara sobre todo en esta primera fase de expansión capitalista. Los obreros no sólo no tienen la posibilidad concreta de abandonar su condición de asalariados y de transformarse en pequeños empresarios, puesto que el mercado está ya controlado por empresas mecanizadas, con abundancia de capital, sino que incluso en el ámbito del trabajo de fábrica tienen muy pocas oportunidades de mejorar. Y esto ocurre por dos motivos: la no disponibilidad de puestos de encargados y la tendencia, debido al desarrollo del sistema administrativo, a emplear a niveles intermedios personales técnicamente preparados; el obrero común, totalmente agotado por su trabajo cotidiano, no tiene ni tiempo ni energía para adquirir este tipo de conocimiento. (p. 116)

Por ello, la clase obrera suele volcar sus esperanzas en la educación, para que sus hijos sí que disfruten de esa ansiada movilidad social, aunque también luego ahí encontrarán escollos, puesto que no es su «destino natural». «Se puede decir entonces que en Middletown no existe conflicto de clase. Es más correcto hablar de convivencia, una convivencia basada en la distancia social y en la indiferencia. La confrontación cotidiana entre las clases, en muchas áreas de la vida comunitaria, no se traduce en un conflicto abierto organizado; ni siquiera podemos decir que el conflicto esté latente» (p. 116).

En 1935, los Lynd vuelven a Muncie para comprobar los efectos de la crisis sobre la población. El estudio resultante, Middletown in Transition: A Study in Cultural Conflicts se publicará en 1937. Este segundo estudio lo llevaron a cabo muchos menos investigadores que el primero, por lo que no es tan exhaustivo. El gran foco se centra en la familia X, una determinada familia que ejerce un gran poder sobre la comunidad.

La crisis llega a Middletown algo más tarde que a las grandes capitales norteamericanas pero, cuando lo hace, arrasa entre los obreros: uno de cada cuatro pierde el empleo durante el primer año. La clase empresarial, sin embargo, se obceca empecinadamente en negarse a aceptar la existencia de dicha crisis. Pero, cuando los obreros empiezan a sindicarse y a organizarse, la clase empresarial «reaccionará incrementando la organización interempresarial e intentará desalentar por todos los medios la organización de la mano de obra. Se extiende también un credo cívico basado en tres principios relacionados entre sí, según los cuales una producción en función del provecho, una ciudad sin sindicatos y «un mercado favorable al trabajo» (es decir, con una oferta de mano de obra que exceda a la demanda) son las condiciones necesarias para salvaguardar el interés común y el bienestar de toda la ciudad» (p. 118).

Por otro lado, la estructura de clases, tan clara en los años 20, se ha complicado bastante (aunque esta parte es algo vaga, seguramente porque los Lynd no pudieron recabar datos definitivos). Cada una de las dos clases anteriores se ha dividido en tres subgrupos, a saber:

  • un grupo pequeño de banqueros, grandes empresarios y directores de empresas nacionales con sede local, que orbita alrededor de la familia X y se define como el núcleo de la anterior clase empresarial; «actúa como grupo de control y fija también los estándares comunitarios de comportamiento de consumo y tiempo libre»;
  • un segundo grupo formado por empresarios menos relevantes, comerciantes o profesionales liberales que también actúa como grupo socialmente homogéneo y que, en ocasiones, se opone a las decisiones del grupo anterior, aunque en otras lo apoya de forma férrea;
  • un grupo residual dentro de la clase empresarial, que siguen formando parte de ella pero nunca alcanzarán el «nivel» de los dos grupos anteriores;
  • el cuarto grupo lo forma la «aristocracia local obrera», es decir, los capataces de fábrica, por ejemplo, que coincide en estándares de vida y en aspiraciones con «la clase media asalariada»;
  • el quinto estrato son los obreros, en el sentido más amplio;
  • y el sexto estrato lo forman el subproletariado y obreros sin trabajo estable.

Pero en la estructura de Middletown, a medida que se vuelve más compleja, también influyen otros factores, como ser o no miembro de una «vieja familia», que confiere un determinado prestigio social; o las creencias religiosas o ser blanco o negro, «la línea de división más profunda que la comunidad admite ciegamente» (p. 123). A medida que la población crece (pasó de los 36.500 habitantes del primer estudio a cerca de 47.000 en el segundo), la cohesión social se reduce. Despunta entonces el primero de los seis grupos analizados, el de las mayores rentas (y la familia X), que luchan con mayor denuedo por mantener la unidad social que, «aunque se trate de un objetivo que se alcanza sólo aparentemente, será perseguido para poder mantener un nivel de integración que permita a los pocos que ostentan el poder conservarlo y ejercerlo sin molestias.

Por un lado, éstos se preocuparán de «invocar cada vez más toscos símbolos emotivos de tipo no selectivo que les permitan guiar a las masas» y, por otro lado, representan la única fuente autorizada de ideologías y símbolos para la comunidad, la cual no será ya capaz de dar vida de forma espontánea y desde abajo a una cultura autónoma e independiente. (p. 124)

Es decir: a medida que la estructura social se vuelve más y más compleja, sólo los grupos de poder ya organizados y con medios suficientes son capaces de establecer los temas y símbolos de cohesión de la totalidad, que pueden, o bien aferrarse a ellos, o bien rechazarlos; pero que se ven forzados a una toma de posición frente a ellos.

Bettin acaba elogiando el hecho de que, a diferencia de la Escuela de Chicago, que pretendía obtener conclusiones universales aplicables a toda ciudad a partir del estudio de la capital de Illinois, los Lynd «tienen tendencia a restringir el ámbito de aplicación de su interpretación sociológica a la comunidad local que les ha proporcionado el material de observación empírica».

El siguiente capítulo está dedicado a la obra de Lefebvre, (La producción del espacio, El derecho a la ciudad), de la que citamos sólo algunas frases:

  • «La urbanización total es la hipótesis guía de Lefebvre: la historia de la sociedad se traduce en movimiento hacia su progresiva urbanización.» (p. 126)
  • «La industria se somete a la urbanización que ella misma ha provocado, y esta fase es la que confiere significación a la revolución urbana, fase de transición que desembocará en una nueva era: lo urbano, que representa el final de la historia.» (p. 128)
  • La naturaleza social de las fuerzas productivas se vislumbra hoy en la producción social del espacio. La producción del espacio no es ciertamente un hecho históricamente nuevo; los grupos dominantes plasmaron siempre su espacio urbano. El hecho nuevo, en cambio, es evidente en la extensión sin precedentes de la actividad productiva, donde el capitalismo está interesado en emplear el espacio en la producción de plusvalía.» (p. 131)
  • «El urbanismo olvida las necesidades sociales; víctima del fetichismo del espacio se ilusiona en crear el espacio, pensando que de este modo controlará también de la mejor manera la vida cotidiana y creará nuevas relaciones sociales entre los habitantes de la ciudad.» (p. 132)

La ciudad y otros ensayos de ecología urbana (II): la ciudad como laboratorio

En la anterior entrada de este libro, que recoge algunos de los principales artículos escritos por uno de los miembros de la Escuela de Chicago, Robert Ezra Park, sobre ecología urbana, situamos el contexto histórico y los antecedentes de la Escuela. Chicago durante el siglo XIX creció de forma extraordinaria, pasando de apenas 5 mil habitantes en 1840 a casi 4 millones en 1920. Lógicamente, una gran mayoría de ellos eran inmigrantes que provenían de muy distintos contextos y que se organizaron como buenamente pudieron. A ello habría que sumarle el liberalismo americano, con su completo laissez-faire para los negocios, la movilidad personal e individual, el desarrollo de los medios de transporte y comunicación y la delincuencia, gangsterismo, ley seca, organización en bandas… que llevaron a tratar de entender Chicago como un «laboratorio social».

El primer Departamento de Sociología de Estados Unidos se fundó, precisamente, en Chicago, de la mano de su primer director, Albion Small. Como la mayoría de los sociólogos de la época, abordaban el estudio de la ciudad con una mezcla de interés filosófico y reformismo cristiano. A diferencia de muchos otros intelectuales norteamericanos, sin embargo, Small, como posteriormente Park, había estudiado en Alemania, donde se tenía una visión algo diferente de la ciudad: en vez de considerarla un entorno embrutecedor, opuesto a la naturaleza idealizada o a la comunidad, desde el continente se percibía la ciudad como un lugar de socialización avanzada y compleja. Park, además, había trabajado durante una década como reportero y eso le hizo tener una visión muy clara de la ciudad como algo estructurado en áreas de influencia; de hecho, las comparaban con las comunidades de animales, que nacían, evolucionaban, envejecían y acababan muriendo en función de su adaptación al medio. Se trataba de la ecología humana.

«La ciudad. Sugerencias para la investigación del comportamiento humano en el medio urbano» es un artículo de Park publicado en 1915 que fue revisado para su publicación en el libro, editado junto a su colega de la Escuela de Chicago Ernest Burgess, The City (1925). En él aborda, desde una perspectiva empírica, el estudio de la ciudad desde una nueva perspectiva que él mismo define:

Denominamos ecología humana, para distinguirla de la ecología vegetal y animal, a la ciencia que trata de aislar esos factores y describir las constelaciones típicas de las personas e instituciones producidas por la convergencia de tales fuerzas. (p. 49)

La ciudad, ha dicho Park al principio del artículo, es algo más que un territorio concreto o una suma de calles, edificios, alumbrado y tranvías: «es sobre todo un estado de ánimo, un conjunto de costumbres y tradiciones, de actitudes organizadas y de sentimientos inherentes a esas costumbres, que se transmiten mediante dicha tradición». Por «esos factores» y «esas fuerzas» en la descripción de la ecología humana se refiere Park a las circunstancias que conforman la ciudad como un agrupamiento, más o menos ordenado, de personas distribuidas en áreas más o menos definidas. Si la antropología, hasta el momento, se había dedicado a estudiar a los salvajes de lugares lejanos (África, Oceanía, el Pacífico, el Amazonas), Park propone el estudio del «hombre civilizado», «un objeto de investigación igualmente interesante». Propone, de hecho, que se estudien Little Italy, el Lower North Side de Chicago e incluso Greenwich Village de Nueva York. Y cae aquí en la que será la gran crítica posterior a la Escuela de Chicago (que podemos leer, por ejemplo, en Harvey, pero también en el capítulo que Francisco Javier Ullán de la Rosa dedica a la Escuela): que siempre pensaron que el objeto de estudio eran los inmigrantes, los pobres, los negros; pero nunca los blancos anglosajones de clase media. Daban a entender, así, que había una normalidad, un término medio, en el que se disolverían las otras razas, naciones, credos u orígenes, el famoso melting pot, el crisol que formaría una clase media uniforme (aunque no usaron esas palabras, lógicamente).

Park propone cuatro grandes ámbitos temáticos para abordar el estudio de la ciudad. El primero de ellos, El plano de la ciudad y la organización formal, tiene mucho que ver con la idiosincrasia de las ciudades norteamericanas: el terreno está organizado en forma de damero, con enormes calles horizontales y verticales que crean manzana tras manzana. Eso responde a la construcción ortogonal de las ciudades norteamericanas, de escasos tres o cuatro siglos de antigüedad; cualquier ciudad europea con dos milenios de historia y una morfología muy distinta presentaría otras complejidades. En este espacio, a priori, igual en todas sus partes, sin embargo, la población no tarda en organizarse en función de algunos de sus atributos: el centro se vuelve más caro, la gente de menor capacidad económica se va a las afueras, se organizan por comunidades… ¿Cómo se distribuye la población en este terreno?, es la primera de las preguntas que Park propone abordar para entender la ciudad. Las siguientes tratan sobre los vecindarios y comunidades que se forman así como las áreas de influencia de la ciudad y sus «áreas de segregación», las afueras donde se reúnen los delincuentes.

El segundo grupo temático se articula alrededor de La organización industrial y el orden moral. La ciudad pasó de ser un lugar de refugio para sus habitantes a un enorme nodo comercial; y gran parte de su éxito hasta nuestros días se debe a que en ningún otro lugar del planeta está tan acusada la diferenciación y especialización laboral. Profesiones que no pueden existir en ningún otro lugar existen en las ciudades, pues la densidad lo permite; lo mismo sucede con ciertos negocios, ciertas actitudes o hasta determinados grupos de personas, estadísticamente escasos pero visibles en las grandes concentraciones urbanas.

Esta especialización genera comunidades que no pueden existir en entornos más pequeños y que se organizan alrededor de sus intereses, ya sean comerciales, sociales, individuales.

El dinero es el medio fundamental de la racionalización de los valores y de la sustitución de los sentimientos por los intereses. Precisamente porque no experimentamos frente al dinero ninguna actitud personal o sentimental, como la que experimentas, por ejemplo, frente a nuestra casa, el dinero se convierte en el medio más preciso de intercambio. (p. 61)

Oímos aquí ecos de Simmel en «Las grandes ciudades y la vida del espíritu«. Pero este interés y las comunidades que genera son inestables, pues son cambiantes y están sometidas a procesos de reajuste continuos. Existe la movilidad, tanto física (transportes, nuevas líneas de metro o ferrocarril, nuevas carreteras) como social (ascenso, caída, matrimonio o hijos, etc.). La inestabilidad en las ciudades es crónica; forma parte de su existencia.

La ciudad, y en particular la gran ciudad, en la que por todos lados las relaciones humanas son probablemente impersonales y racionales, regidas por el interés y el dinero, constituye en un sentido muy real un laboratorio de investigación del comportamiento colectivo. Las huelgas y los pequeños movimientos revolucionarios son endémicos en el medio urbano. Las ciudades, las grandes en particular, se encuentran en un estadio de equilibrio inestable. De ahí deriva que los inmensos agregados, ocasionales y mutables, que constituyen nuestra población urbana, se encuentren en continua agitación, barridos por cada nuevo viento doctrinal, sujetos a constantes alarmas; y en consecuencia, la comunidad está en una situación de crisis permanente. (p. 64)

Lo que también nos recuerda a la efervescencia social de Durkheim.

El tercer campo de estudio se centra en las Relaciones secundarias y control social. Los cambios sociales que se produjeron en las ciudades durante el siglo XIX llevaron a que las relaciones primarias, las que se dan por ejemplo en el seno de una comunidad, sean substituidas por las secundarias, que son relaciones indirectas. Si las primeras están regidas por el tacto, la vista y el contacto y «son inmediatas e irreflexivas», las secundarias se organizan según la razón y están mediadas por el interés y el desapego. Se pasa de un panadero al que conocemos de toda la vida y del que sabemos detalles familiares y hasta íntimos a un dependiente con el que apenas tenemos un breve intercambio regido por la función: la de vendernos el pan, al tiempo que, a su vez, nos amoldamos a otra interpretación, la de cliente, ambos roles con todas sus características asociadas (y oímos aquí ecos de Goffman en, por ejemplo, La presentación de la persona en la vida cotidiana).

Otro aspecto que Park engloba en este campo de estudio es el de la reproducción social (aunque no usa el término): el trasvase de información de una generación a la siguiente, además del papel que puedan jugar los medios de comunicación, así como la política, en la estructura de estas comunidades.

Finalmente, el cuarto campo es El temperamento y el medio urbano. Puesto que los individuos urbanos habitan un entorno tan complejo, denso y especializado, es habitual que deban pasar de un ámbito a otro de forma cotidiana; para ello desarrollan formas de asimilación o desapego con cada uno de estos grupos. Surgen entonces las modas, «la presentación», los recursos que se usan para evidenciar una u otra posición social al resto de los habitantes de la ciudad sin necesidad de tener que explicitarlos en cada caso.

Esto hace posible que los individuos pasen rápida y fácilmente de un medio moral a otro y alienta la fascinante aunque peligrosa experiencia de vivir al mismo tiempo en mundos diferentes y contiguos, pero por lo demás completamente separados. Todo eso tiende a conferir a la vida urbana un carácter superficial y casual, a complicar las relaciones sociales, y a producir nuevos y divergentes tipos de individuos. Esto introduce al mismo tiempo un elemento de azar y de aventura que se añade a la excitación de la vida urbana y le otorga un atractivo particular para los temperamentos jóvenes y fogosos. (p. 79)

Las regiones, añade Park, no son sólo de interés o por comunidades: pueden surgir también regiones morales, «zonas de vicio» o barrios chinos, donde no es necesario vivir pero que uno puede visitar por un rato.

El siguiente artículo de esta antología, «La comunidad urbana como modelo espacial y orden social«, publicado en 1925, aborda el mismo tema pero sin tanto contexto: equipara las comunidades de personas, definidas en un territorio concreto de la ciudad y formadas por una amalgama de personas con intereses comunes, con una célula o especie animal.

La comunidad, a diferencia de los individuos que la componen, tiene una duración de vida indefinida. Sabemos que las comunidades nacen, se desarrollan, alcanzar su plenitud durante un tiempo y después declinan. (p. 92)

Sin embargo, esta comparación entre comunidades y evolución lo lleva a considerar, unos párrafos más adelante, que la construcción que se ha dado en las ciudades norteamericanas, en concreto en Chicago, es la natural.

Además, en la periferia de la ciudad, los suburbios industriales y residenciales, las ciudades dormitorio y las ciudades satélite parecen encontrar, de manera casi natural e inevitable, su emplazamiento predeterminado. Dentro de la zona delimitada, de un lado, por el distrito central de negocios y, de otro, por los suburbios, la ciudad tiende a adoptar la configuración de una serie de círculos concéntricos. Estos distintos sectores, situados a diferentes distancias del centro, se caracterizan por grados desiguales de movilidad de la población. (p. 94)

Park no describe las ciudades: describe una ciudad concreta, encajada en un contexto muy determinado: la acumulación capitalista. Pero no han llegado aún los años 60 ni se ha planteado La producción del espacio (lo hará Lefebvre en unas tres o cuatro décadas), que llevar a cuestionar que cada espacio articulado es, en el fondo, producido y refleja, en determinada manera, el poder presente en su momento.

Los siguientes tres artículos son prólogos a otras tantas obras de otros miembros de la Escuela de Chicago: The Gang, de Trasher (1927), donde analizaba las 1313 bandas callejeras de Chicago (se sospecha que redondeó el número para dejarlo bonito) y donde introdujo el concepto de espacio intersticial; The Ghetto (1928), de Louis Wirth, que estudiaba tanto el barrio judío de Chicago como los lugares donde habitaban los judíos de la ciudad; o The Gold Coast and the Slum (1929), de Zorbaugh, que se centraba en el Lower North Side, «un conglomerado de áreas naturales que contiene la Pequeña Sicilia, la Costa Dorada y, entremedio, un extenso sector residencial» (p. 119).

«La ciudad como laboratorio social» (1929) recoge una apreciación que hizo Albion Small al comprar Chicago con un «laboratorio social», un lugar donde analizar lo que le sucedía a la sociedad cuando se formaba de forma tan veloz y convulsa como le había pasado a Chicago. La ciudad es la cúspide de la socialización, el único entorno totalmente generada por sí mismo que ha creado el hombre. En ella, por ejemplo, el campesino llegado del medio rural «se emancipa del control social de la costumbre ancestral, pero al mismo tiempo no encuentra el sostén de la sabiduría colectiva que le ofrecía la comunidad campesina: queda a merced de sí mismo» (p. 116).

Los primeros estudios de la ciudad, recuerda Park, «fueron más prácticos que teóricos». Entre ellos destaca la Hull House de Jane Addams, de la que hablamos en la entrada anterior, y que pretendía mejorar las condiciones de vida de los pobres. O el enorme estudio que llevó a cabo Charles Booth en Londres, en 1888, publicado en nueve volúmenes: Life and Labor of the People of Londonm (1892). «Lo que dio gran ímpetu a las investigaciones locales en los Estados Unidos fue la creació de la Fundación Sage en 1906 y la publicación entre 1909 y 1914 de los resultados del Estudio de Pittsburgh.» Pittsburgh era una ciudad claramente industrial, por lo que el estudio tuvo en cuenta ese aspecto a la hora de analizar las condiciones de vida de la ciudad. Incluyó la técnica y cómo cambiaba el día a día de sus habitantes; por primera vez, no era un estudio centrado en los políticos y en cómo éstos podían, o incluso debían, mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, sino que intentaba ser un estudio objetivo que diseccionase la vida en un entorno.

El Estudio de Pittsburgh creó escuela y se llevaron muchos otros a cabo, analizando todo tipo de temas: en Spriengfield, en Cleveland… hasta el análisis de la cuestión racial en Chicago que se tituló El negro en Chicago (1922), editado por la Universidad de la ciudad.

En todas o en la mayoría de estas investigaciones está implícita la idea de que la comunidad urbana, en su crecimiento y en su organización, representa un complejo de tendencias y sucesos que pueden ser conceptualizados y objeto de un estudio independiente. Todos estos estudios comparten la idea implícita de que la ciudad constituye una entidad dotada de una organización característica y de una historia típica, y que las distintas ciudades son lo bastante parecidas como para que, dentro de ciertos límites, lo que se sabe de una pueda suponerse como cierto de otras. (p. 119)

A partir de aquí se sucedieron los primeros estudios de la Escuela de Chicago: The Hobo (Nels Anderson, 1923) y los ya citados The Ghetto y The Gold Coast and the Slum. Los tres tenían en común que se centraban, en vez de en la totalidad de la ciudad, en una serie de «áreas naturales» de la misma.

Un sector de la ciudad es denominado «área natural» porque surge sin plan previo y desempeña una función, aunque esa función, como sucede en el caso de los barrios bajos, pueda no responder al deseo de todos. Es un área natural porque posee una historia natural. La existencia de estas áreas naturales, cada una con su función característica, proporciona ciertos indicios sobre lo que el análisis de la ciudad arroja: que, como hemos sugerido antes, la ciudad no es sólo un artefacto sino en un cierto sentido y hasta cierto punto, un organismo.

La ciudad es, de hecho, una constelación de áreas naturales, cada una de las cuales posee su medio característico y ejerce una función específica en la economía global de la ciudad. (p. 120)

«Ecología humana«, publicado en 1936, avanza en la comparación con el método evolutivo y entiende que las áreas naturales compiten entre ellas por la primacía del espacio. En ocasiones una devora a la otra, o queda abandonada, o sus miembros originales desparecen o se mudan… o surgen imprevistos y circunstancias que alteran el equilibrio y que suponen una reorganización del sistema.

Sin embargo, y puesto que el hombre no vive directamente sobre el territorio, sino que lo adapta a él, Park distingue dos tipos de dominación: el biótico y el cultural. «Existe una sociedad simbiótica basada en la competencia y una sociedad cultural basada en la comunicación y el consenso.» Son sólo dos aspectos de una misma sociedad que comparten «cierta dependencia mutua».

Finalmente, en «La ciudad, fenómeno natural«, publicado en 1939, Park ya distingue tres concepciones distintas de la ciudad:

  • (i) un simple agregado territorial;
  • (ii) un artefacto «físico o conceptual» ligado por un armazón de leyes y conceptos jurídicos y administrativos;
  • (iii) una unidad funcional donde «las relaciones entre los individuos están determinadas no sólo por las condiciones impuestas por la estructura material de la ciudad (i) ni siquiera por las regulaciones formales de un gobierno local (ii) sino por las interacciones, directas o indirectas, que los individuos mantienen unos con otros» (p. 141)

A estas tres concepciones, que mantienen unos hilos tan estrechos que Park las compara con las de un superorganismo, en términos de Herbert Spencer, le corresponden el orden territorial (i), el orden económico o competitivo (ii) y el orden cultural (iii).

La ciudad y otros ensayos de ecología urbana, Robert Ezra Park

De la Escuela de Chicago hemos hablado en el blog en diversas ocasiones. La primera fue con la lectura de Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez, que situaba la Escuela y nos presentaba a sus principales miembros. Luego fue Ulf Hannerz en Exploración de la ciudad, una historia de la antropología urbana que se centraba en los contenidos de los estudios de los principales investigadores de la Escuela. Más tarde, Francisco Javier Ullán de la Rosa dedicaba el segundo capítulo de Sociología Urbana a los de Chicago, especificando el por qué de su nacimiento y desarrollo en la ciudad del Medio Oeste norteamericano y también presentando algunas críticas a su ideología. Finalmente, leímos La Escuela de Chicago de Sociología, de Josep Picó e Inmaculada Serra, que daba un repaso biográfico a los investigadores y a todo el departamento, destacaba sus etapas y se centraba en su metodología, si bien dejaba algo de lado sus objetos de estudio (primera y segunda entradas).

Picó y Serra desgranaban la Escuela en tres generaciones:

  • la primera, cuando el Departamento estuvo dirigido por Small, que va desde su creación en 1892 hasta la Primera Guerra Mundial, y cuya obra emblemática es El campesino polaco, de Thomas y Znaniecki;
  • la segunda, cuyas figuras centrales fueron Robert Ezra Park y Ernest Burgess y cuyo mayor logro fue el desarrollo del concepto de la «ecología urbana» y las áreas de interés natural, así como la forja de una sociología más práctica que filosófica;
  • y la tercera y última, encabezada por la figura de Louis Wirth («El urbanismo como forma de vida«) y donde los métodos de la sociología que practicaban se vieron desbandados por el auge de la estadística y de estudios más amplios (de ámbito nacional).

La ciudad y otros ensayos de ecología urbana (1999, Ediciones del Serbal) recoge escritos y prólogos a obras de otros miembros de la Escuela de Chicago escritos por Robert Ezra Park. El traductor y autor del estudio preliminar es Emilio Martínez, sociólogo en la Universidad de Alicante.

Park, nacido en 1864, llegó a la Universidad con 50 años. Nacido en Pennsylvania pero criado en Minnesota, ante sus ojos se produjeron la industrialización del campo norteamericano y la emigración a las ciudades. Estudió Filosofía en Michigan, donde conoció a John Dewey, cuyos estudios sobre comunicación y el papel esencial que juega en el entorno humano siempre acompañarían a Park. Intentó publicar un periódico junto a un compañero (The Thought News) que pretendía captar las fluctuaciones de la opinión pública de forma objetiva, algo demasiado ambicioso para los avances técnicos de la época y del que sólo consiguieron editar un número.

Sin embargo, Park no abandonó el periodismo y se dedicó a él durante los siguientes años, entre 1987 y 1898. La prensa jugaba un importante papel en la sociedad industrial y urbana del momento: dada la variedad de orígenes de los habitantes de Chicago, servía al mismo tiempo como herramienta de integración y como denuncia de toda desviación social. El periodismo le sirvió a Park para conocer de primera mano la ciudad y sus distintos ámbitos, así como todos aquellos espacios de depravación, alcoholismo, pobreza… «La ciudad se antojaba ya un laboratorio social donde analizar los problemas de desorganización social y los nuevos tipos sociales que surgían en su caótico crecimiento. El periódico le servía, pues, como órgano en el que registrar los distintos acontecimientos y tomar el pulso del cambio social, con finura y rigor, sin caer en las prácticas del muckcraker.» (p. 11; el muckcracker era el «expositor de crueldades», lo que hoy llamaríamos prensa sensacionalista y que Park identificaba en Pulitzer, que convirtió al New York World en el periódico con mayor tirada de la ciudad, y al que se debe el famoso premio del mismo nombre, y en Hearst, que hizo lo mismo con el Examiner; ambos magnates son conocidos por la propaganda que llevaron a cabo durante la guerra de Cuba, en la que se inventaron las noticias sin más).

En esencia, «no hay una ruptura epistemológica entre la actividad periodística y la actividad académica de Park»: durante sus años en la universidad usó lo que había aprendido como periodista, aunque recurrió a mayores dosis de objetividad. Sin embargo, el periodismo en sí no acabó de llenarlo, por lo que volvió a la universidad en 1898, a Harvard, donde estudió Psicología y acabó viajando a Alemania para su tesis. Allí asistió a las conferencias de Simmel, que sería una influencia esencial tanto en el pensamiento de Park como en el de la Escuela en general.

A diferencia de una amplia mayoría de intelectuales norteamericanos, como Jefferson, Poe o incluso Frank Lloyd Wright, que o bien desconfiaban de la ciudad o eran contrarios a ella, ansiando espacios abiertos, comunidad y pioneros enfrentándose a los avatares de la naturaleza, Park reconocía, sin duda debido a su formación en el pensamiento alemán, «el papel civilizador de la ciudad y los beneficios de la moderna metrópoli en cuanto a su libertad y estímulos» (p. 12). Al volver a los Estados Unidos, Park estuvo un año enseñando como auxiliar de filosofía y luego se enroló en la Congo Reform Association, «una organización de misioneros baptistas cuyo propósito no era sino denunciar los abusos y la brutalidad del dominio belga en su colonia africana». Publicó artículos en contra de Leopoldo de Bélgica, fue contratado por el Tuskegee Institut, con el que viajó por Europa, y en una de estas conferencias acabó conociendo a William Thomas, que ya era un prestigioso sociólogo en el Departamento de Chicago y que dos años después lo invitó a unirse a ellos.

Por entonces ya existían otros Departamentos de Sociología en Estados Unidos; sin embargo, Park parece hecho a propósito para el de Chicago. En efecto, «lo que Atenas para Platón, Königsberg para Kant y Hoffmann, y Viena para Freud, Kokoscha y Musil, fue Chicago para la escuela de ecología humana: «un mundo en pequeño«, un foco de fenómenos, un escenario de tipos y relaciones sociales a los que no pudieron sustraerse.» (p. 15)

Chicago explotó; no hay otra forma para referirse a su acelerado crecimiento. La apertura del Canal del Eire (1824) y su posición en el centro de una extensa red de ferrocarriles la convirtieron en un nodo central entre el Este y el Oeste, entre Estados Unidos y Canadá. Si en 1840 contaba con 4470 habitantes, en 1920 tenía 2,7 millones y en 1930, 3,4. Allí se combinaban gentes llegadas de todas las partes del globo, especialmente de otros estados de Estados Unidos y de muchos países de Europa, con el liberalismo americano y la movilidad territorial y social de la población. El incendio de gran parte de la ciudad en 1871 dio alas a nuevas corrientes arquitectónicas, artísticas y culturales.

El crimen organizado convivía con los residuos de aquel impetuoso y fugaz movimiento obrero que recordamos aún cada primero de mayo y que la violenta represión del Estado y la movilidad de su población impidieron consolidar. El caos y la eterna pobreza, el par y el crimen, los disturbios étnicos y los conflictos laborales, todo era uno y de repente nada. El febril Chicago era el sueño americano y sus peores pesadillas, una urbe que se hacía y se deshacía al instante, inestable y móvil como su población, en transición permanente. Todo ello hacía de la ciudad un inmenso, privilegiado y frágil laboratorio de estudio sociológico. (p. 15).

En cuanto a la expresión «laboratorio urbano«, fue usada por Small en 1896 para referirse a Chicago; pero a Park le pareció muy acertada y la usó en diversas ocasiones, hasta el punto de titular un artículo con ella y de que en la actualidad se le atribuya su invención.

Emilio Martínez destaca en el estudio preliminar que los de Chicago no fueron los primeros en abordar toda esa desorganización social. Sin embargo, los que fueron antes que ellos lo hicieron más con voluntad (cristiana) de reforma que con ansias de comprender sus causas. Entre ellos destaca, por supuesto, Jane Addams con la Hull House, un refugio desde el que se trataba de ayudar a todos los desamparados de la ciudad, y que siempre mantuvo buenas relaciones con los miembros de la Escuela. El propio Small, el primer director del Departamento, también era un pastor baptista y también se había educado en Alemania; como el resto de Departamentos de Sociología, abordó su tarea con una mezcla de interés científico y compasión religiosa. Sin embargo, Small era, más que un intelectual, un gran organizador; y por ello se rodeó de investigadores capaces que, más que abordar la sociología desde la filosofía o desde la teoría, se lanzaban a las calles y obtenían evidencias empíricas.

Había antecedentes de intelectuales que habían abordado el tema de la ciudad, pero no se habían centrado en ella sino que la habían tomado como una muestra de una realidad social más amplia: Weber, Marx, Durkheim, Simmel y Sombart, son los que destaca Emilio Martínez (los mismos que Francisco Javier Ullán de la Rosa, aunque él añadía a Halbwachs). Y en cuanto a las influencias de Park, destacan Darwin y Spencer, claro, con su visión de la ecología y, sobre todo, el superorganismo del que habla Spencer, y que para Park será el epítome de la ciudad; pero también Spengler con La decadencia de Occidente y, por supuesto, el Simmel de «Las grandes ciudades y la vida del espíritu». Para éste último, la ciudad era el «escenario privilegiado de la tragedia cultural moderna» y del conflicto entre el individuo y la sociedad. Recordemos: para Simmel el urbanista se ve tan asediado por la sobreestimulación que siente que recurre a la mente, y no a los sentimientos, para organizar y gestionar su vida en la ciudad, su toma de decisiones y sus relaciones con el prójimo. Todo se rige por una lógica mercantil, pues el dinero, con su poder de moneda de cambio, permite establecer un baremo objetivo que decida las relaciones; y el urbanita se vuelve blasé, hastiado. Sin embargo, Simmel no contemplaba este proceso como algo negativo, como una disolución moral del individuo, sino «como una forma de socialización funcional en la complejidad metropolitana». También hay ecos del Durkheim de la efervescencia social en Park.

La ecología humana, como veremos más adelante y en la siguiente entrada, trata de explicar «lo social desde una concepción naturalista» (p. 25). El origen, lógicamente, descansa en los estudios evolutivos de Darwin y la sociología de Spencer; pero la ecología humana presenta un darwinismo «bastante edulcorado» muy alejado, por ejemplo, de la concepción de que el hombre es un lobo para el hombre, como argumentaba Hobbes. Martínez destaca la distancia entre el darwinismo social que «se convirtió en el sustento ideológico del laissez-faire capitalista y el darwinismo reformista de la Escuela de Chicago. La ciudad, para Park y los de Chicago, se organiza en áreas funcionales o naturales, organizadas según los principios naturales de competencia o dominación y que forman un superorganismo, que es la totalidad de la ciudad. Estas áreas se regulan en función de diversos aspectos, siendo el valor del suelo uno de los principales, pero también según criterios culturales, políticos, de etnia, religiosos… Si dichas áreas coinciden con las áreas administrativas de la ciudad, es por pura casualidad; ambas visiones de la ciudad se superponen pero van por caminos distintos.

De esta visión de distintas áreas organizadas según criterios económicos o culturales obtuvo Burgess su famoso modelo de crecimiento concéntrico (1925), que pretendía reflejar todas las ciudades, o al menos las principales de Estados Unidos, pero acababa reflejando sólo Chicago. Más adelante lo reformó para tener en cuenta variantes esenciales en la morfología de la ciudad como son las vías del metro o el ferrocarril, que estructuran los movimientos y la residencia de la población.

Esta existencia de distintas áreas que se tocan pero no llegan a mezclarse es lo que permite al urbanita desarrollar diversos aspectos de su vida en distintos ámbitos; y es lo que lleva también a la actitud blasé y a concebir las relaciones desde un punto de vista de comunidades de interés, lo que vuelve a Simmel y su forma de concebir la ciudad. Hay seres que flotan en los espacios intermedios que forman estas áreas, como el famoso hobo, uno de los objetos principales de estudio de la Escuela de Chicago, el vagabundo o trabajador ocasional que se deja llevar por los ferrocarriles y se convierte en una población flotante que deriva hacia donde pueda obtener sustento de forma temporal, que tan bien reflejó el estudio de Nels Anderson; o los espacios intersticiales de los que habló Trasher y que son ámbitos, físicos o culturales, que no caen necesariamente sobre ninguna área de influencia concreta y por lo tanto quedan en suspenso, huecos desestructurados en los que uno habita en tierra de nadie.

Y hasta aquí llega el estudio preliminar de Emilio Martínez, de muy agradable lectura. En la próxima entrada analizaremos los escritos de Park y su visión sobre el estudio de la ciudad y la ecología urbana.

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

Espacios del capital (II): la producción del entorno urbano

Seguimos con el análisis de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la reflexión sobre el papel social de la geografía que hacía Harvey y un análisis sobre la (falsa) neutralidad de la ciencia a partir de los postulados de Malthus y Marx sobre la superpoblación y la repartición de recursos.

En el cuarto artículo, titulado «Rebatir el mito marxiano (al estilo Chicago)«, Harvey contrapone la ideología, según él, burguesa, de la Escuela de Chicago, a los postulados marxistas. La Escuela de Chicago la hemos analizado a menudo (de la mano de Javier García Vázquez, Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa y, más recientemente, Josep Picó e Inmaculada Serra), por lo que no entraremos en mucho detalle. Se trata de la primera escuela de sociología urbana, afincada en una ciudad, Chicago, que creció de modo extraordinario sobre todo gracias a la inmigración. Las personas se distribuyeron por la ciudad en función de su procedencia étnica, pero también pro clases, religión o raza.

El primer punto para alcanzar un entendimiento es el establecimiento de un «sistema hegemónico de conceptos, categorías y relaciones para entender el mundo». Aquí Harvey ya señala las primeras distinciones: como él, que empezó como «científico social burgués» y, tras no quedar convencido con la teoría, dio el salto a marxista, que le llevó «siete años» de lectura sólo para disponer de un vocabulario preciso, explica que los primeros, los chicaguianos, sólo necesitan desarrollar un vocabulario propio; mientras que los marxistas necesitan entrar en diálogo con el pensamiento burgués: «el primero es una representación del mundo obtenida desde el punto de vista del capital mientas que el segundo es una representación del mundo obtenida en función de la oposición del trabajo

Los de Chicago (y, con ellos, la sociología del momento, incluso las disciplinas sociales) daban por sentado que se podía alcanzar una ciencia objetiva, neutra: libre de sesgos de clase. Esto lleva, asegura Harvey, a una «excesiva fragmentación del conocimiento»: cada uno en su torre de marfil, con sus temas acotados. Siempre se desbordarán, lógicamente; pero llega un momento en que hay que ser consciente de que se está en otro ámbito y dar un paso atrás. ¿A qué se dedica un «sociólogo urbano»?, ¿en qué momento debe dejar sus estudios si lo lleva a, por ejemplo, analizar la economía? Recordemos que la Escuela de Chicago operó, sobre todo, en los años 20-40 del pasado siglo; y recordemos también que fue Castells, a finales de los 60, quien replanteó el objeto de la sociología urbana con La cuestión urbana, buscando una nueva justificación teórica a por qué el estudio de las ciudades era esencial. Y lo era por la economía, como también concluirá Harvey.

Pero no nos adelantemos. Además de la fragmentación, el propio funcionamiento de la ciencia positivista impedía abordar los problemas de fondo. Si las ciencias sociales de los 50 podía permitirse un enfoque fragmentado, la de los 60, con problemas de fondo como el racismo, la desigualdad social o la expresión a los grupos minoritarios, que además tenía un fuerte componente urbano, ya no podía aceptar ese enfoque.

Las crisis capitalistas no sólo se traducen en crisis de la ciencia social burguesa porque ésta se fragmente de maneras inapropiadas para entender aquéllas. La ciencia social burguesa se inclina, por ser burguesa, a interpretar los asuntos sociales basándose en intereses y funciones opuestos dentro de la totalidad social, que se percibe como real o potencialmente armoniosa en su funcionamiento. Las teorías políticas pluralistas, la economía neoclásica y la sociología funcionalista tienen eso en común. (p. 87)

En épocas de crisis, «los economistas políticos (…) se limitan a decir que todo iría bien si la economía se comportara de acuerdo con sus libros de texto». La teoría marxista, en cambio, «es primordialmente una teoría de la crisis». Volvemos a la teoría que ya expusimos en la primera entrada: el marxismo estudia las relaciones. Una acción sencilla (Harvey habla de «cavar una zanja») «no se puede entender sin comprender del todo el marco social del que forma parte». «El significado se interioriza en la acción, pero sólo podemos descubrir lo que la acción interioriza mediante un estudio y uan reconstrucción cuidadosos de las relaciones que ésta expresa con los sucesos y las acciones que la rodean».

Aplicado a lo urbano, «encontramos ciudades en diversos tiempos o lugares, pero la categoría «ciudad» o «urbano» cambia de significado de acuerdo con el contexto en el que la encontremos». Y, de nuevo, volvemos al Lefebvre de La producción del espacio.

Para entender «las formas de urbanización capitalistas«, Harvey despliega toda una batería teórica que resumimos a continuación. La base de «lo urbano» se encuentra en los dos procesos de la acumulación y la lucha de clases. El capital domina el trabajo y lo organiza a fin de obtener beneficios. Los trabajadores venden su labor en forma de mercancía. «El beneficio deriva de la dominación del trabajo por el capital pero los capitalistas en cuanto clase deben, si quieren reproducirse, expandir la base del beneficio. Llegamos así a una concepción de la sociedad basada en el principio de «acumular por acumular, producir por producir»».

Existen contradicciones, claro. Cada capitalista, actuando en su interés, busca algo opuesto a sus intereses de clase: que exista un mercado capaz de consumir sus productos. Si se oprime hasta lo indecible a la clase obrera, ésta no podrá consumir sus productos. Esta contradicción crea «una persistente tendencia a la sobreacumulación», «la condición en la cual se produce demasiado capital en relación con las oportunidades de encontrar usos rentables para el mismo». Esto genera las crisis periódicas del capitalismo («caída de los beneficios, capacidad productiva ociosa, sobreproducción de mercancías, empleo», etc.).

El segundo grupo de contradicciones se da en el antagonismo entre capital y trabajo. Un capital desbocado lleva a salarios mínimos y una clase obrera que no puede consumir; cuando es al revés, los trabajadores aumentan sus salarios, lo que supone «la reducción de la tasa de expansión de las oportunidades de empleo». En ambos casos, se crean «crisis de desproporcionalidad». El tercer conjunto de contradicciones se da entre el sistema capitalista y los sectores precapitalistas o socialistas (de los que cada vez quedan menos, vaya). Y, finalmente, la dinámica entre el capital y los recursos naturales.

El sistema de producción capitalista exige un entorno específico para funcionar. Se basó en una separación entre el lugar de trabajo y el de residencia. Además, necesitó la creación de un entorno construido que «funcionaba como medio colectivo de producción de capital». Parte del entorno hay que destinarlo al transporte de mercancías («el aniquilamiento del espacio por el tiempo» del que habló Marx), además de todo lo que la aparición y acumulación del capital conlleva (banca, administración, coordinación, etc.).

Pero también es necesario un paisaje de consumo, opuesto al de trabajo. Y, asimismo, un espacio de para la reproducción de la fuerza de trabajo. Estos dos modifican y conforman la vida personal de los trabajadores, que queda también a merced del capital. «La socialización de los trabajadores que se da en el lugar de residencia -con todo lo que esto implica respecto a las actitudes de trabajo, consumo, ocio y demás- no puede dejarse al azar.» Finalmente, «la colectivización del consumo mediante el aparato estatal se convierte en una necesidad para el capital», por lo que «la lucha de clases se interioriza en el Estado y en sus instituciones asociadas».

Todas estas contradicciones se interiorizan en la creación del entorno construido. Por ejemplo, «la sobreacumulación crea condiciones marcadamente favorables a la inversión en el entorno construido». Este trasvase acaba provocando que las crisis inmobiliarias vayan asociadas (o sean precursoras) de las crisis económicas (como sucedió en el crack del 29 o con el auge de la aparición de oficinas en 1969-73 en Estados Unidos y Reino Unido o, por supuesto, en 2008).

Otra de las batallas persistentes en el entorno urbano se expresa por «las condiciones de trabajo y la tasa salarial». Las leyes y el poder capitalista se imponen mediante el Estado para hacer cumplir su voluntad; por otro lado, están las demandas de los trabajadores y su capacidad de organizarse. Aquí es donde Harvey coloca el territorio de la sociología urbana tradicional (burguesa): en la configuración de las relaciones que adopta la clase obrera, en su fragmentación, para enfrentarse (o adaptarse, sobrevivir, llámenlo como quieran) al capital. Recordemos que la Escuela de Chicago dedicó todo tipo de estudios a los guetos, los negros, las bandas juveniles y las jóvenes del taxi-dance hall, pero ninguno a los blancos anglosajones protestantes o a las clases altas. «No fue accidental que para trabajar en sus cadenas de montaje Ford usara casi exclusivamente inmigrantes recién llegados y que United Steel, al enfrentarse a sus propios problemas de trabajo, recurriera a trabajadores negros del sur para reventar las huelgas.» Estos elementos, económicos y sociales, tienen un gran peso en las relaciones de la clase obrera entre sí.

Por todo ello, la lucha de clases se desplaza de su lugar autóctono, el trabajo, a «todas aquellas relaciones contextuales de la lucha de clases en el lugar de trabajo»; es decir, a prácticamente todo. La educación era una exigencia básica de la clase trabajadora, «pero la burguesía pronto comprendió que la educación pública podía movilizarse contra los intereses de aquella», o un sistema sanitario público que «define la mala salud como la incapacidad para ir a trabajar».

Toda esta estructura teórica, sin embargo, funcionará mientras lo haga el contexto. En el momento en que cambien las relaciones, habrá que modificar también la forma en que las comprendemos, alerta Harvey.

Aristóteles comentó en una ocasión que con que sólo hubiera un punto fijo en el espacio exterior, podríamos construir una palanca para mover el mundo. El comentario nos dice mucho de las imperfecciones del pensamiento aristotélico. La ciencia social burguesa es heredera de las mismas imperfecciones. Intenta dar una visión del mundo desde fuera, descubrir puntos fijos (categorías de conceptos) sobre cuya base se pueda elaborar un entendimiento «objetivo» del mundo. En general el científico social burgués intenta abandonar el mundo mediante un acto de abstracción para entenderlo. El marxista, por el contrario, siempre intenta establecer un entendimiento de la sociedad desde dentro, en lugar de imaginar algún punto exterior. El marxista encuentra todo un conjunto de palancas para el cambio social dentro de los procesos contradictorios de la vida social e intenta alcanzar un entendimiento del mundo apretando fuertemente esas palancas. (p. 102)

La Escuela de Chicago (II): segunda y tercera generaciones

Seguimos con la monografia de La Escuela de Chicago de Sociología de Josep Picó e Inmaculada Serra. Si en la primera entrada vimos los antecedentes de la Escuela y su primera generación (Small y Thomas), ahora veremos la segunda generación (Park y Burgess), centrados en lo que llamaron ecología humana, y la tercera generación (Wirth y los discípulos de Park), así como la decadencia de la Escuela tras la Segunda Guerra Mundial.

Tras la Primera Guerra Mundial, el panorama cambió en Estados Unidos. La industria del automóvil sufre una gran expansión, lo que modifica el aspecto de las ciudades y extiende las carreteras por todo el país, permitiendo también progreso en la arquitectura y la construcción. Asimismo, el ecosistema empresarial pasó de empresas medianas y pequeñas a grandes corporaciones. En 1924 el Congreso impuso límites a la inmigración extranjera por países (reduciendo los flujos migratorios de 375 mil personas a 165 mil en apenas dos años, en función del país de procedencia, y esencialmente para prohibir la inmigración no protestante) y el vacío en las industrias del norte fue ocupado por negros del sur, que además percibían el norte como un lugar más seguro para ellos. En las ciudades, además, se estaba desarrollando una incipiente clase media y se pasó de un «progresismo de viejo estilo reformista evangélico» a un nuevo «progresismo urbano que se llamaría a sí mismo liberalismo».

Los conflictos étnicos no tardaron en estallar, y Chicago no fue una excepción. Había mucho crimen y la «ley seca» puso en manos de inmigrantes el control del alcohol de contrabando, formándose bandas rivales que se asesinaban por las calles (y si bien las víctimas eran habitualmente parte de esas bandas, proyectaban una sensación de inseguridad por toda la ciudad). Todo ello creó un caldo de cultivo fascinante para convertirse en foco de estudio del departamento de sociología de la Universidad de Chicago.

Mapa de Burgess de Chicago.

Robert Ezra Park (1864-1944) estudió filosofía pero se dedicó al periodismo. Por entonces la disciplina se veía como una forma de sacar a la luz «la criminalidad, el contrabando, la delincuencia y todos aquellos fenómenos sociales y urbanos que se ocultaban a la vista del ciudadano corriente». Más tarde continuó sus estudios y acabó en Alemania, recibiendo clases de Simmel («Las grandes urbes y la vida del espíritu«) y después volvió a Chicago, donde usó su bagaje para abordar el estudio de la ciudad. Park concebía la ciudad como un lugar de estudio y observación del comportamiento humano, las relaciones interétnicas y los conflictos de comunicación. «La relación entre el individuo y la sociedad es un fluir continuo, una interacción continua de conflicto y consenso, que contempla a su vez socialización y extrañamiento en la formación de los grupos sociales y las comunidades.» (p. 87) A diferencia de Simmel, para el cual la urbanización conlleva una «intensificación de la vida nerviosa» que implica la atenuación de los sentidos y el paso a percibir (y vivir) la ciudad de forma racional, no emocional, para Park es la especialización y diferenciación en comunidades o grupos distintos.

Ya en el artículo de 1915 «The City» se observa la teoría de Park de la ecología humana. «… una parcelación de las áreas geográficos como espacios físicos y morales diferentes, donde la motivación de las personas, la interacción de los grupos y las tensiones competitivas ejercen de tamiz selectivo y segregador» (p. 93).

La sociedad humana está organizada en dos niveles, el biótico y el cultural. Los seres humanos compiten por adaptarse al medio ambiente; sin embargo, puesto que la adaptación humana implica, también, la modificación del medio ambiente y requiere la especialización y la diferenciación en el trabajo, que suponen la colaboración, ambos aspectos, competencias y solidaridad, coexisten y articulan la organización social. En colaboración con Burgess publicará, en 1919, «Introduction to the Science of Sociology» donde hablan de 4 etapas:

  • rivalidad (no hay contacto entre grupos)
  • conflicto (los grupos se reconocen como antagonistas por un objetivo similar)
  • adaptación (voluntad por resolver el conflicto pero manteniendo la identidad)
  • asimilación (fusión en un grupo más amplio que abarca los grupos anteriores; no implica necesariamente pérdida de la identidad original).

Fruto de la formación periodística de Park es su concepto de área natural, aquellos espacios en la ciudad diferentes entre sí y definidos por una característica clave, su función (o «principio catalizador de la comunidad que vive ahí»). Áreas industriales, ciudades satélite, suburbios, guetos, barrios bohemios… estas son las áreas naturales.

Son áreas naturales, en primer lugar, porque nacen, existen y se desarrollan sin planificación alguna, y cumplen una función; y, en segundo lugar, porque tienen una historia «natural», es decir, porque con el paso del tiempo asumen algo del carácter de sus habitantes, son el producto, en términos históricos, de quien ha vivido y de quien continúa viviendo allí. Toda planificación urbana que no tenga en cuenta la existencia de áreas naturales está condenada al fracaso. (p. 97)

A partir del concepto de área natural, Ernest Burgess (1886-1966), el otro gran representante de esta segunda generación de la Escuela de Chicago, desarrolló la teoría de los círculos concéntricos. Ya hablamos de ella en la segunda entrada de Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa, así que la resumimos brevemente.

  • En el primer círculo está el centro, el núcleo económico y nodal de la ciudad.
  • Industria y deterioro residencial; es la zona que luego se convertirá en guetos y que, mucho más tarde, será reconvertida para la gentrificación.
  • Obreros que han podido abandonar el gueto pero siguen cerca de sus industrias.
  • La zona residencial pudiente (suburbia).
  • Barrios dormitorio.
Mapa de Burgess de Chicago, versión millennials.

Ya comentamos que uno de los problemas de este mapa es su especificidad sobre Chicago; y otro, que no tienen en cuenta, por ejemplo, los ejes viarios o las línes del tren y metro. Lo importante, sin embargo, era la idea de que las distintas zonas compiten entre ellas.

La otra gran crítica a la ecología humana era su etnocentrismo. Estudiaron en gran medida los conflictos étnicos, los vagabundos, los judíos, los negros, los delincuentes… y, sin embargo, no hubo estudios sobre los angloamericanos ni sobre los italianos integrados, por ejemplo. Percibían, sin ser conscientes de ello, la ciudad como un lugar donde llegaban nuevos grupos de personas que se organizaban y reorganizaban en función de su «equipaje» hasta acabar, con el tiempo, integrados en un grupo asimilado. Por lo tanto, de algún modo, existían dos tipos de ciudadanos, los asimilados y por lo tanto no estudiables y aquellos que sí lo eran y en los que se podía descubrir los entresijos sociales; de algún modo, como denunciaba Amalia Signorelli, se inventaron al «nativo perfecto» en sus propias ciudades.

El estudio de Picó y Serra es sociológico y dan especial importancia a los métodos de investigación que usaron los sociólogos de Chicago. Así, el capítulo más extenso del libro, con diferencia, «Los discípulos de la escuela», se centra en su metodología y deja un poco de lado el objeto de su estudio. Es comprensible, dado el enfoque escogido por los autores; aunque nos deja un sabor de boca agridulce, porque se pierde la oportunidad de disfrutar de la descripción de la ciudad en la época hecha por unos observadores excepcionales. Sin entrar en la metodología que usamos, repasamos algunos de los principales estudios:

  • «The Hobo», de Neil Anderson (1923), centrado en los vagabundos itinerantes que recorrían el país. Se trataba de una población flotante (sólo por Chicago pasaban cerca de 300.000 personas cada año), la mayoría hombres, que recorrían Estados Unidos acercándose a los lugares donde había trabajo en momentos determinados (por ejemplo, para recoger la vendimia, o determinadas cosechas, o descargar mercantes en los puertos o dedicarse a la minería). Se desplazaban usando el ferrocarril y desarrollaron un sistema de símbolos para indicarse unos a otros refugios seguros, lugares donde serían acogidos o zonas peligrosas para ellos.
  • «The Gang» (1927), de Frederic Trasher, centrada en las (según él, 1313) bandas de delincuencia de Chicago. Trasher estudió su formación, el porqué de su existencia y qué beneficios aportaba a los jóvenes su pertenencia.
  • «The Ghetto» (1928), de Louis Wirth, del que hablaremos a continuación.
  • «Taxi-Dance Hall» (1932), de Paul Crassey, recogía testimonios de las muchachas, clientes y gestores de los locales conocidos con ese nombre. En ellos, los hombres, principalmente inmigrantes proletarios, iban a bailar y las mujeres que allí había disponibles cobraban por cada baile y compartían un porcentaje con los dueños. Los límites, en general, los ponían las propias chicas, por lo que los casos iban desde simplemente bailar hasta prostitución encubierta.

Louis Wirth (1857-1952) es el representante de la tercera generación de la Escuela de Chicago. Publicó «The Ghetto» en 1927, centrada en la comunidad judía de Chicago. Los judíos eran un buen objeto de estudio por su asimilación en la cultura americana. En 1880 vivían en la ciudad unos 10 mil, la mayoría de origen alemán y muy cosmopolitas. En 1890 ya eran 80 mil y en 1930, 275 mil. Pero si bien los primeros habían sido cosmopolitas y abiertos, los siguientes provenían de Europa del Este y en general eran provincianos y permanecían anclados en costumbres del viejo mundo. Los primeros judíos fundaron escuelas y organizaciones para intentar que las siguientes oleadas se integrasen mejor; todo ello dio un buen objeto de estudio a Wirth, porque se trataba de una comunidad bien diferenciada que había conseguido mantener su cultura sin dejar de asimilarse a la cultura mayoritaria. Lo novedoso del estudio de Wirth es que, más que centrarse en las características «ecológicas» de la comunidad, lo hizo en su cultura determinada.

The Ghetto fue la investigación de donde surgieron buena parte de sus tesis sobre la sociedad; allí presenta una teoría del cambio social que considera la ciudad como el factor más dinámico y rechaza el determinismo cultural basado en la superioridad o inferioridad de la raza. También rechaza la idea de que las sociedades se desarrollan en línea recta, desde formas simples de organización primaria, caracterizadas por grupos pequeños y relaciones personales, hacia formas complejas de organización social secundaria, caracterizadas por grandes grupos que mantienen relaciones impersonales, y defiende que ambos tipos de organización interactúan en el proceso de formación de las ciudades donde, en último término, se han impuesto las segundas. (p. 188)

En 1938, Wirth publicó su famoso artículo «El urbanismo como forma de vida«, que ya analizamos en su momento. Dicha publicación, pese a ser uno de los artículos más importantes de la sociología urbana, se llevó a cabo cuando la Escuela de Chicago ya estaba en decadencia. En efecto, la crisis del 29 y la posterior bancarrota pusieron sobre la mesa otros temas como epicentro para la sociología: el paro, la vivienda, las desigualdades sociales, la pobreza. Los fondos, especialmente los federales, ahora apuntaba a nuevos objetivos.

Otros aspectos que influyeron en esta decadencia fueron la llegada de muchos investigadores sociales refugiados de Europa huyendo de la guerra, que erosionaron la visión de la ecología humana, y la creciente importancia de los métodos cuantitativos (estadísticos) en la sociología. La decadencia se escenificó en el Congreso de Sociología de 1935, donde se votó la formación de una nueva revista no vinculada a Chicago (la revista «pseudooficial» de sociología americana hasta la fecha la editaban los de Chicago, en un cuasimonopolio) como piedra de toque que dejaba clara la decreciente influencia de la escuela.

La Escuela de Chicago de Sociología, de Josep Picó e Inmaculada Serra

La época tras la Guerra Civil americana (1861-1865) fue una de gran esplendor económico. «Los Estados Unidos ocuparon el lugar de Gran Bretaña como la principal nación industrial y a finales de siglo ya producían cerca del 30% de los artículos manufacturados del mundo.» Estos grandes cambios industriales vinieron acompañados también por cambios sociales.

La revolución económica no sólo transformó la faz de los Estados Unidos, sino también todos los aspectos de la vida nacional. Trajo una era de máquinas, electricidad y acero, mercados nacionales y sociedades de negocios gigantes. La industrialización fue un logro técnico asombroso, pero su proceso fue demasiado rápido para que resultara justo desde la perspectiva económica y social. Entre sus consecuencias resaltas las grandes desigualdades de riqueza, la explotación despiadada, la hostilidad de clase y un sinnúmero de problemas sociales complejos. (p. 3)

La inmigración se volvió masiva: del campo a la ciudad, debido a la evolución de la maquinaria agrícola y a la reducción de la mano de obra necesaria; pero también de Europa a Estados Unidos y posteriormente del sur al norte del país. Las ciudades crecieron de forma increíble hasta el punto de que «Nueva York tenía más italianos que Nápoles, más alemanes que Hamburgo, el doble de irlandeses que Dublín y más judíos que toda Europa Occidental. Chicago era aún más cosmopolita.»

Además, los grupos de inmigrantes tendían a concentrarse en industrias diferentes (eslavos en la minería e industria pesada, rusos y judíos polacos en el comercio de ropa, italianos en la construcción, por poner algunos ejemplos). A menudo las condiciones laborales eran atroces, especialmente las de mujeres y niños. De las redes que crearon estos inmigrantes tanto para suavizar el impacto del cambio y el capitalismo en sus vidas como para paliar la añoranza por las tierras abandonadas surgieron los apelativos como «Little Italy» o «Chinatown»; apelativos que eran erróneos pues, en general, «los inmigrantes se agrupaban en grupos provinciales y no nacionales».

Cada grupo, en general, sintió la necesidad de crear sus propias instituciones sociales, ya fuesen escuelas, iglesias, periódicos o teatros. Tal avalancha de inmigrantes, a menudo llegados de zonas más atrasadas de Europa y ajenos al funcionamiento de la democracia, sumado a la explotación laboral y al hacinamiento urbano, generaron la creencia de que los inmigrantes estaban socavando los pilares de la civilización: se veía a los inmigrantes como esquiroles en las huelgas, dispuestos a aceptar cualquier trabajo y, por lo tanto, reduciendo el nivel de vida de los americanos.

Esta situación pone de manifiesto, por una parte, la crisis y el declive de la convivencia comunitaria y, por otra, el intento de restablecer la estructura y los lazos comunitarios en el seno de la sociedad. La Escuela de Chicago se aproximará al estudio de la sociedad a través de su visión comunitaria de la vida. La formación de las ciudades supone un reto a las formas de vida comunitarias, pero un reto superable a través de la formación de nuevos lazos grupales que trabajarán por integrar la diversidad cultural en el sistema de valores americano. (p. 8)

La democracia americana, que llevaba tiempo siendo protestante y yankee, chocaba con la visión de los inmigrantes, en general agricultores llegados de Europa con religiones y lenguas distintas. Surgieron dos éticas políticas enfrentadas: la yankee, donde el individuo tenía libertad económica y los asuntos públicos y las leyes eran un bien común, una superioridad moral a la que había que adherirse para mejorar la sociedad; y la de los inmigrantes, donde el poder recordaba al de los señores feudales y se veía como una imposición, «interpretando las relaciones políticas y cívicas principalmente en términos de obligaciones personales».

Los nativos, formados en el mundo rural americano, no habían tenido señores contra los que luchar ni antecedentes revolucionarios; por eso sus ideales no buscaban «la igualdad social ni la instauración de un régimen socialista (…) sino promover la igualdad de oportunidades acorde con el sentido individualista y emprendedor de su filosofía». Los inmigrantes venían de sociedades autocráticas y veían a los representantes del poder como los defensores de los intereses de los poderosos; la política no se regía por la defensa del bien común sino por «relaciones personales» ajenas a las clases populares.

Las tres corrientes principales de las que bebería la Escuela de Chicago serán la ecología, el pragmatismo y el interaccionismo simbólico.

El evolucionismo se vinculó en Estados Unidos con la ideología liberal de la mano de Spencer, «enemigo del Estado y partidario del lassez faire«. Del mismo modo que las especies luchan entre ellas sucede en la sociedad, donde los organismos evolucionan desde los grupos más pequeños a los más grandes, «estimulando las formas sociales de cooperación». Spencer se oponía a toda participación del Estado en la sociedad y era un férreo defensor del individualismo, legitimando la filosofía liberal americana y la acumulación de riquezas; ello llevó a una gran desigualdad y a la marginación de los débiles y los menos adaptados.

Otra de las corrientes fue el pragmatismo de Dewey. «Las ideas no son algo que está ahí fuera de nosotros esperando ser descubierto, sino herramientas que la gente utiliza para enfrentarse al mundo, y no se desarrollan de acuerdo con una lógica interna, sino en la interacción social con los demás»; el valor de las ideas radica en su importancia práctica. Los efectos del pragmatismo en la Escuela de Chicago se perciben en la atención a lo concreto y particular, antes que a lo abstracto; al estudio de micromundos múltiples y cambiantes; y al rechazo por el dualismo entre individuo y sociedad por considerar que la relación entre estos es dialéctica.

La tercera corriente es el interaccionismo simbólico de Mead. Resumiendo mucho, uno de los conceptos clave es el «self», el uno mismo, que es siempre una interacción social. «El interaccionismo simbólico toma así como elemento fundamental del estudio y análisis de las relaciones sociales la naturaleza simbólica de la vida social, sitúa al individuo como protagonista y, al mismo tiempo, como intérprete de la vida social». Uno de sus precursores fue Simmel («Las grandes urbes y la vida del espíritu») y uno de los principales exponentes de la segunda generación será Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres).

Chicago sufrió un incendio en 1871 que destruyó la mayor parte de la ciudad. No tardó en reconstruirse; y para ello hizo gala de los últimos avances, convirtiéndose en una mole de rascacielos y adalid de la modernidad donde convivía gran cantidad de nacionalidades. Además, el tendido del ferrocarril y su situación geográfica la convirtieron en el nodo central que vinculaba «los diferentes mundos del Este y el Oeste en un sistema único». Todos los problemas que hemos expuesto hasta ahora convivían en la ciudad: hacinamiento, explotación laboral, gran concentración de inmigrantes, percepción de la propia ciudad como un lugar salvaje, vendido al caos, el crimen y los gángsters, a punto de caer en la más abyecta aberración social; la jungla de asfalto.

Ante esta situación, la respuesta de las clases medias reformistas de finales de siglo XIX y principios del XX fue la filantropía. Picó y Serra destacan la figura de Jane Addams y la Hull House, una casa de acogida que se convirtió en una especie de centro cívico donde acudían miles de personas de todo Chicago. En 1895 llevó a cabo junto a Kelley un estudio (Hull House, Maps and Papers) donde ya recurrieron a muchas de las técnicas que después haría famosa la Escuela de Chicago: el uso de mapas, el recurso a las técnicas estadísticas, el análisis de los grupos inmigrantes y su desorganización en la ciudad. Además, y a diferencia de lo que harían luego en la Escuela, Addams y Kelley destacaron «las condiciones económicas como causa fundamental de los problemas sociales», estudiaron el arte como actividad diaria, se centraron también en el estudio de las mujeres y abogaron por cambios sociales directos.

El Departamento de Ciencia Social y Antropología de la Universidad de Chicago nació al mismo tiempo que la Universidad de la ciudad, el 1 de octubre de 1892. Por entonces, contaba con cuatro miembros: Small, un pastor baptista que sería su primer dirigente, y Henderson, Starr y Talbot. El Departamento cobró fama y protagonismo especialmente a partir de los años 20, con la llegada de Park, la fundación de la Society for Social Research, el establecimiento por parte de él de un programa de investigación que reunió a gran cantidad de estudiosos y también la financiación, generosa, de la fundación Laura Spelman Rockefeller Memorial.

La primera generación de la Escuela de Chicago abarca desde la fundación hasta la Primera Guerra Mundial. Sus principales representantes: Small, Henderson y Thomas; la principal publicación: El campesino polaco. «Es una fase estrechamente vinculada al evangelismo cristiano de sus fundadores, a dar respuesta a las filosofías que defienden el capitalismo más liberal -darwinismo y evolucionismo- y a luchar contra sus consecuencias sociales más duras que se plasman en la ciudad de Chicago.» (p. 53)

Si Small era un pastor baptista, la otra figura esencial de esta primera generación, Thomas, era hijo de un clérigo metodista y campesino. Estudió humanidades en Estados Unidos, se trasladó a Alemania donde estudió etnología y psicología e ingresó en 1894 en la Universidad de Chicago.

A partir de 1890, las corrientes migratorias de Europa a América se acentúan. «La inmigración de origen anglosajón, germana y nórdica es reemplazada por los nuevos inmigrantes llegados desde Europa del Este y del Sur.» De entre ellos destacaban los polacos, que alcanzaron un 25% de todos los inmigrantes y se concentraron en las grandes ciudades como Chicago, Detroit o Buffalo. Venían de una de las últimas sociedades feudales europeas y en general eran sólo agricultores, sin mucha cualificación; por lo que la mayoría se dedicaban a la industria del acero o los mataderos. Cobraban poco, tanto por tener trabajos poco cualificados como por la discriminación de los empresarios. Desarrollaron una serie de instituciones en las ciudades de Estados Unidos a medida que se adaptaban a la vida allí (entre ellas la más importante fue la iglesia católica, donde estudiaban sus hijos).

Thomas, que había aprendido suficiente polaco, inició una investigación para comparar el comportamiento de los polacos a ambos lados del Atlántico, antes y después de la inmigración. En 1913 conoció al que sería su gran colaborador, el polaco F. Znaniecki, también estudiante de sociología. Entre ambos publicaron El campesino polaco en Europa y América (1918 el primer volumen, 1920 el segundo), un clásico de la sociología de la época.

Su finalidad era explicar el cambio que se produce en los individuos y en las familias de campesinos emigrantes y cómo reacciona su comportamiento y organización cuando se enfrentan a las formas de vida y los valores de una sociedad nueva y distinta a la suya, como la americana. En alguna medida es un estudio macrosociológico sobre la interdependencia entre los grupos y las instituciones en un contexto de cambios sociales provocados por la industrialización. (p. 63)

El estudio se llevó a cabo tanto en Chicago como en Polonia por parte de Znaniecki (aunque en 1917 partió a Chicago y trabajó junto a Thomas en la Universidad). El punto de partida ya era algo novedoso: dejaban de lado las teorías biológicas de la diferencia racial y buscaban las causas en el contexto social. El estudio se dividía en 4 partes:

  • «Organización del grupo primario»: familia y comunidad en Polonia a principios de siglo en comparación a la situación posterior.
  • «Desorganización y reorganización en Polonia»: ruptura del orden social en la sociedad campesina tradicional, cambios en las familias y aparición de nuevas formas de organización.
  • «Organización y desorganización en América»: formación de comunidades polaco-americanas, nuevas formas de organización y asociación «donde el individuo ya no se desarrolla en el seno de una familia extensa sino que adopta el modelo de la familia nuclear» así como escasa integración en las normas sociales americanas.
  • Autobiografía de un joven polaco inmigrante.

Los sociológos reformistas creían en la capacidad integradora de la sociedad americana; pensaban que las condiciones materiales eran el escollo principal que impedía la integración de los inmigrantes, de forma que si se garantizaban dichas condiciones, se aseguraría una vida familiar equilibrada.

La novedad del trabajo de Thomas y Znaniecki venía porque también estudiaba la actitud de los inmigrantes: «se ocupan del estudio social y de las reglas institucionales que tratan de regular el comportamiento humano, pero también de las actitudes personales de los individuos que componen el grupo, por eso la teoría social abarca tanto la sociología como la psicología social, porque está interesada en la relación entre el individuo y la sociedad». Es decir: la causa de los fenómenos sociales no es sólo social (Durkheim) ni individual, sino una combinación de ambas.

De hecho, el pensamiento de Thomas cambiará hasta el estudio de 1923, The Unadjusted Girl, donde aún dará más importancia a la definición de la «situación» hecha por quien actúa. Esta definición se da tanto con elementos sociales comunes como con elementos particulares del individuo.

En definitiva, El campesino polaco presentaba diversas novedades respecto a los estudios sociológicos de la época:

  • 1, se apartaba de la sociografía y las teorías biológicas reduccionistas;
  • 2, técnicas cualitativas novedosas;
  • 3, se inspiraba en el pragmatismo y el interaccionismo simbólico;
  • 4, cuadro conceptual novedoso (desorganización social, definición de situación, actitud, marginación…);
  • 5, proporcionó las bases para asentar la sociología y la psicología social.

En la próxima entrada hablaremos de la ecología humana: de Robert Ezra Park y Ernest Burguess.