Ya sabréis, a estas alturas, que Manuel Delgado es uno de nuestros favoritos en el blog. Su visión de la población urbana, de lo urbano, en general, como una masa amórfica, en perpetuo estado de autoorganización jamás completado, la necesidad del peatón de usar máscaras para sobrevivir al espacio liminal continuo… son fuente de inspiración constante y al tiempo análisis preclaro del hecho urbano. Leemos finalmente su tercer gran libro dedicado al tema (tras El animal público de 1999 y El espacio público como ideología, 2011; nos quedan otras pendientes que sin duda irán cayendo): Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles (2007).
El urbanista nunca tiene del todo garantizadas la lealtad y la sumisión del urbanizado. (…) Tiene ante sí una estructura, es cierto, una forma. Hay líneas, límites, trazados, muros de hormigón, señales… Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que vibran, corrientes que lo sortean o transforman. Lugar que se hace y se deshace, nicho de y para una sociedad holística (…) el espacio urbano es un trabajo, un resultado, o, si se prefiere -evocando de nuevo a Lefevbre y, con él, a Marx-, una producción; o mejor, como había propuesto Isaac Joseph: una coproducción.
En el espacio urbano existe, es cierto, una coherencia lógica y una cohesión práctica, pero éstas no permiten algo parecido a una <<lectura>> o a una <<interpretación>>. En el espacio urbano no existe nada parecido a una verdad por descubrir, lo que hace inútil aplicar sobre él exégesis o hermenéutica alguna. (p. 17).
La praxis política busca la definición de un espacio público modélico donde ciudadanos ideales conviven en perpetua loa de los valores de la civilización. Se evita plantear la existencia, o hasta la posibilidad, de algo que sin duda va a suceder: el conflicto. Y se destierra para ello a aquellos más susceptibles de generarlo mediante las grandes dinámicas de reapropiación capitalista de la ciudad (gentrificación, terciarización, tematización, exclusión de los indeseables por pobres o por ingobernables). «Las ciudades pueden y deben ser planificadas. Lo urbano, no. Lo urbano es lo que no puede ser planificado en una ciudad, ni se deja.» (p. 18).
El primer capítulo, «Elogio del afuera», empieza con una sencilla distinción: casa – calle. ¿Cuál es la palabra a pronunciar en el conocido juego infantil del pilla-pilla para estar a salvo? Casa. Desde Descartes y la Reforma, el exterior es un lugar horrible susceptible de que se den las cosas más atroces (y lo serán más cuanto más afuera esté uno), mientras que el hogar es donde uno se libera y se permite ser él mismo, a salvo de las inclemencias del exterior. Estar fuera de sí es asalvajarse, volverse loco: «Si el dentro es el espacio de la estructura, el afuera lo es del acontecimiento» (p. 29). Nada más urbano, pues, que el afuera.
Similar distinción devendrá con lo privado y lo público, correspondiéndose el primero con la casa y el segundo con el afuera. Llegamos así a los tres reinos que distinguía Lyn H. Lofland:
- el reino privado (the private realm) tiene que ver con los lazos primarios entre los miembros de una misma familia o los amigos más íntimos;
- el reino comunitario (the parochial realm) lo configuran personas que coinciden en unas mismas redes interpersonales de afinidad religiosa, vecinal, profesional…
- el reino público (the public realm) es aquel que reúne las relaciones entre desconocidos o conocidos de vista.
Sabiendo, pues, que el espacio público es el reino en el que vamos a ser percibidos (observados) en tanto que seres desconocidos, se impone la impostura, la mentira, la falsedad. «En la vida cotidiana de ahí fuera se entrecruzan interminablemente seres que reclaman ser tenidos en cuenta o ignorados no en función de lo que realmente son o creen ser, sino de lo que parecen o esperan parecer. Son máscaras que aspiran a ser sólo lo que hacen y lo que les sucede. Tal negociación constante entre apariencias hace de los actores de la vida pública una suerte de exhibicionistas, cuyo objeto es mostrarse en todo momento a la altura de las situaciones por las que van atravesando.» (p. 37).
Volvemos al tópico: la mejor forma de esconderse es hacerlo a simple vista, saltando a una apariencia falsa, que esconda quien somos realmente, que escamotee nuestra información. Veremos en un capítulo posterior cómo aquellos que no pueden recurrir a tal impostura, puesto que sus rasgos son indisfrazables, sufren del ostracismo o la mirada atenta de los que sí pueden volverse anónimos.
Por supuesto, tal impostura se vuelve pronto automática: tras unos primeros pasos vacilantes en lo urbano, el viandante aprende pronto a incorporar el disimulo a su cotidianidad, a practicar la danza del movimiento urbano, a distinguir a los distintos tipos de paseantes, viajantes, urbanitas, turistas, aislados, parias. En general, dicho automatismo predispone en contra de la autoconsciencia, es decir, la multitud, la suma de pasantes que se da en lo urbano, es autoorganizada y autoconsciente, pero no de sí misma como multitud sino, a lo sumo, como coexistencia molecular, grupo de grupos amorfos y distintos. Salvo en casos contados que los disparan a la consciencia de su totalidad, cuando se da lo que Durkheim denominaba efervescencia colectiva: «estados de excepción en que un colectivo humano se permite existir en tanto que totalidad viviente, dotada de una inteligencia y una corporeidad común, pero sin nada que pueda parecerse a organicidad alguna» (p. 46). Tales estados son excepcionales y propios de festividades, revoluciones, manifestaciones, proclamaciones.
El segundo capítulo, «Pasar, pensar, hablar». Se cuenta el cuento de Las ciudades invisibles de Italo Calvino sobre Sofronia, una ciudad formada por dos mitades. La forman una la montaña rusa, el carrusel, el mercado ambulante, la feria, el circo; la otra, los parlamentos, el banco, las fábricas, metal y mármol y acero. Cada x tiempo, una de las mitades se desmonta y queda sólo la parte permanente: así, se deshacen edificios y ladrillos y piedras y paredes y se instalan en otro lugar, dejando sólo la feria y el tiro al plato y los carruseles, esperando, contando los días hasta que vuelva a llegar el carrusel.

La ciudad es la no ciudad, dicho de otro modo: lo estable es lo efímero, el paso de la gente, las multitudes evanescentes, el encuentro fortuito que se da y no se repite. Lo otro, edificios, sitios, lo permanente, es sólo escenario para que se dé el teatro de lo urbano. «La no-ciudad existe, pero no está, en el sentido de que no es un estado y menos un Estado. La no-ciudad es todo aquello a lo que, en la ciudad, no le es dado cristalizar en estructuras de ningún tipo, sino oscilar y encontrar en la agitación una fuente paradójica de invariancia.» (p. 62). Recordemos la definición que da Derrida del sujeto como un no-lugar, a medio camino entre la posibilidad y la voluntad de representar el mundo (p. 67). «Marc Augé entiende bien que el no-lugar es el espacio sin marcas y sin memoria, pero se equivoca al concebirlo como un lugar de paso y no como el paso por un lugar. Esa trashumancia incansable convierte los lugares en no-lugares, la ciudad en una no-ciudad o ciudad tácita absoluta.» (p. 69).

Si la no-ciudad es ya, precisamente, la ciudad real, ciertos paisajes dentro de la ciudad se prestan a darnos «una idea de cómo convertir el concepto de no-ciudad en una extensión empírica que resuma toda su capacidad de inquietar. Entre ellos destacan los descampados, esas regiones desalojadas en las periferias urbanas, pero también entre las formas plenamente arquitecturizadas (…) lugares amnésicos a los que la ciudad no ha llegado o de los que se ha retirado y que encarnan bien una representación física inmejorable del vacío absoluto como absoluta disponibilidad.» (p. 79) (y recuerda Delgado la película Stalkers, de Tarkovski).
El tercer capítulo se titula «El corazón de las apariencias» y trata, sobre todo, de cómo las diversas disciplinas han abordado el estudio de este ente llamado lo urbano. Teniendo en cuenta el punto de partida de este blog, que es el de un estudioso profano y que desconoce el campo, hemos dejado este capítulo algo de lado, pues poco podríamos aprovechar de él.
El cuarto capítulo, y último de esta primera parte que se titula «Texturas urbanas», se llama «Apuntes metodológicos para sociedades sin asiento». Su primera sección define las aceras, mientras que la segunda se ocupa de cómo debería proceder una etnografía adecuada para realizar su retrato.
«No se insistirá bastante en que una calle no es un mero pasadizo que se abre paso entre construcciones. (…) la calle es una institución social. En su seno se desarrollan formas propias de aprendizaje y sociabilidad cuyos protagonistas no están asociados entre sí [por cualquier forma de lazos o ataduras] algo parecida a una comunidad.» (p. 128). La sociedad urbana está regida por un principio clasificatorio, mayoritariamente visual: los usuarios de lo urbano evalúan circunstancias, apariencias, evitan choques, pactan indiferencias mutuas, todo ello en un campo inteligente dominado por la pura exterioridad, por el concierto entre apariencias, tratando en todo momento de escamotear su supuesta verdad personal (p. 130). Constantemente se buscan relaciones no focalizadas, aquellas donde todos los participantes son igualmente anónimos, escudados por una apariencia voluntariamente inane; el problema surge cuando alguno de los participantes no puede evitar rasgos distintivos característicos y la relación se torna, de repente, focalizada: la masa detecta a un paria, un fugitivo, un vagabundo, un excluyente, alguien que no puede disimular no lo que es, sino lo que aparenta ser. A esos individuos se les niega el derecho al distanciamiento, al disfrute puro de lo urbano, o al menos de lo urbano en ese contexto donde su diferencia es determinante (p. 138).
La segunda parte de este cuarto capítulo explica el proceder etnográfico adecuado para aprehender un lugar. El primer paso es establecer los actores permanentes de cada recodo, especialmente los presentes en aquellos nodos donde el flujo sea más importante: vendedores ambulantes, vagabundos, comerciantes cercanos; ellos serán los que mayor información proveerán. En segundo lugar, definidos estos nodos, el etnógrafo se coloca en su entorno ojo avizor; no es necesario disimular su objetivo: lo urbano permite la presencia de observadores, de hecho da por sentada la presencia de observadores y no debería, por lo tanto, sentirse alterado por ella.
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