¿Pueden sobrevivir nuestras ciudades?, Josep Lluís Sert (CIAM)

La semana pasada, al reseñar el libro La arquitectura de la ciudad, de Aldo Rossi, recordamos brevemente los dos movimientos modernos que surgieron con la idea de mejorar la ciudad, es decir, como solución a los muchos problemas que presentaban por entonces: hacinamiento, alta densidad, carencia de higiene y de viviendas dignas… Uno de ellos, recordemos, era el movimiento de la Ciudad Jardín, ideada por Ebenezer Howard y desarrollada, sobre todo, por sus discípulos, Unwin entre ellos. El otro era el movimiento surgido alrededor de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, los famosos CIAM, llevados a cabo a partir de los años 30, aproximadamente, y que suelen estar representados por La carta de Atenas, escrita por Le Corbusier, que explicita las conclusiones a las que llegó el CIAM del año 1933 celebrado en un viaje de ida y vuelta de Marsella a Atenas en el barco Patris II.

Sin embargo, La carta de Atenas no se publicó en 1933, sino 11 años después, en 1942; y su autor fue Le Corbusier (junto a Jean de Villeneuve) emblema de todo el movimiento racionalista. Pese a que La carta recoge, en esencia, todo lo que se dijo y concluyó en el Patris II, el verdadero documento que refleja las deliberaciones de dicho congreso (el 4º CIAM), así como del siguiente, el 5º, celebrado en París en 1937, es el texto que presentamos a continuación, redactado por Josep Lluís Sert a petición del resto de miembros del CIAM.

¿Pueden sobrevivir nuestras ciudades? Un ABC de los problemas urbanos. Análisis y soluciones (1944; leemos la versión catalana del Departamento de Política Territorial y Obras Públicas de la Generalitat de Cataluña, 1983), sin embargo, no difiere en mucho del anterior. Habría que situarse en el lugar de los arquitectos, urbanistas e intelectuales que se reunieron, auspiciados por los mecenas, en ese barco, rodeados de pintores, artistas y similares. Sin duda no les faltaban ni soberbia ni paternalismo, convencidos de que iban a mejorar las condiciones de vida de tantos pobres; pero también es cierto que las ciudades, por entonces, sufrían carencias más que evidentes.

En ese origen, en ese flujo dual de, por un lado, ser conscientes de que eran ellos quienes podían arreglar el problema y, por el otro, no haberlo sufrido, surgen todos los males. Porque se plantearon las ciudades como algo racional, como un ente que había sido mal proyectado y planeado desde el principio, y propusieron cambiarlo por uno mejor. Pero no se trataba de una máquina de un hospital, que puede substituirse por otra mejor en cuanto ésta se desarrolla, sino de lugares con su historia, su inercia y sus habitantes. El gran error del racionalismo fue no tener en cuenta que las personas, especialmente las personas pobres, forman lazos entre ellas, redes, se aúnan para suplir carencias; también las personas de clase alta, claro, pero éstos siempre lo tienen más fácil para escoger en qué lugar vivir, mientras que en los barrios pobres viven, por definición, todas aquellas personas que no pueden vivir en ningún otro lugar: es decir, los pobres.

Tuvo que venir Jane Jacobs a recordarles esto: que en los barrios de los pobres se vivía mejor que en ciudades nuevas, surgidas de la nada, cuya población no tenía lazos sociales y donde además todas las funciones quedaban separadas.

Este resultado surgía de la voluntad científica con que abordaron el hecho. Empapados en el paradigma funcionalista, separaron la ciudad en sus cuatro funciones básicas; y trazaron mapas de cada una de esas funciones y los superponían, y se decían unos a otros: ¿veis?, la ciudad se divide en funciones. Luego, cada supuesto era lógica y seguía a los anteriores. Las infraviviendas donde se hacinaban los proletarios eran pequeñas, oscuras y estaban hacinados; pues proponían edificios altos para obtener sol, separados unos de otros, para que no se proyectasen sombra entre ellos y hubiese suficiente aire, y rodeados de espacios verdes que serían, también, ideales para el ocio. Todos los razonamientos presentes en este libro son similares: hay un problema, lo abordamos de modo único, sin tener en cuenta que se trata de parte de algo mayor, y proponemos una solución individual.

La consecuencia: ciudades erróneas, como Brasilia. Mamotretos de hormigón separados por kilómetros y vendidos al vehículo, el único medio que permitía enlazarlos. Espacios infrautilizados: oficinas llenas sólo de 9 a 5, espacios de ocio ocupados sólo de 5 hasta la noche.

La ciudad real, según los CIAM. Nótese la actividad bullente a sus pies.

El segundo tufillo que desprende este libro: su irrealidad. Las ciudades tienen que ser como nosotros decidamos. ¿Y los políticos, los poderes económicos, las autoridades variadas, incluso los ciudadanos, deben someterse a ese dictado? ¿Cómo se implementan esos planes grandilocuentes, quién decide si son óptimos, quién hace un estudio de sus posibles consecuencias? En el apartado dedicado al trabajo se concluye (y sin duda tendrían razón) que los puesto de trabajo están mal distribuidos, y se propone una nueva distribución (racional, lógica). Pero, ¿acaso el mercado se va a doblegar a la voluntad de los arquitectos?, ¿qué motivos se les aducen a los empresarios, al capital, para llevar a cabo todos esos cambios?

Y, tras todo el manifiesto, subyace algo que Jacobs fue la primera en destacar: que se trata de intelectuales que odian la ciudad.

Es cierto que las ciudades, en su forma actual, constituyen un error indudable. Ya no tienen funciones como unidades sino como conjunto. Son agrupaciones de pequeñas ciudades. Los urbanistas de los últimos años han estudiado las grandes ciudades divididas en unas pocas unidades semiaisladas que uniéndose completan las ciudades. Algunos han llegado a la conclusión de que la unidad urbana de 50.000 habitantes es en conjunto la más deseable, ya que se ha calculado que esta población es la más pequeña que podría soportar económicamente las diversas funciones inherentes a la estructura cívica moderna. (p. 206)

Y no nos engañemos: 50 mil habitantes no es una ciudad, sino un pueblo grande. Con 50 mil habitantes te vas a encontrar conocidos por la calle en cualquier parte, el sistema urbano no es lo bastante grande para volverse confuso, no hay medios de transporte masivos, no se da la nerviosidad, la efervescencia, la actitud blasé, el baile de disfraces o el ballet de las aceras, no se obtienen no lugares… en definitiva, no se trata de una ciudad. Ojo: 50 mil habitantes es un lugar perfecto para vivir. Es más tranquilo, los precios son más asequibles, no se da todo lo anterior y, probablemente, haya cerca una ciudad grande, una capital. Y habrá personas que quieran vivir en ellas, claro; igual que las habrá que quieran vivir en una ciudad confusa, caótica, apabullante, anónima pero que ofrezca, también, las mil maravillas que ofrecen las grandes ciudades. Jacobs lo entendió con claridad, porque amaba las ciudades y su trajín; parece que los racionalistas, con su voluntad perenne de destruir la ciudad desde sus cimientos, no llegaron a comprenderlo.

Las ciudades. Una visión histórica y sociológica, Jesús Arpal

Maravilloso y muy compacto estudio del sociólogo e historiador español Jesús Arpal Poblador, Las ciudades. Una visión histórica y sociológica (Montesinos, 1983) da un repaso al hecho urbano desde sus orígenes en Mesopotamia hasta bien entrado el siglo XX. El primer capítulo se centra en las ciudades en la historia, el segundo, en el modo de vida urbano, y concluye con una reflexión sobre el sistema de ciudades.

«Las ciudades en la historia», que es título del primer capítulo (probablemente como referencia a la obra de Lewis Mumford, al que cita, La ciudad en la historia) empieza con la significación del hogar (en tanto que lugar físico y lugar que se habita) y el monumento. Cuando empieza el monumento, el hito, es cuando empieza la naturaleza colectiva (social) de la ciudad.

De ahí que la obra arquitectónica por excelencia, el monumento –con lo que supone de construcción memorable– sea por antonomasia la representación de la relación del hombre con el otro; se trate de relaciones del hombre con sus antecesores (el monumento funerario), con sus superiores (el religioso) o con sus semejantes (el político). Sin olvidar que en estas relaciones con los hombres se insertan las relaciones –productivas– con la naturaleza (almacenar y transportar) que muchas veces tienen su peculiar expresión monumental (el silo, la presa, el acueducto, la vía, el puente…). (p. 13)

Si las ciudades nacen como epicentro de una acumulación de la producción que permite el surgimiento de unas clases ociosas, «las primeras ciudades conocidas presentan un elemento diferencial característico: (…) en ellas se centra y resume todo un universo; en su espacio magníficamente delimitado se encierra toda una concepción de la vida; por referencia a ellas se organizan toda una serie de actividades colectivas» (p. 14). La cúspide de la ciudad, que es el templo, es el lugar en el que se almacenan los excedentes de producción pero también el espacio donde se contabilizan y organizan dichos productos; es decir, se decide su utilización futura. Por ello, la «casa-templo» es una «casa-síntesis» o, en definitiva, una «casa-total»: porque está estructurada como una totalidad.

Los habitantes de este lugar específico son una casta aparte, diferenciada del resto, que «de algún modo se apropian de la identidad y el destino de la colectividad»; ya sea porque dirigen el destino de la producción o porque son los únicos que poseen las herramientas necesarias para dicha contabilidad, que son la numeración y la escritura. Los templos, así, se convierten en «la sede de los recursos colectivos –materiales y espirituales– y del reconocimiento de los mismos (sus memorias, sus inventarios)» (p. 15). En cuanto esta casta diferenciada del resto de la población hace obvia la separación, «podrá asumir la representación del orden total, aparecer como suprema emanación de la colectividad» (p. 17). No sólo poseen ya los excedentes de producción y su contabilidad, sino que su posesión es espiritual: ya sean los tesoros de la ciudad (físicos y simbólicos), ya sea su relación con la divinidad mediante artes esotéricas (dioses, fuerzas ocultas, devoción y ritos) o mediante sus conocimientos matemáticos, astronómicos, geométricos…

De esta casta emanan el poder colectivo: de entre ellos salen los jueces, por ejemplo, que determinan la ley, pero también la salvaguardia de esta casta y de sus posesiones supone una posibilidad de salvación para la colectividad: que la sociedad no habrá caído del todo hasta que no lo hagan su templo y sus sacerdotes; y que, si éstos consiguen escaparse, parte de la ciudad lo habrá hecho también. «La propia monumentalidad de los espacios del templo, el desarrollo de rituales magnificadores de su significación no hace más que insistir en lo que representa: el predominio de lo colectivo, la imposición de una casa total sobre las casas particulares» (p. 18).

No es accidental que sea precisamente con la escritura –que se produce con la Ciudad y el Estado– cuando se considera que se inicia la Historia. Como no es extraño que, desde esa concreta Historia, se haya visto con frecuencia a los pueblos sin ciudades, sin escritura y sin Estado, como pueblos sin progreso –sin Historia– sin ley o sin fe («salvaje»). Asimismo resulta significativo que el progreso, la civilización –especialmente en la definición expandida mundialmente desde Occidente– pase necesariamente por la urbanización con lo que ello supone de división del trabajo y del poder. (p. 22)

El paso a la polis griega incorpora la esencia de la política; la ciudad ya no sólo establece el mundo en su relación de producción o cosmogónica, sino que aplica un lógos, una razón, a la totalidad de lo que existe para tratar de racionalizar el mundo. Por ello todos los habitantes de la polis son, a la vez, los hacedores de su devenir (por todos se entendía, entonces, los no esclavos, no mujeres, no extranjeros, etc., pero, a su forma de ver, eran los únicos que verdaderamente importaban). El Imperio Romano lleva este paso algo más allá: y no sólo los oriundos de una ciudad podrán decidir su destino, sino que todo habitante del Imperio podía acabar siendo un ciudadano (de esclavo a liberto, por ejemplo, o de socio a federado y, finalmente, a ciudadano).

La siguiente ciudad elegida es la medieval. No se trata ya de definir el mundo: las ciudades medievales no tratan de establecer una cosmovisión, sino una jerarquía entre dos mundos cambiantes: extramuros e intramuros. Extramuros es la zona de peligro, el bosque agreste, los lugares sin ley; intramuros, el lugar del comercio y la sede de la iglesia y, poco a poco, cada vez más, de los gremios y los comerciantes. La plaza de la ciudad medieval se yergue como lugar central de adoración: allí crecen las catedrales, cada vez más altas. También la monarquía y la defensa de la ciudad, con sus milicias o ejércitos. Y, sin embargo, poco a poco un poder cívico va creciendo hasta competir con los anteriores: el ayuntamiento.

Arpal destaca, siguiendo a Ennen, que existen tres grandes áreas diferenciadas en la Europa medieval:

  • Alemania Septentrional e Inglaterra, «sin tradición urbana, pero con localizaciones del comercio ambulante que prefiguran lo urbano»;
  • la zona media de la Europa Noroccidental, «con permanencias romanas y lugares de defensa y de comercio»;
  • y la zona del Mediterráneo, «en donde la civitas parece mantener su vigencia».

El mito de las ciudades aisladas medievales, autárquicas, proviene sobre todo de la segunda zona, «que niega la extensión de la ciudadanía más allá de la estricta localidad urbana, frecuentemente un exiguo reducto amurallado».

Las ciudades medievales no tardan en jerarquizarse, en principio en tanto que sedes eclesiásticas, pero luego también como fortalezas y, finalmente, como lugares del comercio. «El desarrollo de la actividad y su progresiva jerarquización se centrará en un doble plano: el desarrollo del Estado –de la monarquía– como trasunto de su concreción espacial en el reino, dentro de la relativa constitución de ese orden inter-comunidades en la sociedad de estamentos» (p. 43; el destacado es del autor).

Esta jerarquización lleva, por un lado, al establecimiento de capitales para cada Estado; y, por el otro, a la primacía del mercado y todos los estamentos asociados a él frente a los anteriores poderes. En las capitales nace y se desarrolla la corte, con el establecimiento de aposentos reales dignos de esas clases dirigentes y de toda su cohorte de cortesanos y aduladores. El ejemplo canónico es Versalles, pero «desde Viena a Madrid se compite en magnificencia y suntuosidad de ciudades fabricadas «de una vez» al servicio de un objetivo específico: la residencia del poder y sus servicios, netamente separado del pueblo» (p. 46).

El poso de la colectividad ya no está en esa clase dirigente, sino que reside en todo el peso de las instituciones que la representan o emanan de ella, incluida la burocracia: «la estructura organizativa, que señala progresivamente la nueva dimensión del poder. Las calles mayores irán cediendo a las grandes vías, las plazas mayores a los centros urbanos.» (p. 46)

Las ciudades del Nuevo Mundo, que aparecen tras el descubrimiento y colonización de América, se crean desde cero siguiendo estos nuevos preceptos: líneas ortogonales, preeminencia de las sedes civiles en el centro, con Washington D. C. como ejemplo: el triángulo formado por el Capitolio, la Casa Blanca y el Monumento a Washington erigidos por L’Enfant.

Es esta nueva racionalidad político-económica, de organizar el poder para lo económico, la que da nuevas formas y significaciones a las relaciones entre urbanismo y nuevos espacios, a la vieja conexión entre fundaciones urbanas y colonización. El gobierno –como racionalidad el poder, como «recta disposición de las cosas y su cuidado para conducirlas a un fin conveniente» (La Perriére)– se va a centrar en la segunda mitad del siglo XVIII en la población y sus necesidades. Frente a la vieja afirmación de la soberanía abstracta del Estado que descansaba en la articulación de las familias jerarquizadas patriarcalmente, entre las que la familia real era su apoteosis y la trasposición de la patriarcalidad divina, el gobierno –la economía– se va diferenciando en ocuparse de la población, de sus desarrollos, que son correlativos al desarrollo de la riqueza; de la legitimación del poder que se fundará en alcanzar la felicidad de las naciones, el bienestar de la población. (p. 49)

Se llegará a lo que Foucault denomina la «economía política», la progresiva intervención del poder en las relaciones de sus súbditos. El desarrollo de las habitaciones diferenciadas se inicia en el siglo XVIII y se extiende a finales de siglo a la población en general, lo que supone «la progresiva diferenciación entre el hogar –el espacio, privado, íntimo y cómodo de la familia– y los espacios de reunión pública; ya se trate de reuniones para el trabajo, para la actividad política, social, o simplemente ciudadana –las «public houses» y los paseos, los «salones» públicos–» (p. 51).

Y llega la industrialización, «la más radical alteración de las condiciones materiales de la vida del hombre desde la llamada revolución neolítica».

Ahora bien, la industrialización como alteración esencial de las relaciones sociales se produce históricamente como industrialización capitalista. La burguesía, motor del proceso, impone la industrialización como explotación sin precedentes de la naturaleza pero también como explotación sin precedentes de la fuerza de trabajo; la capacidad de mutación de la cosas y los seres va a darles su valor; la mercancía, como consagración de intercambiabilidad, como valor absoluto. El nuevo orden no descansa en las proyecciones directas del hombre sobre la naturaleza, sino en la propia capacidad de interrelación, de circulación. La experiencia burguesa-prototípicamente urbana ha convertido la artificialidad del universo urbano, la raíz artificial de la localización de la comunidad, en prototipo y razón de la vida colectiva. El mercado y su ordenación ya no es un reducto, ni una localización concreta, con unas instituciones reguladores de su específica espacialidad; el mercado es orden universal y su espacio deviene abstractamente el universo. (…) En definitiva la ciudad tiene que garantizar que la naturaleza es materia o energía disponible, que la razón es técnica productiva, que la población es factor de producción y, cada vez más necesariamente de consumo. (p. 53-4)

«La producción de espacio urbano será la clave de la reproducción del sistema industrial», concluye Artal algo más adelante, siguiendo a Lefebvre. También se oyen ecos del Castells de La nueva cuestión urbana en el párrafo anterior, al situar la ciudad como el lugar del consumo (le ha faltado por añadir colectivo). Las primeras actuaciones urbanistas que se propone esta nueva concepción capitalista del mundo son el «sventramento» de los cascos urbanos tradicionales: abrir París en avenidas, proyectar ensanches que engrandezcan las ciudades y las comuniquen con los pueblos colindantes, que acaban absorbiendo. Los ensanches no se conciben como una ampliación del espacio urbanizado, «sino que plantean nuevos principios de habitación y circulación».

En esta primera concentración y acumulación, en esa primera «explosión» de las localidades urbanas, no es extraño que se produzca la emergencia de todo lo que de artificial, de actividad sospechosa, de promiscuidad, llevaba la ciudad en su seno. El hacinamiento, el aumento de la mortalidad, la miserabilidad son patrimonio de las primeras ciudades industriales: es el tributo inicial a la puesta en marcha de las nuevas relaciones productivas. (p. 55)

De políticos e higienistas surgen las propuestas para modificar la ciudad, para alcanzar, si acaso, una ciudad ideal: ahí están Owen, Fourier, Ruskin o Morris. Los ensanches, mientras tanto, van aumentando la capacidad acumulativa de las ciudades: la producción y el consumo, la distribución de las clases (capitalistas y proletarios). Si las ciudades medievales sólo revelaban el nivel adquisitivo de sus habitantes merced a la «singularidad monumental» de la fachada, ahora surgen barriadas enteras de proletarios u obreros. «El encumbramiento social se manifestaba sobre todo en las residencias extraurbanas, con lo que tienen de pervivencias de un orden estamental asentado en el dominio de la tierra» (p. 59).

La nueva estructura geopolítica mundial, ampliada por el auge tanto de Estados Unidos como del Lejano Oriente, alcanzada por los nuevos medios de transporte y comunicación, por la búsqueda de nuevas materias primeras y fuentes de energía, por el imperialismo y la colonización, no generan sólo las metrópolis coloniales: también cambian el centro urbano de las grandes capitales, que se convierten en nodos de control, «centros urbanos neurálgicos», si acaso unas «proto» ciudades globales, mucho antes del concepto que hizo famoso Saskia Sassen. El ejemplo es la City de Londres, claro, pero es paradigmático que esta concentración, esta «realización física del Capital» (p. 60), se dé incluso en las ciudades de Estados Unidos, carentes de tradición y de núcleo medieval. Se trata del advenimiento de la megalópolis, una ciudad colosal cuyo centro se dedica al control de las ramificaciones. No es casual que «la primera teoría que propone la asunción racional del fenómeno» se dé aquí, en Estados Unidos, en la ciudad de Chicago, con la sociología urbana de la Escuela de Chicago o el modelo CBD de Burgess (algo de lo que hemos hablado a menudo).

Volviendo al tema de las concepciones ideales de la ciudad que aparecen, la primera es la ciudad jardín de Ebenezer Howard (también tratada en el blog), una mezcla entre utopía socialista y campiña inglesa. Despojada totalmente de su componente ideológica, acabará reduciéndose a polígonos residenciales, los famosos suburbs norteamericanos (casa tras casa unifamiliar en un entorno baldío sin rastros de sociedad urbana). La otra concepción ideal surge de una mezcolanza entre el movimiento «De Stijl», las vanguardias artísticas surgidas de la Revolución Rusa y las concepciones estéticas funcionales de la Bauhaus («el racionalismo de los elementos, los módulos y las series»), aunque, por supuesto, su gran exponente será Le Corbusier y los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna). Sus postulados, agrupados bajo el nombre de racionalismo y presididos por la zonificación, tendrán efectos a lo largo de todo el siglo XX en una mayoría abrumadora de ciudades del planeta. Si la ciudad jardín de Howard degeneró en barrios residenciales, la zonificación de Le Corbusier se tradujo en ciudades satélite, enormes complejos para obreros en las afueras de las ciudades y calles deshabitadas transitadas únicamente pro vehículos.

«La descentralización como búsqueda de la descongestión, de la interrelación, de lo sociológicamente controlable», prosigue Artal, «tendrá su meta en la reducción a sistema y en la definición de los marcos de acción», dando lugar primero a la teoría de sistemas y luego al estructuralismo.

La ciudad ha desarrollado una de sus potencialidades originarias: el desarrollo del discurso, la capacidad de representación. En la legislación, en el planeamiento, en la ordenación (en los «planes» y en los «planos» urbanísticos) la vida urbana queda atrapada en la propia dinámica de la nueva racionalidad (el mercado burocráticamente establecido); en el desarrollo de los análisis científico-positivos de la ciudad, la ciudad amenaza con ser sustituida por el discurso sobre ella; la ciudad puede presentarse como gran mediación entre los hombres y entre éstos y la naturaleza; el problema es que esta mediación pueda tornarse ininteligible. (p. 68)

El segundo capítulo, «El modo de vida urbano», reflexiona sobre las contradicciones aparejadas a las imposiciones urbanas racionalistas. Si la ciudad dividía lo privado (el hogar) de lo público (la calle), en cuanto se convierte en zonas dispersas comunicadas mediante el vehículo, en cuanto el objetivo de la ciudad no es tanto el hacer como el transitar de unas partes a otras, y además jerarquizadas en función de su distribución: «sin la calle como síntesis, [la ciudad] ya no es ciudad».

En definitiva: el fenómeno resumido en Le Corbusier –cuya actuación ha tenido cincuenta años de repercusiones– se ha convertido en indisociable de la sociedad de «la muchedumbre solitaria»; no sólo porque la práctica cotidiana de este modelo de colectividad compulsiona neuróticamente y lleva a disociaciones esquizoides entre la acción y el reposo; entre la abstracta colectividad sin límites y la concreta individualidad del departamento. Sino porque al alterar la dialéctica público-privada (y del pasado y del presente) disuelve los referentes colectivos del individuo y el componente humano (personalizado) de la colectividad. (p. 89)

El racionalismo se basaba en la idea de que una nueva distribución (racional) cambiaría al hombre, provocando un hombre más racional. «La nueva dimensión de lo urbano es lo que cambiaría su substancia. Y eso es lo que no está claro, como ha replanteado Aldo Rossi en La arquitectura de la ciudad.» O, parafraseando a Lefebvre, y usando la frase con que Artal acaba el segundo capítulo del libro: «Es más fácil construir ciudades que vida urbana.»

La cultura de las ciudades, Lewis Mumford

El americano Lewis Mumford (1895-1990) fue un erudito excepcional. Sin embargo, donde, por ejemplo, Lluís Duch, antropólogo al que admiramos en el blog (Antropología de la ciudad I, II y III) siempre deja claras sus fuentes y los lugares de donde bebe, Mumford mezcla en sus exposiciones historia, sociología, psicología y cualquier otra disciplina que le sea necesaria. Sus puntos de vista se mezclan con la narración de los hechos hasta el extremo de que no se sabe si se está leyendo una sucesión de hechos o la visión, muy particular, de estos hechos. Es algo que Mumford nunca esconde; y uno decide si se deja llevar o si prefiere evitarlo.

De él ya reseñamos la monumental La ciudad en la historia, una obra de mil páginas publicada en el año 1961 que recoge y amplía un texto anterior, publicado en 1938 y que es el que reseñaremos a continuación: La cultura de las ciudades. La ciudad en la historia es un estudio de la evolución del concepto de ciudad desde la prehistoria hasta la que, para Mumford, siempre fue la gran debacle de la urbe: la ciudad industrial. La misma tesis presenta en La cultura de las ciudades, pero aquí empieza por una breve introducción con la ciudad medieval y ya da el salto a la industrial para luego tratar de adivinar su posible evolución.

Mumford fue un regionalista. Gran admirador del británico Patrick Geddes, al que dio a conocer en Estados Unidos y del que se convirtió en portavoz involuntario (parece que Geddes era de una exposición densa y costaba de leer; a diferencia de Mumford, que escribía como los ángeles y sus obras más parecen novelas agradables que áridos ensayos ), para Mumford la ciudad era un todo orgánico que comprendía el entorno y la historicidad que le eran propias.

La edición que leemos [pepitas de calabaza, 2018, traducción de Julio Monteverde] incluye una introducción del propio Mumford escrita en 1970 donde se glosa a sí mismo, a lo importante de su visión y a lo contento que está porque dos de las ciudades jardín de su admirado Ebenezer Howard se hayan puesto en práctica a pesar de las críticas de voces como Jane Jacobs «que se oponen a ella». En efecto: Mumford era una de las bestias negras de Jacobs; o Jacobs de Mumford, como prefieran. La primera acusaba al segundo de odiar las ciudades. Lo cierto es que Mumford adolece de las aglomeraciones y la densidad y le parecen antinaturales y que la ciudad ha perdido su rumbo; en bastantes momentos se lo percibe como una persona amante de la paz y el sosiego del campo; frente a Jacobs, que era capaz de leer ensayos mientras esquivaba borrachos en el bar de la esquina. Richard Sennett confrontó las teorías de uno y otra en Construir y habitar: y pese a que siempre había abogado por las teorías de la microgestión de la ciudad de Jacobs (se sobreentiende: de las personas que habitan en la ciudad), enfrentado a la enormidad de las ciudades chinas, a tener que plantear un espacio vacío en el que en diez años vivirán dos, tres o cuatro millones de personas, Sennett acabó admitiendo que las teorías de Mumford (el regionalismo, la ciudad orgánica, la organización desde arriba) le parecían más válidas para ese contexto.

Sin más, reseñamos la introducción.

La ciudad, tal y como la encontramos en la historia, es el punto de máxima concentración del poder y la cultura de una comunidad. Es el lugar donde los rayos difusos de muchas y diferentes luces de la vida se unen en un solo haz, ganando así tanto en eficacia como en importancia social. La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada: es el lugar donde se sitúan el templo, el mercado, el tribunal y la academia. Aquí, en la ciudad, los beneficios de la civilización son multiplicados y acrecentados. Es aquí donde el ser humano transforma su experiencia en signos visibles, símbolos, patrones de conducta y sistemas de orden. Es aquí donde se concentran los esfuerzos de la civilización y donde en ocasiones el ritual se transforma en el drama activo de una sociedad totalmente diferenciada y consciente de sí misma. (p. 15)

«En la ciudad el tiempo se hace visible», dice más adelante; porque es una construcción que deja rastro, permanente, donde la historia se amontona y hay que construir teniéndola presente. «Los edificios, los monumentos y las vías públicas -más accesibles que los registros escritos, y más a la vista de las grandes cantidades de hombres que las construcciones dispersas del campo- dejan una huella profunda incluso en la mente de los ignorantes o los indiferentes». «La ciudad es, a la vez, una herramienta física de la vida colectiva y un símbolo de los objetivos y acuerdos colectivos que aparecen en tales circunstancias favorables. Junto con el idioma, es la mayor obra de arte del hombre.»

Sin embargo, la ciudad industrial rompe ese equilibro y se somete a una única preocupación: la obtención de beneficio. «Las nuevas ciudades se desarrollaron sin poder aprovecharse de un saber social coherente o de un esfuerzo social organizado: carecían de los antiguos y útiles caminos urbanos de la Edad Media o del confiado orden estético del periodo barroco; de hecho, un campesino holandés, en su pequeña aldea sabía más respecto al arte de vivir en comunidad que un concejal de ayuntamiento de Londres o Berlín en el siglo XIX. Los hombres de Estado, que no vacilaron en agrupar una gran diversidad de intereses regionales en estados nacionales, o en tejer imperios que rodeaban el planeta, no lograron producir siquiera el esbozo de un barrio decente.»

Porque los concejales del XIX no trataban de recrear comunidades, sino de gestionar sociedades. No entraremos aquí en la defensa de las condiciones de vida de los proletarios en las ciudades industriales, que todo registro histórico coincide en que eran nefastas; pero Mumford cae en la idealización de una época medieval idílica donde el agricultor daba con alegría los buenos días al señor feudal.

«Salvo en lo que se refería a su patrimonio histórico, la ciudad como materialización del arte y de la técnica colectiva se desvanecía». En Europa aún existían ciudades medievales con las que coexistir y a las que, en general, la ciudad industrial rodeó (o arrolló, como Haussmann en París); pero en Norteamérica, sin un pasado tan visual, «el resultado fue la creación de un entorno despiadado y licencioso y un vida social mezquina, opresora y desorientada».

Hoy no sólo nos encontramos frente a la ruptura social original. Nos enfrentamos también a los resultados físicos y sociales acumulados de esa ruptura: paisajes devastados, distritos urbanos ingobernables, focos de enfermedad, capas de hollín y kilómetros y kilómetros de barrios miserables estandarizados desparramándose por la periferia de las grandes ciudades y fusionándose con sus inútiles suburbios. En pocas palabras: un fracaso general y una derrota del esfuerzo civilizatorio.»

Es cierto que las ciudades en los años 30 del siglo anterior no afrontaban su mejor momento: el hacinamiento de la ciudad industrial aún estaba presente y las propuestas del racionalismo arquitectónico (de Le Corbusier, vaya) de llevarse a los trabajadores al extrarradio y amontonarlos en piso sobre piso (como sucedió en general en Europa), o las de situarlos a lo largo de suburbios de casas unifamiliares (como sucedió en Estados Unidos) aún no habían empezado. Sin embargo, en Chicago en los años 30 ya surgía una nueva sociología urbana, la Escuela de Chicago, que empezaba a darse cuenta de que los habitantes de los barrios de la ciudad seguían tejiendo relaciones y creando comunidad, aunque lo hiciesen de modo distinto. El gran problema de Mumford es que no vio, o no quiso ver, que se crean tantos vínculos en un pueblo alemán medieval de mil habitantes como en un barrio conflictivo de Chicago o Nueva York: las relaciones son distintas, claro, el contexto también lo es, y la comunidad permite un conocimiento pleno de las personas (quién es quién y cuáles son sus circunstancias) que la ciudad no permite; pero las estructuras de acogida (citando a Duch) siguen ahí, abiertas a incorporar miembros a la comunidad sea en un pueblo, en una banda callejera de las 1313 que había en Chicago (The Gang, de Trasher) o en un taxi-dance hall (Paul Crassey) donde se puede pagar para bailar con chicas hermosas.

Mumford siempre vaticinó que sus estudios serían olvidados; según él, porque eran demasiado incómodos para su época, que no quería escuchar las verdades que él proclamaba. En el caso del urbanismo, lamentablemente, es posible que lo sean por su ceguera a aceptar como ciudad todo aquello que se alejaba de su elección particular.

El urbanismo. Utopías y realidades, de François Choay

El urbanismo. Utopías y realidades, publicado en 1965 por la arquitecta e historiadora urbana francesa François Choay, es un extraordinario compendio de las palabras de los principales urbanistas y pensadores sobre la materia de los últimos dos siglos. Sólo por eso este libro merecería la pena; pero además viene precedido por una introducción de unas 100 páginas donde, sin desperdicio, la autora repasa y organiza todas las visiones sobre urbanismo de ese periodo.

La sociedad industrial es urbana. La ciudad es su horizonte. A partir de ella surgen las metrópolis, las conurbaciones, los grandes conjuntos de viviendas. Sin embargo, esa misma sociedad fracasa a la hora de ordenar tales lugares. La sociedad industrial dispone de especialistas de la implantación urbana. Y, a pesar de todo, las creaciones del urbanismo, a medida que aparecen, son objeto de controversia y puestas en tela de juicio. Ya se hable de las quadras de Brasilia, de los cuadriláteros de Sarcelles, del fórum de Chandigarh, del nuevo fórum de Boston, de los highways que dislocan San Francisco o de las autopistas que perforan las entrañas de Bruselas siempre surge idéntica insatisfacción, idéntica inquietud. La magnitud del problema queda demostrada por la abundante literatura que suscita desde hace veinte años. (p. 9)

El urbanismo aspira a ser científico y sueña con ser objetivo; pero también sus críticas llegan «en aras de la verdad». Para tratar de desentrañar tal embrollo, Choay recurre a los grandes pensadores de la disciplina.

Empieza con lo que denomina preurbanismo, la ciencia de la ordenación de la ciudad antes del nacimiento de la propia disciplina (que Choay sitúa en 1910 en Francia pero que apareció unas décadas antes de la mano del ingeniero Ildefons Cerdà, creador del plan para el Ensanche de Barcelona). La ciudad industrial llegó ligada a ciertos cambios urbanos:

  • la racionalización de las vías de comunicación (grandes arterias urbanas, vías del ferrocarril);
  • especialización de los sectores urbanos (barrios de negocios en el centro, barrios residenciales en las afueras);
  • nuevos órganos y símbolos: grandes almacenes, hoteles, cafés;
  • suburbanización: la industria se implanta en los alrededores de la ciudad;
  • la ciudad deja de ser «una entidad espacial bien delimitada».

Con estos cambios, la ciudad «aparece como algo externo a los individuos a los que concierne», que se enfrentan a ella como un «hecho no familiar, extraordinario, extraño». Surgen dos visiones contrapuestas: la de quienes tratan de analizar la ciudad de forma objetiva (por ejemplo, la disciplina naciente de la sociología recurre a la estadística) y los que la entienden desde una visión política y polémica («surgen las metáforas del cáncer y la verruga»), entre los que encontramos los higiniestas, especialmente en Inglaterra, que perciben la ciudad como un lugar funesto y lleno de todos los males que debe ser erradicado. Pocos de entre ellos, sin embargo, salvo por ejemplo Engels, relacionan esta nueva clase social, con todos sus vicios, con la llegada de la industrialización, como «una nueva organización del espacio urbano, promovida por la revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista. No piensan que la desaparición de un orden urbano determinado implica la aparición de otro orden.»

Surgen así dos modelos de preurbanismo: el progresista y el culturalista.

El modelo progresista (Owen, Fourier, Richardson, Cabet, Proudhon) concibe el individuo como un tipo que puede ser abordado mediante un estudio científico de sus necesidades: «la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres entre sí». Se trata de un pensamiento dominado por la idea de progreso y vinculado a las revoluciones tecnológicas. Se distingues las siguientes características:

  • En primer lugar, el espacio está abierto. Buscan lugares amplios, llenos de vegetación, donde se pueda respirar libremente.
  • En segundo lugar, «el espacio urbano se divide de acuerdo con un análisis de las funciones humanas. Una clasificación rigurosa instala en lugares distintos el hábitat, el trabajo, la cultura y los esparcimientos.»
  • Se da gran importancia a la impresión visual de los objetos construidos; «lógica y belleza coinciden».
  • Importancia de la vivienda y surgimiento de un modelo de vivienda estándar donde residir.

El modelo culturalista (Ruskin, Morris) se centra, no en el individuo, sino en el grupo. «El individuo no es una unidad intercambiable como en el modelo progresista; por sus particularidades y por su propia originalidad, cada miembro de la comunidad constituye por el contrario un elemento insubstituible». Este modelo surge de la ciudad orgánica que existía antes de la industrial y que estaba desapareciendo, por lo que su origen es claramente nostálgico. Buscan una vía democrática basada en la comunidad, y el industrialismo se percibe como algo a controlar para que no perturbe el bienestar del individuo. A menudo, este modelo cae en el malthusianismo, el control del número de la población; en un intento, tal vez, de detener la historia.

Existen aún otras dos vías. Por un lado, la «crítica sin modelo de Engels y Marx«, para los cuales la ciudad es «el lugar de la historia», epítome del desarrollo de la burguesía y lugar de nacimiento del proletariado industrial, el encargado de llevar a cabo la revolución socialista. El orden actual debe ser erradicado; sin embargo, pese a esta denuncia, Marx y Engels no proponen un nuevo modelo que lo deba substituir. Por ejemplo, en su análisis La condición de la clase obrera en Inglaterra denuncia las condiciones pésimas en que viven, pero no plantea una alternativa a cómo debería organizarse la situación.

Por otro lado, existe un antiurbanismo americano representado por Jefferson, Emerson, Thoreau, Henry Adam y Henry James, entre otros, «donde la época heroica de los pioneros está unida a la imagen de una naturaleza virgen». Cada uno de ellos anhela, a su modo, «la restauración de una especie de estado rural que suponen, con ciertas reservas, compatible con el desarrollo económico de la sociedad industrial y que permite por sí solo asegurar la libertad, el florecimiento de la personalidad e, incluso, la verdadera sociabilidad».

El paso del preurabanismo al urbanismo se da cuando ya existen especialistas en la materia, generalmente arquitectos. Si el preurbanismo «estaba vinculado a una serie de ideas políticas, el urbanismo aparece despolitizado«. Además, ya no se trata de una visión teórica sino que sus ideas son aplicadas a la realidad, pese a encontrarse a menudo con la oposición, bien de una condiciones económicas desfavorables, bien con las «todopoderosas estructuras económicas y administrativas heredadas del siglo XIX».

A partir del 1928, el modelo progresista encuentra su órgano de difusión en el grupo de los CIAM, los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. Sí, si son lectores habituales del blog ya lo habrán adivinado: estamos hablando de Le Corbusier, por supuesto, y de La carta de Atenas. «La idea-clave que subyace en el urbanismo progresista es la idea de modernidad. (…) Pero el interés de los urbanistas se ha desplazado de las estructuras económicas y sociales hacia estructuras técnicas y estéticas.» Para que la propia ciudad alcance la revolución industrial es necesaria la implantación de nuevos métodos y materiales de construcción (acero y cemento), pero también que la producción se realice de modo industrial. Es decir: casas estándar con materiales estándar, algo esencial en el desarrollo de las «unidades de habitación».

El objetivo de modernizar las ciudades es garantizar a todos los ciudadanos una cantidad suficiente de sol, aire puro y vegetación; y el método para conseguirlo, desdensificar la ciudad y separar las distintas zonas que la conforman según si son para habitar, trabajar, ocio o comunicación entre las tres anteriores. Se proponen edificios enormes, basados siempre en formas geométricas, puesto que «el modelo progresista es tanto una ciudad-herramienta como una ciudad-espectáculo«, y se propone abolir la calle y entregarla a los vehículos (Le Corbusier aborrecía las aceras; le parecían un espectáculo dantesco dedicado al caos y el trajín, y proponía desterrar a los transeúntes a las azoteas o lugares específicos donde no molestasen).

La ciudad se convertía en una retícula donde el ángulo recto tenía prioridad que, contemplada en perspectiva, se volvía algo glorioso: Brasilia es el gran ejemplo. Sin embargo, y como Brasilia, estas ciudades son inhóspitas para sus ciudadanos, y de ahí surgirán todas las críticas al racionalismo a partir, sobre todo, de los años 60.

Choay también incluye a la Bauhaus en este modelo, más por su búsqueda estética y por su industrialización de todo material del hogar, reduciendo forma a función, que por compartir la doctrina de Le Corbusier.

En cuanto al modelo culturalista, surge con fuerza, sobre todo, en Alemania y Austria a finales del siglo XIX. Debido a que la industrialización se llevó a cabo, en primer lugar, en Inglaterra, en cuanto llegó a los países germánicos estos ya habían aprendido la lección inglesa y buscaron métodos para evitar los peores efectos urbanos. Los grandes nombres del modelo culturalista son Camillo Sitte, Ebenezer Howard y Raymond Unwin. Sitte fue el gran historiador del urbanismo austríaco, anhelando un pasado basado en la ciudad medieval; Howard, el creado del concepto de ciudad jardín, una construcción con tintes socialistas y población limitada donde todos serían propietarios de la industria y del terreno y que, en cuanto superase los límites impuestos, fundaría una nueva ciudad, de características similares, para evitar la densificación; y Unwin, el arquitecto que llevó a cabo las ideas de Howard y tuvo que adaptarlas a la realidad. De los tres, sólo la visión de Howard aparece politizada; Sitte y Unwin, especialmente el primero, realizaba una búsqueda estética.

A diferencia del modelo progresista, que podía fácilmente urbanizar el mundo, la ciudad culturalista tiene unos límites claros. Para Sitte, además, la concepción de la ciudad no pasa por la situación de edificios en la distancia sino por la concepción de las calles y las plazas como los órganos básicos del funcionamiento urbano. De aquí surgen las críticas al modelo culturalista, especialmente al de Sitte: parece dejar atrás la historia en una búsqueda de una Arcadia perdida. Unwin será más pragmático y tratará de incorporar a sus ciudades jardín «las exigencias del presente»; sin embargo, como destaca Choay, «en el caso de las ciudades jardín, el control exigido a la expansión urbana y su estricta limitación no son fácilmente compatibles con las necesidades del desarrollo económico moderno». [Hablamos largo y tendido sobre ciudades jardín y su ejecución a propósito del libro de Peter Hall Ciudades del mañana.]

Existe un tercer modelo: el naturalista, que recoge la tradición del antiurbanismo americano en la figura de Frank Lloyd Wright y la creación de Broadacre city. «La gran ciudad industrial es acusada de alienar al individuo en el artificio. Únicamente el contacto con la naturaleza puede devolver al hombre a sí mismo y permitir un armónico desarrollo de la persona como totalidad.» Lloyd Wright busca la realización de la «democracia»; pero «este término no debe inducir a error y hacernos creer en una nueva introducción del pensamiento político en el urbanismo: implica esencialmente la libertad para cada cual de actuar a su gusto.» El individualismo estadounidense, vaya, un individualismo «intransigente, unido a una despolitización de la sociedad, en beneficio de la técnica, ya que, finalmente, la industrialización será la que permitirá eliminar las taras que son su consecuencia.»

Por todo ello, «Wright propone una solución a la que siempre reservó el nombre de City, aunque con ella elimine no sólo la megalópolis sino también la idea de ciudad en general». Es esencial el concepto de naturaleza, las viviendas son siempre casas particulares con su terreno aledaño, ya que la agricultura se considera una actividad esencial. No existen grandes hospitales ni construcciones, y en su lugar son pequeños y muy descentralizados, diseminadas por todo la ciudad y con gran cantidad de conexiones.

Broadacre es una mezcla entre los dos modelos anteriores: «es a la vez abierto y cerrado, universal y particular», «un espacio moderno que se ofrece generosamente a la libertad del hombre» y que sólo es posible gracias a las conexiones que permiten las nuevas tecnologías (vehículos, televisor, como forma de comunicar esta gran red dispersa).

Como consideraciones finales, Choay destaca que es comprensible, por ejemplo, la asimilación de las ciudades jardín culturalistas a la ciudad radiante de Le Corbusier, del modelo progresista. Sin embargo, «Howard pertenece al modelo culturalista a causa de la preeminencia que en ella [la ciudad jardín] se concede a los valores comunitarios y a las relaciones humanas, y del malthusianismo que resulta de ello. En cambio, las ciudades jardín francesas forman parte del modelo progresista, que acabarán desembocando en los «grandes conjuntos» (grands ensembles). «El modelo progresista es el que inspira el nuevo desarrollo de los suburbs y el remodelamiento de la mayoría de las grandes ciudades en el seno del capitalismo americano» pero también surge en los países en desarrollo con «ciudades-manifiesto» como Brasilia o Chandigarh.

Existe un tercer apartado donde Choay destaca las resistencias o alternativas a los anteriores modelos urbanistas, la mayoría de las cuales se dan tras la Segunda Guerra Mundial, cuando dichos modelos ya se han puesto en práctica con mayor o menor fortuna. Hay una primera tendencia a proponer ciudades futuristas, en general irrealizables: ciudades verticales, ciudades puente, ciudades isla, totalmente desgajadas del concepto tradicional de ciudad, a menudo con una gran densidad, que en general son más modelos visuales y alternativos que verdaderas ciudades practicables. Todas están muy ligadas a las técnicas del momento en que se proponen y olvidan que, como propuso Heidegger, «habitar es el rasgo fundamental de la condición humana», y por todo ello, puesto que son objetos, más que ciudades, Choay las recoge bajo el epígrafe de «tecnotopía, y no tecnotópolis: el lugar, y no la ciudad, de la técnica».

Por otro lado, en antrópolis se recogen las tendencias que surgen como protesta al modelo progresista y las debacles que estaba generando en las ciudades, especialmente americanas. Las críticas tienen en común que surgen de fuentes, en general, no urbanistas sino sociólogos o historiadores, y reivindican otros factores desde lo que plantear las formas en que habitar y diseñar las ciudades. Son las siguientes:

  • El urbanismo de la continuidad. Los dos grandes nombres de esta fórmula son Patrick Geddes y Lewis Mumford. El primero fue un biólogo que proponía la necesidad de un estudio muy complejo, especialmente centrado en la historia, antes de abordar la remodelación de cualquier ciudad. Para Geddes no existían modelos: cada caso particular es una ciudad distinta. Su pensamiento, expuesto de forma algo compleja en sus obras, fue divulgado por su discípulo Lewis Mumford, americano de una vastísima cultura (leímos La ciudad en la historia aquí, aunque nos superó). «En su búsqueda de fórmulas nuevas, Mumford acude constantemente a las lecciones de la historia. La ciudad bien circunscrita de la época preindustrial se le aparece como una fórmula mejor adaptada que la megalópolis a un desarrollo armonioso de las aptitudes individuales y colectivas». Choay destaca la enorme importancia que ha tenido el concepto de regionalismo en los estudios urbanos actuales al poner de manifiesto que una ciudad no es algo autónomo sino el centro de un lugar, con unas redes propias con todo el entorno que la rodea y que debe ser abordada antes de cualquier intervención. Como crítica, sin embargo, Choay destaca que, dada una investigación exhaustiva de un mismo entorno, dos planificadores urbanos pueden llegar a proponer soluciones completamente distintas, por lo que la idea de «la existencia de una solución profunda» pregonada por Geddes y Mumford no es cierta y toda elección tomada siempre estará basada en una determinada ideología. De hecho, ambos autores se acercan bastante más al modelo culturalista que al progresista: ambos detestan «la ciudad moderna» y proponen cierto malthusianismo en aras de la defensa de las «relaciones sociales».
  • Defensa e ilustración del asfalto. Si los objetivos higienistas fueron los precursores, en Inglaterra, del urbanismo y la necesidad de reformar las ciudades para hacerlas tan habitables como fuese posible, en los años 60 surge la denuncia de que el modelo progresista está desbaratando las relaciones sociales complejas que existían en los barrios de las ciudades. Existía un barrio en Boston, el North End, con una fama terrible y al que se le atribuían todos los males urbanos posibles; sin embargo, con las estadísticas en la mano, era un barrio con buenos índices de educación y bajos índices de insalubridad. De la mano de psiquiatras como Duhl y, sobre todo, de la gran Jane Jacobs (Muerte y vida de las grandes ciudades) surge la reivindicación de la calle como lugar social y expresión de la ciudadanía; conceptos como «el ballet de las aceras» o «los ojos que vigilan la calle» indican la necesidad de crear barrios densos, con todo tipo de relaciones y calles siempre repletas, algo opuesto a la zonificación. Choay denuncia el cariz nostálgico de Jacobs, que idealiza su barrio y le atribuye a una ciudad industrial cualidades que los urbanistas culturalistas atribuían a las ciudades preindustriales. [Sennett presentaba un debate más que interesante entre las ideas de Mumford y de Jacobs en el momento de planificar las enormes ciudades chinas de crecimiento acelerado en Construir y habitar.]
  • Análisis estructural de la percepción visual. La ciudad es percibida por quienes la habitan no tanto como un lugar estético o una suma de volúmenes sino que es «estruturada por la necesidad de encontrar en ella mi casa, los mejores accesos de un punto a otro o un cierto elemento de distracción». Ello llevó a Kevin Lynch a desarrollar el concepto de legibilidad en La imagen de la ciudad y a determinar cinco elementos distintos: sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Precisamente los conjuntos progresistas son «difíciles de estructurar (a pesar de su aparente sencillez) a causa, en gran parte, de la gratuidad de su implantación».

Como colofón, Choay aporta algunos elementos que responden a la crisis que sufrió el urbanismo de la época de la publicación del libro (1965):

  1. Pese a que se ha presentado como un sistema objetivo, en realidad el urbanismo, como toda propuesta de ordenación, se basa en una «serie de tendencias y sistemas de valores». «La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical».
  2. Es comprensible que haya surgido una «crítica de segundo grado» que rechaza el «urbanismo dominado por lo imaginario y haya buscado en la realidad la base de la ordenación urbana, sustituyendo el modelo por una cantidad de información». Además, y pese a la afluencia de estudios sobre las ciudades y sus necesidades, tras toda elección debe haber una decisión: !ciudad o no-ciudad, ciudad de asfalto o ciudad verde, ciudad casbah o ciudad estallada».
  3. Pese a que «un conocimiento exhaustivo del contexto (servicios exigidos y gastos implicados, por parte del usuario; condiciones de fabricación, por parte del productor) debe permitir la determinación de la forma óptima de una plancha, un teléfono o de un sillón», base de la teoría funcionalista de la Bauhaus, esta teoría olvida que los objetos tienen un valor semiológico. «La ciudad no es sólo un objeto o un instrumento, un medio de cumplir ciertas funciones vitales; es igualmente un marco de relaciones interconcienciales, el lugar de una actividad que consume unos sistemas de signos mucho más complejos que los más arriba evocados».
  4. El urbanismo aún no ha sido capaz de reunir estas observaciones en un «sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador».

El antiguo modo de ordenación de las ciudades se ha convertido en una lengua muerta. Una serie de acontecimientos sociales –transformación de las técnicas de producción, crecimiento demográfico, desarrollo del ocio, entre otros– han hecho perder su sentido a las antiguas estructuras de proximidad, de diferencia, de calles y de jardines. Todas ellas no se refieren ya más que a un sistema arqueológico. En el contexto actual, carecen de significación.

Pero, ¿han sustituido los urbanistas esta lengua muerta, conservada por la tradición, por una lengua viva? Las nuevas estructuras urbanas son en efecto creación de los microgrupos de decisión que caracterizan a la sociedad del dirigismo. ¿Quién elabora hoy las nuevas ciudades y los conjuntos de viviendas? Unos organismos de financiación (estatales, semiestatales o privados), dirigidos por técnicos de la construcción, por ingenieros y por arquitectos. Todos juntos, y arbitrariamente, crean su propio lenguaje, su «logotécnica». (p. 101)

Pero este lenguaje, muy especializado, tiene «un campo de significación restringido», «pobreza lexicográfica» y «una sintaxis rudimentaria que procede por yuxtaposición de sustantivos sin disponer de elementos de unión; por ejemplo, el mismo espacio verde es sustantivado, cuando debería tener una función coordinativa». ¿Qué significa un bloque de pisos, una zona verde, un paso peatonal? Que alguien lo ha puesto ahí; remite a un lenguaje «imperativo y coactivo». «El urbanista monologa o arenga; el habitante se ve en la obligación de escuchar, sin que siempre comprenda».

Debido a la complejidad de la administración de nuestros tiempos, el ciudadano debe delegar en unos expertos; «si confrontamos el tiempo de la palabra con el de la logotécnica, nos enfrentamos a la relación esencial entre el tiempo y la política: al oponer la democracia al dirigismo comprobamos, una vez más, que la primera no es actualmente más que una palabra. Pero la desaparición de la palabra no implica de por sí la desaparición de la propia lengua.» Es por ello que, a día de hoy, el urbanismo es «un simulacro de lenguaje, un código práctico de especialistas, generalmente desprovistos de referencias al conjunto de los demás sistemas semiológicos que constituyen el universo social.»

¿Ha sabido el urbanismo desarrollar un lenguaje propio desde los años 60 hasta la actualidad? Sin duda lo ha intentado, a tenor de lecturas como Jan Gehl (Ciudades para la gente) o Richard Sennett (el ya citado Construir y habitar); aunque también es posible que dicho lenguaje se haya impregnado aún más de ideología (arquitectura hostil, zonas higienizadas para las clases creativas y gentrificación).

Escuchar y transformar la ciudad

Ya hemos hablado largo y tendido en el blog de cómo el racionalismo arquitectónico llegó, de la mano de Le Corbusier y La carta de Atenas, con la intención de mejorar las ciudades y sus condiciones de vida mediante la zonificación. Ésta consistía en separar en diversos sectores las tareas que las personas llevan a cabo en las ciudades: la residencia por un lado, con grandes edificios rodeados de zonas verdes; el trabajo por el otro, el ocio en un tercero y un cuarto espacio para conectar los anteriores: la calle y las vías de tránsito, cedidas al tráfico rodado. Es decir: a los vehículos, mientras que los peatones quedaban relegados de la calle.

En cuanto esta teoría se fue volviendo realidad se convirtió, grosso modo, en zonas completas a las afueras de las ciudades dedicadas sólo a vivienda, sin nada que hacer en sus calles; los grands ensembles franceses o las ciudades del extrarradio españolas son un buen ejemplo. Para gestionar tanto tráfico del exterior hacia el interior de la ciudad, sin embargo, hubo que realizar grandes obras faraónicas que arrasaron barrios enteros.

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Jane Jacobs, de la que acabaremos poniendo todas las fotos disponibles en internet.

La primera en poner el grito en el cielo (o la que más levantó la voz, aunque de forma racional y sosegada) fue Jane Jacobs, neoyorquina considerada la urbanista más influyente de la historia. Con su Muerte y vida de las grandes ciudades, denunciaba la sistemática destrucción de las redes familiares, de amigos y vecinos que se habían formado en los barrios y que estos proyectos iban destruyendo sin tener en cuenta. El espacio público, defendía Jacobs, era un bien de todos: los que lo habitaban y los que lo transitaban. Además de generar algunos conceptos que han pasado a formar parte del lenguaje del urbanismo, como la diversidad de usos, que se opone a la zonificación pues propone que en un mismo entorno coexistan muy diversos tipos de edificios, para evitar que todos sus usuarios se concentren a la misma vez y dejen vacías las calles el resto del tiempo (lo que sucede, por ejemplo, en La Défense, como denunciaba Bauman, ocupada sólo de nueve a cinco los días laborables) o el ballet de las aceras, la coreografía imposible de seguir del trajín diario por las calles que es señal de un espacio público saludable. Jacobs se opuso a Robert Moses, el gran urbanista de Nueva York que quería derrumbar el bario de Greenwich donde ella habitaba para hacer sitio a una autopista, y consiguió ganar y proponer una nueva forma de gestionar las ciudades.

La otra piedra de toque en el cambio urbanístico fue la renovación de Bolonia, de la que hablamos a propósito de Ciudad hojaldre, de Carlos García Vázquez: una renovación respetuosa con la historia de la ciudad, su distribución en barrios, los usos que los ciudadanos hacían de las calles. No todas las ciudades son Bolonia, sin embargo, pero el hito que marcó su renovación dejó huella y es, de algún modo, a lo que aspira el urbanismo actual: a no ser intrusivo, a respetar el espacio urbano, el derecho a la ciudad de Lefebvre; la enésima iniciativa de París, la ciudad de los 15 minutos, abunda en esta dirección, proponiendo una ciudad fácil de recorrer a pie o en bicicleta donde todos los usos que el ciudadano pueda necesitar están a una distancia que se recorra en un cuarto de hora. Ecológica, agradable y dando prioridad al peatón o ciclista.

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De todo esto que les hemos hablado trata el libro Escuchar y transformar la ciudad. Urbanismo colaborativo y participación ciudadana, de Paisaje Transversal, una oficina de urbanistas creada en 2007 en Madrid que propone «procesos de transformación de ciudades y territorios desde una perspectiva integral y participativa». En vez de la participación ciudadana, proponen el método de «escuchar» a los residentes de la zona, concepto que consideran más amplio, amén de otros para fomentar la interacción entre urbanistas y ciudadanos. Sin embargo, algo erróneo debe de haber en un libro cuando, tras cuarenta páginas leídas, aún no se ha dicho mucho: abundan las palabras participativo, integral, propuesta, gestión, urbanismo; y se dan unos someros ejemplos de buenas propuestas que se han llevado a cabo; pero no aparece un verdadero plan sistemático capaz de generar ciudades distintas a las actuales, como por ejemplo lo hace Jan Gehl en cualquiera de sus libros (aunque citaremos el maravilloso Ciudades para la gente). Gehl y su estudio analizan los sentidos humanos, preparados para velocidades de 5 km/h en vez de las habituales de los vehículos, aproximadamente 60 km/h, y denuncian cómo las ciudades se habían ido vendiendo al tráfico rodado, con grandes carteles para ser legibles desde el coche y poca diversidad para un peatón que pasea. A partir de ahí, ofrecen una serie de consejos, extrapolables a cualquier ciudad del mundo, sobre cómo distribuir las calles para crear un espacio público agradable de transitar y donde las personas puedan hacer lo que las personas, en las ciudades, prefieren hacer: observarse unos a otros.

No hallamos recetas similares en este Escuchar y transformar la ciudad; nos parece más bien un panfleto elaborado, una exposición de la propia labor de Paisaje Transversal destinada más a una soirée en la que recaudar fondos y explicar, brevemente y sin apabullar, con una copa de champán en la mano, en qué consiste su labor; y nos parece una oportunidad perdida, porque una de las tareas mastodónticas que enfrenta la ciudad es la degradación progresiva de su espacio público, gentrificación y museificación mediante, por citar sólo dos ejemplos sangrantes.

La carta de Atenas (1933) y la llegada de la zonificación

En 1928 se reunió el primer Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en Sarraz, en Suiza. Al término del CIAM publicaron un pequeño extracto donde daban a conocer sus intenciones, que eran:

  • asumir que la arquitectura y el urbanismo habían cambiado con la llegada del «maquinismo» (es decir, los cambios provocados en una era donde la técnica cada vez tenía más presencia) y que era necesaria una nueva forma de concebir ambas, así como las ciudades;
  • «las tres funciones fundamentales para cuya realización debe velar el urbanismo son 1), habitar, 2), trabajar, 3), recrearse».

Sí, si conocen un poco el tema verán que falta la cuarta.

Volvieron a reunirse en 1929 en Frankfurt, en 1930 en Bruselas y en 1933 en Atenas, el más conocido de los congresos y del cual surgió la famosísima publicación La carta de Atenas. Antes de avanzar sus conclusiones, situemos la época: si recurrimos al libro de Peter Hall Ciudades del mañana, recordaremos que en la década de los años veinte se daba preeminencia al concepto de Geddes que Mumford trasladó a América unos años después: la planificación regional. Surgida del estudio de los valles de la Provenza francesa, la planificación regional entendía que cada ciudad se erigía como el centro de una región concreta que debía tener en cuenta para su planificación. Las ciudades francesas de los valles habían recogido y concentrado lo mejor de la ecología de cada una de sus zonas, a menudo limitadas por montañas y conformadas por valles; lo mismo debían hacer todas las ciudades del mundo.

De ahí la primera parte de La carta de Atenas, que describe la ciudad como un ente situado en una región que hay que tener en cuenta para su planificación.

1.

La ciudad no es más que una parte del conjunto económico, social y político que constituye la región.

Empieza con esas palabras, precisamente. Las Generalidades, que constituyen esta primera parte, no dicen mucho más: que las ciudades cambian, que es normal, y que el maquinismo ha llegado y ha supuesto toda una serie de cambios para las ciudades que éstas deben asumir e incorporar. Por maquinismo (supongo que una traducción adecuada a nuestros días sería técnica o avances tecnológicos) entendían en el CIAM las nuevas técnicas arquitectónicas que permitían construir edificios de altura superior a 6 u 8 plantas (en la época se estaban empezando a levantar rascacielos) y la generalización de los vehículos a motor.

La segunda parte, que constituye el grueso del manifiesto, se divide en cuatro partes: Habitación, Esparcimiento, Trabajo y Circulación, que son las cuatro tareas que los ciudadanos deben llevar a cabo en la ciudad y para las cuales la ciudad debe estar edificada. Sí, si se han fijado, antes eran tres tareas y ahora se añade una cuarta: la circulación.

Empecemos por el tema de la vivienda. El presupuesto de La carta de Atenas es que las ciudades están mal edificadas. Debido tanto a una falta de planificación como a los vaivenes de la historia (la Revolución Industrial, por ejemplo, que llevó a miles de campesinos a los entornos urbanos en situaciones deprimentes), las ciudades en la época, considera el CIAM, eran lugares horrendos, densos y muy poco higiénicos. Las situaciones antes descritas habían generado viviendas alejadas de lo que se considera «el entorno natural», algo necesario para el ser humano, y que consiste en tener luz, aire y zonas verdes en la proximidad. Ésas son las tres materias primas del urbanismo: luz, vegetación y espacio.

14.

Las zonas favorecidas están ocupadas generalmente por las residencias de lujo; así se demuestra que las aspiraciones instintivas del hombre le inducen a buscar, siempre que se lo permitan sus medios, unas condiciones de vida y una calidad de bienestar cuyas raíces se hallan en la naturaleza misma.

Razón no les faltaba, es verdad. Pero en el siguiente punto ya la lían.

15.

La zonificación es la operación que se realiza sobre un plano urbano con el fin de asignar a cada función y a cada individuo su lugar adecuado. Tiene como base la necesaria discriminación de las diversas actividades humanas, que exigen cada una su espacio particular…

Y ése es el gran error de La carta de Atenas: su planteamiento es que las viviendas deben ocupar el espacio central en las ciudades, que se deben planificar, sobre todo, teniendo en cuenta que las casas dispongan de luz, de aire puro, de vegetación en sus alrededores. Pero la solución que encuentra La carta de Atenas para diseñar ciudades así es la zonificación: separar las labores que llevan a cabo los ciudadanos.

Esto tiene dos graves problemas: por un lado, la idea, muy poco acertada, de que se puede planificar la vida de las personas, de que unos arquitectos pueden saber lo que querrán las personas, ¡no sólo de su época, sino de las venideras! Ya decían tanto Sennett en Construir y habitar como Townsend en Smart Cities que toda ciudad planificada hasta el último detalle se acaba convirtiendo en un sistema cerrado incapaz de aceptar el cambio, pues echaría al traste su planificación. O García Vázquez en su elogio de Tokyo en Ciudad hojaldre: la capital nipona ha sabido adaptarse tan bien a todas las épocas porque es abierta, sin terminar, rizomático, permeable.

El otro problema, menos moral y más práctico, es que las zonas están separadas unas de otras y para transitarlas se requiere un vehículo privado. Por eso fue necesario que del primer CIAM al cuarto se incluyese una cuarta función, la circulación. Lo que estaban pregonando, sin darse cuenta, los arquitectos del CIAM era la entrega absoluta, sin concesiones, de la ciudad al vehículo privado.

Por ejemplo, veían con muy malos ojos que las viviendas se alineasen junto a las calles por las que transitaban los vehículos, porque ello suponía que se llenarían de ruidos y de coches, volviéndose poco higiénicas. Igualmente denostaban los suburbios americanos («Los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales. (…) El suburbio es una especie de espuma que bate los muros de la ciudad. En el transcurso de los siglos XIX y XX, la espuma se ha convertido primero en marea y después en inundación»).

Por todo ello, concluyen, las viviendas deben de ser el centro de las nuevas ciudades. Se debe despejar todo el espacio necesario para poder construir viviendas a las que accedan tanto el sol como el aire puro, con su correspondiente vegetación, en torres tan altas como la técnica permita porque tampoco queremos que las ciudades se vuelvan extensiones enormes imposibles de recorrer en una jornada, y con los rascacielos lo bastante separados unos de otros para que no se proyecten sombra… ¿ven a dónde nos dirigimos?

01

Exacto: el Plan Voisin de Le Corbusier, que es anterior a La carta de Atenas. No olvidemos que el propio Le Corbusier fue uno de los participantes de los CIAM y es, además, uno de los dos encargados de redactar y ampliar las conclusiones a las que se llegó.

La siguiente zona debe estar reservada al ocio. Aquí es donde se percibe claramente un trasfondo que recorre todo el libro y que Jane Jacobs resumió, en su magnífica Muerte y vida de las grandes ciudades, como que «Mumford y compañía odiaban las ciudades»: el ocio sólo se contempla como la huida de la ciudad. El ocio consiste en lugares donde los niños puedan estar (con sus madres, se sobreentiende) y donde los hombres puedan ir, a saber, a) tras sus trabajos (es decir, lugares de ocio en la ciudad); b), en los fines de semana (es decir, lugares de ocio en la región) y, c) en sus vacaciones (es decir, lugares de ocio repartidos por todo el país). El país entero debe estar planificado teniendo en cuenta que las personas van a querer disfrutar, durante su ocio, de dichos lugares. Parece que la opción de quedarse en la ciudad no queda contemplada por los arquitectos del CIAM. Rompamos una lanza en su favor: las ciudades no eran, en plenos años veinte del siglo pasado, el destino turístico en sí mismo que son hoy en día, un siglo después. Pero tampoco existía la necesidad de huir constantemente de ellas que se lee como trasfondo en La carta de Atenas.

El apartado dedicado al trabajo presenta una paradoja con nuestros días: los arquitectos denuncia el hecho de que los trabajadores deban perder tiempo en desplazarse desde sus hogares, en el centro de la ciudad, hasta las industrias situadas en la periferia; hoy en día, en cambio, la denuncia suele ser la opuesta: las largas horas que deben pasar los trabajadores de la periferia para acceder a sus puestos de trabajo en los centros de las ciudades. La propuesta del CIAM para eliminar este problema: que las ciudades dejen de ser concéntricas para ser lineales.

Y, como gran solución a todo la planificación que han llevado a cabo hasta ahora, con cada función separada en su zona concreta, La carta de Atenas propone una función transversal en la ciudad: la circulación. Grandes arterias que atraviesen toda la ciudad y permitan un tráfico veloz, sin interrupciones, alejado de las viviendas. Las vías de circulación tendrán distintas velocidades en función de su volumen, con autopistas enormes alejadas de las ciudades y carreteras más pequeñas que conecten éstas últimas con las grandes vías. Fuera los pasos de peatones, fuera las aceras, fuera toda interacción posible entre vehículos y ciudadanos: las ciudades son para los primeros y las carreteras, sólo para los segundos.

Las conclusiones generales a las que llega La carta de Atenas explican que la ciudad es un ente degenerado y desviado, en gran medida, por la iniciativa privada, que ha supuesto que cada cual se haya procurado su bien común sin tener en cuenta el bien general. El centro de la ciudad debe ser el individuo; y a él, y para su beneficio, deben reconstruirse las ciudades.

02
Brasilia. Dan ganas de sacar a pasear al perro, ¿verdad?

El ejemplo de ciudad surgida de La carta de Atenas es, por supuesto, Brasilia, de la que también hemos hablado a menudo. Y no por lo idílica que es su habitabilidad, precisamente. Se trata de una ciudad pensada para ser fotografiada, ajena al acto de andar o de pasear, con barrios dedicados a cada función y separados entre ellos por enormes vías circulatorias que flotan entre el vacío.

Los errores de La carta de Atenas fueron bastantes:

  • en primer lugar, pretender que las ciudades se iban a reconstruir desde cero, que los barrios viejos se iba a derruir para dar lugar a torres separadas unas de otras y conformadas por cédulas de habitabilidad, como pretendía Le Corbusier con Le Marais y el Plan Voisin. No, en el CIAM deberían haber tenido suficiente vista (y humildad) para comprender que las ciudades no iban a empezar de cero, sino que tendrían que adaptar aquellas partes que pudiesen serlo a las nuevas propuestas.
  • en segundo lugar, la zonificación. Vivir lejos del trabajo es uno de los grandes problemas de nuestros días, y tiene que ver tanto con el auge de los servicios como con la pujanza que han obtenido las ciudades como destinos turísticos o lugares donde invertir, vivienda incluida. Veremos cómo afecta a todo ello el confinamiento del covid. Pero un punto de partida que aleja las distintas funciones que un ciudadano lleva a cabo en su día a día es completamente erróneo; hoy somos conscientes de que, precisamente, el objetivo es el opuesto, lugares donde poder vivir, hacer la compra, disfrutar del ocio; a ser posible, sin necesidad de grandes desplazamientos o llevando éstos a cabo con transporte público o ecológico.
  • en tercer lugar, la planificación. Hemos ido viendo en este blog que uno de los grandes debates del urbanismo es el que Sennett establecía en Construir y habitar entre Mumford y Jacobs: Mumford defendía que las ciudades debían ser planificadas desde arriba, con grandes inversiones e infraestructuras que dirigiesen el destino de las ciudades; Jacobs, que había que dejar que se desarrollasen a su aire, con microinversiones que la propia calle reclamase. Sennett, sin decantarse, sí que admite que le dio algo más la razón a Mumford cuando tuve que enfrentarse a los grandes retos urbanísticos de las megaciudades chinas, Shangái en concreto. Pero algo en lo que todos ellos estarían de acuerdo (tal vez Mumford no, en función de la planificación) es que las ciudades no pueden planificarse por completo. Las ciudades son entes vivos que deben admitir el cambio; parte del concepto de ciudad implica la posibilidad de libertad, de novedad, de cambio, adaptación, reinventarse. Las ciudades completamente planificadas anulan todos estos aspectos; pierden gran parte de lo que las convierte en ciudades.

Ciudades del mañana (II)

Si el cuarto capítulo de Ciudades del mañana, de Peter Hall, nos presentaba al gran protagonista del urbanismo del siglo XX (Ebenezer Howard, artífice de la ciudad jardín), el séptimo capítulo, La ciudad de las torres, nos trae al gran antagonista: Le Corbusier. Por las extrañas paradojas que se dan en el urbanismo, las ideas del suizo forjadas entre la intelligentsia del París de los años 20 acabaron siendo las responsables del diseño de las viviendas de la clase obrera de 1950 y 1960 en Sheffield, St Louis y otros cientos de ciudades.

Hall indaga un poco en la vida de Le Corbusier para intentar entender sus ideas; según él, algo de su necesidad de ordenar el mundo puede deberse a sus orígenes suizos. Otra fuente, tal vez, fue su necesidad de agradar a los patrones que lo financiaron; el Plan Voisin, del que hablamos recientemente a propósito del libro de Richard Sennett Construir y habitar, lleva el nombre del fabricante de aviones que lo patrocinó.

Dejamos el tema para otros derroteros: basta saber que Le Corbusier quería un mundo ordenado, racional, lleno de rascacielos donde agrupar a los habitantes y con los edificios separados unos de otros por carreteras y parques. Absurdamente estético, sin duda; totalmente inorgánico e inhabitable. Suyos son los conceptos de zonificación, la máquina de vivir y la unidad de habitación. Pocos edificios se realizaron según sus concepciones: en Marsella (1945), Nantes-Rezé (1952), Berlín (1956), Briey-en-Forêt (1957), Firminy (1960); el más famoso, nos parece, el de Marsella, ha quedado como elegante joya arquitectónica que visitar, no como posible proyecto urbanístico.

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Pero Hall se centra, sobre todo, en las consecuencias que tuvo la forma de planificar de Le Corbusier, dos de cuyos mayores exponentes son las ciudades creadas desde cero de Chandigarh y Brasilia. Chandigarh, en la India, proyectada como la nueva capital de Punjab, ya tenía un plan urbanístico diseñado cuando se decidió contratar un equipo con los arquitectos «estrella» del momento, entre los cuales Le Corbusier y su hijo, que se adueñaron del proyecto. Brasilia, ya conocida, fue diseñada por Oscar Niemeyer y Lucio Costa. Hemos hablado en otras ocasiones del resultado, tanto de una como de la otra: hermosas, estáticas, hieráticas, inhabitables hasta el extremo de que, en ambos casos, coexisten la ciudad oficial con la ciudad espontánea que nace a su alrededor y que sí parece una ciudad.

Las ideas de Le Corbusier calaron, sobre todo, entre los arquitectos que se formaban en las facultades. No lo neguemos: es una arquitectura espectacular, una que decide cómo debería comportarse la gente, maravillosa para generar maquetas visualmente atrayentes. Durante los próximos 20 años, los proyectos de este estilo, grandes edificios en explanadas desérticas más o menos ajardinadas, fueron el pan de cada día en las ciudades satélites que absorbían a la población que se mudaba a la ciudad. Esta generación dio paso a los proyectos faraónicos necesarios para construir a tal medida, y de ahí a las renovaciones urbanas que pretendían arrasar los centros de las ciudades (como el propio Plan Voisin) sólo hubo un paso.

El ejemplo perfecto: Robert Moses. Con la idea de mejorar la vida de los pobres, arrasaba sus barrios, los gentrificaba, los atravesaba con una autopista enorme y les daba un par de parques, y ala, todos contentos. El problema, además de enfrentarse a Jane Jacobs y «obligarla» a escribir el libro de urbanismo más influyente de la historia, fue que la gente se cansó y empezaron a aparecer estudios durante los 60 que dejaban claro que ese tipo de planificación no funcionaba: porque subía el precio de las zonas arrasadas, porque demolía barrios enteros con un nivel de socialización relativamente alto y, sobre todo, porque gastaba enormes sumas de dinero público con la idea de dar mejores viviendas a los pobres pero lo único que conseguía era enviarlos al extrarradio a vivir en, normalmente, aún peores condiciones de las que tenían en la ciudad.

Hall nos habla de los edificios Pruitt-Igoe: diseñados en 1951 en St Louis, una serie de edificios enormes que tenían que mejorar la vida de todos aquellos que tuviesen la suerte de ser destinados. El proyecto estaba pensado para familias pobres con un cabeza de familia de ingresos reducidos. El problema: la mayoría de familias que llegaron eran negros pobres cuya cabeza de familia era una mujer con hijos e ingresos o irregulares o dependientes del Estado. Los pocos blancos que había se fueron pronto y la zona se convirtió en un vertedero donde ninguno de los inquilinos quería permanecer. Los diseños iniciales, que mostraban a amas de casa (blancas) con sus hijos jugando en los pasillos se habían vuelto lugares desérticos que los negros evitaban por su peligrosidad. Tras hacerse evidente el fracaso, los edificios fueron demolidos en 1972.

La ironía está pues en que la ciudad corbusiana de las torres es absolutamente satisfactoria para los habitantes de clase media que Le Corbusier había imaginado viviendo graciosas, elegantes y cosmopolitas vidas en La Ville contemporaine. Puede incluso funcionar en el caso de los sólidos, duros y tradicionales inquilinos de Glasgow, para quienes el paso de sus casas en el barrio pobre de Gorbals a los pisos del siglo XX les pareció una ascensión al paraíso. Pero para la madre cargada de hijos, acogida a un programa de ayuda y que, nacida en Georgia, ha ido a parar a St Louis o Detroit, ha resultado un desastre urbano de primera magnitud. Así pues el pecado de Le Corbusier y de los corbusianos no está en el diseño, sino en la insensata arrogancia con la que se han impuesto sobre la gente, que no ha podido aceptarlos y que si bien se piensa, nunca esperó que los aceptaran.

La ironía final es que en todas las ciudades del mundo se ha creído que el error de este tipo de edificios era debido a un fallo de «planificación». Planificación entendida como un programa de acción organizado de manera que puedan conseguirse unos objetivos concretos decididos a partir de unas necesidades. Y esto es precisamente lo que la planificación no es. (p. 250)

El séptimo capítulo, La ciudad de la difícil equidad, se inicia con Geddes, el padre de la planificación regional, viajando a la India y tratando de convencer a los urbanistas británicos de que no es necesario ni derrumbar todas las ciudades existentes para «sanearlas» ni planificar otras desde cero justo al lado: que basta con llevar a cabo pequeñas modificaciones destinadas a higienizar y limpiar la ciudad. Un poco como la teoría de las ventanas rotas que ya tratamos: si una ciudad parece limpia, los ciudadanos son los primeros interesados en mantenerla igual de limpia; si aparece dejada, nadie pone cuidado. Geddes quería mantener la idiosincrasia de la arquitectura india llevando a cabo unos pocos cambios, más de carácter saneador que demoledor y que además resultaban mucho más económicos que los planteamientos coloniales británicos.

No se le hizo mucho caso, porque los tiempos no estaban lo bastante maduros. Hubo que esperar hasta mitades de los años 50 para que John Turner, arquitecto que no se dejó fascinar por las teorías de Le Corbusier, fuese a Perú, a las barriadas pobres de Lima, y llevase a cabo un estudio que dejaba claro que, lejos de la idea, muy extendida, de que los pobres eran despojos dejados de la mano de dios a los que había que ayudar, quisiesen o no, las comunidades pobres tenían, en general, una compleja madeja de relaciones sociales y familiares, expectativas en cuanto a su propia vida muy similares a las de la clase media, un gran cuidado por sus hogares, etc. Turner también descubrió que, en general, «la gente sabe muy bien lo que quiere: cuando llegan por primera vez a la ciudad, solteros o casados, prefieren vivir en barrios pobres del centro, cerca de sus trabajos y de los mercados donde la comida es barata; más tarde, cuando tienen hijos, prefieren vivir en casas grandes aunque estén sin terminar, o incluso en chozas grandes, que en casas terminadas pero pequeñas» (p. 264). De hecho, el propio Muerte y vida de las ciudades americanas de Jacobs empieza con este tema: cómo, pese a todas las evidencias en contra del establishment oficial, las comunidades pobres son inmensamente ricas en cohesión, sensación de comunidad, organización y expectativas.

El capítulo sigue con un pequeño apartado dedicado a las comunidades que han colaborado o incluso tomado las riendas en la construcción de sus propios hogares y cómo la mayoría de estudios evidencian que es un hecho que fortalece dichas comunidades.

El siguiente punto es para Frank Lloyd Wright (aunque Hall volverá a él en un capítulo posterior) y su búsqueda del «orden orgánico», de la «cualidad sin nombre» que la arquitectura había perdido y que debía colocar una sonrisa en la boca de quien la habitase. No la sonrisa tonta de «uy qué mono» sino la de estar ante algo original, auténtico, con vida. Con tintes algo socialistas («el individuo no sólo va a hacerse cargo de sus propias necesidades, sino a responsabilizarse de las necesidades del grupo más extenso al que él también pertenece»), intentó en el proyecto «La gente reconstruye Berkeley» que los propios habitantes de la ciudad se hiciesen cargo de desarrollar y mantener los barrios, aunque la iniciativa no acabó de cuajar. Desilusionado, acabó aceptando que la gente necesitaba un catalizador, y él mismo se convirtió en él en Mexicali, ayudando a los mexicanos a crear su propio barrio.

Algo muy similar consiguió Ralph Erskine en Tyneside en Byker Wall. El diseño se llevó a cabo en estrecha colaboración con los residentes; algunos lo comparan con un barrio de Hong Kong, otros dicen que les recuerda a la Costa Brava; el hecho es que ha recibido numerosas veces el galardón de ser considerado el mejor vecindario del Reino Unido.

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A la voz de Jacobs se unió la de Sennett (Uses of Disorder): no eran más que «portavoces del desencanto general ante los resultados del urbanismo dirigido desde arriba en las ciudades norteamericanas» (p. 272).

La siguiente batalla, bastante similar, se daría en torno a diversos proyectos de reconstrucción urbana en los centros históricos de las ciudades europeas: en Estocolomo, en Londres y en París con Les Halles y el proyecto de Ricardo Bofill.

Ciudades del mañana, de Peter Hall

Si a algo nos recuerda este Ciudades del mañana, de Peter Hall, es a Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de nuestro admirado Carlos García Vázquez. Ambos tienen el mismo tema, el desarrollo del urbanismo, y ambos buscan una forma distinto de abordarlo a la tradicional «historia de». El segundo, como ya recorrimos, dividía el urbanismo en tres periodos y cada periodo en una visión distinta, en función de las disciplinas; el estudio que ahora nos ocupa, del urbanista y geógrafo inglés Peter Hall, lo hace a través de la «historia de las ideas», es decir: cada capítulo sigue una idea desde su gestación inicial y sus orígenes hasta sus últimas consecuencias, con lo que los capítulos tienen duraciones muy dispares y a menudo se cruzan unos con otros, hasta repitiendo personajes. Algo que ya nos sucedió con Carlos García Vázquez y que, por lo tanto, parece característico del urbanismo.

En la práctica el urbanismo se mezcla imperceptiblemente con los problemas de las ciudades, y éstos con la economía, la sociología y la política de las ciudades, y, a su vez, con la vida social, económica y cultural de su tiempo; no hay final, ni límite, a estas interrelaciones, sin embargo hay que encontrarlo por muy arbitrario que éste sea. Contaremos lo necesario para explicar el fenómeno del urbanismo; lo situaremos claramente, a la manera marxiana, partiendo de la base socioeconómica, para, de esta manera, poder iniciar lo que realmente interesa al historiador. (p. 15).

Hall sitúa el origen del urbanismo en la reacción a los males de la ciudad del s. XIX y así es como empieza el segundo capítulo, La ciudad de la noche espantosa: con el hacinamiento de los pobres y los remedios que se intentaron para mejorar sus condiciones de vida. La visión general era que los pobres lo eran por dejadez, desidia o malas decisiones; la visión general de los que no eran pobres, se supone. El primero que hizo una encuesta un poco seria fue Charles Booth, un armador de Liverpool, que llegó a la conclusión de que alrededor de un millón de habitantes de los cerca de 3 y medio que tenía Londres por entonces eran pobres. Algunos lo eran por vagos, otros por ingresos irregulares y la mayoría por ingresos regulares demasiado bajos.

El problema no era tanto que hubiese pobres, lo que, en general, a las clases medianas les podía dar igual mientras no les manchasen los zapatos (ehem), sino que éstos acabasen levantándose o, con el tiempo, volviéndose socialistas. El otro problema fue de índole higiénica: se veía diversas partes de la ciudad como una zona insalubre, un tumor que podía acabar extendiéndose. En realidad, los pobres que llegaban a la ciudad vivían mejor vida en ella de lo que lo habían hecho en el campo, según sus propias palabras; pero en el campo pasaban desapercibidos, más o menos, mientras que en la ciudad, al agruparse, el hecho se volvía un problema.

Si el segundo capítulo plantea el problema, el tercero ya arroja una posible solución: La ciudad de las vías de circunvalación abarrotadas. En ella se decide, primero, que la densidad es demasiado alta y, segundo, que lo mejor es alejar a los pobres a las afueras de las ciudades, creando nuevos entornos para ellos. Esto se llamará zonificación y en Europa se transformó en creación de nuevos barrios o, sobre todo, nuevas ciudades satélite a lo largo de las líneas del ferrocarril. En cambio, en Estados Unidos se usó, sobre todo, para proteger determinadas zonas (barrios de clase media alta) de la llegada de los pobres y confinarlos a ellos en sectores determinados o arrojarlos a las afueras.

Esto se tradujo en algo que describió el libro de 1928 de Clough Williams-Ellis England and the Octopus, donde narraba cómo las ciudades iban extendiéndose a lo largo de las líneas del metro y el ferrocarril. Hubo, claro, numerosos casos de empresarios que diseñaron entornos para luego dirigir los ferrocarriles hacia ellos y obtener provecho.

El capítulo cuarto plantea otra posible solución y nos da el que, según Hall, sea probablemente el personaje más destacado del libro: Ebenezer Howard, y el capítulo se titula La ciudad en el jardín. Se trata, nada más y nada menos, que de la ciudad jardín, que tanto hemos denostado en el blog y el gran terror de, por ejemplo, la buena de Jane Jacobs. Pero, como dice Hall, lo que denostamos no es la idea de Howard, sino cómo la entendió su principal sucesor Raymond Unwin: «confundieron la ciudad jardín con el barrio jardín suburbano de Hampstead y de otras numerosas imitaciones» (p. 98). Howard nunca quiso un mar aburrido de suburbia: la ciudad jardín era el medio para cambiar la sociedad capitalista y convertirla en una infinidad de sociedades cooperativas autogestionadas.

Howard estuvo influenciado por gran cantidad de nombres y sus ideas: la nacionalización de la tierra, o mejor aún, la compra del terreno por parte de una comunidad; el rechazo de la subordinación del individuo a un grupo centralista socialista; el retorno a las raíces del grupo «Vuelta a la Tierra» (un movimiento antivictoriano de finales del XVIII y principios del XIX que propugnaban algo muy similar a lo que alentó los movimientos de los 60). La Ciudad Jardín consistía, grosso modo, en un grupo de gente, algunas de las cuales con prestigio y credibilidad comercial, que fundarían una sociedad limitada, pedirían un préstamo para comprar un terreno lo bastante alejado de la ciudad para ser asequible y conseguirían que algunas fábricas se trasladasen allí, con lo que también lo harían sus trabajadores. Howard hablaba de unos 32 mil trabajadores. Cuando la ciudad alcanzase su límite de población, se empezaría otra a una distancia determinada, conectadas mediante un ferrocarril rápido.

Lo importante no era la disposición de las casas ni los jardines que hubiese, sino que los propietarios de la tierra eran los ciudadanos. Con el dinero que se obtuviese de las cosechas y de sus réditos se iría pagando el crédito inicial; una vez acabado, los réditos serían directos para los ciudadanos y su bienestar, que además podrían organizar, de forma local, como considerasen oportuno. Howard lo consideraba una tercera vía, alternativa al capitalismo victoriano o al socialismo burocrático y central. También una visión muy norteamericana: el espíritu del colonizador en la Inglaterra industrial (Howard intentó ser un colono americano, pero la aventura fracasó).

Howard llevó a cabo sus planes. Intentó fundar una sociedad, compraron un terreno, empezaron a edificar la ciudad jardín soñada… pero su materialización, además de lenta y costosa, se llenó más de clases medias alternativas que de trabajadores, con lo que adquirió cierta fama de lugar excéntrico. Además, en su realización estuvieron implicadas dos manos que modificaron la idea original de Howard: Unwin y Parker. Ingeniero uno, decorador de interiores el otro, estaban más preocupados por los aspectos formales de la ciudad que por el sistema social que la fundaba; y por ello sus creaciones volvían a una época mítica, a un jardín ideal, un medievo idealizado. La estética de su propuesta caló y enterró la ideología de la ciudad jardín de Howard, convirtiendo su ciudad social en un barrio bonito con casas ajardinadas.

Con el tiempo, la idea de la ciudad jardín evolucionaría hacia la de la ciudad satélite (lo veremos en el siguiente capítulo), pero ésta no tiene en cuenta diversos aspectos negativos que la ciudad jardín sí trataba: la ciudad satélite ofrece espacio vital y a precios más asequibles, sí, pero le supone al trabajador desplazamientos constantes hacia la ciudad madre, lo que le cuesta dinero, tiempo y energía.

El quinto capítulo se titula La ciudad en la región y sigue los pasos de, sobre todo, Anthony Geddes; mejor dicho, sus ideas y cómo estás se fueron ramificando y consiguieron ser explicadas por Lewis Mumford. Geddes, de profesión biólogo pero en general hombre de curiosidad insaciable y pocas capacidades para expresarse de forma comprensible, bebió sobre todo de los geógrafos franceses, en concreto de Reclus, Vidal de la Blache y Le Play. De ellos desarrolló el concepto de «región» como bloque básico para el desarrollo de la vida. La región era su forma de decir que las cosas no surgían porque sí, sino que estaban enraizadas en un desarrollo y un devenir concretos; la mayoría de ciudades, por ejemplo, están cerca de un río o del mar, o en encrucijadas de caminos. Lo cual no es baladí, claro.

Sus ideas hallaron suelo fértil, sobre todo, en la Asociación para la planificación regional de América, en concreto uno de sus más célebres participantes: Lewis Mumford. La revista Survey les ofreció la posibilidad de escribir un monográfico donde exponer sus ideas: hasta entonces, argumentaban, las ciudades y las regiones se habían desarrollado un poco a su aire, en función de las necesidades y los avances tecnológicos de cada momento; había llegado una era, sin embargo, donde una buena planificación de cada región era, no sólo posible, sino el único modo de evitar un futuro desastre, un colapso épico de la civilización (Jacobs decía que Mumford odiaba las ciudades, y en parte, sí, odiaba las aglomeraciones y las ciudades densas).

La planificación regional no se pregunta sobre la extensión de la zona que puede ponerse bajo el control de la metrópolis, sino de qué modo la población y los servicios cívicos pueden distribuirse de manera que permitan y estimulen una vida intensa y creativa en toda la región -considerando que una región es un área geográfica que posee una cierta unidad de clima, vegetación, industria y cultura. (p. 162).

Y el objeto perfecto que encontraron para llevar a cabo esa planificación regional: la ciudad jardín. Como lugar creado ex nihilo, ciudad sin historia, bien planificada, cada cosa y persona en su lugar. Intentaban, de algún modo, implantar en Norteamérica, con sus apenas 400 años de historia, lo que había sucedido en los valles de Francia a lo largo de más de dos milenios.

Tras algunas tentativas que Hall detalla, sin embargo, y de forma paradójica, donde más éxito tuvieron fue en las capitales europeas; en Londres, concretamente. La creación del Gran Londres (primero liderado por Unwin, después por Abercrombie) surge de las ideas sobre la región; la mayoría de capitales europeas, que acaban absorbiendo sus extrarradios y ocupando una región entera de forma funcional, beben de las ideas de Geddes, nada menos.

El profeta del capítulo sexto, como lo denomina Hall, es Daniel Hudson Burnham; y suya es La ciudad de los monumentos. Siguiendo la estela de Haussmann y París, y de la construcción del Ringstrasse de Viena, el objetivo de este capítulo es la creación de ciudades monumentales. Paradójicamente, las principales manifestaciones del movimiento se darán en Estados Unidos (Washington, Chicago) y en las colonias británicas, aunque luego encontrarán un nuevo exponente en las capitales europeas sometidas al fascismo.

Algunos proyectos de Burnham fueron en Washington, ciudad que debía ser especialmente monumental; en Cleveland; en San Francisco, donde su plan no fue aceptado. Los planes de Burnham dibujaban ciudades preciosas, con perspectivas bellísimas; pero no tenían en cuenta ni aspectos básicos como la movilidad y el tráfico ni, sobre todo, la existencia de pobres, que a menudo simplemente eran expropiados y arrojados a alguna otra zona de la ciudad.

La idea que tenía para Chicago era similar a la de Haussmann para París: grandes bulevares y avenidas que conseguirían que Chicago fuese una ciudad hermosa y sus habitantes y los de las cercanías decidiesen pasar las vacaciones o el tiempo de asueto en ella; y dejar allí el dinero, porque Burnham tenía siempre claro para quién estaba desarrollando las ciudades. Los óleos de Jules Guerin muestran claramente las ideas que tenía Burnham para la ciudad.

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El proyecto, como los anteriores, estaba pensado para una clase media ociosa basada en el comercio y cuyo único objetivo era gastar dinero, como los grandes almacenes de París. No tenía en cuenta ni una posible expansión de su radio de acción (el centro de la ciudad) ni aspectos de vivienda, escuela o sanidad.

Otras manifestaciones de la Ciudad Bella se dieron, como ya hemos dicho, en las capitales coloniales que el Imperio Británico tenía alrededor del mundo: Nueva Delhi, Lusaka, Canberra. Pero donde hallaron suelo más fértil fue en la Roma de Mussolini y la Berlín de Speer que Hitler pretendía. Ambas tenían en común ser ciudades enormemente monumentales, grandes avenidas, enormes construcciones; pensadas para impresionar, no para habitarlas.

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Berlín de Speer, llamada Germania: así como muy discreta y poco monumental

Dejamos para la siguiente entrada el capítulo con la que será la bestia negra de todo el estudio de Hall: Le Corbusier.

Construir y habitar (II): lo global y lo local

Como consecuencia de la globalización, la vieja manera de pensar sobre la estructura política ha quedado un poco desfasada. Se parece a las muñecas rusas, de distintos tamaños y una dentro de la otra: las comunidades encajan en las ciudades, las ciudades en las regiones, las regiones en las naciones. Las ciudades ya no «encajan» así, sino que se están desgajando de los estados nación que las contienen. Los principales socios financieros de Londres son Frankfurt y Nueva York. Las ciudades globales tampoco se han convertido en ciudades según el modelo de Weber. La ciudad global representa una red internacional de dinero y poder, difícil de tratar a nivel local. Hoy Jane Jacobs, en vez de enfrentarse a Robert Moses, una persona de carne y hueso que vivía en Nueva York, tal vez habría tenido que enviar correos electrónicos de protesta a un comité inversor de Qatar.

Así se da paso a la segunda parte del libro Construir y habitar, de Richard Sennett: con el cambio de escala. Como ya nos avisaba Raquel Rolnik con su conferencia, las ciudades han pasado a ser propiedad de grandes fondos de inversión, de un capital sin sede ni patria. Las ideas de Jane Jacobs sobre la vida local y las pequeñas inversiones y cómo éstas van a marcar el ritmo para la evolución urbana dejaron de ser válidas para Sennett en cuanto visitó las grandes ciudades de China y la India y vio la velocidad de su desarrollo y las cifras enormes de inmigrantes que debían acoger. ¿Cómo abordar entonces el aspecto urbano a esas dimensiones?

Los inversores buscan lugares donde, con poco dinero y algo de tiempo, su inversión pueda dar grandes frutos. Les da igual si tienen que comprar diez, quince, veinte espacios distintos en la misma cantidad de ciudades: en general serán sitios baratos, por lo que pueden hacer frente a la inversión. Y, con que uno de ellos de fruto, les habrá compensado económicamente. Lo que buscan es un «punto de inflexión»: en sistemas cerrados, los hechos pequeños se van acumulando pero no desencandenan cambios bruscos, sin incidencias; hasta que llega uno que cataliza todo lo anterior y revaloriza la zona por completo. El High Line de Nueva York es un buen ejemplo, pero también lo serían la Torre Agbar para el 22@ de Barcelona o el Guggenheim para Bilbao.

Así, se crean lo que Joan Clos, que fue director de UNHabitat, denominó «ciudades pulpo»: ciudades con un centro que se van extendiendo en función de los nuevos polos interesantes, conectando el aeropuerto con el centro con los diversos barrios de moda que van surgiendo y evitando los barrios bajos, las favelas, los distritos industriales. Son ciudades amorfas, creadas a pedazos, no planeadas desde el origen sino adaptadas a lo que va sucediendo; adaptadas, de hecho, a los vaivenes del capital.

Si el primer ejemplo nos lo ha dado un mercado lleno de vida en la India, el segundo nos lo da una ciudad de las afueras de Shangái. A finales del XIX, y dada la gran oleada de desposeídos tras la Rebelión Taiping que llegaron a la ciudad, se recurrió a una forma barata y tradicional de edificar: los shikumen, pequeñas casas adosadas con un patio diminuto que, puestas una junto a la otra, crean una calle limitada; juntando calle a calle, se obtiene una retícula, un barrio donde los pobres hacían vida en la calle y formaron un entramado, primero como refugiados, luego como comunistas, de vida urbana y solidaridad.

Sin embargo, cuando Shangái empezó a convertirse en un monstruo enorme que debía acoger a millones de inmigrantes, la opción escogida por las autoridades fue similar al Plan Voisin de Le Corbusier pero a una escala mucho mayor: torres y torres de edificios, separadas por un mínimo bosque, sin nada que hacer en ellas salvo dormir; que, por supuesto, destruían todo vestigio de espacio público y colectividad urbana.

Por ello, en el 2004 se planteó la idea de restaurar los shikumen, como opción viable para conseguir espacio público de calidad. Pero claro, lo que era un lugar donde vivían familias y, por su propia dinámica, hacían ciudad:

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se ha convertido en un lugar gentrificado para jóvenes profesionales de entre 20 y 30 años. Porque tienen dinero, y porque buscaban un retorno simbólico a los orígenes… pero sin querer codearse con las personas que representaban la esencia de los orígenes.

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Volvemos a las simulaciones y a las ciudades análogas de las que hablaba el maravilloso libro Variaciones sobre un parque temático, de Michael Sorkin. Y en parte plantea una de las preguntas que persiguen a Sennett en este libro: ¿cómo lidiar con el pasado, cómo relacionar el urbanismo de una ciudad actual con su propia historia?

El siguiente capítulo, «El peso de los otros», está dedicado a la forma como establecemos relaciones con el Otro, con las personas que viven en la ciudad que habitan mundos distintos al nuestro. Una forma posible de integración: la cabaña de Heidegger. El filósofo se retiró a la montaña y se construyó una cabaña; en parte para huir del mundanal ruido, sí, pero también como lugar donde sólo aceptaba a aquellas personas que encajaban dentro de su vida (por ejemplo: los no judíos). Otra posible forma de integración (o de ausencia de ella, también) es el gueto de Venecia: los judíos se encerraban en él durante la noche; como sólo estaba conectado al resto de la ciudad durante la noche, ninguno de ellos podía salir… pero tampoco los gentiles podían entrar y suponer un peligro para ellos.

Ninguna de estas dos formas es integración en su sentido óptimo; ésta la reserva Sennett para un filósofo de Heidegger, Emmanuel Lévinas. Lévinas concebía el Vecino como el Otro, alguien al que nunca comprenderemos del todo y que nunca llegará a comprendernos; sin embargo, y ahí reside la grandeza de su ética, pese a todo hay que tratarlo con respeto, con civilización. «La indiferencia hacia los desconocidos, porque son incomprensibles y estraños, degrada el carácter ético de la ciudad.» (p. 186).

Esta idea no nos es desconocida en el blog, y ya la presentamos en relación al primer libro de Sennett que leímos: El declive del hombre público. En él, también huía de la necesidad del urbanismo actual de crear «comunidades», pues acaban recurriendo, como mejor pegamento posible, a buscar enemigos en el exterior de su seno, y proponía el hecho de aceptar la diferencia y la universalidad del espacio público urbano como mejor camino y medicina.

Tocqueville denomina las relaciones entre individuos distanciados una «equality of condition». Esta expresión no significa lo que parece. […] …transmite la idea de que las personas llegarán a desear todas las mismas cosas (los mismos objetos de consumo, la misma educación, el mismo tipo de casa) a las que, sin embargo, tienen un acceso desigual. La igualdad de condición recibió una etiqueta menos bonita, «la masificación del gusto del consumidor», por parte del sociólogo Theodor W. Adorno. (p. 214)

Con esta apreciación da inicio el capítulo Tocqueville en Tecnópolis, que da un repaso a las smart cities que están poblando el mundo. El capítulo empieza con el Googleplex de Nueva York, un edificio de Google pensado para que a sus trabajadores no les falte de nada; o, en otras palabras, para que sus trabajadores no deban abandonarlo y puedan estar en su puesto de trabajo día y noche.

Los trabajadores de Google representan lo que Richard Florida denomina las «clases creativas». Intentamos seguir un curso universitario del señor Florida, como hemos hecho cursos en este blog sobre el Imperio Neoasirio o algunos sobre urbanismo e historia de las ciudades, pero nos pareció tan centrado en su propio ego y en unas pocas ideas que tuvimos que dejarlo. Parece que Sennett comparte algo de nuestro punto de vista (no seamos groseros: nosotros compartimos el suyo) respecto al tema, porque destaca que, pese a lo creativas que se supone que son estas clases, siempre buscan exactamente el mismo tipo de lugares. Son los locales que encontrarán cerca del Googleplex, claro, pero también en el Born de Barcelona o cualquier otro barrio gentrificado del mundo. Estos edificios, que no se relacionan con la ciudad, acaban operando como un pozo de gravedad que genera sus propias necesidad, a menudo alejadas de las que tiene esa zona de la ciudad. Como difícilmente pueden coexistir, porque sus niveles económicos son dispares, los de menor poder adquisitivo acaban huyendo.

La siguiente parte del capítulo resume un libro que ya leímos: Smart Cities, de Anthony Townsend. En resumen: que la ciudad inteligente puede ser abierta o cerrada, prescriptiva o colaborativa. La ciudad que prescribe es como la app de Google Maps: nos da el camino más corto, sí, pero ¿qué parte de la ciudad nos estamos dejando sin ver? Dicho de otro modo, sólo tiene en cuenta la funcionalidad, no podemos optar por «el camino con más zonas verdes» o «el camino con más fábricas abandonadas» (lo cual, queramos o no, es algo bastante lógico). La ciudad que prescribe dice al ciudadano cómo vivir; y, como está pensada desde un punto de vista central y desde la utilidad, cada cosa tiene su sentido; en cuanto la tecnología o la forma de uso cambien, la ciudad no podrá adaptarse, por lo que está condenada a no permitir el cambio o a quedar desfasada.

Las ciudades que coordinan, en cambio, tienen en cuenta cómo son las personas, y no cómo deberían ser. Y además, ayudan a desarrollar la inteligencia humana. ¿Un ejemplo? Los presupuestos participativos en Porto Alegre, en Brasil, donde los ciudadanos, reunidos en asamblea, decidían cómo invertir una cantidad del dinero destinado a sus barrios. Y ahí es donde la tecnología puede ayudar: cuando la cantidad de personas votando es demasiado alta, surgen los votos, el Big Data, lo que sea, una forma de gestionarlo en tiempo real. Ahí es donde Mumford se reencuentra con Jacobs: el primero le criticaba a la segunda que la acción local era demasiado pequeña, demasiado lenta para algunos de los temas necesarios en el urbanismo. Con la tecnología adecuada, se puede ampliar el espacio pequeño de Jacobs a la planificación de Mumford y así cerrar el círculo.

La condición urbana, de Olivier Mongin

Llegamos al libro La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización, de Olivier Mongin, publicado en francés en el 2005, gracias a las numerosas referencias que de él hacía Lluís Duch en su maravilloso Antropología de la ciudad. Y con razón.

Hoy hay en el mundo 175 ciudades de más de un millón de habitantes; trece de las mayores aglomeraciones del planeta se sitúan en Asia, África o América latina. De las treinta y seis megalópolis anunciadas para el 2015, veintisiete corresponderán a los países menos desarrollados y Tokio será la única ciudad rica que figurará entre las diez mayores urbes del mundo. En semejante contexto, el modelo de la ciudad europea, concebida como una gran aglomeración que reúne e integra, está en vías de fragilización y de marginación. El espacio ciudadano de ayer, independientemente del trabajo de costura que realicen arquitectos y urbanistas, pierde terreno a favor de una metropolización que es un factor de dispersión, de fragmentación y de multipolarización. A lo largo del siglo XX, se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscritas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera de la red de esos flujos y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrarse, a extenderse en mayor o menor grado. (p. 19).

Para analizar las consecuencias que este devenir puede tener sobre las ciudades actuales, Mongin separa en tres significados la expresión condición urbana:

  • el de las ciudades idealizadas (a menudo relacionado con las ciudades europeas) para entender qué es exactamente la condición urbana ideal, la que debería imperar en la ciudad utópica y que, pese a ser ya inalcanzable, nos permita la comprensión de hacia dónde nos deberíamos encaminar;
  • el de la condición urbana actual, la que sobrevive en forma de «economía de archipiélago» y con «ciudades en red»; la división, dispersión, fragmentación; las metrópolis y global cities;
  • aplicar la primera acepción de la condición urbana a la segunda; es decir, qué sobrevive hoy en día, en el formato actual de ciudades, de la condición urbana, entendida como ecosistema político, como posibilidad de democracia o de formación de comunidades.

A cada uno de ellos dedica Mongin una parte del libro.

La primera parte, «La ciudad, un ambiente en tensión», empieza con una dicotomía que Mongin no abandonará durante todo el estudio: la del ingeniero (arquitecto, urbanista) y la del poeta (escritor, flâneur si nos apuran). «Mientras el escritor describe la ciudad desde dentro, el ingeniero y el urbanista la diseñan desde afuera, tomando altura, tomando distancia. El ojo del escritor ve de cerca, el ojo del ingeniero o del urbanista, de lejos. A uno le corresponde el adentro, al otro, el afuera. Y ésta es una división muy extraña, si la experiencia urbana consiste precisamente en establecer una relación entre un adentro y un afuera.» (p. 37). Ésa será una de las constantes de Mongin: la relación entre el afuera y el adentro, incluso a nivel humano, entre el cuerpo y el exterior, de ahí a la relación casa-ciudad, comunidad-ciudad; entre «ciudad objeto» y «ciudad sujeto».

Estas dos visiones, se plantea Mongin, ¿deben ser siempre contradictorias? «Para el primero [el arquitecto], la ciudad es un lugar en el que «debe reinar la ley de lo propio», para el segundo [el escritor] el espacio urbano es un no lugar, es decir, «un cruzamiento de móviles, en suma, un lugar practicado.» La expresión es de Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano (ya le tenemos ganas en este blog) y se refiere a un lugar donde se lleva a cabo la vita activa en oposición a la vita contemplativa. La ciudad es el súmum de la primera, un lugar donde todo puede y, de hecho, suele suceder; en cambio, cuando uno decide retirarse, volverse anacoreta, ermitaño, lo hace a un desierto, a una montaña, a un monasterio. «Por lo tanto, la ciudad no da lugar a una oposición entre el sujeto individual […] y una acción pública organizada; por el contrario, genera una experiencia que entrelaza lo individual y lo colectivo, se pone en escena a sí misma instalando el tablado en las plazas. La condición escénica del panorama urbano teje el vínculo entre un ámbito privado y uno público que nunca estuvieron radicalmente separados. Tal es el sentido, la orientación, de la experiencia urbana: una intrincación de lo privado y lo público que se tejió, a favor de lo público, mucho antes de que un movimiento de privatización -el que marca el deslizamiento de lo urbano a lo posturbano- transformara en profundidad las funciones tradicionales acordadas a lo privado y lo público.» (p. 40).

El segundo capítulo está dedicado al órgano mediante el cual nos relacionamos con la ciudad: el cuerpo, no sólo el físico, sino también la «forma corporal» de la ciudad. París, por ejemplo, nació a partir de una isla, La Cité, precisamente, y su expansión ha sido en forma de islas concéntricas, una tras otra. Londres, en cambio, no tiene un centro, es un conglomerado, una reunión de órganos donde ninguno prima sobre los otros. «En Londres no hay dos orillas como en París, sino que hay un norte y un sur cuya frontera demarca el Támesis. El cuerpo urbano, que es orgánico en París, se vuelve casi mecánico en Londres» (p. 47). Finalmente, el tercer modelo (Mongin ha estado siguiendo al poeta Paul Claudel para estas reflexiones) es la interacción: Nueva York. Llena de intersticios, de intervalos, de itinerarios que relacionan todas las partes de la ciudad; si París es en el medio de y Londres junto a, Nueva York es entre.

Pero, ¿cuáles son los espacios que favorecen esos itinerarios que entrecruzan pasado y presente? O, para decirlo de otro modo, ¿cómo un lugar o una separación entre lugares llegan a ser una ciudad, un recorrido, una imagen mental? Son espacios que, más que una mediación, una relación entre dos términos, constituyen «huecos», separaciones, y producen un efecto de báscula. El cuerpo de la ciudad pone en tensión el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior, lo alto y lo bajo (…), los mundos de lo privado y de lo público. (p. 60).

[…] La forma de la ciudad, su imagen mental, no se corresponde en absoluto con el conjunto que planifican el urbanista y el ingeniero; no es posible decretar sobre un tablero de dibujo, los ritmos que hacen que una ciudad sea más visible o más solidaria. La ciudad existe cuando una cantidad de individuos consiguen crear vínculos provisorios en un espacio singular y se consideran ciudadanos. (p. 64).

El tercer capítulo, la ciudad como puesta en escena, como experiencia vivida, empieza con una cita de Michel de Certeau: «La historia de las prácticas cotidianas comienza a ras del suelo, con los pasos. Éstos son el número, pero un número que no forma una serie. El hormigueo es un conjunto innumerable de singularidades. Los juegos de pasos no confeccionan espacios. Los traman.» (p. 71; la negrita es nuestra). El recorrido a pie, el paseo, es la forma básica de transitar la ciudad, o lo ha sido históricamente. Es la forma como se forja la imagen mental (personal, propia, aunque orientada, sí) de la ciudad, pero también la forma como el transeúnte sale a la calle. «Salirse de uno mismo. Salir de casa. Pero ¿para encontrarse con quién? ¿Para experimentar qué?» (p. 76).

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Y ahí vuelven dos viejos amigos: Baudelaire y la figura del flâneur, aunque también el badaud, el vagabundo, de Nerval. La salida de uno mismo, en palabras de Baudelaire, pasa por estar entre la multitud para estar solo y por ser varios cuando no hay nadie; ésa es la primera característica de la flânerie. Pero la segunda consiste en un deseo de modificar la propia apariencia para ocupar el lugar de otros. «Ésta es la razón por la cual suele percibirse el espacio público como un teatro y la causa de que la teatralización pública pueda dar lugar a una comedia de apariencias en la que las máscaras se intercambian hasta el infinito», aunque Baudelaire lo dirá de forma más hermosa en los Pequeños poemas en prosa: «… gozar del gentío es un arte y sólo aquel al que un hada le haya insuflado en la cuna el gusto por el travestismo y la máscara, el aborrecimiento del domicilio y la pasión por los viajes puede obtener, a expensas del género humano, un festín de vitalidad.» Y de ahí surge también el spleen, la melancolía de la vida, «asociado a la idea de que en la ciudad ya nadie está definitivamente en su lugar».

Pero no hay que confundir al flâneur con el burgués, avisa Mongin, aunque ambos habiten los mismos passages y bulevares formados por el hierro que permite también la arquitectura del cristal: el flâneur transita, el burgués adquiere en los escaparates y los grandes almacenes para llevar los objetos a su casa, a su interior y su privacidad; «la participación en el espacio público tiene como único destino el consumo.» (p. 84).

El siguiente paso tras la figura del flâneur se da en Chicago (en las ciudades de Norteamérica) y consiste en una ulterior despersonalización del transeúnte. «Entonces ya no queda nada más que los espejos de la exterioridad, lo brillante, los anuncios, las publicidades.» La geografía social de Balzac ha quedado atrás: los personajes de las novelas americanas «transitan diversos mundos, islas etnográficas como las de la cartografía que traza la Escuela de Chicago» (p. 93). «Lo que hace el sujeto que se expone no es tanto ir del interior al exterior como inventarse en función de lo que toma prestado del exterior en el escenario urbano.»

Ya sea que viviera uno al ritmo de la ciudad haussmanniana, al de Londres o al de Chicago, a fines de ese siglo XIX industrial, el orden de los valores se estaba trastocando puesto que los flujos cobraban progresivamente más fuerza que los lugares y los paisajes. Si uno se atiene a esta interpretación de la noción de flujo, comprende retrospectivamente que la ciudad industrial fue el motor histórico de una inversión de la relación entre los lugares urbanos y los flujos externos que esos lugares ya no pueden controlar. (…) La haussmannización no se limita a crear distancia o acotamiento sino que además procura, con el mismo propósito que las vías férreas, reducir los obstáculos y los roces. (p. 95).

La ciudad actual, por lo tanto, se convierte en un lugar donde las personas van de un lugar a otro, a menudo sin soportar la espera o la aparición de posibles obstáculos; noción que entronizará Le Corbusier al añadir, a las funciones del trabajo, la habitabilidad y el tiempo libre, la de la circulación.

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El cuarto capítulo concibe el espacio público como la materialización de la política, de la res publica. Es especialmente interesante la reflexión sobre cómo el triunfo de la ciudad, a finales de la Edad Media y con el Renacimiento, supone su sumisión definitiva a una entidad que las absorbe: el Estado. Lo recuerdan Deleuze y Guattari: «La ciudad (…) es un instrumento de entradas y salidas ordenadas por una magistratura. La forma Estado es la instauración o el ordenamiento del territorio. Pero el aparato del Estado es siempre un aparato de captura de la ciudad.» (p. 116).

Y el quinto capítulo se centra en el concepto con el que terminó el tercero: la ciudad de los flujos. La ciudad como nexo por el que circulan tanto los bienes como las personas como el capital, y cómo esta preeminencia de los flujos decanta la batalla entre lo público y lo privado a favor del último y destruye las relaciones cordiales entre el interior y el exterior. Estas relaciones habían sido de tres formas posibles: la ciudad europea («un interior que puede abrir a un exterior autónomo»), la ciudad radiante («un corte radical entre lo exterior y lo interior, puesto que no es concebible ningún espacio público») y la ciudad árabe (un espacio público que no es más que una prolongación de lo interior»).

La ciudad de los flujos lo desgarra: es la ciudad de la fragmentación y la ruptura.

El progresismo urbanístico y arquitectónico puso en tela de juicio la experiencia urbana como tal, es decir, la posibilidad misma de establecer relaciones. Esto afecta ineludiblemente los pares que estructuran la experiencia urbana: la relación entre un centro y una periferia, la relación de lo interior y lo exterior, la relación de lo privado y lo público, del adentro y el afuera. La aparición de la sociedad en red, simultánea a la de la tercera mundialización, da forma a nuevas tendencias en el urbanismo occidental.

Por un lado, segmenta, fracciona; por el otro, reúne a individuos próximos en ciudades homogéneas. Puesto que ya no relaciona, organiza lógicamente tipos de reunión y de agregación homogéneos. Estas dos características tienen consecuencias: lo que no es integrable se expulsa al exterior y el centro reúne en un solo objeto la ciudad entera. (p. 156)

Éste será el gran tema de la segunda parte: la postciudad o ciudad de los flujos.