En paralelo al constante crecimiento urbano, se comenzó a delegar el desarrollo de las ciudades en los planificadores profesionales. Las teorías y las ideologías empezaron a reemplazar a las tradiciones como las bases sobre las cuales se pensaba el desarrollo. La filosofía urbana del Movimiento Moderno, que consideraba a la ciudad como una máquina compuesta por diversas partes separadas de acuerdo a su función, se convirtió en una doctrina influyente.
Dentro de este período también surgieron los planificadores de tránsito, los cuales irrumpieron con ideas y teorías que aseguraban las mejores condiciones urbanas posibles… para los automóviles.
[…] Ahora, después de muchos años, hay buenas noticias. Se ha conseguido recolectar una significativa cantidad de información en torno a la conexión que hay entre la forma física y el comportamiento humano. Al mismo tiempo, las ciudades y sus residentes se han vuelto más activos a la hora de exigir que haya una planificación que considere a las personas. (del Prólogo del libro).
Durante la lectura de la tercera parte de La condición urbana, de Oliviern Mongin, que trataba sobre formas de devolver una personalidad humana a las postciudades azotadas por los flujos, nos surgió una duda: ¿cómo se consigue que un no lugar vuelva a convertirse en un lugar? Dándole vueltas a la idea llegamos a este libro, Ciudades para la gente, de Jan Gehl, al que ya leímos en Nuevos espacios urbanos, una recopilación de distintos lugares de distintas ciudades donde se habían seguido recetas diversas para conseguir espacio público de calidad. En esta obra, de 2010, el arquitecto danés explica, de forma amena y sencilla, diversos métodos para hacer accesible el espacio público a los ciudadanos y para conseguir ciudades vitales, seguras, sanas y sostenibles, los cuatro pilares, según él, para que una ciudad funcione de cara a sus ciudadanos. Apoyado en diversos estudios y, como Jane Jacobs, en grandes dosis de sentido común, el libro es de una lectura apabullantemente sencilla, lleno de imágenes que detallan las posibles soluciones urbanas y con consejos que todo arquitecto debería seguir. Es un libro tan esencial que, a medida que lo lees, te vas dando cuenta de que apela a cosas que más o menos ya intuías, pero que nunca te habían explicado de forma tan amena y que en cuanto las lees no puedes evitar soltar un «¡ah, claro!».
Si observamos la historia de las ciudades, podemos ver claramente cómo las estructuras urbanas y el planeamiento han influido sobre el comportamiento humano y el modo como las ciudades funcionan. El Imperio Romano tenía sus ciudades coloniales, construidas en base a un diseño donde se habían fijado cuidadosamente el ancho de sus calles, sus foros, sus edificios públicos y sus cuarteles, una disposición que claramente remarcaba su carácter militar. La estructura compacta de las ciudades medievales, sustentadas a partir de sus trayectos cortos, sus plazas y sus mercados, enfatizaba su carácter de centro comercial y dedicado a la artesanía. La estratégica renovación urbana de París, realizada por el Barón Haussmann en los años posteriores a 1852, estructurada sobre las anchas avenidas, traía aparejada la intención de mantener un control militar sobre la población como así también proveer a la ciudad de un «bulevar cultural», que a su vez creó numerosos paseos y cafés que poblaron las calles de la urbe. (p. 9)
En cambio, con la llegada del automóvil se despejó tanto espacio como fuese posible para su libre circulación. De hecho, cada ciudad tuvo todo el tránsito que era capaz de manejar. Y, sin embargo, siempre se llega al mismo punto de caos: el embotellamiento, por la simple lógica de que lo importante no es el número de coches, sino el de desplazamientos: y éstos serán tantos como cada vía permita de una forma rápida, hasta llegar al punto de embotellamiento de nuevo.
Dejando el tema aparte, el primer capítulo sirve como introducción a lo que es un hecho esencial: la importancia del caminar y cómo la mayoría de experiencias humanas y órganos sensoriales están adaptados a él, motivo más que suficiente por el que las ciudades deberían adaptar su espacio público a aquellos que lo practican.
Nuestros sentidos se dividen en dos grandes grupos: los que nos permiten relacionarnos con aquello que tenemos en la distancia (vista, oído, olfato) y los que usamos sólo para la proximidad (tacto, gusto). El que más preeminencia tiene, lógicamente, es la vista. Podemos distinguir a personas de, por ejemplo, arbustos o animales a entre 300 y 500 metros de distancia. A partir de 100 metros, el ojo puede distinguir movimientos y gestos corporales, como el género y la edad de alguien. A entre 75 y 50 metros ya podemos reconocer a personas conocidas. Las expresiones faciales son reconocibles a entre 22 y 25 metros. La cantidad de sensaciones que percibimos no deja de crecer a medida que la distancia disminuye, pasando por una «distancia pública» (aquella en que podemos oír a la otra persona), la «distancia social» (de 1.2 a 3.7 metros, una distancia educada, por ejemplo, que asumimos con compañeros de trabajo o desconocidos en la cola del súper), la «distancia personal» (que asumimos con amigos íntimos y familiares) y la «distancia íntima«, entre 45 cm. y el contacto.
En todos estos detalles, hay dos grandes puntos de inflexión:
- entre los 100 y los 25 metros, con pocas diferencias; es la distancia social que usamos cuando debemos reconocer a las personas como figuras, no como individuos únicos; por ejemplo, es la distancia máxima que hay entre la grada más alejada de un campo de fútbol y el campo;
- de 25 metros al contacto, la distancia adecuada para distinguir rasgos característicos de los individuos; es la distancia que hay entre el escenario y la grada más alejada en los teatros y las óperas. De hecho, en estos contextos la distancia se aumenta hasta los 35 metros, pero se debe a que los actores van fuertemente maquillados y gesticulan y hablan de modo «escénico», es decir, exagerando sus ademanes para que el público pueda percibirlo sin problemas.
Como vemos, estadios, teatros, óperas y muchos otros edificios están diseñados teniendo en cuenta las capacidades sensoriales humanas. Lo que no está diseñado para nuestros sentidos es, por ejemplo, un viaje a velocidades superiores a 60 km/h. Conducir un coche implica la pérdida casi total de la visión lateral y de los detalles de lo que pasamos, porque debemos centrar nuestra atención en lo que está en la distancia y justo enfrente. Diseñar una ciudad para una velocidad o para otra implica dos experiencias completamente distintas:
- en el primer caso, la velocidad a la que andamos o vamos en bicicleta (que es más alta, pero no de un modo dramático) implica visión periférica, la capacidad de percibir rostros y rasgos faciales y espacios pequeños; hablamos de la escala humana y «está sustentada en la abundancia de impresiones sensoriales: los espacios son pequeños, las construcciones están pegadas unas a otras y la combinación de detalles, rostros y actividades crea una paleta rica en experiencias sensoriales» (p. 44);
- en el segundo caso, velocidades de entre 50 y 100 km/h, la escala del automóvil, «necesita grandes espacios y anchas carreteras; los edificios se observan a distancia y sólo pueden percibirse figuras generales; tanto los detalles como las experiencia sensoriales multifacéticas desaparecen y, desde la perspectiva de un peatón, toda la señalética y la información disponible se encuentra groseramente magnificada».
Un buen ejemplo de la escala humana: Venecia.

Y de la escala del automóvil: Dubai.

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