La ciudad horizontal, Stefano Portelli

La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de casas baratas de Barcelona, del antropólogo Stefano Portelli, narra la crónica de un derribo anunciado: el de las casas baratas del distrito del Bon Pastor, en la ciudad de Barcelona. Construidas durante los años 20 del siglo pasado, su población formaba una red compleja y, como se definirá a lo largo del libro, «horizontal». El Ayuntamiento de Barcelona, sin embargo, recurrió al discurso habitual para este tipo de situaciones (y que es el que se usa para justificar los primeros pasos de la gentrificación) y lo estigmatizó (poco higiénico, casas viejas, necesidad de rehabilitar la zona) y acabó derruyendo las casas para construir pisos verticales, destruyendo, por el camino, la sociabilidad que se había creado y sustituyéndola por una «vertical». Portelli y otros antropólogos, liderados por nuestro admirado Manuel Delgado, se interesaron por el barrio a principios del año 2004, primero como antropólogos investigando una situación concreta y, al poco, tomando partido como defensores del mantenimiento del barrio y llegando a una «antropología horizontal» o «antropología participativa».

La ciudad horizontal se divide en seis capítulos distintos. El primero de ellos explica la historia de los cuatro barrios de casas baratas de Barcelona de forma, digamos, oficial (construcción, habitantes, etc.); el segundo narra la misma historia pero desde el interior, es decir, cómo la vivieron sus habitantes, así como la construcción de su propio contradiscurso que, pese a todo, no llegó a unifircarlos lo bastante como para presentar un frente unido. El tercer capítulo se centra en la etnografía del barrio; el cuarto, en la resistencia contra el derribo; el quinto, en los efectos que tuvo dicho derribo, cuando finalmente se produjo, sobre los habitantes de las casas baratas. Y el sexto capítulo se cierra con unas reflexiones de Portelli sobre el papel de los antropólogos en situaciones como ésta y que comentaremos en una próxima reseña, porque suscita cuestiones más que interesantes.

Como en todas las ciudades en rápida expansión, las clases dirigentes de Barcelona llevaban décadas debatiendo sobre cómo solucionar lo que ya entonces se comenzaba a llamar «el problema de la vivienda». Después del derribo de las murallas medievales, en 1854, la ciudad había estallado como una olla a presión: en pocos años toda la explanada cerrada entre mar y montaña y entre los dos ríos se había llenado de fábricas y nuevas construcciones. Consecuencia de esta expansión fue un enorme flujo de migrantes, atraídos pro las posibilidades de trabajo que ofrecían las grandes obras que iban cambiando la fisionomía de Barcelona: la construcción de la Via Laietana, el Port Vell, las rondas que sustituyeron el recorrido de las murallas, y sobre todo la construcción del «Gran Metro» que se inició con el nuevo siglo. Primero se utilizaron todos los obreros locales; luego llegaron los migrantes catalanes, sobre todo de Tarragona y Lleida; con el cambio de siglo empezó la migración aragonesa y valenciana, hasta que, después de la primera guerra mundial, hubo la verdadera explosión demográfica, con la migración masiva desde el sur del Estado. (p. 33)

Esta llegada masiva de población supuso los típicos problemas de las ciudades industrializadas: hacinamiento, problemas sanitarios (debido al lamentable estado de las infraestructuras de saneamiento y agua potable), alta mortalidad infantil, enfermedades. «Esta situación no era más que la consecuencia inevitable de la repartición desigual del suelo; las élites dirigentes, sin embargo, la denominaban «el problema de la vivienda obrera», para el cual comenzaron a buscar soluciones». (p. 34)

Era, también, una época de gran militancia obrera; en Barcelona, además, dicha militancia se decantaba más por el anarquismo y la autoorganización, que «habían arraigado tan profundamente que convirtieron la ciudad en la «capital de la idea» anarquista a nivel internacional» (p. 34). Ambos motivos, combinados, dieron pie a que la burguesía reclamase una solución urgente al «problema de la vivienda» que, en ese momento en Europa, había tomado dos caminos distintos: el de la racionalización de la vivienda (Le Corbusier y La Carta de Atenas; o, cómo resumió el propio arquitecto, «matar la calle») y la ciudad jardín de Ebenezer Howard (eso sí, completamente despojada de todos los elementos socialistas que originalmente contenía y convertida en los entornos residenciales que en Estados Unidos se conocen como suburbios).

Barcelona se decantó por el racionalismo: la idea de un crecimiento ilimitado de la ciudad que, partiendo desde un punto central, se iría organizando alrededor de éste de forma jerárquica, segregando a la población por clases. Como, además, el alcalde de la ciudad por entonces (el barón de Viver, Darius Romeu i Freixa) quiso celebrar una segunda Exposición Universal para repetir el éxito de la de 1888 (y ya hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona siempre ha utilizado los grandes eventos internacionales para anexionarse territorios conflictivos, desde las Exposiciones Universales a los Juegos Olímpicos o el Fórum de las Culturas de 2004), dicho evento supuso la excusa perfecta para apropiarse de zonas nuevas de la ciudad.

Para dar la impresión de que estaba tratando de solucionar el problema de la vivienda, y con la ley de 1924 que obligaba a las ciudades a construir corporaciones público-privadas para la construcción de los barrios, se fundó el Patronato Municipal de la Vivienda. Pero, ojo, los propietarios inmobiliarios tampoco querían que se construyesen muchas casas, no fuese que su negocio de explotación del suelo a obreros dejase de dar beneficios; así que, en total, en cuatro fases (una en Montjuïc, otras dos cerca del río Besós y la cuarta en Horta), se construyeron 2.200 viviendas, mil menos de las anunciadas, y que cubrían apenas a un 1.5% de los obreros de la época: «poco más que una gota en el mar» (p. 41).

«La estructura urbanística de los cuatro barrios, repetitiva y uniforme, escogida por el arquitecto Xavier Turull, acentuaba la percepción de castigo hacia los obreros expulsados de la ciudad: las casas eran todas iguales, pintadas de blanco y dispuestas a ambos lados de calles horizontales, que llevaban números en lugar de nombres.» (p. 43) Las dos del Besós, además, estaban en un terreno inundable, alejadas de cualquier otra construcción.

La situación de necesidad de sus habitantes, en general, hizo que se formasen redes densas entre ellos. Además, el hecho de compartir una similar estructura social aún densificó más esos lazos: los hombres salían a trabajar a la misma hora hacia destinos similares mientras que las mujeres, los ancianos y los niños se quedaban en las casas, haciendo vida en las calles y convirtiéndolas en «espacios de sociabilización fundamental», incluso una «extensión de la casa proletaria», sobre todo en los meses de verano.

Pese a que los grupos de casas baratas construidas fueron 4, el estudio de Portelli se centra en el segundo, el principal de los que se construyeron junto al Besós, con 784 viviendas. Sigue la historia de la Guerra Civil (1936-39), en la que no entraremos por exceder la temática del blog, pero que estuvo caracterizada por una gran implicación de los habitantes de la zona y por una contundente represión posterior por parte de las fuerzas franquistas.

En esa época, el primer franquismo tras la posguerra, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, no hubo grandes construcciones en Barcelona. A mediados de los años 50 se aprovecharon los agujeros provocados por las bombas, sobre todo en la zona del Paralelo, para realizar «los grandes esponjamientos haussmanianos planificados desde antes de la guerra» (p. 87), utilizándolos, de nuevo, como excusa para expulsar a los habitantes (pobres) de la zona y substituirlos por otros de mayor nivel adquisitivo. Algunos de estos habitantes encontraron acomodo en los barrios de casas baratas, a cuyo alrededor ya iban, poco a poco, apareciendo nuevas construcciones, igual que hicieron otros habitantes expulsados por el «Servicio de Erradicación del Barraquismo». Sobre todo durante los primeros años de la posguerra, la construcción de barracas en territorios limítrofes de la ciudad fue una forma que encontraron los que llegaban a la búsqueda de trabajo para solucionar, de forma temporal, la carencia de viviendas disponibles.

A mediados de los años 50, en 1954, llega al Ayuntamiento el nuevo alcalde, Josep Maria de Porcioles Colomer, que lo será hasta el 1973, y se inicia una nueva época (a menudo referida como los años del porciolismo) donde el desarrollo español se entroncó con el auge y afán inmobiliarios de Barcelona y las herramientas de represión del régimen franquista para crear un entorno de corrupción concentrado en el ámbito inmobiliario. A partir de los años 60, también, la organización popular se desliza desde las reivindicaciones obreras de antes de la guerra hacia el asociacionismo vecinal: grupos de habitantes de una misma zona que, más que proponer cambiar el mundo (discúlpennos la exageración), se unen para conseguir mejoras para su barrio. De ahí surgió, por ejemplo, la primera escuela para el barrio de casas baratas.

Al mismo tiempo, el entorno de los cuatro barrios de casas baratas se fue convirtiendo en lo que se conocería como «ciudades dormitorio» o ciudades satélite de Barcelona: lugares donde los residentes iban a dormir, pero no donde trabajaban ni hacían su día a día. La mayoría de ellos, además, de origen no catalán. De la mezcla de estos dos conceptos surgirá luego el discurso oficial que legitimará la demolición del barrio: el de que eran casas de mala calidad, poco higiénicas, y además inmigrantes que podían aportar poco a la sociedad. «Es una operación de etnicización de la problemática social, que recuerda a los pánicos morales burgueses de principios de siglo.» (p. 103)

Un nuevo imaginario ligado a los gitanos y a la pequeña criminalidad se irá afirmando como la narrativa dominante respecto a las periferias de las grandes ciudades. Las casas baratas de Barcelona, pese a las características bien diferenciadas de su población y forma urbana, entrarán de lleno dentro de la nueva mitología quinqui o callejera, basada en una serie de películas –como El pico o Yo, el Vaquilla– ambientadas en barrios degradados y masificados. Este imaginario conformará la versión contemporánea de la historia de mala fama de los barrios de casas baratas: contribuyendo a arrinconar todavía más los cuatro conjuntos, de hecho reproduciendo sobre el plan social el salto de escala urbanístico que los separaba del resto de barrios. [Algunas calles de la ciudad] se configuraron como verdaderas fronteras simbólicas entre la ciudad y su doble, marginado y segregado, incluso estéticamente marcado por la indiferencia. (p. 116)

Algunas de las casas que se construyeron más tarde cerca de las casas baratas del Bon Pastor (en concreto, construidas durante la época porciolista) tenían aluminosis, entre otros defectos estructurales. Pero el estado ruinoso de las casas baratas nunca fue certificado por ninguna entidad oficial; bastó el discurso, coreado y amplificado por los medios, de que eran lugares insalubres, de crimen y marginación (el estigma del que hablaban Daniel Sorando y Álvaro Ardura en First We Take Manhattan y que conforma una de las fases previas a la gentrificación).

Por un lado, los contratos de renta antigua (contratos muy antiguos que no permitían aumentar el importe del alquiler o lo permitían sólo de forma marginal, con lo que, al cabo de los años, sus usuarios pagaban un alquiler muy inferior al del resto de viviendas sin ese tipo de contrato) quedaron progresivamente desprotegidos por las leyes (a favor, como siempre, de los propietarios y en contra de los usuarios de las viviendas). Por otro lado, la zona donde se levantaban las casas fue revalorizándose a medida que se levantaban centros comerciales alrededor (como La Maquinista) y los barrios cercanos sufrían progresivas oleadas de gentrificación o, simplemente, la expulsión de sus habitantes originales (como el barrio de Besós Mar, que con la excusa del Fórum de 2004 fue limpiado de «habitantes indeseables» y donde se levantó otro centro comercial así como edificios limpios y muy caros para inversores internacionales). Ninguna otra excusa era necesaria para mantener una zona tan jugosa dando beneficios tan bajos.

El discurso oficial, por supuesto, puede considerarse «una ficción» en el sentido de que sólo selecciona algunos de lo datos que le son favorables. Por ejemplo, presentaba las casas como habitáculos de 40 metros cuadrados, obviando las muchas que tenían entre 50 y 70; o indicaba que eran insalubres y con mala ventilación, sin detallar las muchas que también tenían jardines alrededor, o hasta un piso superior construido más tarde, puesto que la mayoría de casas, edificadas en el 1929, habían recibido inversiones y modificaciones por parte de sus habitantes durante los cerca de 70 años que llevaban construidas.

En la siguiente entrada veremos las consecuencias del derribo para los habitantes de las casas así como las conclusiones y reflexiones del estudio que hizo Portelli.

Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura; David Harvey y Neil Smith

El tutor de la tesis de Neil Smith fue nada menos que David Harvey. Ambos son viejos conocidos (y muy admirados) en el blog, por lo que, en cuanto descubrimos la existencia de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, nos lanzamos a por él, pensando que se trataría de un artículo a cuatro manos. Nada más lejos de la realidad: se trata de un breve libro que recoge dos artículos independientes que ya hemos reseñado en el blog.

El primero de ellos: «El arte de la renta: la globalización y la mercantilización de la cultura«, de Harvey (aparecido en Espacios del capital y reseñado allí) nos presenta la renta de monopolio, el poder que consigue un productor o propietario al ser el único con potestad sobre un bien y, por lo tanto, quien puede establecer su precio. Y uno de los productos actuales que más rentas generan es ni más ni menos que la cultura. Harvey usa el ejemplo del vino francés: en vez de competir con otros productores de vino (como California, Australia o, sin ir muy lejos, España), Francia se otorgó un derecho sobre «la cultura del vino» monopolizando términos asociados con ella, como château, champagne, etc., con el objetivo de mantener la propiedad (y las rentas) de la cultura del vino. Pero esta cultura es universal (como poco, mediterránea, y probablemente universal, sí) y pertenece a todos; al apropiársela, Francia se arroga un derecho sobre algo colectivo.

Lo mismo sucede en las ciudades; y el ejemplo que usaba Harvey era el de Barcelona, una ciudad que ha usado parte de su capital cultural para proyectarse como una ciudad en el espacio de los flujos turísticos y obtener réditos de ello; réditos que van a manos privadas mientras que sus consecuencias van a manos públicas, como son el uso de las infraestructuras o de las calles por parte de los turistas, los problemas de convivencia, la debacle del mundo laboral en un sector orientado claramente a los servicios…

El segundo artículo, más breve, se titula «El redimensionamiento de las ciudades: la globalización y el urbanismo neoliberal«, de Neil Smith, y lo leímos en El mercado contra la ciudad. Tras observar cuatro hechos concretos acaecidos en Nueva York, Smith avanza cómo la producción social ha sobrepasado y casi eliminado a la reproducción social. Es decir: a grandes rasgos, uno trabaja y tiene hijos. Trabajar es la producción social: el hecho de que prácticamente todo ser humano forma parte de un tejido productivo destinado a generar bienes de consumo. Tener hijos (o sobrinos, o hijos de amigos, o lo que sea) es la reproducción social: cuando la propia fuerza de trabajo se encarga de educar y dirigir a las nuevas generaciones para que sigan siendo fuerza de trabajo productiva sin que las élites tengan que ocuparse de ello.

Hasta los años setenta, aproximadamente, en las ciudades ambos aspectos convivían. El urbanismo neoliberal, la acumulación flexible (o espacio de los flujos) y el hecho de que las ciudades se hayan convertido en nodos de productividad dentro de las redes de competencia globales ha hecho que la balanza se decante masivamente por la producción. Y ahora las ciudades son entornos altamente competitivos destinados a una élite extractiva que los usa, bien como inversión (como explicaba Raquel Rolnik) o bien como extracción de rentas, ya sea aumentando el precio de los alquileres y las viviendas o como lugares turísticos más rentables.

La introducción de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura viene de la mano de Jordi Borja, también otro viejo conocido del blog. Sus primeras lecturas no nos acabaron de cuajar y descubrimos luego que había sido parte del entramado teórico que sostenía el «modelo Barcelona» en los 80 y 90, la reforma de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos y todos los cambios que luego han ido asociados. Sorprende que Borja se refiera a autores como Harvey y Smith con la etiqueta de «radicales» (frente a los «más liberales en sentido norteamericano» como Sassen o Sorkin), puesto que simplemente son críticos con el capitalismo, algo completamente lógico, a la vista de los desmanes de los últimos cincuenta años, por situar una fecha.

El motivo de la introducción es cuestionar el modelo Barcelona; Borja vincula los dos artículos (Harvey habla en concreto de Barcelona; Smith, no) a una posible perspectiva sobre la ciudad, y aprovecha para defender su modelo. Puesto que en el blog ya hemos leído visiones críticas sobre este modelo (Manuel Delgado; Aricó, Mansilla y Stanchieri) no nos detendremos mucho en ello. Sin embargo, y pese a enumerar una larga lista de efectos beneficiosos, Borja cambia un poco la visión que había mantenido hasta entonces y reconoce «efectos perversos» en el modelo: el aumento del precio del suelo y de las viviendas (ojo: es una introducción de 2005, lo bueno estaba por venir), se vendieron fragmentos del suelo a propiedad privada, el «discutible proyecto» de Diagonal Mar (el expolio de parte del litoral, la expulsión de sus habitantes y la venta a compañías privadas internacionales), la realización de enclaves y parques temáticos, «la destrucción del patrimonio arquitectónico (especialmente la herencia de la ciudad industrial)» y el Fórum, del que no llega a decir que sea un fracaso sino que es el punto donde tanto los «defensores» (el propio Borja, Montaner) como los «hipercríticos» (el ya mentado Delgado y dos libros con varios autores: Barcelona, marca registrada. Un modelo para desarmar y La otra cara del Fórum de las Culturas) coinciden en destacar como paradigma del modelo.

Inter-Acciones: intervenciones en el espacio urbano

El título de esta obra es Inter-Acciones. Prácticas colectivas para intervenciones en el espacio urbano. Reflexiones de artistas y arquitectos en un contexto pedagógico colectivo, editado por Sergi Selvas y Marta Carrasco (edicions Universitat de Barcelona, 2013). Se trata de una recopilación de artículos y reseñas escritos por docentes y alumnos de Arquitectura y Bellas Artes de diversas universidades de Barcelona que llevaron a cabo una experiencia de intercambio y experimentación multidisciplinar. La propuesta consistía en realizar debates y exposiciones, salir a la calle y realizar intervenciones en ella.

La primera parte del libro la componen las reflexiones de los propios alumnos y encontramos desde observaciones puntuales sobre un edificio, una esquina o un pasaje, hasta elaboraciones alrededor del otro, el concepto del espacio público o el encuentro. El problema de estos textos es su brevedad, apenas dos o tres páginas, y el hecho de que no parten de un lugar común, sino que cada autor centra un tema diverso. Por ello, lo presentan y ofrecen unos pocos apuntes biográficos, pero, en general, la lectura es más una presentación que una verdadera reflexión común alrededor un tropos urbano.

La segunda parte presenta las intervenciones que se llevaron a cabo como resultado de los debates y observaciones anteriores. «Cartografías subjetivas», por ejemplo, propone el concepto de «deriva en red» para trazar mapas subjetivos y distintos a los habituales en un barrio cualquiera. El proceso consiste en entrevistar a una persona al azar y, tras indagar en su relación con el barrio, preguntarle por otra persona de ese mismo barrio, a la que entrevistar a su vez. De este modo se traza una red cognitiva y subjetiva que presenta el barrio de forma distinta a las geografías a las que estamos acostumbrados.

La iniciativa nos trae a la mente la propuesta que leíamos hace poco de Neil Smith en Desarrollo desigual de buscar nuevas formas de entender el espacio y donde se refería a las palabras finales de Frederic Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado de trazar «nuevos mapas cognitivos» para entender el espacio, las calles o las ciudades fuera de su lógica capitalista, es decir, alejarnos del espacio como algo producido por el poder para perpetuarse.

De este modo, con esta propuesta podemos entender las diferentes lógicas de representación del barrio de cada individuo (ya sean los recorridos cotidianos, los límites o la extensión de lo que es para ellos el barrio, o los lugares o elementos icónicos clave). (p. 97)

De hecho, esta observación personal de la ciudad tiene mucho que ver con La imagen de la ciudad que los habitantes entrevistados por Kevin Lynch y su equipo se hacían: cuáles son los hitos en los que se fijan para organizar el espacio urbano de la ciudad en el reflejo mental que cada uno de ellos construye de forma subjetiva. Guiada, sí, pautada por las autoridades y los promotores; pero subjetiva al fin y al cabo.

«Álbum familiar del Poble Sec» propone la creación de un álbum de fotos ordenadas temáticamente sin tener en cuenta ni quiénes aparecen en ellas ni el momento en que fueron tomadas, y permite también crear una nueva visión de este barrio de Barcelona a partir de retazos de imágenes que trazan una historia común.

Los tres últimos proyectos, «¿On vas, Navas?», «Meetgera» y «La Charlateneria», se articulan alrededor de un espacio público concreto del barrio, la plaza Navas. El primero busca reivindicar la plaza como espacio común del barrio y lugar de encuentro, y por ello recogieron 30 sillas que los vecinos habían ido abandonando en los conetenedores cercanos y las dispusieron libremente para los vecinos, huyendo de la necesidad de consumir en terrazas privadas y proponiendo un lugar de reunión. «Meetgera» intervino los espacios públicos aquejados de «arquitectura hostil«, es decir, los bancos preparados para uso individual, y, usando un poco de cinta adhesiva, trazaron nuevos espacio (por ejemplo, simular que tras el banco se levantaba el dosel de una cama de matrimonio o las formas de un comedor), invitando a los paseantes a usar esos espacios de soledad como parte de su propio hogar. Finalmente, «La Charlateneria» trajo un carrito de desayuno a la plaza y ofrecía un té gratuito a todo aquel paseante que lo quisiese a cambio, únicamente, de sentarse en las sillas que habían dispuesto y charlar con quienes allí hubiese, «abriendo un canal de comunicación entre desconocidos que se hace visible para los vecinos» (p. 107)

Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»

El espacio público: ciudad y ciudadanía, Jordi Borja y Zaida Muxí

En 2019 se creó un nuevo espacio verde en la ciudad de Barcelona: el parque de les Glòries.

Situado en una zona de gran paso de vehículos, donde confluyen líneas de metro y tranvía, junto a la famosa Torre Agbar y el Museo del Diseño, junto al centro comercial del mismo nombre, su presencia ayuda a oxigenar una zona densa y rica en transeúntes, bicicletas, paseantes y personas atareadas.

Y, sin embargo, lo que podría ser una maravilla… acaba siendo el enésimo ejemplo de por qué Barcelona es una ciudad para fotografiar y en la que soñar, pero no en la que vivir.

El parque se divide en diversas zonas. Una enorme claro lleno de hierba, redondo, sin árboles ni sombra, preside el espacio. Se accede a él por cinco puentes que atraviesan un pequeño… ¿riachuelo?, ¿estanque circular?, ¿foso del castillo?, de unos dos metros de ancho. Alrededor del claro hay un camino de arena por el que uno puede pasear y en el que abundan bancos individuales y tumbonas, también individuales, todos ellos clavados al suelo. Hay pista de baloncesto, zona para que los perros jueguen y se alivien y, en fin, todo lo que uno pueda desear.

Salvo la posibilidad de hacer lo que a uno le venga en gana.

Si quiere usted sentarse a charlar, los bancos, cada uno en una orientación distinta, se lo pondrán difícil; amén de que sean ustedes más personas que el número de bancos disponibles, pues sentarse en ese suelo polvoriento no invita. Si quiere usted hacer un picnic o tumbarse a la sombra, ¡mal!, pues el claro interior exige que se tumbe usted al sol y disfrute de la mirada de todos los paseantes. Si quiere usted jugar a pelota en el claro, ¡vigile!, pues el foso húmedo aguarda a niños incautos que no tengan la suficiente precisión al chutar. Y, por supuesto, las zonas de vegetación están debidamente amuralladas, pues en ellas crecen unos tipos de plantas que requieren de unas condiciones especiales y sólo las fuerzas de jardinería pueden acceder allí. Es decir: que son para contemplar y fotografiar, no para hundirse en ellas y disfrutar de la sombra o la humedad.

Dicho de otro modo: puede usted hacer lo que quiera… siempre que sus planes coincidan, exactamente, con lo que las autoridades han dispuesto que sea este parque. Y, si lo hace con una sonrisa y lo publica en sus redes sociales, ¡mejor!, pues ése es el objetivo del parque: transmitir felicidad. Que no crearla.

Algo similar nos sucede con la lectura de El espacio público: ciudad y ciudadanía, de Jordi Borja y Zaida Muxí. En todo momento se habla del espacio público, de lo que aporta, de cómo debe ser, de cómo las autoridades deben tener en cuenta a las minorías, a las mujeres, ¡pobres mujeres!, a los ancianos, a los niños, a los inmigrantes y a todo posible ente dispar. Se reclama el derecho a la visibilidad, se reclama que se hagan hermosas las zonas periféricas de las ciudades, que se instalen monumentos por doquier.

En ninguna de sus páginas, sin embargo, se ofrece la posibilidad de que la gente haga lo que le venga en real gana en las calles. Durante toda la lectura no deja de venir a la mente la distinción que hacía Manuel Delgado al decir que eso del espacio público no es más que una invención de urbanistas y que ninguna madre le ha dicho jamás a su hijo que se vaya a jugar al espacio público, sino: «anda, vete a la calle». Estamos hablando de calles. Del espacio que uno transita para ir a trabajar, estudiar, comer, pasear o comprar drogas. Hasta irse de putas, si uno está por ello. Independientemente de que lo defendamos o lo defenestremos en el blog, por ahora hay putas y por ahora hay puteros.

Las calles no son una entelequia ideal que debe estar medida, organizada, reglada y automatizada. Son lugares de conflicto, tránsito, experimentación y aprendizaje. Y le van a hablar mal, oiga. Y oirá usted música que no desea oír, conversaciones en las que no desea participar y trapicheos de los que preferiría no saber nada. Cualquier pretensión de que son las autoridades quienes deben velar por el espacio público o imponerlo es errónea porque supone que los ciudadanos son niños que no saben lo que quieren.

Ah, eso sí: éstos pueden opinar, siempre que sientan la necesidad de hacerlo, aclara el libro. Ojo: pero deben ser suplicantes ante las autoridades, que ya se preocuparán de velar por su bienestar.

Sorprende que se glose tanto el modelo Barcelona cuando ya se ha hablado (en el blog reseñamos a Manuel Delgado pero hay tantas otras voces) de que, en realidad, lo que le ha sucedido a la ciudad condal es que se ha puesto guapa para que la visiten… a costa de empeorar la calidad de vida de sus ciudadanos. Las tan mentadas Ramblas, el paseo de las flores, es un canal de turistas que todo habitante de la ciudad rehuye, como lo son las cercanías de la Sagrada Familia o el Maremágnum.

Hay voces críticas en este libro, eso sí. La primera parte es una reflexión teórica de Jordi Borja donde, como es habitual, mezcla la descripción de la ciudad con lo que él cree que debería ser su espacio público. «El espacio público es el espacio de la representación, donde la sociedad se visibiliza», empieza. «Barcelona es el modelo en el cual se apoyan precisamente The Economist y muchos otros expertos, publicistas, responsables políticos, etc., para atribuir el renacimiento de la ciudad a la política de espacios públicos», dice a las pocas páginas.

Del mismo modo que Harvey denunciaba cómo la ciudad de Baltimore aparecía en todos los ránkings de bienestar y ciudades a visitar y, sin embargo, su calidad de vida no dejaba de disminuir y sus habitantes sufrían proceso de expulsión tras proceso de expulsión, Borja loa Barcelona sin tener en cuenta los efectos de su embellecimiento sobre la población. Sí es cierto que el libro es del año 2001, cuando Barcelona se consideraba en la cúspide y las voces críticas eran menos abrumadoras que hoy en día, en que la percepción de que todo fue la creación de un simulacro es más que evidente.

Aún así, al César lo que es del César: Borja denuncia todos los efectos nocivos que el espacio público puede sufrir en nuestros días: privatización, simulacro, mercantilización, segregación, zonificación, efectos del automóvil, por decir los principales.

La segunda parte detalla ejemplos de remodelaciones y construcciones urbanas y, aquí sí, hallamos algunas voces críticas, aunque pocas. La de Zaida Muxí, sobre todo, denunciando los nuevos espacios que parecen públicos pero no lo son, como el Maremágnum, lo que enlazaría con la remodelación de los frentes portuarios en lugares de ocio y consumo, como Baltimore y tantos otros (que en su momento García Vázquez bautizó como «rousificación», por el nombre del principal promotor de Baltimore en remodelar el Inner Harbour); y también Muxí denuncia Diagonal Mar y cómo es vergonzoso que una ciudad mediterránea, caracterizadas por la diseminación de sus ciudadanos por todo espacio limítrofe y poroso, permita que sus calles se privaticen (los parques que rodean los rascacielos de esa zona tienen vallas y se cierran por la noche para uso exclusivo de los habitantes adinerados de la zona; la idea original del plan urbanístico era que esos parques estuviesen siempre cerrados y accesibles sólo a los residentes). También la denuncia de Carme Ribes y Joan Subirats sobre la destrucción del Barrio Chino para convertirlo en El Raval, donde por un lado reconocen los aciertos del proceso pero por el otro no dudan en denunciar los sinsentidos, la privatización, los desmanes de la autoridad al destruir sin necesidad zonas enteras o la incertidumbre de unos espacios abiertos en un barrio que, veinte años después, ha seguido gentrificándose.

Espacios del capital (VI): la mercantilización de la cultura

Que la cultura se ha convertido en un tipo de mercancía es innegable. Pero también es creencia generalizada que hay en los productos y los acontecimientos culturales (ya sean artes, teatro, música, cine, arquitectura o más en general modos de vida, patrimonio, recuerdos colectivos y comunidades afectivas) algo muy especial que los aparta de mercancías ordinarias como camisas y zapatos. (…) ¿Cómo puede entonces reconciliarse la categoría mercantilizada de estos fenómenos con su carácter especial? (p. 417)

A la resolución de dicho dilema dedica David Harvey el último capítulo de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica (entradas I, II, III, IV y V). Empieza la argumentación presentando la renta de monopolio: «toda renta se basa en el poder de monopolio de propietarios privados sobre ciertas partes del planeta». Esta renta puede ser situacional, lo que supone que hay zonas más rentables que otras, por lo que un hotelero, por ejemplo, pagará un suelo más o menos caro en función de la cercanía a un centro de comunicaciones o a una actividad altamente concentrada; o directa, como cuando se vende un Picasso. De hecho, el Picasso se puede vender o exponer a precio de monopolio: puesto que sólo su propietario dispone de acceso a él, puede establecer el precio que considere adecuado para compartir ese acceso.

Pero existen dos contradicciones en esta renta:

  • La primera: por elevado que sea, el bien, el producto o la experiencia tiene que tener un precio de mercado: «ningún artículo puede ser tan singular como para quedar fuera del cálculo monetario». Y, por otro lado, cuanto más comercializables se vuelven los artículos, «menos singulares y especiales parecen», es decir: son menos valiosos.
  • La segunda: a pesar de vivir en un mundo neoliberal donde, en principio, prima la competencia, ésta siempre tiende al monopolio (o a la oligarquía) «simplemente porque la supervivencia de los más aptos en la guerra de todos contra todos elimina a las empresas más débiles», como hemos visto con la progresiva concentración de capital en casi todos los ámbitos empresariales (la evolución de internet de las puntocom a las grandes empresas que hoy la controlan, las cadenas hoteleras, medios de comunicación, farmacéuticas…).

De hecho, el capitalismo se ha ido monopolizando a medida que las limitaciones espaciotemporales han ido cayendo a los pies de las nuevas tecnologías. En el siglo XIX todos los bebedores de cerveza consumían cerveza nacional, al igual que pan, velas y la mayoría de los bienes, que eran producidos en sus proximidades y muy caros de transportar. A medida que el coste del transporte decrecía, las empresas locales se veían obligadas a competir con empresas de otra localidad, finalmente de otros países.

La globalización ha supuesto la extensión de las redes capitalistas a un mercado mundial que prácticamente lo abarca todo. Y «las patentes y los denominados derechos de propiedad intelectual se han convertido consecuentemente en un campo importante de la lucha para afirmar en general los poderes del monopolio». Es aquí donde aparece la nueva forma de «cultura»: como una palanca que se inserta en determinados entornos o productos con la intención de aportarles un plus de singularidad o autenticidad.

Recordemos que Manuel Delgado ya denunciaba el uso de la «cultura» (en concreto, de espacios vagos dedicados a la cultura) en la ciudad de Barcelona como la guinda que acaba la conversión de un barrio obrero en un barrio totalmente gentrificado: ejemplos son la Filmoteca del Raval, la Facultad de Geografía de la Universidad de Barcelona en el mismo barrio o el MACBA, o la reconversión de los museos en lugares de tránsito de los fieles, siempre adosados con uan cafetería en la que consumir y librerías donde adquirir arte.

Harvey usa un ejemplo similar: el vino. La cultura vinícola tiene una larga tradición europea, especialmente francesa (el exportador con mayor renombre), aunque se ha ido volviendo internacional. Llegó un momento en que los productores de vino acabaron en largos litigios internacionales por el uso de palabras que denotaban un pedigrí específico, como chateau, domaine o champagne. Francia pretendía arrogarse la distinción especial de un tipo concreto de vino mientras que otros productores pugnaban contra esa distinción (California, Australia). Sin embargo, más allá de un producto cualquiera, el vino tiene una gran tradición cultural: no sólo simbólica (la sangre de Cristo, Baco, Dioniso, las bacanales), sino también como signo de clase (se espera de alguien «con mundo» que sepa de vinos y pueda escoger un buen maridaje para cualquier ocasión). «El comercio del vino es una cuestión de dinero y beneficio, pero también de cultura en todos los sentidos (…) la perpetua búsqueda de rentas de monopolio supone buscar criterios de espacialidad, singularidad, originalidad y autenticidad en cada uno de estos ámbitos.» Es decir: no se busca sólo obtener beneficios, sino el control de las rentas de monopolio; quien controle el discurso, controla esas rentas, que sólo se obtienen si se consigue otorgar a un producto la calificación de «incomparable».

¿Y qué mejor producto para atribuirle esas rentas de monopolio que las ciudades? «En la mente de muchos, al menos, no habrá otro lugar como Londres, El Cairo, Barcelona, Milán, Estambul, San Francisco o cualquier otro que permita acceder a todo lo supuestamente exclusivo de esos lugares.» No se trata solamente de una pugna por el turismo internacional, que también, sino que «está en juego el poder del capital simbólico colectivo, de marcas distintivas especiales vinculadas a un lugar». Ello explica el ya mencionado efecto Guggenheim: la revolución que supuso para la ciudad de Bilbao la construcción del museo de Gehry y el deseo de muchas otras ciudades de emular dicha revolución y situar su ciudad en el mapa.

Harvey cita, muy oportunamente, el ejemplo de Barcelona como ciudad que ha sabido «amansar continuamente» capital simbólico y marcas de distinción: Gaudí, el MACBA, los Juegos Olímpicos, la Villa Olímpica, el modernismo, el mar. Sin embargo… «¿qué memoria colectiva hay que celebrara aquí (la de anarquistas como los icarianos que desempeñaron un papel tan importante en la historia de Barcelona, la de los republicanos que tan ferozmente lucharon contra Franco, la de los nacionalistas catalanes, la de los inmigrantes andaluces, o la de alguien como Samaranch, que durante mucho tiempo fue un aliado del franquismo)?» Es decir, ¿qué historia contamos, de las muchas que se han vivido en Barcelona? «Se trata de determinar qué segmentos de población deben beneficiarse más de un capital simbólico al que todos, a su manera específica, han contribuido».

Volvemos a las palabras de Félix de Azúa en Arquitectura de la no-ciudad: las ciudades actuales son resultado de una gran lista de elecciones que ha primado una versión determinada, y muy escogida, de sus historias; son más un simulacro que la realidad; pero son simulacros verdaderos, y «de ahí nuestro desconcierto».

Este proceso de mercantilización de todo producto es una apisonadora que va arrasando con la autenticidad (o supuesta) y la singularidad. Ya denunciamos en First We Take Manhattan cómo los barrios cuya población se opone a la gentrificación son, paradójicamente, los barrios más atractivos para los clientes de la gentrificación: porque se percibe en ellos un poso de autenticidad, de población autóctona que lucha por su ciudad; ¿qué puede haber más atrayente?

Pero la renta del monopolio es una forma contradictoria. Su búsqueda conduce al capital mundial a valorar iniciativas locales específicas (y, en ciertos aspectos, cuanto más específica sea la iniciativa, mejor). También conduce a la valoración de la singularidad, la autenticidad, la particularidad, la originalidad y cualquier otra dimensión de la vida social incongruente con la homogeneidad presupuesta por la producción de mercancías. Y para no destruir totalmente la singularidad que constituye la base de la apropiación de rentas de monopolio (…), el capital debe respaldar una forma de diferenciación y permitir desarrollos culturales locales divergentes y en cierta medida incontrolables, que pueden ser antagónicos a su propio funcionamiento estable. (p. 433)

Con esto, Harvey acaba con una nota de esperanza: deseando que estas fisuras que el propio capitalismo va generando, permitiendo o reforzando permitan «a un segmento de la comunidad interesada por las cuestiones culturales a ponerse del lado de una política opuesta al capitalismo multinacional».

Al intentar comerciar con los valores de autenticidad, ubicación, historia, cultura, memoria colectiva y tradición, [los capitalistas] abren un espacio de pensamiento y acción políticos dentro del cual pueden idearse y perseguirse alternativas. Ese espacio merece una exploración y un cultivo intensos por parte de los movimientos de oposición. Es uno de los espacios de esperanza claves para la construcción de un tipo de globalización alternativo. Uno en el que las fuerzas progresistas de la cultura se apropien de las fuerzas del capital, y no al contrario. (p. 434)

La época de las metrópolis, Clemens Zimmermann

Las ciudades de los inicios de la etapa moderna eran, en su inmensa mayoría, pequeñas ciudades mercado de entre 2.000 y 5.000 habitantes, donde el elemento rural aún desempeñaba un gran papel. Sólo en el siglo XIX se consagró como dominante el tipo de la gran ciudad industrial. (p. 10)

Ese es el objetivo del libro de Clemens Zimmermann La época de las metrópolis (1996): un vistazo histórico a cuatro ciudades europeas durante el siglo XIX, el momento en que se configuraron como grandes metrópolis al volverse ciudades industriales. Las cuatro ciudades elegidas son Mánchester, San Petersburgo, Múnich y Barcelona. Zimmermann las estudia para comprender tanto sus diferencias como aquellos elementos comunes.

El autor empieza con una distinción: los dos significados del término urbanización. Por un lado se refiere a la acumulación en las grandes urbes industriales que se dio en el siglo XIX (y se agudizó durante el XX); por el otro, a las formas de vida urbanas que surgen en estas ciudades durante dichos procesos.

Grosso modo, las ciudades eran enclaves densos de calles estrechas encerradas por murallas. Su crecimiento sólo se dio en cuanto éstas fueron, bien derribadas, bien superadas. Coincidió con el desarrollo industrial y cierto interés por racionalizar el espacio, por lo que se abrieron grandes bulevares y se llevaron a cabo ensanches (París, Barcelona). Pero el hacinamiento continuaba y ya en la Inglaterra de los años 40 del siglo XIX surgieron los higienistas reclamando condiciones más dignas. Estas se tradujeron en una regulación cada vez más compleja para decidir qué tipo de ciudades se quería (o se debía) construir. Paralelamente surgió el concepto de la ciudad jardín, que si bien no consiguió modificar las ciudades sí que supuso un toque de atención a la necesidad de que hubiese otros elementos en la paleta urbana y luchó contra la enorme densidad. Surgió también el racionalismo con su funcionalización y la separación de las distintas tareas en distintos distritos.

Gran ciudad y metrópolis, pese a que se usen como sinónimos, no lo son. Una ciudad grande se convierte en metrópolis cuando destaca en algún sentido: «especial aspiración a ser reconocidas como ámbitos ejemplares de experiencia social». Están, por supuesto, las ciudades globales de Sassen: Londres, Nueva York, París (aunque Zimmermann, historiador alemán, incluye Berlín debido a su poder regional); pero también ciudades artísticas como Múnich, centros de conexión entre Rusia y Europa como San Petersburgo o ciudades cuya «contribución a la arquitectura y arte modernos es importante en la escala internacional». O Mánchester, que fue «la primera» ciudad industrial, el espejo en el que todas se medían.

Esa es la explicación de por qué estas cuatro ciudades. Y en cuanto al tema en sí, la urbanización: es esencial porque configura el devenir de nuestro día a día. Las ciudades pasaron de ser lugares donde las personas se reunían a lugar especiales donde sucedían cosas específicas a sus habitantes (Simmel, «Las grandes urbes y la vida del espíritu«) así como una «segmentación de los lazos sociales» (a complex pattern of segregation) que llevó a Wirth («El urbanismo como modo de vida«) a estudiar las características específicas del proceso, y que él descubrió en el tamaño, la densidad y la heterogeneidad o carencia de ella.

Hoy en día está claro que los criterios de especialización funcional o la densidad de contacto son insuficientes para definir la «urbanidad». El peso económico y cultural es lo que caracterizó a las metrópolis y es esto lo que las distinguía de las meras aglomeraciones. (…)

Lo que en el siglo XIX fue específicamente urbano estaba estrechamente vinculado con la historia de la burguesía como portadora de formas de vida urbana y con la historia de los trabajadores y sus organizaciones autónomas. Las metrópolis no sólo fueron centros de cultura y ciencia, también fueron importantes las novedades institucionales, que introdujeron, por así decirlo, las actuaciones innovadoras. Un ejemplo de ello son los grandes almacenes, que desde finales del siglo XIX alcanzaron un eco cada vez mayor entre los consumidores de las grandes ciudades. (p. 36-37)

Mánchester es la ciudad industrial clásica, hasta el punto de que en el siglo XIX se hablaba de otras ciudades del continente europeo como «el Mánchester español» o «el Mánchester alemán». La ciudad se convirtió en un mastodonte enorme dedicado por entero a la producción económica. No sólo la ciudad en sí, sino toda la región se modificó con el foco puesto en Mánchester y su producción. «Mánchester se convirtió en el punto clave de una región que se caracterizaba por una estructura social espacial y para la cual el núcleo urbano adquiría un significado especial como puesto administrativo, comercial y financiero en la práctica cotidiana de la población del conjunto espacial.»

Mánchester, coqueta.

La propia estructura espacial de la ciudad se modificó. Los espacios disponibles lo bastante amplios para permitir el paso de las vías del tren subieron de precio, así como todas las zonas de la ciudad cercanas a las estaciones. El tren aún no era un medio de transporte asequible a los trabajadores, por lo que estos se establecían cerca de las fábricas, apiñándose en un centro urbano completamente hacinado. Las clases medias y altas escaparon tan lejos como les fue posible, a unas afueras donde el aire era respirable; la industria no dejaba de crecer, sin embargo, y hasta esos barrios eran absorbidos por las masas, provocando un éxodo continuo hacia el exterior.

Dos observadores de la ciudad a mitad del siglo XIX, Reach y Engels, la describieron de modo similar: un centro donde convivían el nodo comercial con masas de trabajadores, un anillo de proletarios hacinados e industria y una capa exterior donde residía la alta y media burguesía. De hecho, la propia clase obrera sufrió una larga serie de procesos de diferenciación «según criterios de ingresos, de cualificación, de respetabilidad y de origen étnico». «Es característico de Mánchester, en comparación con otras ciudades en proceso de industrialización, lo temprano y profundo de los procesos de segregación social.» Los ricos perdieron a los pobres de vista; y a partir de ahí, era fácil considerarlos unos parias, seres sin ganas de trabajar; personas que merecían sus condiciones de vida.

Esa fue la primera pregunta sobre los slums: ¿se formaban por el carácter moral de los pobres o eran debidos a su pobreza? Los estudios de los higienistas para combatir el hacinamiento revelaron también la formación de las redes familiares y sociales entre los proletarios. En efecto, se formaban estructuras funcionales capaces de ayudar y acoger a los inmigrantes que llegaban, y la vida social en el barrio era esencial. Aquí ya avanzamos el interés por los distintos grupos que luego desarrollaría la Escuela de Chicago.

Si el proletariado fue una de las clases resultantes de la aparición de la ciudad industrial, la otra fue la burguesía. Mercaderes que se hacían con grandes sumas de dinero, al convertirse en las clases dirigentes (o en parte de ellas) interaccionaron con los gentry, la aristocracia inglesa que tradicionalmente había dirigido el país. Los burgueses eran más pragmáticos e individualistas; sin embargo, al ir sumando cotas de poder, adoptaron los símbolos de poder y de estatus así como sus títulos nobiliarios y agrarios. Por otra parte, «en la fase central de la época victoriana se impusieron en la sociedad inglesa valores típicos de las capas medias -al menos la creencia en el sentido social de la competencia individual y en los efectos beneficiosos de una política social construida sobre el principio de la «ayuda a uno mismo»».

Al igual que los proletarios, también la burguesía estaba segregada en grupos distintos: no era lo mismo un empresario industrial que un prestamista o los propietarios de negocios pequeños.

San Petersburgo se estableció como el nexo entre Rusia y Europa. La ciudad se caracterizó por un esplendor de las artes (ópera, ballet, cultura) pero también de la edición de periódicos, libros y saber. Tal vez por ser de fundación reciente (fue fundada el 1703), la industria no ocupó el centro, sino un anillo exterior de la ciudad. Por ello, la segregación espacial no se dio en barrios, sino en el interior de los propios edificios: la planta principal correspondía a los burgueses y las clases iban descendiendo a medida que subían los pisos; paradójicamente, las clases más bajas habitaban en los húmedos subterráneos. Sí que hubo cierta segregación espacial por grupos étnicos de los inmigrantes llegados a la ciudad.

La industrialización de Múnich, en cambio, no consiguió acabar con el aura de comunidad, casi de centro rural, que imperó en la ciudad durante todo el siglo XIX. «Incluso hoy [1932] Múnich tiene alguna cosa de pueblo o de aldea animada del Oberland, mientras que simultáneamente ostenta rasgos esenciales urbanos internacionales y mundiales», escribía Max Halbe sobre la ciudad.

En cuanto a Barcelona, Zimmermann destaca el empuje de la arquitectura y la cultura en la ciudad. La industria, especialmente la téxtil, triunfó en la ciudad y en las cercanías (lo que explica la potencia de un cinturón de ciudades medianas que rodea la Ciudad Condal aún hoy), generando la aparición de una alta oligarquía industrial. Este estamento tenía una clase superior que se distanció del resto y adoptó formas de vida aristocráticas, convirtiéndose en unas 20 o 30 familias que aún a día de hoy disponen de gran poder y que se estructuraron alrededor de la caja de los marqueses (la actual Caixa de Pensions o, simplemente, La Caixa).

Entre estas familias, por ejemplo, estaba la familia Güell, que fue mecenas de Gaudí en muchas de las creaciones del arquitecto. Eso fue otra de las características esenciales de la ciudad: el desarrollo de un movimiento artístico, muy ligado al Jugendstil europeo, también con raíces en una revisión de la historia para potenciar el nacionalismo catalán y usarlo como arma en el dime direte entre el gobierno catalán y el gobierno español.

El epítome de esta burguesía fue el Liceu. Construido como el mayor teatro de música de Europa en su época, la burguesía lo usaba para llevar a cabo sus ritos de clase: presentaciones, puestas de largo, etc. Era al lugar al que ir para ver y dejarse ver; y de ese modo lo percibían también las clases trabajadoras, por lo que hubo allí un atentado en 1893.

Por el contrario, existía también una clase obrera muy politizada. Como dijo Engels, Barcelona había exhibido más barricadas a lo largo de su historia «que ninguna otra ciudad europea». Las reivindicaciones obreras colindaban con un asociacionismo muy potente, corales, grupos de excursionistas, etc, por lo que, cuando conseguían movilizar a la población, las redes ya estaban formadas y las protestas eran multitudinarias.

Es curioso cómo Barcelona ha luchado tanto por recordar las grandes gestas y la idiosincrasia de su burguesía (el modernismo, el Liceu, la Rambla, el Eixample) y, sin embargo, lucha constantemente por enterrar ese pasado de reivindicaciones obreras (enterrando La Maquinista o reformando el Barrio Chino para convertirlo en el Raval), como ya comentamos a propósito de Elogi del vianant de Manuel Delgado.

Como conclusión, Zimmermann destaca como característicos de la ciudad industrial «la nueva estructura espacial», determinada porque zonas de la ciudad adoptaron funciones claras, «y también las diferentes formas de segmentación de los grupos sociales». Asimismo, el desarrollo de la mentalidad productivista e individualista, el «estilo cultural específico» de la burguesía económica, con los cafés, las galerías, las exposiciones, fachadas y escaparates. «Durante la urbanización europea, las metrópòlis se transformaron en los centros de innovación líderes de la reproducción social.»

Jodidos turistas

Jodidos turistas (Antipersona, 2017) son cuatro artículos de autores distintos que reflexionan alrededor del actual concepto de turismo y sus consecuencias.

Despreciamos a los turistas porque su visita nos convierte en indígenas. Y nosotros no queremos serlo. En lugar de aprovechar la posición de sumisión en que nos deja el turismo para atacar al sistema que las genera, preferimos convertirnos en ellos. En otros lugares del mundo no hay posibilidad de elección -los sujetos visitados nunca podrán devolver la visita-, pero en este preferimos ser turistas que acabar con la dominación que genera. (Introducción)

«Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de que nuestro día a día es algo que bien merece una «escapada», en una muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable.» Así empieza el primero de los artículos, «Turismo industrial y consumo de lugares exóticos», de el Fanzine Malpaís. Entienden por turismo industrial por «la forma que adopta el viaje cuando se realiza mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a escala mundial», y es una serie de procesos que encontraron su auge después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capital buscaba nuevos frentes que mercantilizar y que, por ejemplo, convirtieron al Mediterráneo y el Caribe en «las primeras piscinas del turismo internacional».

A este concepto de la «escapada» se le añade posteriromente, al pasar de una economía fordista a una postfordista, el elemento exótico, la alteridad, tanto geográfica como cultural. El viaje ya no sólo nos permite «abrirnos a nuevas culturas» o descubrir nuevos entornos, sino que además nos convierte en personas distintas en función de las destinaciones que hayamos consumido. Pero eso nos convierte, también, en agentes colonizadores, puesto que se visitan lugares cuyo habitantes no podrán devolver la visita, «a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante».

Se vende la industria turística como una «no contaminante, sostenible, generadora de riqueza y empleo», pero a menudo se esconde que esta riqueza va acompañada de una imposición concreta del modo de riqueza y de desarrollo y progreso capitalista.

Está bastante extendida esa idea de viajar muy lejos para «encontrarse con uno mismo». Es curioso que, aunque uno se haya perdido en alguna megalópolis occidental, un día se pone en marcha y va a buscarse a un hostal de mochileros de un poblado nepalí. (…) ¿Qué son esas cosas perdidas? Parece razonable pensar que se trata, por ejemplo, de una nostalgia ancestral de las condiciones de existencia arrebatadas históricamente por el capitalismo, de la autonomía que alguna vez pudieron tener las comunidades para decidir cómo vivir, de la capacidad de entenderse con el entorno natural, y de una cultura propia que aún no había sido aniquilada y sustituida por la homogeneización occidental y el triunfo de la mercancía. (p. 23)

La idea, además, es que la industria turística ayuda a los lugares «menos desarrollados» donde termina. Pero esta idea no se sostiene por diversas razones:

  • En primer lugar, la identidad colectiva del lugar visitado (que a menudo ha sido extirpado de su «identidad real», si es que existía) se genera a partir de las expectativas y necesidades de los visitantes, diluyendo así su identidad; ¿qué es, por ejemplo, algo muy auténtico?, algo que se aleja de lo que entendemos por habitual en nuestras dinámicas capitalistas actuales; por ello, eso precisamente es lo que tratarán de generar esas culturas para atraer los flujos del capital.
  • Esto genera unas vivencias que están en todo momento marcadas por la simulación y por la lógica mercantilista; un indígena no dirá lo que tenga en mente, sino lo que los visitantes esperan oír. Así, no es inhabitual las quejas de un turista porque los autóctonos no han sido lo «bastante» complacientes o no se han mostrado lo suficiente agradecidos por «la propina», o incluso porque han tratado de venderles algo más caro porque «son turistas», obviando que el precio es muchísimo más reducido que en su país de origen; y ya no entramos a hablar de mercados como el turismo sexual. «Y es que los viajes exóticos son para una buena parte de los turistas una oportunidad inigualable para acariciar el tipo de consumo de las clases adineradas, permitiéndose a precios más económicos lo que en su lugar de origen son lujos» (p. 32). Es decir, parte del viaje es el lujo de sentirse ricos al lugar donde se viaja; y la forma de hacerlo no es enriqueciéndose (algo harto complicado) sino visitando lugares pobres donde nuestro nivel de vida es muy superior.
  • Finalmente, las supuestas ventajas del capital que aporta el turismo a las zonas que «canibaliza» no suelen revertir en la población, sino en unos pocos de sus miembros, cuando alguno; los flujos del turismo están especializados en descubrir (o generar) nuevos espacios «exóticos», «jibarizándolos», es decir, apropiándose sólo de algunas de sus características más exóticas, despojándolos de las que son menos atrayentes; y, por lo tanto, están en una posición de poder para establecer las estructuras que buscan los turistas. A menudo se trata de complejos sólo para turistas desgajados del país, como resorts u hoteles de lujo que privatizan una playa o recursos del país, y donde los autóctonos ocupan solamente el lugar de siervos, obligados a formar parte del sector servicios.
  • Puesto que los turistas están de vacaciones, entregados a un exotismo (y un erotismo) distintos del día a día, no tardan en surgir redes de prostitución y narcotráfico.
  • Además, los efectos sobre los mercados y espacios indígenas son terribles. «Donde antes había pequeños barcos pesqueros, ahora se pueden ver yates y embarcaciones de recreo. Los bienes de consumo básico se encarecen en los mercados locales. Sube también el precio del suelo y la especulación inmobiliaria desplaza a los pobres locales. Las arcas públicas financian las infraestructuras, los oligopolios hacen negocio.» (p. 36)

El artículo huye de dar la imagen de los autóctonos como «pobres víctimas». «Es obvio que esta situación se da en contextos de dominación, pero también de negociación, traducción, acuerdo y conflicto.» Es similar a alquilar un piso a un habitantes de la ciudad o a los turistas por Airbnb; los réditos de uno y otro son distintos, claro, pero la elección la toma cada uno.

El segundo artículo habla del «modelo Barcelona» y cómo, ya desde el siglo XIX, el objetivo de una gran parte de su burguesía ha sido atraer turismo para hacer negocio. Ya se intentó con las Exposiciones Universal e Internacional, pero el pistoletazo de salida que realmente encumbró a la Ciudad Condal al éxito fueron los Juegos Olímpicos y la especulación que trajeron / permitieron. Otros cambios en la ciudad, como la ampliación de los muelles para atraer a los megacruceros o la celebración del Mobile y otros festivales o congresos, no han hecho más que potenciar esta tendencia, además de la potente publicidad del lobby turístico, que ha dominado con su discurso de que «el turismo es beneficioso para la ciudad» y cualquier proceso, o hasta decisión política, que trate de frenarlo está tratando de quitar riqueza a la ciudad. La cantidad de viviendas de alquiler puestas en Airbnb o la llegada de «turismo basura», así como el auge de trabajos también basura del sector servicios, destinados a satisfacer los deseos de los visitantes, son otras de las consecuencias que el turismo trae a la ciudad.

El tercer artículo trata sobre las Islas Baleares, otro enorme destino turístico que está sufriendo las mismas consecuencias, en este caso, además, agraviadas por el descalabro ecológico que supone la masificación veraniega que sufren las islas.

El último artículo, «Dulzainas y kebabs. La decepción del turista rural», de Layla Martínez, además e muy divertido, da una descripción de cómo estas dinámicas de sumisión entre los turistas de los países desarrollados y los autóctonos de lugares «más exóticos» se dan también en las relaciones entre la ciudad y el campo. Martínez estaba haciendo queso en un pueblecito de los Picos de Europa cuando un turista empezó a hacerle fotos con la cámara; sin más, sin pedir permiso, convencido de que tenía derecho a inmortalizar esa «forma ancestral» de hacer queso que aún se mantenía en los pueblos.

Martínez retrata la indignación que sufren los visitantes de la ciudad cuando ven que los habitantes del medio rural usan su todoterreno para ir a ordeñar las vacas, piden en Telepizza (o desearían que les llegase hasta el pueblo) y compran tranquilamente en Amazon mediante su Iphone. «Así no hay manera de que los urbanitas llenen su vacío existencial.»

Sin embargo, este sentimiento de estafa no se dirigía contra el parque o contra la industria del turismo que les había vendido algo que no era real, sino contra los pastores, a los que culpaban de haber traicionado a sus antepasados, de haberse dejado pervertir por las tentaciones del capitalismo, de no hacer el queso como antes. (…) Comerse un kebab en la ciudad es aceptable, e incluso una muestra de tu interés multicultural, pero comerse un kebab en un pueblo es una traición a tus antepasados, una señal de decadencia de la cultura europea y una muestra de la perversión capitalista. (p. 86)

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.

La arquitectura del poder

El título original de este libro de Deyan Sudjic es The Edifice Complex: How the Rich and Powerful Shape The World, es decir, El Síndrome del Edificio: cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo. Publicado en 2005, editado por Ariel en 2007 en España, el hilo del libro es seguir la gran cantidad de casos en que las relaciones entre el poder y la arquitectura han tratado (o conseguido) de dar forma a las ciudades más importantes del mundo.

01

A diferencia de la ciencia y la tecnología, ambas presentadas convencionalmente como carentes de connotaciones ideológicas, la arquitectura es una herramienta práctica y un lenguaje expresivo, capaz de transmitir mensajes muy concretos. Sin embargo, la dificultad de establecer el significado político exacto de los edificios, y la naturaleza esquina del contenido político de la arquitectura, ha llevado a la actual generación de arquitectos a afirmar que su obra es autónoma, o neutra, o bien a creer que si exsite algo como una arquitectura claramente «política», se reduce a un gueto aislado, no más representativa de los intereses de la arquitectura culta que un centro comercial o un casino de Las Vegas.

Esta idea es falsa. Es posible que determinado lenguaje arquitectónico no tenga un significado político concreto, pero eso no implica que la arquitectura carezca del potencial para asumir una función política. Y casi todos los dirigentes políticos acaban usando a arquitectos con fines políticos. (…)

[…] Pese a cierta cantidad de retórica moralista en los últimos años sobre el deber de la arquitectura de servir a la comunidad, para poder trabajar en cualquier cultura el arquitecto tiene que relacionarse con los ricos y poderosos. Nadie más tiene los recursos para construir. (…) Así, la misión del arquitecto puede verse, no como bien intencionada, sino como la de alguien dispuesto a hacer un pacto faustiano. (p. 11-13)

A partir de estas palabras en la introducción, y más que una «arquitectura del poder», el libro recorre la «arquitectura de los poderosos»: desde Hitler y sus planes para construir Germania junto a Albert Speer, a la mezquita que planeó Saddam Hussein, los bulevares de París de Haussmann y Napoleón o las construcciones faraónicas de Mitterrand en París o Blair en Londres. La arquitectura es la más perdurable y visible de las artes: a diferencia de la pintura, la danza o el cine, que requieren acudir a un lugar específico para su disfrute, la arquitectura brota en nuestra ciudad, se adueña del paisaje, se nos impone como piedra de toque que hay que recorrer sí o sí, un hito en el horizonte, una muesca inevitable en el skyline. Por ello es lógico que los dirigentes traten de dejar su huella en la ciudad para reconvertirla en el objeto de sus designios, pero también con el convencimiento de que sus intervenciones dejarán huella. En Italia sigue habiendo explanadas que se vaciaron para construir la ciudad soñada por Mussolini, en Berlín tuvieron que lidiar con las zonas demolidas por Speer para hacer realidad el sueño de Hitler de una capital alemana universal.

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La Germania de Hitler y Speer, muy discreta.

Pero el sueño urbanístico no sólo ha sido el desmán de los grandes líderes totalitarios: estos sólo lo han tenido más fácil para remodelar grandes zonas de la ciudad, debido al poder que ostentaban. No, la huella tratan de dejarla todos los dirigentes; y ahí es donde entran los arquitectos. Un edificio requiere unas inversiones brutales sólo al alcance de unos pocos; a diferencia de la pintura, que es prácticamente accesible a todos, la arquitectura, la que deja huella, implica relaciones con el poder, darse a conocer, ser controvertido. De ahí llegamos a Venturi, a Koolhas, a Gehry, a tantos otros: nombres que se acaban forjando un estilo y que copan todas las opciones en los concursos de arquitectura, y que también denuncia Sudjic.

El autor denuncia que en la actualidad existen cerca de treinta grandes nombres de arquitectos que se disputan las remodelaciones que quieren llevar a cabo las ciudades para convertirse en la próxima Barcelona, en el nuevo Bilbao. El Guggenheim es el gran revulsivo que todos buscan emular: reconvertir una zona industrial abandonada, un erial en plena ciudad, en un lugar vibrante, lleno de vida, turismo, consumo y capacidad de generar riqueza. El problema es que, para conseguir tanto impacto como en su momento lo tuvo el Museo de Bilbao, esos arquitectos cada vez recurren a mayores ordalías: «una nave voladora, dos trenes chocando, un hotel en forma de meteorito de veinte plantas» (p. 264), hasta llegar al extremo de que uno duda de si esos edificios son la cúspide de la arquitectura o una boutade enorme. ¿Quién tiene la respuesta? Los mismos treinta arquitectos que habían sido convocados al concurso.

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El Sueño, así, en mayúsculas.

La arquitectura del poder es una serie de capítulos centrados en una época concreta o en un tipo de edificio. Cada capítulo repasa las vidas de arquitectos con un estilo entre periodístico y psicológico que describe a los políticos implicados, los arquitectos que se alían con ellos y la situación que sucede. Los capítulos son amenos pero carecen de un hilo común o una tesis que se vaya demostrando a lo largo del libro, más allá de la obviedad de las relaciones entre arquitectos y poder. Se pierde, creemos, la oportunidad de reflexionar sobre la configuración de la ciudad actual a merced del poder del urbanismo, el racionalismo o el capitalismo.

03
Pero en cambio esto no se analiza en el libro, y es una pena.

Comentábamos hace nada, a propósito del tercer capítulo de Sociología Urbana, de Francisco José Ullán de la Rosa, cómo a mediados del siglo XX el urbanismo entró de forma definitiva en la vida de todos los habitantes de la ciudad, decidiendo dónde y cómo iban a vivir, qué forma tendrían sus casas, si sería en suburbios a las afueras y obligados a usar el coche para todo y a relacionarse en el mall o si sería en el extrarradio de una ciudad en colmenas de pisos, por poner sólo dos ejemplos como son suburbia y los grands ensembles. Las ciudades que vivimos hoy en día son resultado del poder, económico y político: lo son sus monumentos, sus zonas gentrificadas, su genuflexión ante el capital global por convertirse en la nueva ciudad de moda y atraer hordas de turistas, cruceros o, ¡bingo!, de jóvenes creativos que atraerán inversiones de grandes empresas. Ésa, nos parece, hubiese sido una reflexión mucho más interesante sobre «la arquitectura del poder», pero parte de esa sensación de oportunidad perdida se debe sólo a la mala traducción del título: el síndrome del edificio, mucho más explícito, dejaba claro qué es lo que Sudjic quiso hacer, y sin duda consiguió.