La ciudad mentirosa (y III): el recuerdo en la ciudad

La primera entrada de La ciudad mentirosa se centraba en la historia actual de Barcelona y cómo sus muchos gobiernos han buscado, uno tras otro, la mercantilización de sus calles y sus barrios, lanzando la ciudad a convertirse, en vez de en un modelo, en una marca y propulsándola como destino turístico internacional. La segunda entrada analizaba el aspecto simbólico de la ciudad y cómo cada una de sus partes tiene distintos significados que sus habitantes interpretan de distintas maneras. Este significado es siempre complejo y cambiante, pero también ha habido intereses políticos por potenciar, por ejemplo, unas fiestas ante otras o por demonizar fiestas populares (San Juan). En la entrada de hoy seguiremos con este mismo tema y nos centraremos en cómo ciertas partes de la historia se han salvaguardado mientras que otras han sido borradas o mantenidas sólo a pedazos.

El ejemplo perfecto de esto en la ciudad de Barcelona son las enormes chimeneas de ladrillos que quedan en múltiples lugares como único rastro del pasado industrial de dichos enclaves. Remitiendo en parte al Baudrillard de El sistema de los objetos y los «objetos singulares»: «signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en representarlo» (p. 125):

Las muestras exaltadas de arqueología industrial están donde están para significar, y para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como cosa «auténtica», es decir, exclusivamente representacional, la chimenea monumentalizada tiene lo que le falta a los demás objetos funcionales que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a realidades abstractas inexistentes en sí mismas –la infancia, la patria, la historia, el pueblo– de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. (p. 125)

Sin embargo…

Pero ese pasado glorioso –se enfatiza– está definitiva e irrevocablemente pasado. Los grandes talleres convertidos en contenedores destinados al consumo o a la cultura, las plazas o parques infantiles que rodean esas imponentes chimeneas exentas fueron –se viene a proclamar– lugares inhóspitos, malolientes, sórdidos, escenarios de la explotación, marcos para la lucha de clases. Helos ahí, ahora: limpios, polifuncionales, asépticos, redimidos del ruido y del humo, sin obreros sucios de grasa, sin patrones abusivos, sin huelgas. Ese es el mensaje definitivo, el que se enorgullece de haber vencido la mugre industrial y el descontento obrero. (p. 133)

Y sigue: «Toda política de producción de identidad requiere, como se ha visto, una insitucionalización de la memoria, pero, precisamente por ello, al mismo tiempo, una institucionalización igualmente severa del olvido.» (p. 133). No basta con recordar la chimenea: hay que olvidar el pasado industrial y la fábrica que la albergó. Ya no hay obreros, ya no hay patrones, ya no hay sindicatos y ya no hay lucha de clases; y las multitudes de trabajadores del sector servicios en Barcelona, malpagadas y que jamás se llevan una parte importante del pastel que deja el turismo, son… circunstanciales. Probablemente porque no han sido capaces de esforzarse lo suficiente y subirse al tren de la meritocracia. Obtener barrios perfectos, libres de conflicto, dedicados al ocio y al paseo burgués, requieren también ese malabarismo de la memoria y de la identidad: Barcelona ya no es una ciudad obrera. Es lo que tienen los barrios gentrificados: una vez expulsados los sospechosos (es decir: los pobres) lo que queda está liberado del conflicto y es bonito, lugares hermosos donde pasear y consumir. Y donde quienes no pueden permitirse esto segundo, consumir, ya no van a acercarse.

La puesta en escena de los imaginarios urbanos oficiales no ha respetado apenas nada, excepto chimeneas, dependencias fabriles aisladas y nombres de antiguas instalaciones –la Espanya Industrial, la Pegaso, l’Escorxador, la Sedeta, el Moll de la Fusta, la Farinera, Can Felipa, la Maquinista…–, todos ellos restos reconvertidos en un mero acompañamiento decorativo de un estilo urbanístico uniforme y uniformizador. Las expresiones radicales de este principio han sido barrios enteros, como la Vila Olímpica o Diagonal Mar, espacios atractivos, previsibles, controlados, pensados para que en ellos habitaran vecindarios ejemplares. (p. 138)

Barcelona no es un caso aislado, por supuesto, y hemos visto suceder lo mismo en innumerables ciudades. Pero sorprende en el caso de Barcelona por el cuidado con el que supuestamente se mantiene viva su memoria y se elogian ciertos momentos. ¿No se hace homenaje tras homenaje a Gaudí y al modernismo?, entonces, ¿por qué las grandes fábricas que se levantaron a lo largo del siglo XIX y principios del XX no reciben ese mismo halo de veneración y son mantenidas año tras año? Análogamente, el descubrimiento de ruinas de construcciones romanas no supone la más mínima paralización ante la construcción de aparcamientos en el centro de la ciudad (con la consiguiente destrucción de las ruinas), mientras que ruinas que son siglos mucho más tardías, pero que en ese momento eran más relevantes por su relación con el nacionalismo catalán, supusieron la construcción de un edificio enorme, en pleno barrio gentrificado, que se puede visitar (y rememorar ese importante momento histórico) en el Born. La memoria urbana acaba siendo una decisión política; una decisión, por lo tanto, de las élites.

El destino de lo poco que sobrevive de estos lugares (las naves industriales de que hablábamos, los conventos reciclados, las atarazanas vaciadas) es convertirse, en unas pocas ocasiones, en el enésimo contenedor cultural (el museo del diseño, exposiciones fotográficas, una galería de arte genérica) pero, en la mayoría de las veces, acaban siendo espacios de consumo, centros comerciales homogéneos con su Zara, su Starbucks, su café donde tomar matcha latte o smoothies y, dependiendo de la envergadura, unos cines o una bolera. Progresivamente, esta epidemia se va extendiendo a espacios que, a priori, no lo eran: y los vestíbulos de las estaciones, de las correspondencias de metro, de cualquier hub de transporte atravesado por las suficientes personas, se acaba convirtiendo en un reducto industrial. En un viaje reciente, por ejemplo, se da la osadía (la vergüenza, en definitiva) de que, para alcanzar el lugar de despegue de los aviones del aeropuerto de Bruselas, hay que atravesar, físicamente, los pasillos de una tienda. No es como el caso de Barcelona u otros tantos aeropuertos, que están, por supuesto, repletos de tiendas, pero cuyo acceso siempre acaba siendo opcional: en el de Bruselas, tras el control de seguridad, el único pasillo que hay y que lleva hasta el acceso a los aviones es, literalmente, el de una tienda. ¿Acaso ese espacio no es público?

«Siguiendo este referente [el del centro de Barcelona], en Cataluña todas las poblaciones importantes han hecho de su núcleo una réplica de los centros comerciales, en la que los monumentos y las catedrales se añaden a la escenografía y dan al conjunto un cierto look vernáculo. Se alcanzan así, justo en medio de las ciudades, territorios eximidos de cualquier cosa que pueda obstaculizar los itinerarios y los altos de los compradores, espacios, no hay que decirlo, rigurosamente vigilados.» (p. 145)

Las ciudades cambian –nos lo recordaba Baudelaire– «más que el corazón de un mortal» y es verdad que puede haber mucho de afectación pequeño-burguesa en la devoción por ciertos ambientes muchas veces artificialmente cochambrosos y envejecidos, como imagen de una cierta idea no menos prototípica y tematizada de la vida urbana. No se trata de denunciar como perversa toda transformación urbana, sino de señalar a quiénes favorecen tales transformaciones, que no suele ser a la mayoría social. (p. 148)

«Como escribió magistralmente Maurice Halbwachs a principios del siglo XX, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva. En efecto, no todo lo que es colectivo ha de ser por fuerza común. La memoria urbana puede ser perfectamente fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria institucional, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada, complaciente, tranquila… y todo ello deriva de su esperanza de beneficiarse de lo que pueda quedar de añoranza de una organicidad social ya irrevocablemente enajenada.» (p. 153)

En un párrafo que recuerda (o sugiere) la deriva situacionista, Delgado glosa los monumentos corrientes y cotidianos con que todo habitante y hasta usuario de una ciudad puebla la misma:

Los practicantes secretos de lo urbano no hacen más que llenar las ciudades de monumentos, cada uno de ellos evocador de un momento histórico, de un encuentro al más alto nivel, de una batalla incruenta, de un recibimiento triunfal, de una derrota, de un levantamiento, de un naufragio, de una catástrofe, de un portento, de una defensa heroica, de una aparición, de un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, levantados con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos. Esos monumentos son, no obstante, implícitos, en la medida en que no aparecen en ningún catálogo ni en ninguna guía turística. (p. 157)

Si recuerdan, en el maravilloso Smart Cities de Townsend se hablaba de una app que se desarrolló en la ciudad de Nueva York que explicaba la vida de los árboles que había en la calle. Ni más, ni menos. Una aplicación completamente inútil que, sin embargo, aportaba algo a quienes tuviesen apetito, voluntad o curiosidad por leerla. ¿Se imaginan un catálogo, o un mapa, o una app, también, donde cada usuario y ciudadano pudiese estampar sus monumentos? «Yo viví aquí». «Me bajé en esta parada de metro durante doce años». «Aquí encontré el amor, allí lo perdí». Lugares completamente anodinos que dotamos de sentido y que jamás recibirán ningún monumento; y, caso de que lo hiciesen, no narraría nuestras vidas ni los azares de la cotidianidad, sino que probablemente sería un señor a caballo conmemorando alguna guerra.

El siguiente capítulo está dedicado a las movilizaciones urbanas, para lo cual se rastrea el origen de los barrios obreros periféricos:

Como se sabe, los conglomerados urbanizados basados en grandes bloques de viviendas responden a un modelo que se empieza a experimentar y da a conocer sus expresiones más interesantes en los años treinta –los siedlungen alemanes o las höfe austriacas, por ejemplo–, se pervierte de la mano de los urbanismos nazi-fascista y soviético y se generaliza, ya completamente envilecido, en la década de los cincuenta y sesenta, en la que todas las grandes ciudades europeas y otras muchas del mundo entero ven desperdigarse por sus periferias grandes barrios de bloques de casas que obedecen un esquema, cuya expresión más elocuente y espectacular serían los grands ensembles franceses o los new towns británicos. Se trata de las postreras expresiones de un modelo de crecimiento urbano que se generaliza en Europa en un contexto marcado por la expansión económica e industrial de las ciudades, por la proliferación de polígonos industriales en las periferias urbanas, por las transformaciones que acabarán con grandes extensiones de suelo agrícola, por las grandes avalanchas de inmigrantes que llegan a las ciudades provenientes de las zonas más deprimidas de cada país o de países más pobres, por las mejoras en los transportes y las comunicaciones… (p. 162)

De ahí surgen, ya lo hemos comentado en ocasiones en el blog, también las ciudades dormitorio o ciudades satélite españolas, incluso los barrios que están a las afueras de Madrid o Barcelona.

Inmediatamente después de que empezara a aplicarse esa política de exilio de la clase trabajadora a los alrededores de las ciudades se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella. Se le daban razones para que Le Corbusier notara lo que era cierto en el momento en que se redactó La Carta de Atenas y que lo es en la actualidad. Primero, «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y, después, que el suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad». [Le Corbusier, Principios de urbanismo] (p. 169)

Los banlieues han pasado a ocupar el lugar de nido de revolucionarios o agitadores sociales que a mediados del XIX ocupaban los faubourgs, de donde surgieron los «agitadores» de la Comuna en 1871 e incluso los de junio de 1848. Delgado cita el estudio de Castells de uno de los grands ensembles, Sarcelles (aparecido en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos, 1986). Castells sostenía que lo que se había producido allí era una dinámica similar a la que se dio con el primer sindicalismo obrero del siglo XIX: al convivir un tipo de personas tan similares, descubrieron un conjunto de intereses comunes. Si las primeras revueltas eran, pues, en los barrios obreros y en las fábricas, las segundas eran de la periferia hacia el centro.

Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas, a la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.

(…) en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano». (p. 171)

Con el tiempo, y tal vez por esta evidencia constante de que los polígonos iban a ser «focos de conflictividad», su construcción fue desechada.

Los términos del discurso que tendría que justificar la necesidad de buscar alternativas para albergar a los nuevos y viejos pobres urbanos –o renunciar a hacerlo, que parece ser que fue lo que finalmente sucedió– se han formulado en los últimos tiempos en clave de combate contra la formación de guetos, es decir, de lucha contra la posibilidad de que la nueva clase obrera y el nuevo lumpenproletariado llegara a coagularse en algún espacio que considerase propio y desde el que llegara a tomar conciencia de su capacidad para la resistencia y la impugnación del sistema del que se sentía y se sabían víctimas» (p. 193).

Habrán oído, sin duda, esa misma excusa, la de no permitir la creación de guetos, en muchas ocasiones; a menudo, para expulsar a pobres u obreros de sus barrios. Qué casualidad que jamás parezca preocupar en los barrios ricos, donde se dan auténticos guetos de clase alta; o en los edificios de alto standing, donde, de nuevo, sus habitantes están muy, muy claramente definidos. Pero esa marginación no es tal, parece.

El concepto del gueto se utilizó también cuando se dieron las revueltas en Francia en otoño de 2005, famosas porque se quemaron muchos coches y hubo violencia en las calles. «El problema, en efecto, no parecía ser la miseria, sino una acumulación excesiva de miserables por metro cuadrado.» (p. 199). Como si el hecho de disolver la banlieue fuese a terminar con el problema de los marginados. De nuevo, el recurso burgués: alejarlo del centro. Erradicar el problema a la periferia; convertirlo, de hecho, en problema de otros.

El séptimo (y último) capítulo vuelve a la bestia negra de Delgado: el concepto actual de espacio público (ya lo vimos en una conferencia que dio), entendido no como lugar de titularidad pública (¿acaso un juzgado o una biblioteca no son «espacio público»?) sino como ese lugar de realización ideal, burgués y desconflictivizado, que es un tipo muy concreto de espacio público. Para conseguir dicho espacio, en Barcelona se promulgó una ordenanza en 2006 que «se ensañaba, como comenta «se ensañaba» (muy acertada la expresión) con el juego en la calle, limpiarse en las fuentes, utilizar los bancos para cualquier cosa que no fuese sentarse adecuadamente en ellos (con lo que se prohíben no sólo las filigranas de los skaters sino, en definitiva, vaya, ser pobre y dormir en un banco), andar por la calle sin camiseta (que los turistas barriobajeros dan mala imagen) e incluso, si tiene usted la fortuna de vivir en un piso céntrico (o la desgracia, pues muchos de ellos son viejos y están bastante hacinados), tampoco podría tender la ropa en el balcón. De nuevo: mala imagen. Sorprende este celo legal en una ciudad donde no le quita el sueño a nadie derruir barrios obreros o lanzarse a prácticas de mobbing inmobiliario (siempre legales, eso sí).

Toda la retórica que acompañó la promulgación de esa nueva normativa en materia de «urbanidad» ponía de manifiesto cómo el civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Como se sabe, el civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas cívicas. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala. (p. 273)

(…) Para el urbanismo oficial, espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso, se trata de una comarca sobre la que intervenir, un ámbito que organizar con el propósito de que pueda garantizar la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extienden vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano, la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. (p. 274)

(…) Lo que en la práctica es la restauración en Barcelona de la antigua Ley de Vagos y Maleantes resulta de la lucidez con que el Ayuntamiento ha entendido cuál es la regla de oro que debe orientar sus políticas en materia urbana: total servilismo ante los poderosos –los promotores inmobiliarios, la banca, las empresas multinacionales–, severidad máxima con los sectores más frágiles e inconvenientes de la sociedad. (p. 275)

Finalmente, en las páginas finales, se destaca que, a pesar de los muchos cambios habidos en Barcelona, y las «mejoras (…) ostensibles por lo que hace a la calidad de un buen número de entornos», se evidencia también que «ciertas constricciones para el desarrollo de una ciudad verdaderamente abierta no procedían del régimen autoritario liquidado, sino de estructuras socioeconómicas intrínsecamente injustas, que han continuado generando un urbanismo adecuado a sus intereses. Si durante el franquismo estos intereses habían sido sobre todo los de la incorporación a las grandes dinámicas productivas y de mercado iniciadas en la posguerra europea, en el último tercio del siglo XX las orientaciones hegemónicas han tenido que ver con la globalización, con el consumo de masas espectacularizado, con las nuevas tecnologías y con una concepción de la ciudad como objeto de técnicas comerciales.» (p. 287)

Por lo demás, la tendencia a disolver la distancia entre ocio, producción, consumo y residencia, la labilidad de las fronteras entre lo público y lo privado, la imposición de estructuras basadas en la movilidad y en la capacidad de aprovechar los flujos de información, han acabado provocando nuevas formas de discriminación al mismo tiempo social y espacial, en las que el precio, las posibilidades de conexión y los derechos de admisión son los nuevos criterios de selección y enclasamiento. (p. 289)

La ciudad mentirosa (II): la ciudad simbólica

Si en la primera entrada de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona», de Manuel Delgado, nos centramos específicamente en la historia y los sucesos de Barcelona como ciudad (su venta a los flujos del capital internacional, los sucesivos gobiernos que, directa o indirectamente, no han hecho más que potenciar esta tendencia, la destrucción de barrios obreros por flamantes nuevos espacios de clases medias y altas entregadas al ocio y el consumo), en este segundo apartado lo hacemos entendiendo Barcelona como espacio simbólico; como lugar físico que se habita pero cuya legibilidad y significado son, como en todas las ciudades, mucho más complejos. Cada calle que se modifica, cada edificio que se derrumba o reconstruye, incluso cada paseo, giro, manifestación o elección de lugar donde vivir, sentarse, tomar un café o pegarle una patada a una papelera, dialoga necesariamente con ese capital simbólico.

De hecho, el título del primer apartado del segundo capítulo es bastante explícito en este sentido: «¿Tienen alma las ciudades?». Para responder, Delgado retrocede hasta la Escuela de Chicago y sus primeras investigaciones (no tanto sobre las ciudades sino sobre «el proceso de modernización en general (…) o, lo que es lo mismo, el proceso de homogeneización cultural en que consistía la dinámica mundializadora» [p. 91], como defendía Castells en Problemas de investigación en sociología urbana) sobre los muchos nichos distintos que había en la ciudad, las estructuras líquidas y fluctuantes cuya aglomeración (no su suma) componía precisamente esa ciudad.

«Son ahora las ciudades el nuevo escenario de aquella sacralización de idiosincrasias artificiales, toda la retórica sobre la singularidad cultural de los nuevos territorios estatalizados que había permitido el nacimiento de los nacionalismos modernos y que ayudó, y todavía ayuda, a nacer a las naciones-Estado de los países que se van incorporando al proceso de mundialización» (p. 95). Pero este proceso, en general, no se da de forma autónoma ni espontánea, sino que suele suceder «mediante un férreo control político sobre los signos» (p. 96).

Barcelona podría ser un buen ejemplo de ello. Dejando al margen la cuestión concreta del ocultamiento de los fracasos infraestructurales y de los exudados en forma de marginalidad que no se han conseguido exiliar, el objetivo de la dotación simbólica de la nueva Barcelona es la de lograr un community spirit, una personalidad propia precariamente existente durante décadas en una urbanidad caracterizada por la dispersión social, la plurietnicidad y la compartimentación provocada por el agregado de barrios fuertemente singularizados y, en gran medida, autosegregados de un centro débil y casi imperceptible, que habían ido formando por aluvión el actual conglomerado físico y humano de la ciudad. (p. 97)

La construcción del modelo Barcelona que vimos en la primera entrada era física, sí, y moral; pero ese mismo modelo (o marca, si lo prefieren, que es en lo que acabó convirtiéndose) sufrió también un proceso de construcción simbólico. Delgado rastrea sus orígenes (no entraremos en ellos: son muy específicos del caso concreto de Barcelona) y uno de los puntos que encuentra es, por ejemplo, la «imposición» (o sugerencia repetitiva hasta que acaba calando) de nuevas fiestas «populares» y tradicionales que se inventan tras el franquismo, como el «correfoc», y que en pocos años acaban siendo celebradas por la ciudadanía como epítomes de la tradición y el folklore ancestrales. Otro ejemplo es la consagración que reciben ciertas celebraciones en la ciudad (la Mercè, a finales de septiembre, acompañada de conciertos gratuitos y fuegos artificiales) y la demonización que sufren otras tantas (San Juan es la más evidente, una fiesta popular y obrera donde se socializaba en el barrio o en la playa y que desde hace años sufre cada vez una mayor persecución policial y mediática, con enormes titulares sobre lo «sucia» que está la playa, titulares que nunca se dan sobre lo sucias que quedan las calles tras una celebración futbolística o tras la Mercè).

El espacio concreto de Barcelona se convertía así en un ring de un combate simbólico entre, por un lado, las masas obreras que cierran sus barrios con barricadas y, por otro, los concursos al aire libre de gigantes y cabezudos y las exhibiciones públicas de la imagen de la patrona de la ciudad, lucha simbólica relativa, en última instancia, de quién es y qué significa ese mismo entorno sobre el que los sectores sociales en conflicto ejecutan sus prácticas e inscriben sus discursos. (p. 107)

De este tema se ocupa el sexto capítulo al analizar el simbolismo de los distintos espacios de la ciudad. Lo hace, por ejemplo, recordando el rechazo generalizado de los barceloneses, y de muchas de sus instituciones, ante la celebración de un desfile de las fuerzas armadas en la Diagonal en el año 2000. Se percibió como una vuelta al pasado, a los desfiles triunfales franquistas tras la Guerra Civil y durante la dictadura; hasta el extremo de que el lugar del desfile se cambió a uno mucho menos problemático y menos simbólico, casi en las afueras, y en vez de ser un desfile que entraba en la ciudad, la dirección del desfile fue hacia la salida. Aún así, ese desfile reunió a mucho menos público que uno alternativo, que se celebró en la Ciutadella, en una manifestación popular que desautorizaba «lo que se interpretaba como una utilización indigna de la calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. Al día siguiente, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la Avinguda Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir, la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza» (p. 244). Hubo también protestas contra la reunión de los representantes del Banco Mundial (que finalmente se suspendió y se llevo a cabo de forma telemática).

Esta capacidad de Barcelona de demostrarse fiel a su propio pasado y provocar el miedo de quienes creían tenerla sometida y poseída llegó a un máximo de intensidad con motivo de la cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea el 14, 15 y 16 de marzo de 2002. De nuevo, las autoridades pudieron percibir hasta qué punto la ciudad podía mostrarse hostil e inhóspita ante la presencia considerada no solo como ajena, sino, ante todo, como moralmente inaceptable. Durante los tres días que duró el evento, los mandatarios internacionales tuvieron que reunirse literalmente escondidos en un recinto fortificado, a las puertas de la ciudad, sin poder penetrar en ella, sin el mínimo contacto con una población que no estaba predispuesta a depararles ninguna bienvenida multitudinaria, sino más bien lo contrario. En el extrarradio, los poderosos debían verse a sí mismos como marginados, reconocidos como una materia extraña y repugnante que la urbe se negaba a recibir. Eran invitados, es cierto, pero ¿de quién? No de la ciudad, estaba claro, como lo demostraba que nadie se atreviese a salir de un estrecho perímetro en la zona de Pedralbes, encerrados por una muralla de cemento y dobles rejas que, al pie de la letra, los mantenía en todo momento enjaulados. Los líderes europeos se sometían a sí mismos a una especie de efecto túnel que los llevaba directamente desde el aeropuerto de El Prat hasta el aislado hotel de lujo Juan Carlos I y al contiguo Palau de Congresos, en un sector limítrofe de Barcelona que solo ocupaban instalaciones deportivas y descampados. Los reunidos no temían un atentado terrorista, ni la acción de violentos fuera de control. Los jerarcas planetarios allí congregados le tenían miedo a Barcelona. De hecho, la recepción oficial que debía celebrarse uno de los días del encuentro en el Palau de la Generalitat tuvo que trasladarse al palacio de Montjuïc, una vez más vertedero de lo que la ciudad parecía negarse a aceptar en su seno.

Barcelona, una vez más asediada –como tantas veces antes a lo largo de su historia–, ocupada por ocho mil policías destinados a vigilar de cerca unos habitantes que había que mantener a toda costa lejos y a raya. Aquellos días quedó patente de quién era, en última instancia, la calle. (p. 249).

Todo esto remite, además de al aspecto moral, al simbólico de cada parte de la ciudad. Esto nos llevaría a, por ejemplo, los efectos morales del 11S; en realidad, a pesar de lo aparatoso del derrumbe de las Torres Gemelas, el número de muertos no fue una barbaridad (disculpen la banalización de ese número de vidas); lo verdaderamente aterrador fue el golpe al corazón de la ciudad más simbólicamente importante del país más simbólicamente relevante. Fue un ataque, simbólico, a Occidente y al capitalismo. Como, salvando todas las distancias, la bomba en el atentado del Liceu de que hablábamos con Las buenas familias de Barcelona fue un ataque a las élites catalanas.

Siguiendo con el ejemplo de las manifestaciones, Delgado analiza algunas más. Una protesta estudiantil ante la imposición del plan Bolonia (que se percibía que iba a mercantilizar el acceso a los estudios universitarios, como finalmente ha sucedido). Las manifestaciones habituales en Barcelona empiezan en el centro y bajan (se dirigen hacia el mar, en vez de hacia la montaña) hasta la calle Ferran, donde tuercen hacia el Ayuntamiento y la sede de la Generalitat. Los estudiantes anunciaron que, en vez de girar, seguirían por las Ramblas, lugar prohibido para las manifestaciones (de nuevo: por su enorme valor simbólico, en este caso como lugar de centralidad y turístico). En vez de eso, y a pesar de todo el revuelo periodístico que esperaba la confrontación entre estudiantes y policía, la manifestación se desvió… hacia Sants. Los estudiantes «no emplearon ni el camino autorizado ni el prohibido, sino otro, es decir, ignoraron la lógica topográfica institucionalizada de lugares y de itinerarios entre lugares e inventaron una distinta, que se permitía incluso despreciar el centro de la ciudad como centralidad simbólica para elevar a tal rango un barrio popular» (p. 252).

Algo similar sucede con las manifestaciones del Primero de Mayo de 2011. La de los sindicatos mayoritarios baja por la Vía Laietana y termina en la catedral, obviando las sedes del poder (como si no fuese con ellas). La alternativa, que se convoca por la tarde… en lugar de bajar, la tendencia tradicional, sube hacia los barrios altos, es decir, los barrios ricos, donde residen las clases dominantes, «ultrajando zonas de la ciudad que se habían considerado a salvo de las protestas y, más todavía, de los disturbios (…) con que concluirá la marcha» (p. 253).

Delgado acaba analizando el aspecto «ritual», casi escénico, de estas revueltas y manifestaciones, donde tanto manifestados como las fuerzas de seguridad que los contienen llevan a cabo una escenografía en cierta medida coreografiada, como si cada una de las partes fuese consciente del papel que tienen que jugar. «La propia presencia de espectadores es una prueba de esta naturaleza controlada, ritualizada y espectacularizada del disturbio urbano. Su desencadenamiento, en efecto, no implica muchas veces que los viandantes tengan que huir y, si la intensidad de la lucha no alcanza un cierto nivel, buena parte de ellos permanecerá en el lugar como público de lo que es vivido como un acontecimiento urbano más» (p. 262). Lo cual no quita que, en ocasiones, sus efectos sean verdaderos o nocivos, por supuesto.

La ciudad mentirosa (I), Manuel Delgado

En primer lugar, permítanme pedir disculpas por todo este tiempo de inactividad en el blog. Febrero fue un mes complicado por temas de trabajo y marzo lo he dedicado a la redacción del ensayo final del postgrado «Antropología de la arquitectura», del que ya hemos reseñado diversas obras (Delgado, Navas-Perrone, Frago Clols, los puentes entre la arquitectura y la antropología, entre otros). Precisamente para ese ensayo, centrado en el proyecto Superilla de la ciudad de Barcelona, llevamos a cabo la lectura de este La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona» (el libro es de 2007, los libros de la catarata, pero leemos la tercera edición actualizada, de 2017), una «carta de amor despechada» de Manuel Delgado a la ciudad donde vive.

El objetivo del libro no es negar las bondades de los cambios que ha habido (que los hay, y buenos, por supuesto), sino dejar claro que «todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban unirse y mostrarse ordenada» (p. 11). Tras esa fachada de bondad, de modernidad, arquitectura, diseño, hordas de turistas y premios internacionales se halla «la otra cara»:

Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables… Contrastando con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. (p. 12)

Hay cierta tendencia a pensar que Barcelona se doblegó a «los imperativos de las dinámicas del capitalismo mundial, pero esta no es que sea una característica singular de la actualidad en materia de iniciativas urbanas de Barcelona, sino que la clave internacionalizadora ha sido un elemento esencial de la lógica del crecimiento urbano en Barcelona» (p. 28), empezando por la Exposición Universal de 1888 (que urbanizó la Ciutadella, su entorno y una parte del frente marítimo), la Exposición Universal de 1929 (Montjuïc), el Congreso Eucarístico de 1952 (para expulsar el poblado de barracas que había en una zona de la Diagonal y urbanizarla), los propios Juegos Olímpicos (la Vila Olímpica o el Maremágnum, por citar sólo algunos) y el Fórum de las Culturas de 2004, con el que se expulsó a los habitantes de clase baja de la zona que ahora es Diagonal Mar, se proyectó el centro comercial y se construyeron viviendas de algo standing debidamente valladas en la zona.

Pero fueron los Juegos Olímpicos, por supuesto, los que entronaron el modelo Barcelona. Tras su celebración, concluida la inercia y con muchas infraestructuras por terminar, se dio una etapa en la que «se empiezan a configurar grandes clusters culturales» (p. 41) como el Raval, el MACBA y el CCCB (al que pronto se le añadirán facultades de la UB) o el de la Plaza de las Glorias, con el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña (y luego la Torre Agbar, sedes del diseño y la punta del distrito 22@, que no deja de ser un clúster empresarial). «Nos hallamos, pues, en el paso del modelo Barcelona a la marca Barcelona, es decir, de referente de construcción ético-urbanística de una ciudad a poco más que un logotipo comercial destinado a su promoción competitiva en el mercado.» (p. 44). Si las reformas, hasta ese momento, iban investidas de una ideología concreta de convivencia, de mejoramiento de infraestructuras, de reformas para higienizar, esponjar, adecuar, en definitiva, las calles, a partir de 1997 (la substitución de Pascual Maragall, anterior alcalde, por Joan Clos, el siguiente, también socialista) se da una nueva etapa «más pragmática y asociada de manera descarada a la nueva economía y a la renuncia, en gran parte, a un proyecto global de ciudad» (p. 44).

Esta fase viene marcada, también, por la desaparición de la «paz social» que había imperado hasta entonces, debida, por un lado, a la progresiva disolución de las asociaciones de vecinos (que habían marcado la lucha social desde finales del franquismo), y por la otra a lo ilusionante del discurso olímpico. Las nuevas movilizaciones de principios de los 2000 tienen que ver con movimientos altermundistas (protestas contra el Banco Mundial o la reunión de los jefes de Estado en Barcelona), contra la participación de España en la Guerra de Irak o contra las evidencias, cada vez más claras, de que los proyectos de la ciudad no estaban encaminados a mejorar la vida de sus ciudadanos sino a procurarles réditos económicos a unos pocos, como fue el propio Fórum.

Tras unos años en que la evidencia mercantilista es cada vez más evidente (con Joan Clos, que acabaría siendo director ejecutivo de ONU-Hábitat, nada menos, primero; y con Jordi Hereu, después, que fue más de lo mismo), Barcelona pasa a ser gobernada por la derecha con Xavier Trias, en un mandato donde toda ficción de interés social queda descartada y sólo se llevan a cabo actuaciones en las zonas de renta alta. Tras esos cuatro años, y coincidiendo con la politización de los movimientos de indignados que cristalizan en algunos partidos políticos, Ada Colau se convierte en alcaldesa en 2015, al frente de un gobierno de izquierdas. Sin embargo, y a pesar de las proclamas del partido, Delgado destaca la continuidad entre las políticas urbanísticas de Maragall y las de Colau. «Esta vindicación de la etapa supuestamente esplendorosa y auténtica del «modelo Barcelona» es precisamente la que aparece en la base del proyecto político de Barcelona en Comú» (p. 56). Se percibía que, tras la «desfiguración del espíritu Maragall» llevada a cabo por Clos, Hereu y, claro, Trias, finalmente el retorno de Colau y los suyos iba a ser una vuelta a esa época dorada. Ese retorno quedó evidenciado por la inclusión de Jordi Borja (cuyo papel en la difusión del modelo Barcelona hemos comentado a menudo en el blog) en la lista de Barcelona en Comú y también por la inclusión en el equipo de Gobierno de antiguos responsables municipales del Partido Socialista, amén de que Jaume Collboni, socialista, fuese el segundo teniente de alcalde (y actual alcalde hoy en día, una de cuyas primeras medidas ha sido tumbar la obligación de que toda promoción de viviendas dedicase un 30% a la vivienda social; auténtica gestión socialista, vaya).

La clave del éxito de la candidatura de Barcelona en Comú fue presentarse como alternativa al Gobierno de Xavier Trias, que había comandado la ciudad durante los últimos cuatro años (2011-2015), ocultando que la derecha conservadora no había hecho otra cosa que continuar las dinámicas de saqueo capitalista que habían aplicado a lo largo de treinta años los gobiernos «de izquierda» y reclamándose heredera de esa época dorada del «auténtico modelo Barcelona» que el «modelo Barcelona degenerado» y la «marca Barcelona» habían hecho malograr, puesto que el «modelo» era sobre todo un modelo moral y cívico, mientras que la «marca» implicaba una simple imagen de la ciudad como macroproducto de consumo. (p. 58)

A partir de ahí, tanto Colau como la teniente de alcalde de urbanismo, Janet Sanz, loan sin medida el mejor momento de la historia de Barcelona y su época dorada, el maragallismo. Por ello no sorprendieron dos de sus primeras iniciativas urbanísticas: por un lado, «se elevaban a la categoría de bien patrimonial a proteger ejemplos de la arquitecturización de espacios públicos propia de los años 1980» (p. 58), tanto las «plazas duras» (enormes vacíos de hormigón, vaya, como la horrenda y muy vacía Plaza de los Países Catalanes que hay frente a la estación de Sants) como los «proyectos de diseño» (el Moll de la Fusta, el Parque de la Creueta). Y, por el otro lado, se presenta un plan de barrios, cuyos responsables son los mismos que trabajaron en la época de Maragall (Marta Grabulosa y Oriol Nel·lo), que tiene dos ejes de actuación prioritarios: la zona de Bon Pastor – Baró de Viver, donde se sigue expulsando a vecinos de las casas baratas (lo vimos en la obra de Stefano Portelli La ciudad horizontal) y se construyen viviendas «para rentas medias y altas junto al centro comercial de La Maquinista» (p. 59). El otro eje es la zona del Besós y el Maresme, en pleno 22@, cuyo objetivo es seguir ampliando esta zona como «polo de atracción de actividad económica social y cooperativa» y abrirlo hasta comunicarlo con La Sagrera (es decir, la continuación del plan de La Ribera que los vecinos de la zona consiguieron impedir en 1986 porque los expulsaba de su barrio pero que luego, gobierno tras gobierno, todos se han emperrado en ir aplicando).

Pero estas evidencias prácticas no son la prueba definitiva de hasta qué punto el «nuevo municipalismo» de Ada Colau no es otra cosa que restauración maragalliana, esto es recuperación del proyecto imaginado por Pasqual Maragall. Lo que realmente distingue el «toque Maragall» es la dimensión moralizante del discurso en que se justifica, esa voluntad de, en palabras de la alcaldesa en la presentación de lo que es la reedición del Plan de Barrios (…), «distribuir justicia a los abandonados», es decir, de conceder graciosamente y desde arriba «empoderamiento» a los de abajo, todo ese lenguaje altisonante y pretencioso propio del despotismo ilustrado heredado de quienes mandaron en Barcelona acompañando a Maragall. He ahí la diferencia entre el «modelo Barcelona» y «marca Barcelona»: una forma singular de capitalismo urbano, enrollado en lo cultural y paternalista en lo social» (p. 60).

La puesta en venta de Barcelona, por lo tanto, no empieza con la derecha que gobierna cuatro años, ni siquiera con la decadencia del modelo a partir de 2007: es un hecho central de la política de Maragall y de las reformas para los Juegos Olímpicos; es, de hecho, el objetivo central del que era también referente de Maragall, José María Porcioles, el alcalde colocado por la connivencia entre los poderes franquistas y los poderes locales: «Porcioles puso la base, el gran proyecto de una ciudad al servicio total de su propia mercantilización; Maragall sólo tuvo que añadir legitimidad política, una cierta sensibilidad socialdemócrata y sobre todo campañas de autopublicidad basadas en valores» (p. 61).

La siguiente sección de este primer capítulo aborda una dinámica que se ha repetido en numerosos barrios de la zona: como tantas otras grandes ciudades globales, la vivienda en Barcelona alcanza niveles de precios estratosféricos; y su suelo es un valor cada vez más importante para el Ayuntamiento. Por eso no sorprende que, durante las últimas décadas, se hayan llevado a cabo promociones, actuaciones, programas y demás nombres rimbombante cuya pretensión era mejorar la vida de los vecinos pero cuyas consecuencias siempre acaban siendo la expulsión de esos mismos vecinos y su substitución por otros de rentas más altas. Por ejemplo, «las ciento quince manzanas de lo que fue el Poblenou industrial inmoladas en nombre de la nueva economía: el Distrito 22@» (p. 67).

El proceso continuaba siendo el mismo. De pronto, alguien, en algún sitio, decidía algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declaraba «obsoleto», luego se redactaba un plan perfecto, se elaboraban unos planos llenos de curvas y rectas, se hacía todo ello público de manera atractiva –dibujitos y maquetas– y se prometía una existencia mejor a los seres humanos cuya vida iba a ser, como el lugar, remodelada. A continuación, se proponían ofertas de realojamiento –que siempre perjudicaban a quienes no podían asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les imponían–, se encauzaban dinámicas de participación –orientadas, de hecho, a dividir a los vecinos afectados– y, después, se continuaba sometiendo a ese pedazo de ciudad a un abandono que ya la venía deteriorando, para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad. Luego no era extraña la aplicación de formas de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo –y nunca mejor dicho– consistente en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, en someterles a una presión que los obligue a abandonar su residencia y dejar el paso libre a los planes de «refuncionalización» de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo ello poca cosa aparecía en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos era una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resulta ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano. (p. 68 y 69).

¿Ejemplos? La Vila Olímpica, las casas baratas del Bon Pastor, el Barrio Chino reconvertido en el Raval. De fondo en todo este trajín está una concepción del urbanismo que Ángela Giglia denomina (como veremos en próximas entradas) la «falacia del determinismo espacial», que viene a decir, en palabras de Delgado: «a lo largo de la historia del urbanismo se esperaba que la aplicación de criterios ordenadores claros fuera capaz, por sí sola, de resolver problemas sociales e infraestructurales profundos, no por la vía de un cambio en estructuras sociales brutalmente asimétricas, sino por el de una redefinición de los lugares y de su organización» (p. 81). Se trata de la vieja idea burguesa de que resolver un problema es expulsarlo a una periferia cada vez más lejana; o, peor aún, de la concepción, claramente interesada, de que la manifestación de un problema es, de hecho, ese problema, y erradicarlo de la vista quitaría el problema. Calles amables y pacificadas suponen la superación del conflicto económico, de clases, de la vivienda, de la inmigración o de la prostitución, por citar algunos casos sangrantes; cuando, en realidad, sólo suponen haber expulsado esos problemas lejos de unos barrios reconvertidos en reductos del ocio y el consumo para clases de rentas más altas.

Estas reconversiones público-privadas vienen a menudo acompañadas de un discurso legitimador y moral. Por ejemplo, la propiedad de una de las empresas encargadas de renovar Ciutat Vella, Focivesa (Foment de Ciutat Vella, S. A.), «correspondía, en 2007, en un 57 por ciento al Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. El resto se lo distribuyen La Caixa, Caixa de Catalunya, BBVA, SABA y Telefónica» (p. 83, pie de nota). O VOSA, la empresa que hizo lo mismo en Vila Olímpica, expropió el suelo en nombre público y luego se incorporó a NISA (Nova Icària, S. A.), aportando un 40% de su capital, en forma de ese tesoro inmobiliario expoliado a los vecinos. El 60% restante de NISA era capital privado, por lo que NISA acabó construyendo pisos de alto standing que los vecinos, ya expulsados, no se pudieron permitir y les impidió volver a la zona, substituyendo vecinos de rentas bajas por otros de renta mayor (y generando una jugada redonda para el sector privado).

Como decíamos, todas estas expulsiones vienen siempre acompañadas de un discurso moralista.

Es decir, la rehabilitación del barrio no debía ser tan solo formal, debía ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era solo la pobreza y la marginación, era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el relevo en el tipo de vecindario, la distribución de templos levantados en honor a la Cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de aquellas energías malignas que habían poseído el barrio y que conformaban lo que Gary McDonogh definía como una auténtica geografía del Mal (p. 85).

Precisamente la Filmoteca fue retirada del Barrio Chino a principios de los ochenta, cuando pasó a ser gestionada por el gobierno autonómico, al considerar que tal institución no debía estar en dicho emplazamiento, «en pleno asentamiento gitano del barrio» (p. 86). Un cuarto de siglo después, retornó a sólo unos pocos metros de su emplazamiento original: pero ya no era el Chino, sino el Raval, un barrio debidamente saneado y con enormes templos higienistas dedicados a la cultura: CCCB, MACBA, la Facultad de Geografía e Historia y, por supuesto, esta nueva y flamante Filmoteca.

«Fragmentación urbana y comercio de proximidad: las Superilles de Barcelona», de Lluís Frago Clols

El caso práctico de estudio de «Antropología de la arquitectura», el postgrado en el que estamos participando y del que ya venimos reseñando algunas lecturas y artículos en las últimas entradas, será las Supermanzanas de Barcelona (Superilles, por su nombre en catalán). Se trata de un proyecto que se inició en el año 2016 pero que se popularizó, sobre todo, a partir de 2020, y que cobró aún mayor dimensión local a raíz de la pandemia y el confinamiento, como veremos en una próxima entrada. Las actuaciones implicadas en el proyecto Superilles se van a llevar a cabo por toda la ciudad pero, sobre todo, aprovechan la estructura de uno de los barrios más conocidos de la ciudad: el Ensanche. Diseñado por Ildefons Cerdà (del que ya hemos hablado en el blog en otras ocasiones) durante la segunda mitad del siglo XIX, el Ensanche se caracteriza por su distribución hipodámica o en damero, que extiende y amplía la ciudad hasta incorporar a las poblaciones cercanas (por entonces, independientes, y hoy ya incorporadas como barrios) de Gràcia, Sant Gervasi o Sants. La característica singular del Ensanche, frente a otros trazados hipodámicos, es que las esquinas presentan un chaflán, un espacio que se diseñó tanto para favorecer el tráfico de los vehículos (al evitar las esquinas abruptas) como de las personas.

El proyecto de las Superillas busca, mediante la reducción del tráfico, pacificar, peatonalizar y reverdecer el interior de algunos grupos de manzanas. Así, la idea rector consiste en coger un grupo de 9 manzanas y restringir el tráfico en sus calles interiores sólo a vecinos y servicios. De este modo, el tráfico ajeno a esas 9 manzanas puede circular por el perímetro exterior de la nueva «supermanzana», mientras que las cuatro calles interiores dan prioridad a los peatones y se convierten en espacios peatonales, verdes y de juego o consumo.

A lo largo de las próximas entradas iremos reseñando algunos artículos que analizan ventajas e inconvenientes del proyecto. Hoy, a modo de presentación del mismo, leemos «Fragmentación urbana y comercio de proximidad: Un ensayo sobre el proyecto Superilla en Barcelona«, de Lluís Frago Clols, geógrafo de la Universidad de Barcelona, publicado en Tlalli, Revista de Investigación en Geografía, nº 8. El artículo analiza el contexto en el que surgen las Superillas, compara el proyecto con los anteriores grandes proyectos urbanísticos de la ciudad y finalmente plantea dudas sobre si la escala de actuación es la adecuada.

La apuesta del Plan Cerdà (1855), creada en paralelo a su Teoría General de la Urbanización (1867 y considerado uno de los primeros tratados de urbanismo como ciencia) «es una formulación claramente en favor del fenómeno urbano» (p. 125) frente a otras propuestas de la época, como la ciudad jardín de Howard. Cerdà quería aprovechar los avances técnicos para construir una ciudad densamente poblada pero que, sin embargo, tuviese espacio para respirar (en principio el interior de las manzanas iba a ser una zona ajardinada; en el primer plan diseñado, de hecho, sólo se construía en dos de los cuatro lados de cada manzana, dejando el interior como un corredor verde). Cerdà apostó, también, por una mezcla de usos (convivían las viviendas con la industria) y la importancia del ferrocarril como medio de transporte urbano.

Ya en un nuevo contexto, el determinado por el funcionalismo y los CIAM (recordemos La carta de Atenas), surge el Plan Macià, planteado por los arquitectos del GATPAC, entre ellos Josep Lluís Sert o Le Corbusier. El Plan Macià no llegaría a ser ejecutado (por lo que hay que dar gracias a la providencia…), pero proponía reorganizar Barcelona en función de los nuevos «descubrimientos» de los CIAM, es decir: la funcionalización. Si Cerdà lo había mezclado todo, el Plan Macià proponía separar espacios, ampliar las carreteras (la tan omnipresente cuarta función, la movilidad) y, por ejemplo, situaba el ocio en la «Ciudad del Recreo y de las Vacaciones de Gavà»… a 20 kilómetros de la ciudad. Porque el ocio, para los racionalistas, era algo que sucedía organizadamente en fines de semana, y en manada, a ser posible. El Plan Macià, de hecho, también proponía la superación de las manzanas y la construcción de unas «supermanzanas» de 400 metros por 400 metros, «que tenían que favorecer más al tránsito viario» (p. 126).

Durante los años del franquismo, el Ensanche sirvió como epicentro a partir del cual estructurar el resto de la ciudad de Barcelona, aumentando enormemente su densidad y con una mezcla de usos aún muy presente. «Buena parte de la expansión urbana fuera del ámbito del ensanche de Barcelona irá de la mano de los intereses de promotores y propietarios del suelo, correspondiendo a las áreas suburbanas de la ciudad a partir de la edificación abierta intensiva» (p. 126). Es la época en que las ciudades colindantes con Barcelona se van proyectando como ciudades satélite o, incluso, ciudades dormitorio.

La siguiente época vino marcada por «las grandes reformas olímpicas» (respecto a las cuales vimos, hace nada, la construcción de la Vila Olímpica, de la mano de Gabriela Navas Perrone), pero también por «una importante creación de nuevo espacio público aprovechando los vacíos urbanos dejados por la desindustrialización» (p. 127). De ahí surgieron, por ejemplo, las «plazas duras», plazas de hormigón con pocos elementos verdes y algo de mobiliario, que han sido insignia del «modelo Barcelona» durante bastante tiempo.

Las superillas surgen en un contexto distinto. Si bien el proyecto, como ya hemos comentado, se inicia en 2016, es a partir de 2020 y el confinamiento provocado por el COVID-19 cuando gana popularidad. Se imbrica, además, con otros proyectos similares como el de la ciudad de los 15 minutos de París (de la que ya hablamos), en esta nueva ideología urbana que propone ciudades amables para los transeúntes y pobladas de espacios verdes. Los puntos esenciales del proyecto son, de hecho, favorecer los espacios verdes, priorizar espacios para caminar antes que para el vehículo y, entre otros, «el desarrollo del comercio de proximidad».

Sin embargo, como destaca Frago Clols, los estudios de amplio calado que analicen el impacto directo de estas medidas sobre los temas que pretenden afectar son casi inexistentes. Sí que hay estudios puntuales

Para el caso de las [Superilles de Barcelona], las investigaciones existentes han quedado limitadas a aspectos puntuales del proyecto, muy relacionadas con la smart city, y el uso asociado, y abuso, de indicadores cuantitativos que el big data ofrece, así como su georreferenciación. Las dimensiones analíticas de este tipo de trabajos se han articulado a partir de datos puntuales sobre movilidad y calidad ambiental (…), aspectos de salud (…) y la asociada contaminación (…). A pesar de estudios que se centran en algunos conflictos sobre las apropiaciones del espacio público (…), son inexistentes los estudios sobre la [Superilla de Barcelona] que no sean análisis puntuales y que utilicen perspectivas de análisis multiescalares con una reflexión más amplia sobre el fenómeno urbano. En este sentido, el trabajo se pregunta: ¿Cuál es la escala de la ciudad? ¿Qué papel ejerce el neoliberalismo para entender la eclosión de la ciudad de la proximidad? ¿Realmente la ciudad de la proximidad es una ciudad, o es un fragmento de ella? ¿La ciudad de la proximidad puede resolver los retos sociales, económicos y ecológicos de nuestro mundo? (p. 118; el destacado es nuestro).

Y remata con una conclusión muy acertada: «Teniendo en cuenta que, desde la escala local, o micro local, no se pueden resolver los principales retos que plantea el sistema capitalista, se deduce que la profunda crisis del comercio físico en nuestras ciudades, motivada por la difusión del e-commerce, no será resuelta desde el urbanismo o las políticas de proximidad» (p. 119).

Frente a los proyectos urbanos mastodónticos (pensamos en las grandes obras de Robert Moses en Nueva York, por ejemplo, pero también nos servirían el Fórum o Diagonal Mar en Barcelona), las últimas corrientes urbanas han vuelto a la escala de lo local y lo microlocal. El París de los 15 minutos, por ejemplo, que no busca grandes ejes viarios o rediseñar la ciudad, sino acercarla a los habitantes que ya existen. Frago Clols recuerda que «la planificación urbana ha servido sobre todo para hacer más fluidos los circuitos de acumulación de capital (Harvey, 1982)» (p. 120) y que la mayoría de propuestas de izquierdas que han tratado de luchar contra este fenómeno (por ejemplo, cooperativas de vivienda o de consumo de proximidad) tienen alcances muy limitados. En esta línea sitúa el gobierno de Barcelona en Comú (recientemente substituido por el actual alcalde socialista) que, a pesar de su «buena voluntad» de «aproximarse y de solucionar los problemas de los vecinos», acaban convirtiéndose en una fragmentación creciente de «minifundios» que impiden una respuesta poderosa y unitaria, articulada frente al capital.

Las acciones en favor del comercio de proximidad sintetizan muy bien este tipo de políticas postmodernas fragmentadas. Se basan en la idea de una ciudad articulada únicamente a partir de barrios o micro-barrios que darían origen a este tipo de comercio. Se interpreta que a partir de estas acciones se podría hacer frente al poder de las grandes empresas de distribución transnacionales que ocupan las áreas más centrales o frenar la creciente desertización comercial que el comercio online impulsa. En cierta forma, esta acción del poder público en beneficio del pretendido comercio de proximidad se olvida de la naturaleza de la ciudad, articulada a partir de un sistema de centralidades que actúan a distintas escalas y que se organiza a partir de redes. Las políticas de proximidad en el comercio no tienen en cuenta
la larga trayectoria de las teorías neopositivistas urbanas y comerciales que encontraron el inicio en la teoría de los Lugares Centrales de Christaller… (p. 121)

A este contexto hay que añadirle la modificación del comercio a escala global. Por un lado, la Gran Recesión (2008-2012), que supuso un mazazo importante al pequeño comercio, que ya de por sí arrastraba otros males (la dificultada para competir con los grandes comerciantes, sin ir muy lejos), sumado a los precios crecientes del suelo o el alquiler en las ciudades, lo que también impacta sobre el pequeño comercio. Este proceso ha recibido distintos nombres en función de las características de los lugares donde se ha dado: demalling, retail apocalypse, retail-less city… Esta última (Carreras y Frago, 2022) es «una hipotética ciudad sin comercio en la que sólo quedarían pequeños establecimientos de conveniencia, principalmente alimentación, o aquellos que requieren de una experiencia, como tiendas de sofás o colchones, que el canal online encuentra menos estratégico» (p. 123).

«La desaparición de las actividades comerciales en las calles amenaza la esencia de lo que es una ciudad; fundamentalmente afecta a la naturaleza polifuncional del espacio público, su centralidad multiescalar y al cotidiano» (p. 124) y es, además, de especial importancia en ciudades del mundo mediterráneo (o árabe), donde el comercio informal y a pie de calle es esencial, frente a ciudades donde su presencia no es tan importante, como son las anglosajonas o los barrios burgueses de América Latina (los barrios residenciales, en general).

En este contexto, Frago Clols entiende que el proyecto Superilla presenta una «lectura fragmentada de la ciudad en el momento en que el concepto calle desaparece del proyecto, tan importante para el Plan Cerdà, el Plan Macià o el urbanismo olímpico. la calles es intrínseca al espacio público y claramente relacionada con las infraestructuras de movilidad en el proceso de estructuración de la ciudad. En el proyecto Superilla Barcelona se utiliza el concepto eje verde.» (p. 129) Si bien sí que existen algunos planes de usos en las calles, sobre todo con el objetivo de que no se llenen únicamente de terrazas y bares y zonas de ocio, lo cierto es que los valores con los que se promueve la Superilla son muy similares a aquellos con los que se impulsan las periferias residenciales cerradas, especialmente de América Latina. «Retorno a la naturaleza», «seguridad», «autosuficiencia», «tranquilidad», «el papel de la comunidad»…

Se produce una paradoja, y es que el papel dominante de la escala del barrio en el proceso de articulación del proyecto Superilla en un contexto de creciente desaparición de las actividades comerciales en la calle apunta hacia un modelo de ciudad más parecido al de Le Corbusier que al de Jane Jacobs. Este hecho es sorprendente si se tiene en cuenta que las tesis sobre la ciudad de la publicista norteamericana siempre han servido de armadura intelectual para la Superilla Barcelona.

Dentro de la historia del urbanismo de Barcelona, el proyecto [Superilles de Barcelona] significa un empequeñecimiento de la escala de la actuación. (…) En contraposición, la ciudad-región se ha expandido mucho más allá de los límites de la metrópolis industrial y el fenómeno urbano es planetario. Barcelona, en cierta forma, deja de querer tener una función de capitalidad regional y nacional, y sólo se transforma en beneficio de la escala micro-local a partir de afrontar los principales retos globales. (p. 132)

Ya en las conclusiones, Frago Clols vuelve al debate sobre quién transforma las ciudades. Es innegable una multiplicidad de respuestas posibles; pero innegable es, también, el enorme papel del mercado para transformar los espacios urbanos. Querer modificar el comercio afectando únicamente al último eslabón del mismo, y sólo en la escala municipal, pocos efectos va a obtener, si no va ligado con la imposición de «restricciones a la operación desacomplejada de los grandes oligopolios empresariales del comercio online» (p.l 133). Dicho de otro modo: poco importa lo que se haga en las calles de Barcelona si se permite en los alrededores la construcción del enésimo centro logístico de Amazon o similares.

Por último, es importante remarcar que las comunidades locales que articulan los barrios se contraponen a la ciudad. Las ciudades son realidades sociales que van mucho más allá de la suma de áreas residenciales autosuficientes. La defensa de estas comunidades micro locales a la vez vehicula una parte muy importante del odio tradicional a la ciudad: ruido, contaminación, densidad, pobreza, desconocidos, etc. En el contexto de emergencia comercial, y teniendo en cuenta el papel fundamental que ejercen los vecinos y la escala local en la articulación de la Superilla Barcelona, ¿puede ser que la Superilla Barcelona se parezca al modelo de suburbio residencial de Le Corbusier? Si a este hecho, le añadimos la idea de un barrio autosuficiente y basado con su propio comercio, ¿hasta qué punto el modelo urbano de la Superilla Barcelona se parece al de los barrios cerrados de las periferias de las ciudades latinoamericanas? (p. 133)

«La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona», María Gabriela Navas Perrone

Ya les comentamos en la reseña del artículo «Dionisos en las ciudades«, de Manuel Delgado, que hemos empezado el postgrado Antropología de la arquitectura en la UB. Sus profesores son el antropólogo Manuel Delgado, viejo conocido del blog, y la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas Perrone, de quien hoy reseñaremos un artículo. El objetivo del postgrado, y parte esencial del objeto de estudio de Navas Parrone, es tender un puente entre la arquitectura y la antropología. Desde esta última disciplina se han llevado a cabo múltiples estudios sobre el espacio y cómo se habitaba (sin ir muy lejos, en la anterior reseña, Estudios de ecología humana, hablamos entre otros sobre la Escuela de Chicago, que hacían su muy particular etnografía urbana), pero en cambio la arquitectura, hasta recientemente, no ha empezado a cuestionarse cuáles eran los efectos de sus proyectos sobre la vida social de la ciudad.

Lejos quedan ya, afortunadamente, los enormes proyectos modernistas que desgajaron ciudades (Le Corbusier, Moses), sometiéndolas a bloques de hormigón, a colosales autopistas y a la elevación de ciudades satélite o grands ensembles. No tan lejos, pero esperemos que algo más superados, están los proyectos que trataron de catapultar la ciudad a los flujos del capital global (entre ellos, claro, el Museo Guggenheim, pero en esta categoría entrarían desde La Défense, que tanto criticaba Bauman, hasta The Gherkin, tanto en Londres como en Barcelona, y cualquier otro proyecto de renovación urbana del frente marítimo, como los de Baltimore o el Canary Wharf, que les venga a la mente). Por un lado, y gracias a aportaciones desde las ciencias sociales como las de Jane Jacobs o Kevin Lynch, entre muchas otras, la propia legislación urbana se ha ido modificando, adaptándose a nuevas formas urbanas (y aquí tendríamos que hablar tanto de la arquitectura hostil como de las clases creativas); por otro lado, la propia disciplina de la arquitectura se ha ido planteando su papel como copartícipes de la ciudad y han surgido una serie de propuestas y movimientos (algunos de los cuales reseñaremos en una próxima entrada) que quieren tener en cuenta el papel que sus proyectos y construcciones juegan sobre la ciudad, sus habitantes y la vida urbana en general.

Una de estas propuestas es la Antropología de la arquitectura de Navas Perrone, un puente tendido entre la arquitectura y la etnografía que busca entender el papel de la arquitectura y sus efectos (y, sobre todo, su grado de participación en la construcción de la ciudad neoliberal).

La antropología de la arquitectura propone una etnografía de la producción arquitectónica, desvelando la trayectoria del diseño, desde la red de actores, consensos, imprevistos y circunstancias que condicionaron la toma de decisiones sobre la configuración de una determinada obra arquitectónica o plan urbanístico. En ese sentido, vincula la etnografía y la investigación proyectual como punto de intersección entre la antropología y la arquitectura, para analizar el complejo proceso de producción del espacio urbano. Su aplicación demanda una perspectiva reflexiva respecto al rol del profesional de la arquitectura en la gestión urbana empresarial. Pone al descubierto las demandas de clientes, las dinámicas del mercado inmobiliario, los intereses políticos y los pactos entre los agentes urbanos que participan en la configuración del diseño. Además, ofrece un modelo de investigación para detectar los impactos sociales de las reformas urbanísticas y su compleja interacción con las formas de habitar. (p. 44)

«Antropología de la arquitectura. La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona» (recién publicado, en QuAderns, núm. 39, 2023) es un análisis de la destrucción y posterior reconstrucción de un barrio de Barcelona ante la inminencia de los Juegos Olímpicos de 1992 llevado a cabo desde la visión de la antropología de la arquitectura. Navas Perrone recurrió a un análisis documental del discurso oficial que justificó el derribo de gran parte del barrio y su substitución por uno nuevo, residencial, amén de la mercantilización y privatización del suelo que supuso, así como entrevistas personales y un análisis directo de la vida del nuevo barrio.

Hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona aprovechó la excusa de los Juegos Olímpicos de 1992 para modernizarse y proyectarse en el exterior como una ciudad abierta y turística (hoy la llamaríamos global). Sus reformas urbanísticas, que abarcaron una gran parte de la ciudad, con mayor o menor intensidad dependiendo de la zona, han acabado siendo conocidas como el «modelo Barcelona», una forma de hacer ciudad que durante años se exportó a otros lugares y que muchas ciudades han querido imitar. Con el tiempo, sin embargo, tanto las ciencias sociales como la propia situación de la ciudad han puesto de manifiesto las muchas sombras de este proyecto: una ciudad masificada, vendida al turismo, terciarizada y museificada, donde la gentrificación va rondando por gran cantidad de barrios y donde el espacio público es una puesta en escena al servicio del capital y el turista.

La zona que es ahora la Vila Olímpica no fue ajena al proceso. Oriol Bohigas, el arquitecto máximo del proyecto (primero como arquitecto, luego como miembro del Ayuntamiento) describió la zona como «una especie de vacío urbano y, por lo tanto, un lugar idóneo para hacer una renovación a fondo, implantando el primer barrio moderno junto al mar» (p. 47). No era cierto. Se trataba de un terreno densamente poblado y con una enorme vida industrial; cerca del mar, eso sí. El proyecto, aprobado en 1986, supuso el mayor derribo de casas en la historia de Barcelona; a pesar de eso, sin embargo, y debido al discurso oficial que se promulgó, no se lo tiene en la memoria como una gran obra o como una gran pérdida, a diferencia de derribos mucho menores en extensión que la memoria popular sí que recuerda.

Se creó una sociedad privada municipal, VOSA, que fue la encargada de obtener o expropiar los terrenos. «Así, unos terrenos de propiedad industrial pasaron a ser de titularidad pública, para luego ser aportados como capital municipal a la empresa mixta creada para gestionar la operación inmobiliaria» (p. 48). Es decir: VOSA aportó la propiedad de los suelos a NISA, (Nova Icària, S. A.), una inmobiliaria participada con un 40% por el Ayuntamiento (es decir: la aportación de ese suelo) y con un 60% por capital privado, por lo que, en la práctica, fue una excusa encubierta para que la participación público-privada (gestionada, eso sí, por manos privadas) pasase a ostentar la propiedad del suelo y obtener réditos con ella.

Lógicamente, los accionistas privadas olvidaron todas las promesas de vivienda pública y reubicación de los desplazados que siempre acompañan a este tipo de proyectos y apuntaron hacia el beneficio, creando inmuebles para clases medias y altas y acabando con la sociabilidad de un barrio obrero e industrial, donde precisamente los vecinos, al carecer de recursos económicos, tienden a colaborar más unos con otros. Pero, cuando la nueva Vila Olímpica pasó a ser habitada, en diciembre de 1992, los nuevos habitantes se encontraron con un «desierto de fantasmas» (p. 55). Primero se achacó a que muchas de las viviendas aún no estaban ocupadas, pero el paso del tiempo fue dejando claro que se trataba de un barrio residencial con escaso uso del espacio público. Precisamente esa ausencia de uso del espacio llevó a delimitara aún más la separación entre espacio público y espacio privado, vallando los jardines y los interiores de las comunidades de vecinos, en algunos casos de forma porosa (límites que se podían traspasar), en otro caso con muros sólo accesibles a los vecinos.

Esta segregación también se refleja en las diferentes formas de usar el espacio público. Las observaciones sobre el terreno permitieron corroborar que la escasa presencia de transeúntes en la Vila Olímpica contrasta con la efervescente interacción social que existe en el barrio vecino, Poblenou. Si se realiza un recorrido comprendido entre la calle principal de ambos barrios, se puede apreciar cómo la baja densidad peatonal de la Avinguda Icària de la Vila Olímpica difiere de la elevada frecuencia de uso existente en la Rambla de Poblenou. (p. 59)

Esta sensación de poco tránsito no ha variado mucho con el tiempo. A día de hoy, la Vila Olímpica sigue siendo una zona residencial con un uso muy escaso y marcado de sus calles: salidas del metro, alrededores de los colegios y zonas puntuales. El resto, precisamente por la ausencia de usos habituales, se percibe como un espacio vulnerable e inseguro y, por eso mismo, los vecinos de la zona reclaman mayor seguridad al Ayuntamiento. De hecho, en 2019 se anunció que uno de los parques del barrio iba a ser vallado y se cerraría «por seguridad» durante las noches.

Las buenas familias de Barcelona, Gary Wray McDonogh

Las ciudades son cúmulos enormes de historia, población y decisiones. Recordar lo que ha sucedido en cada una de sus calles, sobre todo con ciudades que llevan milenios de historia a sus espaldas, no es sólo complejo, sino imposible. Por ello, cada ciudad, cuando se presenta al mundo, escoge qué partes de su historia privilegiar y qué partes esconder. Barcelona es una ciudad que (como la mayoría de las ciudades occidentales) ha privilegiado la historia de sus élites y su burguesía: ahí están el Liceo, que es el gran teatro de la ópera catalana y lugar de reunión de las clases altas; o todos los edificios modernistas de Gaudí y similares, que no dejan de ser encargos burgueses. Pero, en cambio, Barcelona también ha ofuscado su historia de revoluciones y luchas obreras: la jornada laboral de 8 horas se consiguió, en 1919, gracias a una huelga multitudinaria que se llevó a cabo en la ciudad, la huelga de la Canadiense (iniciada por los trabajadores del transporte público). ¿Dónde se recuerda ese hecho? Asimismo, en Barcelona, como en muchas otras ciudades europeas que se industrializaron a lo largo de los siglos XVIII y XIX, hubo grandes fábricas, con sus proletarios y condiciones pésimas, y luchas por mejorar esas condiciones. ¿Dónde se los recuerda? Por ejemplo, la Maquinista Terrestre y Marítima, que fue una enorme fábrica metalúrgica fundada en 1855, es ahora… un centro comercial llamado, sí, la Maquinista, pero que obvia por completo su pasado.

Las buenas familias de Barcelona. Historia social de poder en la era industrial, de Gary Wray McDonogh (Princeton University Press, 1986; leemos la edición de Ediciones Omega, 1989, traducida por Mercedes Güell) es un repaso al papel que han jugado las élites (aristocráticas primero, industriales después) en la historia de los dos últimos siglos de Barcelona. Se descubre, sin especial sorpresa, que muchas de esas familias siguen, a día de hoy, ostentando grandes dosis de poder económico; o que, por ejemplo, el que fue su banco, llamado popularmente «la caixa dels marquesos» (la caja de los marqueses) sigue siendo uno de los principales conglomerados bancarios del país.

La élite a la que aquí nos estamos refiriendo, las buenas familias de Barcelona, forma una pequeña y relativamente cerrada comunidad de dos mil a tres mil hombres, mujeres y niños. Estas familias componen entre cien y doscientos linajes de tipo patriarcal en una ciudad de aproximadamente dos millones de habitantes y una población catalana de unos seis millones. A pesar del limitado número de familias que lo integran, este grupo social fuertemente unido ha controlado el poder económico catalán durante casi 150 años, realizando una fugaz tentativa de gobernar Cataluña como una entidad política autónoma. Su establecimiento ha significado una síntesis entre el nuevo capitalismo burgués y la vieja aristocracia, convirtiéndose, así, en los nuevos y antiguos dueños del poder. Los intercambios y alianzas practicados entre sus miembros han ennoblecido la reciente riqueza a la vez que la vieja nobleza se ha fortalecido y enriquecido. (p. 4)

Ya comentamos tiempo atrás, con la lectura de La sociedad red, cómo los ricos y las élites crean lugares, tipo clubs de campo o campos de golf, así como entidades (universidades de prestigio, lugares como el propio Liceo) donde sólo ellos tienen acceso, así como unas formas determinadas de comportarse, vestirse y relacionarse que les permiten distinguirse entre ellos y distinguirse del resto. Ser élite no consiste sólo en tener dinero, sino en la pertenencia a una clase social que es consciente de sí misma y de quiénes la forman; una clase a la que se puede, con dificultad, acceder, pero a la que también se puede dejar de pertenecer, con determinadas acciones. El estudio de Wray McDonogh es un repaso a estos códigos y las formas de comportamiento de esta élite, centrándose en algunas de sus principales familias, y también en los efectos que su existencia y comportamiento tuvieron sobre la propia estructura urbana de la ciudad de Barcelona.

La historia de Barcelona, ligada a la de Cataluña, es compleja e imposible de entender sin la relación con el país, España. No entraremos en ello en el blog, puesto que escapa a nuestros propósitos, salvo cuando sea necesario para comprender las actitudes de la élite barcelonesa. Brevemente: a partir de la década de 1830, la industria catalana, especialmente la textil, creció de forma importante (debido a «la prohibición estatal de la importación de productos de algodón acabados», lo que impulsó las fábricas catalanas). Esta creciente burguesía industrial se ramificó a diversos negocios y fundo el Banco de Barcelona y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Barcelona (la «caja de los marqueses» y actual Caixabank), así como una enorme fábrica, la España Industrial (actualmente, un parque verde junto a la estación de Sants). «A mediados del diecinueve, la industrial textil catalana ocupaba «un cuarto puesto en la industria mundial: Inglaterra, Francia y Estados Unidos iban delante y Bélgica e Italia detrás» (Harrison 1978:62)»». A pesar de seguir siendo una élite, en general, muy conservadora, vinculó su identidad a una producción cultural novedosa, con teatro, poesía y novelas en catalán y una adhesión al movimiento Art Noveau que se denominó «modernismo» y de la cual las obras de Gaudí o Puig i Cadafalch son muestras claras, así como la construcción del propio Liceo. Este «catalanismo burgués» alcanzó su máximo apogeo en las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX.

Por otro lado, también a partir de 1830 se formó un proletariado obrero que pronto se empezó a organizar. Si en 1832, Josep Bonaplata fundaba su primera fábrica textil, en 1835 ésta sufrió la primera manifestación violenta de los obreros al ser incendiada. En 1850 se dio la primera huelga general, aparecieron grupos anarquistas y sindicatos muy organizados y, paralelamente, también su máxima actividad se dio a principios del siglo XX, con la huelga general de la Canadiense o los estallidos revolucionarios que llegaron con el golpe de Estado de 1936 y la Guerra Civil. Con la consiguiente represión de la dictadura franquista, que trató de disolver los símbolos de la identidad catalana (lengua, gobierno), muchas de sus familias perdieron parte de su poder económico. A ello hay que sumarle que, durante todo el franquismo, Cataluña fue receptora de oleadas de inmigración provenientes, sobre todo, de Andalucía y Murcia (alrededor de 1.6 millones de habitantes), lo que configuraría enormemente la actual complejidad de la identidad catalana, sucesivos intentos de independencia mediante. Aunque eso ya sea alejarse del tema.

La aristocracia catalana estaba caracterizada, como tantas otras europeas, por su dependencia de la tierra y su estructura en una amplia unidad familiar que vivía en una masia o casa pairal, una mansión rodeada de tierras. Al principio la herencia pasaba únicamente al hijo varón de más edad, pero hacia mediados del siglo XIX se instauró una repartición que también tenía en cuenta a los hermanos, algo determinante para convertir a las familias en grandes linajes. Como en otras sociedades europeas, el papel de la mujer era el de asegurar, mediante bodas, bien las adecuadas asociaciones familiares, o bien, cuando no había herederos varones, conseguir un varón que se integrase en la familia y pasase a gestionar el patrimonio.

La masia devino un símbolo de orden, en oposición a todo el desorden imperante, ya fuesen las revoluciones obreras, los actos del gobierno español o cualquier otro. La saga familiar era la representación de la disciplina y el buen funcionamiento. «Esta unidad que era básica para la organización social de la élite se convirtió en la piedra angular de su manipulación ideológica de la sociedad industrial.» (p. 69). Esto se evidencia, por ejemplo, en la figura de Enric Prat de la Riba (1970-1917), «una de las figuras centrales del renacimiento del nacionalismo catalán».

[Enric Prat de la Riba] Quiso asentar la industria catalana sobre la base de una sociedad ordenada en la que propietarios y trabajadores estuviesen unidos entre sí conforme el modelo de la familia tradicional. En esto se acercaba de forma notable a otros pensadores europeos, sociólogos de su tiempo como Frédéric Le Play quien popularizó el término «tronco-familiar» en sus escritos sobre la organización social del trabajo en el sur de Francia. Le Play vio en la familia catalana un modelo ideal de organización industrial y su influencia fue, por ello, enormemente importante para la sociología del periodo industrial catalán. (p. 71)

Se dio un traspaso de la masia a la fábrica: el propietario y cabeza de familia de la primera se convertía en patrón y líder de la segunda; una figura patriarca y benevolente que velaba por el bienestar de sus hijos / trabajadores. Esto estuvo especialmente marcado en las «colonias», poblaciones que se habían formado alrededor de las fábricas que se levantaban a lo largo de los ríos que recorren la Cataluña central, como el Llobregat, que desemboca en Barcelona. En estas colonias todo era propiedad del «señor»: las casas, las tiendas, colegios, guarderías… El patrón debía garantizar que sus trabajadores tuviesen todo lo necesario para el día a día; a cambio, se convertía en una especie de señor feudal donde su palabra era ley.

El siglo XIX trajo dos grandes cambios a la industria europea: la imposición de un estándar europeo, por un lado, y la creación de las sociedades anónimas, que «se convirtió en un modo de acumular capital para energía, maquinaria y transportes» y que permitió a las grandes familias acumular mucho capital.

En ese momento, confluyeron en la ciudad de Barcelona dos bandos: la antigua aristocracia y las nuevas familias de poder industrial. El segundo se fue infiltrando en el primero, absorbiendo, por el camino, sus códigos de conducta, al tiempo que los iba modificando. «El cambio económico que originaba el paso de capitalista a rentista estaba acompañado, a su vez, por una transformación social que consistía en pasar de ser un hombre rico a ser un señor» (p. 142). Existían títulos nobiliarios, claro, que las familias industriales trataban de conseguir mediante matrimonios o bien por una actuación tan incontestable (tal enorme acumulación de riquezas) que simplemente los recibían como recompensa. Existían, así mismo, una serie de valores que la aristocracia respetaba y que los industriales debían cumplir para llegar a pertenecer al mismo estamento. Uno de los factores importantes en Cataluña era el idioma: el uso prioritario del castellano o el catalán, en función de la situación política. Otro era la educación, un factor que no ha cambiado mucho en la actualidad: el paso por determinados institutos o universidades (hoy por ejemplo Stanford o Harvard) abre el acceso a contactos con las familias de la élite.

Aunque cualquiera que entre a formar parte de una élite puede llegar a aprender sus costumbres y su lengua, hay una serie de cuestiones que permanecen como algo más propio y exclusivo. Para ser un gran señor uno debe conocer cómo son los demás señores, uno debe haber compartido con ellos su pasado, su estilo de vida… Este conocimiento mutuo se remonta a la época de la infancia proporcionando a los miembros de una clase alta una historia común y una conciencia histórica inaccesible a cualquier persona externa. (p. 174)

Como ya vimos en El campo y la ciudad, el matrimonio, para las personas de clase alta, no es sólo una unión de dos miembros sino un intercambio comercial mediante el cual dos linajes se unen y se institucionalizan alianzas entre ellos.

Más allá de su valor como institución socio-económica, la familia catalana ha sido también la base de la imagen cultural. Constituyendo una metáfora para la sociedad catalana, la familia vino a ser el fundamento de la legitimación cultural y el dominio ejercido por la clase alta.

(…) la familia era el símbolo clave en las estrategias políticas de la burguesía catalana de finales del diecinueve y principios del viente, el medio a través del cual esa burguesía buscaba establecer y unificar un movimiento nacional. Era, a la vez, una imagen emotiva y ambigua. (…) Asimismo, la élite y sus ideólogos, al verse amenazados por conflictos internos, interpretaban la familia en términos de jerarquía, autoridad y orden. (p. 216)

El efecto que las buenas familias tenían (y tienen) sobre la ciudad de Barcelona no es sólo moral o económico: se acaba reflejando en el propio entramado urbano. Wray McDonogh rastrea dos ejemplos paradigmáticos: el Cementerio Viejo y el Liceo. El cementerio viejo, cuyo nombre se establece en oposición al cementerio nuevo que se construyó posteriormente en Montjuïch, es un recinto amurallado que se levantó a las afueras de la ciudad, aunque hoy en día ha quedado completamente absorbido por ésta. La propia distribución de los difuntos refleja claramente la estratificación social de la época: un semicírculo frente a la entrada, destinado a las clases pobres, poco más que una fosa común (hoy, de hecho, desaparecido); una sección principal, con nichos amontonados en columna, donde las clases medias podían ir dejando las urnas con los restos de sus difuntos pero, eso sí, cada vez que moría uno, había que sacar los restos del difunto anterior; y, finalmente, una zona apartada, ajardinada, con bellos panteones entre los que pasear, donde las clases altas encontraban su lugar de reposo, a menudo hasta tres, cuatro o cinco generaciones de una misma familia, algo que estaba vedado al resto de clases. «Cada sección, en definitiva, establecía los distintos derechos que se tenían ante la historia. La fosa de los pobres impedía evocar el recuerdo de los muertos; la continuidad del propio individuo o de su familia. (…) La sección intermedia preservaba el recuerdo y el sentimiento de familia» (p. 229), pero no los restos, puesto que, como ya hemos comentado, cada entierro suponía retirar los restos mortales del anterior. «… los panteones de la tercera sección ponían de relieve la posición de la élite. Para la cohesión social y económica de la élite, la familia se convirtió (incluso en la muerte) en un principio fundamental y glorioso.» (p. 230).

Lo mismo sucedió con el Teatro del Liceu (Liceo). La ópera, que pronto se convirtió en un espectáculo para clases altas (y también «el nexo que unía a las élites nueva y antigua», p. 243), debía encontrar un lugar adecuado. El Liceo, imitando otros teatros de la ópera contemporáneos, como el Covent Garden de Londres (que contaba con tres hileras de palcos reservados a los nobles, además del palco central real), cuenta con seis pisos claramente diferenciados: la planta noble (la planta baja), así como la segunda y la tercera, cuentan con pasillos amplios que se pueden transitar cómodamente, y cada palco dispone de su propio antecámara, un lugar de reunión de nobles y gentes de casa bien. Los pisos superiores iban repitiendo el mismo esquema pero cada vez con menos ornamentación y detalles; a menudo eran los palcos que ocupaban los hijos que aún no eran cabezas de familia o, incluso, donde los jóvenes nobles se reunían con amadas o amantes. El último piso, para curiosos, melómanos y similares, no estaba conectado con los anteriores y sólo se podía acceder a él desde una puertecilla exterior en el lateral del Liceo.

El siglo XIX se caracterizó, también, por una élite cada vez más internacionalizada que ya no sólo respondía ante unos códigos locales, sino universales; las relaciones y el prestigio que se obtenían de frecuentar la ópera eran igual de importantes en cualquier ciudad central de Europa como en Estados Unidos o las colonias. Se ha descrito el acto de acudir al Liceo como un «ritual», con sus normas concretas. Anexo a los palcos estaba el Círculo del Liceo, un club privado, al que sólo podían pertenecer varones (algo que no se modificó hasta recientemente, en el año 2001), aunque las mujeres podían acudir por invitación, y el lugar donde se llevaban a cabo reuniones, negociaciones y transacciones de las élites.

Para hablar de una apropiación del Liceu por parte de la élite, es necesario ir más allá de los marcos estáticos de la sociedad urbana personificada en el edificio. A diferencia de lo que era para otros grupos, el Liceu era para la élite un lugar fundamentalmente de identidad social y cultural. Esto se pone de manifiesto en el modo en que el teatro encerraba dentro de sí el concepto de familia y propiedad, en su uso en los ciclos vitales de la clase alta, y en su valor para la integración en la clase alta como un todo. (p. 255)

Por ejemplo, la «puesta de largo» de las herederas de la élite se llevaba a cabo en el Liceo, cuando se les permitía debutar por primera vez en la sesión de tarde, y probablemente era de los primeros lugares donde se llevaba a cabo el cortejo.

Debido, probablemente, a su enorme valor simbólico, en el Liceo se llevó a cabo un atentado»en la noche de apertura de temporada de 1893: durante el primer intermedio de Guillermo Tell, dos bombas lanzadas desde el gallinero cayeron sobre los pisos inferiores. Una de ellos explotó en la planta primera entre las filas trece y catorce. Murieron veinte personas.» (p. 260). Ya hemos comentado que la Barcelona de fin de siglo XIX y principios del XX era un lugar con una «confrontación de clases enormemente violenta». Hubo otros atentados igual o más sangrientos; pero el del Liceo dejó una marca indeleble en la élite similar, por ejemplo, a lo que supuso el atentado de las Torres Gemelas (salvando distancias y magnitudes, por supuesto; en un caso hablamos de 20 muertos y en el otro de más de 3.000).

¿Por qué tuvo este evento, un atentado entre los muchos incidentes que se dieron en esa misma época, un poder mítico tan grande en la conciencia histórica de las buenas familias de Barcelona? La respuesta está en el significado ideológico del Liceu como una proyección del orden social de Cataluña y la estabilidad del control que la nueva élite pretendía ejercer sobre dicha sociedad. El atentado del Liceu era una amenaza directa contra la imagen de poder de las buenas familias, contra la presentación en sociedad de su propia identidad. Cometer un atentado en el mismo interior del Liceu era una forma de que la confrontación adquiriese un significado mucho más relevante. (p. 261)

Es comprensible el hecho de que, a día de hoy, tanto el Liceo como otros monumentos erigidos por y para las clases altas de Barcelona sigan siendo lo mas visitado; no dejan de ser lugares hermosos, céntricos y representativos. Lo triste son los esfuerzos denodados por disolver la historia que sucedió en el mismo sitio pero en un bando distinto: las revoluciones obreras, las protestas sindicales, los logros proletarios.

Baste un ejemplo para ello: la organización de los Juegos Olímpicos de 1992 supuso un revulsivo para la ciudad de Barcelona. Le permitió proyectarse al mundo como una ciudad abierta, moderna, internacional; una ciudad global, si usamos el término con el que la socióloga Saskia Sassen acababa de titular su libro el año anterior, La ciudad global. También fue una excusa para expulsar a los habitantes originales de los barrios que se modernizaron: Montjuïch, Poblenou, el frente portuario que es ahora las cercanías del Maremágnum. Y cuando, años después, en 2007, se ha abierto el Museo Olímpico y del Deporte, para conmemorar lo que no dejó de ser un hito para la ciudad (con sus cosas buenas y sus cosas malas)… a los 3 años se le modificó el nombre y se le añadió, como honorífico, el de Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional desde 1980 hasta el 2001. También, político de corte franquista, admirador del dictador Francisco Franco, supuesto origen de la corrupción en el COI (no se presentó a la reelección en 2001 al verse envuelto en un escándalo en 1999 al saberse que miembros del comité habían aceptado regalos a cambio de su voto), marqués de Samaranch desde 1991 (título concedido por el Rey de España), miembro consejero y presidente de La Caixa (sí, de «la caja de los marqueses») y cuyos hijos son (extraído de wikipedia): «María Teresa, presidente de la Federación Española de Deportes de Hielo y segunda marquesa de Samaranch, y Juan Antonio, miembro del COI y vicepresidente de la Federación Internacional de Pentatlón Moderno». Es decir: un claro miembro de las buenas familias de Barcelona, además de alguien muy, muy sospechoso de corrupción (véanlo aquí en un artículo de The Times, por ejemplo). ¿Era realmente necesario que el Museo llevase el nombre de este sujeto?

La ciudad horizontal, Stefano Portelli

La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de casas baratas de Barcelona, del antropólogo Stefano Portelli, narra la crónica de un derribo anunciado: el de las casas baratas del distrito del Bon Pastor, en la ciudad de Barcelona. Construidas durante los años 20 del siglo pasado, su población formaba una red compleja y, como se definirá a lo largo del libro, «horizontal». El Ayuntamiento de Barcelona, sin embargo, recurrió al discurso habitual para este tipo de situaciones (y que es el que se usa para justificar los primeros pasos de la gentrificación) y lo estigmatizó (poco higiénico, casas viejas, necesidad de rehabilitar la zona) y acabó derruyendo las casas para construir pisos verticales, destruyendo, por el camino, la sociabilidad que se había creado y sustituyéndola por una «vertical». Portelli y otros antropólogos, liderados por nuestro admirado Manuel Delgado, se interesaron por el barrio a principios del año 2004, primero como antropólogos investigando una situación concreta y, al poco, tomando partido como defensores del mantenimiento del barrio y llegando a una «antropología horizontal» o «antropología participativa».

La ciudad horizontal se divide en seis capítulos distintos. El primero de ellos explica la historia de los cuatro barrios de casas baratas de Barcelona de forma, digamos, oficial (construcción, habitantes, etc.); el segundo narra la misma historia pero desde el interior, es decir, cómo la vivieron sus habitantes, así como la construcción de su propio contradiscurso que, pese a todo, no llegó a unifircarlos lo bastante como para presentar un frente unido. El tercer capítulo se centra en la etnografía del barrio; el cuarto, en la resistencia contra el derribo; el quinto, en los efectos que tuvo dicho derribo, cuando finalmente se produjo, sobre los habitantes de las casas baratas. Y el sexto capítulo se cierra con unas reflexiones de Portelli sobre el papel de los antropólogos en situaciones como ésta y que comentaremos en una próxima reseña, porque suscita cuestiones más que interesantes.

Como en todas las ciudades en rápida expansión, las clases dirigentes de Barcelona llevaban décadas debatiendo sobre cómo solucionar lo que ya entonces se comenzaba a llamar «el problema de la vivienda». Después del derribo de las murallas medievales, en 1854, la ciudad había estallado como una olla a presión: en pocos años toda la explanada cerrada entre mar y montaña y entre los dos ríos se había llenado de fábricas y nuevas construcciones. Consecuencia de esta expansión fue un enorme flujo de migrantes, atraídos pro las posibilidades de trabajo que ofrecían las grandes obras que iban cambiando la fisionomía de Barcelona: la construcción de la Via Laietana, el Port Vell, las rondas que sustituyeron el recorrido de las murallas, y sobre todo la construcción del «Gran Metro» que se inició con el nuevo siglo. Primero se utilizaron todos los obreros locales; luego llegaron los migrantes catalanes, sobre todo de Tarragona y Lleida; con el cambio de siglo empezó la migración aragonesa y valenciana, hasta que, después de la primera guerra mundial, hubo la verdadera explosión demográfica, con la migración masiva desde el sur del Estado. (p. 33)

Esta llegada masiva de población supuso los típicos problemas de las ciudades industrializadas: hacinamiento, problemas sanitarios (debido al lamentable estado de las infraestructuras de saneamiento y agua potable), alta mortalidad infantil, enfermedades. «Esta situación no era más que la consecuencia inevitable de la repartición desigual del suelo; las élites dirigentes, sin embargo, la denominaban «el problema de la vivienda obrera», para el cual comenzaron a buscar soluciones». (p. 34)

Era, también, una época de gran militancia obrera; en Barcelona, además, dicha militancia se decantaba más por el anarquismo y la autoorganización, que «habían arraigado tan profundamente que convirtieron la ciudad en la «capital de la idea» anarquista a nivel internacional» (p. 34). Ambos motivos, combinados, dieron pie a que la burguesía reclamase una solución urgente al «problema de la vivienda» que, en ese momento en Europa, había tomado dos caminos distintos: el de la racionalización de la vivienda (Le Corbusier y La Carta de Atenas; o, cómo resumió el propio arquitecto, «matar la calle») y la ciudad jardín de Ebenezer Howard (eso sí, completamente despojada de todos los elementos socialistas que originalmente contenía y convertida en los entornos residenciales que en Estados Unidos se conocen como suburbios).

Barcelona se decantó por el racionalismo: la idea de un crecimiento ilimitado de la ciudad que, partiendo desde un punto central, se iría organizando alrededor de éste de forma jerárquica, segregando a la población por clases. Como, además, el alcalde de la ciudad por entonces (el barón de Viver, Darius Romeu i Freixa) quiso celebrar una segunda Exposición Universal para repetir el éxito de la de 1888 (y ya hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona siempre ha utilizado los grandes eventos internacionales para anexionarse territorios conflictivos, desde las Exposiciones Universales a los Juegos Olímpicos o el Fórum de las Culturas de 2004), dicho evento supuso la excusa perfecta para apropiarse de zonas nuevas de la ciudad.

Para dar la impresión de que estaba tratando de solucionar el problema de la vivienda, y con la ley de 1924 que obligaba a las ciudades a construir corporaciones público-privadas para la construcción de los barrios, se fundó el Patronato Municipal de la Vivienda. Pero, ojo, los propietarios inmobiliarios tampoco querían que se construyesen muchas casas, no fuese que su negocio de explotación del suelo a obreros dejase de dar beneficios; así que, en total, en cuatro fases (una en Montjuïc, otras dos cerca del río Besós y la cuarta en Horta), se construyeron 2.200 viviendas, mil menos de las anunciadas, y que cubrían apenas a un 1.5% de los obreros de la época: «poco más que una gota en el mar» (p. 41).

«La estructura urbanística de los cuatro barrios, repetitiva y uniforme, escogida por el arquitecto Xavier Turull, acentuaba la percepción de castigo hacia los obreros expulsados de la ciudad: las casas eran todas iguales, pintadas de blanco y dispuestas a ambos lados de calles horizontales, que llevaban números en lugar de nombres.» (p. 43) Las dos del Besós, además, estaban en un terreno inundable, alejadas de cualquier otra construcción.

La situación de necesidad de sus habitantes, en general, hizo que se formasen redes densas entre ellos. Además, el hecho de compartir una similar estructura social aún densificó más esos lazos: los hombres salían a trabajar a la misma hora hacia destinos similares mientras que las mujeres, los ancianos y los niños se quedaban en las casas, haciendo vida en las calles y convirtiéndolas en «espacios de sociabilización fundamental», incluso una «extensión de la casa proletaria», sobre todo en los meses de verano.

Pese a que los grupos de casas baratas construidas fueron 4, el estudio de Portelli se centra en el segundo, el principal de los que se construyeron junto al Besós, con 784 viviendas. Sigue la historia de la Guerra Civil (1936-39), en la que no entraremos por exceder la temática del blog, pero que estuvo caracterizada por una gran implicación de los habitantes de la zona y por una contundente represión posterior por parte de las fuerzas franquistas.

En esa época, el primer franquismo tras la posguerra, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, no hubo grandes construcciones en Barcelona. A mediados de los años 50 se aprovecharon los agujeros provocados por las bombas, sobre todo en la zona del Paralelo, para realizar «los grandes esponjamientos haussmanianos planificados desde antes de la guerra» (p. 87), utilizándolos, de nuevo, como excusa para expulsar a los habitantes (pobres) de la zona y substituirlos por otros de mayor nivel adquisitivo. Algunos de estos habitantes encontraron acomodo en los barrios de casas baratas, a cuyo alrededor ya iban, poco a poco, apareciendo nuevas construcciones, igual que hicieron otros habitantes expulsados por el «Servicio de Erradicación del Barraquismo». Sobre todo durante los primeros años de la posguerra, la construcción de barracas en territorios limítrofes de la ciudad fue una forma que encontraron los que llegaban a la búsqueda de trabajo para solucionar, de forma temporal, la carencia de viviendas disponibles.

A mediados de los años 50, en 1954, llega al Ayuntamiento el nuevo alcalde, Josep Maria de Porcioles Colomer, que lo será hasta el 1973, y se inicia una nueva época (a menudo referida como los años del porciolismo) donde el desarrollo español se entroncó con el auge y afán inmobiliarios de Barcelona y las herramientas de represión del régimen franquista para crear un entorno de corrupción concentrado en el ámbito inmobiliario. A partir de los años 60, también, la organización popular se desliza desde las reivindicaciones obreras de antes de la guerra hacia el asociacionismo vecinal: grupos de habitantes de una misma zona que, más que proponer cambiar el mundo (discúlpennos la exageración), se unen para conseguir mejoras para su barrio. De ahí surgió, por ejemplo, la primera escuela para el barrio de casas baratas.

Al mismo tiempo, el entorno de los cuatro barrios de casas baratas se fue convirtiendo en lo que se conocería como «ciudades dormitorio» o ciudades satélite de Barcelona: lugares donde los residentes iban a dormir, pero no donde trabajaban ni hacían su día a día. La mayoría de ellos, además, de origen no catalán. De la mezcla de estos dos conceptos surgirá luego el discurso oficial que legitimará la demolición del barrio: el de que eran casas de mala calidad, poco higiénicas, y además inmigrantes que podían aportar poco a la sociedad. «Es una operación de etnicización de la problemática social, que recuerda a los pánicos morales burgueses de principios de siglo.» (p. 103)

Un nuevo imaginario ligado a los gitanos y a la pequeña criminalidad se irá afirmando como la narrativa dominante respecto a las periferias de las grandes ciudades. Las casas baratas de Barcelona, pese a las características bien diferenciadas de su población y forma urbana, entrarán de lleno dentro de la nueva mitología quinqui o callejera, basada en una serie de películas –como El pico o Yo, el Vaquilla– ambientadas en barrios degradados y masificados. Este imaginario conformará la versión contemporánea de la historia de mala fama de los barrios de casas baratas: contribuyendo a arrinconar todavía más los cuatro conjuntos, de hecho reproduciendo sobre el plan social el salto de escala urbanístico que los separaba del resto de barrios. [Algunas calles de la ciudad] se configuraron como verdaderas fronteras simbólicas entre la ciudad y su doble, marginado y segregado, incluso estéticamente marcado por la indiferencia. (p. 116)

Algunas de las casas que se construyeron más tarde cerca de las casas baratas del Bon Pastor (en concreto, construidas durante la época porciolista) tenían aluminosis, entre otros defectos estructurales. Pero el estado ruinoso de las casas baratas nunca fue certificado por ninguna entidad oficial; bastó el discurso, coreado y amplificado por los medios, de que eran lugares insalubres, de crimen y marginación (el estigma del que hablaban Daniel Sorando y Álvaro Ardura en First We Take Manhattan y que conforma una de las fases previas a la gentrificación).

Por un lado, los contratos de renta antigua (contratos muy antiguos que no permitían aumentar el importe del alquiler o lo permitían sólo de forma marginal, con lo que, al cabo de los años, sus usuarios pagaban un alquiler muy inferior al del resto de viviendas sin ese tipo de contrato) quedaron progresivamente desprotegidos por las leyes (a favor, como siempre, de los propietarios y en contra de los usuarios de las viviendas). Por otro lado, la zona donde se levantaban las casas fue revalorizándose a medida que se levantaban centros comerciales alrededor (como La Maquinista) y los barrios cercanos sufrían progresivas oleadas de gentrificación o, simplemente, la expulsión de sus habitantes originales (como el barrio de Besós Mar, que con la excusa del Fórum de 2004 fue limpiado de «habitantes indeseables» y donde se levantó otro centro comercial así como edificios limpios y muy caros para inversores internacionales). Ninguna otra excusa era necesaria para mantener una zona tan jugosa dando beneficios tan bajos.

El discurso oficial, por supuesto, puede considerarse «una ficción» en el sentido de que sólo selecciona algunos de lo datos que le son favorables. Por ejemplo, presentaba las casas como habitáculos de 40 metros cuadrados, obviando las muchas que tenían entre 50 y 70; o indicaba que eran insalubres y con mala ventilación, sin detallar las muchas que también tenían jardines alrededor, o hasta un piso superior construido más tarde, puesto que la mayoría de casas, edificadas en el 1929, habían recibido inversiones y modificaciones por parte de sus habitantes durante los cerca de 70 años que llevaban construidas.

En la siguiente entrada veremos las consecuencias del derribo para los habitantes de las casas así como las conclusiones y reflexiones del estudio que hizo Portelli.

Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura; David Harvey y Neil Smith

El tutor de la tesis de Neil Smith fue nada menos que David Harvey. Ambos son viejos conocidos (y muy admirados) en el blog, por lo que, en cuanto descubrimos la existencia de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, nos lanzamos a por él, pensando que se trataría de un artículo a cuatro manos. Nada más lejos de la realidad: se trata de un breve libro que recoge dos artículos independientes que ya hemos reseñado en el blog.

El primero de ellos: «El arte de la renta: la globalización y la mercantilización de la cultura«, de Harvey (aparecido en Espacios del capital y reseñado allí) nos presenta la renta de monopolio, el poder que consigue un productor o propietario al ser el único con potestad sobre un bien y, por lo tanto, quien puede establecer su precio. Y uno de los productos actuales que más rentas generan es ni más ni menos que la cultura. Harvey usa el ejemplo del vino francés: en vez de competir con otros productores de vino (como California, Australia o, sin ir muy lejos, España), Francia se otorgó un derecho sobre «la cultura del vino» monopolizando términos asociados con ella, como château, champagne, etc., con el objetivo de mantener la propiedad (y las rentas) de la cultura del vino. Pero esta cultura es universal (como poco, mediterránea, y probablemente universal, sí) y pertenece a todos; al apropiársela, Francia se arroga un derecho sobre algo colectivo.

Lo mismo sucede en las ciudades; y el ejemplo que usaba Harvey era el de Barcelona, una ciudad que ha usado parte de su capital cultural para proyectarse como una ciudad en el espacio de los flujos turísticos y obtener réditos de ello; réditos que van a manos privadas mientras que sus consecuencias van a manos públicas, como son el uso de las infraestructuras o de las calles por parte de los turistas, los problemas de convivencia, la debacle del mundo laboral en un sector orientado claramente a los servicios…

El segundo artículo, más breve, se titula «El redimensionamiento de las ciudades: la globalización y el urbanismo neoliberal«, de Neil Smith, y lo leímos en El mercado contra la ciudad. Tras observar cuatro hechos concretos acaecidos en Nueva York, Smith avanza cómo la producción social ha sobrepasado y casi eliminado a la reproducción social. Es decir: a grandes rasgos, uno trabaja y tiene hijos. Trabajar es la producción social: el hecho de que prácticamente todo ser humano forma parte de un tejido productivo destinado a generar bienes de consumo. Tener hijos (o sobrinos, o hijos de amigos, o lo que sea) es la reproducción social: cuando la propia fuerza de trabajo se encarga de educar y dirigir a las nuevas generaciones para que sigan siendo fuerza de trabajo productiva sin que las élites tengan que ocuparse de ello.

Hasta los años setenta, aproximadamente, en las ciudades ambos aspectos convivían. El urbanismo neoliberal, la acumulación flexible (o espacio de los flujos) y el hecho de que las ciudades se hayan convertido en nodos de productividad dentro de las redes de competencia globales ha hecho que la balanza se decante masivamente por la producción. Y ahora las ciudades son entornos altamente competitivos destinados a una élite extractiva que los usa, bien como inversión (como explicaba Raquel Rolnik) o bien como extracción de rentas, ya sea aumentando el precio de los alquileres y las viviendas o como lugares turísticos más rentables.

La introducción de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura viene de la mano de Jordi Borja, también otro viejo conocido del blog. Sus primeras lecturas no nos acabaron de cuajar y descubrimos luego que había sido parte del entramado teórico que sostenía el «modelo Barcelona» en los 80 y 90, la reforma de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos y todos los cambios que luego han ido asociados. Sorprende que Borja se refiera a autores como Harvey y Smith con la etiqueta de «radicales» (frente a los «más liberales en sentido norteamericano» como Sassen o Sorkin), puesto que simplemente son críticos con el capitalismo, algo completamente lógico, a la vista de los desmanes de los últimos cincuenta años, por situar una fecha.

El motivo de la introducción es cuestionar el modelo Barcelona; Borja vincula los dos artículos (Harvey habla en concreto de Barcelona; Smith, no) a una posible perspectiva sobre la ciudad, y aprovecha para defender su modelo. Puesto que en el blog ya hemos leído visiones críticas sobre este modelo (Manuel Delgado; Aricó, Mansilla y Stanchieri) no nos detendremos mucho en ello. Sin embargo, y pese a enumerar una larga lista de efectos beneficiosos, Borja cambia un poco la visión que había mantenido hasta entonces y reconoce «efectos perversos» en el modelo: el aumento del precio del suelo y de las viviendas (ojo: es una introducción de 2005, lo bueno estaba por venir), se vendieron fragmentos del suelo a propiedad privada, el «discutible proyecto» de Diagonal Mar (el expolio de parte del litoral, la expulsión de sus habitantes y la venta a compañías privadas internacionales), la realización de enclaves y parques temáticos, «la destrucción del patrimonio arquitectónico (especialmente la herencia de la ciudad industrial)» y el Fórum, del que no llega a decir que sea un fracaso sino que es el punto donde tanto los «defensores» (el propio Borja, Montaner) como los «hipercríticos» (el ya mentado Delgado y dos libros con varios autores: Barcelona, marca registrada. Un modelo para desarmar y La otra cara del Fórum de las Culturas) coinciden en destacar como paradigma del modelo.

Inter-Acciones: intervenciones en el espacio urbano

El título de esta obra es Inter-Acciones. Prácticas colectivas para intervenciones en el espacio urbano. Reflexiones de artistas y arquitectos en un contexto pedagógico colectivo, editado por Sergi Selvas y Marta Carrasco (edicions Universitat de Barcelona, 2013). Se trata de una recopilación de artículos y reseñas escritos por docentes y alumnos de Arquitectura y Bellas Artes de diversas universidades de Barcelona que llevaron a cabo una experiencia de intercambio y experimentación multidisciplinar. La propuesta consistía en realizar debates y exposiciones, salir a la calle y realizar intervenciones en ella.

La primera parte del libro la componen las reflexiones de los propios alumnos y encontramos desde observaciones puntuales sobre un edificio, una esquina o un pasaje, hasta elaboraciones alrededor del otro, el concepto del espacio público o el encuentro. El problema de estos textos es su brevedad, apenas dos o tres páginas, y el hecho de que no parten de un lugar común, sino que cada autor centra un tema diverso. Por ello, lo presentan y ofrecen unos pocos apuntes biográficos, pero, en general, la lectura es más una presentación que una verdadera reflexión común alrededor un tropos urbano.

La segunda parte presenta las intervenciones que se llevaron a cabo como resultado de los debates y observaciones anteriores. «Cartografías subjetivas», por ejemplo, propone el concepto de «deriva en red» para trazar mapas subjetivos y distintos a los habituales en un barrio cualquiera. El proceso consiste en entrevistar a una persona al azar y, tras indagar en su relación con el barrio, preguntarle por otra persona de ese mismo barrio, a la que entrevistar a su vez. De este modo se traza una red cognitiva y subjetiva que presenta el barrio de forma distinta a las geografías a las que estamos acostumbrados.

La iniciativa nos trae a la mente la propuesta que leíamos hace poco de Neil Smith en Desarrollo desigual de buscar nuevas formas de entender el espacio y donde se refería a las palabras finales de Frederic Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado de trazar «nuevos mapas cognitivos» para entender el espacio, las calles o las ciudades fuera de su lógica capitalista, es decir, alejarnos del espacio como algo producido por el poder para perpetuarse.

De este modo, con esta propuesta podemos entender las diferentes lógicas de representación del barrio de cada individuo (ya sean los recorridos cotidianos, los límites o la extensión de lo que es para ellos el barrio, o los lugares o elementos icónicos clave). (p. 97)

De hecho, esta observación personal de la ciudad tiene mucho que ver con La imagen de la ciudad que los habitantes entrevistados por Kevin Lynch y su equipo se hacían: cuáles son los hitos en los que se fijan para organizar el espacio urbano de la ciudad en el reflejo mental que cada uno de ellos construye de forma subjetiva. Guiada, sí, pautada por las autoridades y los promotores; pero subjetiva al fin y al cabo.

«Álbum familiar del Poble Sec» propone la creación de un álbum de fotos ordenadas temáticamente sin tener en cuenta ni quiénes aparecen en ellas ni el momento en que fueron tomadas, y permite también crear una nueva visión de este barrio de Barcelona a partir de retazos de imágenes que trazan una historia común.

Los tres últimos proyectos, «¿On vas, Navas?», «Meetgera» y «La Charlateneria», se articulan alrededor de un espacio público concreto del barrio, la plaza Navas. El primero busca reivindicar la plaza como espacio común del barrio y lugar de encuentro, y por ello recogieron 30 sillas que los vecinos habían ido abandonando en los conetenedores cercanos y las dispusieron libremente para los vecinos, huyendo de la necesidad de consumir en terrazas privadas y proponiendo un lugar de reunión. «Meetgera» intervino los espacios públicos aquejados de «arquitectura hostil«, es decir, los bancos preparados para uso individual, y, usando un poco de cinta adhesiva, trazaron nuevos espacio (por ejemplo, simular que tras el banco se levantaba el dosel de una cama de matrimonio o las formas de un comedor), invitando a los paseantes a usar esos espacios de soledad como parte de su propio hogar. Finalmente, «La Charlateneria» trajo un carrito de desayuno a la plaza y ofrecía un té gratuito a todo aquel paseante que lo quisiese a cambio, únicamente, de sentarse en las sillas que habían dispuesto y charlar con quienes allí hubiese, «abriendo un canal de comunicación entre desconocidos que se hace visible para los vecinos» (p. 107)

Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»