Supercities. La inteligencia del territorio, Alfonso Vergara y Juan Luís de las Rivas

Supercities. La inteligencia del territorio es un libro extraño. Está escrito por Alfonso Vegara y Juan de las Rivas, el primero fundador y presidente de la Fundación Metrópoli y el segundo, miembro de ella. Es un libro extraño porque aúna un rigor extraordinario, un conocimiento vastísimo sobre el tema y una cierta carencia de crítica en algunos puntos, pese a que está presente en otros. A lo largo de sus muchas páginas se tratan, posiblemente, todos los temas relacionados con el urbanismo que hemos ido tratando en el blog, además de muchos otros de más amplia envergadura y, sin embargo, por ejemplo, no aparece la palabra gentrificación ni una sola vez. Hay una ideología de trasfondo que asume que las ciudades pueden ser lugares de exclusión y de pobreza, sí, pero sólo cuando las cosas no se hacen bien; y que la forma de hacerlas bien pasa por aunar ciudad, economía y eficiencia; que las ciudades deben crecer, deber ser competitivas, deben diferenciarse en el campo de batalla global y deben atraer a las clases creativas; y, si fuesen capaces de hacerlo sin provocar muchos problemas, sería lo ideal, aunque sea complicado. Pero, si no se consigue… en ningún momento se cuestiona lo anterior.

De forma similar al libro Ciudades del mañana, de Peter Hall, los distintos capítulos están organizados por bloques temáticos y recogen la historia de ese tema concreto desde sus inicios. Así, por ejemplo, «Los orígenes del urbanismo moderno» recoge el nacimiento de los planes de urbanismo casi desde la Revolución Industrial hasta nuestros días y «La ciudad funcional», el racionalismo desde Le Corbusier hasta la actualidad. De especial interés para el blog serán los dos temas ya citados y el penúltimo, «Ciudad digital, smart city», por lo que vamos a ellos.

El origen de los planes urbanísticos se encuentra en la Städtebau alemana y el Town Planning británico de mediados del siglo XIX, cuando surge «una nueva técnica, más bien un conjunto de técnicas dispares –alineaciones, ordenanzas, zonificaciones… — orientadas no tanto a proyectar la ciudad futura como a administrar el espacio físico y a establecer una gestión moderna de las ciudades» (p. 27). La revolución industrial estaba poblando las ciudades, lo que generaba una gran cantidad de problemas higiénicos, de hacinamiento, distribución… Es entonces cuando surge el modelo actual de ciudad concéntrica y con barrios satélites, «derivado de la experiencia londinense y de las ideas de la ciudad jardín». En este momento surgen dos lógicas opuestas: la del continente, que «parte de un modelo de ciudad continua de crecimiento ilimitado, organizada por la nueva ingeniería del transporte y de las infraestructuras» y que consiste en calles amplias, rectas, avenidas y ordenanzas de edificación (de clara inspiración Haussmann) y el modelo «policéntrico que propone la ciudad jardín, por su obsesión con limitar el tamaño de las unidades urbanas» (p. 31).

La primera figura del urbanismo es, como ya adelantó François Ascher en Los nuevos principios del urbanismo, Ildefons Cerdà, primero con su libro Teoría general de la urbanización y luego por la planificación del Ensanche de Barcelona, que Vergara y de las Rivas loan sin medida. Lo cierto es que el Ensanche de Barcelona ha demostrado ser una obra adelantada a su tiempo, consciente de los cambios que podrían llegar y con posibilidad para adaptarse a ellas. Las calles han sido capaces de absorber un tráfico mucho mayor del que Cerdà podría haber previsto, los chaflanes son lugar de asueto, con cafeterías y bancos para descansar y que permiten mejorar ese tráfico y, si la obra de Cerdà se hubiese llevado a cabo como él la proyectó, en cada manzana habría parques para los vecinos y gran cantidad de luz. Lo importante de su plan, también, fue el modo como estudió Barcelona, lo que entonces eran su núcleo y los pueblos periféricos, luego integrados en la propia ciudad, y cómo respetó y alteró esa configuración en el modo justo.

Es aquí donde ya encontramos algunas de las contradicciones del libro. Se elogian tanto el Fórum de las Culturas (2004) como la creación del distrito Poblenou 22@ como continuaciones de la obra de Cerdà; y, sin embargo, ya hemos hablado largamente en el blog de cómo el Fórum no fue más que un desmán urbanístico ideado para expoliar a las clases pobres de la última zona del litoral barcelonés y substituirlas por inversores acomodados, a ser posible, generando parques públicos para beneficio de esas clases privadas. Ambas visiones no son antitéticas: se puede loar la culminación de la Diagonal y se puede criticar que se haya hecho a costa de inversiones privadas o a espaldas de las clases populares; pero cuando la crítica está ausente por completo, a uno no le queda más remedio que plantearse la ideología que lo sostiene todo.

Otro de los planes urbanísticos mencionados en el libro es el de Viena y Otto Wagner, que trató de mantener un carácter estético y embellecer la ciudad. «En Viena se percibe como en casi ningún otro lugar el nacimiento de la metrópoli moderna que materializa el pacto entre la vieja aristocracia y la burguesía comercial e industrial, tras la revolución de 1848» (p. 37). En esas avenidas convivirán los cafés con los tranvías, los peatones con los escaparates, en el símbolo de la modernidad que veía Baudelaire y analizamos con Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire.

En 1933, a bordo del transatlántico “Patris II” en trayecto desde Marsella a Atenas, tuvo lugar la celebración del 4ª Congreso Internacional de Arquitectura Moderna cuyo título fue La Ciudad Funcional. Las conclusiones serán recogidas por Le Corbusier, para algunos sin respetar la diversidad de ideas allí presentes, en un libro publicado en 1943: La Carta de Atenas. En este documento fundamental se fijaron por primera vez unos principios sistemáticos relativos al moderno planeamiento urbano. Le Corbusier hace confluir en la redacción de la Carta ideas que él mismo ha ido elaborando desde que en 1922 planteara su “Ville contemporaine pour 3 millions d’habitants”. Su libro «Urbanisme» (1925), el polémico “Plan Voisin” (1925) para el centro de París y el libro La Ville Radieuse (1933), que preceden al 4ª CIAM, son elocuentes en cuanto a su perfil funcionalista. (p. 54)

El segundo capítulo rastrea los orígenes del funcionalismo ejemplificado por Le Corbusier en «el desarrollo eficaz de una nueva arquitectura residencial fundada en nuevos tipos y capaz de articular la respuesta a la demanda masiva de vivienda», algo que ya se encuentra, por ejemplo, en las Siedlungen alemanas. Como ya analizamos en su momento, La Carta está plagada de buenas intenciones que no se ejecutaron del modo correcto. El deseo de situar las viviendas en los mejores lugares de la ciudad y rodearlas de naturaleza, aire puro y agua se convirtió en una zonificación brutal que separaba los distritos según los usos de sus edificios y entregaba el resto de la ciudad a los automóviles, únicos capaces de distribuir a las personas de una a otra zona. Sin embargo, en algún punto ya no esconden sus intenciones: «La arquitectura preside los destinos de la ciudad». Para Le Corbusier, los arquitectos eran los creadores, en mayúsculas, y a diferencia de, por ejemplo, el historicismo de Camilo Sitte, que consideraron que «lo básico en un proyecto urbano es la configuración del espacio público», para el racionalismo eran los edificios.

La Carta era una colección de buenos ideales que no tenía en cuenta ningún otro aspecto social, económico o político más allá de sus deseos. «José Luis Sert habla de la “olvidada quinta función”, la que permite que el colectivo humano que habita una ciudad se sienta partícipe del proceso de transformación de la misma. Sin negar las otras cuatro funciones sugiere una nueva, la modificación del entorno, la que debe ser origen de una morfología urbana más rica y de una vida social más compleja y satisfactoria» (p. 63). Por ello, cuando la ciudad moderna surge no lo hace ex novo, sino que convive con la ciudad tradicional; a menudo, la moderna sólo consigue configurar la forma del extrarradio, lo que, sumado a la influencia de la ciudad jardín, con sus límites al crecimiento, se acaba convirtiendo en ciudades alejadas del centro que no dialogan con lo ya construido: las famosas ciudades satélite (o sus variantes, como la banlieue francesa).

La crisis de la ciudad funcional produce un vacío interpretativo. Muchos comienzan a tratar a la ciudad real en la que vivimos como algo caótico e inexplicable. El funcionalismo es la última corriente urbanística que intentó entender y dar respuesta a la ciudad en su conjunto. Pero la ciudad sigue evolucionando al margen de las teorías. La ciudad de hoy, que ya no es reconocible con la mirada, es un sistema urbano complejo en transformación permanente. (p.70)

Los siguientes capítulos recogen una gran cantidad de temas diversos: el origen y desarrollo del concepto de ciudad jardín, las ciudades como cúspide industrial y social en los textos de Baudelaire o Dostoyevski, el historicismo de Marcel Poëte o la reconstrucción de Bolonia, por citar sólo algunos. De nuevo con este último tema sorprende el enfoque: se loan las renovaciones urbanas que están reivindicando los centros, desde Bilbao, por supuesto, a Gerona o Graz, acabando con el ejemplo de la High Line de Nueva York, un jardín lineal construido a lo largo de las vías elevadas de una línea de ferrocarril abandonada. Ya pusimos este ejemplo en el blog: de revitalización urbana a centro impulsor de gentrificación y exclusión, la High Line ha supuesto un revulsivo para el barrio, sí, y es hermosa y agradable pasear por ella; pero los apartamentos con vistas a ella han triplicado sus precios y toda la zona ha sufrido un encarecimiento, además de pasar a estar poblada por cafeterías y todo tipo de negocios modernos o creativos. Algo que ya comentó Harvey en Ciudades rebeldes: que los parques, y todos los edificios de los que se habla en Supercities, están en la fina línea entre ser revulsivos para barrios «en decadencia» y convertirse en herramientas de expulsión. Una crítica que, de nuevo, se echa de menos en este libro.

Algo más de reflexión encontramos en el capítulo titulado «Ciudad digital, smart city«.

Si tuviéramos que diseñar mapas expresivos de la compleja ciudad contemporánea, las viejas analogías ya no sirven. Deberíamos acudir a referencias derivadas de estructuras microscópicas o del cosmos, a imágenes fractales y a la organización de partículas, campos y líneas de fuerza, a la configuración de complejas cadenas de materia, a sistemas planetarios y constelaciones, a esas máquinas de la vida tan difíciles de comprender, las proteínas, o a los complejos códigos genéticos que hoy son interpretados con series gráficas y numéricas, de nuevo una analogía cibernética. Sin embargo, la pérdida de valor del concepto clásico de centralidad en la nueva economía no conduce inmediatamente a su sustitución por un concepto equivalente. Los procesos de descentralización espacial han sido espontáneos y han generado externalidades difíciles de corregir. La ciudad emergente se caracteriza por su dinamismo, por la mayor interacción y la mayor generación de viajes, por el incremento de la conectividad –de todo tipo– y sus consecuencias en una sociedad donde las relaciones mercantiles dominan peligrosamente la vida colectiva . La compleja y dispersa ciudad contemporánea y sus tensiones de transformación son un exponente claro de esta nueva relación entre innovación y territorio. (p. 268)

Si bien los autores no discuten la necesidad de crear clústers empresariales, tecnológicos y de investigación en las ciudades (similares a Silicon Valley, aunque salvando las distancias, claro), tampoco esconden en ningún momento los intereses que hay tras el concepto smart city y cómo es la voluntad empresarial de obtener beneficio la que lo apuntala. Son críticos asimismo con la deriva que ha emprendido el término, ya que hoy en día cualquier iniciativa de un consistorio puede caber bajo el paraguas «smart» (el Ayuntamiento de Barcelona pone bajo ese epígrafe desde su CityLab hasta las líneas de autobuses híbridos y eléctricos).

El tema de la complejidad urbana en este capítulo los lleva a hablar de los no-lugares o su evolución, los super-lugares (término que no conocíamos y que surge en cuanto el propio Augé reconoce que los no-lugares son los lugares de la sociedad contemporánea), y hasta de las heterotopías de Foucault al referirse a Masdar, una «ciudad» completamente artificial construida (y concebida) como experimento junto a Abu Dabi. De nuevo, el término que creemos que mejor se adapta a esta nueva forma de habitar el territorio, donde cada cual construye su propia red y su propio espacio vital (en la medida de lo posible, por supuesto, y con las limitaciones propias de espacios concebidos como y transitados por mercancías) es el de territoriantes, de Francesc Muñoz.

El último capítulo del libro acaba con una visión de la situación actual de las ciudades: el desparrame del sprawl y de suburbia, la pérdida del espacio urbano y su militarización y fortificación (Mike Davis), las edge cities de Garreau, la metápolis de Ascher, la exópolis de Soja, incluso la «ciudad genérica» de la que hablaba el arquitecto Rem Koolhas; hasta la «urbanización informal» que surge espontáneamente en las grandes metrópolis del Tercer Mundo donde la concentración y el crecimiento humanos son tan enormes que las autoridades son incapaces de hacerle frente.

Smart City. Hacia la gestión inteligente, Sergio Colado et al.

Seguimos en nuestra búsqueda de un buen libro que trate sobre las smart cities, las ciudades inteligentes. Hace nada leímos Smart cities. Una visión para el ciudadano, de Marieta del Rivero, una loa desmesurada a todo concepto empresarial que defendía una implantación completa de la smart city y de toda la tecnología necesaria, respaldada, claro, por las empresas en las que la autora ha trabajado y trabaja. Como el lobo explicando a las ovejas por qué será tan buen guardián, vaya.

Hoy leemos Smart City. Hacia la gestión inteligente (Marcombo, 2014), escrito por Sergio Colado y con coautoría de Aberlardo Gutiérrez, Carlos J. Vives y Eduardo Valencia. Colado es ingeniero y fundador de empresas de tecnología; los otros tres, directivos en empresas de tecnología. Sin embargo, el libro empieza con una nota de esperanza:

Smart City no es construir una ciudad totalmente tecnificada, con sistemas informáticos y tecnológicos complejos que anulen la voluntad y la participación humana hasta el punto de transformar a la población en meros consumidores-productores sin posibilidad de autogobierno o de toma de decisión alguna. (p. 3)

La esperanza dura poco. En el segundo capítulo, al rastrear el origen de las smart cities, se cita a Leonardo da Vinci, que, al ser azotada Milán por la peste, diseñó una ciudad planificada (que nunca se llevó a cabo). Y ese parece ser el origen de las smart cities: las diversas utopías que se han llevado a cabo desde entonces. ¿Porque, se supone, una smart city es una utopía? El siguiente paso en el origen del concepto se encuentra durante los años 60, cuando empezaron las preocupaciones por la ecología y por la durabilidad del planeta, algo tan en boga en la actualidad. De nuevo: ¿porque la preocupación ecológica es precursora de la smart city? Ninguna de esas preguntas se responde; ni tampoco se sitúa el origen del concepto más allá de aunar algunos de sus supuestos temas, como la utopía, la gestión de los recursos o las ventajas ecológicas. Recordemos: Manu Fernández, en «El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana«, sí que nos detallaba el origen de la smart city: en intereses empresariales que comprendieron el enorme nicho de negocio que se les abría en el campo de la ciudad.

Los siguientes capítulos ya caen en el tópico: ventajas de la smart city en tal ámbito, ventajas de la tecnología en tal otro. Si algo distingue a este libro, sin embargo, es que dedican un capítulo entero a las diversas tecnologías que se podrían implantar en la ciudad (sensores, por ejemplo) para hacerla más eficiente. Todo lo demás sigue el manual que hemos leído tantas veces y que sólo se distingue de cualquier página web que hable de smart cities por el volumen de información y la cantidad de páginas.

El capítulo final da ejemplos de algunas ciudades que han adoptado la iniciativa. Sale Barcelona; siempre, en todas las listas de ciudades inteligentes, aparece Barcelona. Y en el blog, pese a que vivimos cerca de ella, nos preguntamos el porqué. Sí que es cierto que Barcelona organiza el Congreso Mundial Smart City Expo; y dispone de todos los elementos que los índices de smart city explicitan que son necesarios; pero, más allá de eso, ¿acaso la vida de sus ciudadanos ha cambiado en algo? No. Barcelona presume de que sus autobuses son híbridos, y ello la convierte en ciudad inteligente; que los contenedores son smart, porque sorben la basura hacia el interior y eso evita olores; que se puede encontrar aparcamiento de forma smart (¿dónde, por favor?) y que dispone de muchos laboratorios fab, «talleres a pequeña escala que ofrecen fabricación digital (personal)». ¿Y eso la convierte en una ciudad smart? Para nada: simplemente, supone la lógica implementación de avances tecnológicos, adecuados a su época, como se ha hecho siempre. Como se hizo con la luz de gas, luego con la electricidad, anteriormente con el alcantarillado y con el tiempo se hará con nuevas tecnologías que no podemos ni sospechar.

El hecho de que haya que buscar una etiqueta con tanta desesperación, y que la cantidad de congresos, fondos europeos, nombres rimbombantes y empresas asociadas a la idea sea tan grande, eso es lo que debería asustarnos. No se engañen: la promoción smart city no es más que el enésimo intento empresarial por llevarse el gato al agua y justificar la implantación de sus tecnologías.

Les dejamos con la lectura de Smart Cities, de Anthony M. Townsend, donde se analizaba el concepto de ciudad abierta y las ventajas que podía acarrear para sus ciudadanos. Porque la tecnología puede llevarnos a grandes avances individuales y colectivos; y uno de sus mejores aliados, y posible campo de acción, es sin duda el entorno urbano. Pero no pasa por unas grandes empresas ávidas de instalar sus soluciones de tecnología privativa y entornos cerrados.

Smart cities. Una visión para el ciudadano, Marieta del Rivero

Llevamos desde los inicios del blog tratando de encontrar un libro que haga justicia al concepto de smart city o ciudad inteligente. Por ahora, el único que se le ha acercado, aunque era mucho más amplio que ese único apartado, era el Smart Cities. Big Data, Civic Hackers and the Quest for a New Utopia, del enorme Anthony M. Townsend, que nos dejó una frase de William Gibson que nos ha acompañado desde entonces: «The Street finds its own uses for things». Los demás suelen acabar convertidos en vulgares panfletos tecnológicos llenos de promesas y carentes por completo de profundidad.

El que nos sacó del engaño de que la smart city sería el nuevo revulsivo urbano fue Manu Fernández con «El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana«, capítulo extraído de su libro Descifrando la smart city (que, por desgracia, aún no hemos podido encontrar para leer). En dicho artículo, Fernández situaba claramente el nacimiento del concepto de smart city: nada menos que en la empresa CISCO, en el año 2008, lo que evidencia que todo este tinglado se trata de un enorme montaje empresarial para obligar a las ciudades a adquirir tecnologías propietarias a las grandes empresas tecnológicas. El pastel se divide entre la implementación de toda la infraestructura necesaria para avanzar hacia la ciudad inteligente y la posterior gestión de todo ese aparato tecnológico, que tendrá que ser subcontratada… probablemente, a alguna de las grandes empresas que se hayan encargado de su fabricación o instalación.

Smart cities. Una visión para el ciudadano, de Marieta del Rivero (LID Editorial Empresarial, 2017), no esconde su propósito. El prólogo está escrito por José María Álvarez-Pallete, consejero delegado de Telefónica en dicho año. La autora es licenciada en Ciencias Económicas por la UAM y AMP por el IESE Business School, lleva 20 años trabajando para grandes tecnológicas como Amena, Nokia y Telefónica y en el momento de escribir el libro colabora con Ericsson Group o RocaSalvatella. Por supuesto: la mayoría de esas empresas aparecen en el libro como ejemplo de prácticas de smart city que siempre, siempre, van a beneficiar al ciudadano.

Mi propósito con Smart Cities. Una visión para el ciudadano es explicar a los lectores en qué consiste esta gran transformación digital de las ciudades de una forma sencilla para que pueda entenderse sin necesidad de ser un tecnólogo, abordando siempre los beneficios que se derivan del uso de esas nuevas tecnologías aplicadas a los servicios urbanos que utilizamos de forma cotidiana. (p. 18)

Como hemos dicho, al menos no mienten: sólo los beneficios. En ningún momento del libro se mencionan los posibles efectos negativos que puedan tener las smart cities o su implementación; ni el hecho de que la tecnología que controlará a los ciudadanos pueda ser de índole propietaria, es decir, que nuestros datos pertenezcan a empresas privadas (algo que, viendo el historial de Facebook, Google o Amazon, tal vez podría preocuparnos); ni una sumisión descarada a los recursos tecnológicos sin analizar si su uso es, o no, el adecuado; ni la complejidad de su implementación, dicho sea de paso.

En el anterior artículo ya comentamos que suena mejor la idea que su puesta en efecto. Es muy bonito prometer que los contenedores de basura tendrán sensores que informarán a la central de cuándo hay que vaciarlos; pero… ¿entonces, los trabajadores pasarán a tener un horario flexible? Si los contenedores no se llenan, ¿cobrarán por no trabajar, no cobrarán? Si se llenan de golpe, ¿tendrán que presentarse en el trabajo al momento? Y, sobre todo: ¿cómo, y quién, nos garantiza que esos sensores no estarán recogiendo los datos de la basura que generamos y usándolos para obtener provecho?

El despropósito de que toda tecnología es buena estalla cuando del Rivero elogia sin medida a una empresa disruptiva en el ámbito del e-turismo: Airbnb. Habla de lo inteligente de su creación, de su valor en bolsa, de cómo ha modificado el turismo e incluso aclara que ha habido ciertas reticencias a su modelo de negocio en algunas ciudades, pero en seguida añade que la empresa ha llegado a acuerdos con ciudades como Barcelona o San Francisco para enmendar esos problemillas.

Lo que del Rivero obvia es que los problemas no han sido por el cambio de modelo, sino porque Airbnb, que se las promete de economía colaborativa, está formado en su mayor parte por enormes propietarios de vivienda que han ocupado barrios enteros de las principales ciudades del mundo, aumentando el precio del alquiler, expulsando a los vecinos autóctonos, complicándoles la vida al hacerlos convivir con turistas que buscan otras experiencias; incluso homogeneizando las ciudades y forzando una estética del simulacro. Y del Rivero no puede argumentar que esos hechos eran desconocidos en el año de redacción del libro, 2017, porque sólo un año después, en 2018, Ian Brossat publicaba Airbnb. La ciudad uberizada, donde denunciaba todos estos hechos y algunos más.

Ya no es sólo que se trate de un panfleto a favor de la implementación tecnológica escrito por una ejecutiva de dichas empresas; ni siquiera es que obvie todos los posibles inconvenientes del tema que trata (con lo que deja de ser un estudio y se sitúa en la publicidad sin ambages): lo peor es el tufo neoliberal que se desprende de todas sus páginas. Los ciudadanos ya no son tal: son clientes. Que escogen sus ciudades. Y lo hacen en función de si sus ciudades son, o no, lo que ellos quieren. Y eso sólo es cierto para determinados ciudadanos. Los ejecutivos como del Rivero, por supuesto; los que están situado en la parte superior del nivel adquisitivo. Los que pueden trabajar indistintamente en Londres, París, Berlín o Bangkok.

Pero hay una gran parte de la ciudadanía que no puede escoger. Son todos aquellos que trabajan en la parte baja de la escala del sector servicios y que también forma parte de las ciudades. Son los que viven lejos del centro, los que no están preocupados por aparcar en la ciudad, porque llegan hasta ella en transporte público. Para ellos también es la ciudad. Y todas las propuesta que del Rivero defiende al final del libro (salvo su posición a favor de entornos open source, algo que se le agradece) están dirigidas a mejorar las condiciones de los ciudadanos de clase alta y de las grandes empresas tecnológicas, como todos los estudios al respecto no han hecho más que demostrar. Las colaboraciones público-privadas benefician a las empresas, no al ciudadano; sí que mejoran ciertos entornos, pero a costa de privatizar la calle y de empeorar las condiciones laborales de sus trabajadores, como nos explicó Sharon Zukin en The Cultures of Cities. Como toda ejecutiva, del Rivero da por sentado que el mundo iría mejor si funcionase bajo criterios de eficiencia empresarial y sumisión a la tecnología; lamentablemente, eso dejaría por el camino muchos otros criterios morales que, afortunadamente, aún no han quedado obsoletos.

La smart city

La smart city o ciudad inteligente es aquella en la que se alcanzan grandes cotas de eficiencia y sostenibilidad mediante el uso de las TIC. Es un concepto que lleva unos cuantos años en boga y que aún no ha acabado de encontrar una definición precisa: desde los periódicos y las adminsitraciones se llama smart city a cualquiera que lleve a cabo proyectos de gestión medioambiental o relacionados con la implementación de sensores o nuevas tecnologías.

En el blog os proponemos una definición muy sencilla de lo que es una smart city. Imaginad que os corresponde decidir a qué hora se iluminan las farolas de una ciudad, para que esté iluminada durante la noche; ¿cómo lo haríais? Hasta ahora, la única opción viable era investigar las horas en que se va haciendo de noche, que son variables durante todo el año, y establecer ese momento aproximado para encender las farolas. El problema, evidente, es que habrá días en que, por ejemplo, el cielo estará lleno de nubes y no habrá luz durante un buen rato, hasta que las farolas se encienda; o en días especialmente luminosos, se encenderán antes de tiempo, malgastando energía.

Todo eso se resuelve con la llegada de los sensores de luz. Basta con colocar unos pocos repartidos por la ciudad, determinar un nivel de claridad, ¡y voilà!, las luces se encenderán solas en cuanto su iluminación sea necesaria. Ese es el concepto de ciudad inteligente: aquella donde la tecnología ha avanzado lo bastante para tomar decisiones por sí misma.

El concepto se puede extender a innumerables campos: riego inteligente en parques y jardines, contenedores de basura que informan de cuándo están llenos, audímetros para comprobar los niveles de sonido de forma automática, cámaras repartidas por la ciudad para controlar y diagnosticar el tráfico.

El problema surge cuando estos conceptos no nacen de demandas de la ciudadanía, sino de intereses de las empresas tecnológicas por implementar sus modelos en la ciudad y llevarse una buena cantidad de dinero. Ya lo denunciamos a propósito del artículo de Manu Fernández El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana: la smart city no es una necesidad de los habitantes de las ciudades sino una imposición empresarial surgida alrededor de 2008 en la empresa IBM, luego extendido a multitud de otras empresas, con la intención de definir un nuevo paradigma urbano para principios del siglo XXI y ser ellos los responsables de su implementación y gestión.

La red de sensores y tecnologías necesaria para una smart city eficiente (en el sentido en que la pretenden dichas empresas) incluye un enorme coste de gestión tecnológica, de servidores y de personal altamente preparado que sólo las grandes empresas tecnológicas pueden proveer. No negamos que algunos de los conceptos que proponen sean más eficientes que los actuales: pero el paso de los de hoy (en general, gestionados por modelos públicos o públic-privados) a los necesarios para la smart city supone el paso de su gestión pública o semipública a una gestión completamente privada.

Ese es uno de los contras en la smart city. El otro es la verdadera necesidad de tanta tecnología. Entiéndannos, no tratamos ni de poner puertas al campo ni de volvernos luditas: bienvenida sea la tecnología, la queramos o no, y ojalá sea usada para lo mejor de que es capaz; la pregunta es: ¿necesitamos, de verdad, contenedores con sensores de capacidad, como propone Narcís Vidal Tejedor en su libro La smart city? El autor propone unos contenedores que irán avisando a una central cada vez que estén llenos de forma que el camión de recogida irá modificando de forma inteligente su recorrido para ir sólo a los puntos donde sea necesario.

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Siendo realistas: se hará una inversión enorme en contenedores nuevos dotados de sensores; se hará una inversión aún mayor en una central inteligente donde recibir y gestionar los datos; se reducirá la plantilla de conductores de camiones, porque de algún lugar habrá que sacar inversión para todo lo otro, y los conductores de camión tendrán una ruta variable cada día, lo que les impedirá optimizarla y generará nuevos problemas (dónde aparcar el camión mientras maniobran, qué carreteras están cortando de forma temporal, cuánto tráfico están reteniendo, cuánto ruido están haciendo). Además, habrá días en que, por azares, la mayoría de contenedores no estén llenos, porque ha llovido mucho y hace frío y a la gente le ha dado pereza bajar, me espero y mañana bajo bolsa y media; entonces, al día siguiente, si el recorrido supone más que sus horas de trabajo, ¿el conductor tendrá que hacer un horario mayor?, ¿dejará sin recoger las que excedan de su jornada laboral?

El ejemplo puede ser un poco exagerado, estamos de acuerdo, pero presenta el problema principal de las smart citys: que no son reales. Suponen una serie de personas, en general enamoradas de una forma determinada de tecnología, que empiezan a pensar qué pueden hacer con tantos sensores sin plantearse si realmente esos usos, o incluso la necesidad de sensores, son la mejor opción de inversión para la ciudad hoy en día. Ese es el gran error de La smart city y muchos otros: no se cuestionan el concepto de smart city, lo reciben con brazos abiertos sólo porque son unos enamorados de la tecnología. Que, repetimos, no es ni buena ni mala, ni estamos en contra de ella en el blog: es necesaria para unos fines. Pues determinemos primero dichos fines.

Unoa apuntes para terminar. El concepto de smart city nos recuerda al momento en que Le Corbusier y los suyos pensaron que la mejor forma para construir las nuevas ciudades era la descrita en La carta de Atenas: edificios llenos de luz, sol, aire y vegetación, bien alejados de las zonas de trabajo, para poder ordenar las ciudades y que los niños no creciesen llenos de polución y ruido. En la práctica, esas ideas, que no suenan mal, se convirtieron en bloques de viviendas alejados del centro de la ciudad donde los obreros tenían que llevar a cabo horas y horas de trayecto para alcanzar sus zonas de trabajo y donde las familias sentían que estaban apartadas de la ciudad. Porque se encumbró una idea al Olimpo sin tener en cuanta sus repercusiones ni su ejecución en el mundo real, una vez pasase a las manos de especuladores, políticos, concelajes de urbanismo y otras mil capas de capitalismo e intereses varios.

Segundo apunte: si les interesan las smart cities y los conceptos tecnológicos asociados a ella, no dejen de leer Smart Cities: Big Data, Civic Hackers, and the Quest for a New Utopia, de Anthony Townsend, donde propone una smart city surgida de la ciudadanía, de la aplicación libre de la tecnología, y no una tecnología limitada como la que nos proponen las grandes empresas (Apple es sólo un ejemplo, pero el que más rápido nos viene a la mente). Townsend explica ejemplos donde la tecnología, de forma barata, sencilla, eficiente y colaborativa, es útil: por ejemplo, en Nueva York, donde las depuradoras vierten el agua de la ciudad, una vez depurada, al río Hudson. Cuando llueve, sin embargo, el caudal de agua es tan grande que las depuradores se ven obligadas a abrir compuertas y dejar pasar toda el agua, sin filtrar, al río. Pues se propuso la creación e instalación de un pequeño led en los lavabos de la ciudad que se pondría rojo sólo en los días de lluvia en los que se tienen que abrir las compuertas de las depuradoras, para que los neoyorquinos supiesen que, en ese momento, si tiraban de la cadena, sus residuos irían directamente al río. Dándoles, claro, la opción de esperar una horas y no contaminar. Opción que ellos tomaban libremente, además. Todo ello, basado en la gran frase de William Gibson: “The Street finds its own uses for things”.

“When you start paying attention to what people actually do with technology, you find innovation everywhere. The stuff of smart cities -networked, programmable, modular, and increasingly ubiquitous on the streets themselves- may prove the ultimate medium for Gibsonian appropiation. Companies have struggled to make a buck off smart cities so far. But seen from the street level, there are killer aps everywhere.” (Smart Cities, p. 119).

Tercer apunte: ¿han oído hablar del concepto smart airport o smart flying? No, ¿verdad?, porque no existe. Hace unos años, viajar en avión suponía ir a una agencia de viajes, imprimir el billete, gestión precisa de tiempos, reservas, llamadas, llegada con horas de antelación, facturar maletas… todo eso se ha convertido en ir al aeropuerto, pasar la pantalla del móvil por un lector y caminar hacia el avión (por un aeropuerto reconvertido en no lugar entregado al comercio y a los flujos del capital, sí, pero no nos desviemos). Sin embargo, en ningún momento se nos ha pretendido vender un concepto de «nueva forma de viajar» ni de smart flying ni nada parecido; porque no ha sido necesario, porque se ha creado una sinergia entre lo mejor para las grandes aerolíneas, los aeropuertos y los viajeros que ha supuesto una mejora en la eficiencia y la facilidad para viajar (tema de la contaminación a parte). Por ello es tan sospechoso el concepto de smart city: si tanta ventaja va a suponer, ¿por qué no se implanta ya, por qué tanta necesidad de congresos y ferias y vender humo por parte de administraciones y empresas?

Finalmente, el libro La smart ctiy, de Narcís Vidal Tejedor, que ha generado toda esta reflexión, es un pequeño manual de 2015 donde se dan algunos tips sobre el concepto de smart city y sus posibles usos tecnológicos, con especial atención a todos los aspectos tecnológicos y ninguna reflexión sobre la verdadera necesidad o idoneidad de dichos avances.

La carta de Atenas (1933) y la llegada de la zonificación

En 1928 se reunió el primer Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en Sarraz, en Suiza. Al término del CIAM publicaron un pequeño extracto donde daban a conocer sus intenciones, que eran:

  • asumir que la arquitectura y el urbanismo habían cambiado con la llegada del «maquinismo» (es decir, los cambios provocados en una era donde la técnica cada vez tenía más presencia) y que era necesaria una nueva forma de concebir ambas, así como las ciudades;
  • «las tres funciones fundamentales para cuya realización debe velar el urbanismo son 1), habitar, 2), trabajar, 3), recrearse».

Sí, si conocen un poco el tema verán que falta la cuarta.

Volvieron a reunirse en 1929 en Frankfurt, en 1930 en Bruselas y en 1933 en Atenas, el más conocido de los congresos y del cual surgió la famosísima publicación La carta de Atenas. Antes de avanzar sus conclusiones, situemos la época: si recurrimos al libro de Peter Hall Ciudades del mañana, recordaremos que en la década de los años veinte se daba preeminencia al concepto de Geddes que Mumford trasladó a América unos años después: la planificación regional. Surgida del estudio de los valles de la Provenza francesa, la planificación regional entendía que cada ciudad se erigía como el centro de una región concreta que debía tener en cuenta para su planificación. Las ciudades francesas de los valles habían recogido y concentrado lo mejor de la ecología de cada una de sus zonas, a menudo limitadas por montañas y conformadas por valles; lo mismo debían hacer todas las ciudades del mundo.

De ahí la primera parte de La carta de Atenas, que describe la ciudad como un ente situado en una región que hay que tener en cuenta para su planificación.

1.

La ciudad no es más que una parte del conjunto económico, social y político que constituye la región.

Empieza con esas palabras, precisamente. Las Generalidades, que constituyen esta primera parte, no dicen mucho más: que las ciudades cambian, que es normal, y que el maquinismo ha llegado y ha supuesto toda una serie de cambios para las ciudades que éstas deben asumir e incorporar. Por maquinismo (supongo que una traducción adecuada a nuestros días sería técnica o avances tecnológicos) entendían en el CIAM las nuevas técnicas arquitectónicas que permitían construir edificios de altura superior a 6 u 8 plantas (en la época se estaban empezando a levantar rascacielos) y la generalización de los vehículos a motor.

La segunda parte, que constituye el grueso del manifiesto, se divide en cuatro partes: Habitación, Esparcimiento, Trabajo y Circulación, que son las cuatro tareas que los ciudadanos deben llevar a cabo en la ciudad y para las cuales la ciudad debe estar edificada. Sí, si se han fijado, antes eran tres tareas y ahora se añade una cuarta: la circulación.

Empecemos por el tema de la vivienda. El presupuesto de La carta de Atenas es que las ciudades están mal edificadas. Debido tanto a una falta de planificación como a los vaivenes de la historia (la Revolución Industrial, por ejemplo, que llevó a miles de campesinos a los entornos urbanos en situaciones deprimentes), las ciudades en la época, considera el CIAM, eran lugares horrendos, densos y muy poco higiénicos. Las situaciones antes descritas habían generado viviendas alejadas de lo que se considera «el entorno natural», algo necesario para el ser humano, y que consiste en tener luz, aire y zonas verdes en la proximidad. Ésas son las tres materias primas del urbanismo: luz, vegetación y espacio.

14.

Las zonas favorecidas están ocupadas generalmente por las residencias de lujo; así se demuestra que las aspiraciones instintivas del hombre le inducen a buscar, siempre que se lo permitan sus medios, unas condiciones de vida y una calidad de bienestar cuyas raíces se hallan en la naturaleza misma.

Razón no les faltaba, es verdad. Pero en el siguiente punto ya la lían.

15.

La zonificación es la operación que se realiza sobre un plano urbano con el fin de asignar a cada función y a cada individuo su lugar adecuado. Tiene como base la necesaria discriminación de las diversas actividades humanas, que exigen cada una su espacio particular…

Y ése es el gran error de La carta de Atenas: su planteamiento es que las viviendas deben ocupar el espacio central en las ciudades, que se deben planificar, sobre todo, teniendo en cuenta que las casas dispongan de luz, de aire puro, de vegetación en sus alrededores. Pero la solución que encuentra La carta de Atenas para diseñar ciudades así es la zonificación: separar las labores que llevan a cabo los ciudadanos.

Esto tiene dos graves problemas: por un lado, la idea, muy poco acertada, de que se puede planificar la vida de las personas, de que unos arquitectos pueden saber lo que querrán las personas, ¡no sólo de su época, sino de las venideras! Ya decían tanto Sennett en Construir y habitar como Townsend en Smart Cities que toda ciudad planificada hasta el último detalle se acaba convirtiendo en un sistema cerrado incapaz de aceptar el cambio, pues echaría al traste su planificación. O García Vázquez en su elogio de Tokyo en Ciudad hojaldre: la capital nipona ha sabido adaptarse tan bien a todas las épocas porque es abierta, sin terminar, rizomático, permeable.

El otro problema, menos moral y más práctico, es que las zonas están separadas unas de otras y para transitarlas se requiere un vehículo privado. Por eso fue necesario que del primer CIAM al cuarto se incluyese una cuarta función, la circulación. Lo que estaban pregonando, sin darse cuenta, los arquitectos del CIAM era la entrega absoluta, sin concesiones, de la ciudad al vehículo privado.

Por ejemplo, veían con muy malos ojos que las viviendas se alineasen junto a las calles por las que transitaban los vehículos, porque ello suponía que se llenarían de ruidos y de coches, volviéndose poco higiénicas. Igualmente denostaban los suburbios americanos («Los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales. (…) El suburbio es una especie de espuma que bate los muros de la ciudad. En el transcurso de los siglos XIX y XX, la espuma se ha convertido primero en marea y después en inundación»).

Por todo ello, concluyen, las viviendas deben de ser el centro de las nuevas ciudades. Se debe despejar todo el espacio necesario para poder construir viviendas a las que accedan tanto el sol como el aire puro, con su correspondiente vegetación, en torres tan altas como la técnica permita porque tampoco queremos que las ciudades se vuelvan extensiones enormes imposibles de recorrer en una jornada, y con los rascacielos lo bastante separados unos de otros para que no se proyecten sombra… ¿ven a dónde nos dirigimos?

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Exacto: el Plan Voisin de Le Corbusier, que es anterior a La carta de Atenas. No olvidemos que el propio Le Corbusier fue uno de los participantes de los CIAM y es, además, uno de los dos encargados de redactar y ampliar las conclusiones a las que se llegó.

La siguiente zona debe estar reservada al ocio. Aquí es donde se percibe claramente un trasfondo que recorre todo el libro y que Jane Jacobs resumió, en su magnífica Muerte y vida de las grandes ciudades, como que «Mumford y compañía odiaban las ciudades»: el ocio sólo se contempla como la huida de la ciudad. El ocio consiste en lugares donde los niños puedan estar (con sus madres, se sobreentiende) y donde los hombres puedan ir, a saber, a) tras sus trabajos (es decir, lugares de ocio en la ciudad); b), en los fines de semana (es decir, lugares de ocio en la región) y, c) en sus vacaciones (es decir, lugares de ocio repartidos por todo el país). El país entero debe estar planificado teniendo en cuenta que las personas van a querer disfrutar, durante su ocio, de dichos lugares. Parece que la opción de quedarse en la ciudad no queda contemplada por los arquitectos del CIAM. Rompamos una lanza en su favor: las ciudades no eran, en plenos años veinte del siglo pasado, el destino turístico en sí mismo que son hoy en día, un siglo después. Pero tampoco existía la necesidad de huir constantemente de ellas que se lee como trasfondo en La carta de Atenas.

El apartado dedicado al trabajo presenta una paradoja con nuestros días: los arquitectos denuncia el hecho de que los trabajadores deban perder tiempo en desplazarse desde sus hogares, en el centro de la ciudad, hasta las industrias situadas en la periferia; hoy en día, en cambio, la denuncia suele ser la opuesta: las largas horas que deben pasar los trabajadores de la periferia para acceder a sus puestos de trabajo en los centros de las ciudades. La propuesta del CIAM para eliminar este problema: que las ciudades dejen de ser concéntricas para ser lineales.

Y, como gran solución a todo la planificación que han llevado a cabo hasta ahora, con cada función separada en su zona concreta, La carta de Atenas propone una función transversal en la ciudad: la circulación. Grandes arterias que atraviesen toda la ciudad y permitan un tráfico veloz, sin interrupciones, alejado de las viviendas. Las vías de circulación tendrán distintas velocidades en función de su volumen, con autopistas enormes alejadas de las ciudades y carreteras más pequeñas que conecten éstas últimas con las grandes vías. Fuera los pasos de peatones, fuera las aceras, fuera toda interacción posible entre vehículos y ciudadanos: las ciudades son para los primeros y las carreteras, sólo para los segundos.

Las conclusiones generales a las que llega La carta de Atenas explican que la ciudad es un ente degenerado y desviado, en gran medida, por la iniciativa privada, que ha supuesto que cada cual se haya procurado su bien común sin tener en cuenta el bien general. El centro de la ciudad debe ser el individuo; y a él, y para su beneficio, deben reconstruirse las ciudades.

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Brasilia. Dan ganas de sacar a pasear al perro, ¿verdad?

El ejemplo de ciudad surgida de La carta de Atenas es, por supuesto, Brasilia, de la que también hemos hablado a menudo. Y no por lo idílica que es su habitabilidad, precisamente. Se trata de una ciudad pensada para ser fotografiada, ajena al acto de andar o de pasear, con barrios dedicados a cada función y separados entre ellos por enormes vías circulatorias que flotan entre el vacío.

Los errores de La carta de Atenas fueron bastantes:

  • en primer lugar, pretender que las ciudades se iban a reconstruir desde cero, que los barrios viejos se iba a derruir para dar lugar a torres separadas unas de otras y conformadas por cédulas de habitabilidad, como pretendía Le Corbusier con Le Marais y el Plan Voisin. No, en el CIAM deberían haber tenido suficiente vista (y humildad) para comprender que las ciudades no iban a empezar de cero, sino que tendrían que adaptar aquellas partes que pudiesen serlo a las nuevas propuestas.
  • en segundo lugar, la zonificación. Vivir lejos del trabajo es uno de los grandes problemas de nuestros días, y tiene que ver tanto con el auge de los servicios como con la pujanza que han obtenido las ciudades como destinos turísticos o lugares donde invertir, vivienda incluida. Veremos cómo afecta a todo ello el confinamiento del covid. Pero un punto de partida que aleja las distintas funciones que un ciudadano lleva a cabo en su día a día es completamente erróneo; hoy somos conscientes de que, precisamente, el objetivo es el opuesto, lugares donde poder vivir, hacer la compra, disfrutar del ocio; a ser posible, sin necesidad de grandes desplazamientos o llevando éstos a cabo con transporte público o ecológico.
  • en tercer lugar, la planificación. Hemos ido viendo en este blog que uno de los grandes debates del urbanismo es el que Sennett establecía en Construir y habitar entre Mumford y Jacobs: Mumford defendía que las ciudades debían ser planificadas desde arriba, con grandes inversiones e infraestructuras que dirigiesen el destino de las ciudades; Jacobs, que había que dejar que se desarrollasen a su aire, con microinversiones que la propia calle reclamase. Sennett, sin decantarse, sí que admite que le dio algo más la razón a Mumford cuando tuve que enfrentarse a los grandes retos urbanísticos de las megaciudades chinas, Shangái en concreto. Pero algo en lo que todos ellos estarían de acuerdo (tal vez Mumford no, en función de la planificación) es que las ciudades no pueden planificarse por completo. Las ciudades son entes vivos que deben admitir el cambio; parte del concepto de ciudad implica la posibilidad de libertad, de novedad, de cambio, adaptación, reinventarse. Las ciudades completamente planificadas anulan todos estos aspectos; pierden gran parte de lo que las convierte en ciudades.

Alternativas para burlar los sistemas de reconocimiento facial

Las revoluciones de Hong Kong se están convirtiendo en un escaparate del uso de las nuevas tecnologías aplicadas bien a la revuelta social, bien al control social. Cada paso que da un bando, el otro intenta contrarrestarlo. Por parte de las autoridades ya existían el aterrador sistema del crédito social chino y el control de las comunicaciones, que los manifestantes intentaron burlar usando aplicaciones alternativas para reunirse y organizar las protestas; luego, por ejemplo, la policía ha pasado a usar mangueras con aguas teñidas de azul, para poder reconocer a los disidentes cuando ya se hayan dispersado y detenerlos.

Pero esta lucha (desigual, todo sea dicho) es sólo la punta de lanza en un Estado que, no nos engañemos, disimula poco sus métodos. Aunque nos parezca muy lejano, una lucha similar se da en nuestras calles (no en intensidad, ojo, no estoy comparando sino haciendo un símil): acérquense ustedes a una ciudad mediana y cuenten cuántos metros pueden andar sin encontrar una cámara. Les digo que en Barcelona es casi imposible, y en el centro probablemente se puedan contar con un dedo de la mano los puntos donde no estás siendo enfocado a la vez por un puñado de ellas. Los sistemas de reconocimiento facial están a la orden del día: no sólo los usaba la fenecida Picassa, por ejemplo, con aterradora eficacia (y ya hace años de aquella aplicación) sino que los siguen usando Facebook, Apple, cualquiera de las grandes: para desbloquear los aparatejos tecnológicos, sin ir más lejos, o cada vez que etiquetamos a alguien en instagram y le regalamos más información a las corporaciones.

En este blog somos malpensados. No hace falta recurrir a teorías de la conspiración para ver que, en cuanto les interese, las grandes compañías usarán todos esos datos para ganar dinero, si no lo hacen ya. Llevamos un localizador en el bolsillo, la mayoría de nosotros, que desbloqueamos una media de 150 veces al día por costumbre, sin verdadera necesidad de consultar algo. Pero, aunque no lo llevásemos, el Big Data puede saber dónde estamos en todo momento simplemente reconociendo nuestras caras. Y en este blog, donde no es que tengamos nada especial que ocultar pero tampoco nos apetece que nadie fuera de nuestro entorno tenga por qué saber dónde andamos ni para qué, nos hemos interesado por las alternativas existentes para engañar los sistemas de reconocimiento facial.

El primer problema que encontramos es que hay multitud de formas tecnológicas (¿usan la luz?, ¿infrarrojos?) y ya no digamos algoritmos diferentes para llevar a cabo lo mismo, por lo que habría que saber a qué nos enfrentamos para decidir qué alternativa usar. Las propuestas aquí (tras una búsqueda sencilla en internet, no vayamos tan lejos) suelen burlar un único sistema; ninguna de ellas es disimulada y en todo momento quedará claro lo que pretendemos, al menos al resto de la población que ande por las calles.

CV Dazzle e Hyperface

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Desarrollado por Adam Harvey, «artivista», el sistema en el que se basa es el de distorsionar los algoritmos de reconocimiento: un punto muy importante es el del puente de la nariz, donde convergen la nariz, los ojos y las cejas, por lo que el primer paso consiste en distorsionar esa zona; el segundo, un peinado asimétrico, y luego un maquillaje o sombras que oscurezcan un solo ojo.

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Otros ejemplos del CV Dazzle.

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El mismo artista desarrolló luego otro sistema, Hyperface, que consiste en llevar ropas con multitud de rostros estampados en ellas, para confundir a los sistemas: si no pueden situar el rostro, no podrán intentar el reconocimiento.

El sistema que más se está desarrollando es, por razones obvias, el uso de determinadas gafas. Las gafas son un accesorio no especialmente distorsionador del rostro, por lo que no nos serñalarán en el metro mientras las llevamos. Veamos algunas:

Gafas Privacy Visor

Creadas por el Instituto Nacional de Informática de Japón, estas gafas reflejan la luz del techo en la lente de la cámara, por lo que convierten en virtualmente invisible la zona alrededor de los ojos. Otro modelo, las Reflectacles tienen un efecto similar:

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Gafas con rostros de famosos

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Las gafas no tienen realmente rostros de famosos, pero consiguen convencer a los algoritmos de que somos otras personas mediante el uso de píxeles en la montura. Discretas tampoco son.

Incognito

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Un sistema de joyas colocadas alrededor del rostro que al reflejar la luz impide situar los principales puntos de reconocimiento.

La máscara de URME

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Algo más extremo que las anteriores, el «artivista» Leonardo Selvaggio, de Chicago, vio la oportunidad perfecta para combinar arte y negocio: como forma de luchar contra el reconocimiento facial, propone la creación de una máscara hiperrealista, fabricada mediante impresión 3D de su propio rostro, que vende al precio de unos 180 euros y que permite al que la lleva caminar de incógnito ante cualquier sistema. Esconderse a simple vista, lo llaman.

No podemos terminar esta entrada sin dar a conocer a Lilly Ryan, que se dedica a lo que ella define como «Scientific Hooliganism»; nos hemos enamorado de ella.

Fuentes: 1, 2, 3.

«El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana», de Manu Fernández

En la última lección del curso Ciudades en Crisis y Nuevas Políticas Urbanas de Joan Subirats hablaba Manu Fernández, del que os destaqué su blog (en el que un día me perderé durante horas y del que sin duda escribiré multitud de artículos, porque vale mucho la pena). Uno de los artículos de la bibliografía de esa lección era precisamente una entrada en el blog de Manu extraída de su libro, Descifrar la smart city.

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Fernández analiza qué se esconde tras el concepto de smart city. Es un concepto que va a regir la conformación de las ciudades del futuro, sí, pero lo está haciendo ya en presente, es decir, las ciudades hoy quieren ser smart, quieren adaptarse al cambio; sin embargo, el concepto de smart city no ha surgido de la sociedad, no es un sustrato que ha ido calando a base de necesidades o imperativos sociales, sino que se ha generado directamente en grandes empresas de informática y telecomunicaciones, que han puesto sus poderes de influencia a trabajar para que el concepto cale y las autoridades lo compren, literalmente: para que gasten grandes cantidades de dinero en adaptarse a una necesidad que tal vez no sea prioritaria para su población. Sigue leyendo ««El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana», de Manu Fernández»

CCNPU (IV): La era digital… ¿cómo afecta a las ciudades?

Y vamos con el último capítulo de este curso de coursera, Ciudades en Crisis y Nuevas Políticas Urbanas, articulado por Joan Subirats, de la UAB.

Internet y la desintermediación en la ciudad. Empezamos con Simona Levi, activista, fundadora de xnet. Internet nos permite la desintermediación, es decir, reduce intermediarios (mismo efecto que las redes en general). ¿Dónde se da sobre todo esta desintermediación? En la cultura, en la información, economía y organización. Información: antes se necesitaba la televisión o la prensa, grandes medios; internet permite una relación entre pares en cuanto a la información, siguen existiendo esos medios pero también métodos para cotejar la información que estos medios daban de forma monopolista; se ha reducido su poder mediante una dinámica democratizadora: el intermediario ha dejado de ser esencial, y aspira a ser, más bien, un líder que un medio único (ejemplo: la forma de consumir música, anteriormente y ahora; los avances en la forma de consumir cine hoy en día, con el crecimiento del streaming y Netflix). Sigue leyendo «CCNPU (IV): La era digital… ¿cómo afecta a las ciudades?»