Supercities. La inteligencia del territorio es un libro extraño. Está escrito por Alfonso Vegara y Juan de las Rivas, el primero fundador y presidente de la Fundación Metrópoli y el segundo, miembro de ella. Es un libro extraño porque aúna un rigor extraordinario, un conocimiento vastísimo sobre el tema y una cierta carencia de crítica en algunos puntos, pese a que está presente en otros. A lo largo de sus muchas páginas se tratan, posiblemente, todos los temas relacionados con el urbanismo que hemos ido tratando en el blog, además de muchos otros de más amplia envergadura y, sin embargo, por ejemplo, no aparece la palabra gentrificación ni una sola vez. Hay una ideología de trasfondo que asume que las ciudades pueden ser lugares de exclusión y de pobreza, sí, pero sólo cuando las cosas no se hacen bien; y que la forma de hacerlas bien pasa por aunar ciudad, economía y eficiencia; que las ciudades deben crecer, deber ser competitivas, deben diferenciarse en el campo de batalla global y deben atraer a las clases creativas; y, si fuesen capaces de hacerlo sin provocar muchos problemas, sería lo ideal, aunque sea complicado. Pero, si no se consigue… en ningún momento se cuestiona lo anterior.
De forma similar al libro Ciudades del mañana, de Peter Hall, los distintos capítulos están organizados por bloques temáticos y recogen la historia de ese tema concreto desde sus inicios. Así, por ejemplo, «Los orígenes del urbanismo moderno» recoge el nacimiento de los planes de urbanismo casi desde la Revolución Industrial hasta nuestros días y «La ciudad funcional», el racionalismo desde Le Corbusier hasta la actualidad. De especial interés para el blog serán los dos temas ya citados y el penúltimo, «Ciudad digital, smart city», por lo que vamos a ellos.

El origen de los planes urbanísticos se encuentra en la Städtebau alemana y el Town Planning británico de mediados del siglo XIX, cuando surge «una nueva técnica, más bien un conjunto de técnicas dispares –alineaciones, ordenanzas, zonificaciones… — orientadas no tanto a proyectar la ciudad futura como a administrar el espacio físico y a establecer una gestión moderna de las ciudades» (p. 27). La revolución industrial estaba poblando las ciudades, lo que generaba una gran cantidad de problemas higiénicos, de hacinamiento, distribución… Es entonces cuando surge el modelo actual de ciudad concéntrica y con barrios satélites, «derivado de la experiencia londinense y de las ideas de la ciudad jardín». En este momento surgen dos lógicas opuestas: la del continente, que «parte de un modelo de ciudad continua de crecimiento ilimitado, organizada por la nueva ingeniería del transporte y de las infraestructuras» y que consiste en calles amplias, rectas, avenidas y ordenanzas de edificación (de clara inspiración Haussmann) y el modelo «policéntrico que propone la ciudad jardín, por su obsesión con limitar el tamaño de las unidades urbanas» (p. 31).
La primera figura del urbanismo es, como ya adelantó François Ascher en Los nuevos principios del urbanismo, Ildefons Cerdà, primero con su libro Teoría general de la urbanización y luego por la planificación del Ensanche de Barcelona, que Vergara y de las Rivas loan sin medida. Lo cierto es que el Ensanche de Barcelona ha demostrado ser una obra adelantada a su tiempo, consciente de los cambios que podrían llegar y con posibilidad para adaptarse a ellas. Las calles han sido capaces de absorber un tráfico mucho mayor del que Cerdà podría haber previsto, los chaflanes son lugar de asueto, con cafeterías y bancos para descansar y que permiten mejorar ese tráfico y, si la obra de Cerdà se hubiese llevado a cabo como él la proyectó, en cada manzana habría parques para los vecinos y gran cantidad de luz. Lo importante de su plan, también, fue el modo como estudió Barcelona, lo que entonces eran su núcleo y los pueblos periféricos, luego integrados en la propia ciudad, y cómo respetó y alteró esa configuración en el modo justo.
Es aquí donde ya encontramos algunas de las contradicciones del libro. Se elogian tanto el Fórum de las Culturas (2004) como la creación del distrito Poblenou 22@ como continuaciones de la obra de Cerdà; y, sin embargo, ya hemos hablado largamente en el blog de cómo el Fórum no fue más que un desmán urbanístico ideado para expoliar a las clases pobres de la última zona del litoral barcelonés y substituirlas por inversores acomodados, a ser posible, generando parques públicos para beneficio de esas clases privadas. Ambas visiones no son antitéticas: se puede loar la culminación de la Diagonal y se puede criticar que se haya hecho a costa de inversiones privadas o a espaldas de las clases populares; pero cuando la crítica está ausente por completo, a uno no le queda más remedio que plantearse la ideología que lo sostiene todo.
Otro de los planes urbanísticos mencionados en el libro es el de Viena y Otto Wagner, que trató de mantener un carácter estético y embellecer la ciudad. «En Viena se percibe como en casi ningún otro lugar el nacimiento de la metrópoli moderna que materializa el pacto entre la vieja aristocracia y la burguesía comercial e industrial, tras la revolución de 1848» (p. 37). En esas avenidas convivirán los cafés con los tranvías, los peatones con los escaparates, en el símbolo de la modernidad que veía Baudelaire y analizamos con Marshal Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire.
En 1933, a bordo del transatlántico “Patris II” en trayecto desde Marsella a Atenas, tuvo lugar la celebración del 4ª Congreso Internacional de Arquitectura Moderna cuyo título fue La Ciudad Funcional. Las conclusiones serán recogidas por Le Corbusier, para algunos sin respetar la diversidad de ideas allí presentes, en un libro publicado en 1943: La Carta de Atenas. En este documento fundamental se fijaron por primera vez unos principios sistemáticos relativos al moderno planeamiento urbano. Le Corbusier hace confluir en la redacción de la Carta ideas que él mismo ha ido elaborando desde que en 1922 planteara su “Ville contemporaine pour 3 millions d’habitants”. Su libro «Urbanisme» (1925), el polémico “Plan Voisin” (1925) para el centro de París y el libro La Ville Radieuse (1933), que preceden al 4ª CIAM, son elocuentes en cuanto a su perfil funcionalista. (p. 54)
El segundo capítulo rastrea los orígenes del funcionalismo ejemplificado por Le Corbusier en «el desarrollo eficaz de una nueva arquitectura residencial fundad en nuevos tipos y capaz de articular la respuesta a la demanda masiva de vivienda», algo que ya se encuentra, por ejemplo, en las Siedlungen alemanas. Como ya analizamos en su momento, La Carta está plagada de buenas intenciones que no se ejecutaron del modo correcto. El deseo de situar las viviendas en los mejores lugares de la ciudad y rodearlas de naturaleza, aire puro y agua se convirtió en una zonificación brutal que separaba los distritos según los usos de sus edificios y entregaba el resto de la ciudad a los automóviles, únicos capaces de distribuir a las personas de una a otra zona. Sin embargo, en algún punto ya no esconden sus intenciones: «La arquitectura preside los destinos de la ciudad». Para Le Corbusier, los arquitectos eran los creadores, en mayúsculas, y a diferencia de, por ejemplo, el historicismo de Camilo Sitte, que consideraron que «lo básico en un proyecto urbano es la configuración del espacio público», para el racionalismo eran los edificios.
La Carta era una colección de buenos ideales que no tenía en cuenta ningún otro aspecto social, económico o político más allá de sus deseos. «José Luis Sert habla de la “olvidada quinta función”, la que permite que el colectivo humano que habita una ciudad se sienta partícipe del proceso de transformación de la misma. Sin negar las otras cuatro funciones sugiere una nueva, la modificación del entorno, la que debe ser origen de una morfología urbana más rica y de una vida social más compleja y satisfactoria» (p. 63). Por ello, cuando la ciudad moderna surge no lo hace ex novo, sino que convive con la ciudad tradicional; a menudo, la moderna sólo consigue configurar la forma del extrarradio, lo que, sumado a la influencia de la ciudad jardín, con sus límites al crecimiento, se acaba convirtiendo en ciudades alejadas del centro que no dialogan con lo ya construido: las famosas ciudades satélite (o sus variantes, como la banlieue francesa).
La crisis de la ciudad funcional produce un vacío interpretativo. Muchos comienzan a tratar a la ciudad real en la que vivimos como algo caótico e inexplicable. El funcionalismo es la última corriente urbanística que intentó entender y dar respuesta a la ciudad en su conjunto. Pero la ciudad sigue evolucionando al margen de las teorías. La ciudad de hoy, que ya no es reconocible con la mirada, es un sistema urbano complejo en transformación permanente. (p.70)
Los siguientes capítulos recogen una gran cantidad de temas diversos: el origen y desarrollo del concepto de ciudad jardín, las ciudades como cúspide industrial y social en los textos de Baudelaire o Dostoyevski, el historicismo de Marcel Poëte o la reconstrucción de Bolonia, por citar sólo algunos. De nuevo con este último tema sorprende el enfoque: se loan las renovaciones urbanas que están reivindicando los centros, desde Bilbao, por supuesto, a Gerona o Graz, acabando con el ejemplo de la High Line de Nueva York, un jardín lineal construido a lo largo de las vías elevadas de una línea de ferrocarril abandonada. Ya pusimos este ejemplo en el blog: de revitalización urbana a centro impulsor de gentrificación y exclusión, la High Line ha supuesto un revulsivo para el barrio, sí, y es hermosa y agradable pasear por ella; pero los apartamentos con vistas a ella han triplicado sus precios y toda la zona ha sufrido un encarecimiento, además de pasar a estar poblada por cafeterías y todo tipo de negocios modernos o creativos. Algo que ya comentó Harvey en Ciudades rebeldes: que los parques, y todos los edificios de los que se habla en Supercities, están en la fina línea entre ser revulsivos para barrios «en decadencia» y convertirse en herramientas de expulsión. Una crítica que, de nuevo, se echa de menos en este libro.
Algo más de reflexión encontramos en el capítulo titulado «Ciudad digital, smart city«.
Si tuviéramos que diseñar mapas expresivos de la compleja ciudad contemporánea, las viejas analogías ya no sirven. Deberíamos acudir a referencias derivadas de estructuras microscópicas o del cosmos, a imágenes fractales y a la organización de partículas, campos y líneas de fuerza, a la configuración de complejas cadenas de materia, a sistemas planetarios y constelaciones, a esas máquinas de la vida tan difíciles de comprender, las proteínas, o a los complejos códigos genéticos que hoy son interpretados con series gráficas y numéricas, de nuevo una analogía cibernética. Sin embargo, la pérdida de valor del concepto clásico de centralidad en la nueva economía no conduce inmediatamente a su sustitución por un concepto equivalente. Los procesos de descentralización espacial han sido espontáneos y han generado externalidades difíciles de corregir. La ciudad emergente se caracteriza por su dinamismo, por la mayor interacción y la mayor generación de viajes, por el incremento de la conectividad –de todo tipo– y sus consecuencias en una sociedad donde las relaciones mercantiles dominan peligrosamente la vida colectiva . La compleja y dispersa ciudad contemporánea y sus tensiones de transformación son un exponente claro de esta nueva relación entre innovación y territorio. (p. 268)
Si bien los autores no discuten la necesidad de crear clústers empresariales, tecnológicos y de investigación en las ciudades (similares a Silicon Valley, aunque salvando las distancias, claro), tampoco esconden en ningún momento los intereses que hay tras el concepto smart city y cómo es la voluntad empresarial de obtener beneficio la que lo apuntala. Son críticos asimismo con la deriva que ha emprendido el término, ya que hoy en día cualquier iniciativa de un consistorio puede caber bajo el paraguas «smart» (el Ayuntamiento de Barcelona pone bajo ese epígrafe desde su CityLab hasta las líneas de autobuses híbridos y eléctricos).
El tema de la complejidad urbana en este capítulo los lleva a hablar de los no-lugares o su evolución, los super-lugares (término que no conocíamos y que surge en cuanto el propio Augé reconoce que los no-lugares son los lugares de la sociedad contemporánea), y hasta de las heterotopías de Foucault al referirse a Masdar, una «ciudad» completamente artificial construida (y concebida) como experimento junto a Abu Dabi. De nuevo, el término que creemos que mejor se adapta a esta nueva forma de habitar el territorio, donde cada cual construye su propia red y su propio espacio vital (en la medida de lo posible, por supuesto, y con las limitaciones propias de espacios concebidos como y transitados por mercancías) es el de territoriantes, de Francesc Muñoz.
El último capítulo del libro acaba con una visión de la situación actual de las ciudades: el desparrame del sprawl y de suburbia, la pérdida del espacio urbano y su militarización y fortificación (Mike Davis), las edge cities de Garreau, la metápolis de Ascher, la exópolis de Soja, incluso la «ciudad genérica» de la que hablaba el arquitecto Rem Koolhas; hasta la «urbanización informal» que surge espontáneamente en las grandes metrópolis del Tercer Mundo donde la concentración y el crecimiento humanos son tan enormes que las autoridades son incapaces de hacerle frente.