Contraseñas, Jean Baudrillard

Si hay un concepto que acompaña a Jean Baudrillard es, sin duda, el de simulacro. El simulacro no es una imitación, sino algo que se asemeja a otro algo sin llegar a serlo; pero con la pretensión de serlo. El enfermo que aparenta síntomas no es un simulacro de enfermo, sino una mentira; el que simula estar enfermo tiene algunos de los síntomas, pero no todos, porque no está enfermo. Atenta contra la realidad; genera, de hecho, una hiperrealidad donde las cosas ya no tienen sustancia ni por qué ser reales, sólo aparentarlo.

Si el concepto nos ha interesado tanto en el blog es porque una parte de la arquitectura actual, que podríamos llamar postmoderna, se basa en el simulacro. No sólo los parques temáticos, donde, por ejemplo, se simula Japón con platos de sushi y peluches kawai o se simula algún país escandinavo con fiordos, nieve y vikingos; sino porque la propia realidad se amolda a los gustos de los consumidores y desplaza su historia. Una trattoria italiana se representa, a lo largo del mundo (tal vez del mundo occidental) como un lugar con mesas de manteles a cuadros rojos y blancos, buen pan, aceite de oliva, pizza, romero y tal vez camareros que gesticulen con la mano. Los consumidores, los turistas, se acostumbran a esta representación, a esta simulación, en los parques temáticos, en los centros de las ciudades, en los frentes marítimos rousificados, en los barrios gentrificados, donde puede que se le dé una vuelta de tuerca al concepto. Y, al acudir a Italia, al visitar Roma, esperan que las trattorias sean así: por lo que a éstas, a las verdaderas trattorias italianas, no les queda más remedio que adaptarse y convertirse en algo que no eran para no defraudar a los turistas.

De este modo, el simulacro ha modificado la realidad, generando un mundo hiperreal donde el mapa precede al territorio, donde vemos antes imágenes o trayectorias en Google Maps que la realidad, y donde esperamos que ésta se acabe adaptando a lo ya visto. De ahí surgen la tiranía de la estética (que denunciaba nuestro admirado Carlos García Vázquez al hablar de la belleza del Kawloon pero de cómo esa belleza esconde las condiciones pésimas de vida de sus habitantes) y las reconstrucciones posthistóricas de los centros urbanos, que glorifican, por ejemplo, el pasado burgués pero esconden el pasado obrero (Barcelona y el modernismo, sin ir más lejos; o Times Square, que se ha construido simulando un pasado que no fue y que sólo remite a su propia mitología).

Otra ramificación de nuestra primera lectura de Cultura y simulacro de Baudrillard fue el análisis del Centro Pompidou, que también podríamos englobar dentro de la arquitectura postmoderna. El Centro Pompidou se convirtió en un lugar tan… concreto, específico, ideológico, que no tenía sentido que albergase en su interior ninguna otra colección salvo alguna locura de Philip Dick o la biblioteca de Babel de Borges. Cualquier otro intento cae en la mercantilización del arte y sitúa la cultura en los términos en que la definía Manuel Delgado: como una devoción, como el que asiste a una misa en una catedral, un lugar diáfano, lleno de luz, donde los oficiantes (sacerdotes en un caso, funcionarios, en el otro), imbuidos de la divinidad (o de la cultura) la acercan a quienes los visitan. Entramos, entonces, en esa visión de la cultura como el colofón a cualquier acto de gentrificación o como la última excusa para llevar a cabo en toda ciudad una arquitectura y un urbanismo dedicados a las clases culturales: amable, de carriles bici y heladerías artesanas, de mezcla y diversidad (pero en su punto justo), de alteridad homogeneizada.

Si recordamos todos estos conceptos es porque Contraseñas, escrito en el año 2000, casi al final de su vida, es una especie de recopilación de su obra. Dieciséis cortos capítulos en los que se tratan otros tantos temas, empezando por el objeto, donde reflexiona sobre el paso en los años sesenta «de la primacía de la producción a la del consumo» que precisamente «situó los objetos en un primer plano». Se habla de intercambio, de valor, de mercancía, pero también de final, dualidad o destino. Oímos ecos del Gilles Lipovetsky de La era del vacío en las palabras de Baudrillard sobre la seducción («el dominio simbólico de las formas», acotando el concepto más de lo habitual en su época) y del Byung-Chul Han de Psicopolítica en lo obsceno (la diferenciación entre erotismo, que oculta, y la pornografía, «ya no hay escena ni juego, la distancia de la mirada se borra»). «Pensemos en la pornografía: está claro que allí el cuerpo aparece totalmente realizado» (p. 35), algo que Han denominaba «producido», creado con una finalidad (su consumo).

Acabamos con un link a una entrevista realizada a Baudrillard a propósito de la publicación de Contraseñas.

Zerópolis, Bruce Bégout

Zerópolis, publicado en 2002 por el escritor francés Bruce Bégout y traducido al español en 2007 (Albert Galvany, Anagrama) es una reflexión sobre diversos aspectos de la ciudad de Las Vegas, especialmente en tanto que simulacro urbano.

No es la primera vez que tratamos el tema en el blog. Sin ir muy lejos, Aprendiendo de Las Vegas, publicado en 1977 por los arquitectos Venturi, Scott Brown e Izenour, estudiaba la arquitectura de la ciudad sin tener en consideración su aspecto moral. Las Vegas es una enorme calle (el Strip) pensada para ser recorrida en coche, algo que también destaca Bégout, a cuyos lados se abren casino tras casino, a cual mayor y a cual más extravagante. El símbolo de neón, decían en Aprendiendo de Las Vegas, se ha vuelto tan importante, tal vez más, que el propio edificio. «El rótulo es más importante que la arquitectura», concluían.

Otro gran nombre que resuena en la ciudad es el de Baudrillard; no podía ser de otra manera, pues cada casino es una elevación al cuarto nivel del simulacro (Cultura y simulacro), apelando a una hiperrealidad sin base sostenible. El casino The Venetian, explicaba Francesc Muñoz en Urbanalización, ya no trata de imitar la ciudad italiana, sino que remite a un ideal inexistente, destilado, mediatizado, de góndolas, canales y puentes románticos.

La sombra de Las Vegas es alargada, viene a decir Bégout: la vemos en cualquier centro comercial de nuestras ciudades en la actualidad. «Todos somos habitantes de Las Vegas», propone en la introducción, pues «la cultura consumista y lúdica que transfiguró Las Vegas hace casi treinta años gana cada día nuevo terreno en nuestra relación cotidiana con la ciudad» (p. 13).

[Las Vegas] se opone, con una alegre brutalidad, a toda la pompa cultural, social y estética que comúnmente rodea nuestros hechos y gestos. Ya sean las instituciones (matrimonio, bautismo, etc.) o las tradiciones, Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. (…) Al hacerlo, revela la escena primitiva de la sociedad: la imposibilidad de creer en la verdad del otro. Convierte al otro en un completo desconocido, pues todo aquello que señala su presencia, la cultura y la civilización, se ve aquí propiamente ridiculizado. (p. 15)

El mensaje de Las Vegas es, en definitiva: «Todo es una inmensa y grotesca farsa». ¿Podría considerarse la ciudad como un enorme espacio liminal, entonces, un lugar desgajado del mundo donde las normas no se aplican y todos están hermanados en una communitas a lo Turner? A ello ayudaría la «no plausabilidad geográfica» (Joan Didion) y el hecho de que se yergue en un desierto, alejada de todo, forzando a sus visitantes a, literalmente, atravesar el desierto para alcanzarla, así como el famoso dicho «lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas».

Las Vegas, por lo tanto, carece de memoria. Da igual que la ciudad ya tenga cerca de 150 años: los visitantes no acuden a descubrir su pasado, sino a los casinos, a perderse en entornos artificiales, regidos por el aire acondicionado, donde se escamotean los relojes y cualquier referencia al exterior. Precisamente de esa necesaria -y buscada- artificialidad deben brotar los simulacros arquitectónicos y escénicos que pueblan la ciudad; Bégout afirma que «la extracción de lo real constituye la condición preliminar de la introducción en el mundo de la fantasía» (p. 23).

A diferencia del resto de las ciudades del mundo, la capital del juego no puede resumirse en una o dos figuras reconocibles. Al contrario, las multiplica profusamente como si quisiera con ello trascender definitivamente toda posibilidad de asignarle cierta identidad duradera. (p. 54)

De ahí el título del libro: zerópolis, un término «etimológicamente incorrecto» que, por un lado, parodia los muchos nombres diversos que reciben en la actualidad las ciudades, como megalópolis, exópolis, postmetrópolis o metápolis; y, por el otro, se refiere al número zero, el número que no cuenta nada pero que permite a los otros tener entidad; como leímos hace nada en Ciudad de cuarzo a los intelectuales europeos refiriéndose a Los Ángeles: antípolis, la anticiudad, la ciudad que no es.

Freemont Street, la calle con techo.

Sin embargo, no podemos acabar la reseña sin comentar el tufo pedante que, en ocasiones, empaña la obra. Además de un lenguaje a veces innecesariamente enrevesado o plagado de referencias cultas que no vienen al caso, Bégout da la impresión de considerar que los visitantes de Las Vegas son pobres despojos que han ido a la ciudad a jugar, o bien huyendo de unas vidas miserables y sin esperanza, o bien atraídos por lo abrupto de las luces y el neón. Se plantea en alguna de las páginas lo miserable que debe de ser la vida de los servidores de todos aquellos turistas llegados al desierto para jugar; sin embargo, en el blog nos parece que no debe de haber mucha diferencia entre, por ejemplo, trabajar en un casino de Las Vegas o un resort de Cancún o Bali; o un chiringuito de las playas del Mediterráneo, vaya. El problema no son Las Vegas, sino los servicios y el tipo de trabajadores de baja calificación y fácilmente sustituibles que requiere.

Por otro lado, aludiendo a la cúpula de Freemont Street, Bégout destaca la aparente necesidad de la ciudad de encandilar a sus paseantes, de no permitirles un sólo momento de respiro: «es preciso ocupar las veinticuatro horas del día al cliente con atracciones visuales y sonoras, a cual más sensacional, sin dejarle tiempo para comprender lo que le está sucediendo». Las Vegas es un lugar único en el mundo donde reinan el artificio y el simulacro; nadie pretende que sea otra cosa, y a eso es a lo que van sus visitantes. Otro tema son, por ejemplo, los centros comerciales, una de las bestias negras de los estudios sobre urbanismo actuales: porque privatizan el espacio público, porque fomentan el consumismo, porque impiden el acceso, de forma física o mediante la desincentivación, de determinados colectivos, porque sirven a la economía de la acumulación y del gran capital, empeoran las condiciones laborales, arrasan con la historia de la ciudad y una larga lista de ejemplos. Denunciar el simulacro en un centro comercial es una forma de luchar por otro tipo de ciudad; denunciarlo en Las Vegas dejó de ser novedad hace 30 años.

Cultura y simulacro, Jean Baudrillard

Jean Baudrillard fue un filósofo y sociólogo francés, especialmente conocido por su concepto de hiperrealidad, que desarrolló en el ensayo de 1981 Simulacro y simulación (traducido al español como Cultura y simulacro). Hemos tratado el tema de la hiperrealidad (o de la precesión del simulacro antes que la realidad) en diversas ocasiones en el blog (por citar las más relevantes: La an-estética de la arquitectura, de Neil Leach; Urbanalización, de Francesc Muñoz, y también en Aprendiendo de Las Vegas). Como sucedía con la obra del también pensador francés Guy Debord La sociedad del espectáculo, Cultura y simulacro es difícil de resumir sin diluir sus contenidos.

«La precesión de los simulacros» empieza con una referencia al cuento de Borges de El hacedor en el que el Imperio, en su búsqueda del mapa exacto, acabó generando uno tan grande como el propio Imperio; un mapa que al final, perdido su sentido, dejaron decaer y pudrirse de modo que sus jirones cubrían los territorios del Imperio.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los jirones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real. (p. 9-10).

Es un ejemplo que ya hemos puesto en otras ocasiones. Las cafeterías de los parques temáticos, por ejemplo, o de las zonas turísticas, simulan una cafetería italiana: manteles a cuadros blancos y rojos, buen pan regado con aceite de oliva, pasta, pizzas y tal vez camareros estridentes que gesticulen con la mano. Cuando los turistas, conocidas ya las «cafeterías italianas», acuden a Italia, esperan que las cafeterías allí sean como las que ya han visto; y éstas, para satisfacer su demanda y no provocar su enfado, acatan y se convierten. De modo que las cafeterías italianas, que eran las cafeterías que había en Italia, acaban simulando algo que no eran: las cafeterías italianas creadas en el resto del mundo a imitación de un ideal inexistente. Eso es la hiperrealidad.

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad inencontrable en lo sucesivo. (p. 12)

Ahí yace el verdadero problema de la simulación: no permite una distinción clara con la realidad; la aniquila. «Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia.» Se forman cuatro fases sucesivas o capas de realidad:

  • la primera «es el reflejo de una realidad profunda»; es una buena apariencia que pertenece al orden del sacramento;
  • la segunda «enmascara y desnaturaliza una realidad profunda»; es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico;
  • la tercera «enmascara la ausencia de realidad profunda»; juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio;
  • la cuarta «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro»; ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

Vienen a la mente las palabras de Amalia Signorelli que recogíamos hace nada: el objeto de la etnología del siglo XIX, el auténtico salvaje, ya no existe: era una producción, un simulacro. «Es pues de una inocencia mayúscula el ir a buscar la etnología entre los salvajes o en un Tercer Mundo cualquiera, porque la etnología está aquí, en todas partes, en las metrópolis, entre los blancos, en un mundo completamente recensado, analizado y luego resucitado artificialmente disfrazándolo de realidad«.

Baudrillard ve simulacro en las obras que son copiadas para que las visiten los turistas sin dañar al original. Él habla de las grutas de Lascaux, pero podemos citar la Dama de Elche o las cuevas rupestres de Altamira. Como la mercancía, que debe estar expuesta, también los restos del pasado deben quedar a la luz, desterrado todo secreto. «Las momias no son consumidas por los gusanos sino que perecen al trasladarlas desde el ritmo lento de lo simbólico, dueño de la podredumbre y de la muerte, al orden de la historia, la ciencia y el museo». Los intentos de devolver a los lugares originales aquellas obras artísticas que fueron saqueadas aún añaden otra capa de simulacro: léase la devolución del Museo Británico de sus obras a Egipto o Grecia; ¿qué realidad subyace bajo esa reconstrucción? «Constituye el simulacro total que recupera la «realidad» mediante una circunvolución completa» (p. 27)

Celebration, el pueblo de Disney donde puede usted vivir

«Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados.» En ella se reúnen la Isla del Tesoro, el Mundo Futuro, la Frontera… ya empezando por su logo: el simulacro de un castillo alemán. Disneylandia es «un microcosmos social», los valores americanos exaltados por la miniatura y el dibujo animado. «Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.» No es casualidad que Los Ángeles, la ciudad del cine y el travelling, esté rodeada por estas «centrales imaginarias». Nos hablaba hace poco Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad de un parque temático situado a las afueras de Nueva York donde se reproducen todos los hitos de la ciudad americana; y es mucho más agradable visitarlos allí, encapsulados, limpios, controlados, que en la realidad, llenos de turistas y, en definitiva, de lo urbano.

La política, la sociedad misma, se hallan hundidas en el simulacro (Baudrillard cita el escándalo Watergate: al convertirlo en escándalo, en algo que debe ser denunciado y sacudir a la sociedad, se crea la ilusión de que el resto, la política, la ley, son reales). Si usted simula un robo y es descubierto, ¿cómo explicará a la seguridad que se trata de un hurto simulado? Además, ¿no existen acaso los delitos por «engañar» a la policía? «La ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso.»

Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencia y de intercambios, la ley de cobre de su poder. (p. 51-52)

El capital erradicó toda equivalencia real entre producción y riqueza; y desde entonces trata de solapar esa destrucción «secretando realidad» y multiplicando los signos. «Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso, tal producción «material» se convierte hoy en hiperreal.» Podríamos pensar fácilmente en lo que vende todo paquete turístico y todo viaje al extranjero, toda estancia en un balneario o un Airbnb: experiencias. Algo único que puede usted sentir… al igual que el resto de los consumidores que paguen el precio.

Afirmarse (Baudrillard no entra en las redes sociales, claro; a saber qué diría de ellas), por ejemplo, compartiendo una imagen en negro para referir que uno está «a favor» (?) del #blacklivesmatter no deja de ser una simulación; al igual que lo es su opuesto, estar en contra, reconocerse racista. Y, de nuevo paradójicamente, aquí Baudrillard ve la llegada del socialismo: a través de la muerte de lo social. «… el poder del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda social, será objeto de la ley de oferta y la demanda y no estará ya sujeto a la violencia y a la muerte». No se engañen: el trasfondo de Amazon es la violencia, con que trata a trabajadores y competidores; pero su poder es el de la demanda mundial. Análogo papel el de la política, decidida a venderse para ser consumida como un producto más, sólo que uno que se consume (¿gratuitamente?) en una votación cada cuatro años (y volvemos a la Psicopolítica de Byung-Chul Han). «La ideología no corresponde a otra cosa que a una malversación de la realidad mediante los signos, la simulación corresponde a un cortocircuito de la realidad y a su reduplicación a través de los signos.»

El ensayo acaba tratando otros temas: el de la familia Loud, que fue filmada durante 7 meses bajo la premisa de que «actuaban como si no hubiese cámaras» y que se desintegró tras el rodaje; de nuevo, nos quedamos con las ganas de conocer la opinión de Baudrillard sobre programas de telerealidad como Gran Hermano y todos los sucedáneos que se han dado; el del grupo de países con armas nucleares, donde la simple pertenencia es lo que los disuade de usarlas «(como la sindicación en el mundo obrero) borra rapidísimamente toda veleidad de intervención violenta». Recordemos que Baudrillard vaticinó, y corroboró tras lo sucedido, que «la Guera del Golfo no había sucedido«.

El Centro Pompidou

El segundo ensayo se titula «El efecto Beaubourg» y se refiere al Centro Pompidou en París, del que hemos hablado en otras ocasiones y que se hizo famoso por mostrar en la fachada las tuberías y conductos normalmente reservados al interior de los edificios. ¿Qué proclama este edificio? El reciclado, el flujo, la pura transmisión, la velocidad: es una muestra de la fluidez de nuestras relaciones sociales (Vida líquida, Modernidad líquida); «esto, Beaubourg-Museo quiere ocultarlo pero Beaubourg-armazón lo proclama». Para tan singular edificio, ¿qué habría que poner en su interior? «Nada. El vacío que habría significado la desaparición de toda cultura del sentido y del sentimiento estético. Pero esto es aún demasiado romántico y desgarrador, semejante vacío habría valido aún como obra maestra de la contracultura.»

Pero la propia pregunta ya no tiene sentido: «cualquiera de sus contenidos es un contrasentido y se ve anticipadamente negado por el contenido».

Y no obstante… si alguna cosa debería haber en Beaubourg tendría que ser una especie de laberinto, una biblioteca combinatoria infinita, una redistribución aleatoria de los destinos mediante el juego o la lotería —en suma, el universo de Borges— o quizá las Ruinas circulares: un encadenamiento de individuos soñados los unos por los otros (no una Disneylandia del sueño, un laboratorio de ficción práctica). Una experimentación de los distintos procesos de la representación: difracción, implosión, encadenamientos y desencadenamientos aleatorios —un poco como en el Exploratorium de San Francisco o en las novelas de Philip Dick— en definitiva, una cultura de simulación y de fascinación, y no la de siempre de producción y de sentido: he aquí lo que podría ser propuesto que no fuera una miserable contracultura. ¿Es ello posible? No aquí, evidentemente. Pero este tipo de cultura se está haciendo por ahí, en todas partes y en ninguna en concreto. En adelante, la única verdadera práctica cultural será la de las masas, la nuestra (se acabó la diferencia) es una práctica manipulatoria, aleatoria, de laberintos de signos, que ya no tiene sentido. (p. 89)

«Beaubourg es un monumento de disuasión cultural». Entendida la cultura como lugar (sea o no físico) de reflexión casi personal, de exposición a la dialéctica, todos estos centros y museos que surgen a día de hoy como colofón, normalmente, a una ejecución inmobiliaria (recordemos las palabras de Manuel Delgado: «la cultura», entendida como lugar donde se consume algo cultural, es siempre lo que da pátina de «legalidad» o normalidad a los barrios gentrificados). El propio éxisto del lugar lo entierra, pues son las masas, su número, su deseo y voluntad de verlo y manipularlo todo; los museos esconden un simulacro de cultura, una cultura mercantilizada. «Es preciso que la masa de consumidores sea equivalente u homóloga a la masa de los productos. La confrontación y la fusión de estas dos masas que se dan tanto en el hipermercado como en Beaubourg, hacen de éste algo muy distinto de los lugares tradicionales de la cultura. Aquí se elabora la masa crítica, más allá de la cual la mercancía deviene hipermercancía y la cultura hipercultura.»

El cuarto de los ensayos del libro, «El fin de lo social», prosigue este tema con tres posibles hipótesis:

  • 1) lo social jamás existió;
  • 2) lo social existió, existe y, de hecho, lo inviste todo. Sin embargo, lo que entendemos por social es lo anecdótico, lo anormal, «el caso»; ¿qué hay en las páginas de sociedad de los periódicos o revistas, qué hechos pueblan las redes sociales? Asesinatos, inmigrantes, delincuentes, el juego, sátrapas que venden sus miserias. «Poniendo bajo la rúbrica de «Sociedad» a las categorías residuales, lo social se designa a sí mismo como el resto
  • 3) lo social existió pero ya no existe. Convertido en nodos de realidad, los ciudadanos (conectados a una realidad alterna e hipersimulada mediante sus smartphones, habitando ciudades múltiples y devenidos más territoriantes de espacios que habitantes de ciudades); ¿siguen siendo socius, la base de lo social? «Lo hiperreal es la abolición de lo real no por destrucción violenta, sino por asunción, elevación a la potencia del modelo.»
  • 4) La implosión de lo social en las masas.

Y esta cuarta hipótesis es la que trata en el tercer ensayo, «A la sombra de las mayorías silenciosas», de la que nos quedamos con una reflexión: » El espacio político es el comienzo del mismo orden que el teatro de máquinas del Renacimiento, o del espacio persepectivo de la pintura, que se inventa en el mismo momento. La forma es la de un juego, no de un sistema de representación». En el siglo XVIII, y sobre todo tras la Revolución Francesa, lo social inviste lo político y es dominado por los mecanismos representativos, como sucede con el teatro: se convierte en un espacio representativo. «La escena política se convierte en la de la evocación de un significado fundamental: el pueblo, la voluntad del pueblo, etc.» Es decir, pasa a trabajar sobre un sentido y empieza a querer ser transparente, a moralizarse, a responder al ideal de una buena representación. Se mantuvo equilibrado durante un tiempo («corresponde a la edad dorada de los sistemas representativos burgueses») y con el pensamiento marxista «se inaugura el fin de lo político». «Lo social venció.» ¿El resultado? Las masas.

La sociedad de la transparencia, Byung-Chul Han

Byung Chul-Han es un filósofo coreano que a los 26 años abandonó sus estudios de metalurgia y se mudó a Alemania, donde aprendió Filosofía y Teología. Algunos de los temas que le interesan son el amor, la violencia, el tiempo y aspectos esenciales de nuestra sociedad como la pornografía (en seguida explicamos en qué contexto), la transparencia, las neurosis que impone el capitalismo o la forma en que los individuos se relacionan unos con otros mediante el sistema digital de las redes.

Byung-Chul Han es algo así como un filósofo estrella. No es especialmente difícil de leer: sus textos son cortos, concisos y muy, muy definitivos, aunque no especialmente sencillos. Nos ha recordado bastante a Debord, al menos en los inicios de La sociedad del espectáculo, aunque más adelante Debord desarrolla argumentos más complejos. Si tenemos que encontrarle un referente, al menos en este La sociedad de la transparencia que hemos leído, sería sin duda Baudrillard. Últimamente aparece sin cesar en nuestras lecturas: habrá que llegar a él, en cuanto vuelvan a abrir las bibliotecas y las librerías.

01

El libro se divide en diversos capítulos, todos ellos titulados La sociedad positiva, o la sociedad de la evidencia, o la sociedad porno, íntima, de la revelación… aunque los argumentos varían levemente de uno al otro, el hilo común en general es siempre visible.

El tiempo transparente es un tiempo carente de todo destino y evento. Las imágenes se hacen transparentes cuando, liberadas de toda dramaturgia, coreografía y escenografía, de toda profundidad hermenéutica, de todo sentido, se vuelven pornográficas. Pornografía es el contacto inmediato entre la imagen y el ojo.

(…) La transparencia es una coacción sistémica que se apodera de todos los sucesos sociales y los somete a un profundo cambio. El sistema social somete hoy todos sus procesos a una coacción de transparencia para hacerlos operacionales y acelerarlos. (p. 12)

El lenguaje transparente es claro, expositivo, maquinal; no admite sugerencias ni ambivalencias. No es lenguaje, en definitiva, porque el lenguaje nace de la generalización, sino programación. La sociedad exige transparencia con el convencimiento de que así, por ejemplo, se conseguirá erradicar la corrupción o se llegará a un consenso sobre las formas de gobierno. «La coacción de la transparencia nivela al hombre mismo hasta convertirlo en un elemento funcional de un sistema. Ahí está la violencia de la transparencia.»

Sin duda, el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro. Lleva inherente una impermeabilidad. Una iluminación total la quemaría y provocaría una forma especial de síndrome psíquico de burnout. Sólo la máquina es transparente. La espontaneidad, lo que tiene la índole de un acontecer y la libertad, rasgos que constituyen la vida en general, no admiten ninguna transparencia.

¿Y qué es espontáneo hasta el extremo? Lo urbano. La transparencia absoluta es enemiga de lo urbano, con los ciudadanos tratando constantemente de aparentar algo distinto a lo que son. Recordemos a Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana), al que volveremos en la próxima entrada: cada interacción social nos obliga a formar un personaje.

Defiende además Han (¿el nombre es Byung-Chul y el apellido Han?) que «una relación transparente es una relación muerta, a la que le falta toda atracción, toda vitalidad«. «La sociedad positiva tampoco admite ningún sentimiento negativo.» Evoquemos las redes sociales: sólo se comparte aquello feliz, alegre; y cuando se comparte algo triste, se hace como la exposición de un momento puntual y necesario para aprender algo que nos hará mejores personas; un desliz.

Llevado a la política, se llega a la desaparición de la ideología y la aparición de «opiniones exentas de ideología»: las opiniones carecen de consecuencias. Han, que lo denomina «postpolítica», lo identifica con el partido pirata alemán, un partido que proponía la transparencia política total. Según Han, se trata de un partido de gestión de la sociedad, no que proponga nuevas coordenadas para organizarla. Un partido que refleja lo ya existente, sin crear alternativas. «Transparencia y verdad no son idénticas. (…) Más información o una acumulación de información por sí sola no es ninguna verdad. Le falta la dirección, a saber, el sentido

La sociedad de la exposición avanza, así, hasta la sociedad de la pornografía. La pornografía no es erótica, es una exposición de la «ejecución femenina del placer y la ostentación de la capacidad masculina». El cuerpo se expone, se cosifica, «y ya no es posible habitar en él; hay que exponerlo, y con ello explotarlo. Exposición es explotación.» Nos recuerda a las palabras con que Neil Leach empezaba La anestética de la arquitectura sobre cómo todo se ha vuelto estético y, por lo tanto, carente de significado y sin visos de verdad:

La comunicación visual se realiza hoy como contagio, desahogo o reflejo. Le falta toda reflexión estética. Su estetización es, en definitiva, anestésica. Por ejemplo, para el «me gusta» como juicio de gusto, no se requiere ninguna contemplación que se demore. Las imágenes llenas del valor de exposición no muestran ninguna complejidad. Son inequívocas, es decir, pornográficas. Les falta toda ruptura, que desataría una reflexión, una revisión, una mediación. La complejidad hace más lenta la comunicación. La hipercomunicación anestésica reduce la complejidad para acelerarse. Es esencialmente más rápida que la comunicación del sentido. Este es lento. Es un obstáculo para los círculos acelerados de la información y comunicación. Así, la transparencia va unida a un vacío de sentido.

A la sociedad de la transparencia toda distancia le parece una negatividad que hay que eliminar; constituye un obstáculo para la aceleración de los ciclos de la comunicación y del capital. (p. 32)

Lo dirá más adelante de otro modo: «la exposición en sí es pornográfica. El capitalismo agudiza el proceso pornográfico de la sociedad en cuanto lo expone todo como mercancía y lo entrega a la hipervisibilidad».

02
«Arreglá pero informal»

El capítulo La sociedad íntima lleva esta exposición al individuo siguiendo los pasos de El declive del hombre público de Richard Sennett y su explicación de que el mundo del siglo XVIII era un teatro del mundo, con sus pelucas exageradas y la típica peca postiza que expresaba diversos significados en función de dónde se hubiese colocado. Sin embargo, los atuendos, incluso disfraces que llevaban esos nobles, no expresaban su interior, no revelaban sus más profundas intimidades, sino que eran medios expresivos, juegos de apariencia, «ilusiones escénicas». «La formalización, el convencionalismo y el ritualismo no excluyen la expresividad. El teatro es un lugar para las expresiones. Pero estas son sentimientos objetivos y no una manifestación de interioridad psíquica. Por eso son representadas y no expuestas. El mundo no es hoy ningún teatro en el que se representen y lean acciones y sentimientos, sino un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. El teatro es un lugar de representación, mientras que el mercado es un lugar de exposición. Hoy, la representación teatral cede el puesto a la exposición pornográfica.»

03

Los social media y los motores de búsqueda personalizados erigen en la red un absoluto espacio cercano, en el que están eliminando el afuera. Allí nos encontramos solamente a nosotros mismos y a nuestros semejantes. No se da ya ninguna negatividad, que haría posible un cambio. Esta cercanía digital presenta al participante tan solo aquellas secciones del mundo que le gustan. Así, desintegra la esfera pública, la conciencia pública, crítica, y privatiza el mundo. La red se transforma en una esfera íntima, o en una zona de bienestar. La cercanía, de la que se ha eliminado toda lejanía, es también una forma de expresión de la transparencia.

La tiranía de la intimidad lo psicologiza y personaliza todo. Tampoco la política se le sustrae. Los políticos no se miden por sus acciones, y esto engendra en ellos una necesidad de escenificación. La pérdida de la esfera pública deja un vacío en el que se derraman intimidades y cosas privadas. (p. 71)

Traducido al espacio público: ir al centro comercial en vez de ir al mercado. En el primero sólo vas a encontrar un espacio agradable, con música y climas controlados, con acceso restringido sólo a aquellos similares y entregado completamente al consumo; al segundo pueden acceder todos, incluso tipologías que no estamos acostumbrados a ver y que nos mostrarían algo más de cómo es la realidad. Llevado a las redes, se traduce en un entorno seguro en el que sólo consumimos aquello que nos gusta y nos es agradable; ya conocido, rutinizado, automatizado y, por lo tanto, carente de respuesta y reflexión. El afuera, la diversidad, lo ajeno, lo otro, incluso, que Sennett reclamaba como la forma para aprehender la sociabilidad y la forma de moverse en lo colectivo, desaparece. «Los hombres se hacen sociales si mantienen la distancia entre ellos. En cambio, la intimidad la destruye.» Incluso, denuncia Han, las reglas del juego están cambiando y pasando de unas normas objetivas a «estados psicológicos subjetivos»: el me gusta o no me gusta como opinión válida que no merece de explicación. De ahí a los safe spaces en las universidades americanas: lugares carentes de odio, discriminación o todo sentimiento negativo; lugares donde el «no me gusta» es un argumento válido en una discusión. Un sinsentido.

En la sociedad de la transparencia no hay comunidades (Gemeinschaft), sólo acumulaciones o pluralidades de egos que se reúnen de forma puntual con un objetivo común: ya sea una firma en Change.org, un hashtag que mola seguir o una marca con cuyos (supuestos) valores se identifican. Pero no poseen verdadera acción política común ni trasfondo: «les falta el espíritu». En lugar de pretender un mundo regido por alguna instancia moral, se instaura la transparencia como objetivo básico: si todo el mundo lo ve todo, nadie podrá hacer nada malo. La transparencia se convierte en exhibicionismo, el exhibicionismo, en voyeurismo; y todo, basado en el supuesto de que la transparencia genera confianza cuando es al revés: la destruye por completo. No puedes confiar en alguien que sabes que no te puede mentir, porque sólo conoces sus hechos, no sus motivaciones.

El viento digital de la comunicación e información lo penetra todo y lo hace todo transparente. Sopla a través de la sociedad de la transparencia. Pero la red digital como medio de la transparencia no está sometida a ningún imperativo moral.

La an-estética de la arquitectura, Neil Leach

La an-estética de la arquitectura es un texto del arquitecto y teórico británico Neil Leach publicado en 1999. El libro reflexiona sobre el papel de la arquitectura a finales de siglo pero también sobre el poder de la imagen y los efectos que la búsqueda perpetua de la estetización (no sólo en la arquitectura) están teniendo sobre la sociedad. El título es ambiguo en inglés: anaesthetics se traduce tanto por anestética como por anestesia, con lo que se juega constantemente con la polisemia del término.

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El primer capítulo, «La saturación de la imagen», recurre frecuentemente a Baudrillard: «La información devora su propia contenido. Devora la comunicación y el intercambio social.» ¿El ejemplo citado por Baudrillard? Un informe de doce volúmenes que fue la respuesta de Exxon al gobierno de Estados Unidos. Una cantidad tan grande de información que se disuelve en sí misma sin aportar nada, al pretender aportarlo todo. De hecho, es habitual que uno busque en internet aquello que confirma lo que ya pensaba antes de entrar a buscar la información; porque los datos en bruto no aportan veracidad ni autenticidad; ésta está reservada a las experiencias que venden las multinacionales; lo que Baudrillard denomina hiperrealidad.

En la resbaladiza pendiente de la cultura de la simulación, la función de la imagen pasa de reflejar la realidad a enmascararla y pervertirla. Una vez que se ha eliminado la realidad misma, todo aquello con lo que nos quedamos es sólo un mundo de imágenes, de hiperrealidad y de simulacro puro. El desprendimiento de esas imágenes de su compleja situación cultural inicial las descontextualiza. Son fetichizadas y juzgadas a partir de su apariencia superficial a expensas de cualquier lectura más profunda. Esta cultura de la reificación objetiviza el acto completo de mirar, de tal forma que cualquier apreciación de profundidad, perspectiva o relieve es reducida, promoviendo en su lugar «una mirada que barre los objetos sin ver en ellos nada más que su objetividad» (Baudrillard). Es en el proceso de lectura de un objeto como mera imagen cuando el objeto se vacía de gran parte de su significado original.

Todo lo que existe es imagen. Todo se traslada a un terreno estético y se valora por su apariencia. El mundo se ha estetizado. Todo ha sido transformado en arte. Como el propio Baudrillard escribe: «El arte, hoy en día, ha penetrado totalmente en la realidad… La estetización del mundo es completa.» Baudrillard localiza este problema dentro de una serie de síntomas más generales: la condición transpolítica, transexual y transestética de la cultura contemporánea, esto es, la condición del exceso, donde todo pasa a ser político, sexual y estético y, consecuentemente, cualquier especificidad en estas esferas se pierde. Porque precisamente cuando todo adquiere significado político, la propia política se hace invisible, y cuando todo adquiere significación sexual el sexo mismo se hace invisible, y lo mismo ocurre cuando todo se hace estético, la noción propia de arte desaparece. Como consecuencia de todo esto, la palabra estética pierde todo su significado: «Cuando todo se hace estético ya nada es ni bello ni feo, y el arte en sí mismo desaparece.» (p. 21).

«A cualquier gama de actividades puede llamársele cultura; esta cultura es un proceso semiológico publicitario y de comunicación que lo invade todo.» Y la arquitectura no es ajena a este proceso: el mundo del arquitecto es el mundo de la imagen. Incluso la ausencia de estilo, la pretensión de hacer algo sin ornamentos, «puro», se vuelve un estilo.

El concepto que prima en la arquitectura es el estético; y la forma de trabajo, la creación de un proyecto y una maqueta que se impondrán sobre un territorio en función de esos criterios estéticos, revela, según Leach, la sospecha de que no sólo «dentro de cada dictador fascista hay un arquitecto, sino que también dentro de cada arquitecto hay un fascista en potencia». Leach llega a estas palabras tras el capítulo donde explica las relaciones entre, por ejemplo, Hitler y Ceaucescu con los arquitectos y la necesidad de fundar nuevas capitales para sus imperios. No iremos tan lejos en el blog como para secundar la sentencia; tal vez se puedan atribuir los efectos de la arquitectura como pieza desgajada de su contexto a la sociedad en que vivimos, la necesidad de las ciudades de generar marca o espacios desgajados (como acabamos de ver en Urbanalización) o, por qué no, la voluntad del arquitecto de hacerse un nombre y ganar dinero.

Simmel, en su famoso estudio Las grandes urbes y la vida del espíritu (que en breve reseñaremos) exponía que el ciudadano de las metrópolis, ante la avalancha de estímulos que recibe en su día a día, debe desarrollar una actitud blasé, a la vez «producto y defensa contra esta situación». Benjamin, en cambio, y siguiendo la inspiración de Baudelaire, lo relacionó con un estado narcótico, similar a un trance, muy parecido al generado por el uso de las drogas.

El antiguo término griego, aesthesis, hace referencia, no a teorías abstractas de la belleza, sino a percepciones sensoriales. Implica una elevación de los sentidos y las emociones y una conciencia de los sentidos, justo lo opuesto a la «anestesia». (…) El proceso de estetización eleva la consciencia hacia la estimulación sensorial, con lo que se desencadena una anestesia compensatoria como protección contra la sobre-estimulación. (…) Estetizar quiere decir, por lo tanto, hundirse dichosamente en un estupor embriagador que sirve al individuo de colchón para con el mundo exterior, como una ofuscación alcohólica.

La respuesta descrita por Simmel es, en gran parte, una respuesta involuntaria producida por las condiciones de la metrópolis moderna, porque son los impulsos fragmentarios y caleidoscópicos de la vida moderna los que generan la actividad blasé, en tanto que los nervios tienden a autodefenderse. Pero la respuesta que da Benjamin depende de una cierta receptividad a esas condiciones. Para aquellos no dispuestos hacia dicha actitud, la ciudad puede ser un lugar de aburrimiento e irritación. (…) Por tanto, la estetización depende de modo crucial del compromiso activo por parte del observador, de una elevación deliberada de la propia conciencia estética. (p. 79)

«El mundo se estetiza y se anestesia.» Ante el arrollador potencial de la imagen, la conciencia social se desvanece. El ejemplo que nos viene a la mente es el Kowloon chino, del que ya hablamos a propósito de Ciudad hojaldre (en un párrafo en el que, precisamente, Carlos García Vázquez se refería al libro de Leach): la belleza del Kowloon en múltiples fotografías nos hace olvidar que ese lugar es la residencia de gran cantidad de personas que viven en condiciones infrahumanas.

La siguiente asimilación de este proceso estético es el espectáculo de Debord: «en la sociedad del espectáctulo, la realidad está tan oculta bajo la acumulación de imágenes, de «espectáculos», que ya no es posible experimentarla directamente». Y, de la celebración del espectáculo, a la arquitectura del espectáculo: Las Vegas y Robert Venturi. Aunque los autores citen al principio de Aprendiendo de Las Vegas que huyen de toda consideración moral (aunque no lo digan con estas palabras) y pretenden sólo un análisis estético, es difícil separar ambos conceptos; e implica no tener en cuenta el poder de la estetización (de la imagen, del espectáculo) sobre la sociedad. Un análisis estético del Holocausto no puede desgajarse de sus aspectos morales.

Urbanalización (III): playas de ocio

La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:

  • la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
  • la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
  • la tematización del paisaje de la ciudad.

En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:

  • la imagen de la ciudad;
  • la necesidad de seguridad;
  • la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
  • el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.

Los analizaremos uno a uno.

El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:

Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.

Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

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El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.

La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.

Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.

De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Poland Ikea's Transformation

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.

Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)

El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.

Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.

A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:

  • Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
  • Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
  • Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
  • y Barcelona, la ciudad marca.

Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:

Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.

[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.

[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.

El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)

Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

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Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:

La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.

Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.

El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.

Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)

Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:

  • primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
  • segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)

Urbanalización (II): urbanalización, festivalización y no lugares

En la primera parte del libro Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales, del profesor de Geografía Francesc Muñoz, explicamos el concepto de la ciudad multiplicada: aquella entregada al espacio de los flujos, compitiendo en el mercado global y habitada por territoriantes.

…es la acumulación de no lugares -tecnológicos, de infraestructura y de consumo- lo que crea el espacio de las redes. Los no lugares son los lugares requeridos en el espacio de los flujos. los no lugares son los lugares de la economía global. (p. 46)

Pero, de la misma forma que los habitantes se han convertido en la ciudad multiplicada en territoriantes, es decir, seres que transitan de unos espacios a otros y que viven en una ciudad múltiple, que puede abarcar incluso diversas ciudades, regiones o países, los no lugares tampoco son compartimentos estancos: pueden derivar de lugar a no lugar en función de sus usos e incluso de las franjas horarias o el contexto. «Así ocurre con el uso intensivo que los centros históricos soportan por parte de los turistas globales que lo usan a tiempo parcial como un espacio para el consumo y el ocio.»

La multiplicación de los no lugares ha ido de la mano del protagonismo alcanzado por los contenedores en los que se desarrolla la vida metropolitana. Edificios singulares o conjuntos de edificios caracterizados por ser relativamente autónomos, con lógicas específicas que no necesariamente son las del propio territorio donde se localizan y donde, básicamente, tienen lugar el intercambio y el ritual del consumo. (p. 47)

Son espacios «autónomos y autorreferenciados»: centros comerciales, museos metropolitanos, parques temáticos, estaciones intermodales o aeropuertos donde cada vez hay más espacio para las zonas comerciales. Se trata de un urbanismo «que no genera tejidos ni establece soluciones de continuidad ni se define por la colmatación de espacios, ni acumula espacios construidos». Es un urbanismo aislado, encerrado en sí mismo, que se podría extraer del lugar en el que se erige y llevarlo a cualquier otro y establecería las mismas relaciones con su entorno: nulas.

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Cada vez más, fragmentos urbanos de nueva creación o zonas urbanas transformadas se configuran como auténticos hubs metropolitanos, es decir, espacios altamente especializados caracterizados por la utilización intensiva que hacen de los mismos las poblaciones visitantes: el inner harbour de Baltimore, la Potsdamez Platz de Berlín o el museo Guggenheim de Bilbao son claros ejemplos de este urbanismo de los flujos y de su escala planetaria. Incluso la propia ciudad, en algunos contextos, puede devenir un hub toda ella: Venecia centro storico o Las Vegas, con 150.000 visitantes cada fin de semana, no son más que inmensas playas de movilidad, gigantescas áreas de duty-free, que en poco se diferenciarían de las de aeropuertos hub como Charles de Gaulle, Heathrow o Schiphol. (p. 48)

Muñoz denomina a este fenómeno el (hub)banismo, del término inglés hub, que más o menos se podría traducir como centro o corazón de una actividad.

La suma de la existencia de los no lugares o espacios de los flujos, junto a la creación de espacios autónomos (centros comerciales indistinguibles, parques temáticos, etc.) y el (hub)banismo dan lugar a un extraño fenómeno: los paisajes aterritoriales. Tradicionalmente ha existido una distinción entre el centro urbano y las afueras, entre las zonas urbanizadas y las zonas rurales; dicha distinción está desapareciendo, y lo está haciendo en dos direcciones:

  • en primer lugar, «existe un indiferentismo espacial entre áreas con diferentes grados de urbanización que, paradójicamente, no aparecen tan distantes en términos morfológicos»; es decir, aparecen características urbanas en territorios tradicionalmente considerados no urbanos. Las edge cities son un ejemplo, pero también los parques tecnológicos o temáticos en zonas regionales; o grandes centros comerciales algo alejados de la centralidad.
  • en segundo lugar, «puede observarse un indiferentismo espacial comparando espacios tipológicos concretos en ciudades diferentes». Por ejemplo: los centros históricos o los frentes marítimos de diversas ciudades, cada vez más similares entre ellos.

Emerge así una nueva categoría de paisajes definidos por su aterritorialidad: esto es, paisajes independizados del lugar, que ni lo traducen ni son el resultado de sus características físicas, sociales y culturales, paisajes reducidos a sólo una de las capas de información que los configuran, la más inmediata y superficial: la imagen. (p. 50; el destacado es nuestro).

«Los paisajes son así reproducidos independientemente del lugar porque ya no tienen ninguna obligación de representarlo ni significarlo, son paisajes desanclados del territorio que, tomando la metáfora de la huelga de los acontecimientos que explica Jean Baudrillard, van sencillamente dimitiendo de su cometido.» (p. 51)

Teniendo en cuenta todo lo dicho, quizá podamos entender ahora mejor cómo ciudades con historia y cultura diferentes y localizadas en lugares diversos están produciendo un tipo de paisaje estandarizado y común. Aparece así un tipo de urbanización banal del territorio, en tanto en cuanto los elementos que se conjugan para dar lugar a un paisaje concreto pueden ser repetidos y replicados en lugares muy distantes tangto geográfica como económicamente. La urbanalización se refiere, así pues, a cómo el paisaje de la ciudad se tematiza, a cómo, a la manera de los parques temáticos, fragmentos de ciudades son actualmente reproducidos, replicados, clonados en otras. El paisaje, sometido así a las reglas de lo urbanal, acaba por no pertenecer ni a la ciudad ni a lo urbano, sin más cometido que formar parte de la cadena global de imágenes a las que antes me refería. (p. 52)

De la renovación de Bolonia, que ya comentamos, y la «intervención urbana concebida como un instrumento para regenerar la ciudad, entendiendo esta como un artefacto complejo, fue paulatinamente dejando paso a un discurso orientado hacia la participación especializada de la ciudad en los mercados globales de producción y consumo» (p. 55). De ahí se pasa a la «venta» de la ciudad como un producto global.

Y de ahí, fácilmente, a la festivalización de la política de que hablaba Venturi (1994): el desarrollo de políticas urbanas concebidas a partir de la necesidad de un gran evento como la máquina principal para la transformación de la ciudad. Lo veremos próximamente con el caso Barcelona y los Juegos Olímpicos y el Fórum de las Culturas de 2004, que son un buen ejemplo; pero ha sucedido en todas las ciudades con grandes eventos culturales usados como excusa para regenerar espacios enteros de la ciudad que hasta entonces habían quedado obsoletos o abandonados ex professo.

La festivalización requiere, para su éxito, de un gran equipo de márqueting, lo que aún sitúa más la ciudad como una empresa con la necesidad de vender su marca y de un público. Progresivamente, y a medida que los barrios van siendo gentrificados y entregados a nuevos mercados de ocio y consumo para las clases medias y de vivienda para las clases altas o los fondos de inversión, la creación de estos barrios se vuelve también parte de la festivalización de la ciudad, creando una similitud entre las nuevas morfologías de estos barrios y los parques temáticos o centros comerciales y de ocio: «parece que ahora las ciudades deben recrear y producir los escenarios urbanos previamente imitados en estos contenedores de entretenimiento y consumo» (p. 59)

Acabamos esta entrada con un apunte sobre el término gentrificación. Muñoz explica que la geógrafa Luz Marina García Herrera propone su traducción como «elitización», entre la opción de términos que se han usado (potenciación, recalificación social, aburguesamiento, aristocratización…). La palabra original (de la socióloga Ruth Glass, Aspects of Change, 1964) deriva de gentry, la nobleza rural inglesa, y explica el fenómeno de los barrios (obreros) del centro de la ciudad, semiabandonados y en estado de ruina debido a la falta de inversión, que son progresivamente adquiridos por empresas privadas o fondos de inversión y posteriormente reconvertidos en espacios de ocio y cosnumo para las clases medias y altas y en unas pocas viviendas destinadas o bien a hoteles o a personas de ingresos altos (o a plataformas tipo Airbnb, hoy en día). Gentrificación se refiere al retorno de esas clases nobles inglesas a los centros urbanos tras su saneamiento, por lo que elitización no parece un término adecuado: explica lo que ha pasado en los barrios pero no destaca las causas existentes (abandono por parte de las autoridades municipales del barrio, su venta a fondos privados tras ser saneados con fondos públicos). La elitización se puede dar de forma natural, a medida que un barrio va subiendo el nivel de ingresos de sus habitantes; la palabra gentrificación destaca, a nuestro parecer, la existencia de ese trasfondo público-privado.

Otra opción viable podría ser barrios neoenriquecidos (del término español «nuevos ricos», gente que proviene de estratos sociales bajos pero de repente tiene dinero y hace ostentación de él, sin saber estar a la altura de la nueva clase de la que forma parte, y perdónennos el sustrato clasista de la definición). Sin embargo, y como es lógico, preferimos el término gentrificación, que ya se ha incorporado al lenguaje habitual.

Ciudad hojaldre (y IV): la visión tecnológica

Y con esta cuarta entrada terminamos el estudio de Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, de Carlos García Vázquez. La primera visión era la culturalista, con las ciudades de la disciplina, planificada y posthistórica; la segunda, la sociológica, con las ciudades global, dual, del espectáculo y sostenible; la tercera, la organicista, con la ciudad como naturaleza, la ciudad de los cuerpos y la ciudad vivida; y esta última contiene la ciberciudad y la ciudad chip. Sorprende un poco el desequilibrio entre visiones: si en la culturalista García Vázquez desplegaba un enorme aparato académico y en la sociológica una grandísima visión de los aspectos sociales que confluyen sobre las ciudades, la tercera ya era algo más floja, con aspectos más anecdóticos; y en esta cuarta, por ejemplo, sorprende que, tratándose del tema de la tecnología, haya una ciberciudad pero en cambio no se hable de smart cities, tal vez el más probable de los escenarios futuristas para la ciudad.

La ciberciudad nace, precisamente, de la novela de William Gibson Neuromante: «Una alucinación consensuada experimentada a diario por miles de millones de operadores legítimos, en todas las naciones…» Gibson imaginó una representación tridimensional de los datos que navegan por la red; si dicha representación se propone como un lugar físico que los internautas podrán navegar o como el camino que las ciudades físicas tomarán en nuestros días, queda a merced del autor que lo haya tratado.

Aquellos autores que han estado a favor de la ciberciudad hablan de «e-topía» (estudio del mismo nombre de William Mitchell, autor también de City of Bits); entre las ventajas que traerá la ciberciudad se citan:

  • la desmaterialización, puesto que muchas de las actividades que se llevan a cabo en las ciudades podrán llevarse a cabo de forma remota;
  • la desmovilización, puesto que, si ya no es necesario llevar a cabo dichas tareas de forma presencial, la gente no tendrá que desplazarse para llevarlas a cabo (teletrabajo, por ejemplo);
  • y el funcionamiento inteligente, cuando los edificios y las calles se vuelvan smart (si bien a este concepto casi no se le dedica espacio).

Los que están en contra de la ciberciudad, en cambio, hablan de «distopía», y entre ellos está, por ejemplo, Jean Baudrillard o Marie Christine Boyer. «Baudrillard definió [la ciberciudad] como un espacio homogéneo e indiferenciado donde flotan infinidad de signos interconectados formando una matriz que responde a un único código» (p. 182). Los signos no hacen referencia a nada, no son más que parte del código.

La naturaleza de la ciberciudad es digital, y como tal, supeditada a un código que funciona mediante tres pasos:

  • fragmentación: la información se comprime y modifica para ser representada; las imágenes se emiten de forma repetitiva y continuada, intercaladas, con conexiones que pueden o no ser reales; simulaciones, fake news, «los límites desaparecen y los espacios urbanos se sumergen en un continuum«;
  • codificación: cuando toda la información capturada es convertida en código; el problema: que el código sólo lo entienden unos pocos, por lo que la forma que adotpa la «realidad» pasa a ser controlada por unos pocos operadores de sistemas; aquí se revela la tradición marxista de la mayoría de estudiosos opuestos a la ciberciudad, pues se equipara el poder económico con la mano que controla el sistema y la rentabilización económica con sus motivos ocultos;
  • recomposición de los fragmentos: donde se da preeminencia sólo a aquellas partes del discurso que son coherentes con el todo que se intenta implantar en el ciudadano, obviando las partes degradadas o intencionalmente excluidas y dando espacio televisivo o virtual a los centros o las zonas comerciales o de alto rendimiento.

En cuanto a la segunda capa de la ciudad tecnológica, la ciudad chip, el autor la identifica con las nuevas formas que están tomando las ciudades en el espacio de los flujos debido a los efectos de la globalización o los flujos de capital. Ciudades edge, ciudades suburbiales, ciudades sin centro o sin espacios reconocibles suponen enormes dificultades para que los sistemas de análisis urbano tradicionales, «que se basan en la codificación de la materialidad de la ciudad (tipologías arquitectónicas, formas de agregación, espacios públicos, etc.)», puedan comprenderlas. Stephen Graham propone, como nueva forma de abordar estos estudios, trasladar al espacio urbano tres fenómenos característicos de los espacios electrónicos:

  • la desmaterialización: ausencia de centros, ausencia de límites, ausencia de forma. «La prioridad de la ciudad chip no es la forma, sino el movimento.» Un ejemplo: Silicon Valley, que en menos de una generación ha pasado de ser un territorio de producción de cerezas y albaricoques al epicentro mundial de la industria electrónica, aunque no dispone de un centro concreto sino de diversos focos nodales de centralidad. O Phoenix, otra inmensidad de dos millones de habitantes sin nada remotamente similar a un centro.
  • la desregulación: un aspecto que se ha vuelto esencial para permitir la globalización (de espacios, economías, flujos en general) se da también en la ciudad. «La ciudad chip es lo otro de la ciudad planificada. Tal como defiende Rem Koolhas, es una entidad eminentemente pragmática: su prioridad es responder a las necesidades del presente y hacerlo con todas sus habilidades. El plantemiento es indiferente, que la forma esté bien o mal, también; la ciudad chip florece o muere de manera repentina, su población aumenta o disminuye en breves espacios de tiempo, obedeciendo a procesos de ajuste económico donde las expectativas cambian continuamente. En estas circunstancias, la lógica causa-efecto sobre la que se asienta la ciudad planificada no es operativa. Lo que la ha sustituido es la intuición de los promotores, que responden con altas dosis de pragmatismo a una tropa de requisitos tardocapitalistas y posmodernos.» (p. 197)
  • la desidentificación: los no lugares, la ausencia de historia o conexión con el pasado que muestran la mayoría de construcciones de nuestros días, surgidas más a reflujo de lo que el tardocapitalismo necesita que de una reflexión meditada sobre el espacio. El ejemplo: Singapur, ciudad-estado sin historia creada como una tabula rasa sobre un espacio en el que coexisten un enorme número de edificios; pero que no constituyen una ciudad. La otra cara de la misma moneda es la uniformidad de las ciudades, lo que Rem Koolhas y Bruce Mau han bautizado como «ciudad genérica».

El último aspecto de las ciudades chip, o incluso de las ciudades genéricas, son las edge cities: ciudades construidas a remolque de una gran empresa y alejadas lo justo de las grandes ciudades para no caer en su pozo de gravedad de altos precios y densidad pero no tan alejadas como para escapar de sus ventajas de interconexión como aeropuertos o estaciones. Alejadas de la gran ciudad, los entornos son idílicos para los trabajadores, mucho más asequibles y además menos congestionados. A diferencia de los suburbios tradicionales, las edge cities cuentan con todos los equipamientos que sus usuarios (o ciudadanos) puedan necesitar, al tiempo que se desincentiva el establecimiento de industrias que puedan atraer obreros o residentes de menor cualificación.

En general, en las edge cities no hay espacio público, la única forma real de transporte es el automóvil privado, por lo que todos los lugares cuentan con mucho espacio de aparcamiento, y el único lugar real donde se puede llevar a cabo la interacción con otros ciudadanos es el centro comercial. Además, dado que en su origen no forman parte de una ciudad ya establecida, sino que se originan a demanda de una empresa, son los promotores quienes acaban decidiendo sus reglas.

El apéndice a este capítulo, y ciudad que sirve como ejemplo de la visión tecnológica, es Houston, ciudad donut por excelencia. El centro se vuelve denso y se expande hacia la periferia, donde se instalan los nuevos polos de atracción; por ello, todos se vuelcan hacia la periferia y, puesto que no existe una regulación severa que lo impida, el centro decae y se convierte en refugio de las clases más bajas. Con el tiempo, este primer anillo da lugar a un segundo anillo donde se repite la operación, y el primer anillo queda obsoleto, abandonado, y todos se mudan a la periferia del segundo. Como resultado, en el centro quedan islas que aún no han perdido su utilidad navegando en un mar de naturaleza vacía o de descampados sin sentido.

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El Texas Medical Center, rodeada de árboles y espacio abandonado, como ejemplo de los «grumos» que han ido quedando asolados mientras la ciudad se expandía

Puesto que ya no existe un centro, el lugar de reuniones e interacción ciudadana es el centro comercial; no sorprende la creación aquí de Galleria, un centro comercial desmesurado, «un centro urbano tan grande como el de Ámsterdam» donde están los mejores restaurantes y las mejores tiendas, una auténtica ciudad 24 horas abierta que ejerce la función de centro de Houston.

Y el segundo espacio público de la ciudad: la red de túneles, diez kilómetros de galerías subterráneas que conectan los sótanos bajo los rascacielos, una verdadera «ciudad análoga» por la que se desplazan todos los profesionales que trabajan en ellos y que ha convertido la ciudad real en una desolación deshabitada.

Centros comerciales, túneles, autopistas… la peculiar red de conexiones por la que se desplaza el habitante de Houston. Del interior climatizado de la casa, al interior climatizado del automóvil, al interior climatizado del garaje, al interior climatizado del túnel, al interior climatizado de la oficina. Houston ciberciudad cumple así su promesa: evitar que el ciudadano entre en contacto con la durísima ciudad real, la ciudad de los vacíos, la ciudad de las distopías, la ciudad del miedo. (p. 225)

Ciudad hojaldre (II): la visión sociológica

Vamos con el segundo capítulo de Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, de Carlos García Vázquez. La primera parte trataba la visión culturalista de la ciudad y se dividía en tres capas (la ciudad de la disciplina, la ciudad planificada y la ciudad posthistórica). Ahora nos enfrentamos a la visión sociológica con sus cuatro capas:

  • la ciudad global (Saskia Sassen y la ciudad de los flujos);
  • la ciudad dual (desterritorialización y reterritorialización en el espacio público);
  • la ciudad del espectáculo (consumo, ocio y cultura);
  • la ciudad sostenible (la entrada de la ecología en la ecuación);

Empezamos con el origen de la ciudad global. Hay dos características esenciales que Manuel Castells, el gran sociólogo urbano de finales del siglo XX, destaca de la época: «la retirada del Estado de la economía y la expansión geográfica del sistema hacia una globalización que abarca el capital, la fuerza de trabajo y la producción» (p. 57). A ello hay que sumarle el surgimiento y afianzación de las TIC, las tecnologías de la información y la comunicación, que se han vuelto esenciales en la configuración del llamado «espacio de los flujos».

Es decir, un sistema integrado de producción y consumo, fuerza de trabajo y capital, cuya base son las redes de la información. La reorganización espacial de las actividades económicas que de él se ha derivado ha afectado especialmente a tres sectores: la industria, donde la producción se ha transferido de los países avanzados a zonas menos desarrolladas, pero con salarios más bajos; el trabajo de oficina, que ha permitido la relocalización de las empresas en cualquier lugar del mundo; y el sector financiero, en el cual, gracias a un proceso previo de desregulaciones legales, también ha propulsado una expansión global.

Esta reorganización ha transformado la geografía productiva del planeta. Las diferencias que antes separaban los distintos lugares en privilegiados o perjudicados, según contaran con puertos, carreteras, ferrocarriles, etc., cada vez tienen menos importancia, ya que el acceso al espacio de los flujos no depende tanto de esas infraestructuras como de las mucho más asequibles nuevas tecnologías. Esto no quiere decir, sin embargo, que el lugar geográfico no cuente. (p. 57)

Al contrario: el lugar geográfico es esencial pero para el establecimiento en la ciudad de una nueva clase: los profesionales altamente cualificados, que las empresas necesitan para poder funcionar. Y dichos profesionales buscan una calidad de vida determinada, por lo que «no es de extrañar que los planes estratégicos de las ciudades de todo el mundo insistan en esta cuestión». No extraña, por ello, que los triunfadores de la nueva geografía sean ciudades con climas benignos, paisajes atractivos, entornos históricos…

Mientras más globalizada está la economía, más centrales son los lugares de control. En parte se explica por lo caro del establecimiento y construcción de las infraestructuras (fibra óptica, en la actualidad) por donde corren los datos: es necesario que circule por ellos el máximo posible de caudal informativo para amortizar su instalación.

El problema, como han comentado muchos autores pero escogeremos a Raquel Rolnik en su conferencia, es que las ciudades se vuelven, entonces, campos de batalla del territorio global: un obrero ya no pugna con los empresarios y la clase alta de su ciudad por una vivienda en el centro, sino con las grandes empresas y fondos de inversión; la ciudad deviene sede de poder y centralidad, y como tal es codiciada. Por ello, las clases menos afortunadas no tienen otra solución que alejarse de las ciudades: al extrarradio, a ciudades satélite, a suburbios, en función de cómo esté configurada la ciudad. Ello da lugar a la metápolis.

Ello ha favorecido la discontinuidad de la urbanización y la irrupción del denominado «efecto túnel», es decir, de enormes vacíos metropolitanos (los lugares donde el tren no efectúa paradas) que separan densos núcleos de actividad urbana. El resultado es la metápolis, un espacio geográfico cuyos habitantes y actividades económicas están integrados en el funcionamiento cotidiano de una gran ciudad pero, a la vez, profundamente heterogéneo y discontinuo, cuyos principios organizativos derivan de los sistemas de transporte de alta velocidad. (p. 64)

La propia configuración del espacio de los flujos da lugar a la segunda capa, la ciudad dual. «Como apunta Saskia Sassen, la realidad ha demostrado que la polarización social es intrínseca al orden tardocapitalista, donde los trabajos a cambio de bajos salarios son claves para el crecimiento económico.» (p. 68) París y los magrebíes, Chicago y los mexicanos. Por la propia idiosincrasia de las dinámicas sociales, tal vez por efecto de la lectura de Jane Jacobs sobre la importancia de los barrios y sus conexiones, por la desaceleración y la necesidad de huir del crecimiento por el crecimiento de los 70, los centros urbanos volvieron a ser un lugar codiciado. Recordemos la rousificación de la que hablaba Peter Hall al convertir los centros urbanos en mercados para el consumo de las clases medias.

Otra de las formas que tienen las ciudades de reconquistar sus centros para las clases medio altas o directamente altas es la gentrificación. No entramos ahora en el tema, lo haremos en breve con otros libros; pero la conclusión es que los barrios donde existía tradición obrera son desahuciados y ofrecidos al capital, por lo que las clases bajas sufren procesos de exclusión constantes que los alejan a las periferias. Estas minorías marginadas se hacinan y atrincheran en barrios ultradegradados que siguen perdiendo infraestructruas, a la espera, o no, de ser reconquistados por la gentrificación.

Ello, sin embargo, lleva a que las clases medias o altas, acostumbradas a la tranquilidad de sus refugios, perciban estos barrios como lugares peligrosos, lugares y personas de los que deben protegerse; en la pugna por el control del territorio, deciden elevar muros y convertirse en gated communities, lugares vallados y con seguridad privada las 24 horas del día, o simplemente suburbios aislados controlados, no por los poderes públicos de la ciudad, sino por una asociación vecinal (hablamos de Estados Unidos, sobre todo) donde a menudo el poder de cada vecino está directamente relacionado con la cantidad de terreno (ergo, de dinero) que posee.

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Y aún otra variación a la que alude García Vázquez es una que ya vimos en el (nunca nos cansaremos de decirlo) maravilloso Variaciones sobre un parque temático: la ciudad análoga. El ejemplo es Calgary, pero hay muchos: en este caso se trata de 15 km de túneles construidos a unos dos metros sobre el nivel de la ciudad con la excusa de permitir al ciudadano huir del frío y las condiciones climáticas adversas; en realidad se trata de un espacio que emula una ciudad, entregado al consumo y el ocio, pero al que aquellos ciudadanos no considerados adecuados no tienen permitido el acceso. «Paul Goldberg, crítico de arquitectura del New York Times, ha calificado como «entornos urbanoides», es decir, entornos que ofrecen una experiencia urbana filtrada: reproducen la ciudad real pero evitan sus aspectos más desagradables. En estos lugares no llueve, no hace frío, no cruzan coches, no hay contaminación, no hay suciedad, no hay ruidos… pero tampoco mendigos, ni carteristas, ni drogadictos ni prostitutas.» (p. 75)

A esas oleadas se suman (cuando no forman parte directa de ellas) los inmigrantes que han ido acudiendo a las grandes ciudades atraídos por la posibilidad de trabajo. A menudo se ven exiliados a los mismos barrios, lo que aumenta el nivel de hostilidad que las clases medias sienten por ellos. Aquí cita García Vázquez el libro de Richard Sennett Vida urbana e identidad personal, donde estudia la segregación y llega a una conclusión que nos es conocida en el blog por otros dos de sus libros (El declive del hombre público y Construir y habitar): que la mezcla es difícil de entender y que por ello las ciudades no deben formar comunidades, sino espacio público donde todas las opciones queden expuestas y el ciudadano se vea obligado a contemplarlas, asumirlas y lidiar con ellas.

En una extraña paradoja, García Vázquez cita como ejemplos de lugares donde se da esta coexistencia el Raval barcelonés, el Marais parisino o el Kreuzberg berlinés. Son tres de los barrios estudiados en nuestra próxima lectura (First We Take Manhattan) como ejemplos clásicos de barrios gentrificados.

Es lo que ocurre en los escasos enclaves multirraciales que aún permanecen en los centros urbanos de la ciudad dual, lugares problemáticos pero infinitamente más tolerantes que las purificadas urbanizaciones de la periferia. En el Raval barcelonés, el Kreuzberg berlinés o el Marais parisino, los diferentes se han visto obligados a establecer una tregua. A diferencia de lo que ocurre en los guetos de los segregados suburbios norteamericanos, la violencia rara vez ha aflorado en ellos porque sus habitantes han aprendido que la conflictividad que, día a día, respiran en sus calles es algo consustancial a la vida urbana contemporánea. (p. 77)

Si la comparación es con las gated communities de Estados Unidos está claro que los barrios citados son mucho más cosmopolitas; pero no habría que olvidar que se trata de tres barrios degradados que se han ido regenerando a medida que eran vendidos al mejor postor de los flujos capitalistas, a las clases medias creativas y a un determinado concepto del ocio y el consumo a costa de despojarlos de sus habitantes originales, las clases bajas marginales.

Y, a pesar de todo lo expuesto… las ciudades contemporáneas, lejos de un campo de batalla o un lugar marginal, lucen más espléndidas que nunca. Entramos de lleno en la ciudad del espectáculo y lo hacemos de la mano de Jean Baudrillard y su reflexión sobre cómo la esencia de los hechos humanos ha desaparecido de las ciudades y la vida en ellas está exenta de experiencias auténticas y plagada de hábitos precodificados. «Ante la ausencia de naturaleza, el ciudadano posmoderno anhela bosques y cataratas; ante la ausencia de contacto social, añora pasiones y emociones».

En la ciudad esta exigencia ha inducido una enloquecida dinámica de simulaciones que ha desembocado en lo que Baudrillard denomina «el tercer orden de simulacros», el que irrumpe en el momento en que, tras ser duplicado una y otra vez por los medios de comunicación de masas, lo real desaparece y lo que queda es una copia exacta del original, una imagen hiperreal. Es lo que ocurre cuando la verdadera Litte Italy, con sus inmigrantes, sus penurias y sus carencias, es reemplazada por la imagen que la gente tiene de Litte Italy, con sus terrazas, sus camerieri y sus spaghetti alla siciliana, una imagen hiperreal que duplica la original y enfatiza hasta el artificio sus más pulcras esencias materiales.

Cuando este fenómeno se expande por el espacio urbano nace la ciudad del espectáculo, donde lo real ha dejado paso a lo hiperreal, a la pura materialidad, a la fría superficialidad. De ahí su vivacidad cromática y luminosa, un esplendor radiante e intenso que puede llegar a ser alucinatorio y desembocar en lo que Fredric Jameson ha denominado «euforia posmoderna». Y es que en la ciudad del espectáculo todo es táctil y visible, pero ha sido vaciado de cualquier significado profundo (lo que le interesa de Litte Italy son sus formas, no sus contenidos). Se desactivan así los grandes temas que acompañan al pensamiento negativo, característico de la visión sociológica: la segregación, la injusticia, la rebelión, etc. El habitante de la ciudad del espectáculo tan sólo está interesado en absorber por los sentidos, sin cuestionarse críticamente su situación en el mundo.

Jameson entiende que la euforia postmoderna ha generado una nueva forma espacial: el «hiperespacio». Los edificios de la ciudad del espectáculo funcionan como mónadas, envolturas que encierran un interior protegiéndolo del exterior. En su ensimismamiento, el edificio-mónada demuestra una gran indiferencia por la ciudad que le rodea, a la que no pretende transformar. En el interior, sin embargo, se cargan las tintas. Un envolvente despliegue de simulacros se dispone a conseguir que el visitante experimente la incapacidad de representarse en el espacio que le rodea, que flote en un estado de debilidad psicológica que le hace altamente vulnerable a los intereses comerciales que promueven el hiperespacio. La radical separación interior-exterior que representa la mónada, y el énfasis en la interioridad como ambiente fantástico y alucinatorio que representa el hiperespacio, confluyen en los edificios relacionados con la nueva industria del ocio, la cultura y el consumo. (p. 78)

Por supuesto, aquí entran los parques temáticos y no podemos obviar hablar de Disney y su ciudad Anaheim; pero tampoco de Las Vegas o de los muy edulcorados centros urbanos donde se pretende reconstruir un pasado que nunca fue real (Times Square, Covent Garden) o incluso los barrios donde se supone que se puede vivir una experiencia «real»: ya sea un barrio gay, ya se trate de Harlem, con sus góspel dominicanos repletos de turistas. «En todos estos lugares, lo que una vez fue verdadero y cotidiando está dando paso a lo simulado y lo superficial, es decir, la realidad está dando paso a la hiperrealidad.» (p. 82)

«La segunda actividad económica disneylandizada en la ciudad del espectáculo es la cultura.» Cultura entendida como centro cultural en el seno de la ciudad, ejemplificado por el Centro Pompidou pero también por el Guggenheim, el MoMa o tantos otros: un museo reconvertido en espacio social («hipermercado del arte», lo llamaría Baudrillard) y rodeado de salas de exposiciones, librerías y cafeterías. La tercera actividad es el consumo: los grandes centros comerciales.

El problema de concebir la ciudad como un espacio que forma parte de la red global es que, dado que el número de plazas en el ránquing es limitado, y los beneficios económicos enormes, las ciudades pasan a competir entre ellas. Los aspectos que valoran las empresas (buenas comunicaciones, buena calidad de vida para atraer a sus trabajadores, buenos restaurantes, etc.) pasan a ser los factores que la ciudad impulsa y en los que invierte; no tienen por qué ser, necesariamente, los factores más importantes para la mayoría de sus ciudadanos.

Las formas de publicitarse son múltiples, todas extraídas de los manuales de mercadotecnia del mundo de las empresas: grandes eventos, como unos Juegos Olímpicos o una Exposición Universal, aceptar publicidad, la creación de una gran infraestructura, parque tecnológico o edificio icónico, una gran inversión en «marca ciudad», etc.

Fueron Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown los primeros en celebrar la nueva dinámica del espectáculo con su famoso Aprendiendo de Las Vegas, donde analizaban la calle principal de la ciudad de Nevada como un hito de la modernidad, un nuevo fenómeno. No se alejaban en esto de, por ejemplo, Baudrillard; y luego Koolhas haría lo mismo con Delirio de Nueva York. Pero la diferencia entre el filósofo y los arquitectos es que «mientras que Baudrillard entendía que la ciudad del espectáculo era perniciosa, la «cultura de la congestión» de Koolhas la celebra y la reconoce como base de la sociedad contemporánea» (p. 88).

Y dicha espectacularización es un problema, además de por todo lo expuesto, por la narcotización a la que somete a sus ciudadanos. Seguimos aquí una «línea de pensamiento inaugurada por Baudelaire» pero seguida por otros como Simmel y Benjamin y, más tarde, Neil Leach (La an-estética de la arquitectura) que argumenta que, «cuando la ciudad se reduce a un reino estético, todo, incluso sus aspectos más crueles, se convierte en aceptable. Es lo que ocurre con las fotografías urbanas de última generación: nos fascinan las destartaladas fachadas del Kowloon de Honk Kong, y esto nos hace olvidar a las miles de personas que viven tras ellas en condiciones deplorables» (p. 88). O, como concluye García Vázquez: no hay que olvidar que, a pesar de su luminosa fachada, Las Vegas sigue siendo la capital mundial del crimen y la corrupción.

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La cuarta capa de la visión sociológica de la ciudad es la ciudad sostenible.

La denominación «huella ecológica» mide la superficie natural necesaria para producir los recursos que demanda una ciudad determinada. Los datos derivados de este concepto demuestran que, a día de hoy, ninguna ciudad es sostenible en sí misma. Por ejemplo, la absorción del dióxido de carbono que emite Barcelona requiere una superficie forestal equivalente a 65 veces su término municipal; y el abastecimiento de agua, un lago de hasta ocho veces esa dimensión.

Si a estos hechos le sumamos que en 2025 la población urbana del planeta alcanzará los 5.000 millones de habitantes, está claro que hay que revisar la forma en que las ciudades consumen recursos. El concepto «desarrollo sostenible» se refiere a que las ciudades sean capaces de enfrentarse a las necesidades del presente sin comprometer la posibilidad de las futuras generaciones de enfrentarse a las suyas». O, en un lema un poco más actual que se está volviendo famoso, «No hay planeta B».

Teniendo en cuenta, además, que muy pocas de las ciudades más pobladas pertenecen al Primer Mundo, «el futuro medioambiental del planeta se está jugando en las megalópolis del Tercer Mundo» (p. 95). García Vázquez pone el ejemplo de Curitiba, en Brasil, ciudad de dos millones de habitantes que ha sabido reconvertirse tanto social como ecológicamente con su enorme flota de autobuses que atraviesan toda la ciudad.

Como apéndice para este capítulo, la ciudad elegida es Los Ángeles:

  • como ciudad global, en cuanto la ciudad decidió convertirse en buque insignia del Pacific Rim, como centro neurálgico y puerto esencial del Océano Pacífico;
  • como ciudad dual, por los grandes vacíos y barrios triunfadores de la globalización; Los Ángeles concentra algunos de los barrios más ricos pero también una enorme cantidad de zonas totalmente arrasadas por la pobreza; recordemos que es, también, la «ciudad del miedo» de Mike Davies;
  • como ciudad del espectáculo está Hollywood, claro, pero también todos los centros comerciales y parques temáticos de la zona;
  • como ciudad sostenible, y teniendo en cuenta que se halla en una zona propensa a las catástrofes y además dotada de una enorme cantidad de infraestructuras (su enorme red de autopistas, sin ir más lejos), existen por toda la ciudad iniciativas que buscan tanto el provecho propio (la moda del slow food sirvió para que algunos barrios exclusivos se blindasen ante la llegada de personas de menor nivel adquisitivo) como otras que realmente buscan el bienestar social y ecológico.

Variaciones sobre un parque temático (II): la ciudad análoga

Vamos con la segunda parte de esta recopilación de artículos alrededor del tema de la mercantilización de la ciudad y la pérdida del espacio público. El libro está editado por Michael Sorkin y es del año 1992, aunque no llegó a España hasta 2004 de la mano de la editorial Gustavo Gili. En el primer post que le dedicamos al libro analizamos su primer artículo, El mundo en un centro comercial, de Margaret Crawford; vamos ahora con los siguientes.

«La casa de los misterios de Sillicon Valley», de Langdon Winner, analiza la evolución de dicha zona de territorio semiabandonado dedicado a la agricultura al enorme coloso industrial en que se ha convertido. Teniendo en cuenta la vertiginosa evolución del valle en los más de 20 años que han pasado desde la publicación del artículo, la información ha quedado algo obsoleta.

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Lo mismo le sucede a «Nueva ciudad, nueva frontera», de Neil Smith, que analiza la gentrificación alrededor de Tompkins Square en Nueva York. La perspectiva escogida por Smith es cómo la industria cultural va de la mano de la inmobiliaria para conseguir la gentrificación de una zona: «el hecho de que algunos artistas fuesen víctimas del proceso de gentrificación [en el libro se traduce por «aburguesamiento»] que ellos mismos habían impulsado, ha sido un tema muy debatido en la prensa artística. Lo hubiesen hecho o no a propósito, la industria cultural y la inmobiliaria trabajaron codo a codo en la transformación del Lower East Side en un lugar nuevo, distinto y único, en un acontecimiento, en el lugar culminante de la moda vanguardista. «Cultura» y «lugar» pasaron a ser sinónimos. La moda y la arbitrariedad generaron una escasez cultural, al mismo tiempo que el marcaje del East Village por parte de la industria inmobiliaria generó una escasez de superficie residencial que pasó a ser privilegiada. El arte de calidad y las viviendas de calidad se fusionaron. Y las viviendas de calidad significan dinero.»

Luego viene Edward W. Soja, con (otro) artículo sobre Los Ángeles y el condado de Orange, plagado de escenas dramatizadas de lo que supone que es el condado y con descripciones gráficas de parte de la ciudad que no parecen poder extrapolarse al resto de ciudades. Discúlpenme: no me gusta Soja.

«Subterránea y elevada: la construcción de la ciudad análoga», de Trevor Boddy, analiza un proceso que se ha dado en unas pocas ciudades y que, por suerte, parece no haber creado tendencia: la construcción o bien de un complejo de túneles o bien de un complejo de puentes bajo (o sobre) la propia ciudad, a menudo con dinero privado y generando espacio semipúblico semiprivado, con lo que se crean dos ciudades, una de las cuales tiene su acceso limitado. «»Estas vías peatonales, los centros comerciales, tiendas de alimentación y complejos culturales que unen, ofrecen una visión filtrada de la experiencia de la ciudad, una simulación de la urbanidad. Sin la actividad urbana más fundamental -la gente que anda por las calles-, el nuevo sistema peatonal subterráneo y elevado está transformando la naturaleza de la ciudad norteamericana.» (p. 146). Sigue leyendo «Variaciones sobre un parque temático (II): la ciudad análoga»