Fin de milenio, Manuel Castells

Fin de milenio es el tercer volumen en la famosa trilogía del sociólogo Manuel Castells La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Leímos el primer volumen, La sociedad red, e hicimos múltiples reseñas (introducción, economía, trabajo, cultura de la virtualidad real y, sobre todo, el espacio de los flujos), quedándonos, sobre todo, con este último concepto. La definición exacta que daba Castells del espacio de los flujos era «la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos» (p. 488-9), lo que más o menos viene a significar, diluyendo algo la definición, una nueva forma espacial y social («el espacio no es un reflejo de la sociedad: es la sociedad misma», decía también) caracterizada por redes complejas, superpuestas, flexibles y dinámicas por las cuales circulan flujos; de capital, de personas, de mercancías, de turismo, de esclavos, de drogas.

Por poner un ejemplo sencillo: la acumulación de mercancías que se dio durante la pandemia del COVID, las dificultades para volver a poner en marcha la cadena de suministros, las rutas alternativas que se buscaron cuando se colapsó el canal de Suez. Los flujos buscan siempre un lugar por el que fluir; puesto que no existe un sólo cauce en una sociedad de redes, cada vez escogen flujos distintos; si no hay uno adecuado, lo abren, y la apertura del primero lleva a la creación de muchos más. El espacio de los flujos es una de las expresiones que hemos usado a menudo en el blog para referirnos al tiempo postfordista, es decir, la forma del tardocapitalismo que surge alrededor de los años 70 del pasado siglo, se consolida hacia los 90 y donde ahora vivimos plenamente. La otra expresión que usamos a menudo es la de acumulación flexible, que es la forma como David Harvey definía este nuevo tardocapitalismo (a raíz de sus reflexiones sobre La condición de la posmodernidad). Y no es casualidad que usemos la expresión del uno o del otro: ya nos explicó Sharon Zukin en su artículo sobre la sociología urbana de los 80 que estos dos nombres eran los pesos pesados de la disciplina.

El segundo volumen, El poder de la identidad, indagaba en cómo respondían los distintos pueblos y culturas a la llegada del espacio de los flujos (global y opuesto al espacio de los lugares, que es local): se abrían oportunidades, claro, pero también temores de pérdida o disolución de la identidad, y aumentaban las proclamas nacionalistas, religiosas o fundamentales. Sin embargo, si el análisis de La sociedad red era atemporal, y hablaba de la apertura de una nueva forma capitalista y social (a pesar de que «la ciudad informacionalista» o «la era informacionalista» no sea un concepto que haya calado, sí lo hizo el de «espacio de los flujos»), El poder de la identidad había envejecido algo y era una colección de casos concretos característicos de su tiempo.

Algo similar sucede con este Fin de milenio. Se analizan procesos sociales complejos que, sin duda, han conformado nuestro día a día; pero no dejan de ser análisis concretos de procesos puntuales que ya han terminado o se han visto modificados. Por ejemplo: el colapso de la Unión Soviética, el auge del Pacífico asiático (hoy hablaríamos de China, claro) o la unificación europea (de la que hoy, con el Brexit o la guerra de Ucrania, por ejemplo, hablaríamos de otro modo, y no tanto como «el advenimiento de una nueva forma de Estado, el Estado red»). Todos estos análisis son, como siempre con Castells, profundos, muy bien documentados y amenos de leer, así que los aconsejamos totalmente; pero escapan al propósito del blog.

Sin embargo, nos quedamos con gran parte de las conclusiones. Por su gran capacidad de observación y de perspectiva (Castells siempre afirma que no es futurólogo y que no se atreve a pronosticar lo que puede pasar; que él sólo da datos de lo que sucede y aventura, a partir de lo documentado, el camino más probable), por su resumen de los cambios en los que ahora estamos inmersos; y porque, tras escribir tal enorme trilogía, y haberse convertido en uno de los referentes en ciencias sociales de las últimas décadas, Manuel Castells se lo merece.

Tras la desaparición del estatismo como sistema, en menos de una década el capitalismo prospera en todo el mundo y profundiza su penetración en los países, las culturas y los ámbitos de la vida. Pese a la existencia de un paisaje social y cultural muy diversificado, por primera vez en la historia, todo el planeta está organizado en torno a un conjunto de reglas económicas en buena medida comunes. Sin embargo, es un capitalismo diferente del que se formó durante la Revolución industrial o del que surgió de la Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, en la forma de keynesianismo económico y el estado de bienestar. Es una forma endurecida de capitalismo en cuanto a fines y valores, pero incomparablemente más flexible que cualquiera de sus predecesores en cuanto a medios. Es el capitalismo informacional, que se basa en la producción inducida por la innovación y la competitividad orientada a la globalización, para generar riqueza y para apropiársela de forma selectiva. Más que nunca, está incorporado en la cultura y la tecnología. Pero esta vez, tanto la cultura como la tecnología dependen de la capacidad del conocimiento y la información para actuar sobre el conocimiento y la información, en una red recurrente de intercambios globalmente conectados. (p. 372).

También las vidas de los trabajadores han cambiado drásticamente. Junto a la opción de desarrollar, de forma rápida, casi cualquier tarea o empresa, surgen enormes bolsas de desigualdad y exclusión social, «los agujeros negros del capitalismo informacional». Además, debido a la velocidad de los cambios que imponen las redes, pocas personas están completamente a salvo de caer en uno de estos agujeros «de los que, estadísticamente, es difícil escapar».

Aproximadamente un tercio de la mano de obra, no especializada, necesita «a los productores para proteger su poder de negociación, pero los productores informacionales no los necesitan a ellos: ésta es una división fundamental en el capitalismo informacional, que conduce a la disolución gradual de los restos de la solidaridad de clase de la sociedad industrial». (p. 379)

¿Pero quién se apropia de una parte del trabajo de los productores informacionales? En cierto sentido, nada ha cambiado respecto al capitalismo clásico: sus empleadores; ése es el principal motivo por el que los emplean. Pero, por otra parte, el mecanismo de apropiación de la plusvalía es mucho más complicado. En primer lugar, las relaciones laborales están tendencialmente individualizadas, lo que significa que cada productor recibirá un trato diferente. En segundo lugar, una proporción creciente de productores controlan su propio proceso de trabajo y entran en relaciones laborales horizontales específicas, de tal modo que, en buena medida, se vuelven productores independientes, sometidos a las fuerzas del mercado, pero aplicando estrategias de mercado. En tercer lugar, sus ganancias suelen ir al torbellino de los mercados financieros globales, alimentados precisamente por el sector pudiente de la población mundial, de tal modo que también son dueños colectivos de capital colectivo, con lo que se vuelven dependientes de los resultados de los mercados de capital. En estas condiciones, apenas cabe considerar que exista una contradicción de clase entre estas redes de productores extremadamente individualizados y el capitalista colectivo de las redes financieras globales. Sin duda, se dan un abuso y una explotación crecientes de los productores individuales, así como de las grandes masas de trabajadores genéricos, por parte de quienes controlan los procesos de producción. No obstante, la segmentación de la mano de obra, la individualización del trabajo y la difusión del capital en los circuitos de las finanzas globales han inducido en conjunto la desaparición gradual de la estructura de clases de la sociedad industrial. Existen, y existirán, importantes conflictos sociales, algunos de ellos protagonizados por los trabajadores y los sindicatos, de Corea a España. No obstante, no son expresión de la lucha de clases, sino de reivindicaciones de grupos de interés o de revueltas contra la injusticia.

Las divisiones sociales verdaderamente fundamentales de la era de la información son: primero, la fragmentación interna de la mano de obra entre productores informacionales y trabajadores genéricos reemplazables. Segundo, la exclusión social de un segmento significativo de la sociedad compuesto por individuos desechados cuyo valor como trabajadores / consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde. Y, tercero, la separación entre la lógica de mercado de las redes globales de los flujos de capital y la experiencia humana de las vidas de los trabajadores. (p. 380)

Las promesas del Estado, incapaz (o sin verdadera voluntad) de cumplir con el estado de bienestar y dar ciertas garantías sociales, cada vez se cumplen menos y se evidencia que están bajo el dictado de los grandes poderes internacionales del capital, por lo que pierden progresivamente legitimidad. ¿A dónde irá esa legitimidad?

En estas condiciones, la política informacional, que se realiza primordialmente por la manipulación de símbolos en el espacio de los medios de comunicación, encaja bien con este mundo en constante cambio de las relaciones de poder. Los juegos estratégicos, la representación personalizada y el liderazgo individualizado sustituyen a los agrupamientos de clase, la movilización ideológica y el control partidista, que caracterizaron a la política en la era industrial. Cuando la política se convierte en un teatro y las instituciones políticas son órganos de negociación más que sedes de poder, los ciudadanos de todo el mundo reaccionan a la defensiva y votan para evitar ser perjudicados por el Estado, en lugar de confiarle su voluntad. En cierto sentido, el sistema político se va vaciando de poder.

Sin embargo, el poder no desaparece. En una sociedad informacional, queda inscrito, en un ámbito fundamental, en los códigos culturales mediante los cuales las personas y las instituciones conciben la vida y toman decisiones, incluidas las políticas. En cierto sentido, el poder, aunque real, se vuelve inmaterial.

[…] Las batallas culturales son las batallas del poder en la era de la información. Se libran primordialmente en los medios de comunicación y por los medios de comunicación, pero éstos no son los que ostentan el poder. El poder, como capacidad de imponer la conducta, radica en las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos, que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de iconos, portavoces y amplificadores intelectuales. (p. 381-2)

Aquí estamos en desacuerdo con Castells. Tal vez a finales de los 90 (recordemos: la trilogía es de 1996-98), la capacidad individual tenía cierto peso en las redes; en la red, mejor dicho, en internet. Ya en el primer apartado de La sociedad red reseñamos el valor que daba Castells a la cultura hacker que tuvo tanta importancia en los orígenes de internet, pero que, a dos décadas de distancia, se ha diluido en un ecosistema oligárquico controlado por unas pocas empresas, concentradas y con objetivos cada vez más conservadores, que deciden cómo se accede y se usa la red; y donde el anonimato de esos tiempos ha sido substituido por smartphones que nos imponen reconocimiento facial, de huellas dactilares o, como poco, repetir códigos a cada pocos minutos para confirmar nuestra identidad. En vez de terminales anónimas al ciberespacio, se han convertido en nodos de rastreamiento individual y colectivo. Por eso google nos informa de si hay mucha o poca gente en la carnicería tal cuando la buscamos en internet; porque la cantidad de información disponible es abrumadora y de muy difícil acceso para quien no tenga conocimientos especializados.

El espacio de los flujos de la era de la información domina al espacio de los lugares de las culturas de los pueblos. (…) La tecnología comprime el tiempo en unos pocos instantes aleatorios, con lo cual la sociedad pierde el sentido de secuencia y la historia se deshistoriza. Al recluir al poder en el espacio de los flujos, permitir al capital escapar del tiempo y disolver la historia en la cultura de lo efímero, la sociedad red desencarna las relaciones sociales, induciendo la cultura de la virtualidad real. (p. 383)

Es decir: Emilia Clarke es la madre de dragones, una mujer de voluntad férrea y decisión poderosa, obviando las distancias entre actriz y personaje; incluso el doblador al español de Sheldon Cooper (protagonista de The Big Bang Theory, una sitcom sobre físicos de alto nivel) realiza anuncios sobre tecnología, en una extraña carambola donde se le presupone cierta semejanza con el personaje no ya al actor que lo interpreta, sino al que dobla su voz a otro idioma. Pero el objetivo no es dicha semejanza, sino una curiosa chanza, un reconocimiento al canal, compartido entre el emisor y el receptor, cierta forma similar de pensamiento: «han escogido a tal persona para hacer tal anuncio…» y generar una cadena de simpatía que se vincule con el producto anunciado. La virtualidad real, en estado puro y cada vez más complejo.

En la era industrial, el movimiento obrero luchó contra el capital. Sin embargo, capital y trabajo compartían los objetivos y valores de la industrialización –productividad y progreso material–, buscando cada cual controlar su desarrollo y una parte mayor de su cosecha. Al final alcanzaron un pacto social. En la era de la información, la lógica prevaleciente de las redes globales dominantes es tan omnipresente y penetrante que el único modo de salir de su dominio parece ser situarse fuera de esas redes y reconstruir el sentido atendiendo a un sistema de valores y creencias completamente diferente. (p. 385)

Volvemos a estar en desacuerdo con Castells. No tanto con el pacto social entre capital y trabajadores (nos parece más una paz ficticia que se pudo mantener mientras el capitalismo se expandía geográfica y temporalmente, algo que llegó a su fin cuando todo el mundo ya estaba bajo sus redes, como explicaba Harvey), sino por los enormes cambios sociales que debían llegar con el advenimiento de la era informacional y que, sin embargo, han sido absorbidos por la sociedad en apenas una generación. Eso sí: cada vez se ha vuelto más difícil cuestionar el sistema (de flujos, de acumulación flexible, llámenlo como quieran), con sus valores sobre eficacia y su conversión de todo lo existente en algo capaz de ser valorado monetariamente.

«Sin un Palacio de Invierno que tomar, las explosiones de revuelta puede que implosionen, transformándose en violencia cotidiana sin sentido.» (p. 387). O en un individualismo extremo, carente de la más mínima solidaridad social (algo que comentábamos a propósito de los residentes de las gated communities en el artículo de Carmen Bellet Visiones de privatopía).

La economía global se expandirá en el siglo XXI , mediante el incremento sustancial de la potencia de las telecomunicaciones y del procesamiento de la información. Penetrará en todos los países, todos los territorios, todas las culturas, todos los flujos de comunicación y todas las redes financieras, explorando incesantemente el planeta en busca de nuevas oportunidades de lograr beneficios. Pero lo hará de forma selectiva, vinculando segmentos valiosos y desechando localidades y personas devaluadas o irrelevantes. El desequilibrio territorial de la producción dará como resultado una geografía altamente diversificada de creación de valor que introducirá marcadas diferencias entre países, regiones y áreas metropolitanas. En todas partes se encontrarán lugares y personas valiosas, incluso en el África subsahariana, como he sostenido en este volumen. Pero también se encontrarán en todas partes territorios y personas desconectadas y marginadas, si bien en proporciones diferentes. El planeta se está segmentando en espacios claramente distintos, definidos por diferentes regímenes temporales. (p. 388)

La condición de la posmodernidad (IV): del fordismo a la acumulación flexible

Tras analizar la modernidad en la primera entrada y una primera aproximación a la posmodernidad en la segunda, Harvey se planteaba la pregunta importante en la tercera, donde analizamos el posmodernismo urbano: ¿supone la posmodernidad una ruptura con la modernidad o bien es el reflejo de un cambio en el modo en que funciona el capitalismo? Por ello, toda la segunda parte de La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural se titula, precisamente, «La transformación económico-política del capitalismo tardío del siglo XX» y recorre el paso del fordismo a la acumulación flexible en que vivimos.

«Sin duda, la fecha simbólica de iniciación del fordismo es 1914, cuando Henry Ford introdujo su jornada de cinco dólares y ocho horas para recompensar a los trabajadores que habían armado la línea de montaje en cadena de piezas de automóvil que había inaugurado el año anterior en Dearborn, Michigan.» Pero el fordismo no nació de cero: sólo tres años antes, por ejemplo, en 1911, se había publicado The principles of scientific management de Taylor; y Ford aprovechó también la cultura empresarial corporativa que se había ido forjando durante todo el siglo XIX, donde ya abundaban las fusiones y los trusts y cárteles y donde también se estaba dando la separación en la empresa entre la dirección, la concepción, el control y la ejecución. Lo que sí fue característico de Ford fue «su reconocimiento explícito de que la producción en masa significaba un consumo masivo, un nuevo sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, una nueva política de control y dirección del trabajo, una nueva estética y una nueva psicología; en una palabra: un nuevo tipo de sociedad racionalizada, modernista, populista y democrática.» En palabras de Gramsci, el americanismo y el fordismo suponían «el esfuerzo colectivo más grande que se ha realizado hasta la fecha para crear, con una velocidad sin precedentes y con una conciencia del objetivo que no tiene parangón en la historia, un nuevo tipo de trabajador y un nuevo tipo de hombre.» (p. 148)

El objetivo de la jornada de cinco dólares y ocho horas era asegurar la sumisión del trabajador a la disciplina requerida para trabajar en el sistema de la linea de montaje. Al mismo tiempo quería suministrar a los obreros el ingreso y el tiempo libre suficientes para consumir los productos masivos que las corporaciones lanzarían al mercado en cantidades cada vez mayores. (p. 148)

El fordismo se enfrentó a dos problemas durante los años de entreguerras que le impidieron difundirse completamente: por un lado, las relaciones de clase no permitían aceptar con facilidad un sistema de producción que atacaba las prácticas artesanas, mayoritarias hasta entonces, y forzaba a los obreros a ser testigos manufactureros en grandes cadenas de montaje; por el otro, tampoco la estructura del Estado estaba lo bastante madura para el fordismo. El segundo obstáculo se superó con el crack del 29, que evidenció que el sistema no estaba funcionando y debía ser abordado de otro modo; y el primero se resolvió sólo tras la Segunda Guerra Mundial.

El período de posguerra asistió al surgimiento de una serie de industrias fundadas en tecnologías que habían madurado en los años de entreguerras y que habían sido llevadas a nuevos extremos de racionalización en la Segunda Guerra Mundial. Automóviles, construcción de barcos y de equipos de transporte, acero, petroquímica, caucho, artefactos eléctricos para el consumo, y la construcción, se convirtieron en mecanismos propulsores del crecimiento económico centralizado en una serie de regiones de gran producción de la economía mundial —-el Media Oeste en los Estados Unidos, el Ruhr-Renania, los West Midlands en Gran Bretaña, la región productiva Tokio-Yokohama–.

Sin embargo, el crecimiento fenomenal que se produjo en el boom de posguerra dependía de una serie de compromisos y reposicionamientos por parte de los actores más importantes del proceso de desarrollo capitalista. El Estado debía asumir nuevos roles (keynesianos) y construir nuevos poderes institucionales; el capital corporativo tenía que orientar sus velas en ciertos sentidos, a fin de moverse con menos sobresaltos por el camino de una rentabilidad segura; y el trabajo organizado tenía que cumplir nuevos roles y funciones en los mercados laborales y en los procesos de producción. El equilibrio de poder tenso aunque firme que se estableció entre el trabajo organizado, el gran capital corporativo y el Estado nacional, y que cimentó la base de poder para el boom de posguerra, no había llegado por azar. Era el resultado de anos de lucha. (p. 153-5; el destacado es nuestro)

Sin embargo, ese equilibrio duró poco y pronto quedó claro que uno de los tres elementos tenía más fuerza que los otros dos: el corporativo. El papel de las empresas era asegurar que sus ganancias repercutirían en inversiones cada vez mayores para mejorar la productividad y aumentar la calidad de vida. Ello supuso, por un lado, imponer la ideología del trabajo asalariado y de que el consumo (y, en el fondo, la acumulación) eran beneficiosos; y, por el otro, el predominio (la «hegemonía») de «la gestión científica de todas las facetas de la actividad corporativa». «Las decisiones de las corporaciones empezaron a hegemonizar la definición de las formas de crecimiento del consumo masivo, suponiendo, por supuesto, que los otros dos socios en la gran coalición harían lo que fuera necesario para sostener la demanda efectiva en niveles que pudieran absorber el crecimiento uniforme de la producción capitalista.» (p. 157)

Por su parte, el Estado se comprometía a invertir en las áreas más favorables a los negocios (transporte, servicios públicos) que «eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivos, y que también garantizarían relativamente el pleno empleo». Casualmente, «los gobiernos nacionales de muy diferentes características» y de un amplio espectro político organizaron sociedades similares, basadas en el estatismo del bienestar, una administración económica keynesiana y el control sobre las relaciones salariales. «Por lo tanto, el fordismo de la posguerra puede considerarse menos como un mero sistema de producción en masa y más como una forma de vida total». (p. 159) Esta forma de vida ligaba su existencia a la estética del modernismo: funcionalidad y eficiencia que se vinculaban a las líneas rectas y las formas geométricas del funcionalismo, el racionalismo y la zonificación.

Pero este progreso continuado requería, también, de un gran mercado al que Estados Unidos pudiese exportar. El fordismo se expandió a Europa y a Japón durante los años 40 integrado en el esfuerzo de la guerra. Luego, medidas como el Plan Marshall o el acuerdo de Bretton Woods de 1944, que convirtió al dólar en la moneda de reserva internacional, permitieron que «el excedente productivo de los Estados Unidos fuese absorbido en otra parte, mientras que el avance del fordismo en el nivel internacional significó la formación de mercados globales masivos y la incorporación de la masa de población mundial –fuera del mundo comunista– a la dinámica global de un nuevo tipo de capitalismo» (p. 160).

Pero la alianza fordista-keynesiana generaba resistencias. Por un lado: sólo algunos de los sectores disfrutaban de las ventajas de una resistencia sindical, aquellos donde había más organización; otros, por su propia estructura, dejaban a cada trabajador a merced de sus patrones. La estética funcionalista del modernismo suponía austeridad y se tradujo en derruir barrios pobres para permitir el paso de enormes autopistas (resumiéndolo mucho), por lo que cada vez era mayor el clamor de voces (como la de Jacobs) en contra de sus postulados. Y, en mucha mayor medida, una gran cantidad de naciones estaba quedando desconectada de este nuevo imperialismo americano: el Tercer Mundo. Esta amalgama sería la fuente de las protestas contra-culturales de los 60.

Pero no es oro todo lo que reluce, claro: «la caída de la productividad y de la rentabilidad de las corporaciones después de 1966 significó el comienzo de un problema fiscal en los Estados Unidos, que no desaparecería sino al precio de una aceleración inflacionaria que comenzó a deteriorar el papel del dólar como moneda estable de reserva internacional» (p. 164) El sistema fordista keynesiano era, en palabras de Harvey, demasiado «rígido». Por un lado, las organizaciones sindicales (en aquellas industrias donde las había) eran demasiado fuertes (y por ello todas las huelgas laborales que se dieron entre 1968 y 1972); por el otro, las empresas, poco a poco, se deslocalizaron hacia el Sudeste asiático, donde las condiciones laborales les eran mucho más favorables. De los tres grandes pilares de esta estructura, la única con capacidad de maniobra fue el Estado, que imprimió más moneda para mantener la estabilidad de la economía, provocando una ola inflacionaria.

El intento de poner un freno a la inflación creciente en 1973 dejó al descubierto una gran capacidad excedente en las economías occidentales, generando primero una crisis mundial en los mercados inmobiliarios y graves dificultades en las instituciones financieras. A lo cual se agregaron los efectos de la decisión de la OPEP de aumentar el precio del petróleo y la decisión árabe de embargar las exportaciones de petróleo a Occidente durante la Guerra árabe-israelí de 1973. (p. 168)

Para huir de los efectos de esta crisis de liquidez y legitimación, las empresas buscaron la automatización, se lanzaron a la búsqueda de nuevos productos o nichos de mercado, recurrieron a fusiones o se dispersaron hacia zonas con controles laborales más afines. Todo ello, por supuesto, deterioró el compromiso fordista y dio lugar a una nueva estructura económica que Harvey denominó, tentativamente, acumulación flexible.

La acumulación flexible, como la llamaré de manera tentativa, se señala por una confrontación directa con las rigideces del fordismo. Apela a la flexibilidad con relación a los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y las pautas del consumo. Se caracteriza por la emergencia de sectores totalmente nuevos de producción, nuevas formas de proporcionar servicios financieros, nuevos mercados y, sobre todo, niveles sumamente intensos de innovación comercial, tecnológica y organizativa. Ha traído cambios acelerados en la estructuración del desarrollo desigual, tanto entre sectores como entre regiones geográficas, dando lugar, por ejemplo, a un gran aumento del empleo en el «sector de servicios» así como a nuevos conglomerados industriales en regiones hasta ahora subdesarrolladas (como la «Tercera Italia», Flandes, los diversos Silicon Valleys, para no hablar de la vasta profusión de actividades en los países de reciente industrialización). Ha entrañado además una nueva vuelta de tuerca de lo que yo llamo «compresión espacio-temporal [que veremos más adelante]en el mundo capitalista: los horizontes temporales para la toma de decisiones privadas y públicas se han contraído, mientras que la comunicación satelital y la disminución en los costes del transporte han hecho posible una mayor extensión de estas decisiones por un espacio cada vez más amplio y diversificado. (p. 170)

Si el fordismo estuvo marcado por la rigidez, la acumulación flexible lo está, valga la redundancia, por la flexibilidad. La posibilidad de deslocalizar la industria supuso el fin del poder de negociación de los sindicatos, que tuvieron que aceptar condiciones cada vez peores. La flexibilidad vino también por el modo en que se modificaron las industrias: el mercado era más volátil, el margen de ganancias se había reducido y surgieron nuevas formas de contratación mucho más flexibles basadas en la temporalidad y la subcontratación. Las empresas se reducían a un núcleo cada vez menor de grandes directivos, considerados esenciales, y el resto de tareas se descentralizaban o deslocalizaban.

El tiempo de rotación del capital –que es siempre una de las claves de la rentabilidad capitalista– se redujo de manera rotunda con el despliegue de las nuevas tecnologías productivas (automatización, robots, etc.) y las nuevas formas organizativas (como el sistema de entregas «justo-a-tiempo» en los flujos de inventarios, que reduce radicalmente los que hacen falta para mantener la producción en marcha ). Pero la aceleración del tiempo de rotación en la producción habría sido inútil si no se reducía también el tiempo de rotación en el consumo. Por ejemplo, la vida promedio de un típico producto fordista era de cinco a siete años, pero la acumulación flexible ha reducido en más de la mitad esa cifra en ciertos sectores (como el textil y las industrias del vestido), mientras que en otros –como las llamadas industrias de «thought-ware (juegos de video y programas de software para las computadoras)– la vida promedio es de menos de dieciocho meses. Por consiguiente, la acumulación flexible ha venido acompañada, desde el punto de vista del consumo, de una atención mucho mayor a las aceleradas transformaciones de las modas y a la movilización de todos los artificios destinados a inducir necesidades con la transformación cultural que esto implica. La estética relativamente estable del modernismo fordista ha dado lugar a todo el fermento, la inestabilidad y las cualidades transitorias de una estética posmodernista que celebra la diferencia, lo efímero, el espectáculo, la moda y la mercantilización de las formas culturales. (p. 180)

De hecho, desde el momento en que escribió estas palabras, en 1990, vemos que la rotación no ha dejado de acelerarse y que el tiempo es cada vez menor, con la inmediatez no sólo de las modas (que ya no van por temporadas sino por quincenas) sino por lo efímero de las redes sociales o las noticias y la obsolescencia programada de los smartphones, que prácticamente cada dos o tres años dejan de ser funcionales para los nuevos programas de software cada vez más pesados.

Estos cambios sociales vinieron acompañados de una oleada de desregulaciones y de una constante reducción del Estado del bienestar. La información pasó a ser uno de los bienes más preciados: la institución capaz de reaccionar de forma más veloz a lo que sucede es, normalmente, la que puede alcanzar una situación privilegiada. El otro gran cambio de la acumulación flexible «fue la total reorganización del sistema financiero global y el surgimiento de mayores capacidades de coordinación financiera» (p. 184). Este movimiento fue doble: por un lado apuntaba hacia la creación de «conglomerados e intermediarios financieros de extraordinario poder global» y, por el otro, hacia una descentralización acelerada «de actividades y corrientes financieras a través de la creación de instrumentos financieros y mercados totalmente nuevos». Resumiéndolo en una palabra actual: la financiarización, el dinero virtual, el dinero líquido que se mueve por las redes, a menudo, despojado de todo vínculo no ya con el oro, sino con cualquier producto material. «Gran parte del flujo, de la inestabilidad y el torbellino puede atribuirse directamente a esta mayor capacidad de desplazamiento del capital que parece olvidar casi por completo las restricciones de tiempo y espacio que normalmente pesan sobre las actividades materiales de la producción y el consumo.» (p. 189).

De los tres pilares que sostenían el fordismo, las corporaciones se impusieron como líder indiscutible, como lo siguen siendo a día de hoy. El adelgazamiento del Estado del bienestar y la reducción de los sueldos, que se presentó con la excusa de la crisis de los años 70 como una medida necesaria para contener el gasto, «fueron transformados por los neo-conservadores en una simple virtud del gobierno. Se difundió así la imagen de gobiernos fuertes que administraban poderosas dosis de remedios desagradables a fin de restaurar la salud de las economías enfermas.» Curioso que los gobiernos fuertes sean aquellos que caen implacables sobre la clase obrera y los menos afortunados, y no los que son capaces de parar los pies a la acumulación desaforada de capital.

La excusa de los Estados, por supuesto, fue que debían competir entre ellos y que, si no se frenaban las pretensiones obreras o si se atendía a sus quejas, el capital huiría. Por ello, además de frenar los derechos obreros, los Estados debían crear un clima de seguridad y de bienestar para los negocios y volverse «empresariales», gestionando los países como si fuesen empresas. Y sin olvidar el papel que jugaron las instituciones internacionales (el FMI y el Banco Mundial), impuestas como jueces cuando eran parte interesada en el proceso y que siempre aconsejaban políticas restrictivas y austeras (de gasto público) e incluso sólo abrían su crédito a los países que cumplían estas recetas.

No sólo los Estados se volvieron «empresariales»: su forma de actuar modificó cómo concebimos hoy en día «ámbitos de la vida tan diversos como el gobierno urbano, el crecimiento del sector productivo informal, la organización del mercado laboral, la investigación y el desarrollo, y llega incluso a los confines de la vida académica, literaria y artística» (p. 196). La flexibilización de esta época «acentúa lo nuevo, lo transitorio, lo efímero, lo fugitivo y lo contingente de la vida moderna»; no es de extrañar, por ejemplo, que surjan conceptos como la Modernidad líquida de Bauman, que ponen de manifiesto la desaparición de los valores sólidos y tradicionales. La acción colectiva se vuelve más difícil, pues los valores que se dan por supuestos en la acumulación flexible son la competitividad y el individualismo.

Pero aunque la acumulación flexible sea una nueva forma de capitalismo, sigue siendo una forma de capitalismo. Por ello, se le aplican los mismos presupuestos, sacados de Marx, que Harvey ya desgranó en Los límites del capital (1982) y que resume en:

  • 1. El capitalismo tiende al crecimiento, que, según su ideología, es «a la vez inevitable y positivo»; por ejemplo, la palabra crisis se define como falta de crecimiento.
  • 2. El crecimiento de los valores depende de la explotación de la fuerza de trabajo, por lo que siempre habrá una pugna entre distintas clases y un recurso a la fuerza.
  • 3. El capitalismo es técnica y organizativamente dinámico, pues la competencia obliga a todos a mejorar la producción.

Estas «tres condiciones necesarias del modo de producción capitalista» son, como ya demostró Marx, inconsistentes y contradictorias, por lo que inevitablemente el capitalismo tiende siempre hacia una crisis. De hecho, tiende periódicamente hacia crisis de hiper-acumulación, definida como «una condición en la que la oferta de capital ocioso y de trabajo ocioso existirán una junto a otra, sin que se encontrara la manera de unir estos recursos ociosos para realizar tareas socialmente útiles» y caracterizada por, entre otros: «capacidad productiva ociosa, saturación de mercancías y exceso de inventarios, excedentes de capital dinero (…) y alto desempleo».

Para evitar o contrarrestar esta tendencia a la hiper-acumulación, el capitalismo ha optado por diversas vías:

  • 1. La devaluación de las mercancías, la capacidad productiva o el dinero. Sin embargo, este proceso tiene un coste social muy alto y es difícil de mantener en el tiempo, por lo que a menudo acaba revelando las costuras del propio capitalismo y significando una revolución (de derechas o izquierdas).
  • 2. El control macroeconómico, es decir, cierto intervencionismo (no necesariamente por parte del Estado, puede haber otros agentes). Es lo que sucedió, en cierto modo, durante el pacto que se dio entre el fordismo y el keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial.
  • 3. La absorción de la hiper-acumulación a través de un desplazamiento temporal y espacial. Puede ser temporal (que implica destinar recursos actuales a explorar usos futuros y que, en general, acaba suponiendo la aceleración en el tiempo de rotación de los productos) «de modo que el aumento de velocidad de este año absorba el exceso del año anterior»; puede ser espacial, lo que supone la producción de nuevos espacios capitalistas (a través de inversiones en infraestructura, por ejemplo) o una combinación de los dos anteriores, que ha sido la más habitual en el capitalismo.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se podían intentar desplazamientos temporales y espaciales, en general, dentro de los propios países o en algunos países de ultramar, aunque de forma tan limitada que el único recurso de los anteriores era la devaluación. A partir de 1945 «surge una estrategia más o menos coherente de acumulación construida en torno del control de la devaluación y la absorción de la hiper-acumulación por otros medios» (p. 208). Se combinó la devaluación, controlada, con la obsolescencia planificada y el pacto entre los tres estamentos actuó como control macroeconómico que contenía la lucha de clases, redirigía el cambio tecnológico y organizativa y mantenía ciertas líneas de producción bajo control estatal. Sin embargo, una gran parte de los buenos resultados que dio el sistema se debieron a los desplazamientos temporales y espaciales.

El régimen fordista de acumulación resolvió el problema de hiper-acumulación durante el largo boom de posguerra, fundamentalmente a través del desplazamiento espacial y temporal, Hasta cierto punto, la crisis del fordismo puede interpretarse por lo tanto como el agotamiento de las opciones para manejar el problema de la hiper-acumulación. El desplazamiento temporal suponía amontonar deuda sobre deuda, hasta el punto de que la única estrategia viable para el gobierno era monetizarla. En efecto, esto se llevó a cabo imprimiendo tanto dinero como para dar lugar a un brote inflacionario que redujo radicalmente el valor real de las deudas pasadas (los mil dólares tomados en préstamo diez anos antes tienen poro valor después de un período de alta inflación). El tiempo de rotación no podía acelerarse fácilmente sin destruir el valor de los activos fijos. Se crearon nuevos centros geográficos de acumulación: el Sur y el Oeste norteamericanos, Europa Occidental y Japón además de un espectro de países de reciente industrialización. Cuando estos sistemas de producción fordistas maduraron, se convirtieron en nuevos centros de hiper-acumulación, a menudo altamente competitivos. Se intensificó la competencia espacial entre sistemas fordistas geográficamente distintos, con los regímenes más eficientes (como el japonés) y los de costos de mano de obra más reducidos (como los que se encuentran en los países del Tercer Mundo donde las nociones de un contrato social con la fuerza de trabajo faltaban o bien se implantaban débilmente), mientras que otros centros caían en paroxismos de devaluación a través de la desindustrialización. La competencia espacial se intensificó, en particular después de 1973, cuando se agotó la capacidad para resolver el problema de la hiper-acumulación a través del desplazamiento geográfico. Por consiguiente, la crisis del fordismo fue una crisis tanto geográfica como geopolitica, como también una crisis del endeudamiento, de la lucha de clases o del estancamiento de las corporaciones dentro de cada Estado nacional en particular. Se trataba simplemente de que los mecanismos involucrados en el control de las tendencias a la crisis se vieron finalmente avasallados por el poder de las contradicciones subyacentes del capitalismo. Parecía no quedar otra opción que caer nuevamente en una devaluación como la que había tenido lugar en el período 1973-1975 o 1980-1982, como medio esencial para manejar la tendencia hacia la hiper-acumulación. A menos que se pudiera crear algún otro régimen superior de producción capitalista que asegurara una base sólida para la posterior acumulación en una escala global.

La acumulación flexible se ha constituido como «una simple recombinación de dos estrategias básicas definidas por Marx para obtener ganancia»: la plusvalía absoluta, que consiste en los beneficios obtenidos al alargar la jornada de los trabajadores sin aumentar los salarios, y la plusvalía relativa, que consiste en mejorar las condiciones (organizativas, tecnológicas) del proceso productivo para que sea más eficiente, y que premia a las empresas que innovan más en tecnología. A consecuencia de las dos estrategias anteriores, la acumulación flexible se ha convertido en una especie de «fordismo periférico» que se desplaza a lugares donde la fuerza de trabajo no tenga tanta fuerza y deba aceptar condiciones laborales peores. Ello nos lleva, claro, a la deslocalización, las subcontratas y la explotación de los emprendedores a sí mismos de que hablaba Byung-Chul Han en Psicopolítica, pero también al auge de «un estrato altamente privilegiado y con cierto grado de poder dentro de la fuerza de trabajo», es decir, con los controladores del espacio de los flujos, en palabras de Manuel Castells, o, por extensión, con el concepto de la clase creativa que parece tener preeminencia en nuestras ciudades hoy en día.

Bajo las condiciones de la acumulación flexible, pareciera que sistemas de trabajo rivales pueden existir al mismo tiempo, en el mismo espacio, como para que los empresarios capitalistas puedan elegir a voluntad entre ellos. Los mismos diseños de camisa pueden producirse en grandes fábricas de la India, en cooperativas de producción de la «Tercera Italia», en talleres de trabajo expoliado en Nueva York y Londres o mediante los sistemas de trabajo familiares en Hong Kong. El eclecticismo en las prácticas laborales parece ser tan marcado en esta época como el eclecticismo de las filosofías y gustos posmodernos. (p. 211)

Puesto que, en definitiva, la crisis del fordismo ha acabado resultado una «crisis de la forma temporal y espacial», a estos dos conceptos dedica Harvey el resto del libro.

Las ciudades medias en la globalización, Andŕes Precedo Ledo y Alberto Míguez Iglesias

Hacemos una pausa en la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, y reseñamos Las ciudades medias en la globalización, de Andrés Precedo Ledo y Alberto Míguez Iglesias, ambos geógrafos gallegos. La tesis del libro (Síntesis, 2014) es que, si bien las megaciudades son las que se están llevando toda la fama con la globalización, las ciudades medias ofrecen un entorno más que adecuado tanto por calidad de vida como por competitividad económica.

«…las ciudades de más de 10 millones [de habitantes] concentraban en 2009 el 9% de la población mundial y las que tenían entre 5 y 10 millones, un 7% más; en total, un 16%, es decir, menos de la quinta parte de la población del mundo.

(…) Pero si descendemos del escenario global al marco de los Estados nacionales, surge otro hecho a destacar: el desequilibrio entre el tamaño de la ciudad mayor y las restantes que forman la red urbana del país alcanza proporciones excesivas. Este dominio de las grandes ciudades millonarias sobre el resto del territorio y más particularmente sobre el resto del sistema urbano no es, desde luego, un fenómeno desconocido en el mundo desarrollado. Londres en Inglatera, París en Francia o Viena en Austria son buenos ejemplos de esta situación. Pero en muchos países del mundo en desarrollo la polarización y la primacía de las megaciudades resulta exagerada y desproporcionada. Casos como el de Egipto, Tailandia, Irán y muchos otros son muestra de ello. Basta con dos ejemplos: en Tailandia, la primera ciudad, Bangkok, es unas 50 veces más grande que la segunda, Khon-Kahen; o en Irán, donde Teherán es 7 veces mayor que la segunda, Esfahan. (p. 8-9)

Por ello, el libro rastrea la evolución histórica de las ciudades durante los dos último siglos, diferenciando tres etapas: la ciudad industrial, la postindustrial y la global. El prototipo de ciudad industrial, de la que hemos hablado a menudo, sería una europea o norteamericana con entre 300.000 y un millón de habitantes, a menudo con puerto, y son las que sufrieron los mayores cambios durante la primera y segunda revoluciones industriales.

La ciudad postindustrial surge a partir de las crisis del petróleo de los años 70. Otros factores fueron la progresiva instalación y surgimiento de industrias productoras de materias primas, como complejos siderúrgicos, construcción naval o químicas pesadas, en entornos con mano de obra más barata. Las ciudades que hasta entonces habían llevado a cabo estas tareas, como «Pittsburg, Glasgow, Manchester, Birmingham, Amberes, Belfast o Bilbao» (p. 12), entraron en una fuerte crisis que provocó la necesidad de un reajuste urbano. Por otro lado, y de mano de una primera internalización de los flujos, «las grandes metrópolis internacionales obtuvieron ventajas por la acumulación de capital y por el desarrollo de un terciario más internacional y más especializado», como Londres, París, Nueva York o Tokio.

A medida que la globalización aumentaba y las TICs permitían precios menores para el transporte o la comunicación, surgió «una nueva competencia entre las ciudades por atraer los nuevos bienes de producción, para los cuales el transporte era irrelevante porque eran las ideas, la tecnología y la innovación las bases de su competitividad» (p. 13). En esta lid, las ciudades europeas y norteamericanas ya establecidas partían con ventaja frente a las megaciudades de países en vías de desarrollo, pues en ellas ya se habían solucionado muchos de los problemas urbanos que a día de hoy enfrentan las segundas.

Por otro lado, parece muy interesante la distinción que hacen los autores entre las diferencias espaciales horizontales y las verticales. Las horizontales se refieren a la distribución desigual de los recursos y al uso que se hace de ellas; el diagrama muestra una «sucesión de valles-cumbre relativamente suaves», en función del rédito que se haga de esos recursos. Las diferencias espaciales verticales, por el contrario, «son consecuencia de un proceso de concentración y acumulación de la riqueza que (…) generan concentraciones productivas» (p. 27). En este caso, el gráfico sería de extensas mesetas de las que surgen, de modo puntual, elevadísimas cumbres; las ciudades globales de las que hablaron Sassen o Castells, una representación mucho más desigual.

El segundo capítulo recorre la historia urbana de los últimos siglos hasta llegar a las ciudades globales. Destacan cuatro etapas:

  • 1ª etapa: durante el siglo XIX, se forman las ciudades industriales, caracterizadas por la concentración. Sin embargo, el caos y la vorágine de las ciudades inglesas se adapta en otros lugares con una búsqueda de la racionalización, lo que provoca que el lugar de residencia y el lugar de trabajo queden, a menudo, separados (a diferencia de los primeros arrabales de proletarios, que vivían hacinados junto a las fábricas). Por ello, ciudades como Chicago o Detroit ya presentaban otra fisionomía, creciendo hacia el exterior y formando, más que ciudades, regiones urbanas. En Europa éstas se caracterizaron por el racionalismo, lo que supuso la construcción de ciudades satélite o extrarradios con enormes bloques de residencias; en Norteamérica, Canadá y los países de la Commonwealth, se tendió hacia el modelo de ciudad jardín reconvertido a suburbio jardín: enormes hileras de casa tras casa que debían ser recorridas con el vehículo.
  • 2ª etapa: desde la segunda revolución industrial hasta las crisis de 1970. Se dieron procesos duales: por un lado, erigir lejos del centro de la ciudad universidades, parques tecnológicos o complejos hospitalarios; por el otro, la recentralización de los suburbios o ciudades satélite. Ambos procesos dieron lugar a entornos policéntricos con distintos centros urbanos, por ejemplo los que se formaban junto a las estaciones del ferrocarril.
  • 3ª etapa: la postindustrial. Terciarización e internacionalización, en la economía, y expansión urbana hasta generar enormes «aglomerados policéntricos urbanos», como las megalópolis Boswash (de Boston a Washington, 80 millones de habitantes) o Chippits (Chicago a Pittsburg, 40 millones), por citar sólo un par en Estados Unidos.
  • 4ª etapa: la actual. La globalización «ha llevado el modelo megalopolitano a escala global», formando una red abierta «formada por el sistema mundial de megaciudades globales» o el archipiélago de ciudades.

Estos cambios, sumados a los masivos flujos migratorios hacia los lugares favorecidos por los flujos y donde abunda (o se supone que lo hace) el trabajo, generan todo tipo de problemas. Aparición de slums, enormes centros comerciales o de lujo, malls como único lugar de reunión en los suburbios… A ello hay que sumarle la evolución de la visión de la multiculturalidad: de la posibilidad de ampliar fronteras y crecer, sumando nuevos bagajes, se percibe cada vez más como una amenaza a la cultura original de cada lugar.

El tercer capítulo destaca los tres modelos de sistemas urbanos existentes en la actualidad:

  • el norteamericano, formado por grandes ciudades que concentran la población y están muy separadas unas de otras, con gran industrialización y alto nivel de desarrollo, modelo exportado a Canadá, Australia y a los países de los BRIC;
  • las megaciudades que se forman en entornos en vías de desarrollo y que se convierten en «grandes concentraciones poblacionales y enormes bolsas de pobreza, pero también son los motores económicos y sociales de extensos espacios geográficos donde los contrastes entre lo urbano y lo rural están más acentuados» (p. 69);
  • y el modelo europeo, «formado por la superposición de redes de ciudades medias y pequeñas muy numerosas y con distancias reducidas entre ellas, compaginando los niveles más altos del desarrollo social y económico con los menores desequilibrios territoriales entre los espacios urbanos y no urbanos, siendo la calidad de vida general elevada, tanto en lo rural como en lo urbano» (p. 69)

A este tercer modelo dedican los autores el resto del libro. Por un lado ya ha quedado bastante claro que las ciudades suburbio (es decir, parcela tras parcela en su exterior) son ecológicamente insostenibles: requieren del vehículo privado para todo y anulan la heterogeneidad urbana, sólo por citar dos de sus grandes malos. También las megaciudades tienen sus defectos: crean enormes bolsas de pobreza y desigualdad, son mucho más difíciles de gestionar y, como demostrarán los autores, sus ventajas no son tan dispares de las ciudades medias. Por todo ello, proponen potenciar las redes de ciudades medias.

Para ello se plantean, también, la definición de ciudad mediana en el entorno global. Más que por su tamaño, la acaban definiendo por su imbricación en las redes de flujos: la «ciudad intermedia (…) se convierte fundamentalmente en un nodo estratégico de competitividad integrado en una red de relaciones interurbanas de ámbito regional, nacional e internacional, es decir, una ciudad intermedia es una ciudad que integra funcionalmente redes urbanas, siendo su centralidad mayor cuanto mayor sea el número y rango de las redes en donde esté posicionada» (p. 93). No se trata de las ciudades que controlan los flujos de la globalización, sino de aquellas donde se da la intermediación; lo que Peter Hall denominó ciudades subglobales, el siguiente escalafón a las ciudades globales.

Viene a continuación un interesante estudio sobre el tamaño óptimo de una ciudad. No entraremos en él, por cuestiones de espacio, pero sí que adelantamos las conclusiones de los autores.

Si ahora añadimos la población metropolitana, veremos que desde el punto de vista económico el tamaño óptimo es el de una ciudad de 600.000 habitantes con una área metropolitana de 1,5 millones de habitantes, lo cual coincide con las conclusiones anteriormente obtenidas; y, asimismo, el tamaño óptimo desde el punto de vista cualitativo, es decir, calidad de vida y conocimiento, es un centro de 250.000 habitanes y un área metropolitana de 600.000. Ya tenemos el prototipo de la ciudad europea competitiva y de calidad. (p. 119)

Sin embargo, al final del capítulo, las conclusiones quedan algo deslavazadas: pues estos datos pueden implicar una ciudad adecuada, sí, pero sólo si también se dan las condiciones productivas e históricas adecuadas. Dicho de otro modo, son datos importantes para la adecuación de una ciudad… pero, ni son las únicas variables, ni son por completo necesarios. Las ciudades, parecen concluir los autores sin decirlo claramente, son elementos demasiado complejos para ser clasificados en grupos estancos, por lo que la lectura de este libro se acaba convirtiendo en una loa al sistema urbano europeo tan característico.

El poder de la identidad, Manuel Castells

La trilogía La era de la información es una obra monumental del sociólogo Manuel Castells que se compone de los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de milenio (1999), aunque su publicación generó tanto revuelo y comentarios que Castells reeditó una nueva edición aumentada en 2000. En su momento leímos, y disfrutamos, la primera parte, La sociedad red, donde se estudian los cambios sociales, políticos y económicos de la llegada de la sociedad de la información y del espacio de los flujos. Dividimos la reseña del libro en cinco entradas: la revolución tecnológica que permitió la globalización (las TIC, el nacimiento y expansión de internet, en la primera entrada); el trasvase empresarial de la unidad empresa a la unidad red (segunda entrada), la nueva tipología empresarial y laboral (tercera), la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) y el espacio y el tiempo de los flujos y cómo afectaba, sobre todo, a los entornos urbanos globales (quinta).

Este segundo libro, El poder de la identidad, se centra en los efectos que el espacio de los flujos o la globalización tienen sobre los Estados-nación y sobre la identidad social de los habitantes de cada país. Gran cantidad de movimientos, como el feminismo o el ecologismo, han pasado a articularse de modo global, mientras que muchos otros lugares han visto el resurgimiento de formas de identidad locales para oponerse a un entorno fluido, mutable, siempre cambiante donde se percibe que el control escapa progresivamente de las manos locales. Con ese objetivo, Castells analiza una gran cantidad de movimientos distintos que buscan afianzar la identidad, ya sea política, religiosa, nacional o de otros tipos, en determinados lugares.

Sin embargo, lo que en La sociedad red era el estudio de un momento concreto y sus efectos a corto y medio plazo sobre el ecosistema global, por lo que es un estudio relativamente atemporal, El poder de la identidad fue escrito hace veinte años, y se nota. La mayoría de los movimientos que Castells analiza en el libro han sufrido una gran evolución; todo el sistema económico, político y global, en definitiva, también lo ha hecho. Ni siquiera, por poner un ejemplo, había sucedido el 11-S, por lo que en general el libro queda bastante enmarcado en un momento concreto y la mayor parte de sus ejemplos, algo desfasados.

Hay partes que siguen teniendo actualidad, claro. En «la construcción social de la identidad que siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder» (p. 29), Castells distingue tres formas distintas:

  • La identidad legitimadora, «introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales», Este tipo de identidad lleva a la creación de una sociedad civil, «un conjunto de organizaciones e instituciones, así como un serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de la dominación estructural» (p. 30);
  • La identidad de resistencia, «generada por aquellos actores que se encuentran en condiciones/posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad». Esta identidad lleva a la formación de comunas o comunidades; por ejemplo, los «nacionalismos basados en la etnicidad, el fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, las comunidades gay» (p. 31), lo que Castells denomina «la exclusión de los exclusores por los excluidos».
  • La identidad proyecto «construye una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, busca la transformación de toda la estructura social». El ejemplo de Castells son las feministas al reclamar los derechos de las mujeres y desafiar al patriarcado y, por extensión, la familia patriarcal y toda una estructura social. Esta identidad produce sujetos, que «no son individuos, aun cuando estén compuestos por individuos. Son el actor social colectivo mediante el cual los individuos alcanzan un sentido holístico de su experiencia» (p. 32).

Cómo se construyen los diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué resultados no puede abordarse en términos generales y abstractos: depende del contexto social. La política de la identidad, como escribe Zaretsky, «debe situarse en la historia». (p. 32)

En la era informacional, «la planificación reflexiva de la vida se vuelve imposible, excepto para la élite que habita el espacio atemporal de los flujos de las redes globales y sus localidades subordinadas» (p. 33), lo que empuja al resto a una pugna por la construcción de su identidad social en aras de entender su lugar en el mundo y, desde ahí, proyectar sus objetivos o planes vitales. Si, por ejemplo, en la sociedad moderna el socialismo se basó en el movimiento obrero, «en la sociedad red, la identidad proyecto, en caso de que se desarrolle, surge de la resistencia comunal» (p. 34).

De los muchos ejemplos que da Castells sobre la formación de las identidades sociales (nacionalismos, luchas políticas, fundamentalismo religioso), escogemos la creación de los barrios gay de San Francisco.

Para expresarse, los gays siempre se han reunido, en los tiempos modernos, en bares nocturnos y lugares codificados. Cuando tuvieron suficiente conciencia y fuerza para «aparecer» colectivamente marcaron lugares donde podían estar a salvo juntos e inventar nuevas vidas. Las fronteras territoriales de sus lugares elegidos se convirtieron en la base para la construcción de instituciones autónomas y la creación de una autonomía cultural. Levine ha expuesto el modelo sistemático de las
concentraciones espaciales de los gays en las ciudades estadounidenses durante la década de los setenta. Aunque él y otros utilizaron el término «gueto», los militantes gays hablan de «zonas liberadas»: y, en efecto, existe una importante diferencia entre los guetos y las áreas gays, ya que las últimas suelen estar construidas deliberadamente por personas gays para crear su ciudad propia, en el marco de la sociedad urbana más amplia. ¿Por qué San Francisco? Ciudad instantánea, asentamiento para aventureros atraídos por el oro y la libertad, San Francisco siempre fue un lugar de normas morales tolerantes. La Barbary Coast era un punto de encuentro para marineros, viajeros, transeúntes, soñadores, estafadores, empresarios, rebeldes y desviados, un entorno de encuentros casuales y pocas reglas sociales, donde la línea divisoria de lo normal y lo anormal era borrosa. No obstante, en los años veinte, la ciudad decidió volverse respetable, surgiendo como la capital cultural del Oeste estadounidense y creciendo elegantemente bajo la sombra autoritaria de la Iglesia católica, con el apoyo de sus legiones de irlandeses e italianos de clase obrera. Cuando el movimiento de reforma alcanzó al ayuntamiento y la policía en los años treinta, los «desviados» fueron reprimidos y obligados a ocultarse. Así pues, los orígenes pioneros de San Francisco como ciudad libre no bastan para explicar su destino como escenario de la liberación gay. El punto decisivo fue la Segunda Guerra Mundial. San Francisco fue el principal puerto del frente del Pacífico. Pasaron por la ciudad unos 1,6 millones de hombres y mujeres jóvenes: solos, desarraigados, al borde de la muerte y el sufrimiento y compartiendo la mayor parte del tiempo con personas de su mismo sexo, muchos de ellos descubrieron, o eligieron, la homosexualidad. Y muchos fueron licenciados con deshonor de la marina y desembarcados en San Francisco. En lugar de volver a lugares como Iowa a soportar el estigma, se quedaron en la ciudad, y a ellos se unieron otros miles de gays al final de la guerra. Se reunían en bares y formaron redes de apoyo y participación. Desde finales de los años cuarenta, comenzó a surgir una cultura gay. Sin embargo, la transición de los bares a las calles hubo de esperar más de una década, cuando florecieron en San Francisco modos de vida alternativos, con la generación beatnik, y en torno a los círculos literarios que se interconectaron en la librería City Lights, con Ginsberg, Kerouac y los poetas de Black Mountain, entre otros. (…) Cuando los medios de comunicación se centraron en la cultura beatnik, destacaron la amplia presencia de la homosexualidad cómo una prueba de su desviación. Al hacerlo, dieron publicidad a San Francisco como una meca gay, atrayendo a miles de gays de todos los Estados Unidos. El ayuntamiento respondió con represión, lo que llevó a la formación, en 1964, de la Society of Individual Rights, que defendía a los gays, en conexión con el Tavern Guild, una asociación comercial de gays y propietarios de bares bohemios que luchaba contra el acoso policial. (p. 240)

A finales de los sesenta, sumando la revolución cultural y los hippies, tanto los gays como usuarios como los propietarios gays se hicieron con propiedades en la zona y se concentraron/construyeron un barrio que podían considerar suyo.

Por otro lado, Castells destaca el papel político de líderes como Harvey Milk, no sólo dando visibilidad al movimiento sino dejando claro que formaban parte de la ciudad y que, como tal, era una fuerza a tener en cuenta y una población con intención de luchar por sus propias metas.

Sin embargo, la comunidad gay de los años noventa no es la misma que la formada en los setenta, debido a la aparición del sida a comienzos de la década de los ochenta. En diez años, murieron unas 15.000 personas por su causa en San Francisco y a varios miles se les diagnosticó infección por el VIH. La reacción de la comunidad gay fue notable, ya que San Francisco se convirtió en un modelo para todo el mundo en cuanto a autoorganización, prevención y acción política orientada a controlar la epidemia de sida, un peligro para la humanidad. Creo que es exacto decir que el movimiento gay más importante de la década de los ochenta/noventa es el componente gay del movimiento contra el sida, en sus diferentes manifestaciones, de las clínicas a los grupos militantes como ACT UP!. (p. 244)

El esfuerzo más importante de la comunidad gay de San Francisco, añade Castells, fue «la batalla cultural para desmitificar el sida, para quitarle el estigma y convencer al mundo de que no lo producía la homosexualidad o la sexualidad.»

En los noventa hubo otra tendencia: tal vez por el progresivo envejecimiento de los miembros de la comunidad, tal vez porque algunas de las principales batallas ya se estaban librando y su visibilidad iba en aumento, «los patrones de interacción sexual se volvieron más estables, en parte como modo de canalizar la sexualidad en pautas más seguras» (p. 245). «El anhelo de familias del mismo sexo se convirtió en una de las tendencias culturales más intensas entre los gays y, aún más, entre las lesbianas. La comodidad de una relación duradera y monógama se volvió el modelo predominante entre los gays y las lesbianas de mediana edad. En consecuencia, brotó un nuevo movimiento en la comunidad gay para obtener el reconocimiento institucional de esas relaciones estables como familias.» «Lo que comenzó como un movimiento de liberación sexual cerró el círculo en torno a la familia patriarcal, atacando sus raíces heterosexuales y subvirtiendo su apropiación exclusiva de los valores familiares.» (p. 246)

Castells presenta también (p. 255-262) una interesantísima reflexión sobre «la reproducción del maternaje bajo la no reproducción del patriarcado» siguiendo el argumentario de Chodorow. Simplemente lo mentamos, porque exponerlo sería muy largo y supondría meternos en temas que se escapan a la consideración del blog.

El control estatal sobre el espacio y el tiempo se ve superado cada vez más por los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder. La captura, por parte del estado, del tiempo histórico mediante su apropiación de la tradición y la (reconstrucción de la identidad nacional es desafiada por las identidades plurales definidas por los sujetos autónomos. El intento del estado de reafirmar su poder en el ámbito global desarrollando instituciones supranacionales socava aún más su soberanía. Y su esfuerzo por restaurar la legitimidad descentralizando el poder administrativo regional y local refuerza las tendencias centrífugas, al acercar a los ciudadanos al gobierno pero aumentar su desconfianza hacia el estado-nación. (p. 271)

Reflexionando sobre las distinciones entre identidad y gobierno, Castells destaca que la mayoría de estados-nación modernos «se han construido sobre la negación de las identidades históricas/culturales de sus constituyentes en beneficio de la identidad que mejor se acopla a los intereses de los grupos sociales dominantes que se encuentran en los orígenes del estado». (p. 299) Esto se puede ver, por ejemplo, en cómo la burguesía catalana dominó las organizaciones institucionales para reproducirse a sí misma pese a ser culturalmente minoritaria, usando las escuelas, universidades, el cuerpo de funcionarios y la mayoría de relaciones con sus habitantes en catalán como una forma de convertir a las familias mixtas o inmigrantes en «nuevos catalanes» que siguiesen legitimando su dominio. Pero también se ve, por ejemplo, concentrando a los pobres y minorías étnicas «en el centro de las ciudades estadounidenses o en las banlieus periféricas francesas» para confinar los problemas que generan y al tiempo reducir los recursos públicos disponibles que se les destinan.

Sin embargo, lo que parece estar surgiendo ahora, por las razones presentadas en este capítulo, es la pérdida de peso relativo del estado-nación dentro del ámbito de la soberanía compartida que caracteriza al escenario de la política mundial actual.

(…) el estado-nación cada vez está más sometido a la competencia más sutil y más preocupante de fuentes de poder que no están definidas y, a veces, son indefinibles. Son redes de capital, producción, comunicación, crimen, instituciones internacionales, aparatos militares supranacionales, organizaciones no gubernamentales, religiones transnacionales y movimientos de opinión pública. Y por debajo del estado están las comunidades, las tribus, las localidades, los cultos y las bandas. Así que, aunque los estados-nación continúan existiendo, y seguirán haciéndolo en el futuro previsible, son, y cada vez lo serán más, nodos de una red de poder más amplia. (p. 334)

Es en este contexto, el de tratar de asir los flujos de poder por sí mismos, donde Castells sitúa los movimientos independentistas o nacionalistas europeos, que buscan más un reconocimiento supranacional que la verdadera independencia del estado en el que están inmersos.

En el siguiente capítulo, el sexto, reflexiona sobre la importancia de los medios de comunicación y la percepción, creciente (que no ha hecho más que aumentar en estos veinte años) de que la mayoría de los políticos son corruptos. Castells deja claro que los medios ya no son el cuarto poder, sino el campo de batalla donde se lleva a cabo la batalla política. Para acceder a ellos, lo que es un proceso caro y arduo, todo político tiene, más o menos, que hacer alguna especie de pacto fáustico; por ello, en cuanto alcanzan la palestra y se vuelven notorios, todos disponen de munición que se lanzan unos contra otros en momentos clave.

En los albores de la era informacional, una crisis de legitimidad está vaciando de significado y función a las instituciones de la era industrial. Superado por las redes globales de riqueza, poder e información, el estado-nación moderno ha perdido buena parte de su soberanía. Al tratar de intervenir estratégicamente en este escenario global, el estado pierde capacidad de representar a sus electorados, arraigados en un territorio histórico. En un mundo donde el multilateralismo es la regla, la separación entre naciones y estados, entre la política de representación y la política de intervención, desorganiza la unidad contable sobre la que se construyó la democracia liberal y se ejerció en los dos últimos siglos. La privatización de los organismos públicos y el declive del estado de bienestar, aunque alivian a las sociedades de algunas cargas burocráticas, empeoran las condiciones de vida para la mayoría de los ciudadanos, rompen el contrato social entre el capital, el trabajo y el estado, y eliminan buena parte de la red de seguridad social, el sostén del gobierno legítimo para el ciudadano de a pie. (p. 393)

El poder en la era de la información, concluye Castells, se encuentra en «la mente de la gente» (p. 399). «El nuevo poder reside en los códigos de información y en las imágenes de representación en torno a los cuales las sociedades organizan sus instituciones y la gente construye sus vidas y decide su conducta.» Por ello se vuelve de esencial importancia el control del discurso; no tanto que éste sea unívoco como que exista un público receptor capaz de ampliar el mensaje que cada grupo trata de emitir. De ahí, en veinte años, hemos pasado del control del cuarto poder o de la producción social de la realidad de Berger y Luckman a las fake news y los youtubers.

De forma bastante preclara hablaba Castells de «las entidades que expresan proyectos de identidad orientados a cambiar los códigos culturales», que deben ser «movilizadoras de símbolos» y «actuar sobre la cultura de la virtualidad real que encuadra la comunicación red, subvirtiéndola en nombre de valores alternativos e introduciendo códigos que surgen de proyectos de identidad autónomos» (p. 400). Existen dos tipos:

  • el primero: los profetas, personalidades simbólicas que dan un rostro «a una sublevación simbólica»; el subcomandante Marcos, el compadre Palenque de La Paz-El Alto, Jordi Pujol, Sting en el movimiento ecologista, líderes religiosos fundamentalistas (son ejemplos de Castells, extraídos de temas presentados en el libro) o, por ser algo más actuales, Greta Thunberg;
  • el segundo y principal: los movimientos sociales, «una forma de organización e intervención interconectada y descentralizada» (p. 401), los «productores y distribuidores reales de códigos culturales» y que se convertirían en objeto de estudio del sociólogo durante los siguientes años de su vida (recordemos la reseña de Redes de indignación y esperanza).

La sociedad red (y V): el espacio de los flujos

Y por fin llegamos al concepto clave. Tras analizar la revolución tecnológica (primera entrada), las formas de la nueva economía (segunda), la nueva tipología empresarial y de los trabajadores (tercera) y la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) llegamos a la quinta y última entrada de La sociedad red, de Manuel Castells, primer libro de la trilogía La era de la información.

¿Qué es el espacio de los flujos? Pongamos un ejemplo. Ya destacó Saskia Sassen la existencia de tres ciudades globales, Nueva York, Tokio y Londres, que cubren todos los espectros de la franja horaria y determinan el devenir de las finanzas globalizadas. «A medida que la economía global se expande e incorpora nuevos mercados, también organiza la producción de los servicios avanzados requeridos para gestionar las nuevas unidades que se unen al sistema y las condiciones de sus conexiones, siempre cambiantes.» El ejemplo es Madrid, que vio extraordinariamente aumentada la inversión extranjera en los años 1986-1990 después de entrar en la Comunidad Europea en 1986. La ciudad, «profundamente transformada por la saturación del valioso espacio del centro y por un proceso de suburbanización periférica», sufrió los mismos cambios que habían sufrido Londres y Nueva York en la década anterior, cambios que progresivamente irán sufriendo otras ciudades a medida que se incorporan a la red de las finanzas globales.

Convertidas en nodos informacionales, estas ciudades y muchas otras se ven sacudidas por cambios cada vez más veloces a medida que la red se readapta. Por ejemplo: a principios de los 90, Madrid, París o Londres entraron en recesión tras la caída del precio de sus valores inmobiliarios mientras, por ejemplo, Taipei, Bangkok o Shangai estaban al alza; pero la crisis económica de las ciudades asiáticas (en parte por la explosión de la burbuja de sus mercados inmobiliarios) provocó otra oleada de cambios. En esta dinámica, las ciudades conectadas a la red están cada vez más desgajadas de sus regiones; no necesitan tanto incorporar trabajadores y proveedores como «tener capacidad de acceso a ellos cuando convenga».

La era de la información está marcando el comienzo de una nueva forma urbana, la ciudad informacional. No obstante, al igual que la ciudad industrial no fue una réplica mundial de Manchester, la ciudad informacional emergente no copiará a Silicon Valley, y mucho menos a Los Ángeles. (…) Sostengo que, debido a la naturaleza de la nueva sociedad, basada en el conocimiento, organizada en tomo a redes y compuesta en parte por flujos, la ciudad informacional no es una forma, sino un proceso, caracterizado por el dominio estructural del espacio de los flujos. Antes de desarrollar esta idea, creo que es necesario introducir la diversidad de las formas urbanas que surgen en el nuevo periodo histórico para refutar una visión tecnológica primitiva que contempla el mundo a través de las lentes simplificadas de las autovías interminables y las redes de fibra óptica. (p. 476)

La primera imagen urbana que surge en la mente es la extensión «homogénea e infinita» de Los Ángeles (aunque City of Quartz, de Mike Davis, ya revela las contradicciones inherentes al modelo), como adalid del desmán suburbano americano. Una de sus metamorfosis más afortunadas ha sido la edge city de Joel Garreau, una «ciudad borde» que surge a rebufo de una gran capital, situada en sus afueras, en general cerca de aeropuertos y autopistas (para aprovechar la conectividad que ofrece el gran nodo financiero) y formada casi en su totalidad por una (o más) gran empresa y multitud de trabajadores en casas unifamiliares y que Castells denomina, con mucho acierto, «constelaciones exurbanas». Aunque las edge city son, en gran medida, resultado de la dinámica de Estados Unidos y un gran problema social y medioambiental que algún día el país deberá resolver.

«El encanto evanescente de las ciudades europeas» es el título que escoge Castells para su epígrafe sobre las mismas. Focalizadas alrededor de sus centros de negocios, que son la conexión con la red informacional, las élites gestoras europeas no suelen abandonar la ciudad, sino ocupar sus lugares centrales o barrios específicos en los zonas privilegiadas (salvo el caso de Reino Unido, donde «la nostalgia por la vida de la nobleza en el campo» supone la existencia de suburbios selectos). En los barrios populares se da una pugna entre «los esfuerzos reurbanizadores del comercio» (gentrificación, museificación, flujos turísticos) «y los intentos de invasión de las contraculturas (…) que tratan de reapropiarse el valor de uso de la ciudad».

Pero la nueva forma urbana del espacio de los flujos son las megaciudades, que «se conectan en el exterior con redes globales y segmentos de sus propios países, mientras que están desconectadas en su interior de las poblaciones locales que son funcionalmente innecesarias o perjudiciales socialmente desde el punto de vista dominante. Sostengo que esto es así en Nueva York, pero también en México o Yakarta. Es este rasgo distintivo de estar conectada globalmente y desconectada localmente, tanto física como socialmente, el que hace de las megaciudades una nueva forma urbana» (p. 483).

Las megaciudades son el futuro porque son «los motores reales del desarrollo», porque son centros de innovación cultural y política pero, sobre todo, «porque son los puntos de conexión con las redes globales de todo tipo». Por ello, en un sentido fundamental, «en la evolución y gestión de esas áreas se está jugando el futuro de la humanidad, y del país de cada megaciudad. Son los puntos nodales y los centros de poder de la nueva forma/proceso espacial de la era de la información: el espacio de los flujos.» (p. 488)

El espacio es la expresión de la sociedad. Puesto que nuestras sociedades están sufriendo una transformación estructural, es una hipótesis razonable sugerir que están surgiendo nuevas formas y procesos espaciales. El propósito del presente análisis es identificar la nueva lógica que subyace en esas formas y procesos.

La tarea no es fácil, porque el reconocimiento aparentemente simple de una relación significativa entre sociedad y espacio oculta una complejidad fundamental. Y es así porque el espacio no es un reflejo de la sociedad, sino su expresión. En otras palabras, el espacio no es una fotocopia de la sociedad: es la sociedad misma. […]

He sostenido en los capítulos precedentes que nuestra sociedad está construida en torno a flujos: flujos de capital, flujos de información, flujos de tecnología, flujos de interacción organizativa, flujos de imágenes, sonidos y símbolos. Los flujos no son sólo un elemento de la organización social: son la expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica. Si ése es el caso, el soporte material de los procesos dominantes de nuestras sociedades será el conjunto de elementos que sostengan esos flujos y hagan materialmente posible su articulación en un tiempo simultáneo. Por lo tanto, propongo la idea de que hay una nueva forma espacial característica de las prácticas sociales que dominan y conforman la sociedad red: el espacio de los flujos. El espacio de los flujos es la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos. (p. 488-9)

El espacio de los flujos tiene tres capas de soportes materiales:

  • el soporte material del espacio de los flujos, esto es, un circuito de impulsos electrónicos. Los lugares no existen en la red por sí mismos «ya que las posiciones se definen por los intercambios de los flujos en la red». Los lugares no desaparecen, pero su lógica y su significado quedan absorbidos en la red.
  • la segunda capa son los nodos y ejes. Cada red tiene unos ejes y nodos distintos: el de las ciudades globales o las finanzas, por ejemplo, pero también la red de producción y distribución de estupefacientes que empieza en Bolivia o Perú, pasa a Cali o Medellín en Colombia, después a Miami, Panamá, Islas Caimán o Luxemburgo en tanto que centros financieros y finalmente a centros de distribución como Tijuana, Miami, Ámsterdam o La Coruña.
  • la tercera capa hace referencia a la organización espacial de las elites gestoras dominantes. «El espacio de los flujos no es la única lógica espacial de nuestras sociedades. Sin embargo, es la lógica espacial dominante porque es la lógica espacial de los intereses/funciones dominantes de nuestra sociedad.» Como lo resume más tarde: las élites son cosmopolitas; la gente, local. Las élites son capaces de proyectarse por el mundo en tanto que posición hegemónica de los flujos. Sin embargo, puesto que no quieren (ni pueden) convertirse en flujos, optan por desarrollar un conjunto de reglas y códigos mediante los que identificarse y comprenderse mutuamente. La primera barrera al acceso a su sociedad es la del precio de la propiedad inmobiliaria en sus zonas. Cómprese usted una casa en los Hamptons, vaya. En dichos lugares y mediante ceremonias sociales establecidas (club de golf, restaurantes exclusivos) es donde las élites se reúnen para gestionar los procesos de los flujos. Estas «jerarquías socioespaciales simbólicas» se van filtrando a niveles de poder directamente inferiores que también tratan de aislarse de la sociedad, «en una sucesión de procesos de segregación jerárquicos» cuyo límite son las gated communities o urbanizaciones amuralladas de acceso exclusivo. Las élites también forman unas redes espaciales relativamente aisladas «a lo largo de las líneas de unión del espacio de los flujos»: hoteles intercontinentales de similar decoración, espacios VIPs en aeropuertos, incluso prácticas similares de vida y gastronomía.

¿Y qué arquitectura surge en el espacio de los flujos? Una que «opaca la relación significativa entre la arquitectura y la sociedad.» Una arquitectura postmoderna, «que declara el fin de todos los sistemas de significado». Una arquitectura de la desnudez de formas tan neutras, tan puras, tan diáfanas, que no pretenden decir nada. De forma similar a los pisos de Airbnb, que caen en una homogeneización de tonos grises claros, madera, algunas plantas, tal vez un cuadro motivador con palabras como soñar o invitaciones a vivir el día, los espacios de los flujos son neutros. Se forma así una distinción entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. ¿Ejemplo de espacio de los flujos para Castells? El aeropuerto de Barcelona diseñado por Bofill: limpio, diáfano, sin nada a lo que aferrarse. ¿Ejemplo del espacio de los lugares? El barrio de Belleville, donde coexisten todo tipo de etnias e intereses y que en la descripción del autor podría ser equivalente al Greenwich de Jane Jacobs.

La gente sigue viviendo en lugares; los flujos, el modo en que están organizados el poder y la función, lo que hacen es alterar de forma significativa el significado de estos lugares al incorporarlos (o expulsarlos) de sus redes. «La consecuencia es una esquizofrenia estructural entre dos lógicas espaciales que amenaza con romper los canales de comunicación de la sociedad.»

Del mismo modo que el espacio de los flujos es la forma dominante en la era informacional, y no substituye la existencia de los lugares, la «forma emergente dominante» del tiempo social en la red es el tiempo atemporal. Haciendo un recorrido por todos los temas tratados en el libro y la relación que tienen con el tiempo, como por ejemplo la reducción de la duración de la vida laboral, a la que accedemos cada vez a una edad más avanzada y de la que somos expulsados antes, o a la disociación actual entre el tiempo biológico marcado por el paso del sol y el tiempo en el que habitamos, entregado a la flexibilidad y el cambio, llevan a la aniquilación del ritmo del tiempo que habíamos vivido hasta ahora.

El ejemplo de la guerra es muy adecuado: en las sociedades occidentales, tras la Primera y Segunda Guerra Mundiales, la guerra se ha ido convirtiendo en algo que la población rechaza vivir. [Interesante la reflexión sobre cómo han cambiado las generaciones de hombres y, por lo tanto, de familias, al dejar de pesar sobre ellos el fantasma de que en algún momento tal vez deberían enfrentarse a una situación tan deshumanizadora de tener que ofrecer su vida o quitar la de otros, pero se nos escapa del tema.] Ha pasado de ser un enfrentamiento largo y costoso a ser un ejercicio «limpio» donde unos drones atacan los objetivos de forma selectiva y terminan el conflicto casi antes de que empiece.

Sin embargo, la guerra no ha terminado, ni mucho menos. Gran cantidad de conflictos se han ido desarrollando durante la segunda mitad del siglo XX por países no dominantes, a menudo guerras sangrientas que han durado años. Algunas de ellas, sin embargo, han encontrado un fin abrupto cuando confluían con los intereses de los países dominantes. Castells usa este hecho para reflexionar sobre los diversos tipos de tiempos que existen: como los flujos, no espaciales sino relacionales, llegan a un lugar y al conectarlo a la red le cambian la significación, el tiempo atemporal de la red puede llegar a un conflicto y cambiar su velocidad, su duración, su temporalidad.

Por otra parte, la mezcla de tiempos en los medios, dentro del mismo canal de comunicación ya elección del espectador/interactor, crea un collage temporal, donde no sólo se mezclan los géneros, sino que sus tiempos se hacen sincrónicos en un horizonte plano, sin principio, sin final, sin secuencia. (p. 540)

Es una cultura, al mismo tiempo, de lo eterno y lo efímero; «yo y el universo, el yo y la red». Dos tiempos opuestos entendidos como «el impacto de intereses sociales opuestos sobre la secuenciación de los fenómenos».

Entre las temporalidades sometidas y la naturaleza evolutiva, la sociedad red se yergue en la orilla de la eternidad.

La sociedad red, de Manuel Castells

La era de la información, del sociólogo Manuel Castells, es una trilogía formada por los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de Milenio (1998), concebidos como un único y extenso estudio, aunque revisadas luego en el año 2000 para actualizarla e incluir parte de la gran cantidad de seminarios y comentarios que la obra suscitó. No es para menos: en ella, Castells proclama la llegada de un nuevo paradigma social y económico: la llegada de la era de la información, un cambio tan relevante para la sociedad como lo fue la llegada de la sociedad industrial.

Castells, del que hablamos en el apartado de la sociología urbana marxista de los años 60 a propósito de la obra de Francisco Javier Ullán de la Rosa, nació en España pero se fue pronto a vivir a Francia. Allí tuvo como profesor, entre otros, a Lefebvre (del que seguimos con la lectura de La producción del espacio, primera entrada, segunda entrada) y vivió el Mayo del 68, aunque no participó en él. En cuanto se convirtió en sociólogo urbano criticó la sobreexistencia de la ideología en la disciplina (La cuestión urbana es un estudio que trata de dejar claro que en las ciudades no se dan elementos sistémicos esencialmente distintos a los que se pueden dar en otros entornos, por lo que hubo que desarrollar una nueva teoría para explicar su importancia; según Castells, si la ciudad es importante es, sobre todo, por el consumo que se lleva a cabo en ella por parte de la clase trabajadora y por la relación que establece la fuerza de trabajo con los valores productivos; es decir, la ciudad entendida como un «nodo»).

A partir del estudio del consumo y dejando algo apartado el marxismo, Castells llegó a la economía y el papel de las nuevas tecnologías. Introdujo el concepto de espacio de los flujos en 1989 (del que hablaremos en este libro) y durante la década de los 90 se dedicó a escribir esta monumental trilogía, que le llevó 12 años. Sin más, pasamos a ella.

Permítannos acabar la presentación diciendo que la lectura de Castells es una delicia. Es un estudioso analítico, empírico, extraordinariamente bien estructurado, que presenta claramente los temas y procede hacia ellos con un gran despliegue de datos.

Este libro estudia el surgimiento de una nueva estructura social, manifestada bajo distintas formas, según la diversidad de culturas e instituciones de todo el planeta. Esta nueva estructura social está asociada con la aparición de un nuevo modo de desarrollo, el informacionalismo, definido históricamente por la reestructuración del modo capitalista de producción hacia finales del siglo XX. (p. 44)

Las sociedades, sigue Castells en el prólogo, están organizadas en torno a procesos humanos estructurados por relaciones de producción, experiencia y poder:

  • producción: la acción de la humanidad sobre la materia (naturaleza) en su propio beneficio para convertirla en un producto, el consumo de parte de este producto y la acumulación del excedente para la inversión;
  • experiencia: «la acción de los sujetos humanos sobre sí mismos, determinada por la interacción de sus identidades biológicas y culturales y en relación con su entorno social y natural. Se construye en torno a la búsqueda infinita de la satisfacción de las necesidades y los deseos humanos;
  • poder: la relación entre los sujetos humanos sobre esta base de producción y experiencia y la imposición de unos sujetos sobre otros mediante la violencia o la amenaza de dicha violencia; «las instituciones de la sociedad se han erigido para reforzar las relaciones de poder existentes en cada periodo histórico, incluidos los controles, límites y contratos sociales logrados en las luchas por el poder».

Las redes tejidas entre estos tres conceptos dan lugar a los tres volúmenes de la trilogía: economía, sociedad y cultura, aunque, por supuesto, no se trata de conceptos autónomos y están profundamente imbricados.

En el modo de producción industrial, la principal fuente de productividad es la introducción de nuevas fuentes de energía y la capacidad de descentralizar su uso durante la producción y los procesos de circulación. En el nuevo modo de desarrollo informacional, la fuente de la productividad estriba en la tecnología de la generación del conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos.(p. 47)

El modelo keynesiano que originó una gran prosperidad económica tras la Segunda Guerra Mundial alcanzó su cenit a comienzos de los 70 y «su crisis se manifestó en forma de una inflación galopante». Dicha crisis provocó que los gobiernos y las empresas reestructurasen el sistema poniendo énfasis en «la desregulación, la privatización y el desmantelamiento del contrato social entre el capital y la mano de obra», lo que se conocía como el Estado del bienestar. Establecieron una serie de reformas que Castells resume en cuatro metas principales:

  • profundizar en la obtención de beneficios;
  • intensificar la productividad del trabajo y el capital;
  • globalizar la producción, circulación y los mercados;
  • conseguir que los estados se convirtiesen en aliados en esta búsqueda del beneficio, «a menudo en detrimento de la protección social y el interés público».

Estas metas sólo eran posibles porque se había desarrollado unas nuevas tecnologías que permitían el uso y transporte de la información por cauces casi instantáneos a lo largo del planeta, por lo que Castells habla de «sociedad informacional». Aquí hace una distinción entre sociedad de la información y sociedad informacional, del mismo modo que se puede hablar de sociedad de la industria y sociedad industrial: «una sociedad industrial no es sólo una sociedad en la que hay industria, sino aquella en la que las formas sociales y tecnológicas de la organización industrial impregnan todas las esferas de la actividad, comenzando con las dominantes (…) y alcanzando los objetos y hábitos de la vida cotidiana». Del mismo modo, la sociedad informacional es aquella donde la información ha alcanzado y modificado todos los ámbitos de la vida; la forma como ustedes leen esta entrada, por ejemplo en el ordenador de su domicilio, en su smartphone

Una duda que se nos suscita al respecto de las palabras de Castells: ¿es la sociedad informacional el siguiente paso lógico en la sociedad industrial -o postindustrial-, o es uno de los muchos caminos que podía haber tomado? Veremos en breve que Castells sitúa el origen de la globalización en el modo de trabajo que se daba a cabo en un pequeño lugar de California que acabaría siendo conocido como Silicon Valley. ¿Qué otros caminos podría haber llevado a cabo el capitalismo para volverse global?

Sin más, entramos en el primer capítulo: La revolución de la tecnología de la información. El primer punto necesario es explicar por qué se trata de una revolución, conclusión a la que llega tras comparar sus efectos en el día a día con los de la revolución industrial, «que se extendió a la mayor parte del globo durante los dos siglos posteriores», aunque con una expansión muy selectiva. En cambio, las nuevas tecnologías de la información se han expandido por el globo en apenas dos décadas, de 1970 a 1990.

El siguiente apartado es un resumen muy, muy recomendable sobre cómo se desarrollaron internet y otras tecnologías. Se escapa del tema del blog, aunque permítannos unos apuntes sobre la importancia que tuvo la contracultura americana y la primera cultura hacker en desarrollar la base de la actual internet. Como ya saben, Arpanet fue un desarrollo militar para conseguir una forma de comunicación en tiempo real entre distintas bases militares; pero el módem, por ejemplo, fue un desarrollo tecnológico de esta primera contracultura informática. La información pasó a estar indexada en función de su contenido, no de su localización, y luego se desarrolló el «hipertexto», estableciendo vínculos horizontales de información. Toda la información estaba jerarquizada de modo horizontal, no jerárquico; por ello se habla de red, y no de otro tipo de estructuras.

Una anécdota que cita Castells es la llegada de William Shockley a Palo Alto en 1955. Inventor del transistor, Shockley trató de levantar una empresa con ocho brillantes ingenieros de Bell Labs. La cosa no funcionó (se ve que Shockley era un hombre difícil de tratar) pero estos ingenieros fundaron la empresa Fairchild Semiconductors, donde en dos años inventaron el proceso planar y el circuito integrado y, al comprobar la potencialidad de dichas tecnologías, cada uno de ellos fundó su propia empresa. Así, Castells pone de manifiesto cómo la tecnología disruptiva que permitió que la información y la comunicación se extendiesen globalmente provino de núcleos muy pequeños pero con grandísimo poder de penetración. «Fue esta transferencia de tecnología de Shockley a Fairchild y luego a una red de empresas escindidas lo que constituyó la fuente inicial de innovación sobre la que se levantó Silicon Valley y la revolución de la microelectrónica.»

Pero un punto clave de este estilo no se crea de la nada: «requiere (…) la concentración espacial de centros de investigación, instituciones de investigación superior, compañía de tecnología avanzadas, una red de proveedores auxiliares de bienes y servicios y redes empresariales de capital riesgo para financiar las empresas recién constituidas». Una vez que un entorno así se ha generado, sin embargo, lo habitual es que desarrolle sus propias dinámicas y atraiga lo que necesita para seguir expandiéndose. Castells y Peter Hall (Ciudades del mañana) se lanzaron en 1988 a un viaje por el mundo para analizar los principales centros tecnológicos del planeta.

«Nuestro descubrimiento más sorprendente es que las viejas grandes áreas metropolitanas del mundo industrializado son los principales centros de innovación y producción en tecnología de la información fuera de los Estados Unidos.» El caso de Estados Unidos es distinto debido por un lado al «relativo retraso tecnológico de las viejas metrópolis», el «espíritu de frontera» y su «huida interminable de las contradicciones de las ciudades construidas y las sociedades constituidas».

La fuerza cultural y empresarial de las metrópolis (viejas o nuevas; después de todo, la zona de la Bahía de San Francisco es una metrópoli de más de seis millones de habitantes) las convierte en el entorno privilegiado de esta nueva revolución tecnológica, que en realidad desmiente la noción de que la innovación carece de lugar geográfico en la era de la información. (p. 100)

Sin estos empresarios innovadores (los que estuvieron en el origen de Silicon Valley, por ejemplo), «la revolución de la tecnología de la información habría tenido características muy diferentes y no es probable que hubiera evolucionado hacia el tipo de herramientas tecnológicas descentralizadas y flexibles» que existen hoy en día, con lo que aquí Castells ya nos ofrece una respuesta a la pregunta que planteábamos más arriba. «La innovación tecnológica se ha dirigido esencialmente al mercado», y los innovadores, los que consiguen cierto éxito, buscan establecer su empresa, a ser posible en Estados Unidos, lo que a su vez genera un efecto de atracción ya que «las mentes creadoras, llevadas por la pasión y la codicia, escudriñan constantemente la industria en busca de nichos de mercado en productos y procesos» (p. 102). Dicho de otro modo, este modelo tecnológico se da en un entorno muy concreto.

Acabamos el capítulo con los cinco paradigmas de la tecnología de la información, «que constituyen la base material de la sociedad red»:

  • la materia prima es la información: son tecnologías para actuar sobre la información, no sólo información para actuar sobre la tecnología;
  • su capacidad de penetración: puesto que la información es parte integral de toda actividad humana, todos los procesos individuales y colectivos quedan moldeados (no determinados) por el nuevo medio tecnológico;
  • la lógica de interconexión es la red: en primer lugar, porque es la menos estructurada de las estructuras y la que mantiene mayor flexibilidad, «ya que lo no estructurado es la fuerza impulsora de la innovación en la actividad humana»; y en segundo lugar, porque su crecimiento se vuelve exponencial, mientras que los costes de mantenimiento crecen de forma lineal;
  • el paradigma de la teoría de la información se basa en la flexibilidad; aunque Castells lo enuncia sin juicios de valor, «porque la flexibilidad puede ser una fuerza liberadora, pero también una tendencia represora si quienes reescriben las leyes son siempre los mismos poderes»;
  • y su quinta característica, la convergencia creciente de tecnologías específicas en un sistema altamente integrado.

En suma, el paradigma de la tecnología de la información no evoluciona hacia su cierre como sistema, sino hacia su apertura como una red multifacética. Es poderoso e imponente en su materialidad, pero adaptable y abierto en su desarrollo histórico. Sus cualidades decisivas son su carácter integrador, la complejidad y la interconexión. (p. 109)

Sociología Urbana 05: el posmodernismo en la sociología

Es importante no confundir sociedad posmoderna con paradigma posmoderno. Con el primer término nos referimos al momento presente de la historia, marcado por una nueva fase del capitalismo: la posfordista, posindustrial o informacional, dependiendo de qué aspectos se quieran resaltar. Con el segundo, a un proyecto epistemológico, ético y estético que coexiste con otros. (p. 247 )

Con esta quinta entrada terminamos el libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada la dedicamos a los precursores de la disciplina, la segunda a la Escuela de Chicago, la tercera al urbanismo y sus efectos en las ciudades, como la creación de suburbia o los grands ensembles, la cuarta a la sociología francesa marxista de Lefebvre y Castells, sobre todo, y esta quina a los efectos que la llegada del paradigma posmoderno a la sociología.

La sociedad posmoderna se ha descrito como posfordista, posindustrial o informacional. El posfordismo surge cuando se abandona el deseo de la sociedad moderna de uniformizar a sus ciudadanos a través del mercado y surge una sociedad posmoderna que adapta la producción a una sociedad más diversa. La industria busca formas más flexibles de organizar el trabajo para adaptarse a estos consumidores mutables y fraccionados, abandonando los principios tayloristas. El término capitalismo posindustrial (acuñado por Daniel Bell) hace referencia a este proceso pero desde otro punto de vista: el trasvase de la fuerza de trabajo de la industria al sector servicios y la llegada del capital a unos sectores inmateriales: ocio, arte, servicios personales… En esta fase del capitalismo, todo se ha mercantilizado: vivienda, educación, industria… Y, cuando ya no quedó nada material por mercantilizar, se pasó a vender estilos de vida asociados a productos. La ciudad no fue ajena a este proceso, con el city branding y el city marketing, que quieren convertir a la ciudad en una vivencia, una experiencia llena de glamour donde compiten todas contra todas. Finalmente, el capitalismo informacional, acuñado por Luke y White en 1987 pero popularizado por Castells, designa una fase del capitalismo en que el factor productivo más determinante habría dejado de ser el control de los medios de producción para pasar a ser el del conocimiento. Es la transmisión instantánea de ingentes cantidades de datos lo que ha permitido las formas de producción flexibles, deslocalizadas, la emergencia de las multinacionales y la globalización.

El paradigma posmoderno, en cambio, es una forma de aprehender el mundo que se define como reacción al moderno y que busca eliminar su pretensión racionalista y su hybris prometeica. El hombre no es sólo razón, sino emoción, creación, imaginación, locura. El conocimiento absoluto es imposible pues la realidad siempre se presenta mediada por nuestras emociones y percepciones, que son el resultado de unas categorías culturales concretas y de unos mecanismos cognitivos limitados” (p. 249) El gran golpe fue contra el propio lenguaje, considerado hasta entonces una herramienta que mediaba entre la realidad y el sujeto y que pasó a verse como una forma de creación de la realidad, no como un ente ajeno. “Así, a la obsesión de la modernidad por la homogeneidad, la unidad, la autoridad y el absolutismo/certidumbre, el posmodernismo opone los principios de diferencia, pluralidad, contextualidad y relativismo/escepticismo (Turner, 1990).”

Cualquier tipo de conocimiento está construido por ideologías y estructuras categoriales que son un producto histórico y cultural en sí mismo. (…) El pensamiento posmoderno identificará en las instituciones de poder la principal fuente de los discursos ideológicos absolutistas. Los discursos son creados por el poder como mecanismos de control: el poder, para minimizar sus costos, coloniza las mentes de los individuos vía proceso de socialización para que estos se conformen voluntaria, y felizmente, a sus reglas, a su disciplina. (p. 250)

Como consecuencia, por ejemplo, la lucha por el poder no puede perseguir la toma del poder en sí mismo, pues llevaría a la creación de nuevos discursos impuestos sobre la sociedad, sino a una disolución y liberación de esos mecanismos de control. Por ello los movimientos posmodernos se alejan del marxismo de la época pero también de las democracias burguesas y buscan soluciones en terrenos más cercanos al anarquismo: democracias participativas, asamblearias, horizontales, o abanderan la lucha contra los mecanismos de poder alentando una cultura del relativismo, la tolerancia y la diversidad cultural.

La crítica a la pretensión totalizadora de la razón ya se encuentra en el protoexistencialismo del XIX (Kierkegard, Schopenhaure, Nietzche), luego en la verstehen (Dilthey, Weber), el pragmatismo norteamericano que también influyó en la Escuela de Chicago (Herbert Mead, Dewey, James), el interaccionismo simbólico, la fenomenología de Husserl. La Escuela de Frankfurt son los primeros en acusar a la ciencia de ser una ideología más y realizan la separación entre las ciencias naturales y las sociales, cada vez más “científicas” en ese momento, sin comprender que los fenómenos sociales son reflexivos, están modificados por las ideas de los observadores.

El primer gran nombre del paragidma posmoderno es Marcuse, que en Eros y civilización (1955) denuncia la represión de los instintos del modelo capitalista y en El hombre  unidimensional (1964) cómo las sociedades avanzadas han creado falsas necesidades en los individuos que se constituyen como mecanismos de control social. Marcuse establecerá una relación entre las predicciones de Marx sobre el triunfo del capitalismo y la utopía blanca y consumista del suburb americano.

Por su lado, Gafinkel propuso nuevas formas de estudio metodológicas al candor del posmodernismo, pues la etnografía ya no tenía mucho sentido. Sin entrar en detalle, Garfinkel “retoma de nuevo la idea de que los textos no tienen una lectura única que relega todas las demás al estadio de erróneas”.

A partir de estas bases, la filosofía posmoderna explotó, especialmente en Francia. Roland Barthes con su Mitologías y La muerte del autor, donde dejaba claro que la intención del autor no tenía ningún valor específico sobre el texto, dotado de significado (significados, interpretaciones) por sí mismo. Foucalt, el autor central del movimiento, el gran descubridor de las formas de poder: la prisión, la psiquiatría, la sexualidad. Desarrolló la idea del panóptico de Bentham del siglo XVIII asociándola a la ciudad capitalista y cómo extendía sus redes de control y la relación espacio construido – sociedad, relación que otros autores retomarán para, por ejemplo, analizar el control social en los suburbs. Derrida, que generó el concepto de deconstrucción para demostrar que “todo texto, y por extensión todo constructo cultural, contiene en su interior una pluralidad de significados y, por tanto, más de una interpretación” (p. 255). Deleuze y Guattari, donde afirman que el deseo no se reprime en el capitalismo, sino que es usado precisamente por el poder como forma de control mediante el aumento de la libido: un ejemplo que nos viene fácilmente a la mente, la satisfacción que se obtiene en las redes sociales con un like o un comentario baladí sobre cualquier contenido publicado. “El deseo puede liberar o puede ser una herramienta de represión pues el sistema funciona no únicamente produciendo cosas o instituciones sino produciendo deseos.” Lyotard, con La condición posmoderna, casi un manifiesto del paradigma, donde analiza las metanarrativas, los discursos que el pensamiento moderno generó sobre el conocimiento y el mundo. Finalmente, Baudrillard, gran admirado en este blog, que analizó las formas de transmisión y reproducción de significados en la economía capitalista: “la relación entre significado y significante, que antes era muy estrecha, se ha roto, los significantes se han independizado de los significados. Vivimos en una sociedad de signos descontextualizados, que han perdido toda referencia a conceptos concretos, toda funcionalidad, excepto la estética o lúdica. ” Simmel ya adelantó que el exceso de estímulos conducía a la apatía; en las sociedades posmodernas, saturadas, se da la dificultad añadida de distinguir entre realidad y ficción, amabas reducidas a un paquete mediático. “En un mundo donde la percepción de la realidad está mediada por estos formatos lo que importa ya no es ser algo sino parecerlo.”

Toda esta construcción (o demolición) del paradigma posmoderno tuvo repercusiones en los movimientos sociales del momento. Sus antecedentes fueron la Beat Generation, nacida al calor de los estudios sobre los hobos de la Escuela de Chicago, y luego el movimiento hippie. También la Internacional Situacionista, de Debord, más centrado en la vida urbana y que proclama la liberación de la lógica mercantilista del espectáculo. El movimiento hippie fue evolucionando hasta convertirse en un movimiento contracultural que atacaba la cultura capitalista del momento: vuelta hacia los orígenes, el campo, la comunidad, la Gemeinschaft. A partir de ahí, otros movimientos alternativos fueron cobrando fuerza, como la eclosión (completamente urbana) de los homosexuales en distintos barrios de las ciudades (Castro en San Francisco, Greenwich Village en Nueva York, donde hubo la redada en Stonewall que dio lugar al nacimiento del Día del Orgullo Gay). El posmodernismo pretendía barrerlo todo, pero tuvo que llegar a un acuerdo de mínimos con la sociedad, que no podía caer en la anarquía: y lo hizo mediante la vía de “la libertad sexual, la autoafirmación persoanl, la tolerancia a las drogas, el pacifismo, la exaltación de la diferencia cultural, la igualdad de género y orientación sexual, la sensibilidad ecológica, el antinacionalismo, el relativismo axiológico” (p. 259, Jameson) pero también nuevos añadidos que no estaban en el paradigma como la veneración de la tecnología, un materialismo individualista hedonista, la erradicación de las fronteras espaciotemporales traída por el capitalismo globalizador, una búsqueda de lo inmediato mediada por un placer “sensorial, no intelectual”. El paradigma posmoderno, además, no erradicó por completo a su némesis modernista: ambos conviven y generan híbridos cada vez más sofisticados.

También en la ciudad tuvo efectos el posmodernismo. Kevin Lynch ya había advertido que la ciudad debía ser un espacio legible para sus ciudadanos; pero el gran grito lo dio Jane Jacobs con Muerte y vida de las ciudades americanas, donde atacó la línea de flotación del urbanismo racionalista, encarnado en la gran bestia del urbanismo racionalista de Nueva York, Robert Moses, que se dedicaba alegremente a derruir barrios enteros para dar lugar a grandes autopistas y construcciones faraónicas. Jacobs defendía el barrio tradicional, el de las redes y la comunidad, el de los ojos de los vecinos vigilando y el “ballet de las aceras”. También a raíz del posmodernismo surgieron otros movimientos urbanos y arquitectónicos, Ullán de la Rosa destaca el movimiento de los Provos y los Kabouters en Holanda, también el Aprendiendo de Las Vegas de Venturi, Brown e Izenour o el Delirio de Nueva York de Koolhas.

La zonificación del racionalismo fue quedando abandonada: los zonas periféricas se fueron dotando de servicios, se impulsó el transporte público que relacionaba las periferias con el centro, las zonas históricas de la ciudad se pusieron de moda, tanto las nobles como las populares (antiguas fábricas abandonadas, solares pendientes de uso…), dotadas de un halo neorromántico y neopopulista que fue poblando los centros y adecuándolos a una nueva horda de turistas consumistas ávidos de productos y experiencias. Si La carta de Atenas (1933) colocaba el sueño de la zonificación en lo alto y estaba dispuesta a sacrificar cuanto hiciese falta en la ciudad, La carta de Venecia (1964) defendía que todos los edificios transmiten un mensaje y la conservación de algunos de ellos es un imperativo moral de la civilización, una obligación con el pasado y las futuras generaciones.

¿Cómo afectó todo lo anterior a la sociología urbana? El gran logro de la crítica posmoderna fue su insistencia en la complejidad de los procesos y la necesidad de una visión multidisciplinar para tratar de aprehenderlos, una búsqueda de una nueva objetividad a partir de muchas fuentes. Los autores marxistas revisitaron sus doctrinas a la luz del nuevo paradigma para concluir la tarea de explicar la ciudad del posmodernismo tardío. Ullán de la Rosa habla de Zukin, del Harvey de La condición de la posmodernidad (1989), donde acababa alertando de que la posmodernidad “no es otra cosa que el tránsito de un régimen de acumulación a otro, dentro del seno del modo de producción capitalista. De la acumulación <<rígida>> del modo industrial a la acumulación flexible en la cual cumplen un papel protagonista lo que él llama, parafraseando a Debord, la <<acumulación de espectáculos>>” (p. 279).

Pero el gran nombre es, de nuevo, Manuel Castells con su trilogía La era de la información (1995), donde elabora un nuevo concepto del espacio: al espacio físico analizado hasta entonces se le superpone el nuevo espacio virtual de los flujos y las redes, creado por el intercambio de información, personas, bienes y servicios.

La sociedad red, nos dice Castells en su trilogía, genera una dicotomía entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. El espacio de los flujos es la forma espacial dominante en la economía política de la sociedad red del capitalismo informacional. Es la organización material (espacial) de las prácticas sociales que funcionan a través de flujos (de capitales, de información de gestión, de imágenes e ideas, tecnología, drogas, modas, miembros de la élite cosmopolita, migrantes…) y está configurado por una combinación de tres soportes materiales: la red de comunicación electrónica; los nodos de la red (donde se ubican funciones y organizaciones estratégicas, es decir, las grandes ciudades) y ejes de transporte, ambos organizados de forma jerárquica; y la organización espacial de las élites gestoras de dichos flujos. Estas élites son cosmopolitas pero no flujos. Lo que significa que tienen que vivir en algún lugar. Esta sociedad red implica así un proceso simultáneo (y no contradictorio) de desterritorialización / reterritorialización. (p. 282)

Estas élites se organizan en comunidades culturales y políticas con fronteras materiales y simbólicas claras y cerradas: en el primer caso, por murallas y gated communities, en el segundo, por su pertenencia a una serie de clubs y lugares exclusivos donde sólo ellos tienen acceso y se lleva a cabo gran parte de la gestión de los flujos. Además, esta élite se reparte por diversas ciudades mundiales (de ahí las ciudades globales de Saskia Sassen)  donde se establecen en zonas homogéneas, desvinculadas del entorno físico en el que están y conectadas a grandes redes de transporte (y de ahí los no lugares de Augé, que son lugares sin identidad antropológica). El resto de la sociedad vive también en lugares físicos, pero, a diferencia de las élites, sus lugares no están vinculados a los lfujos de forma tan clara y siguen siendo locales.

Sassen es otro de los nombres que cita Ullán de la Rosa por el concepto de ciudad global, que son aquellas que cumplen ciertas funciones esenciales en el sistema de flujos:

  • son los centros de mando donde se concentran las grandes multinacionales que ejercen el control de las redes;
  • es donde se concentran todos los servicios que estas multinacionales necesitan: abogados, financieros, publicistas, centros de innovación e investigación, universidades de élite;
  • a menudo, también, las ciudades globales se forman alrededor de las capitales políticas (París, Londre, Tokyo, Ámsterdam), aunque no siempre (Nueva York, Sidney, Frankfurt, Milán, Barcelona…);
  • la alta concentración en estas ciudades permite la existencia de un conjunto muy sofisticado de servicios que las élites reclaman para su día a día.

Al mismo tiempo que las ciudades se vuelven globales y crecen, necesitan cada vez más mano de obra barata para llevar a cabo los servicios de baja cualificación: servicios de limpieza, de gestión menor, niñeras, teleoperadores, que van ocupando la ciudad en zonas cada vez más alejadas de sus centros de trabajo, generando megalópolis enormes con puntos alejados unos de otros.

Ullán de la Rosa cita otros autores: el Debord de La sociedad del espectáculo y su denuncia de cómo el capitalismo se ha metamorfoseado en espectáculos continuados para que el consumo no cese; la semiótica de la ciudad, de la que destaca a Bachelord y Lynch; Richard Sennet, del que hemos leído diversos libros en el blog; finalmente, la Escuela de Los Ángeles, que engloba a Mike Davies y Edward Soja, autores que tomaron la ciudad de California como el ejemplo posmoderno. Los Ángeles es una extensión brutal de territorio donde el vehículo es absolutamente necesario para todo y coexisten todas las formas posibles de urbanización presentes en el posmodernismo: gated communities donde los ricos se encierran y viven una vida alternativa a la del resto de la población, barrios completamente degradados y abandonados en el centro, oleadas de migración periódicas que van conformando núcleos de poder o “heterópolis”, parques temáticos como Disneyland, suburbios por doquier, malls panópticos… Gran parte de estos procesos se recogen en Ciudad de cuarzo (1990), de Mike Davis, quien también denunció, en Planeta de ciudades miseria (2006), los efectos de la desterritorialización y la aparición de chabolas en las afueras de las megalópolis alrededor del mundo. Edward Soja, por su parte, desarrolló el concpeto de thirdspace para referirse a unos espacios que son al mismo tiempo reales e imaginarios, a raíz de la teoría del simulacro de Baudrillard, y después escribió Postmetrópolis, donde analizada las seis grandes formas que adoptaba la nueva ciudad posmoderna, posfordista, poscapitalista.

Otra forma de abordar la sociología posmoderna es a través de los temas de estudio que escoge. Citando sólo unos pocos:

  • “Vivimos en un espacio dividido, una especie de puzzle. Algunos van más allá de la imagen de fragmentación para invocar la más radical (y sofisticada) de fractalización (Bassand, 2001)”;
  • la ciudad como simulacro y objeto de consumo, a través de la disneyficación (Zukin, Roost, Bryman, también el maravilloso Variaciones sobre un parque temático);
  • la ciudad fortaleza o la ciudad panóptico (Davis, Judd, Harris);
  • la gentrificación (Smith y Williams, Neil Smith, First We Take Manhattan);
  • el papel de los géneros en las formas urbanizadas (Hayden);
  • NIMBY (‘Not In My Backyard’);
  • el concepto de gobernanza (Manuel Castells y Jordi Borja, sobre todo).

El siguiente capítulo del libro está dedicado al futuro de la sociología urbana; lo dejamos para una entrada posterior, donde analizaremos el conjunto del libro y también la introducción.

Ciudad hojaldre (III): la visión organicista de la ciudad; Tokio

Y vamos con la tercera parte del estudio de Carlos García Vázquez Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI. Ya hemos visto la visión culturalista de la ciudad y la visión sociológica; vamos ahora con la visión organicista.

La visión organicista parte de un punto de partida, paradójicamente, opuesto a la ciudad: Thoreau, Ralph W. Emerson, más tarde Frank Lloyd Wright y Hans Schauron. Actualmente, sin embargo, esta visión, más que opuesta a la ciudad, busca nuevas formas de abordar su estudio.

La ciudad como naturaleza busca las formas surgidas de la, valga la redundancia, naturaleza, para entender la ciudad. Tras estudios como Complejidad y contradicción en arquitectura de Robert Venturi y Ciudad collage de Colin Rowe y Fred Koetter, que avanzaron en la búsqueda de fomras complejas de pensamiento, la respuesta llegó con el caos. Pero no un caos total, anárquico, que no tenía mucho sentido en la ciudad: «los teóricos de la visión organicista reorientaron sus investigaciones hacia las estructuras de orden relativo que subyacen tras situaciones de caos aparente, estructures débiles, flexibles y cambiantes que, probablemente, también están ocultas tras el magma urbano y garantizan su funcionamiento» (p. 123). El sintagma «magma urbano» nos trae reminiscencias del Delgado de, por ejemplo, Ciudad líquida.

El primer concepto que interesó al urbanismo: el fractal, la idea de cómo una forma compleja en la naturaleza se repetía en todas las dimensiones. Albert Pope, profesor de la Rice University de Houston, usó otros dos conceptos:

  • el de entropía: «las antiguas dicotomías centro/periferia, ciudad histórica/ciudad nueva, incluso ciudad/naturaleza, habían desaparecido devoradas por un creciente e indiferenciado continuum, donde los elementos urbanos estaban cada vez más mezclados» (p. 123);
  • el de extraño atractor: «Identificaba su existencia en las comunidades cerradas donde se refugiaba la clase media norteamericana, así como en lo que entendía que eran su complemento indisociable, los vacíos urbanos que las rodeaban y aislaban del resto de la ciudad. Ambos actuaban como extraños atractores porque eran las únicas lógicas de organización perceptibles en la espacialidad informe que caracteriza a la ciudad norteamericana. Sin embargo, el carácter de uno y otro era totalmente distinto: mientra que las primeras tendían hacia la total clausura (la máxima organización y la mínima entropía), los segundos lo hacían hacia la total apertura (la mínima organización y la máxima entropía).

Pero tal vez el concepto que más fortuna ha tenido ha sido el de «espacio de los flujos». Siguiendo una frase profética de Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire», Marshall Berman ya destacó cómo en el tardocapitalismo, con su inestabilidad y la velocidad de sus cambios de todo tipo, nada sea permanente; como lo llamará Bauman, «modernidad líquida«. No andaba errado Delgado al abordar la comparación entre líquidos y ciudades en el libro arriba enlazado.

La siguiente capa de la ciudad hojaldre es la ciudad de los cuerpos.

La tendencia funcional de la ciudad tardocapitalista apunta en esta dirección, hacia la mezcla de formas y funciones en una amalgama urbana indiferenciada. Como ejemplo podemos tomar cualquier edificio de un centro urbano del sureste asiático: la planta baja, comercial; las dos siguientes, residenciales; tercera y cuarta, oficinas; y quinta y sexta ocupadas por talles industriales clandestinos. Puerta con puerta, una nave donde se ensamblan componentes electrónicos y, dos manzanas más allá, un bloque de siete plantas que sirve de cementerio.

Ninguna totalidad es perceptible en este cuerpo sin órganos, no hay claras centralidades ni estables superestructuras, pero ello no significa el caos. Como en las agrupaciones de organismos que acabamos de citar, también aquí existen estructuras débiles, parciales e inestables que permiten un funcionamiento complejo. La ciudad de los cuerpos sin órganos está articulada por un frágil armazón cuyos nudos son los «puntos singulares»: aeropuertos, centros comerciales, centros culturales, etc. Deleuze y Guattari utilizan el ejemplo de la cristalografía para explicar su proceder: cuando un germen de cristal es introducido en una materia amorfa e inestable comunica su estructura a una molécula vecina y ésta a su vez a otra, y así sucesivamente hasta que la sustancia cristaliza en una forma estable. (p. 131)

La tercera capa es la ciudad vivida, aquella que se experimenta. Su paradigma histórico: la ciudad islámica, «donde las corrientes de aire, los flujos de agua, el color del territorio, el aroma de las plantas, etc., formaban parte del diseño urbano». Tanto la fenomenología como la psicoanálisis han construido discursos sobre el conocimiento de la ciudad a través del cuerpo vivido, la primera desde los sentidos, la segunda desde el subconsciente.

Benjamin siguió sus pasos con la reconstrucción psicológica de París que inició con sus Pasajes; hasta llegar, otra vez, a Deleuze y Guattari, que califican, de acuerdo con el propio Benjamin, la ciudad como un instrumento de dominio en manos del sistema capitalista. La autoridad se ejerce mediante «máquinas sociales», configuraciones artificiales que descodifican sus flujos naturales para reconducirlos según los intereses del poder. Para oponerse a ellas, ambos filósofos proponen la creación de «máquinas deseantes», «construcciones encargadas de crear líneas de fuga que desaten el deseo y arrasen los códigos que intentan cortarle el paso» (p. 139); una «arquitectura como acontecimiento», que escamotee al poder sus espacios. Ejemplos de ello, según García Vázquez, son el Jüdische Museum de Berlín o el Centro de Convenciones de Columbus «al irrumpir de manera extraña y brutal en los indiferenciados espacios urbanos que los rodean».

02
Jüdisches Museum de Berlín

Como ejemplo de ciudad que aglutine la visión organicista, el autor escoge Tokio. Dado que dicha ciudad es un sueño largamente anhelado en este blog, citamos a continuación algunos de los apuntes que da el autor, sin ahondar en ellos:

  • …los derechos de la propiedad son inalienables, es decir, solares, fincas y edificios tienen prioridad. A las calles no les queda más opción que serpentear por los filamentos que éstos dejan libres.
  • Esta circunstancia da pie a que se identifique frecuentemente a Tokio como el paradigma de la ciudad posmoderna: un organismo cuyo centro es un vacío.
  • …a medida que la entropía aumenta, tendencia general en la ciudad tardocapitalista, los sistemas urbanos van pasando de un estado de organización y diferenciación a otro de caos y similitud.
  • Tokio, por tanto, ha sido borrada del mapa varias veces, a ello se debe su amnesia.
  • …esta sobreexplotación va acompañada por un auténtico «horror al vacío», el convencimiento de que cualquier espacio sin construir es un «desperdicio». La obsesión por rellenar los más pequeños intersticios urbanos es manifiesta en la proliferación de máquinas expendedoras, que se emplazan en cada rendija no edificada.
  • En ese momento, las compañías de ferrocarril (la mayoría de ellas privadas) comenzaron a condicionar la forma de Tokio. Su estrategia consistía en comprar terrenos agrícolas, implantar líneas férreas y edificar conjuntos residenciales junto a las estaciones. En una sociedad en movimiento, donde vivir cerca de un apeadero es crucial, esta táctica tan sólo podía estar abocada al éxito. El fractal estación de ferrocarril se convirtió así en un extraño atractor, una pieza arquitectónica que haría cristalizar en torno a ella un denso y activo tejido urbano.
  • Los extraños atractores que conforman Tokio surgen de la estratética coalición ferrocarril-depatos [ferrocarril-centros comerciales, grosso modo]. Los más poderosos extraños atractores de Tokio se emplazan donde la Yamanote [línea circular que rodea la ciudad] interseca con líneas radiales procedentes de los suburbios.
  • Made in Tokyo: Guide Book, de Junzo Kuroda y Momoyo Kaijima.
  • The Hidden Order. Tokyo Through the Twentieth Century, de Yoshinobu Ashihara.
  • Tokio. A Spatial Anthropology, de Jinnai Hidenobu.

03
Tokio

Numerosas son las cuestiones que separan el pensamiento japonés del occidental. La primera alude al relativismo del primero, heredero del budismo, frente al dualismo del segundo, heredero del cartesianismo. Tal como defiende Ashihara, este último prima lo concreto sobre lo débil, lo racional sobre lo intuitivo, la ciencia sobre la religión, etc. La ciudad tradicional europea, con su radical diferenciación entre urbe y campo, espacio público y espacio privado, demuestra cómo la percepción dualista del mundo opera sobre ella. El budismo, en cambio, rechaza las polaridades: a diferencia del dualismo cristiano del nacer-morir, se basa en un ciclo continuo nacer-morir-renacer; a diferencia del monoteísmo cristiano es capaz de convivir con otras religiones con las que se complemente (como ocurre con el sintoísmo); a diferencia del individualismo occidental apuesta por la fusión sujeto-sociedad. A este relativismo de origen religioso se suman factores climáticos. Frente a los poderosos claroscuros del Mediterráneo, en los que se fraguó el pensamiento occidental, el clima japonés es brumoso y suave.

Ashihara defiende que esta forma de ver el mundo se tradujo a la arquitectura tradicional. La simetría y la perfección formal que obsesionó a los arquitectos europeos jamás preocupó a los nipones. Acostumbrados a un ambiente de sombras donde nada era obvio, donde los objetos eran difusos, aprendieron a apreciar bellezas sutiles que escapaban del pensamiento dualista occidental. Sus casas tendían a fundirse con el exterior y las estancias interiores a ser indefinidas y ambiguas. Lo mismo ocurría con las ciudades: no estaban delimitadas por murallas, por lo que se fusionaban con el campo en contornos inestables. También en el interior la naturaleza seguía estando presente gracias a las zonas agrícolas y los riscos que permanecían inalterados, mientras que edificios y entorno se mezclaban hasta hacer indeslindables el espacio privado y el espacio público.

Este medio urbano es incomprensible para un occidental. Su percepción dual del mundo le inclina por los espacios en blanco y negro perfectamente estructurados y jerarquizados, inclinación que se traduce a la ciudad en la preferencia por los alineamientos de fachadas rígidos y armoniosos, por las vías rectilíneas que enlazan monumentos, por las plazas que enfatizan articulaciones urbanas…; nada de ello existe en Tokio. Las fachadas no aspiran a conformar poderosas visuales, ya que la armonía no interesa; las grandes arterias no enlazan hitos, ya que la claridad de conexión no es una prioridad; y las plazas nunca fueron un elemento urbano propio, ya que las funciones que los occidentales asociaban con ellas -centro de barrio, festividades, etc.- se desarrollaban en las calles. En definitiva, sin calles corredor, sin grandes avenidas, sin plazas representativas, Tokio carece de belleza para un occidental. Y es que la armonía clásica nunca ha formado parte de la agenda de los cuerpos deformes.

La segunda diferencia que separa el pensamiento occidental del pensamiento japonés alude a la obsesión del primero por el todo y la incidencia del segundo en la parte. En pocos ámbitos se manifiesta más claramente este aspecto que en el lenguaje. Y éste, como es sabido, determina la manera de pensar. El alfabeto latino compone palabras mediante sucesiones de letras lineales y unidireccionales; la escritura japonesa, en cambio, consta de signos con significado propio que pueden leerse de arriba-abajo o de izquierda-derecha. Es decir, la lógica secuencial lineal caracteriza a los occidentales, mientras que los japoneses optan por establecer relaciones entre puntos dispersos.

Este hecho se refleja en la forma de concebir las ciudades. Las europeas son un único cosmos, mientras que en las japonesas cada parte es un cosmos en sí mismo. La explicación de este fenómeno vuelve a remitirnos a la historia. El espacio urbano de Edo se fue generando por adición de partes, de barrios que eran cuidadosa y sistemáticamente definidos, ajustados a la topografía y orientados hacia hitos naturales como el Monte Fuji. Posteriormente se conectaban con las zonas adyacentes, aplicando entonces planteamientos altamente flexibles. En Edo, por tanto, las partes fueron pensadas cuidadosamente pero sin preocuparse del todo resultante.

[…] Por último, la tercera diferencia entre las ciudades vividas occidental y japonesa radica en el carácter permanente de la primera frente a la esencia evanescente de la segunda. La cristiana consagración de lo eterno se tradujo en la arquitectura occidental en una apuesta por la permanencia, por lo técnico, por lo masivo. La noción contemporánea de patrimonio, el magnetismo de la edad, ha convertido los monumentos del pasado en inviolables objetos de culto que dominan las ciudades europeas. El budismo, en cambio, nunca apostó por lo permanente, convencido de que la vida no es más que una sucesión de existencias temporales, una continua transmigración donde todo es trasitorio.

Esta forma de entender el mundo trascendió a la arquitectura. En Japón la decadencia de un edificio era observada como algo normal. Contemplada como una morada provisional, cada generación asumía con naturalidad la tarea de reconstruir las vulnerables casas de madera heredadas de sus ancestros. También los templos participaban de este convencimiento, por lo que nunca fueron proyectados como monumentos destinados a perdurar. Tal como defiende Jinnai Hidenobu, profesor en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Hosei, en Edo los edificios religiosos no jugaban el papel simbólico que desempeñaban en las ciudades occidentales. Las torres de las catedrales europeas nunca existieron en Japón, donde los templos eran estructuras horizontales situadas en las afueras de la ciudad, que iban desplazándose hacia el exterior a medida que ésta crecía.

…los edificios son reemplazados cada pocas décadas, un hecho del que no se libran ni las obras de los grandes maestros, como el caso del Hotel Imperial de Frank Lloyd Wright, que fue construido en 1923 y demolido en 1967. Ello convierte a Tokio en una ciudad mucho más proclive a los acontecimientos urbanos que a los monumentos. Y si nada permanece y todo se transmuta, ¿a qué puede aspirar Tokio si no es a ser puro flujo?

«A medida que se acerca el siglo XXI entramos en una época democrática donde las planificaciones totalitarias basadas en conceptualizaciones que se orientan hacia el todo serán cada vez más inapropiadas para las necesidades del desarrollo urbano. Aunque pueda parecer problemática, la aproximación parcial, orientada hacia los gustos individuales y los propósitos particulares, debe tener su lugar. Entramos en una etapa donde demandan prioridad la satisfacción individual y los gustos personales. La gente ya no desea someterse dócilmente a los intereses predominantes del todo, sino que reafirman su demanda de atención a las partes. Este cambio de valores está ya afectando a la vida económica y política, y en breve también afectará al desarrollo de las ciudades. Las cualidades de una ciudad como Tokio […] serán finalmente apreciadas en esta época.» [Ashihara, op. cit.]

El tardocapitalismo ha convertido la flexibilidad en un valor universal. Las últimas décadas han demostrado que su dinámica daña los delicados entornos urbanos europeos, sus patrones compositivos, su cohesión visual, etc. La maleabilidad de Tokio, sin embargo, le ha permitido encajar sin traumas los cambios inducidos por las sucesivas reestructuraciones económicas. Como si de un organismo se tratara, sus numerosos centros rebosan vida urbana gracias a que no dejan de renovarse, de auto generarse. La ciudad parece haber firmado un pacto de eterna sintonía con la contemporaneidad. […] Los edificios emblemáticos desaparecen, la memoria de la ciudad se desvanece, pero no se produce abandono ni obsolescencia. Tal como la ha definido Fumihiko Maki, Tokio es una nube en equilibrio inestable, una nube cargada de contemporaneidad. (p. 166)

La condición urbana, de Olivier Mongin

Llegamos al libro La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización, de Olivier Mongin, publicado en francés en el 2005, gracias a las numerosas referencias que de él hacía Lluís Duch en su maravilloso Antropología de la ciudad. Y con razón.

Hoy hay en el mundo 175 ciudades de más de un millón de habitantes; trece de las mayores aglomeraciones del planeta se sitúan en Asia, África o América latina. De las treinta y seis megalópolis anunciadas para el 2015, veintisiete corresponderán a los países menos desarrollados y Tokio será la única ciudad rica que figurará entre las diez mayores urbes del mundo. En semejante contexto, el modelo de la ciudad europea, concebida como una gran aglomeración que reúne e integra, está en vías de fragilización y de marginación. El espacio ciudadano de ayer, independientemente del trabajo de costura que realicen arquitectos y urbanistas, pierde terreno a favor de una metropolización que es un factor de dispersión, de fragmentación y de multipolarización. A lo largo del siglo XX, se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscritas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera de la red de esos flujos y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrarse, a extenderse en mayor o menor grado. (p. 19).

Para analizar las consecuencias que este devenir puede tener sobre las ciudades actuales, Mongin separa en tres significados la expresión condición urbana:

  • el de las ciudades idealizadas (a menudo relacionado con las ciudades europeas) para entender qué es exactamente la condición urbana ideal, la que debería imperar en la ciudad utópica y que, pese a ser ya inalcanzable, nos permita la comprensión de hacia dónde nos deberíamos encaminar;
  • el de la condición urbana actual, la que sobrevive en forma de «economía de archipiélago» y con «ciudades en red»; la división, dispersión, fragmentación; las metrópolis y global cities;
  • aplicar la primera acepción de la condición urbana a la segunda; es decir, qué sobrevive hoy en día, en el formato actual de ciudades, de la condición urbana, entendida como ecosistema político, como posibilidad de democracia o de formación de comunidades.

A cada uno de ellos dedica Mongin una parte del libro.

La primera parte, «La ciudad, un ambiente en tensión», empieza con una dicotomía que Mongin no abandonará durante todo el estudio: la del ingeniero (arquitecto, urbanista) y la del poeta (escritor, flâneur si nos apuran). «Mientras el escritor describe la ciudad desde dentro, el ingeniero y el urbanista la diseñan desde afuera, tomando altura, tomando distancia. El ojo del escritor ve de cerca, el ojo del ingeniero o del urbanista, de lejos. A uno le corresponde el adentro, al otro, el afuera. Y ésta es una división muy extraña, si la experiencia urbana consiste precisamente en establecer una relación entre un adentro y un afuera.» (p. 37). Ésa será una de las constantes de Mongin: la relación entre el afuera y el adentro, incluso a nivel humano, entre el cuerpo y el exterior, de ahí a la relación casa-ciudad, comunidad-ciudad; entre «ciudad objeto» y «ciudad sujeto».

Estas dos visiones, se plantea Mongin, ¿deben ser siempre contradictorias? «Para el primero [el arquitecto], la ciudad es un lugar en el que «debe reinar la ley de lo propio», para el segundo [el escritor] el espacio urbano es un no lugar, es decir, «un cruzamiento de móviles, en suma, un lugar practicado.» La expresión es de Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano (ya le tenemos ganas en este blog) y se refiere a un lugar donde se lleva a cabo la vita activa en oposición a la vita contemplativa. La ciudad es el súmum de la primera, un lugar donde todo puede y, de hecho, suele suceder; en cambio, cuando uno decide retirarse, volverse anacoreta, ermitaño, lo hace a un desierto, a una montaña, a un monasterio. «Por lo tanto, la ciudad no da lugar a una oposición entre el sujeto individual […] y una acción pública organizada; por el contrario, genera una experiencia que entrelaza lo individual y lo colectivo, se pone en escena a sí misma instalando el tablado en las plazas. La condición escénica del panorama urbano teje el vínculo entre un ámbito privado y uno público que nunca estuvieron radicalmente separados. Tal es el sentido, la orientación, de la experiencia urbana: una intrincación de lo privado y lo público que se tejió, a favor de lo público, mucho antes de que un movimiento de privatización -el que marca el deslizamiento de lo urbano a lo posturbano- transformara en profundidad las funciones tradicionales acordadas a lo privado y lo público.» (p. 40).

El segundo capítulo está dedicado al órgano mediante el cual nos relacionamos con la ciudad: el cuerpo, no sólo el físico, sino también la «forma corporal» de la ciudad. París, por ejemplo, nació a partir de una isla, La Cité, precisamente, y su expansión ha sido en forma de islas concéntricas, una tras otra. Londres, en cambio, no tiene un centro, es un conglomerado, una reunión de órganos donde ninguno prima sobre los otros. «En Londres no hay dos orillas como en París, sino que hay un norte y un sur cuya frontera demarca el Támesis. El cuerpo urbano, que es orgánico en París, se vuelve casi mecánico en Londres» (p. 47). Finalmente, el tercer modelo (Mongin ha estado siguiendo al poeta Paul Claudel para estas reflexiones) es la interacción: Nueva York. Llena de intersticios, de intervalos, de itinerarios que relacionan todas las partes de la ciudad; si París es en el medio de y Londres junto a, Nueva York es entre.

Pero, ¿cuáles son los espacios que favorecen esos itinerarios que entrecruzan pasado y presente? O, para decirlo de otro modo, ¿cómo un lugar o una separación entre lugares llegan a ser una ciudad, un recorrido, una imagen mental? Son espacios que, más que una mediación, una relación entre dos términos, constituyen «huecos», separaciones, y producen un efecto de báscula. El cuerpo de la ciudad pone en tensión el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior, lo alto y lo bajo (…), los mundos de lo privado y de lo público. (p. 60).

[…] La forma de la ciudad, su imagen mental, no se corresponde en absoluto con el conjunto que planifican el urbanista y el ingeniero; no es posible decretar sobre un tablero de dibujo, los ritmos que hacen que una ciudad sea más visible o más solidaria. La ciudad existe cuando una cantidad de individuos consiguen crear vínculos provisorios en un espacio singular y se consideran ciudadanos. (p. 64).

El tercer capítulo, la ciudad como puesta en escena, como experiencia vivida, empieza con una cita de Michel de Certeau: «La historia de las prácticas cotidianas comienza a ras del suelo, con los pasos. Éstos son el número, pero un número que no forma una serie. El hormigueo es un conjunto innumerable de singularidades. Los juegos de pasos no confeccionan espacios. Los traman.» (p. 71; la negrita es nuestra). El recorrido a pie, el paseo, es la forma básica de transitar la ciudad, o lo ha sido históricamente. Es la forma como se forja la imagen mental (personal, propia, aunque orientada, sí) de la ciudad, pero también la forma como el transeúnte sale a la calle. «Salirse de uno mismo. Salir de casa. Pero ¿para encontrarse con quién? ¿Para experimentar qué?» (p. 76).

01

Y ahí vuelven dos viejos amigos: Baudelaire y la figura del flâneur, aunque también el badaud, el vagabundo, de Nerval. La salida de uno mismo, en palabras de Baudelaire, pasa por estar entre la multitud para estar solo y por ser varios cuando no hay nadie; ésa es la primera característica de la flânerie. Pero la segunda consiste en un deseo de modificar la propia apariencia para ocupar el lugar de otros. «Ésta es la razón por la cual suele percibirse el espacio público como un teatro y la causa de que la teatralización pública pueda dar lugar a una comedia de apariencias en la que las máscaras se intercambian hasta el infinito», aunque Baudelaire lo dirá de forma más hermosa en los Pequeños poemas en prosa: «… gozar del gentío es un arte y sólo aquel al que un hada le haya insuflado en la cuna el gusto por el travestismo y la máscara, el aborrecimiento del domicilio y la pasión por los viajes puede obtener, a expensas del género humano, un festín de vitalidad.» Y de ahí surge también el spleen, la melancolía de la vida, «asociado a la idea de que en la ciudad ya nadie está definitivamente en su lugar».

Pero no hay que confundir al flâneur con el burgués, avisa Mongin, aunque ambos habiten los mismos passages y bulevares formados por el hierro que permite también la arquitectura del cristal: el flâneur transita, el burgués adquiere en los escaparates y los grandes almacenes para llevar los objetos a su casa, a su interior y su privacidad; «la participación en el espacio público tiene como único destino el consumo.» (p. 84).

El siguiente paso tras la figura del flâneur se da en Chicago (en las ciudades de Norteamérica) y consiste en una ulterior despersonalización del transeúnte. «Entonces ya no queda nada más que los espejos de la exterioridad, lo brillante, los anuncios, las publicidades.» La geografía social de Balzac ha quedado atrás: los personajes de las novelas americanas «transitan diversos mundos, islas etnográficas como las de la cartografía que traza la Escuela de Chicago» (p. 93). «Lo que hace el sujeto que se expone no es tanto ir del interior al exterior como inventarse en función de lo que toma prestado del exterior en el escenario urbano.»

Ya sea que viviera uno al ritmo de la ciudad haussmanniana, al de Londres o al de Chicago, a fines de ese siglo XIX industrial, el orden de los valores se estaba trastocando puesto que los flujos cobraban progresivamente más fuerza que los lugares y los paisajes. Si uno se atiene a esta interpretación de la noción de flujo, comprende retrospectivamente que la ciudad industrial fue el motor histórico de una inversión de la relación entre los lugares urbanos y los flujos externos que esos lugares ya no pueden controlar. (…) La haussmannización no se limita a crear distancia o acotamiento sino que además procura, con el mismo propósito que las vías férreas, reducir los obstáculos y los roces. (p. 95).

La ciudad actual, por lo tanto, se convierte en un lugar donde las personas van de un lugar a otro, a menudo sin soportar la espera o la aparición de posibles obstáculos; noción que entronizará Le Corbusier al añadir, a las funciones del trabajo, la habitabilidad y el tiempo libre, la de la circulación.

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El cuarto capítulo concibe el espacio público como la materialización de la política, de la res publica. Es especialmente interesante la reflexión sobre cómo el triunfo de la ciudad, a finales de la Edad Media y con el Renacimiento, supone su sumisión definitiva a una entidad que las absorbe: el Estado. Lo recuerdan Deleuze y Guattari: «La ciudad (…) es un instrumento de entradas y salidas ordenadas por una magistratura. La forma Estado es la instauración o el ordenamiento del territorio. Pero el aparato del Estado es siempre un aparato de captura de la ciudad.» (p. 116).

Y el quinto capítulo se centra en el concepto con el que terminó el tercero: la ciudad de los flujos. La ciudad como nexo por el que circulan tanto los bienes como las personas como el capital, y cómo esta preeminencia de los flujos decanta la batalla entre lo público y lo privado a favor del último y destruye las relaciones cordiales entre el interior y el exterior. Estas relaciones habían sido de tres formas posibles: la ciudad europea («un interior que puede abrir a un exterior autónomo»), la ciudad radiante («un corte radical entre lo exterior y lo interior, puesto que no es concebible ningún espacio público») y la ciudad árabe (un espacio público que no es más que una prolongación de lo interior»).

La ciudad de los flujos lo desgarra: es la ciudad de la fragmentación y la ruptura.

El progresismo urbanístico y arquitectónico puso en tela de juicio la experiencia urbana como tal, es decir, la posibilidad misma de establecer relaciones. Esto afecta ineludiblemente los pares que estructuran la experiencia urbana: la relación entre un centro y una periferia, la relación de lo interior y lo exterior, la relación de lo privado y lo público, del adentro y el afuera. La aparición de la sociedad en red, simultánea a la de la tercera mundialización, da forma a nuevas tendencias en el urbanismo occidental.

Por un lado, segmenta, fracciona; por el otro, reúne a individuos próximos en ciudades homogéneas. Puesto que ya no relaciona, organiza lógicamente tipos de reunión y de agregación homogéneos. Estas dos características tienen consecuencias: lo que no es integrable se expulsa al exterior y el centro reúne en un solo objeto la ciudad entera. (p. 156)

Éste será el gran tema de la segunda parte: la postciudad o ciudad de los flujos.

Antropología de la ciudad (II): el espacio y el tiempo de la ciudad

La primera parte de este monumental estudio de Lluís Duch publicado en 2015 la dedicamos a su primer capítulo, la relación entre naturaleza y cultura y, una vez definido el término cultura (o acotado, al menos), las relaciones entre ésta y diversos temas como la vigilancia, la burocracia o la movilidad. Nos centraremos ahora en el segundo capítulo del libro, dedicados al espacio y el tiempo de las ciudades.

Cultural e históricamente la ciudad de todas las culturas y latitudes ha construido su espacio y su tiempo en el marco de ininterrumpidos procesos de «construcción-deconstrucción». Sus habitantes viven y experimentan su espaciotemporalidad bajo una serie de condiciones móviles sometidas sin cesar a contextualizaciones y reorientaciones de su ámbito urbano. Norbert Elias ha escrito que «los conceptos de «tiempo» y de «espacio» pertenecen a los medios básicos de orientación de nuestra tradición social». Es una obviedad, por consiguiente, señalar que una experiencia común de los seres humanos de todos los tiempos es que «el espacio y el tiempo son las dimensiones fundamentales de la existencia humana». (. 150).

El espacio es la primera dimensión en que vive el ser humano: el espacio vivido, en concreto, es decir, aquella porción del espacio total que uno consigue hacer suya y con cuya existencia puede empezar a hacer frente al caos generalizado y las fisonomías opacas que conforman el resto del espacio. Ya en los orígenes del tiempo, sin ir más lejos, las primeras luchas de la humanidad son por establecer puntos fijos, estables, incluso sagrados, que se enfrentan al caos primigenio.

Con el tiempo, sin embargo, este tiempo dejará de ser unívoco e incluso devendrá una mercancía: «Desde el final de la Primera Guerra Mundial ya no habitamos en un espacio con un centro cultural, social y político indiscutible, fácilmente reconocible y definitivamente asentado, sino en un sistema espacial móvil y policéntrico cuyas dimensiones resultan bastante difíciles de definir a priori. O quizá sea más exacto referirse a sucesivas centralidades coyunturales del espacio de acuerdo con los intereses económicos, culturales y políticos de cada momento, con el sistema de la moda y con el incesante aumento de la complejidad de los sistemas y subsistemas sociales.» (p. 164).

La vastedad espacial ya no es el escenario de misterios insondables o de secretos de la naturaleza sino que se ha convertido en una construcción artificial; incluso el espacio natural, el espacio rural, se valora y comprende en función del espacio urbano, con las normas que éste establece con el ser humano (urbano).

Debido a diversos motivos que Duch cita (el auge del evolucionismo y del historicismo, la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, la incertidumbre que llegó desde las ciencias naturales de mano del principio de Heisenberg, por ejemplo), a lo largo del siglo XX el espacio pasó a ocupar un lugar preeminente en el eterno debate entre espacio y tiempo como magnitud primordial en la vida del ser humano. Sin embargo, se trata de un espacio medido desde un único punto de vista: el económico, el utilitario, con lo que se ha perdido la necesaria polisemia del término y la capacidad multidimensional de un único espacio, en función de quien lo transite.

Duch destaca la creación de la proxémica por parte de Edward Hall (La dimensión oculta), «las observaciones, interrelaciones y teorías referentes al uso que el hombre hace del espacio como efecto de una elaboración especializada de la cultura a que pertenece» (p. 172). En dicho libro se destaca que el espacio esencial para las personas no es el espacio en general, sino el espacio próximo, el que uno habita en su día a día y en el que sabe moverse.»Haciendo uso de algunos aspectos de las teorías lingüísticas de Whorf y Sapir, Hall es del parecer que el territorio es un conjunto de signos cuyo significado solo es perceptible y experimentable a partir de los códigos culturales que tienen vigencia en una cultura determinada. Esto significa que, en vinculación directa con su propio espacio, los miembros de una determinada tradición cultural desarrollan una especie de «lengua materna espacial», una semántica cordial, que no solo los habilita para empalabrar cosas y acontecimientos, sino también los instruye y adiestra en el uso de la «gramática de los sentimientos». (p. 173).

El siguiente apartado lo dedica Duch a las aportaciones al tema del espacio de Maurice Merleau-Ponty (Fenomenología de la percepción). «El espacio no es el medio contextual (real o lógico) dentro del cual las cosas están dispuestas, sino el medio gracias al cual es posible la disposición de las cosas. Eso es, en lugar de imaginarlo como una especie de éter en el que se encontrarían inmersas todas las cosas, o concebirlo abstractamente como un carácter que les sería comunes, debemos pensarlo como el poder universal de sus conexiones.»

Después pasa al tiempo vivido, concepto usado por primera vez por Karlfried von Dürckheim en 1932 aunque desarrollado por otros autores. La manera óptima para comprender sus propiedades, señala Duch, es compararlo al espacio geométrico matemático:

  1. El espacio geométrico es homogéneo, ningún punto posee una significación especial; el vivido es heterogéneo, está centrado en un punto al que el ser humano ofrece un valor cuantitativo único;
  2. el matemático es isótropo, no privilegia ninguna dirección; el vivido es anisótropo porque constituye el eje organizativo y orientativo del cuerpo humano;
  3. el matemático es fijado, el vivido, móvil y versátil;
  4. el primero es ilimitado, mientras que el vivido se experimenta como limitado;
  5. el espacio matemático, impersonal, no posee ninguna relación afectiva con el ser humano; el espacio vivido, por el contrario, es el medium idóneo para el nacimiento y expansión de las relaciones y afectos humanos.

Finalmente, del espacio vivido pasamos al habitar: «el vivir de un hombre en su casa». La casa es el refugio de la intimidad, el no-yo que protege al yo, en palabras de Bachelard en su Poética del espacio. El propio Bachelard relaciona la casa, el habitar primigenio, con la vida interior del ser humano, el desarrollo de su gramática sentimental, el aprendizaje necesario para la vida, y Benveniste destacaba que, mientras el término griego dómos se refería a la vivienda como simple construcción material, el vocable latino domus incluía referencias de tipo moral y emocional. «La vida empieza bien, empieza guardada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa.» (Bachelard).

Después de lo que hemos expuesto, el interrogante que nos planteamos es: las actuales viviendas de las megaurbes de nuestros días, precarias y anónimas en todos los sentidos del vocablo, ¿pueden ser de verdad el espacio en donde el hombre habita como ser humano? ¿No serán tal vez simples machines-à-vivre?, por utilizar una expresión de Le Corbusier. […] Creemos que la deshumanización de la vivienda, con la consiguiente pérdida de sustancia humana del habitar que implica, influye negativamente en el estado de la salud individual y colectiva de los habitantes de la gran mayoría -afortunadamente, no todas- de las monstruosas urbes modernas. (p. 192)

Finalmente, para exponer sus conclusiones sobre el tema espacial, Duch remite a Castells y sus «espacios de flujo» que no son «propiamente espacio en sentido antropológico», a diferencia de los «espacios de los lugares», que en la terminología de Castells son «lo que más se acerca al marco idóneo para construir una comunidad (casi en el sentido neorromántico de Tönnies) «porque en él acontece la interacción afectiva entre sus miembros, es decir, la comunicación, que debería ser irreductible a la simple información. Castells considera que el espacio de los flujos constituye el ámbito más común de la globalización, el anonimato, la lejanía, la asepsia, los no lugares, mientras que el espacio de los lugares genera localización, proximidad cordial, vecindad, chismorreo.» (p. 194).

En cuanto al tiempo, Duch recuerda que los griegos disponían de tres vocablos para referirlo:

  • khronos: el tiempo de la cronología, sin atributos e impersonal;
  • aion: el tiempo vital del ser humano, «en el que la misma vida y el tiempo se unían amigablemente»;
  • kairós, el tiempo propicio, adecuado, «para llevar a cabo una acción concreta o para que aconteciese algo con efectos trascendentes sobre el ser humano».

Tras un largo repaso a la etimología y la concepción del tiempo en distintas culturas, una frase de Le Corbusier da inicio al epígrafe La sobreaceleración del tiempo:

Una calle moderna es una máquina para producir tránsito.

La frase será importante también cuando hagamos la reseña de El declive del hombre público, de Richard Sennet.

Entre 1775 y 1825 «se detecta la pérdida de vigencia social de la cronología clásica y las representaciones naturales del tiempo hasta entonces vigentes, lo cual implica el paso progresivo a la modernidad y la temporización de todos los asuntos humanos» (p. 228). A partir de la Revolución Francesa, en concreto, se abandona la imagen del orden circular como representación del tiempo y se adopta la de la espiral «para ejemplificar la voluntad de ascenso sin pausa de la humanidad a metas siempre más altas y perfectas». Ni los intelectuales ni los científicos son ajenos a este cambio de mentalidad y esta sensación de aceleración, pero uno de los primeros en expresarlo será Baudelaire. «Para Baudelaire, la ciudad es un catalizador de los mil ingredientes y contradicciones de que consta el espacio urbano tal como lo observa y vive el viandante (flâneur). El poeta describe el tránsito frenético de la gran ciuda como la parábola ejemplar y el aspecto más típico y arriesgado de la vida moderna: <<Cruzaba el bulevar corriendo, en medio de un caos en movimiento, con la muerte galopando hacia mí por todos lados>>» (p. 232). El hombre moderno arquetípico será el flâneur, el viandante, «lanzado solo y sin ninguna protección en medio del bullicio informe del tránsito circulatorio».

También para Walter Benjamin el bulevar parisino,»con el flâneur como personaje prototípico, constituía la concreción del espacio-tiempo (caos en movimiento frenético) de la modernidad urbana (último tercio del siglo XIX); hoy, la autopista se ha convertido en la concreción espacio-temporal característica de la actualidad.» (p. 233).

Y otro estudioso del fenómeno de la modernidad fue Georg Simmel, pensador alemán. «Según su opinión, una de las características más notables de la modernidad era el incesante estado de fluidez en el que se precipitaban las relaciones sociales, tanto las personales como las colectivas. Simmel, al contrario de Max Weber, que se interesó prioritariamente por los grandes sistemas y por las totalidades, llevó a cabo análisis microscópicos de la realidad social y de los fragmentos fortuitos y a menudo irrelevantes que se desprendían de las cada vez más complejas y omniabarcantes redes urbanas.» (p. 235).

Su metodología [de Simmel], basada en la preeminencia del fragmento y la instantaneidad sobre las estructuras y las instituciones socialmente sancionadas, indicaba con suma nitidez que el tiempo humano -y, por consiguiente, también el espacio- había experimentado una serie de mutaciones drásticas e irreversibles en la visión del mundo y en los comportamientos de los ciudadanos de las grandes urbes: la mecánica linealidad temporal, fruto de una concepción jerarquizada y estabilizada de los roles sociales, había sido sustituida por un tiempo caracterizado por las interrupciones, las participación simultánea de los individuos en varios tiempos sociales y la incidencia coetánea de numerosos factores, a menudo incompatibles entre sí, en el pensamiento, la acción y los sentimientos de individuos y colectividades. El medio metropolitano moderno, creía, era un conjunto de atracciones, relaciones y opiniones inconexas y vertiginosamente cambiantes, de tal manera que la ciudad, determinada cada vez más por el impacto de los medios de comunicación de masas, se parecía mucho más a un laberinto que a un sistema.» (p. 235).

El último paso, destaca Duch, se ha dado cuando la vivencia ha ocupado el lugar de la experiencia. La vivencia es autoreferencial; a diferencia de la experiencia, carece de referencias y de encuentros o encontronazos con la realidad exterior. «En el fondo, se trata de un intento encaminado a detener y avasallar el fluir incontrolable e incontenible del tiempo buscando refugio en una intimidad ahistórica y extraética, la cual se limita a ser, casi sin excepción, una reducción de todas las dimensiones y relaciones de la existencia humana al centro intemporal e inespacial del yo.» (p. 250). Ello conlleva la estetización de la vida cotidiana, pues se vive una vida centrada en la intimidad del propio yo.

Todas las épocas en las que ha imperado una sensibilidad con rasgos más o menos gnósticos se han caracterizado por una voluntad firme de parar, quemar o destruir el tiempo porque se estaba convencido de que el ritmo temporal era inaguantable y deshumanizador. […] Como antídoto para contrarrestar esta situación, había que quebrar la dinámica del tiempo histórico concreto, que siempre es un «tiempo de» o un «tiempo para», con el fin de instaurar el «no tiempo» y el «no espacio» del yo, cuya geografía y coreografía psicológicas exigían el absoluto centramiento de toda la existencia en un punto sin dimensiones ni relaciones espaciotemporales: en eso consiste, propiamente, la vivencia, la cual con frecuencia es una fora de designar la irresponsabilidad, es decir, una forma de existencia arrelacional, apasional y acultural. (p. 251).