La condición de la posmodernidad (II): ¿el posmodernismo como ruptura?

La condición de la posmodernidad es una reflexión de David Harvey sobre si el posmodernismo supone una ruptura con el modernismo o si se trata de una nueva vanguardia de nombre rimbombante. Para ello, necesariamente, Harvey tenía que repasar qué es el modernismo, tema que tratamos en la primera entrada sobre el libro.

«Charles Jencks afirma que el fin simbólico del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produjeron a las 15:32 horas del 15 de julio de 1972, cuando el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis (una versión premiada de la «máquina para la vida moderna» de Le Corbusier) fue dinamitado por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de bajos ingresos que alojaba» (p. 56). De dichos edificios ya hablamos en Ciudades del mañana; precisamente Peter Hall, su autor, declaraba que el posmodernismo había llegado a la arquitectura de la mano de Aprendiendo de Las Vegas, libro que también menta Harvey y que se publicó en el mismo año 1972.

El modernismo, como vimos en la entrada anterior, se había vuelto sospechoso de «construir para el Hombre, y no para la gente»; se había vinculado (o había sido raptado por) los poderes capitalistas y la industria norteamericana y se veía acosado por múltiples revoluciones contraculturales.

Por otra parte, ¿acaso el posmodernismo representa una ruptura radical con el modernismo, o se trata sólo de una rebelión dentro de este último contra una determinada tendencia del «alto modernismo» como la que encarna, por ejemplo, la arquitectura de Mies van der Rohe y las superficies vacías de la pintura expresionista abstracta de los minimalistas? ¿Es el posmodernismo un estilo (…) o debemos considerarlo estrictamente como un concepto de periodización (…)? ¿Tiene un potencial revolucionario a causa de su oposición a todas las formas del meta-relato (incluyendo el marxismo, el freudismo y todas las formas de la razón de la Ilustración) y su preocupación por «otros mundos» y por «otras voces» tan largamente silenciados (mujeres, gays, negros, pueblos colonizados con sus propias historias)? ¿0 se trata simplemente de la comercialización y domesticación del modernismo, y de una reducción de las aspiraciones ya gastadas de este último a un laissez-faire, a un ec1ecticismo mercantil del «todo vale»? Por lo tanto, ¿socava la política neo-conservadora o se integra a ella? ¿Y acaso atribuimos su aparición a una reestructuración radical del capitalismo, a la emergencia de una sociedad «posindustrial», o lo consideramos como «el arte de una era inflacionaria» o como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (así lo proponen Newman y Jameson)? (p. 59)

Ahí es nada. Para definir el posmodernismo, Harvey acude a Hassan y su esquema de dicotomías entre el modernismo y el posmodernismo (que no reproducimos dada su extensión, pero que opone, por ejemplo, el propósito del primero al juego del segundo, o jerarquía/anarquía, centramiento/dispersión, significado/significante o trascendencia/inmanencia, por citar sólo unos pocos). «En líneas generales, para los críticos literarios «modernistas» las obras constituyen ejemplos de un «género» y son analizadas mediante el «código dominante» que prevalece dentro de la «frontera» del género, mientras que, para el estilo «posmoderno», una obra es un «texto» con su «retórica» e «ideolecto» particulares, y en principio puede ser comparada con cualquier otro texto de cualquier naturaleza.» (p. 61)

Si para Baudelaire la modernidad era la pugna dialéctica entre, por un lado, la fragmentación, el caos, las calles llenas de carruajes que obligaban al artista a ir con cuidado al cruzarlas y, por el otro, la voluntad de hallar sentido, de dirigir toda esa vorágine hacia donde uno quería llegar, lo sorprendente del posmodernismo es, para Harvey, es «su total aceptación de lo efímero, de la fragmentación, de la discontinuidad y lo caótico que formaban una de las mitades de la concepción de la modernidad de Baudelaire» (p. 61). De hecho, parte de la base del posmodernismo es que «las verdades universales y eternas, si existen, no pueden especificarse», así como la condena a los «meta-relatos» (como los de Freud o Marx) «por su carácter totalizante». Las personas no sólo pueden recurrir a un conjunto diferente de códigos en cada contexto (en casa, en el trabajo, en la iglesia o en el pub) sino que, de hecho, están obligados a hacerlo, llevados por «el aspecto más liberador y por lo tanto más atrayente del pensamiento posmoderno: su preocupación por la otredad» (p. 65). Por un lado, esta preocupación lleva a que todos los grupos tengan derecho a hablar con su propia voz (mujeres, gays, negros, ecologistas…), lo que también derrumba o, al menos, hace sospechosas las grandes creaciones (llevadas a cabo, en general, por hombres blancos occidentales) pero, por el lado opuesto, propugna que sólo quienes pertenezcan a dicho colectivo tengan una voz legitimada dentro de él (las políticas de la identidad actuales, generando nichos estancos).

Otro aspecto esencial del posmodernismo es la naturaleza del lenguaje. «Mientras que los modernistas presuponían la existencia de una relación estrecha e identificable entre lo que se decía (el significado o «mensaje») y cómo se decía (el significante o «medio»), el pensamiento posestructuralista considera que ambos «se separan constantemente y se vuelven a vincular en nuevas combinaciones».» De ahí, por ejemplo, la deconstrucción, iniciado por la lectura que hizo Derrida de Heidegger a finales de los años 60. La deconstrucción parte del concepto de que todo texto está creado sobre las lecturas o textos a los que ha tenido acceso su creador; de igual modo proceden las lecturas. Por lo tanto, no hay una lectura «principal», sino una serie de lecturas plausibles donde, incluso, las críticas literarias al texto original son, a su vez, otras obras literarias. «Este entramado intertextual tiene vida propia. Todo lo que escribimos transmite significados que no nos proponemos o no podemos transmitir, y nuestras palabras no pueden decir lo que queremos dar a entender. Es inútil tratar de dominar un texto, porque el constante entramado de textos y significados está más allá de nuestro control. El lenguaje opera a través de nosotros. Es así como el impulso deconstructivista tiende a buscar en un texto, otro texto, a disolver un texto en otro, a construir un texto en otro.» (p. 68)

De ahí que el lugar natural del posmodernismo sea el collage, como ya anunció Jameson, o la performance o el happening. Si todas las lecturas son válidas (bien que unas sean más pertinentes que otras, si acaso) «se crean oportunidades de participación popular y de maneras democráticas de definir los valores culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o –lo que es más problemático– vulnerabilidad a la manipulación por parte del mercado masivo». El autor ya no tiene poder; pero ese poder no ha sido delegado en otro medio o instancia, sino que ha sido lanzado al aire, donde puede ser asido por cualquiera.

Harvey recuerda que algunos de los discursos modernistas no fueron, ni de lejos, tan unívocos como los pinta el posmodernismo (como el modo en que dialogaban términos como valor, trabajo o capital en la obra de Marx o el montaje que hizo Benjamin en sus textos yuxtaponiendo conceptos para capturar las relaciones fragmentadas de su tiempo).

Pero si no podemos aspirar —como lo señalan en forma insistente los posmodernistas- a una representación unificada del mundo, ni a una concepción que tome en cuenta su carácter de totalidad llena de conexiones y diferenciaciones y no lo vea como un perpetuo desplazamiento de fragmentos, ¿cómo aspiraríamos a actuar en forma coherente con relación al mundo? La respuesta posmodernista consistiría simplemente en afirmar que, si la representación y la acción coherentes son represivas o ilusorias (y por lo tanto están condenadas a disiparse y anularse a sí mismas), ni siquiera deberíamos intentar comprometernos con un proyecto global. (p. 69)

Por ello Habermas, por ejemplo, defiende el proyecto de la Ilustración, abogando por su capacidad dialéctica y la voluntad de entenderse los unos a los otros, frente a la derrota o el relativismo de la posmodernidad.

La figura que surge teniendo en cuenta todos los postulados expuestos hasta ahora conduce a cierta concepción de la personalidad que Jameson identificaba con el esquizofrénico (en términos no clínicos, por supuesto), entendido como el estado de desorden lingüístico o la ruptura de la cadena significante. «Esto se ajusta, por supuesto, a la preocupación posmodernista por el significante más que por el significado, por la participación, la performance y el happening más que por un objeto artístico autoritativo y terminado».

Esta concepción tiene diversas consecuencias. En primer lugar, ya no se puede concebir al individuo como alienado en el sentido marxista, «porque estar alienado supone un sentido del propio ser coherente y no fragmentado, del que se está alienado». Además, si el modernismo se caracterizaba por la búsqueda de un futuro mejor (algo que tenían en común Fausto, Baudelaire, Marx o los rusos de San Petersburgo), el posmodernismo se concentra en todas aquellas inestabilidades que nos impiden, precisamente, avanzar hacia ese futuro (dando lugar a la era de victimismo y queja en que vivimos, que reivindica espacios seguros por doquier).

En tercer lugar: si todo es inmediato, una ilusión, una chispa de significado subjetivo difícilmente comunicable, se fragmenta el concepto de la historia. «Al evitar la idea del progreso, el posmodernismo abandona todo sentido de continuidad y memoria históricas, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente.» Cualquier reconstrucción histórica nos serviría: el pueblo de Disney, Celebration, o Seaside, comunidades recreadas evocando una América idealizada pero que obvian todo significado histórico real, al no impedir, por ejemplo, que las mujeres trabajen u obligar a blancos y negros a estar segregados. «Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce», aclara Harvey.

Rauschenberg, reproduciendo.

«Si se tiene en cuenta la disolución de todo sentido de continuidad y de memoria históricas, y un rechazo de los meta-relatos, el único rol que le queda al historiador es, por ejemplo, convertirse, como Foucault, en un arqueólogo del pasado, desenterrar sus vestigios como lo hizo Borges en su ficción, para articularlos entre sí en el museo del conocimiento moderno.» Dicho de otro modo: no hay verdad unívoca, sino construcciones voluntarias. «Esta pérdida de continuidad histórica en los valores y las creencias, junto con la reducción de la obra de arte a un texto que acentúa la discontinuidad y la alegoría, plantea todo tipo de problemas para el juicio estético y crítico. Al rechazar (y «deconstruir» activamente) todas las pautas autoritativas y supuestamente inmutables del juicio estético, el posmodernismo puede juzgar el espectáculo en función de su carácter espectacular.» (p. 75 ambas citas). A todo esto se le añade la pérdida de profundidad (que también adelantó Jameson) como consecuencia lógica de la disolución de los grandes relatos o discursos.

Todo lo anterior, aclara Harvey, se ha expuesto en términos intencionadamente abstractos y puede parecer, a priori, como algo alejado del día a día. Nada más lejos de la realidad. La democratización del arte ha significado un acercamiento entre «la alta cultura» y la «cultura popular». Aprendiendo de Las Vegas proponía tomar ejemplo de los gustos populares: de la ciudad de Las Vegas, incluso de Levittown, lugares denostados por la crítica pero amados por el público. O Disneylandia, simulacro adorado por todos.

Por ello, Harvey se plantea si, como propone Jameson, el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo avanzado: su estadio postrero, cuando se ha inmiscuido en todas las formas y aspectos de la vida.

Mientras que algunos dirían que los movimientos contra-culturales de la década de 1960 crearon un ambiente de necesidades insatisfechas y deseos reprimidos que la producción cultural popular del posmodernismo se ha propuesto simplemente satisfacer lo mejor que pueda a través de la forma de la mercancía, otros sugieren que, para sostener sus mercados, el capitalismo se ha visto en la necesidad de producir deseo, de despertar la sensibilidad de los individuos creando así una nueva estética por sobre las formas tradicionales de la alta cultura y en contra de estas. En cualquiera de los dos casos, creo que es importante aceptar la proposición según la cual la evolución cultural ocurrida desde comienzos de la década de 1960 no se produjo en un vacío social, económico o político. El despliegue de la publicidad como «arte oficial del capitalismo» incorpora las estrategias de la publicidad al arte y el arte a las estrategias de la publicidad (…).

El posmodernismo es, por lo tanto, más que una corriente estilística o artística: «su arraigo en la vida cotidiana es uno de sus rasgos transparentes más manifiestos», ya sea en la moda y su aceleración constante, el arte pop, la televisión o «la diversidad de estilos de vida urbanos que han pasado a ser parte de la vida cotidiana bajo el capitalismo». Para acabar de aprehender lo que supone el posmodernismo, Harvey lo desplaza a un contexto muy concreto: el urbano. Allí, viendo los cambios que supone y cómo ha modificado la fisonomía de las ciudades, obtiene una conclusión que será la tesis del libro y que le llevará a explorar el paso del fordismo a la acumulación flexible.

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