Todo lo sólido se desvanece en el aire (y VI): Nueva York

Y con esta entrada concluimos la reseña del maravilloso Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman (recordemos: introducción, Fausto de Goethe, Marx, Baudelaire y San Petersburgo). El quinto capítulo está centrado en la ciudad de Nueva York, donde nació Berman (en el Bronx, en concreto) y los cambios que sufrió cuando las doctrinas de Robert Moses se fueron imponiendo.

Nueva York ha sido, durante décadas, una de las grandes ciudades del mundo occidental. El hecho de que no sea una capital política la ha desligado de representar países o entidades concretas y la ha dotado de un enorme capital simbólico. «Buena parte de la construcción y el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida moderna.» (p. 302). Por eso, por ejemplo, el ataque a las Torres Gemelas fue tan significativo: porque arrasó con un símbolo de la modernidad, el progreso y el capital; derribó una de las bases sobre las que se asienta, desde hace siglos, el mundo occidental.

El capítulo se centra en una figura esencial para la ciudad y «probablemente el mayor creador de formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX»: Robert Moses. El constructor y promotor se comparaba a sí mismo con Haussmann y tenía la idea de desbrozar Nueva York, especialmente los barrios más densos (y que el urbanismo de la época consideraba como nocivos) para abrir espacio a las autopistas. Eso mismo proyectó para el Bronx: desplazar a 60.000 personas de clase obrera o media baja. Sucedió en la infancia de Berman y, dice, la imagen de las excavadoras demoliendo edificios quedó impresa en su retina. «Sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna.» (p. 310) El Bronx, del que el autor, como tantos otros de su generación, acabaría huyendo, se convirtió en un gueto, un lugar de bandas y personas dejada de la mano de Dios.

El talento de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica. Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la mitología cultural (…)

Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner coto al hombre y sus máquinas. (p. 308)

El aspecto esencial de su personalidad, destaca Berman, era su capacidad para convencer al público de que encarnaba las fuerzas de la modernidad, que era alguien dispuesto a hacer lo que debía hacerse, «el espíritu en movimiento de la modernidad».

El primer logro urbanístico de Moses fue el parque estatal de Jones Beach, en Long Island, a finales de la década de 1920. Es una playa enorme construida de tal manera que, incluso cuando está ocupada por una multitud, presenta un aspecto sereno, a diferencia de, por ejemplo, Coney Island. Había trampa, sin embargo.

Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecno-pastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era, recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus propias ruedas. (p. 312)

Algo que contrasta, por ejemplo, con otro hito de Nueva York: el Central Park de Olmsted, que precisamente lo proyectó como lugar de reunión y encuentro de todas las clases sociales.

En Estados Unidos era la época del New Deal. La crisis del 29 había azotado a todo el mundo y el Estado se lanzó a financiar grandes obras públicas con una serie de objetivos: crear negocio, claro; dar empleo a tantas personas como fuese posible; acelerar y concentrar las economías en las zonas donde construían; pero también dar un nuevo significado a «lo público», «haciendo demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material como espiritualmente, a través de las obras públicas» (p. 314).

Moses comprendió que los designios de las ciudades se iban a decidir desde Washington, lugar del que fluían los fondos, y se rodeó de un enorme equipo de ingenieros y constructores para llevarlo a cabo. Además, comprendió también que cada obra iba a ser un espectáculo: rodeaba los solares de enormes focos y los trabajadores estaban allí día y noche; el ruido de las máquinas nunca cesaba y siempre había una nube de espectadores atento a lo que sucedía allí.

Tras el éxito conseguido con los parques, Moses pudo pasar a proyectos mayores: «un sistema de autovías, vías-parque y puentes que entrelazaría todo el área metropolitana». Técnicamente, el proyecto fue una virguería que aún es glosada. Además, ofrecía nuevos puntos desde los que contemplar Manhattan y sus rascacielos, extendiendo el sueño de la modernidad y el progreso. A esta vorágine por un futuro glorioso se le sumó la repercusión del libro Space, time and architecture (1941), de Sigfried Giedion, que glosaba el progreso y presentaba la obra de Moses como la culminación de tres siglos de urbanismo en Nueva York.

Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa celebración de la tecnología y la industria modernas: «Construyendo el Mundo de Mañana». Dos de los pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial, y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba. [*]

Y añadimos la nota al pie de Berman porque no tiene desperdicio.

[*] Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocultos de esta futuro. «La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano», escribía, «de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública».

Y, nos parece, es exactamente lo que está sucediendo con las smart cities: las empresas privadas tratan de convencer a las ciudades de que, para disfrutar de sus sueños de progreso tecnocráticos, «tendrán que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública»; pero, como ahora las empresas son más listas, ¡además tendrán que pagarles mensualmente las licencias de software y gestión!

A partir de este punto de inflexión, surge la parte oscura de Moses y éste acaba víctima de su propia hybris. Trataba a las personas como objetos; se rodeó de una intrincada red de conexiones que le dio un poder sin precedentes por el que no debía rendir cuentas ante nadie. Sus proyectos, hasta ahora más o menos comprensibles, se convirtieron en arrasar barrios con la excusa de abrir avenidas cada vez mayores; pero éstas ya no disponían de ningún atractivo visual ni pretensiones estéticas; eran el progreso por el progreso. «Entre finales de la década de 1930 y finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques, puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas, que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su rotación cada vez más amplia.» (p. 321)

Pero Moses no era un ser horrendo que odiase Nueva York, destaca Berman. Seguramente el constructor nunca fue capaz de comprender que, el sueño que tanto perseguía, el de la Exposición Futurama de 1939, en realidad estaba acabando con Nueva York. No era algo constreñido a la ciudad: todo Estados Unidos estaba siendo remodelado, a golpe de fondos federales, para adaptarse a su nueva esencia: el automóvil. La Federal Highway Association, por un lado, llenaba el país de enormes autovías con que conectar espacios; y la Federal Housing Administration, por el otro, vaciaba las ciudades (en general, de familias blancas) realojándolos en barrios residenciales donde sólo había hogares, malls y carreteras para enlazar ambos espacios: los famosos suburbs.

Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades. Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses; pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.

Sin embargo, al menos Moses fue honesto con lo que hacía: «pasar el hacha de carnicero», a diferencia de muchos otros, que se escudaban en el «saneamiento», «higienización» o el famoso «esponjamiento» de Barcelona, nombres con los que aún hoy en día se justifica la expulsión de procesos como la gentrificación.

Las nuevas obras de Moses obedecían a la estética racionalista de Le Corbusier: enormes espacios de hormigón, «hechos para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión, sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural» (p. 324). Moses se había ganado el respeto trayendo la modernidad; lo perdió imponiéndola de forma monolítica.

Berman ve en este momento algo más: «la escisión radical entre el modernismo y la modernización», la pérdida de la interacción dialéctica «entre el despliegue de la modernización del medio -y particularmente del medio urbano-, y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas». La relación entre el medio y los artistas, presente en el Ulises, el Berlín, Alexanderplatz y tantos otros, se pierde tras Auschwitz, Hiroshima y el advenimiento de artistas que no tienen relación alguna con el medio, ni siquiera para atacarlo: Esperando a Godot, La caída de Camus, El barril mágico de Malamud… Las dos grandes obras de la época, El tambor de hojalata de Grass y El hombre invisible de Ralph Ellison, bucean en un pasado de dos décadas antes; pero no son capaces de extender esas raíces hasta su época.

Poco a poco, el arte y los intelectuales trataron de saltar ese abismo: La condición humana, la Anna Wolf de Doris Lessing, que escribe en unos cuadernos inéditos, o el Moses Herzog de Saul Bellow, que escribe cartas nunca enviadas » a los grandes poderes de este mundo». Al final, sin embargo, las cartas se acaban enviando y surgieron nuevas formas, muchas de ellas originadas en los «motores y sistemas gigantescos de la posguerra», como el Howl de Ginsberg.

Los intelectuales tenían que encontrar una nueva voz capaz de oponerse a la inextricable vinculación entre progreso y modernización, entre el automóvil y avanzar; y «si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es el notable libro de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades» (p. 331). Jacobs retoma, con innegable modestia, uno de los grandes temas de la literatura: el montaje urbano. «El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado ballet en la acera.» Retoma las avenidas de París de Baudelaire, la Nevski Prospekt de Gogol, la Dublín de Joyce y tantas otras.

La de Jacobs no sólo es una visión radicalmente moderna y completamente cotidiana: también es profundamente femenina.

Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos. Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle, día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen. (p. 339)

Su descripción tiene problemas, claro. Por un lado: es tan idílico que parece proclamar un retorno a la comunidad, a una arcadia muy difícil de conseguir en una ciudad, siempre cambiante y heterogénea. Y, por el otro: no hay negros. Es un barrio bastante homogéneo de empleados de nivel medio tirando a bajo, que hacen sus vidas sin la irrupción de los grandes poderes (pues habitan en otros barrios) pero sin la presencia de los pobres. Por eso Jacobs puede decir que, si hay ojos en la calle, no se dan delitos: porque se trata de una comunidad y porque en ella no hay pobres.

Precisamente en los años sesenta y setenta estaba empezando la desindustrialización que vaciaban las ciudades de fábricas textiles o los puertos de astilleros y los enormes flujos migratorios de negros e hispanos. ¿Qué sucederá con las calles cuando se llenen de personas que no son originarias de ese barrio o que viven en condiciones distintas? ¿Acaso el Bronx, castigado por las excavadoras, podrá emular al Greenwich Village de Jacobs?

Aquí Berman se plantea qué hubiese sucedido si, diez años antes de Jacobs, los vecinos del Bronx hubiesen tenido voz, presencia y estudios para contrarrestar la llegada de las excavadoras, como hicieron Jacobs y tantos otros con éxito en Greenwich. ¿Acaso entonces Berman seguiría en su barrio de la infancia? Él cree que no: porque el suyo era un barrio pobre y parte de tener éxito en la vida consistía en abandonarlo.

A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara.

Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos, y a qué velocidad, y a qué precio humano. (p. 344)

Durante años, Berman consideró que Moses lo había expulsado del Bronx. Sin embargo, décadas después, al coincidir con otro vecino que también se había marchado, éste le hizo ver que, independientemente de Moses, marcharse de ese barrio era algo que todos querían; que Moses no había acabado con el Bronx, sólo había acelerado el proceso. «Por una vez en mi vida el estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían enseñado a hacer, y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera?» (p. 345)

Si los sesenta fueron una pugna entre «el mundo de la autopista» (Moses) y «un grito en la calle» (Jacobs, pero también Ginsberg), los setenta fueron «el regreso a casa con todo». Una época en la que no se podía dejar el pasado atrás, pues éste volvía con toda su fuerza. No sólo las crisis económicas y la progresiva disolución de las identidades nacionales: el mundo de las autopistas se hundía, el de los grandes sistemas, el boom económico que llevaba en alza desde finales de la guerra. El futuro ya no auguraba un mundo feliz sólo que uno se dejase llevar; era necesario construirlo. De ahí la rehabilitación de la memoria y del pasado. Si los sesenta habían proclamado que ya no era importante ser mujer, latino o negra, los setenta reclamaron esa identidad como algo esencial. Raíces, Holocausto y tantas otras; sus huellas las podemos hallar hasta en las políticas de la identidad actuales.

Uno de los aspectos esenciales de la década fue el reciclaje: dar un nuevo uso a algo que había perdido su identidad original pero que no por ello dejaba de ser útil. Sucedió, por ejemplo, con ciertos barrios de la ciudad: el SoHo mismo, que se vació ante la amenaza de la llegada de Moses y que, en cuanto el proyecto se canceló, disponía de enormes espacios vacíos a precio de saldo. [Interrumpimos la narración de Berman para destacar el redlining, la expulsión de las familias blancas mediante las ayudas de la FHA o la completa dejadez de las autoridades que habían convertido el barrio en un gueto desagradable; la gentrificación, nombre que Berman no usa, no es una loa al reciclaje sino un proceso de explotación y exclusión; lo que no significa que no pueda traer cosas buenas, claro.]

Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares.

Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial. (p. 356)

De nuevo: ni rastro de gentrificación.

Berman acaba la obra con una reflexión muy oportuna: su vuelta al Bronx. De ser un gueto horrible destrozado por las excavadoras, con el paso del tiempo fue, poco a poco, recuperando algo de su identidad. O desarrollando una nueva, con nuevos vecinos que debían aprender a cohabitar con los agujeros urbanos, con las explanadas abiertas y los vacíos. Incluso surge un arte incipiente: un arte que, necesariamente, contiene una gran dosis del pasado, de lo sucedido en el barrio en décadas anteriores.

¿Pueden ser modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado?, se plantea Berman. Por un lado se puede argumentar que el ansia de modernidad es dejar atrás el pasado para crear un mundo nuevo; otros, que esa distinción se ha superado, por lo que cabría hablar de «posmodernismo».

Quiero responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso. (p. 365)

La cultura de las ciudades, Lewis Mumford

El americano Lewis Mumford (1895-1990) fue un erudito excepcional. Sin embargo, donde, por ejemplo, Lluís Duch, antropólogo al que admiramos en el blog (Antropología de la ciudad I, II y III) siempre deja claras sus fuentes y los lugares de donde bebe, Mumford mezcla en sus exposiciones historia, sociología, psicología y cualquier otra disciplina que le sea necesaria. Sus puntos de vista se mezclan con la narración de los hechos hasta el extremo de que no se sabe si se está leyendo una sucesión de hechos o la visión, muy particular, de estos hechos. Es algo que Mumford nunca esconde; y uno decide si se deja llevar o si prefiere evitarlo.

De él ya reseñamos la monumental La ciudad en la historia, una obra de mil páginas publicada en el año 1961 que recoge y amplía un texto anterior, publicado en 1938 y que es el que reseñaremos a continuación: La cultura de las ciudades. La ciudad en la historia es un estudio de la evolución del concepto de ciudad desde la prehistoria hasta la que, para Mumford, siempre fue la gran debacle de la urbe: la ciudad industrial. La misma tesis presenta en La cultura de las ciudades, pero aquí empieza por una breve introducción con la ciudad medieval y ya da el salto a la industrial para luego tratar de adivinar su posible evolución.

Mumford fue un regionalista. Gran admirador del británico Patrick Geddes, al que dio a conocer en Estados Unidos y del que se convirtió en portavoz involuntario (parece que Geddes era de una exposición densa y costaba de leer; a diferencia de Mumford, que escribía como los ángeles y sus obras más parecen novelas agradables que áridos ensayos ), para Mumford la ciudad era un todo orgánico que comprendía el entorno y la historicidad que le eran propias.

La edición que leemos [pepitas de calabaza, 2018, traducción de Julio Monteverde] incluye una introducción del propio Mumford escrita en 1970 donde se glosa a sí mismo, a lo importante de su visión y a lo contento que está porque dos de las ciudades jardín de su admirado Ebenezer Howard se hayan puesto en práctica a pesar de las críticas de voces como Jane Jacobs «que se oponen a ella». En efecto: Mumford era una de las bestias negras de Jacobs; o Jacobs de Mumford, como prefieran. La primera acusaba al segundo de odiar las ciudades. Lo cierto es que Mumford adolece de las aglomeraciones y la densidad y le parecen antinaturales y que la ciudad ha perdido su rumbo; en bastantes momentos se lo percibe como una persona amante de la paz y el sosiego del campo; frente a Jacobs, que era capaz de leer ensayos mientras esquivaba borrachos en el bar de la esquina. Richard Sennett confrontó las teorías de uno y otra en Construir y habitar: y pese a que siempre había abogado por las teorías de la microgestión de la ciudad de Jacobs (se sobreentiende: de las personas que habitan en la ciudad), enfrentado a la enormidad de las ciudades chinas, a tener que plantear un espacio vacío en el que en diez años vivirán dos, tres o cuatro millones de personas, Sennett acabó admitiendo que las teorías de Mumford (el regionalismo, la ciudad orgánica, la organización desde arriba) le parecían más válidas para ese contexto.

Sin más, reseñamos la introducción.

La ciudad, tal y como la encontramos en la historia, es el punto de máxima concentración del poder y la cultura de una comunidad. Es el lugar donde los rayos difusos de muchas y diferentes luces de la vida se unen en un solo haz, ganando así tanto en eficacia como en importancia social. La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada: es el lugar donde se sitúan el templo, el mercado, el tribunal y la academia. Aquí, en la ciudad, los beneficios de la civilización son multiplicados y acrecentados. Es aquí donde el ser humano transforma su experiencia en signos visibles, símbolos, patrones de conducta y sistemas de orden. Es aquí donde se concentran los esfuerzos de la civilización y donde en ocasiones el ritual se transforma en el drama activo de una sociedad totalmente diferenciada y consciente de sí misma. (p. 15)

«En la ciudad el tiempo se hace visible», dice más adelante; porque es una construcción que deja rastro, permanente, donde la historia se amontona y hay que construir teniéndola presente. «Los edificios, los monumentos y las vías públicas -más accesibles que los registros escritos, y más a la vista de las grandes cantidades de hombres que las construcciones dispersas del campo- dejan una huella profunda incluso en la mente de los ignorantes o los indiferentes». «La ciudad es, a la vez, una herramienta física de la vida colectiva y un símbolo de los objetivos y acuerdos colectivos que aparecen en tales circunstancias favorables. Junto con el idioma, es la mayor obra de arte del hombre.»

Sin embargo, la ciudad industrial rompe ese equilibro y se somete a una única preocupación: la obtención de beneficio. «Las nuevas ciudades se desarrollaron sin poder aprovecharse de un saber social coherente o de un esfuerzo social organizado: carecían de los antiguos y útiles caminos urbanos de la Edad Media o del confiado orden estético del periodo barroco; de hecho, un campesino holandés, en su pequeña aldea sabía más respecto al arte de vivir en comunidad que un concejal de ayuntamiento de Londres o Berlín en el siglo XIX. Los hombres de Estado, que no vacilaron en agrupar una gran diversidad de intereses regionales en estados nacionales, o en tejer imperios que rodeaban el planeta, no lograron producir siquiera el esbozo de un barrio decente.»

Porque los concejales del XIX no trataban de recrear comunidades, sino de gestionar sociedades. No entraremos aquí en la defensa de las condiciones de vida de los proletarios en las ciudades industriales, que todo registro histórico coincide en que eran nefastas; pero Mumford cae en la idealización de una época medieval idílica donde el agricultor daba con alegría los buenos días al señor feudal.

«Salvo en lo que se refería a su patrimonio histórico, la ciudad como materialización del arte y de la técnica colectiva se desvanecía». En Europa aún existían ciudades medievales con las que coexistir y a las que, en general, la ciudad industrial rodeó (o arrolló, como Haussmann en París); pero en Norteamérica, sin un pasado tan visual, «el resultado fue la creación de un entorno despiadado y licencioso y un vida social mezquina, opresora y desorientada».

Hoy no sólo nos encontramos frente a la ruptura social original. Nos enfrentamos también a los resultados físicos y sociales acumulados de esa ruptura: paisajes devastados, distritos urbanos ingobernables, focos de enfermedad, capas de hollín y kilómetros y kilómetros de barrios miserables estandarizados desparramándose por la periferia de las grandes ciudades y fusionándose con sus inútiles suburbios. En pocas palabras: un fracaso general y una derrota del esfuerzo civilizatorio.»

Es cierto que las ciudades en los años 30 del siglo anterior no afrontaban su mejor momento: el hacinamiento de la ciudad industrial aún estaba presente y las propuestas del racionalismo arquitectónico (de Le Corbusier, vaya) de llevarse a los trabajadores al extrarradio y amontonarlos en piso sobre piso (como sucedió en general en Europa), o las de situarlos a lo largo de suburbios de casas unifamiliares (como sucedió en Estados Unidos) aún no habían empezado. Sin embargo, en Chicago en los años 30 ya surgía una nueva sociología urbana, la Escuela de Chicago, que empezaba a darse cuenta de que los habitantes de los barrios de la ciudad seguían tejiendo relaciones y creando comunidad, aunque lo hiciesen de modo distinto. El gran problema de Mumford es que no vio, o no quiso ver, que se crean tantos vínculos en un pueblo alemán medieval de mil habitantes como en un barrio conflictivo de Chicago o Nueva York: las relaciones son distintas, claro, el contexto también lo es, y la comunidad permite un conocimiento pleno de las personas (quién es quién y cuáles son sus circunstancias) que la ciudad no permite; pero las estructuras de acogida (citando a Duch) siguen ahí, abiertas a incorporar miembros a la comunidad sea en un pueblo, en una banda callejera de las 1313 que había en Chicago (The Gang, de Trasher) o en un taxi-dance hall (Paul Crassey) donde se puede pagar para bailar con chicas hermosas.

Mumford siempre vaticinó que sus estudios serían olvidados; según él, porque eran demasiado incómodos para su época, que no quería escuchar las verdades que él proclamaba. En el caso del urbanismo, lamentablemente, es posible que lo sean por su ceguera a aceptar como ciudad todo aquello que se alejaba de su elección particular.

El urbanismo. Utopías y realidades, de François Choay

El urbanismo. Utopías y realidades, publicado en 1965 por la arquitecta e historiadora urbana francesa François Choay, es un extraordinario compendio de las palabras de los principales urbanistas y pensadores sobre la materia de los últimos dos siglos. Sólo por eso este libro merecería la pena; pero además viene precedido por una introducción de unas 100 páginas donde, sin desperdicio, la autora repasa y organiza todas las visiones sobre urbanismo de ese periodo.

La sociedad industrial es urbana. La ciudad es su horizonte. A partir de ella surgen las metrópolis, las conurbaciones, los grandes conjuntos de viviendas. Sin embargo, esa misma sociedad fracasa a la hora de ordenar tales lugares. La sociedad industrial dispone de especialistas de la implantación urbana. Y, a pesar de todo, las creaciones del urbanismo, a medida que aparecen, son objeto de controversia y puestas en tela de juicio. Ya se hable de las quadras de Brasilia, de los cuadriláteros de Sarcelles, del fórum de Chandigarh, del nuevo fórum de Boston, de los highways que dislocan San Francisco o de las autopistas que perforan las entrañas de Bruselas siempre surge idéntica insatisfacción, idéntica inquietud. La magnitud del problema queda demostrada por la abundante literatura que suscita desde hace veinte años. (p. 9)

El urbanismo aspira a ser científico y sueña con ser objetivo; pero también sus críticas llegan «en aras de la verdad». Para tratar de desentrañar tal embrollo, Choay recurre a los grandes pensadores de la disciplina.

Empieza con lo que denomina preurbanismo, la ciencia de la ordenación de la ciudad antes del nacimiento de la propia disciplina (que Choay sitúa en 1910 en Francia pero que apareció unas décadas antes de la mano del ingeniero Ildefons Cerdà, creador del plan para el Ensanche de Barcelona). La ciudad industrial llegó ligada a ciertos cambios urbanos:

  • la racionalización de las vías de comunicación (grandes arterias urbanas, vías del ferrocarril);
  • especialización de los sectores urbanos (barrios de negocios en el centro, barrios residenciales en las afueras);
  • nuevos órganos y símbolos: grandes almacenes, hoteles, cafés;
  • suburbanización: la industria se implanta en los alrededores de la ciudad;
  • la ciudad deja de ser «una entidad espacial bien delimitada».

Con estos cambios, la ciudad «aparece como algo externo a los individuos a los que concierne», que se enfrentan a ella como un «hecho no familiar, extraordinario, extraño». Surgen dos visiones contrapuestas: la de quienes tratan de analizar la ciudad de forma objetiva (por ejemplo, la disciplina naciente de la sociología recurre a la estadística) y los que la entienden desde una visión política y polémica («surgen las metáforas del cáncer y la verruga»), entre los que encontramos los higiniestas, especialmente en Inglaterra, que perciben la ciudad como un lugar funesto y lleno de todos los males que debe ser erradicado. Pocos de entre ellos, sin embargo, salvo por ejemplo Engels, relacionan esta nueva clase social, con todos sus vicios, con la llegada de la industrialización, como «una nueva organización del espacio urbano, promovida por la revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista. No piensan que la desaparición de un orden urbano determinado implica la aparición de otro orden.»

Surgen así dos modelos de preurbanismo: el progresista y el culturalista.

El modelo progresista (Owen, Fourier, Richardson, Cabet, Proudhon) concibe el individuo como un tipo que puede ser abordado mediante un estudio científico de sus necesidades: «la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres entre sí». Se trata de un pensamiento dominado por la idea de progreso y vinculado a las revoluciones tecnológicas. Se distingues las siguientes características:

  • En primer lugar, el espacio está abierto. Buscan lugares amplios, llenos de vegetación, donde se pueda respirar libremente.
  • En segundo lugar, «el espacio urbano se divide de acuerdo con un análisis de las funciones humanas. Una clasificación rigurosa instala en lugares distintos el hábitat, el trabajo, la cultura y los esparcimientos.»
  • Se da gran importancia a la impresión visual de los objetos construidos; «lógica y belleza coinciden».
  • Importancia de la vivienda y surgimiento de un modelo de vivienda estándar donde residir.

El modelo culturalista (Ruskin, Morris) se centra, no en el individuo, sino en el grupo. «El individuo no es una unidad intercambiable como en el modelo progresista; por sus particularidades y por su propia originalidad, cada miembro de la comunidad constituye por el contrario un elemento insubstituible». Este modelo surge de la ciudad orgánica que existía antes de la industrial y que estaba desapareciendo, por lo que su origen es claramente nostálgico. Buscan una vía democrática basada en la comunidad, y el industrialismo se percibe como algo a controlar para que no perturbe el bienestar del individuo. A menudo, este modelo cae en el malthusianismo, el control del número de la población; en un intento, tal vez, de detener la historia.

Existen aún otras dos vías. Por un lado, la «crítica sin modelo de Engels y Marx«, para los cuales la ciudad es «el lugar de la historia», epítome del desarrollo de la burguesía y lugar de nacimiento del proletariado industrial, el encargado de llevar a cabo la revolución socialista. El orden actual debe ser erradicado; sin embargo, pese a esta denuncia, Marx y Engels no proponen un nuevo modelo que lo deba substituir. Por ejemplo, en su análisis La condición de la clase obrera en Inglaterra denuncia las condiciones pésimas en que viven, pero no plantea una alternativa a cómo debería organizarse la situación.

Por otro lado, existe un antiurbanismo americano representado por Jefferson, Emerson, Thoreau, Henry Adam y Henry James, entre otros, «donde la época heroica de los pioneros está unida a la imagen de una naturaleza virgen». Cada uno de ellos anhela, a su modo, «la restauración de una especie de estado rural que suponen, con ciertas reservas, compatible con el desarrollo económico de la sociedad industrial y que permite por sí solo asegurar la libertad, el florecimiento de la personalidad e, incluso, la verdadera sociabilidad».

El paso del preurabanismo al urbanismo se da cuando ya existen especialistas en la materia, generalmente arquitectos. Si el preurbanismo «estaba vinculado a una serie de ideas políticas, el urbanismo aparece despolitizado«. Además, ya no se trata de una visión teórica sino que sus ideas son aplicadas a la realidad, pese a encontrarse a menudo con la oposición, bien de una condiciones económicas desfavorables, bien con las «todopoderosas estructuras económicas y administrativas heredadas del siglo XIX».

A partir del 1928, el modelo progresista encuentra su órgano de difusión en el grupo de los CIAM, los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. Sí, si son lectores habituales del blog ya lo habrán adivinado: estamos hablando de Le Corbusier, por supuesto, y de La carta de Atenas. «La idea-clave que subyace en el urbanismo progresista es la idea de modernidad. (…) Pero el interés de los urbanistas se ha desplazado de las estructuras económicas y sociales hacia estructuras técnicas y estéticas.» Para que la propia ciudad alcance la revolución industrial es necesaria la implantación de nuevos métodos y materiales de construcción (acero y cemento), pero también que la producción se realice de modo industrial. Es decir: casas estándar con materiales estándar, algo esencial en el desarrollo de las «unidades de habitación».

El objetivo de modernizar las ciudades es garantizar a todos los ciudadanos una cantidad suficiente de sol, aire puro y vegetación; y el método para conseguirlo, desdensificar la ciudad y separar las distintas zonas que la conforman según si son para habitar, trabajar, ocio o comunicación entre las tres anteriores. Se proponen edificios enormes, basados siempre en formas geométricas, puesto que «el modelo progresista es tanto una ciudad-herramienta como una ciudad-espectáculo«, y se propone abolir la calle y entregarla a los vehículos (Le Corbusier aborrecía las aceras; le parecían un espectáculo dantesco dedicado al caos y el trajín, y proponía desterrar a los transeúntes a las azoteas o lugares específicos donde no molestasen).

La ciudad se convertía en una retícula donde el ángulo recto tenía prioridad que, contemplada en perspectiva, se volvía algo glorioso: Brasilia es el gran ejemplo. Sin embargo, y como Brasilia, estas ciudades son inhóspitas para sus ciudadanos, y de ahí surgirán todas las críticas al racionalismo a partir, sobre todo, de los años 60.

Choay también incluye a la Bauhaus en este modelo, más por su búsqueda estética y por su industrialización de todo material del hogar, reduciendo forma a función, que por compartir la doctrina de Le Corbusier.

En cuanto al modelo culturalista, surge con fuerza, sobre todo, en Alemania y Austria a finales del siglo XIX. Debido a que la industrialización se llevó a cabo, en primer lugar, en Inglaterra, en cuanto llegó a los países germánicos estos ya habían aprendido la lección inglesa y buscaron métodos para evitar los peores efectos urbanos. Los grandes nombres del modelo culturalista son Camillo Sitte, Ebenezer Howard y Raymond Unwin. Sitte fue el gran historiador del urbanismo austríaco, anhelando un pasado basado en la ciudad medieval; Howard, el creado del concepto de ciudad jardín, una construcción con tintes socialistas y población limitada donde todos serían propietarios de la industria y del terreno y que, en cuanto superase los límites impuestos, fundaría una nueva ciudad, de características similares, para evitar la densificación; y Unwin, el arquitecto que llevó a cabo las ideas de Howard y tuvo que adaptarlas a la realidad. De los tres, sólo la visión de Howard aparece politizada; Sitte y Unwin, especialmente el primero, realizaba una búsqueda estética.

A diferencia del modelo progresista, que podía fácilmente urbanizar el mundo, la ciudad culturalista tiene unos límites claros. Para Sitte, además, la concepción de la ciudad no pasa por la situación de edificios en la distancia sino por la concepción de las calles y las plazas como los órganos básicos del funcionamiento urbano. De aquí surgen las críticas al modelo culturalista, especialmente al de Sitte: parece dejar atrás la historia en una búsqueda de una Arcadia perdida. Unwin será más pragmático y tratará de incorporar a sus ciudades jardín «las exigencias del presente»; sin embargo, como destaca Choay, «en el caso de las ciudades jardín, el control exigido a la expansión urbana y su estricta limitación no son fácilmente compatibles con las necesidades del desarrollo económico moderno». [Hablamos largo y tendido sobre ciudades jardín y su ejecución a propósito del libro de Peter Hall Ciudades del mañana.]

Existe un tercer modelo: el naturalista, que recoge la tradición del antiurbanismo americano en la figura de Frank Lloyd Wright y la creación de Broadacre city. «La gran ciudad industrial es acusada de alienar al individuo en el artificio. Únicamente el contacto con la naturaleza puede devolver al hombre a sí mismo y permitir un armónico desarrollo de la persona como totalidad.» Lloyd Wright busca la realización de la «democracia»; pero «este término no debe inducir a error y hacernos creer en una nueva introducción del pensamiento político en el urbanismo: implica esencialmente la libertad para cada cual de actuar a su gusto.» El individualismo estadounidense, vaya, un individualismo «intransigente, unido a una despolitización de la sociedad, en beneficio de la técnica, ya que, finalmente, la industrialización será la que permitirá eliminar las taras que son su consecuencia.»

Por todo ello, «Wright propone una solución a la que siempre reservó el nombre de City, aunque con ella elimine no sólo la megalópolis sino también la idea de ciudad en general». Es esencial el concepto de naturaleza, las viviendas son siempre casas particulares con su terreno aledaño, ya que la agricultura se considera una actividad esencial. No existen grandes hospitales ni construcciones, y en su lugar son pequeños y muy descentralizados, diseminadas por todo la ciudad y con gran cantidad de conexiones.

Broadacre es una mezcla entre los dos modelos anteriores: «es a la vez abierto y cerrado, universal y particular», «un espacio moderno que se ofrece generosamente a la libertad del hombre» y que sólo es posible gracias a las conexiones que permiten las nuevas tecnologías (vehículos, televisor, como forma de comunicar esta gran red dispersa).

Como consideraciones finales, Choay destaca que es comprensible, por ejemplo, la asimilación de las ciudades jardín culturalistas a la ciudad radiante de Le Corbusier, del modelo progresista. Sin embargo, «Howard pertenece al modelo culturalista a causa de la preeminencia que en ella [la ciudad jardín] se concede a los valores comunitarios y a las relaciones humanas, y del malthusianismo que resulta de ello. En cambio, las ciudades jardín francesas forman parte del modelo progresista, que acabarán desembocando en los «grandes conjuntos» (grands ensembles). «El modelo progresista es el que inspira el nuevo desarrollo de los suburbs y el remodelamiento de la mayoría de las grandes ciudades en el seno del capitalismo americano» pero también surge en los países en desarrollo con «ciudades-manifiesto» como Brasilia o Chandigarh.

Existe un tercer apartado donde Choay destaca las resistencias o alternativas a los anteriores modelos urbanistas, la mayoría de las cuales se dan tras la Segunda Guerra Mundial, cuando dichos modelos ya se han puesto en práctica con mayor o menor fortuna. Hay una primera tendencia a proponer ciudades futuristas, en general irrealizables: ciudades verticales, ciudades puente, ciudades isla, totalmente desgajadas del concepto tradicional de ciudad, a menudo con una gran densidad, que en general son más modelos visuales y alternativos que verdaderas ciudades practicables. Todas están muy ligadas a las técnicas del momento en que se proponen y olvidan que, como propuso Heidegger, «habitar es el rasgo fundamental de la condición humana», y por todo ello, puesto que son objetos, más que ciudades, Choay las recoge bajo el epígrafe de «tecnotopía, y no tecnotópolis: el lugar, y no la ciudad, de la técnica».

Por otro lado, en antrópolis se recogen las tendencias que surgen como protesta al modelo progresista y las debacles que estaba generando en las ciudades, especialmente americanas. Las críticas tienen en común que surgen de fuentes, en general, no urbanistas sino sociólogos o historiadores, y reivindican otros factores desde lo que plantear las formas en que habitar y diseñar las ciudades. Son las siguientes:

  • El urbanismo de la continuidad. Los dos grandes nombres de esta fórmula son Patrick Geddes y Lewis Mumford. El primero fue un biólogo que proponía la necesidad de un estudio muy complejo, especialmente centrado en la historia, antes de abordar la remodelación de cualquier ciudad. Para Geddes no existían modelos: cada caso particular es una ciudad distinta. Su pensamiento, expuesto de forma algo compleja en sus obras, fue divulgado por su discípulo Lewis Mumford, americano de una vastísima cultura (leímos La ciudad en la historia aquí, aunque nos superó). «En su búsqueda de fórmulas nuevas, Mumford acude constantemente a las lecciones de la historia. La ciudad bien circunscrita de la época preindustrial se le aparece como una fórmula mejor adaptada que la megalópolis a un desarrollo armonioso de las aptitudes individuales y colectivas». Choay destaca la enorme importancia que ha tenido el concepto de regionalismo en los estudios urbanos actuales al poner de manifiesto que una ciudad no es algo autónomo sino el centro de un lugar, con unas redes propias con todo el entorno que la rodea y que debe ser abordada antes de cualquier intervención. Como crítica, sin embargo, Choay destaca que, dada una investigación exhaustiva de un mismo entorno, dos planificadores urbanos pueden llegar a proponer soluciones completamente distintas, por lo que la idea de «la existencia de una solución profunda» pregonada por Geddes y Mumford no es cierta y toda elección tomada siempre estará basada en una determinada ideología. De hecho, ambos autores se acercan bastante más al modelo culturalista que al progresista: ambos detestan «la ciudad moderna» y proponen cierto malthusianismo en aras de la defensa de las «relaciones sociales».
  • Defensa e ilustración del asfalto. Si los objetivos higienistas fueron los precursores, en Inglaterra, del urbanismo y la necesidad de reformar las ciudades para hacerlas tan habitables como fuese posible, en los años 60 surge la denuncia de que el modelo progresista está desbaratando las relaciones sociales complejas que existían en los barrios de las ciudades. Existía un barrio en Boston, el North End, con una fama terrible y al que se le atribuían todos los males urbanos posibles; sin embargo, con las estadísticas en la mano, era un barrio con buenos índices de educación y bajos índices de insalubridad. De la mano de psiquiatras como Duhl y, sobre todo, de la gran Jane Jacobs (Muerte y vida de las grandes ciudades) surge la reivindicación de la calle como lugar social y expresión de la ciudadanía; conceptos como «el ballet de las aceras» o «los ojos que vigilan la calle» indican la necesidad de crear barrios densos, con todo tipo de relaciones y calles siempre repletas, algo opuesto a la zonificación. Choay denuncia el cariz nostálgico de Jacobs, que idealiza su barrio y le atribuye a una ciudad industrial cualidades que los urbanistas culturalistas atribuían a las ciudades preindustriales. [Sennett presentaba un debate más que interesante entre las ideas de Mumford y de Jacobs en el momento de planificar las enormes ciudades chinas de crecimiento acelerado en Construir y habitar.]
  • Análisis estructural de la percepción visual. La ciudad es percibida por quienes la habitan no tanto como un lugar estético o una suma de volúmenes sino que es «estruturada por la necesidad de encontrar en ella mi casa, los mejores accesos de un punto a otro o un cierto elemento de distracción». Ello llevó a Kevin Lynch a desarrollar el concepto de legibilidad en La imagen de la ciudad y a determinar cinco elementos distintos: sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Precisamente los conjuntos progresistas son «difíciles de estructurar (a pesar de su aparente sencillez) a causa, en gran parte, de la gratuidad de su implantación».

Como colofón, Choay aporta algunos elementos que responden a la crisis que sufrió el urbanismo de la época de la publicación del libro (1965):

  1. Pese a que se ha presentado como un sistema objetivo, en realidad el urbanismo, como toda propuesta de ordenación, se basa en una «serie de tendencias y sistemas de valores». «La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical».
  2. Es comprensible que haya surgido una «crítica de segundo grado» que rechaza el «urbanismo dominado por lo imaginario y haya buscado en la realidad la base de la ordenación urbana, sustituyendo el modelo por una cantidad de información». Además, y pese a la afluencia de estudios sobre las ciudades y sus necesidades, tras toda elección debe haber una decisión: !ciudad o no-ciudad, ciudad de asfalto o ciudad verde, ciudad casbah o ciudad estallada».
  3. Pese a que «un conocimiento exhaustivo del contexto (servicios exigidos y gastos implicados, por parte del usuario; condiciones de fabricación, por parte del productor) debe permitir la determinación de la forma óptima de una plancha, un teléfono o de un sillón», base de la teoría funcionalista de la Bauhaus, esta teoría olvida que los objetos tienen un valor semiológico. «La ciudad no es sólo un objeto o un instrumento, un medio de cumplir ciertas funciones vitales; es igualmente un marco de relaciones interconcienciales, el lugar de una actividad que consume unos sistemas de signos mucho más complejos que los más arriba evocados».
  4. El urbanismo aún no ha sido capaz de reunir estas observaciones en un «sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador».

El antiguo modo de ordenación de las ciudades se ha convertido en una lengua muerta. Una serie de acontecimientos sociales –transformación de las técnicas de producción, crecimiento demográfico, desarrollo del ocio, entre otros– han hecho perder su sentido a las antiguas estructuras de proximidad, de diferencia, de calles y de jardines. Todas ellas no se refieren ya más que a un sistema arqueológico. En el contexto actual, carecen de significación.

Pero, ¿han sustituido los urbanistas esta lengua muerta, conservada por la tradición, por una lengua viva? Las nuevas estructuras urbanas son en efecto creación de los microgrupos de decisión que caracterizan a la sociedad del dirigismo. ¿Quién elabora hoy las nuevas ciudades y los conjuntos de viviendas? Unos organismos de financiación (estatales, semiestatales o privados), dirigidos por técnicos de la construcción, por ingenieros y por arquitectos. Todos juntos, y arbitrariamente, crean su propio lenguaje, su «logotécnica». (p. 101)

Pero este lenguaje, muy especializado, tiene «un campo de significación restringido», «pobreza lexicográfica» y «una sintaxis rudimentaria que procede por yuxtaposición de sustantivos sin disponer de elementos de unión; por ejemplo, el mismo espacio verde es sustantivado, cuando debería tener una función coordinativa». ¿Qué significa un bloque de pisos, una zona verde, un paso peatonal? Que alguien lo ha puesto ahí; remite a un lenguaje «imperativo y coactivo». «El urbanista monologa o arenga; el habitante se ve en la obligación de escuchar, sin que siempre comprenda».

Debido a la complejidad de la administración de nuestros tiempos, el ciudadano debe delegar en unos expertos; «si confrontamos el tiempo de la palabra con el de la logotécnica, nos enfrentamos a la relación esencial entre el tiempo y la política: al oponer la democracia al dirigismo comprobamos, una vez más, que la primera no es actualmente más que una palabra. Pero la desaparición de la palabra no implica de por sí la desaparición de la propia lengua.» Es por ello que, a día de hoy, el urbanismo es «un simulacro de lenguaje, un código práctico de especialistas, generalmente desprovistos de referencias al conjunto de los demás sistemas semiológicos que constituyen el universo social.»

¿Ha sabido el urbanismo desarrollar un lenguaje propio desde los años 60 hasta la actualidad? Sin duda lo ha intentado, a tenor de lecturas como Jan Gehl (Ciudades para la gente) o Richard Sennett (el ya citado Construir y habitar); aunque también es posible que dicho lenguaje se haya impregnado aún más de ideología (arquitectura hostil, zonas higienizadas para las clases creativas y gentrificación).

La ciudad bien temperada, Jonathan F. Rose

Las ciudades son extraordinariamente complejas. La muestra la tenemos en la cantidad diversa de disciplinas que la abordan: desde la antropología y la sociología hasta la economía, la arquitectura, el urbanismo o el diseño. Los estudios urbanos, por ejemplo, requieren una gran cantidad de aprendizajes y se puede llegar a ellos desde multitud de caminos distintos.

Cuando se trabaja sobre la ciudad es esencial mantener dos conceptos a la vez en la mente: lo que existe y lo que uno pretende construir, o hacia dónde pretende guiar lo que ya hay. Jane Jacobs escribió el libro sobre urbanismo mejor valorado de la historia, Muerte y vida de las grandes ciudades, basándose en algo muy sencillo: salir a la calle y observar lo que sucedía. Los primeros capítulos del libro son un ataque frontal a Robert Moses (y Lewis Mumford), el máximo exponente del urbanismo racionalista en Nueva York y muy dado a derribar barrios enteros para construir autopistas. Las tesis de Moses y los suyos en los 60 era que los barrios eran malos y había que ceder espacio al vehículo y a la funcionalización; Jacobs, a base de estadísticas y puro sentido común, les mostró que la vida en los barrios era mucho más rica y segura, además de las redes sociales que existían entre los habitantes de la ciudad.

Cualquier excusa es buena para poner una foto de Jane Jacobs.

Criticamos en su momento La ciudad conquistada, de Jordi Borja, porque no hacía una distinción clara entre lo que era descripción de la ciudad y lo que era su deseo para ella. «Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas.» (p. 352). ¿Por qué la ciudad no puede estar llena de guetos?

Cada cual tiene su visión distinta; eso es válido. Pero ayuda cuando los argumentos que la sostienen son universales y no personales. Tanto Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas) como Richard Sennett (El declive del hombre público) dejan claro que defienden un espacio público heterogéneo, confuso, fruto de la mezcla, porque es la única forma en que los ciudadanos pueden educarse ante la diferencia y lo que es la base de la antropología: el otro, la alteridad. Las comunidades son abominables: lo dijo Sennett claramente y lo ha repetido (Construir y habitar), porque la forma más fácil de crear lazos estrechos es buscando enemigos comunes.

En otros casos, la ideología tras la ciudad que uno defiende ni siquiera queda implícita pero empapa toda la visión: El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser, decía, sin decir, que las ciudades son buenas cuando dan dinero. Son buenas cuando consiguen aumentar su PIB, son buenas cuando atraen a personas con alto nivel adquisitivo y las mantienen, son buenas cuando sus habitantes disponen de dinero. «En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.» (p. 103) La ciudad, entendida como cúspide del capitalismo; pero sin tener en cuenta todas las tribulaciones que el capitalismo conlleva, como la inflación del alquiler por la entrada de los grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario o la turistificación de la ciudad mediante, entre muchos otros, Airbnb.

Si citamos El triunfo de las ciudades es porque La ciudad bien temperada, del urbanista y agente inmobiliario Jonathan F. P. Rose, se le parece bastante. La tesis de Rose, que establece un símil con el equilibrio musical que buscaba Bach en su obra El clave bien temperado, es que hay cinco cualidades necesarias para que una ciudad funcione bien: coherencia, circularidad, resiliencia, comunidad y compasión. ¿Cuál es el problema? Que ninguna de estas virtudes se nos explicita claramente: son sólo indicaciones morales de cómo se deberían gestionar las ciudades.

No hay una tesis clara en el libro de Rose. Hay muchos datos, muchos epígrafes, muchos temas mezclados y muy pocas ideas de fondo. O, mejor dicho, hay tantas que nunca se sabe hacia qué lugar apuntan. Se hace un resumen correcto de la historia urbana escogiendo ciudades puntuales y explicando qué aportaron; pero no cómo las ciudades que vinieron después adoptaron esas características y las hicieron propias. Se habla de que la creación de comunidad es buena; ¿pero de qué tipo, cómo se consigue en una ciudad caracterizada por la heterogeneidad y las sacudidas capitalistas? Se dice que la smart city puede ayudar y se habla de Songdo, pero no se entra en detalle sobre la propiedad del software o la intrusividad para los ciudadanos.

Imaginemos una ciudad con las viviendas sociales de Singapur, la educación pública de Finlandia, la retícula inteligente de Austin, la cultura de la bicicleta de Copenhage, la producción de alimentos de Hanói, el sistema de alimentos regionales de Florencia… (p. 41)

El párrafo anterior sigue y sigue, enumerando todas las buenas cualidades de muchas ciudades. Imaginemos una ciudad con todas esas características: no sería ninguna de ellas.

Recientemente han añadido a Netflix un programa sobre la humorista americana Fran Lebowitz que se titula, precisamente, «Pretend it’s a city»: Supongamos que es una ciudad. Habla sobre Nueva York, la niña de los ojos de la humorista, la ciudad en la que lleva cinco décadas y a la que critica en cada una de sus intervenciones. No deja títere con cabeza; y, sin embargo, también queda muy claro que no va a abandonar su ciudad. Nueva York es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva; pero es su ciudad y está orgullosa de vivir en ella.

El metro de Barcelona es tristemente famoso por la gran cantidad de carteristas que hay en él, sobre todo en las zonas céntricas. Pero eso no es sólo una característica de la ciudad, sino del sistema legal español, que no tiene una medida verdaderamente eficiente para luchar contra ese tipo de crimen. En el metro de Berlín, los revisores van vestidos con ropa de calle: al acceder al vagón, cuando se cierran las puertas, muestran su identificación y solicitan a los viajeros sus billetes. Si fuesen uniformados, quienes viajan sin billete los verían y se limitarían a escapar. Y esto es, también, un reflejo de la sociedad alemana.

Ginebra y Vancouver son ciudades seguras y siempre ocupan posiciones altas en los índices de mejores lugares donde vivir. Son, también, profundamente aburridas, sin nada interesante por hacer ni nada que contemplar por la calle. Eso es lo que hace interesante a Nueva York: pese a las muchas quejas que Lebowitz tenga, todas ellas forman lo que vale la pena mirar, lo que interesa a los demás: la vida urbana.

Las ciudades son redes complejas donde coinciden una gran masa de población heterogénea, los flujos del capital, los flujos migratorios, las redes de cultura, finanzas, crimen, narcotráfico y todas cuanto se imaginen. Considerarlas como una serie de piezas independientes, como un LEGO que puede ser ensamblado a voluntad sin tener en cuenta el resto de elementos, parece una forma errónea de abordarla.

La imagen de la ciudad, Kevin Lynch

Kevin Lynch fue uno de los precursores del diseño urbano. Profesor del MIT, recibió una beca de la Fundación Rockefeller (la misma que permitiría a Jane Jacobs redactar Muerte y vida de las grandes ciudades) y realizó diversos estudios para tratar de comprender las ciudades construidas y la visión que los ciudadanos tenían de ellas. El más conocido de sus libros, La imagen de la ciudad (1960), ofrece las conclusiones de una batería de preguntas realizadas a los ciudadanos de Boston, Jersey City y Los Ángeles sobre la visión que tenían de una zona concreta de sus ciudades.

Los elementos móviles de una ciudad, y en especial las personas y sus actividades, son tan importantes como las partes fijas. No somos tan sólo observadores de este espectáculo, sino que también somos parte de él, y compartimos el escenario con los demás participantes. Muy a menudo, nuestra visión de la ciudad no es continua sino, más bien, parcial, fragmentaria, mezclada con otras preocupaciones. Casi todos los sentidos están en acción y la imagen es la combinación de todos ellos. (p. 10)

Por ello, en La imagen de la ciudad no se estudia la ciudad física, sino la imagen mental que los ciudadanos extraen de ella: la legibilidad de una ciudad determinada y la capacidad de orientación que los habitantes desarrollan en ella. No en vano, y como reflexiona Lynch, pocas cosas hay más horribles que estar realmente perdido: «la misma palabra «perdido» significa en nuestro idioma mucho más que la mera incertidumbre geográfica; tiene resonancias que connotan completo desastre».

Es evidente que cada ciudadano contempla una metrópolis distinta, en función de su origen, condición e intereses; pero en este caso, las individualidades se dejan de lado y se buscan los factores comunes que definen la imagen mental de la ciudad, hasta alcanzar una especie de consenso. Las ciudades elegidas fueron el centro de Boston, ciudad de la costa Este famosa por sus construcciones de estilo europeo; Jesey City, ciudad famosa, en general, por estar cerca de Nueva York y sin especial hincapié en hitos o aspectos destacables; y el centro de Los Ángeles.

Tras realizar entrevistas en profundidad a unos pocos ciudadanos (30 de Boston y 15 en las otras dos ciudades), Lynch llegó a la conclusión de que existían cinco elementos básicos:

  • senda (path): los caminos que sigue el observador, ya sea a pie o en coche.
  • borde (edge): «elementos lineales que el observador no usa o considera sendas», es decir: muros, playas, cruces de ferrocarril. No son importantes como las sendas en el sentido de que no se pueden recorrer, pero sí que juegan un papel esencial en la orientación urbana.
  • barrio (district): zonas de la ciudad con un carácter determinado en las que el habitante «siente» que puede entrar y que son distinguibles de algún modo.
  • nodo (node): puntos estratégicos de la ciudad, a menudo porque conectan diversas sendas y obligan al paseante o conductor a tomar una decisión. El ejemplo de nuestros tiempos serían las rotondas, para los coches, o estaciones donde hacer transbordo.
  • hito (landmark, aunque la traducción de la editorial Gustavo Gili usa «mojón»): otros elementos de referencia en los que el habitante no puede entrar, pero sí usar para orientarse. Aquí se incluyen desde monumentos de la ciudad a detalles característicos; incluso el sol puede usarse como referente.

Por supuesto, estos elementos no son estables: una autopista puede ser una senda para un conductor o un borde para un paseante. «Los barrios están estructurados con nodos, definidos por bordes, atravesados por sendas y regados de hitos. Por lo regular los elementos se superponen y se interpenetran.» (p. 64)

Beacon Hill, en Boston; foto casi sin filtros.

Una vez dispone de todos estos elementos, Lynch se plantea cuál es la forma ideal de distribuirlos. La imagen que le viene a la mente es Florencia, que identifica como un verdadero lugar (en oposición a las ciudades sin personalidad o a los grandes espacios sin carácter de las metrópolis de la época):

Para dar un solo ejemplo, Florencia es una ciudad de vigoroso carácter que cala hondo en los afectos de mucha gente. Si bien muchos forasteros reaccionarán al principio ante ella en forma negativa, considerándola fría y aplastante, con todo no podrán negar su particular intensidad. Vivir en este medio ambiente, cualesquiera que sean los problemas económicos o sociales con que se tropiece, parece añadir una profundidad más a la experiencia, lo mismo si es de deleite, de melancolía o de pertenencia. (p. 113).

No es el primer urbanista enamorado de las ciudades italianas: recordemos a Jan Gehl elogiando Siena o Venecia (Ciudades para la gente), con su escala humana y su lenta transición entre la velocidad del peatón y la del vehículo; o a Lefebvre hablando, precisamente, de cómo en el Renacimiento italiano «la representación del espacio dominó y subordinó al espacio de representación (de origen religioso) mediante la creación de la perspectiva»; o, dicho de otro modo, el espacio concebido pasó por encima del espacio vivido, y por ello estas ciudades son el ejemplo canónico de ciudades a escala humana o ciudades dotadas de gran carácter.

Destaca Lynch que es posible que no existan más de veinte o treinta ciudades con tal «vigoroso carácter visual» o una «estructura evidente»; todas ellas, al menos al desparramarse en las afueras, adolecen de espacios anónimos o sin personalidad. Aún así, es necesario orientarse en ellas para recorrerlas; y el punto esencial son las sendas, que determinan en gran medida el mapa mental que trazan quienes las recorren. Aquí, Lynch iba en contra de los grandes nudos viarios de autopistas que tan de moda estaban por entonces en Estados Unidos y que estaban desgarrando el tejido social de las ciudades con la excusa de facilitar el tráfico; recordemos, no en vano, que Carlos García Vázquez afirmaba que los dos Davides que acabaron con el Goliath Robert Moses fueron Jane Jacobs, moralmente con el ya citado Muerte y vida de las grandes ciudades, y Kevin Lynch científicamente con La imagen de la ciudad.

Pero la esencia de la imagen de la ciudad no es sólo lo fácil que permite la orientación o el recorrido.

A decir verdad, la función de un buen medio ambiente visual no se reduce sólo a facilitar los recorridos habituales ni a afianzar significados y sentimientos que ya se poseen. De la misma importancia puede ser su función de guía y estímulo para nuevas exploraciones.

[…] Una ciudad no está construida para una sola persona sino para un gran número de personas de extracción, temperamento, ocupación y posición social sumamente diferentes. (…) Por esto el diseñador debe crear una ciudad que cuente con tantas sendas y tantos bordes, hitos, nodos y barrios como sea posible: una ciudad que no sólo haga uso de una o dos cualidades formales, sino de todas ellas. (…) En tanto que un hombre recordará una calle por su pavimento de ladrillo, otro recordará su vasta curva y un tercero se fijará en los mojones menores a lo largo de su extensión. (p. 134-5)

Igual que Jane Jacobs, Lynch propone que haya diferentes sendas que lleven al mismo sitio, para permitir la diversidad de caminos y recorridos. Es consciente de que los grandes medios de comunicación (como las autopistas) permiten trazar mapas mentales mucho más amplios, pero a costa de perder calidad de la imagen, más borrosa en cuanto tiene que abarcar más espacio. Como una de las formas de organizar los elementos, precisamente, propone una composición musical: donde cada forma lleve a la siguiente, generando una melodía de tonos variables. De nuevo: el ballet de las aceras de Jacobs; ambos estaban proponiendo alternativas a una ciudad mastodóntica entregada al vehículo.

Es muy cierto que necesitamos un medio que no sólo esté bien organizado sino que asimismo sea poético y simbólico. El medio debe hablar de los individuos y su compleja sociedad, de sus aspiraciones y su tradición histórica, del marco natural y de las funciones y los movimientos complejos del mundo urbano. Pero la claridad de la estructura y la vividez de la identidad son los primeros pasos para el desarrollo de símbolos vigorosos. (p. 146)

Nos surgen distintas reflexiones alrededor del estudio de Lynch. La primera: el autor divide el análisis de toda «imagen ambiental» en identidad, estructura y significado. La identidad supone distinguir el objeto como un ente autónomo, separarlo de de otras cosas que lo rodean. La estructura es la relación espacial del elemento con otros objetos o el observador; y el significado es lo que supone este elemento para el observador. Por razones obvias, el estudio de Lynch se centra en identidad y estructura; el significado siempre es variable, y es colectivo, pero también se forma individualmente. «La imagen de los rascacielos de Manhattan puede representar vitalidad, poder, decadencia, misterio, congestión o lo que se quiera, pero en cada caso esa nítida representación cristaliza y refuerza el significado.» En ese sentido… ¿cuál sería el significado de las ciudades? O, yendo un paso más allá: edificios singulares, como el Guggenheim de Bilbao, donde la identidad no es, a priori, tan factible: ¿forman una única categoría, crean su propio espacio de identificación en el que sólo están ellos? ¿Cómo reaccionamos ante cosas que vemos en la ciudad que no comprendemos?

La segunda reflexión es alrededor de los nodos y los hitos, los lugares esenciales que definen la ciudad. Estos lugares se caracterizan hoy en día porque la propia ciudad los marca de forma unívoca: habitualmente, colocando allí monumentos, estatuas de conquistadores, de figuras preeminentes para una historia concreta de la ciudad. Esta política, por supuesto, que es una representación del poder, parte de una idea concreta de ciudad y tiene mucho que ver con la producción del espacio de Lefebvre pero también con la museificación o la conversión de la ciudad en un lugar con una historia concreta y buscada: la representación del sueño burgués en las Ramblas de Barcelona antes que la celebración de las revoluciones obreras que sacudieron la ciudad, por ejemplo. O con una revisitación del sueño imperial en Viena.

Y finalmente, la reflexión central del estudio, leído en nuestros tiempos: ¿cómo afecta Google Maps a todo el entramado mental que creamos los ciudadanos? Uno conoce su ciudad, sin duda, o al menos las partes de ella que recorre habitualmente (nos vienen a la mente los territoriantes de Francesc Muñoz en Urbanalización), pero por ejemplo al visitar otra por negocios o turismo, desenvaina el móvil y deja que sea la aplicación de google la que le guíe, hasta el extremo de que la contemplación de la ciudad es algo secundario, un escenario que ver, no un mapa que desentrañar. Análogamente, ahora la visión cenital de las ciudades es algo habitual, por lo que la relación entre mapa y territorio sin duda se ha generalizado; ¿cómo afecta eso a la construcción espacial que los habitantes generamos en nuestras mentes para orientarnos sobre ella?

Escuchar y transformar la ciudad

Ya hemos hablado largo y tendido en el blog de cómo el racionalismo arquitectónico llegó, de la mano de Le Corbusier y La carta de Atenas, con la intención de mejorar las ciudades y sus condiciones de vida mediante la zonificación. Ésta consistía en separar en diversos sectores las tareas que las personas llevan a cabo en las ciudades: la residencia por un lado, con grandes edificios rodeados de zonas verdes; el trabajo por el otro, el ocio en un tercero y un cuarto espacio para conectar los anteriores: la calle y las vías de tránsito, cedidas al tráfico rodado. Es decir: a los vehículos, mientras que los peatones quedaban relegados de la calle.

En cuanto esta teoría se fue volviendo realidad se convirtió, grosso modo, en zonas completas a las afueras de las ciudades dedicadas sólo a vivienda, sin nada que hacer en sus calles; los grands ensembles franceses o las ciudades del extrarradio españolas son un buen ejemplo. Para gestionar tanto tráfico del exterior hacia el interior de la ciudad, sin embargo, hubo que realizar grandes obras faraónicas que arrasaron barrios enteros.

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Jane Jacobs, de la que acabaremos poniendo todas las fotos disponibles en internet.

La primera en poner el grito en el cielo (o la que más levantó la voz, aunque de forma racional y sosegada) fue Jane Jacobs, neoyorquina considerada la urbanista más influyente de la historia. Con su Muerte y vida de las grandes ciudades, denunciaba la sistemática destrucción de las redes familiares, de amigos y vecinos que se habían formado en los barrios y que estos proyectos iban destruyendo sin tener en cuenta. El espacio público, defendía Jacobs, era un bien de todos: los que lo habitaban y los que lo transitaban. Además de generar algunos conceptos que han pasado a formar parte del lenguaje del urbanismo, como la diversidad de usos, que se opone a la zonificación pues propone que en un mismo entorno coexistan muy diversos tipos de edificios, para evitar que todos sus usuarios se concentren a la misma vez y dejen vacías las calles el resto del tiempo (lo que sucede, por ejemplo, en La Défense, como denunciaba Bauman, ocupada sólo de nueve a cinco los días laborables) o el ballet de las aceras, la coreografía imposible de seguir del trajín diario por las calles que es señal de un espacio público saludable. Jacobs se opuso a Robert Moses, el gran urbanista de Nueva York que quería derrumbar el bario de Greenwich donde ella habitaba para hacer sitio a una autopista, y consiguió ganar y proponer una nueva forma de gestionar las ciudades.

La otra piedra de toque en el cambio urbanístico fue la renovación de Bolonia, de la que hablamos a propósito de Ciudad hojaldre, de Carlos García Vázquez: una renovación respetuosa con la historia de la ciudad, su distribución en barrios, los usos que los ciudadanos hacían de las calles. No todas las ciudades son Bolonia, sin embargo, pero el hito que marcó su renovación dejó huella y es, de algún modo, a lo que aspira el urbanismo actual: a no ser intrusivo, a respetar el espacio urbano, el derecho a la ciudad de Lefebvre; la enésima iniciativa de París, la ciudad de los 15 minutos, abunda en esta dirección, proponiendo una ciudad fácil de recorrer a pie o en bicicleta donde todos los usos que el ciudadano pueda necesitar están a una distancia que se recorra en un cuarto de hora. Ecológica, agradable y dando prioridad al peatón o ciclista.

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De todo esto que les hemos hablado trata el libro Escuchar y transformar la ciudad. Urbanismo colaborativo y participación ciudadana, de Paisaje Transversal, una oficina de urbanistas creada en 2007 en Madrid que propone «procesos de transformación de ciudades y territorios desde una perspectiva integral y participativa». En vez de la participación ciudadana, proponen el método de «escuchar» a los residentes de la zona, concepto que consideran más amplio, amén de otros para fomentar la interacción entre urbanistas y ciudadanos. Sin embargo, algo erróneo debe de haber en un libro cuando, tras cuarenta páginas leídas, aún no se ha dicho mucho: abundan las palabras participativo, integral, propuesta, gestión, urbanismo; y se dan unos someros ejemplos de buenas propuestas que se han llevado a cabo; pero no aparece un verdadero plan sistemático capaz de generar ciudades distintas a las actuales, como por ejemplo lo hace Jan Gehl en cualquiera de sus libros (aunque citaremos el maravilloso Ciudades para la gente). Gehl y su estudio analizan los sentidos humanos, preparados para velocidades de 5 km/h en vez de las habituales de los vehículos, aproximadamente 60 km/h, y denuncian cómo las ciudades se habían ido vendiendo al tráfico rodado, con grandes carteles para ser legibles desde el coche y poca diversidad para un peatón que pasea. A partir de ahí, ofrecen una serie de consejos, extrapolables a cualquier ciudad del mundo, sobre cómo distribuir las calles para crear un espacio público agradable de transitar y donde las personas puedan hacer lo que las personas, en las ciudades, prefieren hacer: observarse unos a otros.

No hallamos recetas similares en este Escuchar y transformar la ciudad; nos parece más bien un panfleto elaborado, una exposición de la propia labor de Paisaje Transversal destinada más a una soirée en la que recaudar fondos y explicar, brevemente y sin apabullar, con una copa de champán en la mano, en qué consiste su labor; y nos parece una oportunidad perdida, porque una de las tareas mastodónticas que enfrenta la ciudad es la degradación progresiva de su espacio público, gentrificación y museificación mediante, por citar sólo dos ejemplos sangrantes.

La ciudad de los 15′

“Este orden se compone de movimiento y cambio; y aunque estamos hablando de vida, y no de arte, podemos quizá, un poco caprichosamente, hablar del arte de formar una ciudad y compararlo con la danza. No una danza precisa y uniforme en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo, gira caprichosamente y hace la reverencia en masa, sino un intrincado ballet donde cada uno de los bailarines y los conjuntos tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado.”

La cita anterior es de la página 85 de Muerte y vida de las grandes ciudades, de nuestra admiradísima Jane Jacobs. Ella llamará a este proceso el ballet de las aceras y hace referencia al devenir diario de una ciudad saludable, es decir, una ciudad donde su espacio público es de calidad y no un mero trámite que los ciudadanos deban recorrer en coche o transitando sus aceras vacías. Viene a cuestión esta cita por la propuesta que está desarrollando la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, basada en las observaciones del urbanista colombiano afincado en Francia Carlos Moreno.

La propuesta se denomina ciudad de los 15 minutos y, en esencia, propone que el día a día de los ciudadanos de París -por extensión, de toda ciudad- se lleve a cabo en una zona cuyo diámetro máximo sea el que se recorre a 15 minutos andando, en bicicleta o en transporte público. La excusa necesaria para la propuesta: el cambio climático, uno de cuyos factores principales es la movilidad de las personas usando el transporte privado, es decir, el coche. Y el momento perfecto: tras el confinamiento generado por el coronavirus, que ha puesto de manifiesta otras posibilidades, como las que ofrece el teletrabajo.

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En esencia, la propuesta no es otra que recuperar los barrios de toda la vida. Pero en estos tiempos de márqueting las ideas no se venden así, por lo que la ciudad de los 15 minutos se vertebra alrededor de tres pilares:

  • Cronourbanismo: Que el ritmo de la ciudad siga a humanos y no a autos.
  • Cronotopía: Que los metros cuadrados sirvan para muchas cosas distintas.
  • Topofilia: amar el barrio y hacer que nos guste vivir allí.

Dicho de otro modo: el cronourbanismo es seguir, por ejemplo, las propuestas de Jan Gahl en La humanización del espacio público: calles pensadas para peatones y no para vehículos, lugares donde sentarse y reposar, que inviten a ser transitados, llenos de otras personas; es decir, donde participar y observar el ballet de las aceras de Jacobs. La cronotopía es la diversidad de usos de Jacobs: que en cada calle existan dedicaciones múltiples: oficinas, comercios, colegios, bares y restaurantes; que estén a máxima capacidad a distintas horas, para que siempre haya gente, para que se mezclen los usos y los usuarios; para que el ballet tenga sentido y no sea un vulgar desfile militar donde todos marquen el mismo compás. El concepto de topofilia, sin embargo, es el que más nos cuesta de asimilar. Y volvemos a Jacobs para analizarlo.

La gente de una ciudad es móvil. Puede escoger cualquier cosa en toda la ciudad (incluso más lejos), desde un trabajo, un dentista, su ocio, los amigos, las tiendas, los espectáculos o, en algunos casos, las escuelas de sus hijos. Los habitantes de una ciudad no se encierran en el provincianismo de un barrio. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿La gracia de la ciudad no es la amplitud y riqueza de sus oportunidades? Ésta es precisamente la gracia de las ciudades. Más aún, esta misma fluidez de funciones y posibilidades de elección de los ciudadanos es precisamente el fundamente subyacente de la inmensa mayoría de las actividades culturales de una ciudad y de todo tipo de iniciativas.” (p. 147)

Dicho de otro modo: si vamos a habitar en un radio de 15 minutos… ¿para qué vivir en una ciudad?

La ciudad de los 15 minutos busca, en el fondo, una vuelta de tuerca al que ha sido el modelo imperante de gran parte del siglo XX, el racionalismo de Le Corbusier donde las zonas estaban separadas y las viviendas se convertían en grandes torres de hormigón cuyos cimientos quedaban deshabitados y carentes de espacio público, cedido al vehículo necesario para transitar de una zona a otra. En Estados Unidos se llamó suburbia, en Europa generó las ciudades del extrarradio y los grands ensembles franceses. Por ello, bienvenidas sean todas las propuestas que traten de devolver el espacio central de las calles a los peatones.

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Las propuestas concretas de esta iniciativa se traducen, según su promotor, Carlos Moreno:

La “ciudad de 15 minutos” en París comienza por hacer que las calles más importantes sean inaccesibles para vehículos de motor; convirtiendo las intersecciones actualmente obstruidas por el tráfico en plazas peatonales y creando “calles para niños” alrededor de las escuelas. Las calles peatonales o con tráfico reducido con vegetalización y diseño para estar allí, las calles para niños, sin tráfico automotor para prolongar las áreas de juego sin peligro y favorecer la actividad y encuentro físico. La escuela pública, un elemento estructurante de la República francesa, será la capital del barrio, como vector de transformación. Abrir las escuelas los fines de semana para transformar su uso, la creación de kioscos ciudadanos de proximidad como referentes de la presencia municipal, los platos artísticos, que pueden ser fijos o móviles para integrar la cultura urbana de proximidad, abrir la alcaldía con salas abiertas como lugar de estudio y encuentro, complementarias de los horarios de bibliotecas, el acompañamiento a las personas de tercera y cuarta edad para mejorar sus condiciones de vida, los centros Social Sport Club mezclando vida social y deportiva, el apoyo a los comercios de barrio con la creación de un establecimiento municipal gestionando su catastro y propiedad, un servicio municipal de policía sin armas letales, con paridad de género y formación para mediar y estar presente…

Motivos para estar a favor:

  • bienvenida sea toda promoción del espacio público;
  • peatonalización de arterías ahora entregadas al vehículo privado;
  • redes de proximidad;
  • iniciativas como huertas urbanas o comercio local, con capacidad para diluir la potestad globalizadora del capital y para crear redes sociales entre vecinos;
  • redescubrimiento de la zona donde uno vive.

Y otros que la iniciativa no tiene en cuenta:

  • sólo afecta a los residentes en la ciudad; ¿y todos aquellos que se desplazan a ella para trabajar, estudiar, disfrutar de su ocio?
  • por ahora sólo se centra en servicios públicos; pero los ciudadanos suelen desplazarse por motivos laborales o de ocio; ¿se va a incentivar a las empresas para que descentralicen sus sedes?
  • ¿qué sucede con los barrios centrales de las ciudades, cedidos al flujo de turistas?
  • Ojo a las posibilidades de gentrificación creciente que suponen estas iniciativas: espacio público de calidad supone aumento del precio de las viviendas en la zona.

Recreando los vínculos urbanos de proximidad, queremos favorecer toda clase de servicios que tienen una presencia física y representan una actividad económica y al mismo tiempo, son lugares de vida. Librerías, mercados, comercios, panaderías, toda clase de comercios, serán apoyados. La ciudad de París tiene una agencia que maneja su patrimonio inmobiliario dedicada a los comercios y actividades de servicios de proximidad, que será ampliada y reforzada para darle mayor impacto y amplificar estos servicios accesibles a los 15 minutos.

La carta de Atenas (1933) y la llegada de la zonificación

En 1928 se reunió el primer Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en Sarraz, en Suiza. Al término del CIAM publicaron un pequeño extracto donde daban a conocer sus intenciones, que eran:

  • asumir que la arquitectura y el urbanismo habían cambiado con la llegada del «maquinismo» (es decir, los cambios provocados en una era donde la técnica cada vez tenía más presencia) y que era necesaria una nueva forma de concebir ambas, así como las ciudades;
  • «las tres funciones fundamentales para cuya realización debe velar el urbanismo son 1), habitar, 2), trabajar, 3), recrearse».

Sí, si conocen un poco el tema verán que falta la cuarta.

Volvieron a reunirse en 1929 en Frankfurt, en 1930 en Bruselas y en 1933 en Atenas, el más conocido de los congresos y del cual surgió la famosísima publicación La carta de Atenas. Antes de avanzar sus conclusiones, situemos la época: si recurrimos al libro de Peter Hall Ciudades del mañana, recordaremos que en la década de los años veinte se daba preeminencia al concepto de Geddes que Mumford trasladó a América unos años después: la planificación regional. Surgida del estudio de los valles de la Provenza francesa, la planificación regional entendía que cada ciudad se erigía como el centro de una región concreta que debía tener en cuenta para su planificación. Las ciudades francesas de los valles habían recogido y concentrado lo mejor de la ecología de cada una de sus zonas, a menudo limitadas por montañas y conformadas por valles; lo mismo debían hacer todas las ciudades del mundo.

De ahí la primera parte de La carta de Atenas, que describe la ciudad como un ente situado en una región que hay que tener en cuenta para su planificación.

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La ciudad no es más que una parte del conjunto económico, social y político que constituye la región.

Empieza con esas palabras, precisamente. Las Generalidades, que constituyen esta primera parte, no dicen mucho más: que las ciudades cambian, que es normal, y que el maquinismo ha llegado y ha supuesto toda una serie de cambios para las ciudades que éstas deben asumir e incorporar. Por maquinismo (supongo que una traducción adecuada a nuestros días sería técnica o avances tecnológicos) entendían en el CIAM las nuevas técnicas arquitectónicas que permitían construir edificios de altura superior a 6 u 8 plantas (en la época se estaban empezando a levantar rascacielos) y la generalización de los vehículos a motor.

La segunda parte, que constituye el grueso del manifiesto, se divide en cuatro partes: Habitación, Esparcimiento, Trabajo y Circulación, que son las cuatro tareas que los ciudadanos deben llevar a cabo en la ciudad y para las cuales la ciudad debe estar edificada. Sí, si se han fijado, antes eran tres tareas y ahora se añade una cuarta: la circulación.

Empecemos por el tema de la vivienda. El presupuesto de La carta de Atenas es que las ciudades están mal edificadas. Debido tanto a una falta de planificación como a los vaivenes de la historia (la Revolución Industrial, por ejemplo, que llevó a miles de campesinos a los entornos urbanos en situaciones deprimentes), las ciudades en la época, considera el CIAM, eran lugares horrendos, densos y muy poco higiénicos. Las situaciones antes descritas habían generado viviendas alejadas de lo que se considera «el entorno natural», algo necesario para el ser humano, y que consiste en tener luz, aire y zonas verdes en la proximidad. Ésas son las tres materias primas del urbanismo: luz, vegetación y espacio.

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Las zonas favorecidas están ocupadas generalmente por las residencias de lujo; así se demuestra que las aspiraciones instintivas del hombre le inducen a buscar, siempre que se lo permitan sus medios, unas condiciones de vida y una calidad de bienestar cuyas raíces se hallan en la naturaleza misma.

Razón no les faltaba, es verdad. Pero en el siguiente punto ya la lían.

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La zonificación es la operación que se realiza sobre un plano urbano con el fin de asignar a cada función y a cada individuo su lugar adecuado. Tiene como base la necesaria discriminación de las diversas actividades humanas, que exigen cada una su espacio particular…

Y ése es el gran error de La carta de Atenas: su planteamiento es que las viviendas deben ocupar el espacio central en las ciudades, que se deben planificar, sobre todo, teniendo en cuenta que las casas dispongan de luz, de aire puro, de vegetación en sus alrededores. Pero la solución que encuentra La carta de Atenas para diseñar ciudades así es la zonificación: separar las labores que llevan a cabo los ciudadanos.

Esto tiene dos graves problemas: por un lado, la idea, muy poco acertada, de que se puede planificar la vida de las personas, de que unos arquitectos pueden saber lo que querrán las personas, ¡no sólo de su época, sino de las venideras! Ya decían tanto Sennett en Construir y habitar como Townsend en Smart Cities que toda ciudad planificada hasta el último detalle se acaba convirtiendo en un sistema cerrado incapaz de aceptar el cambio, pues echaría al traste su planificación. O García Vázquez en su elogio de Tokyo en Ciudad hojaldre: la capital nipona ha sabido adaptarse tan bien a todas las épocas porque es abierta, sin terminar, rizomático, permeable.

El otro problema, menos moral y más práctico, es que las zonas están separadas unas de otras y para transitarlas se requiere un vehículo privado. Por eso fue necesario que del primer CIAM al cuarto se incluyese una cuarta función, la circulación. Lo que estaban pregonando, sin darse cuenta, los arquitectos del CIAM era la entrega absoluta, sin concesiones, de la ciudad al vehículo privado.

Por ejemplo, veían con muy malos ojos que las viviendas se alineasen junto a las calles por las que transitaban los vehículos, porque ello suponía que se llenarían de ruidos y de coches, volviéndose poco higiénicas. Igualmente denostaban los suburbios americanos («Los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales. (…) El suburbio es una especie de espuma que bate los muros de la ciudad. En el transcurso de los siglos XIX y XX, la espuma se ha convertido primero en marea y después en inundación»).

Por todo ello, concluyen, las viviendas deben de ser el centro de las nuevas ciudades. Se debe despejar todo el espacio necesario para poder construir viviendas a las que accedan tanto el sol como el aire puro, con su correspondiente vegetación, en torres tan altas como la técnica permita porque tampoco queremos que las ciudades se vuelvan extensiones enormes imposibles de recorrer en una jornada, y con los rascacielos lo bastante separados unos de otros para que no se proyecten sombra… ¿ven a dónde nos dirigimos?

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Exacto: el Plan Voisin de Le Corbusier, que es anterior a La carta de Atenas. No olvidemos que el propio Le Corbusier fue uno de los participantes de los CIAM y es, además, uno de los dos encargados de redactar y ampliar las conclusiones a las que se llegó.

La siguiente zona debe estar reservada al ocio. Aquí es donde se percibe claramente un trasfondo que recorre todo el libro y que Jane Jacobs resumió, en su magnífica Muerte y vida de las grandes ciudades, como que «Mumford y compañía odiaban las ciudades»: el ocio sólo se contempla como la huida de la ciudad. El ocio consiste en lugares donde los niños puedan estar (con sus madres, se sobreentiende) y donde los hombres puedan ir, a saber, a) tras sus trabajos (es decir, lugares de ocio en la ciudad); b), en los fines de semana (es decir, lugares de ocio en la región) y, c) en sus vacaciones (es decir, lugares de ocio repartidos por todo el país). El país entero debe estar planificado teniendo en cuenta que las personas van a querer disfrutar, durante su ocio, de dichos lugares. Parece que la opción de quedarse en la ciudad no queda contemplada por los arquitectos del CIAM. Rompamos una lanza en su favor: las ciudades no eran, en plenos años veinte del siglo pasado, el destino turístico en sí mismo que son hoy en día, un siglo después. Pero tampoco existía la necesidad de huir constantemente de ellas que se lee como trasfondo en La carta de Atenas.

El apartado dedicado al trabajo presenta una paradoja con nuestros días: los arquitectos denuncia el hecho de que los trabajadores deban perder tiempo en desplazarse desde sus hogares, en el centro de la ciudad, hasta las industrias situadas en la periferia; hoy en día, en cambio, la denuncia suele ser la opuesta: las largas horas que deben pasar los trabajadores de la periferia para acceder a sus puestos de trabajo en los centros de las ciudades. La propuesta del CIAM para eliminar este problema: que las ciudades dejen de ser concéntricas para ser lineales.

Y, como gran solución a todo la planificación que han llevado a cabo hasta ahora, con cada función separada en su zona concreta, La carta de Atenas propone una función transversal en la ciudad: la circulación. Grandes arterias que atraviesen toda la ciudad y permitan un tráfico veloz, sin interrupciones, alejado de las viviendas. Las vías de circulación tendrán distintas velocidades en función de su volumen, con autopistas enormes alejadas de las ciudades y carreteras más pequeñas que conecten éstas últimas con las grandes vías. Fuera los pasos de peatones, fuera las aceras, fuera toda interacción posible entre vehículos y ciudadanos: las ciudades son para los primeros y las carreteras, sólo para los segundos.

Las conclusiones generales a las que llega La carta de Atenas explican que la ciudad es un ente degenerado y desviado, en gran medida, por la iniciativa privada, que ha supuesto que cada cual se haya procurado su bien común sin tener en cuenta el bien general. El centro de la ciudad debe ser el individuo; y a él, y para su beneficio, deben reconstruirse las ciudades.

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Brasilia. Dan ganas de sacar a pasear al perro, ¿verdad?

El ejemplo de ciudad surgida de La carta de Atenas es, por supuesto, Brasilia, de la que también hemos hablado a menudo. Y no por lo idílica que es su habitabilidad, precisamente. Se trata de una ciudad pensada para ser fotografiada, ajena al acto de andar o de pasear, con barrios dedicados a cada función y separados entre ellos por enormes vías circulatorias que flotan entre el vacío.

Los errores de La carta de Atenas fueron bastantes:

  • en primer lugar, pretender que las ciudades se iban a reconstruir desde cero, que los barrios viejos se iba a derruir para dar lugar a torres separadas unas de otras y conformadas por cédulas de habitabilidad, como pretendía Le Corbusier con Le Marais y el Plan Voisin. No, en el CIAM deberían haber tenido suficiente vista (y humildad) para comprender que las ciudades no iban a empezar de cero, sino que tendrían que adaptar aquellas partes que pudiesen serlo a las nuevas propuestas.
  • en segundo lugar, la zonificación. Vivir lejos del trabajo es uno de los grandes problemas de nuestros días, y tiene que ver tanto con el auge de los servicios como con la pujanza que han obtenido las ciudades como destinos turísticos o lugares donde invertir, vivienda incluida. Veremos cómo afecta a todo ello el confinamiento del covid. Pero un punto de partida que aleja las distintas funciones que un ciudadano lleva a cabo en su día a día es completamente erróneo; hoy somos conscientes de que, precisamente, el objetivo es el opuesto, lugares donde poder vivir, hacer la compra, disfrutar del ocio; a ser posible, sin necesidad de grandes desplazamientos o llevando éstos a cabo con transporte público o ecológico.
  • en tercer lugar, la planificación. Hemos ido viendo en este blog que uno de los grandes debates del urbanismo es el que Sennett establecía en Construir y habitar entre Mumford y Jacobs: Mumford defendía que las ciudades debían ser planificadas desde arriba, con grandes inversiones e infraestructuras que dirigiesen el destino de las ciudades; Jacobs, que había que dejar que se desarrollasen a su aire, con microinversiones que la propia calle reclamase. Sennett, sin decantarse, sí que admite que le dio algo más la razón a Mumford cuando tuve que enfrentarse a los grandes retos urbanísticos de las megaciudades chinas, Shangái en concreto. Pero algo en lo que todos ellos estarían de acuerdo (tal vez Mumford no, en función de la planificación) es que las ciudades no pueden planificarse por completo. Las ciudades son entes vivos que deben admitir el cambio; parte del concepto de ciudad implica la posibilidad de libertad, de novedad, de cambio, adaptación, reinventarse. Las ciudades completamente planificadas anulan todos estos aspectos; pierden gran parte de lo que las convierte en ciudades.

Ciudades del mañana (II)

Si el cuarto capítulo de Ciudades del mañana, de Peter Hall, nos presentaba al gran protagonista del urbanismo del siglo XX (Ebenezer Howard, artífice de la ciudad jardín), el séptimo capítulo, La ciudad de las torres, nos trae al gran antagonista: Le Corbusier. Por las extrañas paradojas que se dan en el urbanismo, las ideas del suizo forjadas entre la intelligentsia del París de los años 20 acabaron siendo las responsables del diseño de las viviendas de la clase obrera de 1950 y 1960 en Sheffield, St Louis y otros cientos de ciudades.

Hall indaga un poco en la vida de Le Corbusier para intentar entender sus ideas; según él, algo de su necesidad de ordenar el mundo puede deberse a sus orígenes suizos. Otra fuente, tal vez, fue su necesidad de agradar a los patrones que lo financiaron; el Plan Voisin, del que hablamos recientemente a propósito del libro de Richard Sennett Construir y habitar, lleva el nombre del fabricante de aviones que lo patrocinó.

Dejamos el tema para otros derroteros: basta saber que Le Corbusier quería un mundo ordenado, racional, lleno de rascacielos donde agrupar a los habitantes y con los edificios separados unos de otros por carreteras y parques. Absurdamente estético, sin duda; totalmente inorgánico e inhabitable. Suyos son los conceptos de zonificación, la máquina de vivir y la unidad de habitación. Pocos edificios se realizaron según sus concepciones: en Marsella (1945), Nantes-Rezé (1952), Berlín (1956), Briey-en-Forêt (1957), Firminy (1960); el más famoso, nos parece, el de Marsella, ha quedado como elegante joya arquitectónica que visitar, no como posible proyecto urbanístico.

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Pero Hall se centra, sobre todo, en las consecuencias que tuvo la forma de planificar de Le Corbusier, dos de cuyos mayores exponentes son las ciudades creadas desde cero de Chandigarh y Brasilia. Chandigarh, en la India, proyectada como la nueva capital de Punjab, ya tenía un plan urbanístico diseñado cuando se decidió contratar un equipo con los arquitectos «estrella» del momento, entre los cuales Le Corbusier y su hijo, que se adueñaron del proyecto. Brasilia, ya conocida, fue diseñada por Oscar Niemeyer y Lucio Costa. Hemos hablado en otras ocasiones del resultado, tanto de una como de la otra: hermosas, estáticas, hieráticas, inhabitables hasta el extremo de que, en ambos casos, coexisten la ciudad oficial con la ciudad espontánea que nace a su alrededor y que sí parece una ciudad.

Las ideas de Le Corbusier calaron, sobre todo, entre los arquitectos que se formaban en las facultades. No lo neguemos: es una arquitectura espectacular, una que decide cómo debería comportarse la gente, maravillosa para generar maquetas visualmente atrayentes. Durante los próximos 20 años, los proyectos de este estilo, grandes edificios en explanadas desérticas más o menos ajardinadas, fueron el pan de cada día en las ciudades satélites que absorbían a la población que se mudaba a la ciudad. Esta generación dio paso a los proyectos faraónicos necesarios para construir a tal medida, y de ahí a las renovaciones urbanas que pretendían arrasar los centros de las ciudades (como el propio Plan Voisin) sólo hubo un paso.

El ejemplo perfecto: Robert Moses. Con la idea de mejorar la vida de los pobres, arrasaba sus barrios, los gentrificaba, los atravesaba con una autopista enorme y les daba un par de parques, y ala, todos contentos. El problema, además de enfrentarse a Jane Jacobs y «obligarla» a escribir el libro de urbanismo más influyente de la historia, fue que la gente se cansó y empezaron a aparecer estudios durante los 60 que dejaban claro que ese tipo de planificación no funcionaba: porque subía el precio de las zonas arrasadas, porque demolía barrios enteros con un nivel de socialización relativamente alto y, sobre todo, porque gastaba enormes sumas de dinero público con la idea de dar mejores viviendas a los pobres pero lo único que conseguía era enviarlos al extrarradio a vivir en, normalmente, aún peores condiciones de las que tenían en la ciudad.

Hall nos habla de los edificios Pruitt-Igoe: diseñados en 1951 en St Louis, una serie de edificios enormes que tenían que mejorar la vida de todos aquellos que tuviesen la suerte de ser destinados. El proyecto estaba pensado para familias pobres con un cabeza de familia de ingresos reducidos. El problema: la mayoría de familias que llegaron eran negros pobres cuya cabeza de familia era una mujer con hijos e ingresos o irregulares o dependientes del Estado. Los pocos blancos que había se fueron pronto y la zona se convirtió en un vertedero donde ninguno de los inquilinos quería permanecer. Los diseños iniciales, que mostraban a amas de casa (blancas) con sus hijos jugando en los pasillos se habían vuelto lugares desérticos que los negros evitaban por su peligrosidad. Tras hacerse evidente el fracaso, los edificios fueron demolidos en 1972.

La ironía está pues en que la ciudad corbusiana de las torres es absolutamente satisfactoria para los habitantes de clase media que Le Corbusier había imaginado viviendo graciosas, elegantes y cosmopolitas vidas en La Ville contemporaine. Puede incluso funcionar en el caso de los sólidos, duros y tradicionales inquilinos de Glasgow, para quienes el paso de sus casas en el barrio pobre de Gorbals a los pisos del siglo XX les pareció una ascensión al paraíso. Pero para la madre cargada de hijos, acogida a un programa de ayuda y que, nacida en Georgia, ha ido a parar a St Louis o Detroit, ha resultado un desastre urbano de primera magnitud. Así pues el pecado de Le Corbusier y de los corbusianos no está en el diseño, sino en la insensata arrogancia con la que se han impuesto sobre la gente, que no ha podido aceptarlos y que si bien se piensa, nunca esperó que los aceptaran.

La ironía final es que en todas las ciudades del mundo se ha creído que el error de este tipo de edificios era debido a un fallo de «planificación». Planificación entendida como un programa de acción organizado de manera que puedan conseguirse unos objetivos concretos decididos a partir de unas necesidades. Y esto es precisamente lo que la planificación no es. (p. 250)

El séptimo capítulo, La ciudad de la difícil equidad, se inicia con Geddes, el padre de la planificación regional, viajando a la India y tratando de convencer a los urbanistas británicos de que no es necesario ni derrumbar todas las ciudades existentes para «sanearlas» ni planificar otras desde cero justo al lado: que basta con llevar a cabo pequeñas modificaciones destinadas a higienizar y limpiar la ciudad. Un poco como la teoría de las ventanas rotas que ya tratamos: si una ciudad parece limpia, los ciudadanos son los primeros interesados en mantenerla igual de limpia; si aparece dejada, nadie pone cuidado. Geddes quería mantener la idiosincrasia de la arquitectura india llevando a cabo unos pocos cambios, más de carácter saneador que demoledor y que además resultaban mucho más económicos que los planteamientos coloniales británicos.

No se le hizo mucho caso, porque los tiempos no estaban lo bastante maduros. Hubo que esperar hasta mitades de los años 50 para que John Turner, arquitecto que no se dejó fascinar por las teorías de Le Corbusier, fuese a Perú, a las barriadas pobres de Lima, y llevase a cabo un estudio que dejaba claro que, lejos de la idea, muy extendida, de que los pobres eran despojos dejados de la mano de dios a los que había que ayudar, quisiesen o no, las comunidades pobres tenían, en general, una compleja madeja de relaciones sociales y familiares, expectativas en cuanto a su propia vida muy similares a las de la clase media, un gran cuidado por sus hogares, etc. Turner también descubrió que, en general, «la gente sabe muy bien lo que quiere: cuando llegan por primera vez a la ciudad, solteros o casados, prefieren vivir en barrios pobres del centro, cerca de sus trabajos y de los mercados donde la comida es barata; más tarde, cuando tienen hijos, prefieren vivir en casas grandes aunque estén sin terminar, o incluso en chozas grandes, que en casas terminadas pero pequeñas» (p. 264). De hecho, el propio Muerte y vida de las ciudades americanas de Jacobs empieza con este tema: cómo, pese a todas las evidencias en contra del establishment oficial, las comunidades pobres son inmensamente ricas en cohesión, sensación de comunidad, organización y expectativas.

El capítulo sigue con un pequeño apartado dedicado a las comunidades que han colaborado o incluso tomado las riendas en la construcción de sus propios hogares y cómo la mayoría de estudios evidencian que es un hecho que fortalece dichas comunidades.

El siguiente punto es para Frank Lloyd Wright (aunque Hall volverá a él en un capítulo posterior) y su búsqueda del «orden orgánico», de la «cualidad sin nombre» que la arquitectura había perdido y que debía colocar una sonrisa en la boca de quien la habitase. No la sonrisa tonta de «uy qué mono» sino la de estar ante algo original, auténtico, con vida. Con tintes algo socialistas («el individuo no sólo va a hacerse cargo de sus propias necesidades, sino a responsabilizarse de las necesidades del grupo más extenso al que él también pertenece»), intentó en el proyecto «La gente reconstruye Berkeley» que los propios habitantes de la ciudad se hiciesen cargo de desarrollar y mantener los barrios, aunque la iniciativa no acabó de cuajar. Desilusionado, acabó aceptando que la gente necesitaba un catalizador, y él mismo se convirtió en él en Mexicali, ayudando a los mexicanos a crear su propio barrio.

Algo muy similar consiguió Ralph Erskine en Tyneside en Byker Wall. El diseño se llevó a cabo en estrecha colaboración con los residentes; algunos lo comparan con un barrio de Hong Kong, otros dicen que les recuerda a la Costa Brava; el hecho es que ha recibido numerosas veces el galardón de ser considerado el mejor vecindario del Reino Unido.

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A la voz de Jacobs se unió la de Sennett (Uses of Disorder): no eran más que «portavoces del desencanto general ante los resultados del urbanismo dirigido desde arriba en las ciudades norteamericanas» (p. 272).

La siguiente batalla, bastante similar, se daría en torno a diversos proyectos de reconstrucción urbana en los centros históricos de las ciudades europeas: en Estocolomo, en Londres y en París con Les Halles y el proyecto de Ricardo Bofill.

Variaciones sobre un parque temático (II): la ciudad análoga

Vamos con la segunda parte de esta recopilación de artículos alrededor del tema de la mercantilización de la ciudad y la pérdida del espacio público. El libro está editado por Michael Sorkin y es del año 1992, aunque no llegó a España hasta 2004 de la mano de la editorial Gustavo Gili. En el primer post que le dedicamos al libro analizamos su primer artículo, El mundo en un centro comercial, de Margaret Crawford; vamos ahora con los siguientes.

«La casa de los misterios de Sillicon Valley», de Langdon Winner, analiza la evolución de dicha zona de territorio semiabandonado dedicado a la agricultura al enorme coloso industrial en que se ha convertido. Teniendo en cuenta la vertiginosa evolución del valle en los más de 20 años que han pasado desde la publicación del artículo, la información ha quedado algo obsoleta.

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Lo mismo le sucede a «Nueva ciudad, nueva frontera», de Neil Smith, que analiza la gentrificación alrededor de Tompkins Square en Nueva York. La perspectiva escogida por Smith es cómo la industria cultural va de la mano de la inmobiliaria para conseguir la gentrificación de una zona: «el hecho de que algunos artistas fuesen víctimas del proceso de gentrificación [en el libro se traduce por «aburguesamiento»] que ellos mismos habían impulsado, ha sido un tema muy debatido en la prensa artística. Lo hubiesen hecho o no a propósito, la industria cultural y la inmobiliaria trabajaron codo a codo en la transformación del Lower East Side en un lugar nuevo, distinto y único, en un acontecimiento, en el lugar culminante de la moda vanguardista. «Cultura» y «lugar» pasaron a ser sinónimos. La moda y la arbitrariedad generaron una escasez cultural, al mismo tiempo que el marcaje del East Village por parte de la industria inmobiliaria generó una escasez de superficie residencial que pasó a ser privilegiada. El arte de calidad y las viviendas de calidad se fusionaron. Y las viviendas de calidad significan dinero.»

Luego viene Edward W. Soja, con (otro) artículo sobre Los Ángeles y el condado de Orange, plagado de escenas dramatizadas de lo que supone que es el condado y con descripciones gráficas de parte de la ciudad que no parecen poder extrapolarse al resto de ciudades. Discúlpenme: no me gusta Soja.

«Subterránea y elevada: la construcción de la ciudad análoga», de Trevor Boddy, analiza un proceso que se ha dado en unas pocas ciudades y que, por suerte, parece no haber creado tendencia: la construcción o bien de un complejo de túneles o bien de un complejo de puentes bajo (o sobre) la propia ciudad, a menudo con dinero privado y generando espacio semipúblico semiprivado, con lo que se crean dos ciudades, una de las cuales tiene su acceso limitado. «»Estas vías peatonales, los centros comerciales, tiendas de alimentación y complejos culturales que unen, ofrecen una visión filtrada de la experiencia de la ciudad, una simulación de la urbanidad. Sin la actividad urbana más fundamental -la gente que anda por las calles-, el nuevo sistema peatonal subterráneo y elevado está transformando la naturaleza de la ciudad norteamericana.» (p. 146). Sigue leyendo «Variaciones sobre un parque temático (II): la ciudad análoga»