La ciudad conquistada (Jordi Borja, 2003) es mitad descripción de la ciudad y mitad explicación de cómo debería ser la ciudad, según el autor. Borja es geógrafo y urbanista, militante del PSUC y político durante bastantes años de su vida, y se nota.
Por ello denunciamos la agorafobia urbana, enfermedad reaparecida en nuestras ciudades europeas y aún más presente en las americanas. El ideal urbano no puede ser el balneario suizo y sus relojes de cuco, los «barrios cerrados» de las periferias latinoamericanas de clase bien, los espacios lacónicos de los suburbios cuyas catedrales sean los centros comerciales y los puestos de gasolina.
Se ejerce la ciudadanía en el espacio público, en la calle y entre la gente, siendo uno y encontrándose con los otros, acompañado por los otros, a veces enfrentándose a otros. El derecho a sentirse seguro y protegido es elemento integrante de la ciudadanía, pero también lo es la libertad para vivir la aventura urbana. Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas. (p. 352).
Hemos hecho algo de trampa: la cita proviene del Epílogo ciudadano, situado al final del libro y donde Borja explica, sin ambages, el tipo de ciudad que desea. Explica también que el hilo conductor del libro, que a menudo parece fragmentario y disperso, con capítulos casi independientes, es «el amor a la ciudad», y ése se nota en cada una de sus frases.
«Negamos la consideración del espacio público como un suelo con un uso especializado, no se sabe si verde o gris, si es para circular o para estar (…). Es la ciudad en su conjunto la que merece la consideración de espacio público. La responsabilidad principal del urbanismo es producir espacio público, espacio funcional polivalente que relacione todo con todo, que ordene las relaciones entre los elementos construidos y las múltiples formas de movilidad y de permanencia de las personas. Espacio público cualificado culturalmente para proporcionar continuidades y referencias, hitos urbanos y entornos protectores, cuya fuerza significante trascienda sus funciones aparentes.» (p. 29).
Y, sin embargo, en un siglo XXI que está protagonizando la urbanización de la población mundial, «la ciudad parece tender a disolverse». «La ciudad «emergente» es «difusa», de bajas densidades y altas segregaciones, territorialmente despilfarradora, poco sostenible, y social y culturalmente dominada por tendencias perversas de guetización y dualización o exclusión. El territorio no se organiza en redes sustentadas por centralidades urbanas potentes e integradoras, sino que se fragmenta por funciones especializadas y por jerarquías sociales. Los centros urbanos, las gasolineras y sus anexos incluso, convertidos en nuevos monumentos del consumo; el desarrollo urbano disperso, los nuevos guetos o barrios cerrados, el dominio del libre mercado sobre unos poderes locales divididos y débiles…» (p. 30).
El segundo capítulo, que ya entra en materia, distingue tres tipos de ciudades que coexisten: la oficial (la que marcan los límites políticos), la real (la que los ciudadanos viven, ajenos a las fronteras) y la ideal (la que los ciudadanos imaginan en sus mentes cuando evocan la ciudad). Y, en ella, conviven tres tipos de habitantes: los que residen, los que trabajan o estudian o hacen uso cotidiano o regular de ella, y los que la visitan puntualmente, ya sean turistas, por trabajo, por accidente. Y, también geográficamente, coexisten tres ciudades: el territorio administrativo (la realidad oficial), la ciudad real o metropolitana (la realidad funcional) y la región urbana (ciudad de ciudades, territorio discontinuo con zonas de alta densidad y otras dispersas).
Pero otra forma de clasificar la ciudad es en sus tres dimensiones temporales superpuestas:
- la ciudad «clásica», renacentista o barroca, es la ciudad tradicional, la de los mercados y los monumentos, la que da identidad a la ciudad;
- la ciudad resultante de la Revolución Industrial, de los centros históricos renovados y expandidos (Haussmann, Cerdá), de la zonificación y la electricidad y los ferrocarriles. Ésta es la ciudad que la mayoría de los habitantes viven y transitan.
- la ciudad moderna, la que se forja hoy en día: conurbación, ciudad global, nuevas tecnologías, límites difusos.
Borja enlaza esta última ciudad con la «ciudad global» de Saskia Sassen, de cuya definición no es muy defensor. Sassen consideró que existían tres ciudades globales en su libro del mismo nombre: Nueva York, Tokyo y Londres. Borja destaca que la definición no se corresponde exactamente a la realidad de las ciudades, donde «se mezclan elementos globalizados con otros localizados» (p. 44). Hay diversos elementos nuevos en las sociedades urbanas actuales:
- nuevas formas de comunicación y consumo que refuerzan la autonomía individual: desde el coche hasta los smartphone, la comida basura, Globo y Deliveroo, gasolineras siempre abiertas… todo ello permite que el individuo vaya a su propio ritmo y lo libera del grupo familiar, laboral, social, de clase… pero acentúa las diferencias sociales, territoriales e individuales;
- diversidad de las familias urbanas, cada vez más alejadas del modelo padre, madre e hijos;
La ciudad actual es, al tiempo, ciudad densa y ciudad difusa. La ciudad clásica coexiste con zonas diversas, parques empresariales, zonas logísticas, conjuntos residenciales, grandes centros comerciales.

Cada capítulo termina con unos Boxes escritos por el propio Borja o por colaboradores. Uno de ellos, escrito por Zaida Muxí, habla sobre el caso de Diagonal Mar y la privatización del espacio público. En la zona de Diagonal Mar se habilitó un espacio para grandes rascacielos que no forman parte de la ciudad: están rodeados de parques abiertos, pero en cuanto llega la noche se cierran y se convierten en espacio privado, por lo que no son espacios que generen ciudad; no son espacio público.
De esta manera se pretende hacer ciudades «adormecidas» habitadas por clónicos, vivir en una fantasía escenografiada de Disney -recuerden la película El show de Truman– donde todo está previsto, establecido y todos se conocen y son iguales. Pero un espacio de iguales no hace ciudad. Es una propuesta que niega la esencia misma de la ciudad, que se encuentra en la heterogeneidad: la ciudad es el lugar del encuentro casual y azaroso, del conocimiento del otro con la posibilidad del conflicto y la convivencia. Es además una concepción urbana ajena a la historia y espíritu de la ciudad mediterránea y europea, que fundamentalmente ha aportado a la tradición urbanística una manera de usar y disfrutar colectivamente el espacio urbano. Ya en la Italia de finales del siglo XVIII, visitada por Goethe y retratada en su libro Viaje a Italia, el derecho al uso público de todos los espacios abiertos de la ciudad era defendido por los ciudadanos, que ocupaban pórticos, galerías, entradas, patios, claustros e interiores de iglesias. Las ciudades mediterráneas se han configurado a través de la sabia combinación de espacios domésticos y edificios públicos, calles y plazas que dan acceso a espacios de transición gradual de lo público a lo privado, lugares ambiguos donde se tolera la presencia de extraños. (p. 105).
El sexto capítulo es el que nos ha parecido más interesante: Espacio público y espacio político:
En la ciudad no se teme a la naturaleza, sino a los otros. La posibilidad de vivir, o el temor a la llegada súbita de la muerte, el sentimiento de seguridad o la angustia engendrada por la precariedad que nos rodea son hechos sociales, colectivos, urbanos. Se teme la agresión personal o el robo, los accidentes o las catástrofes (incluso las de origen natural, que son excepcionales, se agravan considerablemente por razones sociales: tomen como ejemplo los recientes terremotos). La soledad, el anonimato, generan frustraciones y miedos, pero también la pérdida de la intimidad, la multiplicación de los controles sociales. Las grandes concentraciones humanas pueden llegar a dar miedo, pero también lo dan las ciudades vacías en los fines de semana o durante las vacaciones. La excesiva homogeneidad es insípida, pero la diferencia inquieta. La gran ciudad multiplica las libertades, puede que sólo para una minoría, pero crea riesgos para todos.
Siempre se han practicado dos discursos sobre la ciudad. El cielo y el infierno. El aire que nos hace libres y el peligro que nos acecha. En todas las épocas encontraremos titulares de periódicos o declaraciones de intelectuales que exaltan la ciudad como lugar de innovación o de progreso o que la satanizan como medio natural del miedo y del vicio. (p. 203).
«En la ciudad actual, el proceso de metropolización difusa fragmenta la ciudad en zonas in y zonas out, se acentúas la zonificación funcional y la segregación social. La ciudad se disuelve y pierde su capacidad integradora y la ciudad como sistema de espacios públicos se debilita, tiende a privatizarse. Los centros comerciales sustituyen a las calles y a las plazas. Las áreas residenciales socialmente homogéneas se convierten en cotos cerrados, los sectores medios y altos se protegen mediante policías privados. Los flujos predominan sobre los lugares. Y los servicios privados, sobre los públicos.»(p. 205).

Existe una movilidad ascendente, restringida a una minoría, y una vida social donde prevalecen la inseguridad y la inestabilidad. La población joven, más formada que sus padres, debe aceptar tareas poco calificadas, por debajo de sus estudios y aspiraciones.
Todo ello genera una «agorafobia urbana como resultado de la imposición de un modelo económico y social que se traduce en una forma esterilizada de hacer la ciudad visible donde sea rentable e ignorando u olvidando al resto. La agorafobia es una enfermedad de clase, ya que sólo se pueden refugiar en el espacio privado las clases altas. A los que viven la ciudad como una oportunidad de supervivencia no les queda opción. Los pobres muchas veces son las principales víctimas de la violencia urbana, pero no pueden permitirse prescindir del espacio público. Aunque se refugien en sus propios guetos, necesitan salir de él para sobrevivir. Deben vivir también en el espacio público y hasta cierto punto de él, pero la pobreza del espacio público los hace aún más pobres. Por el contrario, la calidad de este espacio contribuye a la justicia urbana.» (p. 212). Como recordaba Jane Jacobs, la forma de que las calles sean seguras es que sus usos sean diversos y estén siempre transitadas por gentes que las sientan como suyas. Cuando no se da este hecho, cuando los ciudadanos están disconformes, aparece la violencia. Se la percibe como el resultado de un grupúsculo inciudadano y revoltoso, pero a menudo la violencia «puede expresar una reivindicación inconsciente de la ciudadanía, la rebelión del no ciudadano, su contradicción entre el hecho de estar y el no derecho de usar la ciudad formal y ostentosa.» (p. 214). «Los territorios de exclusión son aquellos que expresan el fracaso de la ciudad, la no ciudad» (p. 221).
La aventura iniciática que la ciudad ofrece a los jóvenes es siempre una combinación entre la transgresión y la integración. La «aculturación» se entiende como el proceso a través del cual la integración (que no es necesariamente sumisión al orden establecido: puede ser integración en un movimiento político o cultural opositor o alternativo) predomina sobre la transgresión. La aventura empieza cuando el niño sale de casa, va a la escuela, conquista el espacio público. Es a la vez integración y transgresión. (p. 228).
El capítulo termina con una reflexión sobre cómo la ciudad ha sido ejecutada siguiendo la racionalidad del poder (que es masculina) y es por ello poco eficiente para las mujeres, que tradicionalmente son las que han llevado a cabo el trabajo no remunerado. «(…) la ciudad se organiza en torno al trabajo formal tradicional típicamente masculino. Se sobrevaloran los desplazamientos de motivos laborales (remunerados), lineales hacia la centralidad, automovilísticos, a horas puntas, a contramano de aquellos otros radiales, interbarriales, a pie, más cortos pero más complejos, no pendulares, característicos de la mujer. Es la complejidad y la diversidad de ocupaciones lo que rige la movilidad femenina.» (p. 241). «Finalmente, la visión dominante sobre la ciudad es masculina, y su racionalidad es la del poder. El discurso del poder va de arriba abajo, homogeneiza y divide, pero la ciudad es un todo y la gente vive a la vez en todas sus dimensiones.» (p. 246).
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