Si le podemos hacer un reproche a Breve historia del neoliberalismo (publicado en 2005, leemos la edición de Akal de 2007 traducida por Ana Varela Mateos), de nuestro admirado David Harvey, es no poder reproducirlo por entero en el blog. Y probablemente él lo permitiría, pero, dada su extensión, nos toca reseñarlo. Hecho al que nos enfrentamos con extremo placer.
De Harvey ya hemos leído Espacios del capital, La condición de la posmodernidad, Ciudades rebeldes (entre otros) y, hace nada, Urbanismo y desigualdad social, donde ya dejaba clara su posición como geógrafo y su tradición, la marxista. Breve historia del neoliberalismo es un estudio sobre cómo hemos pasado de la visión keynesiana de la postguerra a un neoliberalismo extremo donde todo elemento de la sociedad está mercantilizada y el dinero parece el único valor con el que medirlo todo.

No sería de extrañar que los historiadores del futuro vieran los años comprendidos entre 1978 y 1980 como un punto de inflexión revolucionario en la historia social y económica del mundo. En 1978 Deng Xiaoping emprendió los primeros pasos decisivos hacia la liberalización de una economía comunista en un país que integra la quinta parte de la población mundial. En el plazo de dos décadas, el camino trazado por Deng iba a transformar China, un área cerrada y atrasada del mundo, en un centro de dinamismo capitalista abierto con una tasa de crecimiento sostenido sin precedentes en la historia de la humanidad. En la costa opuesta del Pacífico, y bajo circunstancias bastante distintas, un personaje relativamente oscuro (aunque ahora famoso) llamado Paul Volcker asumió el mando de la Reserva Federal de Estados Unidos en julio de 1979, y en pocos meses ejecutó una drástica transformación de la política monetaria. A partir de ese momento, la Reserva Federal se puso al frente de la lucha contra la inflación, sin importar las posibles consecuencias (particularmente, en lo relativo al desempleo). Al otro lado del Atlántico, Margaret Thatcher ya había sido elegida primera ministra de Gran Bretaña en mayo de 1979, con el compromiso de domeñar el poder de los sindicatos y de acabar con el deplorable estancamiento inflacionario en el que había permanecido sumido el país durante la década anterior. Inmediatamente después, en 1980, Ronald Reagan era elegido presidente de Estados Unidos y, armado con su encanto y con su carisma personal, colocó a Estados Unidos en el rumbo de la revitalización de su economía apoyando las acciones de Volcker en la Reserva Federal y añadiendo su propia receta de políticas para socavar el poder de los trabajadores, desregular la industria, la agricultura y la extracción de recursos, y suprimir las trabas que pesaban sobre los poderes financieros tanto internamente como a escala mundial. A partir de estos múltiples epicentros, los impulsos revolucionarios parecieron propagarse y reverberar para rehacer el mundo que nos rodea bajo una imagen completamente distinta. (p. 5)
Unos cambios tan complejos no suceden del día a la mañana. El logro de estos personajes (Thatcher, Reagan, Xiaoping, Volcker) fue, según Harvey, que consiguieron convertir unos discursos minoritarios que llevaban tiempo en circulación en mayoritarios.
El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas. (p. 6)
En la introducción, Harvey vuelve a recalcar la importancia que el neoliberalismo otorga a las nuevas tecnologías de la información, que son la que le permiten controlar el cada vez más veloz movimiento de la mercancía, con los apuntes que daba Lyotard sobre la condición de la postmodernidad y con la compresión espacio-temporal que el propio Harvey analizó como base de la acumulación flexible en La condición de la posmodernidad.
«Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la
dignidad y de la libertad individual, como pilar fundamental que consideraron “los
valores centrales de la civilización”» (p. 11). De ahí dieron un salto con tirabuzón y consideraron que «las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio», que es la base del pensamiento neoliberal: que la mano del mercado lo equilibrará todo, pese a las múltiples evidencias en contra que hemos vivido en estas cinco décadas de dominación neoliberal.
La organización neoliberal, que en principio debería basarse en una multiplicidad de actores libres que operan según las leyes de mercado, necesita, sin embargo, unos actores que garanticen las necesidades de este mercado: y ahí surge el Estado neoliberal, siempre interesado en mantener todas las condiciones que beneficien a la acumulación de capital, antes que a una mayoría de sus ciudadanos.
La reestructuración de las formas estatales y de las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial estaba concebida para prevenir un regreso a las catastróficas condiciones que habían amenazado como nunca antes el orden capitalista en la gran depresión de la década de 1930. Al parecer, también iba a evitar la reemergencia de las rivalidades geopolíticas interestatales que habían desatado la guerra. Como medida para asegurar la paz y la tranquilidad en la escena doméstica, había que construir cierta forma de compromiso de clase entre el capital y la fuerza de trabajo. Tal vez, el mejor retrato del pensamiento de la época se encuentre en un influyente texto escrito por dos eminentes sociólogos, Robert Dahl y Charles Lindblom, que fue publicado en 1953. En opinión de ambos autores, tanto el capitalismo como el comunismo en su versión pura, habían fracasado. El único horizonte por delante era construir la combinación precisa de Estado, mercado e instituciones democráticas para garantizar la paz, la integración, el bienestar y la estabilidad. En el plano internacional, un nuevo orden mundial era erigido a través de los acuerdos de Bretton Woods, y se crearon diversas instituciones como la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, que tenían como finalidad contribuir a la estabilización de las relaciones internacionales. Asimismo, se incentivó el libre comercio de bienes mediante un sistema de tipos de cambio fijos, sujeto a la convertibilidad del dólar estadounidense en oro a un precio fijo. Los tipos de cambio fijos eran incompatibles con la libertad de los flujos de capital que tenían que ser controlados, pero Estados Unidos tenía que permitir la libre circulación del dólar más allá de sus fronteras si el dólar iba a funcionar como moneda de reserva global. Este sistema existió bajo el paraguas protector de la potencia militar de Estados Unidos. Únicamente la Unión Soviética y la Guerra Fría imponían un límite a su alcance global. (p. 16)
Como resultado de los procesos anteriores, en Europa surgieron una serie de Estados «socialdemócratas, democristianos y dirigistas»; Estados Unidos tendió hacia la democracia liberal y Japón, para agilizar su reconstrucción, hacia una democracia gobernada por una rígida burocracia. Todos ellos tenían en común, sin embargo, «la aceptación de que el Estado debía concentrar su atención en el pleno empleo, en el crecimiento económico y en el bienestar de los ciudadanos, y que el poder estatal debía desplegarse libremente junto a los procesos del mercado -o, si fuera necesario, interviniendo en él o incluso sustituyéndole-, para alcanzar esos objetivos (p. 17). Es decir, seguían unas políticas comúnmente denominadas keynesianas, entre las cuales se daba por sentado que las políticas de mercado estaban, y debían estar, constreñidas por un cerco estatal regulador que velase por el interés común y ciertas industrias o áreas quedaban bajo la tutela del mercado (como el carbón, el acero, las telecomunicaciones o las fuentes de energía). Esta organización político-económica recibe actualmente el nombre de «liberalismo embridado», según Harvey.
Dentro del keynesianismo (o del liberalismo embridado) se consiguió un cierto control tanto de las crisis cíclicas del capitalismo como de las pugnas entre las distintas clases sociales, con fuerte presencia de los sindicatos y de fuerzas de la izquierda política.
A finales de la década de 1960 el liberalismo embridado comenzó a desmoronarse, tanto a escala internacional como dentro de las economías domésticas. En todas partes se hacían evidentes los signos de una grave “crisis de acumulación de capital”. El crecimiento tanto del desempleo como de la inflación se disparó por doquier anunciando la entrada en una fase de “estanflación” global que se prolongó durante la mayor parte de la década de 1970. La caída de los ingresos tributarios y el aumento de los gastos sociales provocaron crisis fiscales en varios Estados (Gran Bretaña, por ejemplo, tuvo que ser rescatada por el FMI en la crisis de 1975-1976). Las políticas keynesianas habían dejado de funcionar. Ya antes de la Guerra árabe-israelí y del embargo de petróleo impuesto por la OPEP en 1973, el sistema de tipos de cambio fijos respaldado por las reservas de oro establecido en Bretton Woods se había ido al traste. (p. 18)
Los dólares, acumulados también en bancos europeos, habían escapado del control de Estados Unidos. Se abandonó el patrón oro y pronto se dejaron atrás, también, los esfuerzos por controlar la fluctuación de los tipos de interés. ¿Cuál debía ser el nuevo rumbo a seguir?
Hubo diversas respuestas. Por parte de la izquierda europea, se propuso un contraataque, reforzar las doctrinas socialistas, mayor control empresarial, tal vez un socialismo de mercado más abierto (dependiendo del país). La batalla se congregó en dos frentes: un poder político de izquierdas que no podría hacer frente a los intereses capitalistas «a favor de la planificación central» y que, cuando alcanzó el poder, en general acabó defraudando a sus votantes y optando por la solución contraria; y los que estaban a favor de la liberación de toda restricción a las libertades de mercado.
Cómo, de ese momento, surgió el neoliberalismo, es la cuestión que aborda Harvey. Viso en retrospectiva, parece un fait accompli; pero no lo era en el momento y no lo fue hasta, por ejemplo, haberse establecido el Consenso de Washington con Clinton y Blair. De hecho, en un primer momento ganó el frente de izquierdas: numerosos partidos de izquierda llegaron al poder e incluso se lanzaron propuestas comunistas (por ejemplo, en Suecia, «el plan Rehn-Meidner proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores/propietarios de participaciones», p. 20).
Los ejemplos de Chile y Argentina (donde hubo un golpe de Estado en el primero, y la toma del poder por los militares en el segundo, ambos «promovidos internamente por las clases altas con el apoyo de Estados Unidos») ofrecía una solución.
Gérard Duménil y Dominique Lévy, tras una cuidadosa reconstrucción de los datos existentes, han concluido que la neoliberalización fue desde su mismo comienzo un proyecto para lograr la restauración del poder de clase. Tras la implementación de las políticas neoliberales a finales de la década de 1970, en Estados Unidos, el porcentaje de la renta nacional en manos del 1 % más rico de la sociedad ascendió hasta alcanzar, a finales del siglo pasado, el 15 % (muy cerca del porcentaje registrado en el periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial). El 0,1 % de los perceptores de las rentas más altas de éste país vio crecer su participación en la renta nacional del 2 % en 1978 a cerca del 6 % en 1999, mientras que la proporción entre la retribución media de los trabajadores y los sueldos percibidos por los altos directivos, pasó de mantener una proporción aproximada de 30 a 1 en 1970, a alcanzar una proporción de 500 a 1 en 2000. (p. 23).
La noeliberalización puede ser interpretada, asegura Harvey, como un proyecto utópico que trata de reorganizar el capitalismo internacional… o «como un proyecto político para restablecer las condiciones para la acumulación de capital y restaurar el poder de las elites económicas» (p. 24). Harvey está convencido, y trata de demostrar en el libro, que se trata del segundo caso. Y una de las pruebas más evidentes es que, cada vez que ha habido un conflicto entre los principios neoliberales y los intereses de clase, han ganado los segundos. Sin ir muy lejos, por ejemplo, todos los rescates bancarios que se dieron en la crisis de 2008 atentaban contra los principios neoliberales; pero, por supuesto, fueron aplicados y ninguno, o una minoría, de los responsables ha sido juzgado.
Rastreando la historia del neoliberalismo, Harvey recurre a la Sociedad Mont Pelerin en 1947 (como ya vimos hacer a Urry en Offshore, por ejemplo). «Los miembros del grupo se describían como “liberales” (en el sentido europeo tradicional) debido a su compromiso fundamental con los ideales de la libertad individual. La etiqueta neoliberal señalaba su adherencia a los principios de mercado libre acuñados por la economía neoclásica, que había emergido en la segunda mitad del siglo XIX (gracias al trabajo de Alfred Marshall, William Stanley Jevons, y Leon Walras) para desplazar las teorías clásicas de Adam Smith, David Ricardo y, por supuesto, Karl Marx.» (p. 27).
Los miembros del grupo recibieron pronto apoyo financiero y político. Se puso en el mismo saco a todas las políticas que atentaban contra el libre mercado: «el socialismo, la planificación estatal y el intervencionismo keynesiano», el marxismo. En los 70, este movimiento empezó a dar fruto, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, especialmente con la creación de centros (think-tanks neoliberales) como el Institute of Economic Affairs de Londres, la Heritage Foundation en Washington y la creciente influencia dentro de la academia de la figura de la Universidad de Chicago Milton Friedman. «La teoría neoliberal ganó respetabilidad académica gracias a la concesión del Premio Nobel de Economía a Hayek en 1974 y a Friedman en 1976. Este particular premio, aunque asumió el aura del Nobel, no tenía nada que ver con los otros premios y fue concedido bajo el férreo control de la elite bancaria sueca.» (p. 28) Luego, esos pensamientos teóricos se llevaron a la práctica, en primer lugar, en la figura de Margaret Thatcher. Una de sus declaraciones fue que no existía «eso que se llama sociedad, sino únicamente hombres y mujeres individuales»; y, por lo tanto, los derechos eran de los individuos; la propiedad privada, la responsabilidad personal, los valores familiares.
Si en mayo del 79 Thatcher alcanzaba el poder, en octubre del mismo año Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos durante el mandato de Carter, dio un giro de 180 grados a la política monetaria estadounidense. Las políticas fiscales keynesianas, que tenían el pleno empleo como objetivo, fueron abandonadas en aras de una política que pretendía controlar la inflación «con independencia de las consecuencias que pudiera tener sobre el empleo» (p. 30). El «shock de Volcker», como sería conocido a partir de ese momento, «ha de ser interpretado como una condición necesaria pero no suficiente de la neoliberalización». El otro paso necesario era el apoyo del Estado a dichas políticas con sus acciones; y ése fue el momento de la llegada de Reagan al poder, en 1980.
La política de desregulación de todas las áreas, desde las líneas aéreas hasta las telecomunicaciones y las finanzas, abrió nuevas zonas de libertad de mercado sin trabas a fuertes intereses corporativos. Las exenciones fiscales a la inversión fueron, de hecho, un modo de subvencionar la salida del capital del nordeste y del medio oeste del país, con altos índices de afiliación sindical, y su desplazamiento hacia la zona poco sindicalizada y con una débil regulación del sur y el oeste. El capital financiero buscó cada vez más en el extranjero mayores tasas de beneficio. La desindustrialización interna y las deslocalizaciones de la producción al extranjero, se hicieron mucho más frecuentes. El mercado, representado en términos ideológicos como un medio para fomentar la competencia y la innovación, se convirtió en un vehículo para la consolidación del poder monopolista. Los impuestos sobre las empresas se aminoraron de manera espectacular y el tipo impositivo máximo para las personas físicas se redujo del 70 al 28 % en lo que fue descrito como «el mayor recorte de los impuestos de la historia». (p. 32)
Sucedió otro hecho colindante con el anterior. «La subida del precio del petróleo de la OPEP que sucedió a su embargo en 1973 otorgó un enorme poder financiero a los Estados productores de petróleo, como Arabia Saudita, Kuwait y Abu Dhabi». Estados Unidos llegó a preparar la invasión de estos países, según han revelado informes desclasificados del servicio de inteligencia británico, para restaurar el flujo del petróleo. Sea como fuese, y seguramente bajo la amenaza de la invasión, los saudíes aceptaron «reciclar todos sus petrodólares a través de los bancos de inversión de Nueva York». Puesto que Estados Unidos estaba en recesión, su mercado interno no era el mejor objetivo para rentabilizar ese dinero, por lo que buscaron en el exterior: en los gobiernos en vías de desarrollo que estaban ávidos de endeudarse a cambio de posibles mejoras.
El modelo fue el que se había usado en Nicaragua en la década de los años 1920 y 30: escoger un hombre fuerte (Somoza), asistirlo (económica y políticamente) para que éste, su familia y sus allegados puedan erigir un imperio económico y político capaz de frenar a los enemigos de Estados Unidos (en el caso de Nicaragua, Sandino). «Este fue el modelo desplegado después de la Segunda Guerra Mundial durante la etapa de descolonización total impuesta a las potencias europeas ante la insistencia de Estados Unidos» (p. 34), como el derrocamiento del gobierno de Mosaddeq en Irán y la entrega del poder al Sha o el golpe de estado en Chile. Casualmente, el Sha concedió los contratos sobre el petróleo de Irán a compañías estadounidenses.
De este modo, Estados Unidos se lanzó a una carrera de violencia donde no le importó coquetear con todo tipo de dictaduras siempre que pudiesen, a cambio, ayudar a derrotar movimientos insurgentes o socialdemócratas. Y, en este contexto, los bancos de Nueva York pudieron invertir en el resto del mundo, algo que siempre habían hecho pero que, a partir de 1973, hicieron con mayor intensidad, aunque ahora centrados en los préstamos de capital a gobiernos extranjeros. Para ello, claro, necesitaban «la liberalización del crédito internacional», algo que el gobierno estadounidense empezó a apoyar activamente a partir de los años 70.
El siguiente paso fue la purga en el FMI y el Banco Mundial de todo elemento a favor de la intervención keynesiana, algo que sucedió en 1982. A partir de entonces, estas dos instituciones se convirtieron en arietes neoliberales que aceptaban refinanciar la deuda de los países, o concederles créditos, a cambio de «reformas institucionales, como recortar el gasto social, crear legislaciones más flexibles del mercado de trabajo y optar por la privatización», algo que ya reseñamos tanto en las lecturas de, por ejemplo, el Castells de La sociedad red como Raquel Rolnik en La guerra de los lugares.
No obstante, el caso de México sirvió para demostrar una diferencia crucial entre la práctica liberal y la neoliberal, ya que bajo la primera, los prestamistas asumen las pérdidas que se derivan de decisiones de inversión equivocadas mientras que, en la segunda, los prestatarios son obligados por poderes internacionales y por potencias estatales a asumir el coste del reembolso de la deuda sin importar las consecuencias que ésto pueda tener para el sustento y el bienestar de la población local. Si esto exige la entrega de activos a precio de saldo a compañías extranjeras, que así sea. Ésto, en verdad, no es coherente con la teoría neoliberal. Tal y como muestran Duménil y Lévy, uno de los efectos de esta medida fue permitir a los propietarios de capital estadounidenses extraer elevadas tasas de beneficio del resto del mundo durante la década de 1980 y 1990. Los excedentes extraídos del resto del mundo a través de los flujos internacionales y de las prácticas de ajuste estructural contribuyeron enormemente a la restauración del poder de la elite económica o de las clases altas, tanto en Estados Unidos como en otros centros de los países del capitalismo avanzado. (p. 36)
Hablar de la restauración del poder de clase lleva a la problemática de qué entendemos por clase. A pesar de las dificultades, existen ciertas tendencias generales. La más destacable de ellas es que el valor que rige la actividad económica no es el de la producción, sino el de las acciones. «En caso de conflicto entre Main Street y Wall Street, la segunda tendría todas las de ganar. Así pues surge la posibilidad real de que a Wall Street le vaya bien, aunque al resto de Estados Unidos (así como el resto del mundo) le vaya mal. Y durante muchos años, en particular durante la década de 1990, esto es exactamente lo que sucedió. Si el eslogan coreado con frecuencia durante la década de 1960 había sido “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”, en la de 1990 éste se había transformado en que “lo único que importa es que sea bueno para Wall Street” (p. 40).
Por otro lado, la financiarización de todos los aspectos de la sociedad permite la rápida formación de enormes concentraciones de capital (Harvey habla de la familia Walton, propietaria de Wal-Mart, o del mexicano Carlos Slim, pero los ejemplos son inagotables). Estas familias y empresas, pese a que siguen perteneciendo a un Estado en concreto, sin duda han estrechado sus relaciones inter y multinacionales.
Para acabar el primer capítulo, Harvey reflexiona sobre el significado de la libertad de la mano de Karl Polanyi, autor de La gran transformación. Crítica del liberalismo económico (1944). Polanyi sostenía que existían dos tipos de libertades: unas buenas y unas malas. El segundo grupo incluía el derecho a la explotación del prójimo, a obtener unas ganancias abominables sin prestar un servicio similar a la comunidad, a impedir que las innovaciones tecnológicas fuesen usadas para la mejora de la sociedad o la de beneficiarse económicamente de desgracias y calamidades. Claro que el neoliberalismo garantiza otras libertades: la de conciencia, expresión, reunión, asociación o libre elección del propio trabajo. Pero, destacaba Polanyi, no había que olvidar que estas segundas libertades, que son buenas, son, también, «un subproducto del mismo sistema económico» que también es responsable de las otras.
En la siguiente entrada veremos la construcción del consenso, es decir, los pasos que hubo que dar para que el neoliberalismo, aceptado en círculos empresariales y políticos, acabase calando como ideología en la sociedad.