Naked City, Sharon Zukin

Sharon Zukin lleva 40 años cartografiando Nueva York, ciudad donde nació y vive. Su primera obra, Loft Living (1982), describía los procesos que se estaban dando en un barrio por entonces bastante marginal de Nueva York, Hell Hundred’s Acres. Hasta los 60 había sido una zona de gran fuerza industrial, llena de talleres dedicados al textil. Las crisis económicas de los 70 y la deslocalización de las industrias hacia países emergentes, mucho más baratos, dejó vacíos esos talleres. Y entonces llegaron los artistas, que, al alquilarlos, podían tener, con un solo alquiler, a la vez el taller y la vivienda. Había nacido la moda del loft; y, con ella, como describió Zukin, la importancia de la vanguardia artística en los procesos de gentrificación de la ciudad (algo que también analizamos tanto con «El bello arte de la gentrificación» como con Clase cultural. Arte y gentrificación). Por entonces el barrio ya había cambiado de nombre, claro, y ahora era conocido como la zona al sur de la calle Houston: South of Houston Street, SoHo.

The Cultures of Cities (1995), que reseñamos en su momento, volvía a la ciudad de Nueva York y trataba de comprender algunas de las muchas culturas que la habitaban; sobre todo, la nueva cultura empresarial, que concibe la ciudad como un lugar donde hacer negocio y donde todo servicio debe financiarse a sí mismo, o perecer. En su búsqueda por tratar de comprender cómo se genera la cultura urbana y quién tiene un mayor peso en el proceso, del libro nos quedamos con la importancia creciente que los BIDs (bussiness-improved districts) tenían en la ciudad, algo que no ha hecho más que crecer. Se trata de uniones de comerciantes y empresarios de un lugar común que crean una asociación, fundación o, si disimulan menos, una empresa, cuyo objetivo es velar por la seguridad, la estética y el bienestar de su zona. Un win-win, claro, porque entonces el Ayuntamiento puede olvidarse de la limpieza, de la retirada de basuras o de la seguridad en ese distrito. Pero todos esos servicios pasan a ser privados, con lo que, como siempre, los sospechosos habituales son susceptibles de ser expulsados de esos distritos. Como todas aquellas actividades que no sean del agrado de los propietarios de los negocios, que pasan a ser también los propietarios de las calles.

Si el título de The Cultures of Cities era un claro homenaje a Mumford, Naked City. The Death and Life of Authentic Urban Places (Oxford University Press, 2010) es un claro homenaje a la que será una de sus protagonistas: Jane Jacobs, puesto que uno de los temas centrales será la descripción que hizo Jacobs de un barrio funcional y sano. Pero Zukin lo hace sin abandonar la dicotomía que ya presentó en The Cultures of Cities: existe una ciudad, digamos, real o viva; y existe una ciudad corporativa, que sólo busca eficiencia y máximo beneficio económico. Si en el anterior libro el tema que servía para tratarlos era las distintas culturas urbanas, en este caso se trata de la autenticidad.

Though Jacobs and her fellow community activists were able to stop Moses’s plans to destroy significant parts of Lower Manhattan and replace them with highways and high-rise housing projects, the struggle between the corporate city and the urban village continues in our time. It is fought not only in terms of the bricks and mortar of new construction projects, but also in terms of which groups have the right to inhabit both old and new city forms. Who benefits from the city’s revitalisation? Does anyone have a right to be protected from displacement? These stakes, which the French social theorist Henri Lefebvre calls the right to the city, make it important to determine how the city’s authenticity is produced, interpreted and deployed. (p. xii)

El debate, que ni Jacobs ni Moses hubiesen planteado en términos de «autenticidad» en realidad se da entre la ciudad corporativa y lo que Zukin denomina «urban village»; la ciudad para todos, si acaso, una ciudad que está viva y que, a diferencia de Nueva York, no ha perdido su alma. «Public parks that are now managed by private conservancies and shopping areas that are governed by Business Improved Districts do enjoy cleaner streets and greater public safety. But we pay a steep price for these comforts, for they depend on forces that we cannot control –private business associations, the police bureaucracy, and security guard companies– signaling that we are ready to give up on our unruly democracy. This is another way the city loses its soul.» (p. xi)

A partir de ahí, la introducción relata cómo, desde los años 70, la ciudad deja de ser local para volverse global y sometida a los vaivenes de la globalización y los flujos del capital. «The British geographer Loretta Lees calls this process ‘super-gentrificaition’ (…) Neil Smith calls this ‘gentrification generalized'» (p. 9), es decir, una nueva oleada de gentrificación que convierte los centros urbanos en refugios de los muy ricos y los barrios colindantes, en zonas de clases medio-altas. Por el proceso, lo que para Jacobs era la descripción de un barrio normal, con sus relaciones interpersonales, los negocios pequeños y el «ballet de las aceras», ha perdido su origen real y se ha convertido en un espectáculo simulado. Lo que Ian Brossat denominaba «parisinidad» en Airbnb. La ciudad uberizada y lo que la propia Zukin denomina «manhattanization»: cuando los procesos urbanos han pasado por el rodillo del márqueting y quedan vacíos, sin calado, pura apariencia. O, como lo describía Harvey en Espacios del capital: al propio capitalismo le interesa que surjan lugares auténticos, originales, que tienen algo especial; algo lo bastante singular para llamar la atención y atraer turismo, pero no lo bastante singular para ser incomprensible o inabarcable. Ahí entraríamos, claro, de nuevo, en la hiperrealidad de Baudrillard. El resultado, independientemente de por dónde lo abordemos, son ciudades sin alma, con un discurso amable que promete bondades para sus habitantes pero regidas únicamente por el interés económico y el bienestar de las clases dominantes.

La introducción rastrea ese concepto de ‘autenticidad’; pero, como no podía ser de otro modo, es un concepto muy particular de cada lugar y de cada época. El grueso del libro es, por lo tanto, una búsqueda, barrio a barrio, de seis visiones distintas de autenticidad en Nueva York. Un estudio que interesará, claro, a los habitantes de la ciudad y a quienes la conozcan bien; porque, más allá de las descripciones pintorescas, no se avanza hacia unas conclusiones genéricas (no ya globales: digamos, y ya es un concepto grande, de la cultura occidental) hasta las conclusiones finales.

The East Village still enjoys the image of an oasis of authenticity in a Wal-Mart wasteland, which tends to make living here even more expensive. Almost everywhere, lofts and walk-up flats have been transformed into luxury housing. «Blight», which urban planning officials in the 1950s sneeringly said was the problem with old neighborhoods like ours, has yielded to chic. (p. 104)

Algo más adelante ejemplifica el problema de los BIDs, o de la privatización de las calles, con la simple imagen de la seguridad privada contemplando pasivamente cómo los clientes de un establecimiento que ha colocado sillas sobre el césped de Bryant Park disfrutan de sus cócteles, incluso personas que han traído sus propias sillas para disfrutar de una actuación de música en vivo en ese establecimiento, mientras esos mismos guardias de seguridad privados persiguen y acosan a las personas que beben de una botella envuelta en una bolsa marrón. La decisión de qué es correcto e incorrecto pasa a manos privadas; y las manos privadas toman esa decisión basándose en quién les da dinero y quién no. No deja de ser el viejo debate de botellón contra terrazas; el acto, beber alcohol de forma social, es el mismo, sólo se modifica el contexto.

Las conclusiones, en el capítulo final, están articuladas alrededor de la descripción de Greenwich Village que hizo Jacobs en su momento.

Authenticity was not a word in Jacobs’s vocabulary. She talked instead about density and diversity, about «character and liveliness», and how to «avoid the ravages of apathetic and helpless neighborhoods». For the most part, she advocated resisting overscale development and permitting good design of urban spaces to encourage community involvement. It is not clear that following her suggestions would have allowed cities to avoid the lack of investment in public institutions and the miscarriage of racial and social equality that depressed so many neighborhoods to see them as «authentic», and we can use our Jacobs-influenced vision to transform their authenticity into equity for all. We already use the streets and buildings to create a physical fiction of our common origins; now we need to tap deeper into the aesthetic of new beginnings that inspire our emotions. Authenticity refers to the look and feel of a place as well as the social connectedness that place inspires. But the sense that a neighborhood is true to its origins and allows a real community to form reflects more about us and our sensibilities than about any city block. (p. 220)

Y ahí encontramos uno de los errores: las ciudades no tienen que crear comunidades. Nada más horrendo que la comunidad, como recordaba Sennett en El declive del hombre público: porque las comunidades no dejan de ser grupos cerrados que se perciben a sí mismos como tal, como un grupo; porque suelen tener intereses comunes, algo que los habitantes de una ciudad no necesitan; y porque, ante la posible disolución, nada une tanto a una comunidad como un enemigo común. Real o imaginario. En las ciudades se da, o debería darse, una forma distinta de sociabilidad, no basada en lazos fuertes sino en constantes interacciones autocontenidas. Por supuesto que es agradable la familiaridad en el bario, con algunas de sus gentes y establecimientos; pero eso no puede llevar a la defensa de una comunidad. Para eso siguen existiendo los pueblos y las urbanizaciones; lo que en Estados Unidos llamarían suburbios.

Algo más adelante Zukin confunde, de nuevo, lo que describió Jacobs (el ballet de las aceras, la mezcla de usos) con las personas a las que describió Jacobs (clases medias blancas de primera o segunda generación). «But Jacobs romanticized social conditions that were already becoming obsolete when she wrote about them in 1960. In the years that followed, second-generation immigrant shopkeepers were replaced by the chain stores; housewives who had time to look out the window to see what was happening in the street entered or returned to the workforce. A mix of machines shops and small factories, butcher shops and dry cleaners, and homeowners and tenants were crushed first by old residents moving out, business failing to meet competition, and landlords abandoning low-rent properties, and the by new waves of boutiques, condos, high-rise development, and gentrifiers.» (p. 226). Todo esto, sin embargo, se debe a un origen común, como Zukin explica en el mismo párrafo: «Local roots would finally be destroyed when the state eliminated the social safety net of rent controls, and real estate investors and developers replaced low-cost housing with expensive luxury apartments.»

Es decir: el problema no fue que Jacobs describiese una estampa que iba a evolucionar; ni siquiera que en esa estampa estuviese el germen de la gentrificación (como ya destacó Trevor Boddy en su artículo recogido en Variaciones sobre un parque temático), sino que la ciudad dejó de estar articulada alrededor de sus habitantes para estarlo alrededor del beneficio. Com temas de fondo como el neoliberalismo surgido de las crisis energéticas o la globalización, no fue un tema que afectase únicamente a las ciudades.

La renovación urbana que supuso esta acumulación de tendencias pretende buscar la «autenticidad», pero disimula poco lo que esa autenticidad le debe al interés económico. Brotan centros de convenciones, a cuál más singular; frentes marítimos renovados, rascacielos diseñados por el enésimo arquitecto estrella o museos destinados a revitalizar una zona y convertirse en el próximo Guggenheim. «These elements of sameness do not just speak to a universal yearning for capuccino’s culture, the status symbol of the new urban middle class. They embody consumer’s strivings for the good life as well as cities’ conscious use of culture to polish their image and jump-start investment.» (p. 231)

La competencia se va volviendo más amplia y abarcando cada vez ciudades más pequeñas, hasta que todas ellas están compitiendo por atraer capital, modernizar sus centros urbanos y organizar el próximo festival de moda, gastronomía o pop-up. «Every city wants a ‘McGuggenheim'» (p. 232), resume Zukin. Finalmente se traduce en cambios a nivel de calle; de comercios, personas y cómo se usa el espacio público.

This process has moved faster in the original, ur-neihgborhoods in the centers of cities, where the old urban village has been restored or rehabbed to conform to an «interesting» aesthetic vision, while losing the low-key, low-income, and low-status residents who gave it an authentic character. (p. 243)

Y de ahí nos surge una duda. ¿Acaso en el futuro, los nuevas generaciones que ahora viven la juventud en la ciudad echarán de menos los gastrobares, las cafeterías con enormes ventanales donde se sirven matcha-lattes y bocadillos de sésamo, incluso los Starbucks? ¿Será para ellos el símbolo de la autenticidad, pese a lo claramente mercantilizado que nos parece a generaciones algo mayores?

Breve historia del neoliberalismo (I), David Harvey

Si le podemos hacer un reproche a Breve historia del neoliberalismo (publicado en 2005, leemos la edición de Akal de 2007 traducida por Ana Varela Mateos), de nuestro admirado David Harvey, es no poder reproducirlo por entero en el blog. Y probablemente él lo permitiría, pero, dada su extensión, nos toca reseñarlo. Hecho al que nos enfrentamos con extremo placer.

De Harvey ya hemos leído Espacios del capital, La condición de la posmodernidad, Ciudades rebeldes (entre otros) y, hace nada, Urbanismo y desigualdad social, donde ya dejaba clara su posición como geógrafo y su tradición, la marxista. Breve historia del neoliberalismo es un estudio sobre cómo hemos pasado de la visión keynesiana de la postguerra a un neoliberalismo extremo donde todo elemento de la sociedad está mercantilizada y el dinero parece el único valor con el que medirlo todo.

No sería de extrañar que los historiadores del futuro vieran los años comprendidos entre 1978 y 1980 como un punto de inflexión revolucionario en la historia social y económica del mundo. En 1978 Deng Xiaoping emprendió los primeros pasos decisivos hacia la liberalización de una economía comunista en un país que integra la quinta parte de la población mundial. En el plazo de dos décadas, el camino trazado por Deng iba a transformar China, un área cerrada y atrasada del mundo, en un centro de dinamismo capitalista abierto con una tasa de crecimiento sostenido sin precedentes en la historia de la humanidad. En la costa opuesta del Pacífico, y bajo circunstancias bastante distintas, un personaje relativamente oscuro (aunque ahora famoso) llamado Paul Volcker asumió el mando de la Reserva Federal de Estados Unidos en julio de 1979, y en pocos meses ejecutó una drástica transformación de la política monetaria. A partir de ese momento, la Reserva Federal se puso al frente de la lucha contra la inflación, sin importar las posibles consecuencias (particularmente, en lo relativo al desempleo). Al otro lado del Atlántico, Margaret Thatcher ya había sido elegida primera ministra de Gran Bretaña en mayo de 1979, con el compromiso de domeñar el poder de los sindicatos y de acabar con el deplorable estancamiento inflacionario en el que había permanecido sumido el país durante la década anterior. Inmediatamente después, en 1980, Ronald Reagan era elegido presidente de Estados Unidos y, armado con su encanto y con su carisma personal, colocó a Estados Unidos en el rumbo de la revitalización de su economía apoyando las acciones de Volcker en la Reserva Federal y añadiendo su propia receta de políticas para socavar el poder de los trabajadores, desregular la industria, la agricultura y la extracción de recursos, y suprimir las trabas que pesaban sobre los poderes financieros tanto internamente como a escala mundial. A partir de estos múltiples epicentros, los impulsos revolucionarios parecieron propagarse y reverberar para rehacer el mundo que nos rodea bajo una imagen completamente distinta. (p. 5)

Unos cambios tan complejos no suceden del día a la mañana. El logro de estos personajes (Thatcher, Reagan, Xiaoping, Volcker) fue, según Harvey, que consiguieron convertir unos discursos minoritarios que llevaban tiempo en circulación en mayoritarios.

El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas. (p. 6)

En la introducción, Harvey vuelve a recalcar la importancia que el neoliberalismo otorga a las nuevas tecnologías de la información, que son la que le permiten controlar el cada vez más veloz movimiento de la mercancía, con los apuntes que daba Lyotard sobre la condición de la postmodernidad y con la compresión espacio-temporal que el propio Harvey analizó como base de la acumulación flexible en La condición de la posmodernidad.

«Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la
dignidad y de la libertad individual, como pilar fundamental que consideraron “los
valores centrales de la civilización”» (p. 11). De ahí dieron un salto con tirabuzón y consideraron que «las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio», que es la base del pensamiento neoliberal: que la mano del mercado lo equilibrará todo, pese a las múltiples evidencias en contra que hemos vivido en estas cinco décadas de dominación neoliberal.

La organización neoliberal, que en principio debería basarse en una multiplicidad de actores libres que operan según las leyes de mercado, necesita, sin embargo, unos actores que garanticen las necesidades de este mercado: y ahí surge el Estado neoliberal, siempre interesado en mantener todas las condiciones que beneficien a la acumulación de capital, antes que a una mayoría de sus ciudadanos.

La reestructuración de las formas estatales y de las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial estaba concebida para prevenir un regreso a las catastróficas condiciones que habían amenazado como nunca antes el orden capitalista en la gran depresión de la década de 1930. Al parecer, también iba a evitar la reemergencia de las rivalidades geopolíticas interestatales que habían desatado la guerra. Como medida para asegurar la paz y la tranquilidad en la escena doméstica, había que construir cierta forma de compromiso de clase entre el capital y la fuerza de trabajo. Tal vez, el mejor retrato del pensamiento de la época se encuentre en un influyente texto escrito por dos eminentes sociólogos, Robert Dahl y Charles Lindblom, que fue publicado en 1953. En opinión de ambos autores, tanto el capitalismo como el comunismo en su versión pura, habían fracasado. El único horizonte por delante era construir la combinación precisa de Estado, mercado e instituciones democráticas para garantizar la paz, la integración, el bienestar y la estabilidad. En el plano internacional, un nuevo orden mundial era erigido a través de los acuerdos de Bretton Woods, y se crearon diversas instituciones como la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, que tenían como finalidad contribuir a la estabilización de las relaciones internacionales. Asimismo, se incentivó el libre comercio de bienes mediante un sistema de tipos de cambio fijos, sujeto a la convertibilidad del dólar estadounidense en oro a un precio fijo. Los tipos de cambio fijos eran incompatibles con la libertad de los flujos de capital que tenían que ser controlados, pero Estados Unidos tenía que permitir la libre circulación del dólar más allá de sus fronteras si el dólar iba a funcionar como moneda de reserva global. Este sistema existió bajo el paraguas protector de la potencia militar de Estados Unidos. Únicamente la Unión Soviética y la Guerra Fría imponían un límite a su alcance global. (p. 16)

Como resultado de los procesos anteriores, en Europa surgieron una serie de Estados «socialdemócratas, democristianos y dirigistas»; Estados Unidos tendió hacia la democracia liberal y Japón, para agilizar su reconstrucción, hacia una democracia gobernada por una rígida burocracia. Todos ellos tenían en común, sin embargo, «la aceptación de que el Estado debía concentrar su atención en el pleno empleo, en el crecimiento económico y en el bienestar de los ciudadanos, y que el poder estatal debía desplegarse libremente junto a los procesos del mercado -o, si fuera necesario, interviniendo en él o incluso sustituyéndole-, para alcanzar esos objetivos (p. 17). Es decir, seguían unas políticas comúnmente denominadas keynesianas, entre las cuales se daba por sentado que las políticas de mercado estaban, y debían estar, constreñidas por un cerco estatal regulador que velase por el interés común y ciertas industrias o áreas quedaban bajo la tutela del mercado (como el carbón, el acero, las telecomunicaciones o las fuentes de energía). Esta organización político-económica recibe actualmente el nombre de «liberalismo embridado», según Harvey.

Dentro del keynesianismo (o del liberalismo embridado) se consiguió un cierto control tanto de las crisis cíclicas del capitalismo como de las pugnas entre las distintas clases sociales, con fuerte presencia de los sindicatos y de fuerzas de la izquierda política.

A finales de la década de 1960 el liberalismo embridado comenzó a desmoronarse, tanto a escala internacional como dentro de las economías domésticas. En todas partes se hacían evidentes los signos de una grave “crisis de acumulación de capital”. El crecimiento tanto del desempleo como de la inflación se disparó por doquier anunciando la entrada en una fase de “estanflación” global que se prolongó durante la mayor parte de la década de 1970. La caída de los ingresos tributarios y el aumento de los gastos sociales provocaron crisis fiscales en varios Estados (Gran Bretaña, por ejemplo, tuvo que ser rescatada por el FMI en la crisis de 1975-1976). Las políticas keynesianas habían dejado de funcionar. Ya antes de la Guerra árabe-israelí y del embargo de petróleo impuesto por la OPEP en 1973, el sistema de tipos de cambio fijos respaldado por las reservas de oro establecido en Bretton Woods se había ido al traste. (p. 18)

Los dólares, acumulados también en bancos europeos, habían escapado del control de Estados Unidos. Se abandonó el patrón oro y pronto se dejaron atrás, también, los esfuerzos por controlar la fluctuación de los tipos de interés. ¿Cuál debía ser el nuevo rumbo a seguir?

Hubo diversas respuestas. Por parte de la izquierda europea, se propuso un contraataque, reforzar las doctrinas socialistas, mayor control empresarial, tal vez un socialismo de mercado más abierto (dependiendo del país). La batalla se congregó en dos frentes: un poder político de izquierdas que no podría hacer frente a los intereses capitalistas «a favor de la planificación central» y que, cuando alcanzó el poder, en general acabó defraudando a sus votantes y optando por la solución contraria; y los que estaban a favor de la liberación de toda restricción a las libertades de mercado.

Cómo, de ese momento, surgió el neoliberalismo, es la cuestión que aborda Harvey. Viso en retrospectiva, parece un fait accompli; pero no lo era en el momento y no lo fue hasta, por ejemplo, haberse establecido el Consenso de Washington con Clinton y Blair. De hecho, en un primer momento ganó el frente de izquierdas: numerosos partidos de izquierda llegaron al poder e incluso se lanzaron propuestas comunistas (por ejemplo, en Suecia, «el plan Rehn-Meidner proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores/propietarios de participaciones», p. 20).

Los ejemplos de Chile y Argentina (donde hubo un golpe de Estado en el primero, y la toma del poder por los militares en el segundo, ambos «promovidos internamente por las clases altas con el apoyo de Estados Unidos») ofrecía una solución.

Gérard Duménil y Dominique Lévy, tras una cuidadosa reconstrucción de los datos existentes, han concluido que la neoliberalización fue desde su mismo comienzo un proyecto para lograr la restauración del poder de clase. Tras la implementación de las políticas neoliberales a finales de la década de 1970, en Estados Unidos, el porcentaje de la renta nacional en manos del 1 % más rico de la sociedad ascendió hasta alcanzar, a finales del siglo pasado, el 15 % (muy cerca del porcentaje registrado en el periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial). El 0,1 % de los perceptores de las rentas más altas de éste país vio crecer su participación en la renta nacional del 2 % en 1978 a cerca del 6 % en 1999, mientras que la proporción entre la retribución media de los trabajadores y los sueldos percibidos por los altos directivos, pasó de mantener una proporción aproximada de 30 a 1 en 1970, a alcanzar una proporción de 500 a 1 en 2000. (p. 23).

La noeliberalización puede ser interpretada, asegura Harvey, como un proyecto utópico que trata de reorganizar el capitalismo internacional… o «como un proyecto político para restablecer las condiciones para la acumulación de capital y restaurar el poder de las elites económicas» (p. 24). Harvey está convencido, y trata de demostrar en el libro, que se trata del segundo caso. Y una de las pruebas más evidentes es que, cada vez que ha habido un conflicto entre los principios neoliberales y los intereses de clase, han ganado los segundos. Sin ir muy lejos, por ejemplo, todos los rescates bancarios que se dieron en la crisis de 2008 atentaban contra los principios neoliberales; pero, por supuesto, fueron aplicados y ninguno, o una minoría, de los responsables ha sido juzgado.

Rastreando la historia del neoliberalismo, Harvey recurre a la Sociedad Mont Pelerin en 1947 (como ya vimos hacer a Urry en Offshore, por ejemplo). «Los miembros del grupo se describían como “liberales” (en el sentido europeo tradicional) debido a su compromiso fundamental con los ideales de la libertad individual. La etiqueta neoliberal señalaba su adherencia a los principios de mercado libre acuñados por la economía neoclásica, que había emergido en la segunda mitad del siglo XIX (gracias al trabajo de Alfred Marshall, William Stanley Jevons, y Leon Walras) para desplazar las teorías clásicas de Adam Smith, David Ricardo y, por supuesto, Karl Marx.» (p. 27).

Los miembros del grupo recibieron pronto apoyo financiero y político. Se puso en el mismo saco a todas las políticas que atentaban contra el libre mercado: «el socialismo, la planificación estatal y el intervencionismo keynesiano», el marxismo. En los 70, este movimiento empezó a dar fruto, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, especialmente con la creación de centros (think-tanks neoliberales) como el Institute of Economic Affairs de Londres, la Heritage Foundation en Washington y la creciente influencia dentro de la academia de la figura de la Universidad de Chicago Milton Friedman. «La teoría neoliberal ganó respetabilidad académica gracias a la concesión del Premio Nobel de Economía a Hayek en 1974 y a Friedman en 1976. Este particular premio, aunque asumió el aura del Nobel, no tenía nada que ver con los otros premios y fue concedido bajo el férreo control de la elite bancaria sueca.» (p. 28) Luego, esos pensamientos teóricos se llevaron a la práctica, en primer lugar, en la figura de Margaret Thatcher. Una de sus declaraciones fue que no existía «eso que se llama sociedad, sino únicamente hombres y mujeres individuales»; y, por lo tanto, los derechos eran de los individuos; la propiedad privada, la responsabilidad personal, los valores familiares.

Si en mayo del 79 Thatcher alcanzaba el poder, en octubre del mismo año Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos durante el mandato de Carter, dio un giro de 180 grados a la política monetaria estadounidense. Las políticas fiscales keynesianas, que tenían el pleno empleo como objetivo, fueron abandonadas en aras de una política que pretendía controlar la inflación «con independencia de las consecuencias que pudiera tener sobre el empleo» (p. 30). El «shock de Volcker», como sería conocido a partir de ese momento, «ha de ser interpretado como una condición necesaria pero no suficiente de la neoliberalización». El otro paso necesario era el apoyo del Estado a dichas políticas con sus acciones; y ése fue el momento de la llegada de Reagan al poder, en 1980.

La política de desregulación de todas las áreas, desde las líneas aéreas hasta las telecomunicaciones y las finanzas, abrió nuevas zonas de libertad de mercado sin trabas a fuertes intereses corporativos. Las exenciones fiscales a la inversión fueron, de hecho, un modo de subvencionar la salida del capital del nordeste y del medio oeste del país, con altos índices de afiliación sindical, y su desplazamiento hacia la zona poco sindicalizada y con una débil regulación del sur y el oeste. El capital financiero buscó cada vez más en el extranjero mayores tasas de beneficio. La desindustrialización interna y las deslocalizaciones de la producción al extranjero, se hicieron mucho más frecuentes. El mercado, representado en términos ideológicos como un medio para fomentar la competencia y la innovación, se convirtió en un vehículo para la consolidación del poder monopolista. Los impuestos sobre las empresas se aminoraron de manera espectacular y el tipo impositivo máximo para las personas físicas se redujo del 70 al 28 % en lo que fue descrito como «el mayor recorte de los impuestos de la historia». (p. 32)

Sucedió otro hecho colindante con el anterior. «La subida del precio del petróleo de la OPEP que sucedió a su embargo en 1973 otorgó un enorme poder financiero a los Estados productores de petróleo, como Arabia Saudita, Kuwait y Abu Dhabi». Estados Unidos llegó a preparar la invasión de estos países, según han revelado informes desclasificados del servicio de inteligencia británico, para restaurar el flujo del petróleo. Sea como fuese, y seguramente bajo la amenaza de la invasión, los saudíes aceptaron «reciclar todos sus petrodólares a través de los bancos de inversión de Nueva York». Puesto que Estados Unidos estaba en recesión, su mercado interno no era el mejor objetivo para rentabilizar ese dinero, por lo que buscaron en el exterior: en los gobiernos en vías de desarrollo que estaban ávidos de endeudarse a cambio de posibles mejoras.

El modelo fue el que se había usado en Nicaragua en la década de los años 1920 y 30: escoger un hombre fuerte (Somoza), asistirlo (económica y políticamente) para que éste, su familia y sus allegados puedan erigir un imperio económico y político capaz de frenar a los enemigos de Estados Unidos (en el caso de Nicaragua, Sandino). «Este fue el modelo desplegado después de la Segunda Guerra Mundial durante la etapa de descolonización total impuesta a las potencias europeas ante la insistencia de Estados Unidos» (p. 34), como el derrocamiento del gobierno de Mosaddeq en Irán y la entrega del poder al Sha o el golpe de estado en Chile. Casualmente, el Sha concedió los contratos sobre el petróleo de Irán a compañías estadounidenses.

De este modo, Estados Unidos se lanzó a una carrera de violencia donde no le importó coquetear con todo tipo de dictaduras siempre que pudiesen, a cambio, ayudar a derrotar movimientos insurgentes o socialdemócratas. Y, en este contexto, los bancos de Nueva York pudieron invertir en el resto del mundo, algo que siempre habían hecho pero que, a partir de 1973, hicieron con mayor intensidad, aunque ahora centrados en los préstamos de capital a gobiernos extranjeros. Para ello, claro, necesitaban «la liberalización del crédito internacional», algo que el gobierno estadounidense empezó a apoyar activamente a partir de los años 70.

El siguiente paso fue la purga en el FMI y el Banco Mundial de todo elemento a favor de la intervención keynesiana, algo que sucedió en 1982. A partir de entonces, estas dos instituciones se convirtieron en arietes neoliberales que aceptaban refinanciar la deuda de los países, o concederles créditos, a cambio de «reformas institucionales, como recortar el gasto social, crear legislaciones más flexibles del mercado de trabajo y optar por la privatización», algo que ya reseñamos tanto en las lecturas de, por ejemplo, el Castells de La sociedad red como Raquel Rolnik en La guerra de los lugares.

No obstante, el caso de México sirvió para demostrar una diferencia crucial entre la práctica liberal y la neoliberal, ya que bajo la primera, los prestamistas asumen las pérdidas que se derivan de decisiones de inversión equivocadas mientras que, en la segunda, los prestatarios son obligados por poderes internacionales y por potencias estatales a asumir el coste del reembolso de la deuda sin importar las consecuencias que ésto pueda tener para el sustento y el bienestar de la población local. Si esto exige la entrega de activos a precio de saldo a compañías extranjeras, que así sea. Ésto, en verdad, no es coherente con la teoría neoliberal. Tal y como muestran Duménil y Lévy, uno de los efectos de esta medida fue permitir a los propietarios de capital estadounidenses extraer elevadas tasas de beneficio del resto del mundo durante la década de 1980 y 1990. Los excedentes extraídos del resto del mundo a través de los flujos internacionales y de las prácticas de ajuste estructural contribuyeron enormemente a la restauración del poder de la elite económica o de las clases altas, tanto en Estados Unidos como en otros centros de los países del capitalismo avanzado. (p. 36)

Hablar de la restauración del poder de clase lleva a la problemática de qué entendemos por clase. A pesar de las dificultades, existen ciertas tendencias generales. La más destacable de ellas es que el valor que rige la actividad económica no es el de la producción, sino el de las acciones. «En caso de conflicto entre Main Street y Wall Street, la segunda tendría todas las de ganar. Así pues surge la posibilidad real de que a Wall Street le vaya bien, aunque al resto de Estados Unidos (así como el resto del mundo) le vaya mal. Y durante muchos años, en particular durante la década de 1990, esto es exactamente lo que sucedió. Si el eslogan coreado con frecuencia durante la década de 1960 había sido “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”, en la de 1990 éste se había transformado en que “lo único que importa es que sea bueno para Wall Street” (p. 40).

Por otro lado, la financiarización de todos los aspectos de la sociedad permite la rápida formación de enormes concentraciones de capital (Harvey habla de la familia Walton, propietaria de Wal-Mart, o del mexicano Carlos Slim, pero los ejemplos son inagotables). Estas familias y empresas, pese a que siguen perteneciendo a un Estado en concreto, sin duda han estrechado sus relaciones inter y multinacionales.

Para acabar el primer capítulo, Harvey reflexiona sobre el significado de la libertad de la mano de Karl Polanyi, autor de La gran transformación. Crítica del liberalismo económico (1944). Polanyi sostenía que existían dos tipos de libertades: unas buenas y unas malas. El segundo grupo incluía el derecho a la explotación del prójimo, a obtener unas ganancias abominables sin prestar un servicio similar a la comunidad, a impedir que las innovaciones tecnológicas fuesen usadas para la mejora de la sociedad o la de beneficiarse económicamente de desgracias y calamidades. Claro que el neoliberalismo garantiza otras libertades: la de conciencia, expresión, reunión, asociación o libre elección del propio trabajo. Pero, destacaba Polanyi, no había que olvidar que estas segundas libertades, que son buenas, son, también, «un subproducto del mismo sistema económico» que también es responsable de las otras.

En la siguiente entrada veremos la construcción del consenso, es decir, los pasos que hubo que dar para que el neoliberalismo, aceptado en círculos empresariales y políticos, acabase calando como ideología en la sociedad.

La ciudad global, Saskia Sassen

Hacia los años 70 del siglo pasado, la economía y la ideología asociada a ella empezaron a virar. Si tras la Segunda Guerra Mundial se había tendido hacia una economía keynesiana, basada en cierta socialización de la riqueza (y el surgimiento de lo que se dio por llamar el estado del bienestar), las progresivas crisis económicas de la década de los 70 supusieron un cambio radical que se acabaría llamando neoliberalismo (o acumulación flexible, si lo desean, o tardocapitalismo). Este cambio no surgió de la nada, y muy pronto veremos sus causas (en la reseña de la Breve historia del neoliberalismo de David Harvey), pero una de las esenciales fue el desarrollo de unas nuevas tecnologías que permitían, finalmente, que el mundo fuese una sola unidad económica funcionando a la vez. Si a esas tecnologías le sumamos la progresiva desaparición de las cortapisas al capital, las empresas fueron buscando nuevos lugares donde instalarse y surgieron la deslocalización y la transnacionalización. En esencia, se podía producir desde cualquier parte del mundo y luego transportar la mercancía, por lo que, también en teoría, las ciudades debían perder protagonismo.

Y, en parte, sucedió eso. Recordemos, por ejemplo, la bancarrota que amenazó a Nueva York en 1975 y la respuesta que dio Ford y que encabezó titulares: Drop Dead, es decir, «ahí os quedáis», en traducción libre. Las ciudades ya no eran esenciales. ¿Por qué pagar más dinero por una sede en plena Quinta Avenida si las funciones de control se podían llevar a cabo desde cualquier lugar?

Pero, paradójicamente, si las ciudades se devaluaban por un lado, por el otro cada vez estaban más demandadas. Los barrios centrales, hasta ahora pasto de la desinversión y los guetos, se iban gentrificando. Oleadas de inmigrantes y de trabajadores no cualificados acudían a las ciudades, a trabajar limpiando oficinas o en el sector servicios. ¿Cómo se explicaba esta contradicción?

Pero no sólo existía esta oleada migratoria hacia la ciudad: en el caso de Nueva York había otra, la de jóvenes universitarios recién licenciados con una formación muy alta. Esta oleada no se daba, por ejemplo, en ciudades como Los Ángeles, pero sí en Londres y en Tokio. Una de las primeras personas en fijarse en esta contradicción y ponerla de manifiesta fue la socióloga Saskia Sassen, como vimos en su artículo «La ciudad global, la intermediación y los trabajadores con salarios bajos» (en el dossier El poder de las ciudades). Y son estas mismas observaciones las que la llevaron a escribir uno de los libros esenciales de la temática urbana y donde acuñó un concepto que ya forma parte de nuestro vocabulario: La ciudad global (1991).

The global city. New York, London, Tokyo (leemos la segunda edición, de 2001) es un término que define, según Sassen, a aquellas ciudades que por su volumen o configuración tienen un peso significativo en la economía mundial. Sassen identificó tres: Nueva York, Londres y Tokio, puesto que, entre las tres, abarcaban todos los husos horarios del mundo. La relación entre Londres y Nueva York es evidente; y Tokio se había erigido, durante los años 90, como un coloso enorme desde el que se gestionaban tanto la economía de Japón como la del Sudeste asiático.

A medida que la globalización aumentaba, sin embargo, cada vez se hacía más necesario establecer unas sedes centrales con unos requisitos determinados. Puesto que el control estatal sobre el dinero decrecía, y aumentaba el control corporativo, por un lado; y, puesto que las empresas, debido a su concentración y a lo distinto de sus activos, eran cada vez más complejas y abarcaban más países, surgió la necesidad de establecer unos puntos de control, centralizados, donde hubiese una red de trabajadores muy cualificados y muy especializados: banca internacional, abogados, empresas de publicidad, de gestión de activos… Ése fue, en definitiva, el nicho que ocuparon inicialmente las ciudades globales que podríamos denominar «pioneras».

The growth of global markets for finance and specialized services, the need for transnational servicing networks due to sharp increases in international investment, the reduced role of the government in the regulation of international economy activity and the corresponding ascendance of other institutional arenas, notably global markets and corporate headquarters –all these point to the existence of a series of transnational networks of cities. One implication of this, and a related hypothesis for research is that the economic fortunes of these cities become increasingly disconnected from their broader hinterlands or even their national economies. We can see the formation, at least inicipient, of transnational urban systems. (p. xxi)

La ciudad global trata, como expresa la primera frase del primer capítulo, de cómo la economía mundial ha configurado la forma de las ciudades durante siglos. Cambios en la economía, por lo tanto, conllevan cambios en las ciudades. Sassen se refiere al «desmantelamiento de los antaño poderosos centros de poder industriales en los Estados Unidos, el Reino Unido y, más recientemente, Japón; la industrialización acelerada de diversos países del Tercer Mundo; la rápida internacionalización de la industria financiera en una red global de transacciones» (p. 3). A ello hay que sumarle el cambio de paradigma económico y la desaparición de los acuerdos de Bretton Woods (o, como lo articula Sassen: «la desintegración de las condiciones que soportaban dicho régimen».

«La combinación de la dispersión espacial y la integración global ha creado un nuevo papel estratégico para las grandes ciudades. Además de su larga trayectoria como centros del comercio global y bancario, ahora estas ciudades funcionan de cuatro nuevas maneras:

  • primero, como centros de control altamente concentrados de la economía global;
  • segundo, como lugares clave para las finanzas y las empresas especializadas, que han substituido a la industria como los sectores principales;
  • tercero, como lugares de producción, incluida la producción de innovaciones, en estas industrias punteras;
  • y cuarto, como mercados para los productos e innovaciones producidas.

Estos cambios en el funcionamiento de las ciudades han tenido un impacto enorme tanto sobre la actividad económica internacional como sobre la forma urbana: en las ciudades se concentra el control sobre enormes recursos, mientras la economía y las industrias de servicios especializados han reestructurado el orden social y económico. Debido a ello, ha surgido un nuevo tipo de ciudad. Se trata de la ciudad global. Ejemplos relevantes son Nueva York, Londres, Tokio, Fráncfort y París. Las tres primeras son el objeto de este libro.» (p. 3-4)

La última frase se refiere a la que, probablemente, ha sido la crítica que más se le ha hecho a La ciudad global: el hecho de que, en su momento, Sassen sólo consideró las tres ciudades que dan nombre al libro como ciudades globales. Con el correr del tiempo, sin embargo, ciudad global ha pasado a designar un concepto del que participan muchas ciudades del mundo: el de formar parte de los flujos globales (por citar La sociedad red de Castells) o, simplemente, tener un papel relevante en cualquiera de los muchos aspectos que ahora son globales.

Trough finance more than trough other international flows, a global network of cities has emerged, with New York, London, and Tokyo and today also Frankfurt and Paris the leading cities fulfilling coordinating roles and functioning as international market places for the buying and selling of capital and expertise. Stock markets from a large number of countries are now linked with one another trough this network of cities. In the era of global telecommunications, we have what is reminiscent of the role of an old-fashioned marketplace in each city, which serves as a connecting and contact point for a wide diversity of often distant companies, brokers and individuals.

Furthermore, the book sought to show that in many regards New York, London, and Tokyo function as one transterritorial marketplace. Each market is in an increasingly instituitionalized network of such marketplaces. These three cities do not simply compete with each other for the same business. They also fulfill distinct roles and function as a triad. Briefly, in the 1980s Tokyo emerged as the main center for the export of capital; London, as the main center for the processing of capital, largely trough its vast international banking network linking London to most countries in the world and trough the Euromarkets; and New York as the mian receiver of capital, the center for investment decisions and for the production of innovations that can maximize profitability. Beyond the often-mentioned need to cover the time zones, there is an operational aspect that suggests a distinct transterritorial economy for a specific set of functions.

The management and servicing of a global network of factories, service outlets, and financial markets imposes specific forms on the spatial organization in these cities. The vastness of the operation and the complexity of the transactions, which require a vast array of specialized services, lead to extremely high densities and, at least for a period, extremely high agglomeration economies, as suggested by the rapid building of one high-rise complex after another in all three cities, extremely high land prices, and sharp competition for land. This process of rapid and acute agglomeration represents a specific phase in the formation and expansion of an industrial complex dominated by command functions and finance.

There are two questions at this point. One concerns the durability of an economic system dominated by such management, servicing, and financial activities; the second one concerns the durability of the spatial form associated with the formation and expansion of this industrial complex in the 1980s. (p. 333-4)

Una de las consecuencias de la pugna por el espacio y el aumento de los precios en las ciudades globales es que los negocios medianos no pueden sobrevivir, por lo que acaban siendo substituidos por franquicias, desmantelando la red vecinal y empresarial de la zona; otra, que los trabajadores de medio y bajo nivel no pueden vivir en la zona, por lo que hay, como ya estamos viendo en grandes ciudades y zonas muy turísticas (Ibiza o Mallorca son ejemplos de ello), escasez de personal docente o sanitario; y, por supuesto, los trabajadores no cualificados tienen que hacer viajes cada vez más largos para acudir a sus puestos de trabajo en ciudades centrales.

Surge, también, una nueva clase social que no se identifica exactamente con la anterior élite económica o política: los trabajadores con gran formación que dedican enormes cantidades de horas al trabajo pero que, a cambio, obtienen grandes remuneraciones. Esta nueva clase, a la que poco a poco (durante los 80, sobre todo) se fueron incorporando las mujeres, supone cambios también culturales en las ciudades. Pero la sola existencia de esta nueva clase social no explica dichos cambios.

Concomitantly, we see what amounts to a new social aesthetic in everyday living, where previously the functional criteria of the middle class ruled. An examination of this transformation reveals a dynamic whereby economic potential –the consumption capacity represented by high disposable income– is realized trough the emergence of a new vision of the good life. Hence the importance not just of food but of cuisine, not just of clotes but of designer labels, not just of decoration but of authentic objets d’art. This transformation is captured in the rise of the ever more abundant boutique and art gallery. Similarly, the ideal residence is no longer a «home» in suburbia, but a converted former warehouse in ultraurban downtown. (p. 341)

La distinción entre trabajadores de alto y bajo nivel ya no es sólo por el dinero que recibe cada uno, sino que se convierte en algo cultural; y todo el que aspire a subir de clase debe, por lo tanto, como poco aparentar ser de la clase a la que aspira.

El epílogo del libro sirve para que Sassen refiera algunas de las críticas que se le hicieron a la primera edición, como la de si sólo existían tres ciudades globales o los paralelismos, o diferencias, respecto a la visión del espacio de los flujos de Castells.

The above conditions signal that there is no such entity as a single global city. This is one important difference with the capitals of earlier empires or particular world cities in earlier periods. The global city is a function of a cross border network of strategic sites. In my reading there is no fixed number of global cities, because it depends on countries deregulating their economies, privatizing public sectores (to have something to offer to international investors), and the extent to which national and foreing firms and markets make a particular city (usually and established business center of sorts) a basing point for their operations. What we have seen since the early 1990s is a growing number of countries opting or being pressured into the new rules of the game and hence a rapid expansion of the network of cities that either are global cities or have global city functions –a somewhat fuzzy distinction that I find useful in my research. The global city network is the operational scaffolding of that other fuzzy notion, the global economy. (p. 348; el destacado es nuestro)

En cuanto a las diferencias con Castells, Sassen concreta que, si bien para ella la ciudad global es «una función dentro de una red» (a function of a network), «es también un lugar».

The place-ness of the global city is a crucial theoretical and methodological issue in my work. Theoretically it captures Harvey’s notion of capital fixity as necesary for hypermobility. A key issue for me has been to introdue into our notions of globalization the fact that capital even if dematerialized is not simply hypermobile or that trade and investmed and information flows are not only about flows. Further, place-ness also signals an embeddedness in what has been constructed as the «national», as in national economy and national territory. (…) One could say that I do not agree with the opposite space of flow vs. place. Global cities are places but they are so in terms of their functions in specific, often highly specialized networks. (p. 350)

En defensa de la vivienda (y II): alienación residencial y resistencias

En la primera entrada de En defensa de la vivienda, de David Madden y Peter Marcuse, analizamos el primer capítulo de este ensayo en favor de la vivienda pública y que trataba, precisamente, de todos los males que azotan al tema y que los autores resumían como «la hipermercantilización de la vivienda», es decir, el proceso, iniciado a finales del siglo XIX pero acelerado en gran medida durante las tres últimas décadas del siglo XX, mediante el cual la vivienda deja de ser un derecho de todo ciudadano y pasa a ser un bien de consumo sometido a las leyes del mercado y atenazado por el capital.

La consecuencia directa de este hecho, y que ocupa el segundo capítulo, es el surgimiento de la «alienación residencial». El término alienación fue introducido en las ciencias sociales por Hegel, «que vio en la épica historia del desarrollo humano la emergencia y la superación de la alienación espiritual». Luego lo recogió Feuerbach, quien, en su crítica a la religión, que fue creada por los humanos y posteriormente reconvertida en la propia herramienta de sometimiento de éstos, veía la alienación como «no reconocer el alcance real de la capacidad de obrar del ser humano». Pero quien le dio el significado con el que se usa hoy en día fue Marx.

Karl Marx tomó esta visión abstracta de la alienación y la hizo concreta, histórica y política. La alienación, argumentaba Marx, no es un síntoma de malestar existencial, sino una consecuencia de la organización de las economías capitalistas. El trabajo es una acción humana esencial. A través del trabajo creativo, producimos y transformamos el mundo. Y, al hacerlo, confirmamos nuestra humanidad y nuestra individualidad y somos conscientes de ellas. La alienación es lo que ocurre cuando una clase capitalista se apodera de esta capacidad universal de crear y la explota para sus propios fines. (p. 78)

Con el tiempo, la alienación dejó de percibirse sólo como algo presente en la producción individual y sometido al trabajo y se habló de la «alienación social» como «un empobrecimiento característico de la relación con uno mismo y el mundo». La alienación residencial, por lo tanto, se da cuando uno no siente como propio el hogar, sino que es consciente de que se trata de un espacio mercantilizado, sometido a los vaivenes del capital, cuyo destino no es acogerle, sino obtener el máximo beneficio, aunque eso implique desalojar a quien ahora reside allí. «El espacio habitacional mercantilizado no es la expresión de las necesidades residenciales de las personas que viven en él» (p. 80), sino que está determinado por las leyes del mercado inmobiliario.

La reflexión que queremos extraer de la idea de la alienación es que inevitablemente hay violencia social cuando una actividad que es esencial para nuestra humanidad queda sometida a la explotación y el control de otras personas. Si ese es el caso, la alienación residencial y la inseguridad no son síntomas de un momento excepcional de crisis. Son las consecuencias generalizadas y predecibles del lugar que ocupa la vivienda dentro de nuestro sistema político-económico. (p. 81)

Nos vienen a la mente la referencia a «la violencia que sí se ve» que hacían Álvaro Ardura y Daniel Sorando en First We Take Manhattan al referirse a las oposiciones a la gentrificación: una manifestación que entra en un café gentrificado es violencia y se percibe como tal; pero la expulsión, silenciosa y personal, de los habitantes originales del barrio, ya sea por la desaparición de su ecosistema o por métodos más brutales, no se percibe como violencia.

Porque una de las consecuencias de la alienación residencial es la movilidad forzada, claro: la expulsión de los habitantes de su entorno. No sólo del hogar: de las redes de vecinos que hayan formado, de los lugares a los que se hayan acostumbrado, del barrio que conocen. Pero otra de las consecuencias lógicas es la inseguridad. «Cuando la vivienda es insegura, la gente permanece en empleos que preferiría dejar. O se ven obligados a coger un segundo o incluso un tercer empleo» (p. 87). Porque, como vimos en la primera entrada, el coste de la vivienda supone ya un porcentaje enorme del sueldo de los trabajadores, tanto que, como dijimos allí, en la mayoría de las ciudades principales estadounidenses es imposible conseguir una vivienda sólo con un sueldo medio.

Otro concepto al que recurren Madden y Marcuse es el de seguridad ontológica, del psiquiatra escocés R. D. Laing. «La seguridad ontológica es la sensación de que la estabilidad del mundo es algo que se puede dar por supuesto. Es el fundamento emocional que nos permite relajarnos en nuestro entorno y sentir que el lugar en el que vivimos es nuestro hogar. La seguridad ontológica es un estado subjetivo, pero depende de varias condiciones estructurales.» (p. 88). Una de esas condiciones es, claro, la estabilidad de la vivienda.

Si ya es complejo lidiar con todas estas consecuencias para las, digamos, clases medias, estos efectos hacen más que agudizarse para las clases bajas, que son las que sufren el grueso de las consecuencias de la mercantilización: residencias infrahumanas, hacinamiento, gran cantidad de personas en un mismo lugar y completa imposibilidad de defenderse ante caseros que se niegan a algo tan sencillo como mantener la habitabilidad de los hogares o ante agresiones para que abandonen su residencia.

A menudo se presenta la propiedad de la vivienda como «el antídoto a la alienación, como fuente automática de satisfacción residencial y seguridad ontológica» (p. 94). Pero esta relación no es tan sencilla. El título de propiedad otorga ciertos derechos, sí, pero depende también de la legislación en la que se encuadra, el barrio, el tipo de residencia, etc. La titularidad de un hogar no impide la expropiación, por ejemplo, si las autoridades necesitan ese espacio para una carretera, un vertedero o un hospital. Como apuntan Madden y Marcuse, «los atributos más importantes de la relación de tenencia están en realidad más determinados por las características del ocupante y de la sociedad en la que tienen lugar». Por ejemplo, a depende de qué ciudadanos, la titularidad de la vivienda no impedirá que la policía acceda a su hogar. Asimismo, los beneficios fiscales de una vivienda en propiedad son creaciones políticas que se pueden modificar en cualquier momento. Y no hablemos del posible estallido de una burbuja y la pérdida del valor del hogar y de la hipoteca asociada, como aprendieron, a las malas, millones de personas en todo el mundo a partir del año 2007.

Por último, la titularidad de la vivienda es inseparable del sistema más general de desigualdades y de propiedad privada que para empezar produce la alienación social y residencial. Los extraños que tienen el control de la vivienda pueden ser bancos o fuerzas de mercado aparentemente incorpóreas y, sin embargo, son los que mandan. En un mundo desigual e hipermercantilizado, una vivienda ocupada por su propietario puede ser también una vivienda alienada.

[…] Por otra parte, puede observarse que en los países en los que hay una mayor proporción de viviendas en propiedad, como Estados Unidos o el Reino Unido, los sistemas habitacionales no son más humanitarios que los de países como Alemania o Suiza donde, en términos relativos, hay más personas que viven en alquiler. De hecho, la investigación sugiere lo contrario, es decir, que los países con mayores porcentajes de titularidad privada de la vivienda tienen sistemas habitacionales menos humanitarios. (p. 98)

En el tercer capítulo, la exposición se centra en mostrar cómo el Estado, en vez de tratar de «solucionar» el problema de la vivienda, se ha limitado a soslayarlo cuando se hacía muy evidente y a potenciar al capital y a las grandes rentas, cuando el problema era menos evidente. Algo que, a medida que el gobierno de las ciudades se sometía a criterios de eficiencia neoliberales y crecía la competencia entre ciudades por atraer los flujos globales, éstas también han imitado.

La ciudad hipermercantilizada está destinada a ser una ciudad opresiva. La vivienda que no es un hogar, sino simplemente dinero en forma de morada, no requiere servicios, no plantea demandas ni crea dificultados al orden imperante. Las zonas de viviendas de lujo vacías en el centro de las ciudades de todo el mundo son como pacíficos cementerios. La mercantilización no es sólo una estrategia de acumulación de capital, sino que es también una técnica de gobernanza, un proceso político además de económico. (p. 111)

Como ejemplo, los autores ponen tanto la Gran Depresión como la crisis de 2008, momentos en que el enorme sufrimiento de la población no fue suficiente para modificar las políticas de vivienda, algo que sólo se ha llevado a cabo, y de forma puntual y mesurada, cuando las revoluciones de inquilinos amenazaban con estallar y socavar el sistema. Como ejemplo, recordamos la política de España ante la crisis (reforzar a los bancos, vender viviendas a precio de saldo a los fondos de inversión, recompensar a los políticos que formaron parte de dicho entramado) que explicaba Manuel Gabarre en Tocar fondo.

El cuarto capítulo analiza (y desmonta) los mitos habituales entorno a la vivienda. El primero de ellos, claro, la voluntad del Gobierno de preocuparse por el bienestar de sus ciudadanos, cuando las pruebas muestran, cada vez más a las claras, que «las motivaciones reales de las acciones del Gobierno en el sector de la vivienda están más relacionadas con el mantenimiento del orden político y económico que con la búsqueda de soluciones para la crisis habitacional» (p. 135). Para ello, se analiza las políticas del Gobierno de Estados Unidos dirigidas a ayudar a la población con menos recursos a acceder a la vivienda, tema en el que no entraremos a fondo, pero como muestra, un botón: la Ley de Vivienda de Wagner-Steagall de 1937 «exigía que se demoliera una vivienda en malas condiciones por cada nueva unidad de vivienda pública que se construyera», un requisito que estuvo en vigor hasta 1980 y que demuestra el cuidado que tuvo el Gobierno para no inundar el mercad con viviendas públicas y que su objetivo era «apoyar la vivienda privada, en lugar de competir con ella».

El quinto y último capítulo del libro está dedicado a los movimientos en defensa de la vivienda, aunque se centra en el caso específico de Nueva York.

En Nueva York, como en muchas otras ciudades, los movimientos de defensa de la vivienda han llegado por oleadas. Crecen, alcanzan su punto más álgido y se dispersan. Pero nunca quedan erradicados. Muchos movimientos sociales siguen este patrón cíclico, aunque es especialmente marcado en el caso de los movimientos por la vivienda. Las luchas en torno a la vivienda que buscan un cambio sistémico son por naturaleza batallas de largo plazo, aunque las familias individuales se suelen movilizar en respuesta a emergencias inmediatas como desahucios, subidas del alquiler o desastres medioambientales. Una familia lucha contra el desahucio, consigue un contrato de arrendamiento de larga duración y pierde gran parte del incentivo para seguir luchando por temas menos urgentes. Esto es un problema para los movimientos de defensa de la vivienda, aunque también los aviva. (p. 163)

Lo primero que sorprende, de la larga lista de revueltas de inquilinos (encabezadas, en su mayoría, por mujeres, algo que se sigue manteniendo en la actualidad), es que nunca aparecen en la historia «oficial». Es algo que ya hemos destacado: la historia de las ciudades, sus monumentos e hitos, el nombre de sus plazas y lo destacado de la trayectoria de los lugares siempre loa el poder: los aristócratas, las batallas que dieron la victoria a uno u otro bando, las conquistas; pero no las revoluciones obreras, la lucha por las 8 horas, por el voto de la mujer, por la abolición del trabajo infantil. Se entiende por «historia» la historia burguesa, la que honra el Teatro Real y el Liceo, los edificios donde los blancos (en Nueva York) han llevado a cabo actos honorables, pero no aquellos donde los negros han hecho lo mismo (como denunciaba Sharon Zukin a propósito de la junta de conservación de edificios de Nueva York, que no consideraba el edificio donde malcolm X fue asesinado como un lugar que mereciese conservarse).

Hay diversas etapas en la defensa de la vivienda por parte de los inquilinos: una inicial, de establecimiento de suficientes residencias para todos; tras la Segunda Guerra Mundial, cuando su lucha se alió contra los grandes proyectos de Robert Moses que estaban derruyendo los barrios para construir torres de hormigón enlazadas por autopistas, y que tantas veces hemos simbolizado en la figura de Jane Jacobs (algo que, precisamente, Madden y Marcuse rechazan, pues dicen que simplifica unos hechos que fueron mucho más complejos que esa simple batalla de colosos) y, finalmente, los movimientos por la vivienda en la Nueva York neoliberal, a partir de los 70, cuando los dos grandes procesos que azotaban a la ciudad eran, por un lado, la gentrificación y, por el otro, el abandono.

Hubo autores, como nuestro admirado Neil Smith (La nueva frontera urbana) que ya pusieron de manifiesto que ambos procesos eran dos caras de la misma moneda; el Ayuntamiento era uno de los grandes propietarios de vivienda («En 1979, el Ayuntamiento era el propietario de 40.000 apartamentos ocupados y de 60.000 pisos vacíos», p. 191) y, junto a los promotores inmobiliarios, estaba dejando morir ciertos barrios para venderlos a grupos inversores y que éstos obtuviesen enormes beneficios (Smith lo llamó rent gap, el diferencial o la diferencia de renta).

Durante los años en los que gobernaron los alcaldes Giuliano y Bloomberg, el panorama de la vivienda se volvió cada vez más inasequible y desigual. Las viviendas de lujo se expandieron más allá de sus tradicionales feudos de riqueza hasta colonizar los rincones más exteriores de la ciudad. (p. 195)

Para Bloomberg, la ciudad era un «producto de lujo», y soñaba con atraer a «un montón de multimillonarios de todo el mundo para que se mudaran aquí». Los activistas a favor de la vivienda y las comunidades a las que representaban sentían que no había sitio para ellos en la ciudad de lujo de Bloomberg. (p. 196)

Nueva York era, recordémoslo, una de las tres ciudades que Saskia Sassen escogió como «globales» en su famoso libro La ciudad global de 1991; las otras dos, Londres y Tokyo. Sus calles ya eran, por lo tanto (y no han dejado de serlo desde entonces) lugar de paso de los flujos de capital y una inversión para todos ellos, y no el lugar donde puedan vivir los trabajadores que dicho nodo central requiera. A medida que más y más ciudades se han ido incorporando a los flujos de capital, o han mostrado su disposición a hacerlo, el problema de la vivienda no ha hecho más que crecer, abarcando ya, también, la única otra opción disponible, el alquiler, y formando un cóctel muy complejo de resolver, pues todas las cartas que afectan a la situación de la vivienda están en la misma mano.

El bello arte de la gentrificación, Rosalyn Deutsche y Cara Gendel Ryan

«El bello arte de la gentrificación» («The fine art of gentrification«) fue publicado en el número 31 de la revista October, en el año 1984, y es un artículo clásico porque fue de los primeros en denunciar la relación entre los pioneros de la gentrificación y la clase artística. El artículo empieza analizando los cambios que se estaban dando en el Lower East Side de Nueva York en cuanto al nivel de vida de sus habitantes y la importancia que tuvo tanto el arte como el stablishment en apoyar y potenciar dichos cambios. Leímos el artículo hace un tiempo en su versión original, pero lo hemos encontrado ahora dentro de El mercado contra la ciudad, una recopilación de artículos editada por el Observatorio Metropolitano de Madrid que reseñaremos en la siguiente entrada.

Situemos el contexto. Durante los años 70, y merced a los cambios que se estaban dando en la industria y a los coletazos de la crisis económica y del petróleo, la ciudad de Nueva York sufrió una crisis fiscal que la hizo estar a punto de la bancarrota. La respuesta del presidente Ford a la crisis de la ciudad apareció en la icónica portada del New York Daily News: «Fort to city: drop dead». Que más o menos venía a decir: ahí os quedáis. Pese a que luego el Congreso norteamericano cedió fondos a la ciudad (a cambio de llevar a cabo el tipo de políticas que se empezaban a implantar por entonces y que consistían en recortar gasto público y servicios, es decir, en adelgazar el estado del bienestar), la frase evidencia a las claras que algo estaba cambiando.

Las ciudades, que habían sido grandes centros neurálgicos e industriales durante todo el siglo XX, iban quedando abandonadas a medida que la industria se deslocalizaba al sudeste asiático y a los países del Tercer Mundo en busca de lugares con unas condiciones laborales más favorables. Si el gran dogma de las ciudades, hasta entones, había sido desincentivar la llegada de más habitantes, puesto que les suponía enormes problemas logísticos, en los 70 tuvieron que cambiar la dirección y tratar de atraer personas. De ahí, por ejemplo, el famoso logo de I 🖤 NY, cuatro letras que se han convertido en uno de los lemas más reconocibles de la publicidad.

Sin embargo, en los barrios que habían sido objeto del redlining y se habían vaciado de clases medias blancas, y donde, en general, habitaban negros, latinos y pobres, ahora se disponía de una gran cantidad de espacios y viviendas semiabandonadas cuyos precios eran ridículamente bajos. En uno de esos barrios, que en breve recibiría el nombre de SoHo (por estar situado al South de la calle Houston), había muchos edificios que hasta la fecha habían sido talleres textiles pero habían quedado abandonados. Disponían de mucho espacio, ventanales enormes por donde entraba la luz y un precio asequible, por lo que muchos artistas decidieron mudarse a la zona y usar esos talleres como estudio y residencia a la vez. Había llegado lo que Sharon Zukin analizó en 1982 en su famoso libro Loft living: la moda del loft.

Esos pioneros, artistas, personas jóvenes, en general de clases algo más medias que los residentes originales del barrio, se sentían atraídos por algo que percibían en los barrios: un sentido de novedad, de autenticidad, de algo original que no se encontraba, por ejemplo, en los barrios residenciales de familia blanca con perro y jardín. Encontraban allí lo que Neil Smith denominó «una nueva frontera urbana«, la sensación de ser pioneros descubriendo tierras extrañas y salvajes. Hoy sabemos que ese movimiento conformó uno de los primeros pasos de lo que se conoce como gentrificación, y conocemos también el papel que juegan en el proceso los artistas y jóvenes bohemios: son una primera avanzadilla que acude al barrio por lo exótico de sus habitantes; pero, aun sin ellos quererlo, su llegada dota al barrio marginal de cierta pátina de respetabilidad (porque, aunque sean jóvenes, suelen ser de extracción más alta que los habitantes del barrio y tienen ímpetu para modificar sus viviendas, reformarlas, moverse en busca de establecimientos que marquen sus pautas culturales y de consumo). Con el tiempo surgirán tiendas de comida orgánica, de empanadillas argentinas, de cómics, cafés, galerías de arte, y entonces los precios de las viviendas subirán, atrayendo a clases medias y expulsando a los habitantes originales del barrio en lo que Zukin denominó «pacificación por capuccino«. Paradójicamente, cuando las clases altas lleguen, en la fase final de la gentrificación, y se modifique el nombre del barrio (y se lo llame SoHo, o el Raval en vez de «el barrio chino», o TriBall en Madrid, o tantos otros), esos mismos artistas pioneros serán expulsados a su vez, porque ya no podrán hacer frente al valor de los inmuebles.

Todo esto que recogemos aquí viene de lecturas muy diversas (First We Take Manhattan nos habló de las fases de la gentrificación, Neil Smith de la ciudad revanchista, Francisco Javier Ullán de la Rosa del redlining) y tras muchos años de estudios de las ciencias sociales. Sin embargo, quienes pusieron de manifiesto la connivencia del arte (voluntario o no) con la gentrificación, fueron Rosalyn Deutsche (historiadora del arte) y Cara Ryan (periodista) con este artículo.

En 1982 había cinco galerías de arte en el East Village; y, sin embargo, todos los medios de la ciudad loaban el «vibrante espacio artístico» del barrio. Hablaban de liberación, de revulsivo, de «la ley de la jungla». Sin embargo, esta vez era algo distinto porque el mercado de arte de la ciudad les siguió los pasos y validó sus puntos de vista.

La representación del Lower East Side como el «escenario de una vanguardia aventurera» esconde, no obstante, una cruel realidad. Esta desafiante y novedosa escena artística es también una arena urbana estratégica en la que la ciudad, financiada por el gran capital, libra su particular guerra de posiciones contra la población local empobrecida y cada vez más segregada. La estrategia metropolitana consta de dos partes. Su objetivo inmediato consiste en desplazar a una población de clase trabajadora que se considera superflua, se trata de arrebatarles el control de la propiedad de sus barrios y viviendas y devolvérselo a los promotores inmobiliarios. El segundo paso consiste en estimular el desarrollo a gran escala de las condiciones apropiadas para albergar y mantener la fuerza de trabajo propia del capitalismo tardío, esto es, el profesional blanco de clase media preparado para servir a la sociedad estadounidense «postindustrial». (p. 29 – las citas son a la edición del artículo dentro de «El mercado contra la ciudad»)

El Lower East Side estaba situado a poca distancia del flamante World Trade Center, que iba a ser uno de los centros de negocios mundiales. A medida que el capitalismo se volvía «tardío» (o se avanzaba en la acumulación flexible) se perdían empleos de obreros (lo que en EEUU llaman «de cuello azul») y se creaban empleos destinados a la dirección de empresas en otros países y a los servicios («de cuello blanco»). Los barrios convertidos en guetos eran un desperdicio de espacio céntrico que la ciudad no se quería permitir, por lo que surgieron iniciativas para expulsar a sus habitantes y substituirlos por otros de clases más acomodadas.

«Convertido en uno de los agentes de estas fuerzas económicas, el Ayuntamiento —que posee el 60 % de las propiedades de los barrios gracias al impago de impuestos y al abandono de edificios por parte de sus propietarios— utiliza tácticas probadas con anterioridad a fin de promover la transformación del Lower East Side. La primer es no hacer nada, permitir que el barrio se deteriore por sí solo.» (p. 33) A medida que las viviendas y las calles se degradan, los habitantes que tienen capacidad económica para ello huyen del barrio; los únicos que permanecen son los que no tienen alternativa, que son, precisamente, los que luego sufrirán la expulsión.

A pesar de que la nueva escena artística del East Village y quienes la legitiman en la prensa ignoran el proceso de gentrificación, ellos mismos se han visto enredados en este mecanismo. Las galerías y los artistas hacen subir los alquileres y desplazan a los pobres. Los artistas han puesto sus necesidades de residencia por encima de las de los residentes que no pueden elegir dónde vivir. La convergencia de los intereses del mundo del arte con los del gobierno de la ciudad y los de la industria inmobiliaria se han vuelto explícitos para muchos residentes del Lower East Side. (p. 38)

Los artistas forman parte de esta embestida por propio interés: disponen de lugares económicos, de un barrio «vibrante» y de mayor exposición comercial; las galerías y centros de arte están en la misma situación. Pero, además, reciben ayuda de las autoridades: Deutsche y Ryan denuncian que, por ejemplo, el Ayuntamiento destinó 3 millones de dólares a financiar viviendas para «para las necesidades de los artistas blancos de clase media» en un barrio donde había necesidades económicas mucho más acuciantes.

Los artistas y las galerías no eran completamente ajenos al proceso. Algunos lo racionalizaban, argumentando que la gentrificación llegaría de todos modos; otros negaban su participación; y unos cuantos trataban de luchar contra ello. ¿Pero cómo enfrentarse a algo cuando las protestas en contra, si acaso, lo validan y lo hacen más atractivo? La única alternativa es desertar; pero es difícil cuando uno es consciente de que, simplemente, otros aprovecharán la oportunidad.

Pero hay otro aspecto que las autoras estudian: los propios cambios en el mundo del arte. Como nos recordaba Harvey hace poco, a medida que el dinero deja de tener una relación física y se vuelve virtual, se recurre a otros ámbitos para mantener el valor: adquirir propiedades en el centro de una ciudad, por ejemplo, o comprar obras de arte. El mercado del arte se mercantilizó a grandes pasos, convirtiéndose en un mercado volátil que podía aportar grandes beneficios. Además de eso, surgieron museos por doquier y la cultura se volvió, cada vez más, un bien de consumo y una excusa que permitía llevar a cabo en las ciudades todo tipo de intervenciones e inversiones.

El propio arte no era ajeno a este hecho. «Durante los años sesenta y setenta las tendencias artísticas, empezando por el minimalismo, estuvieron centradas en trabajar sobre el mismo contexto artístico.» Algunas de estas prácticas cuestionaban la existencia material y mercantilizada del arte; una gran mayoría, no. «El establishment ha hecho resucitar la doctrina según la cual la estetización y la auto-expresión son las verdaderas preocupaciones del arte, y que estas constituyen mundos de experiencia separados de lo social.» Es decir: el arte es algo ajeno, más allá del día a día, y no debe preocuparse de cosas tan mundanas como el dinero… o la gentrificación.

De ahí surge el juego de palabras del título, que se refiere tanto «al bello arte» de la gentrificación como «al bello arte» que acompañó al proceso: la corriente artística conocida como neoexpresionismo.

Esta doctrina está encarnada en un neoexpresionismo dominante que, a pesar de su pretendido pluralismo, debe ser entendido como un sistema de creencias rígido y restrictivo: primacía de la auto-existencia, previa e independiente de la sociedad; conflicto eterno, fuera de la historia, entre el individuo y la sociedad; eficacia de la individualización, protestas subjetivas. Los participantes de la escena del East Village sirven a esta triunfante reacción. Pero la victoria del neoexpresionismo y su variante del East Village, al igual que la victoria de todas las reacciones, depende de una mentira gracias a la cual se legitima a sí misma. En este caso la mentira consiste en decir que el neoexpresionismo es emocionante, nuevo y liberador. Esta mentira obstruye el pensamiento crítico, escondiendo la subyugación y la opresión social que esta «liberación» ignora, y a la que por lo tanto da soporte. (p. 44)

Sucede algo similar a cuando la modernidad, durante el mismo periodo, quedó subyugada a los procesos capitalistas de la técnica y la eficacia (La condición de la posmodernidad): que fueron apropiados por una autoridad concreta que los usó para expresar y validar sus principios. Pese a que era una corriente artística relativamente reciente e inocua, las grandes instituciones culturales del momento se lanzaron a glosar a sus artistas y las obras neoexpresionistas, criticando las corrientes anteriores, como el minimalismo, algunas de las cuales sí que habían sido críticas y habían hecho «del contexto la materia de su trabajo, prestando especial atención al tiempo real y al espacio».

A escasos tres años desde la inauguración de las primeras galerías en el East Village, el Institute of Contemporary Art de la Universidad de Pennsylvania organizó una exposición neoexpresionista, a la que pronto siguieron otras. En esta primera exposición, el Lower East Side sólo aparece de tres modos: «mitologizado en los textos como un ambiente bohemio y emocionante, cosificado en un mapa que delimita sus fronteras y estetizado en una fotografía a página completa de una «escena callejera» del Lower East Side» (p. 48; el destacado es nuestro). Ninguna de las dos primeras acepciones tienen en cuenta la realidad social del barrio: la mitologización da a entender que es un lugar vibrante, obviando la pobreza institucionalizada y la marginación que lo pueblan; la cosificación lo sitúa en tanto que espacio neutro, como si la Qinta Avenida y el Bronx fuesen exactamente lo mismo. Pero la tercera visión es la peor: en la fotografía a página completa aparecen graffitis, carteles de galerías, una obra de arte y un sin techo en la esquina de la imagen. Contraponiendo la alta cultura del arte con la «realidad de las calles» pero, en realidad, «despreocupada de cualquier tipo de conciencia social». «La figura del sin techo está empapada de connotaciones sobre la pobreza como un hecho eterno y merecido. Mantiene por lo tanto el análisis histórico bajo control.»

Todo lo sólido se desvanece en el aire (y VI): Nueva York

Y con esta entrada concluimos la reseña del maravilloso Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman (recordemos: introducción, Fausto de Goethe, Marx, Baudelaire y San Petersburgo). El quinto capítulo está centrado en la ciudad de Nueva York, donde nació Berman (en el Bronx, en concreto) y los cambios que sufrió cuando las doctrinas de Robert Moses se fueron imponiendo.

Nueva York ha sido, durante décadas, una de las grandes ciudades del mundo occidental. El hecho de que no sea una capital política la ha desligado de representar países o entidades concretas y la ha dotado de un enorme capital simbólico. «Buena parte de la construcción y el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida moderna.» (p. 302). Por eso, por ejemplo, el ataque a las Torres Gemelas fue tan significativo: porque arrasó con un símbolo de la modernidad, el progreso y el capital; derribó una de las bases sobre las que se asienta, desde hace siglos, el mundo occidental.

El capítulo se centra en una figura esencial para la ciudad y «probablemente el mayor creador de formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX»: Robert Moses. El constructor y promotor se comparaba a sí mismo con Haussmann y tenía la idea de desbrozar Nueva York, especialmente los barrios más densos (y que el urbanismo de la época consideraba como nocivos) para abrir espacio a las autopistas. Eso mismo proyectó para el Bronx: desplazar a 60.000 personas de clase obrera o media baja. Sucedió en la infancia de Berman y, dice, la imagen de las excavadoras demoliendo edificios quedó impresa en su retina. «Sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna.» (p. 310) El Bronx, del que el autor, como tantos otros de su generación, acabaría huyendo, se convirtió en un gueto, un lugar de bandas y personas dejada de la mano de Dios.

El talento de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica. Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la mitología cultural (…)

Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner coto al hombre y sus máquinas. (p. 308)

El aspecto esencial de su personalidad, destaca Berman, era su capacidad para convencer al público de que encarnaba las fuerzas de la modernidad, que era alguien dispuesto a hacer lo que debía hacerse, «el espíritu en movimiento de la modernidad».

El primer logro urbanístico de Moses fue el parque estatal de Jones Beach, en Long Island, a finales de la década de 1920. Es una playa enorme construida de tal manera que, incluso cuando está ocupada por una multitud, presenta un aspecto sereno, a diferencia de, por ejemplo, Coney Island. Había trampa, sin embargo.

Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecno-pastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era, recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus propias ruedas. (p. 312)

Algo que contrasta, por ejemplo, con otro hito de Nueva York: el Central Park de Olmsted, que precisamente lo proyectó como lugar de reunión y encuentro de todas las clases sociales.

En Estados Unidos era la época del New Deal. La crisis del 29 había azotado a todo el mundo y el Estado se lanzó a financiar grandes obras públicas con una serie de objetivos: crear negocio, claro; dar empleo a tantas personas como fuese posible; acelerar y concentrar las economías en las zonas donde construían; pero también dar un nuevo significado a «lo público», «haciendo demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material como espiritualmente, a través de las obras públicas» (p. 314).

Moses comprendió que los designios de las ciudades se iban a decidir desde Washington, lugar del que fluían los fondos, y se rodeó de un enorme equipo de ingenieros y constructores para llevarlo a cabo. Además, comprendió también que cada obra iba a ser un espectáculo: rodeaba los solares de enormes focos y los trabajadores estaban allí día y noche; el ruido de las máquinas nunca cesaba y siempre había una nube de espectadores atento a lo que sucedía allí.

Tras el éxito conseguido con los parques, Moses pudo pasar a proyectos mayores: «un sistema de autovías, vías-parque y puentes que entrelazaría todo el área metropolitana». Técnicamente, el proyecto fue una virguería que aún es glosada. Además, ofrecía nuevos puntos desde los que contemplar Manhattan y sus rascacielos, extendiendo el sueño de la modernidad y el progreso. A esta vorágine por un futuro glorioso se le sumó la repercusión del libro Space, time and architecture (1941), de Sigfried Giedion, que glosaba el progreso y presentaba la obra de Moses como la culminación de tres siglos de urbanismo en Nueva York.

Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa celebración de la tecnología y la industria modernas: «Construyendo el Mundo de Mañana». Dos de los pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial, y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba. [*]

Y añadimos la nota al pie de Berman porque no tiene desperdicio.

[*] Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocultos de esta futuro. «La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano», escribía, «de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública».

Y, nos parece, es exactamente lo que está sucediendo con las smart cities: las empresas privadas tratan de convencer a las ciudades de que, para disfrutar de sus sueños de progreso tecnocráticos, «tendrán que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública»; pero, como ahora las empresas son más listas, ¡además tendrán que pagarles mensualmente las licencias de software y gestión!

A partir de este punto de inflexión, surge la parte oscura de Moses y éste acaba víctima de su propia hybris. Trataba a las personas como objetos; se rodeó de una intrincada red de conexiones que le dio un poder sin precedentes por el que no debía rendir cuentas ante nadie. Sus proyectos, hasta ahora más o menos comprensibles, se convirtieron en arrasar barrios con la excusa de abrir avenidas cada vez mayores; pero éstas ya no disponían de ningún atractivo visual ni pretensiones estéticas; eran el progreso por el progreso. «Entre finales de la década de 1930 y finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques, puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas, que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su rotación cada vez más amplia.» (p. 321)

Pero Moses no era un ser horrendo que odiase Nueva York, destaca Berman. Seguramente el constructor nunca fue capaz de comprender que, el sueño que tanto perseguía, el de la Exposición Futurama de 1939, en realidad estaba acabando con Nueva York. No era algo constreñido a la ciudad: todo Estados Unidos estaba siendo remodelado, a golpe de fondos federales, para adaptarse a su nueva esencia: el automóvil. La Federal Highway Association, por un lado, llenaba el país de enormes autovías con que conectar espacios; y la Federal Housing Administration, por el otro, vaciaba las ciudades (en general, de familias blancas) realojándolos en barrios residenciales donde sólo había hogares, malls y carreteras para enlazar ambos espacios: los famosos suburbs.

Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades. Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses; pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.

Sin embargo, al menos Moses fue honesto con lo que hacía: «pasar el hacha de carnicero», a diferencia de muchos otros, que se escudaban en el «saneamiento», «higienización» o el famoso «esponjamiento» de Barcelona, nombres con los que aún hoy en día se justifica la expulsión de procesos como la gentrificación.

Las nuevas obras de Moses obedecían a la estética racionalista de Le Corbusier: enormes espacios de hormigón, «hechos para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión, sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural» (p. 324). Moses se había ganado el respeto trayendo la modernidad; lo perdió imponiéndola de forma monolítica.

Berman ve en este momento algo más: «la escisión radical entre el modernismo y la modernización», la pérdida de la interacción dialéctica «entre el despliegue de la modernización del medio -y particularmente del medio urbano-, y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas». La relación entre el medio y los artistas, presente en el Ulises, el Berlín, Alexanderplatz y tantos otros, se pierde tras Auschwitz, Hiroshima y el advenimiento de artistas que no tienen relación alguna con el medio, ni siquiera para atacarlo: Esperando a Godot, La caída de Camus, El barril mágico de Malamud… Las dos grandes obras de la época, El tambor de hojalata de Grass y El hombre invisible de Ralph Ellison, bucean en un pasado de dos décadas antes; pero no son capaces de extender esas raíces hasta su época.

Poco a poco, el arte y los intelectuales trataron de saltar ese abismo: La condición humana, la Anna Wolf de Doris Lessing, que escribe en unos cuadernos inéditos, o el Moses Herzog de Saul Bellow, que escribe cartas nunca enviadas » a los grandes poderes de este mundo». Al final, sin embargo, las cartas se acaban enviando y surgieron nuevas formas, muchas de ellas originadas en los «motores y sistemas gigantescos de la posguerra», como el Howl de Ginsberg.

Los intelectuales tenían que encontrar una nueva voz capaz de oponerse a la inextricable vinculación entre progreso y modernización, entre el automóvil y avanzar; y «si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es el notable libro de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades» (p. 331). Jacobs retoma, con innegable modestia, uno de los grandes temas de la literatura: el montaje urbano. «El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado ballet en la acera.» Retoma las avenidas de París de Baudelaire, la Nevski Prospekt de Gogol, la Dublín de Joyce y tantas otras.

La de Jacobs no sólo es una visión radicalmente moderna y completamente cotidiana: también es profundamente femenina.

Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos. Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle, día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen. (p. 339)

Su descripción tiene problemas, claro. Por un lado: es tan idílico que parece proclamar un retorno a la comunidad, a una arcadia muy difícil de conseguir en una ciudad, siempre cambiante y heterogénea. Y, por el otro: no hay negros. Es un barrio bastante homogéneo de empleados de nivel medio tirando a bajo, que hacen sus vidas sin la irrupción de los grandes poderes (pues habitan en otros barrios) pero sin la presencia de los pobres. Por eso Jacobs puede decir que, si hay ojos en la calle, no se dan delitos: porque se trata de una comunidad y porque en ella no hay pobres.

Precisamente en los años sesenta y setenta estaba empezando la desindustrialización que vaciaban las ciudades de fábricas textiles o los puertos de astilleros y los enormes flujos migratorios de negros e hispanos. ¿Qué sucederá con las calles cuando se llenen de personas que no son originarias de ese barrio o que viven en condiciones distintas? ¿Acaso el Bronx, castigado por las excavadoras, podrá emular al Greenwich Village de Jacobs?

Aquí Berman se plantea qué hubiese sucedido si, diez años antes de Jacobs, los vecinos del Bronx hubiesen tenido voz, presencia y estudios para contrarrestar la llegada de las excavadoras, como hicieron Jacobs y tantos otros con éxito en Greenwich. ¿Acaso entonces Berman seguiría en su barrio de la infancia? Él cree que no: porque el suyo era un barrio pobre y parte de tener éxito en la vida consistía en abandonarlo.

A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara.

Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos, y a qué velocidad, y a qué precio humano. (p. 344)

Durante años, Berman consideró que Moses lo había expulsado del Bronx. Sin embargo, décadas después, al coincidir con otro vecino que también se había marchado, éste le hizo ver que, independientemente de Moses, marcharse de ese barrio era algo que todos querían; que Moses no había acabado con el Bronx, sólo había acelerado el proceso. «Por una vez en mi vida el estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían enseñado a hacer, y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera?» (p. 345)

Si los sesenta fueron una pugna entre «el mundo de la autopista» (Moses) y «un grito en la calle» (Jacobs, pero también Ginsberg), los setenta fueron «el regreso a casa con todo». Una época en la que no se podía dejar el pasado atrás, pues éste volvía con toda su fuerza. No sólo las crisis económicas y la progresiva disolución de las identidades nacionales: el mundo de las autopistas se hundía, el de los grandes sistemas, el boom económico que llevaba en alza desde finales de la guerra. El futuro ya no auguraba un mundo feliz sólo que uno se dejase llevar; era necesario construirlo. De ahí la rehabilitación de la memoria y del pasado. Si los sesenta habían proclamado que ya no era importante ser mujer, latino o negra, los setenta reclamaron esa identidad como algo esencial. Raíces, Holocausto y tantas otras; sus huellas las podemos hallar hasta en las políticas de la identidad actuales.

Uno de los aspectos esenciales de la década fue el reciclaje: dar un nuevo uso a algo que había perdido su identidad original pero que no por ello dejaba de ser útil. Sucedió, por ejemplo, con ciertos barrios de la ciudad: el SoHo mismo, que se vació ante la amenaza de la llegada de Moses y que, en cuanto el proyecto se canceló, disponía de enormes espacios vacíos a precio de saldo. [Interrumpimos la narración de Berman para destacar el redlining, la expulsión de las familias blancas mediante las ayudas de la FHA o la completa dejadez de las autoridades que habían convertido el barrio en un gueto desagradable; la gentrificación, nombre que Berman no usa, no es una loa al reciclaje sino un proceso de explotación y exclusión; lo que no significa que no pueda traer cosas buenas, claro.]

Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares.

Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial. (p. 356)

De nuevo: ni rastro de gentrificación.

Berman acaba la obra con una reflexión muy oportuna: su vuelta al Bronx. De ser un gueto horrible destrozado por las excavadoras, con el paso del tiempo fue, poco a poco, recuperando algo de su identidad. O desarrollando una nueva, con nuevos vecinos que debían aprender a cohabitar con los agujeros urbanos, con las explanadas abiertas y los vacíos. Incluso surge un arte incipiente: un arte que, necesariamente, contiene una gran dosis del pasado, de lo sucedido en el barrio en décadas anteriores.

¿Pueden ser modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado?, se plantea Berman. Por un lado se puede argumentar que el ansia de modernidad es dejar atrás el pasado para crear un mundo nuevo; otros, que esa distinción se ha superado, por lo que cabría hablar de «posmodernismo».

Quiero responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso. (p. 365)

The Cultures of Cities (II)

Las culturas se forman como negociación entre los objetivos empresariales y la voluntad de los distintos grupos sociales; esa era la premisa de la socióloga Sharon Zukin que vimos en la primera entrada de The Cultures of Cities, un libro del año 1995 que estudia la formación de las diversas culturas en el espacio público de las ciudades. El primer capítulo acababa con la duda de cómo se forman algunos de los paisajes específicos del poder, por ejemplo Disney World o el Museo de Arte Contemporáneo de Massachussets, a los que Zukin dedica los capítulos segundo y tercero.

The landscape of Disney World creates a public culture of civility and security that recalls a world long left behind. There are no guns here, no homeless people, no illegal drinks or drugs. Without installing a visible repressive political authority, Disney World imposes order on unruly, heterogeneous populations -tourist hordes and the work force that caters to them- and makes them grateful to be there, waiting for a ride. (p. 52)

Disney World crea una representación de un lugar idílico (por eso Eco o Baudrillard hablan de «simulacro») para «las clases medias que han escapado de las ciudades a los suburbios». Es la ciudad que nunca podrá ser; recordemos que en Florida existe Celebration, una ciudad (comunidad) construida para aparentar ser la típica ciudad de los años 50 donde todo es hermoso. Como allí, en Disney World los trabajadores simulan ser parte del escenario, actúan para no romper el espejismo; y toda tarea ingrata, como la recogida de basuras, es cubierta bajo un manto de apariencias para que el espectador, que ha pagado su entrada para estar allí, no sea perturbado por la realidad.

The production of space at Disenyland and Disney World creates a fictive narrative of social identity. The asymmetries of power so evident in real landscapes are hidden behind a facade that reproduces a unidimensional nature and history. This is corporate, not alternative, global culture, created in California and replicated in turnkey «plants» in Florida, Japan, and France. We participate in this narrative as consummers. (p. 59)

En Disney World todo es lo que parece; es más, las cosas son más reales de lo que son en realidad, porque se han convertido en simulacros de sí mismas y forman parte de la hiperrealidad (Baudrillard): un castillo alemán es hermoso y nítido, mucho más que en la realidad, completamente desgajado de la significación del imperio prusiano que lo vio nacer en primer lugar; pura apariencia sin contexto.

Disney World: un lugar horrendo, afirman todas nuestras lecturas.

El tercer capítulo reflexiona sobre la construcción de un museo internacional en un lugar regional, casi rural: el Massachussets Museum of Contemporary Art en North Adams. ¿Cuál es el lugar de un museo internacional en un contexto mucho más pequeño? Desde el Guggenheim en Bilbao, y mucho antes, se ha usado la cultura como forma de situar un lugar específico en el mapa. Sin embargo, ¿es el MASS MoCA lo que necesitaba un lugar como North Adams? Esta pregunta sirve a Zukin para entrar en una reflexión sobre los contextos y el papel del arte.

Este mismo lo explora en el capítulo siguiente en un contexto mucho más urbano: el de Nueva York. La percepción de la cultura sufrió un cambio alrededor de los años 70: hasta entonces se consideraba una distracción, un lugar o actividad elegante al que acudir en ocasiones; un «fait accompli». Hoy en día es una herramienta que usan las ciudades para construir y configurar su imagen, a menudo con intereses comerciales o turísticos en mente. «Culture is both a commodity and a publig good, a base -though a troubling one- of economic growth, and a means of framing the city.»

La reevaluación inmobiliaria del barrio de SoHo a partir de la llegada masiva de artistas a sus lofts y la posterior gentrificación que sufrió la zona fueron un indicador de que las cosas estaban cambiando. Los museos se sumaron a la nueva ola, reconvirtiéndose en lugares de atracción de clases medias acomodadas (o clases culturales) al mismo tiempo que pregonaban abrirse a nuevas culturas y etnias. «On this point, the symbolic economy is consistent: the production of symbols (more art) demands the production of space (more space).» Los museos se convierten en polos de atracción de la ciudad (Viena o Berlín con la isla de los museos; y, por supuesto, el Louvre, el Británico, el MoMA o el Ermitage, por citar sólo algunos).

De ahí se pasa a percibir la propia ciudad como un museo, una muestra de la arquitectura y hasta la forma de vida de la antigüedad. En Nueva York existe una comisión que decide qué edificios es necesario salvaguardar (al menos, sus fachadas) debido a su interés visual y arquitectónico. Sin embargo, esta elección nunca carece de ideología y la mayoría de edificios catalogados son de clases medias o altas, dejando de lado, por ejemplo, el edificio en el que fue asesinado Malcolm X, relevante para los negros de la ciudad, pero no para las clases dominantes. Es la denuncia de Manuel Delgado que hemos recordado a menudo en el blog: Barcelona se reconstruyó a sí misma para mostrar con orgullo la historia de su burguesía, las Ramblas, el Liceo, el Paseo de Gracia; pero ha luchado con denuedo por esconder la historia de sus luchas y revoluciones obreras, de la explotación industrial o de los barrios más humildes, completamente saneados.

El quinto capítulo es un estudio sobre la segregación racial en los restaurantes. A menudo los puestos menos agradecidos los ocupan inmigrantes, algo que sólo ha hecho que empeorar en las tres décadas desde el estudio. Queda pendiente en el libro una reflexión sobre la situación social de los mismos: lugares de reunión y donde cerrar negocios, sin duda, y también donde ver y ser vistos. Pero convertidos hoy en otro polo de atracción de las ciudades, que presumen de las estrellas Michelin que ofrecen como de un activo más de la ciudad.

El sexto capítulo reflexiona sobre la importancia del acto de comprar en las ciudades. Recordemos que Hannerz destacaba el tráfico y la compra como las dos actividades habituales de las personas en sus entornos cotidianos que más realzaban el aspecto urbano: el tráfico, por la colisión con una gran cantidad de desconocidos que comparten, o conocen, unas reglas comunes; y la compra, por cómo en ella están implícitos los medios de producción y diferenciación laboral. Zukin reflexiona acerca de la figura del flâneur, que no deja de ser hombre, burgués e «imperialista» (por cómo ve el exotismo en todas las piezas llegadas de allende que se exhiben en los grandes almacenes). Luego compara las memorias de infancia de Walter Benjamin, Kate Simon y Alfred Kazin. En ellas siempre hay un lugar concreto donde se llevaban a cabo las compras familiares, el día a día, a pesar de las distinciones de etnia, clase y raza entre los tres autores. Zukin lamenta la lenta disolución del pequeño comercio en ramas o franquicias de otras grandes empresas a medida que la ciudad va cobrando mayor peso en representatividad y se ofrece como lugar de turistas o clases altas, y no como residencia a clases medias o incluso bajas. Lo denunciaba también Ian Brossat al hablar de la uberización de París.

El último capítulo, a modo de conclusión, reflexiona sobre el concepto de espacio público, en tanto que «lugar abierto a todos» o incluso el marco que permite contemplar la ciudad. Dice Zukin que el postulado con el que Manuel Castells inauguró la nueva sociología urbana de los 70 («there is no urban society separate from the capitalist economy») puede ahora ser reinterpretado como «There is no separation between modernism and urban culture», entendiendo «modernism» como la nueva forma de producción de la la economía simbólica.

There are many different «cultural» strategies of economic development. Some focus on museums and other large cultural institutions, or on the preservation of architectural landmarks in a city or regional center. Other call attention to the work of artists, actors, dancers, an even chefs who give credence to the claim that an area is a cener of cultural production. Some strategies emphasize the aesthetic or historic value of imprints on a landscape, pointing to old battlegrounds, natural wonders, and collective representations of social groups, including houses of worship, workplaces of archaic technology, and even tenements and plantation housing. While some cultural strategies, like most projects of adaptative reuse of old buildings, create panoramas for visual contemplation, others, like Disney World and various «historic» villages, establish living dioramas in which contemporary men and women dress in costumes and act out imagined communities of family, work, and play. The common element in all these strategies is that they reduce the multiple dimension and conflicts of culture to a coherent visual representation. (p. 271)

Acabamos donde empezamos la reflexión en la primera entrada: con la formación de las culturas urbanas.

I began this work by assuming that the meanings of culture are unstable. I am not saying that the term «culture» has many meanings. (…) I mean, rather, that culture is a fluid process of forming, expressing, and enforcing identities, whether this are the identities of individuals, social groups, or spatially constructed communities. (…)

If we apply to cities a sense of culture as a dialogue in which there are many parts, we are forced to speak of the cultures of cities rather than of either a unified culture of the whole city or a diversity of exotic subcultures. It is not multiculturalism or the diversity of cultures that is to be grasped; it is the fluidity, the fusion, the negotiation. (p. 290)

The Cultures of Cities, Sharon Zukin

Sharon Zukin, socióloga americana, es una vieja conocida de este blog por su primera obra, Loft Living, de 1982. En ella, Zukin vinculaba el proceso de la gentrificación con el «modo de producción artístico», es decir, con lo que hoy llamaríamos una «clase creativa«, por entonces reducida a artistas y propietarios de galerías, que encontraban en las zonas desindustrializadas de la Nueva York de los 60 y 70 precios muy asequibles donde instalar sus estudios y convertirlos también en residencias. De este modo nació la cultura del loft, espacios amplios y llenos de luz que habían sido diseñados como lugares industriales y talleres textiles y ahora reconvertidos en estudios contestatarios. A medida que los artistas y los pioneros (en lo que Neil Smith llamó «la cultura de la frontera«) se mudaban a estos barrios, sus calles marginales y sus negocios semiabandonados fueron floreciendo y se llenaron de cafeterías, tiendas de vinilos, moda alternativa o lo que, en definitiva, la propia Zukin denonimó «pacificación por capuccino». Paradójicamente, cuando el barrio ya se había gentrificado y las clases bajas habían sido completamente substituidas por las élites, los propios pioneros debían abandonar el barrio que habían ayudado a pacificar, pues ya no podían hacer frente a las nuevas rentas. Es el proceso de la gentrificación.

En su siguiente obra, Landscapes of Power (1991), Zukin estudió la influencia sobre el territorio de lugares muy concretos del capital: por ejemplo, el complejo industrial de Henry Ford en Detroit o Disneyworld, y cómo estas industrias generan un espacio específico e incluso un modo determinado de vivir.

En su tercera obra, la que nos atañe, The Cultures of Cities (1995), Zukin lleva la investigación de la cultura a territorio urbano. ¿Cómo se construye el significado cultural en las ciudades, quién decide qué símbolos deben ocupar cada espacio, cómo se distribuyen y negocian los diferentes grupos sociales sus espacios o la interpretación de cada uno? El libro se divide en 7 capítulos: el primero, a modo de introducción, que reflexiona sobre el choque de distintas visiones culturales en la ciudad; el segundo, sobre Disney World; el tercero, la significación de un museo «internacional» en un espacio regional; el cuarto, la relación entre (alta) cultura y espacio público; el quinto, la idiosincrasia (étnica, económica, cultural) de los restaurantes en Nueva York; el sexto, el acto de ir de compras en la ciudad; y el séptimo, a modo de conclusión, sobre la cultura pública y el rumbo de las ciudades.

Si hay algo que le podemos reprochar al libro, es, tal vez, haber sido escrito en un periodo de transición. Desde las crisis económicas de los 70 y el inicio de la reducción del estado del bienestar, las ciudades quedaron algo abandonadas sin saber qué rumbo tomar. Ya no eran los nodos de la industrialización de Occidente, ya no eran la residencia de los obreros que iban a las fábricas situadas en el extrarradio; tuvieron que encontrar un nuevo sentido y lo hicieron convirtiéndose en nodos globales de la nueva economía de servicios. De ahí surgen la gentrificación, la museificación, la conversión de los espacios públicos en lugares amables para las nuevas clases creativas, la progresiva disneyficación de las millas de oro de las ciudades, convertidas en parques temáticos vendidos al consumo o en centros comerciales semiprivados en calles de titularidad pública. Estos procesos empezaron en las grandes capitales, como Nueva York, y de ahí se han ido diluyendo al resto de ciudades, sino mundiales, sí occidentales. Este proceso aún estaba a medias en los años 90, y de ahí parece surgir la indefinición de Zukin: da apuntes de lo que está pasando, pero no acaba de desgranar una tesis de todas esas observaciones. Concibe la cultura como una negociación colectiva, que lo es, claro, pero también es en gran medida una imposición cultural y, sobre todo, económica. En los últimos párrafos del libro alude a Lefebvre y su distinción entre la práctica espacial, la representación del espacio y los espacios de representación en La producción del espacio. El filósofo francés lo dejó claro: los espacios son producidos y lo son mediante la ideología imperante en una época. Nuestras ciudades son el resultado de una hegemonía capitalista, en concreto, neoliberal o dedicada a los servicios; y, si existen espacios alternativos, es debido a las posibles resistencias a esa imposición.

These days, when culture industries and cultural institutions are so openly market driven, the power to frame things simbolically is taken to be a form of material power. But we shouldn’t jump to the conclusion that the producers of symbols (artists, architects, designers) have much power. As in any other market economy, framers wield more power than producers. Those who deal out the symbols (the Disney Company, BIDs, museums) are in control. Like any hegemonic power, however, the power of vision depends on a dynamic mobilization of fresh talent, new symbols and different publics. (p. 292)

«Muchos teóricos dicen que los espacios urbanos sólo se pueden interpretar desde una variedad de puntos de vista, ninguno de los cuales es más autoritario, o correcto, que los otros. (…) Lo que para unos es «cultura», para otros es «represión». A lo máximo a lo que llega Zukin es a admitir que «todos los espacios públicos están influenciados por la economía simbólica dominante» y a la disolución que estaba sufriendo el espacio de las ciudades mediante el asedio de las grandes corporaciones y el rumbo hacia el consumo. No sabemos si se debe a la fecha de publicación o a la propia visión de la autora, pero se echa de menos una visión más crítica con la hegemonía capitalista.

Para empezar con la lectura del libro, habría que definir qué es cultura. Es un término ambiguo: por un lado están las actividades «culturales»: teatro, exposiciones, museos, ¿restaurantes? Por el otro, «la cultura es también un modo de control de las ciudades»: «define quién pertenece a cada lugar específico». Pero también es la representación de la identidad de cada grupo.

Controlling the various cultures of cities suggested the possibility of controlling all sorts of urban ills, from violence and hate crime to economic decline. That this is an illusion has been amply shown by battles over multiculturalism and its warring factions -ethnic politics and urban riots. Yet the cultural power to create an image, to frame a vision, of the city has become more important as publics have become more mobile and diverse, and traditional institutions -both social classes and political parties- have become less relevant mechanisms of expressing identity. (p. 3)

Sin embargo, una buena definición que aproxima Zukin es «una abstracción para cualquier actividad económica que no cree productos materiales como acero, coches u ordenadores». «La cultura es un sistema de producción de símbolos, cualquier mecanismo diseñado para conseguir que la gente compre un producto se convierte en industria cultural». Zukin explica la broma de Daniel Bell sobre un trabajador de un circo que recogía las heces de los elefantes y defendía que formaba parte de la «industria del entretenimiento»; algo similar sucede con la industria cultural hoy en día.

Con esa definición de cultura en mente, a menudo las élites se han apropiado de espacios públicos para destinarlos a fines comerciales o «culturales»: museos a cual mayor, paseos marítimos reconvertidos en centros de ocio. En tanto que las ciudades se convierten en receptoras de artistas y personas tratando de encontrar un lugar en esa industria cultural, a menudo se dedican a otras tareas mientras esperan «su» momento; lo cual da lugar a hordas de camareros (en los 90) o repartidores (hoy en día) que no lucharán por sus condiciones laborales ni se afiliarán a un sindicato porque no perciben que su profesión actual sea algo permanente, lo que repercute en un empeoramiento de las condiciones laborales del sector.

Linking public culture to commercial cultures has important implications for social identity and social control. Preserving an ecology of images often takes a connoisseur’s view of the past, re-reading the legible practices of social class discrimination and financial speculation by reshaping the city’s collective memory. Boston’s Faneuil Hall, South Street Seaport in New York, Harborplace in Baltimore, and London’s Tobacco Wharf make the waterfront of older cities into a consumer’s playground, far safer for tourists and cultural consumers than closed worlds of wholesale fish and vegetables dealers and longshoremen. (p. 19)

En aras de la seguridad, se crean espacios de consumo liberados de toda persona cuya visión suponga una amenaza o atente contra la «pacificación de clase media». El ejemplo que da Zukin es Bryant Park de Nueva York, que fue vallado y vigilado por protección privada para garantizar que unas clases medias asépticas y controladas siempre lleven a cabo actos propios de su condición. La prostitución, venta de drogas e incluso la presencia de toda persona «sospechosa» son motivo de expulsión de ese lugar saneado, algo vinculado a la gentrificación y el aumento de los precios inmobiliarios en la zona pero también a la expulsión de las clases bajas cada vez a zonas más alejadas de la ciudad. «Central Park, Byrant Park, and the Hudson Iver Park show how public spaces are becoming progressively less public: they are, in certain ways, more exclusive than at any time in the past 100 years.»

Esto se debe en gran medida a las asociaciones privadas o semiprivadas que gobiernan los parques públicos en la ciudad de Nueva York. Debido a la reducción del gasto público en las ciudades, los servicios esenciales quedaron al mínimo (limpieza, seguridad, etc.), por lo que una forma de recaudar dinero fue abrir las puertas a la inversión privada o rentabilizar partes de esos parques con restaurantes o exposiciones. Dichas asociaciones («corporations») buscan un lugar seguro, donde clases medias y altas puedan pasear y consumir, pero el efecto es la reducción de la diversidad en espacios públicos cada vez más homogéneos.

The disadvantage of creating public space this way is that it owes so much to private-sector elites, both individual philanthropists and big corporations. This is especially the case for centrally located public spaces, the ones with the most potential for raising property values and with the greatest claim to be symbolic spaces for the city as a whole. Handing such spaces over to corporate executives and private investors means giving them carte blanche to remake public culture. It marks the erosion of public space in terms of its two basic principles: public stewardship and open access. (p. 32)

Además del control semiprivado de los parques, en Nueva York se crearon los BIDs (bussiness improvement districts), distritos de mejora empresarial, alianzas formadas por distintas empresas con la idea de mejorar los servicios en su zona concreta. Por ejemplo, limpieza en las calles o seguridad permanente, lo que lleva al mismo círculo: las calles convertidas en espacios semiprivados con acceso limitado, como los centros comerciales. «Public space that is no longer controlled by public agencies must inspire a liminal public culture open to all but governed by the private sector.» Puesto que no quieren ofender a nadie, los BIDs imponen un diseño neutro, homogéneo, que identifica claramente a quiénes pueden o no acceder (mejor dicho: quiénes son bienvenidos y quiénes no lo son) pero también estratifica la sociedad. «Motifs of local identity are chosen by merchants and commercial property owners. Since most commercial property owners and merchants do not live in the area of their bussiness or even in New York City, the sources of their vision of public culture may be ecclectic: the nostalgically remembered city, European piazzas, suburban shopping malls, Disney World. In general, however, their vision of public spaces derive from commercial culture.» Lo que, en definitiva, nos lleva de nuevo al simulacro o al pastiche postmoderno.

For a brief moment in the late 1940s and early 1950s, working-class urban neighborhoods held the possibility of integrating white Americans and African-Americans in roughly the same social classes. This dream was laid to rest by movement to the suburbs, continued ethnic bias in employment, the decline of public services in expanding racial ghettos, criticism of integration movements for being associated with the Communist party, and fear of crime. Over the next 15 years, enough for a generation to grow separate, the inner city developed its stereotyped image of «Otherness». (p. 43)

(…) Guardians of public institutions (teachers, cops) lack the time or inclination to understand the generalized ethnic Other. (p. 44)

Many Americans, born and raised in the suburbs, accept shopping centers as the preeminent public spaces of our time. Yet while shopping centers are undoubtedly gathering places, their private ownership has always raised questions about whether all the public has access to them and under what conditions. (p. 45)

Real cities are both material constructions, with human strenghts and weaknesses, and symbolic projects developed by social representations, including affluence and technology, ethnicity and civility, local shopping streets and television news. Real cities are also macro-level struggles between major sources of change -global and local cultures, public stewardship and privatization, social diversity and homogeneity- and micro-level negotiations of power. Real cultures, for their part, are not torn by conflict between commercialism and ethnicity; they are made up of one-part corporate image selling and two-parts claims of group identity, and get their power from joining autobiography to hegemony -a powerful aesthetic fit with a collective lifestyle. This is the landscape of a symbolic economy that I try to describe in the following chapters… (p. 46)

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.

La nueva frontera urbana (II): las causas de la gentrificación

Tras presentar el tema de la gentrificación a partir de los enfrentamientos en la plaza Tomkins y el barrio de Loisaida de Nueva York (lo vimos en la anterior entrada), Neil Smith entra de lleno en materia en la primera parte de La nueva frontera urbana. Ciudad revanchista y gentrificación y trata de buscar las causas por las que sucede dicho proceso.

La gran mayoría de autores de la época (los 80 y los 90 del siglo pasado) atribuían el peso principal de las causas de la gentrificación a sus consumidores: a los cambios sociales, «la tendencia a tener menos hijos, los matrimonios tardíos y una tasa de divorcio en ascenso, los jóvenes que compran y alquilan casas están reemplazando el sueño empañado de sus padres por un nuevo sueño, que viene definidos en términos urbanos más que suburbanos»; o la gentrificación rosa, con el auge de barrios de mayoría homosexual; o por la llegada de la ciudad postindustrial, con más trabajadores de cuello blanco (lo que hoy llamaríamos clase creativa) que dan primacía al consumo y al confort, una clase que quiere volver a las ciudades.

El problema de esta concepción, aduce Smith, es múltiple. Por un lado, ¿todos quieren volver a la ciudad al mismo tiempo?, ¿en Estados Unidos, Europa, Australia, ciudades donde ya se estaban dando casos de gentrificación? Y los propietarios, los prestamistas, las agencias gubernamentales.. ¿no juegan ningún papel en el asunto? Se habla del modelo de «filtrado», por el cual «las nuevas viviendas son ocupadas generalmente por familias de mejor posición económica, que dejan sus viviendas anteriores, menos espaciosas, para que sean ocupadas por inquilinos más pobres, y se mudan hacia la periferia urbana». Pero, de nuevo… ¿todas las clases buscan sólo mejores espacios residenciales?, ¿alguno de los de mayor posición no preferirá una casa en las afueras con jardín?

Smith introduce decididamente al capital en la ecuación. «La relación entre producción y consumo es más bien simbiótica, pero se trata de una simbiosis en la que es el capital en busca de beneficio lo que resulta predominante. La preferencia de los consumidores y la demanda de viviendas gentrificadas puede ser, y es, creada, de forma evidente, por la publicidad.» (p. 110). Es decir: no son los consumidores los que deciden mudarse a los barrios gentrificados, sino las inversiones que se hacen en esos barrios lo que empujan a que haya consumidores de sus inmuebles.

Se inicia aquí una argumentación compleja que no podemos reproducir entera, pero a la que invitamos al lector a consultar; sí que la resumiremos, pero tengan presente que los fallos que puedan darse en los argumentos son del resumen, no del original.

«En una economía capitalista, el suelo y los edificios levantados sobre el mismo se transforman en mercancías. En tanto tales, presumen de ciertas idiosincrasias, de las cuales tres son especialmente importantes para esta discusión.» (p. 111).

  • «los derechos de propiedad privada confieren a los dueños un control cuasi-monopólico sobre el suelo y sus mejoras». Existen ordenanzas, zonificaciones y regulaciones, pero pocas veces son lo bastante severas como para desplazar al mercado como la principal institución que «regula la transferencia y el uso del suelo».
  • «el suelo y sus mejoras están fijadas en el espacio pero su valor es todo menos fijo»; tanto el propio suelo como las mejoras del edificio tienen valores distintos; «dado que el suelo y las construcciones ubicadas sobre el mismo son inseparables, el precio de las edificaciones cuando cambian de mano también refleja el nivel de las rentas del suelo».
  • «mientras que el suelo permanece estable, no ocurre lo mismo con las mejoras construidas sobre el mismo»; entra en escena el deterioro físico de los edificios.

De aquí surgen dos conclusiones rápidas: por un lado, que el desembolso inicial para entrar en el mercado inmobiliario (hablamos de comprar un edificio, no un piso) es enorme, por lo que las instituciones financieras desempeñan un papel importante (Harvey, 1973); y dos, que «los patrones de deterioro de capital constituyen una variable importante en la determinación de las posibilidades y del grado en que el precio de venta de un edificio refleja el nivel de las rentas del suelo».

Esto explica que los centros de las ciudades, sujeto de grandes inversiones que debían verse amortizadas, se volviese un lugar de difícil acceso, por lo que las ciudades, a lo largo del siglo XIX, se fueron desplegando hacia sus exteriores: «durante el siglo XIX, los valores del suelo en la mayoría de las ciudades desplegaron una fisonomía que se aproximaba a la clásica forma cónica: el centro urbano estaba en la cima con un gradiente en disminución hacia la periferia». Esto explica que, a medida que la ciudad se iba industrializando y las fábricas se volvían mayores, las industrias se fuesen desplazando al exterior, donde el terreno era mucho más barato y tanto el automóvil como los distintos medios de transporte público ya permitían el acceso. Con el tiempo, y especialmente en Estados Unidos, los centros se fueron vaciando, salvo los CBD, Central Bussiness District, es decir, el centro económico de la ciudad, a menudo un punto neurálgico de día completamente abandonado durante la noche, a medida que sus usuarios se iban a los suburbios donde residían.

El exilio hacia los suburbios que se dio durante los años 40 a 60, sumado a otros factores como el red-lining, que impidió el acceso a la financiación a los habitantes marginales de los guettos en el centro de la ciudad (sobre todo por cuestiones raciales), acabó generando un «valle» en el diagrama de valor de las ciudades en relación con su distancia al centro.

Relación entre el valor del suelo y la distancia al centro en Chicago. El valle es la zona ideal para gentrificar (imagen del libro).

Hacia finales de la década de 1960, el valle de Chicago pudo haber alcanzado más de seis millas de ancho (McDonald y Bowman, 1979) y ser de un tamaño similar a la ciudad de Nueva York (Heilbrun, 1974: 110-111). Las evidencias de otras ciudades sugieren que esta desvalorización del capital y el consecuente ensanchamiento del valle en el valor del suelo ocurrió en las ciudades más antiguas de Estados Unidos (Davis, 1965; Edel y Sclar, 1975), dando pie a los barrios humildes y a los guettos que fueron repentinamente descubiertos como «problema» por la difunta clase media suburbana de la etapa de postguerra. (p. 115)

Ahora Smith introduce cuatro conceptos clave:

  • el valor de la vivienda: no su precio, sino el valor, en función tanto de la cantidad de «trabajo» para crear el edificio como la relación con las leyes de oferta y demanda que afectan sobre él;
  • el precio de venta, donde confluyen tanto el v alor del suelo como el del edificio que hay construido sobre él;
  • la renta capitalizada del suelo: el dinero que se obtiene por el uso del edificio, en función de si se alquila o se vende. Por ahora: precio de venta = valor de la casa + renta capitalizada del suelo.
  • renta potencial del suelo: el máximo valor que se podría llegar a obtener si todas las características que afectan al valor de la vivienda son las óptimas.
Evolución del valor de la vivienda (imagen del libro)

La diferencia de renta es la diferencia entre el nivel de la renta potencial del suelo y la renta actual capitalizada del suelo bajo el actual uso del suelo (gráfico anterior). (…) A medida que el filtrado y el deterioro del barrio tienen lugar, la diferencia potencial de renta se agranda. La gentrificación ocurre cuando la diferencia es tan grande que los promotores inmobiliarios pueden comprar a precios bajos, pagar los costes de los constructores y obtener ganancias de la restauración; así mismo pueden pagar los intereses de las hipotecas y los préstamos, y luego vender el producto terminado a un precio de venta que les deja una considerable ganancia. Toda la renta del suelo, o una gran proporción de la misma, se encuentra ahora capitalizada: el barrio, por lo tanto, está «reciclado» y comienza un nuevo ciclo de uso. (p. 126; las negritas son nuestras)

Y ahí está el verdadero problema de la gentrificación: el propio capital favorece dejar morir los barrios por falta de inversión, porque la cantidad de dinero que se podrá obtener luego es mucho mayor. De ahí el redlining, el acoso inmobiliario, los múltiples abusos a vecinos que llevan tiempo para que dejen los edificios libres; porque compensa económicamente. «Hoy es más común la gentrificación del mercado privado: una o más instituciones financieras modifican radicalmente una prolongada política de no concesión de créditos y promueven activamente un barrio en tanto mercado potencial para los préstamos e hipotecas a la construcción. Las preferencia de los consumidores serán inoperantes a menos que esta fuente de financiación, que ha estado largo tiempo ausente, reaparezca.» (p. 127)

La gentrificación forma parte de un proceso de redesarrollo más amplio, orientado a la revitalización de la tasa de beneficios. En este proceso, muchos centros urbanos se están convirtiendo en patios de juego burgueses repletos de pintorescos mercados, casas restauradas, hileras de boutiques, puertos deportivos para yates y Hyatt Regencies. Estas alteraciones sumamente visuales del paisaje urbano no constituyen en lo más mínimo un efecto secundario accidental de un desequilibrio económico temporal sino que están enraizadas en la estructura de la sociedad capitalista, de un modo tan profundo como la suburbanización. (p. 157)

Smith dedica el siguiente capítulo a analizar las relaciones entre la gentrificación y sus «sujetos», entonces identificados como los «yuppies» de los 80: jóvenes, con movilidad ascendente, completamente urbanos y «con un estilo de vida dedicado al consumo empedernido». Hoy los consideraríamos clase creativa, pero el concepto no ha cambiado demasiado. La conclusión del autor, tras analizar algunas variables, es que dicha relación es más cultural o publicitaria que real: la gentrificación es una serie de procesos compleja que no responde a un único factor, y atribuirla a la eclosión de los yuppies (o de la clase creativa, o colectivos específicos como los homosexuales, incluso relacionarla con la incorporación de la mujer, no al mercado laboral, sino al grupo de encargados y gerentes que lo gestionan) es simplificarla.

El corolario geográfico de este argumento es la afirmación de que «la ideología de la reforma urbana» de la nueva clase media, «la contraparte actual de la clase ociosa de Veblen», está configurando una ciudad postindustrial asociada a un paisaje de consumo, en lugar de a un paisaje de producción (Ley, 1980; también Mills, 1988; Warde, 1991; Caulfield, 1994). El mundo del capitalismo industrial es superado por la ideología del pluralismo de consumo, y la gentrificación es uno de los pilares de esta transformación histórica, inscrita en el paisaje moderno. Un sueño urbano viene a superar el sueño suburbano de las décadas pasadas.

(…) [Al observar la transformación de Glasgow en capital europea de la cultura o el postmoderno Hotel Bonaventure en el centro de Los Ángeles] nuestros sentidos nos indican que los tiempos ciertamente están cambiando y que, de hecho, algo similar a un patio de juegos burgués está en proceso de construcción en muchos centros urbanos. ¿Pero acaso es esto merecedor de la conclusión de que hoy en día la forma urbana está siendo estructurada por las ideologías de consumo y las preferencias de la demanda, en lugar de por los requerimientos de la producción y los patrones geográficos de la movilidad del capital? (p. 185)

En la segunda parte del libro, Smith analiza algunos casos concretos de gentrificación:

  • Society Hill, en Filadelfia;
  • Harlem, en Nueva York, un barrio profundamente decadente cuando se escribió el libro pero que ya empezaba a ser gentrificado;
  • Ámsterdam, Budapest y París (para comprender las diversas formas de la gentrificación y comprobar si, efectivamente, era un proceso global, y no local);

Y en la tercera y última parte, vuelve al tema del mito de la frontera con el que empezó, en Tomkins Square:

Más allá del brío cultural y del optimismo con el que se considera la ciudad en tanto frontera, el imaginario funciona, precisamente, porque logra expresar todos estos significados en un mismo lugar. Ese lugar es la frontera de la gentrificación. La frontera de la gentrificación absorbe y retransmite el destilado optimismo de una nueva ciudad, la promesa de la oportunidad económica, la ilusión combinada del romance y la voracidad; es el lugar donde se crea el futuro. Estas resonancias culturales crean el lugar, pero el lugar aparece como una frontera debido a la existencia de una línea económica muy afilada dentro del paisaje. Detrás de la línea, la civilización y el lucro se cobran su peaje; pasada la línea todavía campan la barbarie, la promesa y la oportunidad.

[…] La «frontera de la gentrificación» representa, en realidad, una línea que divide las zonas del paisaje urbano en las que se desinvierte, de aquella en las que se reinvierte. (p. 296)

Valor del suelo en el Lower East Side a medida que se iba gentrificando (imagen del libro).

Smith acaba el libro tratando el tema de la ciudad revanchista, la que expulsa a los pobres y a los sin hogar, la que permite el gobierno despiadado del capital sin oposición, la que incluso fomenta el miedo (él habla de casos concretos de los 90 en Estados Unidos, como el atentado en el World Trade Center, o del ascenso de Giuliano, el alcalde de Nueva York que hizo de la limpieza de la ciudad su política; pero nos serviría hablar, por ejemplo, de la publicidad antiokupas que se está dando en la actualidad en nuestro contexto). Y finaliza con una invitación:

Antes de 1862, la mayoría de los heroicos pioneros eran, en realidad, ocupantes ilegales que estaban democratizando la tierra. Tomaban la tierra que necesitaban para vivir, y se aliaban para defender sus reclamaciones ante los especuladores y los acaparadores de tierra, establecían grupos para proveerse de los servicios sociales básicos y estimulaban a otros ocupantes a establecerse, ya que la fuerza estaba en el número. La organización de los ocupantes era la clave de su poder político, y fue frente a esta organización y a la proliferación de las ocupaciones en la frontera, que se sancionó la Ley de Asentamientos Rurales de 1862.

Toda la fuerza del mito ha consistido en ensombrecer esta inscripción de clase en la frontera, en borrar la amenaza a la autoridad que la frontera suponía, envolviéndola en un romántico manto de individualismo y patriotismo. Si queremos ser fieles a la historia, si pretendemos, realmente, comprender la ciudad como una nueva frontera urbana, el acto más patriótico, y con el que debemos empezar, en tanto pioneros, es la ocupación de viviendas. Es muy posible que en un mundo futuro también lleguemos a reconocer a los okupas de hoy como aquellos que tenían la visión más inteligente de la frontera urbana. Que la ciudad se haya vuelto un nuevo Lejano Oeste puede ser lamentable, pero no cabe duda de que esto está fuera de discusión; lo que está en disputa es, precisamente, qué tipo de Lejano Oeste. (p. 355)