Ciudades rebeldes, de David Harvey

Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, publicado por David Harvey originalmente en 2012, editado en España el 2013. Harvey es conocido como el gran geógrafo radical, marxista, muy crítico con el capitalismo. Autor prolífico, su nombre ha ido apareciendo sin cesar en las lecturas que hemos acometido en el blog, por lo que ya era hora de que finalmente apareciese alguna de sus reseñas.

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Sin embargo, da la impresión de que la obra escogida no es de las mejores, o tal vez es que Harvey es un autor al que hay que ir leyendo de forma ordenada porque expone sus ideas libro tras libro, referenciándose a sí mismo; no como un acto de ego, sino como una simple evolución del pensamiento. Al menos la impresión que da este Ciudades rebeldes es que prosigue con temas ya tratados, ampliándolos o redebatiendo viejas ideas. Si a eso le sumamos que sólo trata el tema del blog de forma tangencial, acercándose a él a veces, pero en la mayoría de ocasiones por encima, como efecto colateral de corrientes mucho más amplias, tenemos una pequeña decepción. ¡Ojo!, más por el interés de estudio del blog que por carencias del libro, dejémoslo claro.

Al invocar a la «clase obrera» como agente del cambio revolucionario a lo largo de su texto, Lefebvre sugería tácitamente que la clase obrera revolucionaria estaba constituida por trabajadores urbanos de muy diversos tipos y no solo de fábrica, que constituyen, como explicaba posteriormente, una formación de clase muy diferente: fragmentados y divididos, múltiples en sus deseos y necesidades, muy a menudo itinerantes, desorganizados y fluidos más que sólidamente implantados. (…) Pero a gran parte de la izquierda tradicional le resulta todavía difícil captar el potencial revolucionario de los movimientos sociales urbanos. (p 11).

Ésta es una de las tesis del libro: que la lucha urbana es, también, o sobre todo, o incluso únicamente, una lucha de clases frente a los desmanes del capitalismo. Dice Harvey que, si llega a darse la revolución en nuestros tiempos, su protagonista no será el proletariado, sino el «precariado».

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La ciudad, en palabras de Robert Park, es «el intento más coherente y en general más logrado del hombre por rehacer el mundo en el que vive de acuerdo con sus deseos más profundos. Pero si la ciudad es el mundo creado por el hombre, también es el mundo en el que está desde entonces condenado a vivir. Así pues, indirectamente y sin ninguna conciencia clara de la naturaleza de su tarea, al crear la ciudad el hombre se ha creado a sí mismo.» (Robert Park, On Social Control and Collective Behavior, 1967, p. 3). Por ello, prosigue Harvey, la cuestión de qué tipo de ciudad queremos pasa, necesariamente, por responder antes a la pregunta de cómo queremos ser, o qué valoramos como importante. «El derecho a la ciudad es por tanto mucho más que un derecho de acceso individual o colectivo a los recursos que esta almacena o protege; es un derecho a canviar y reinventar la ciudad de acuerdo con nuestros deseos.» (p. 20).

Para responder a la pregunta habría primero que explorar cuál ha sido la recepción que ha obtenido la rápida urbanización. Engels, Simmel y muchos otros ya hicieron comentarios sobre ello a propósito de los cambios que generó rápidamente la Revolución Industrial; las voces disidentes no han hecho más que crecer desde entonces. El capitalismo, en palabras de Marx, descansa sobre la búsqueda perpetua de plusvalor (beneficio), cuyo logro exige a los capitalistas producir un excedente, lo que significa que el capitalismo produce continuamente el excedente requerido por la urbanización. Pero también sucede a la inversa: el capitalismo necesita la urbanización para absorber el excedente que genera continuamente. De ahí surge una conexión íntima entre el desarrollo del capitalismo y el proceso de urbanización.

De esa idea a la figura de Haussmann sólo hay un paso. El barón Haussmann (que no deja de aparecer en el blog últimamente) fue el encargado de higienizar París. Dicen unos que para hacerla más bella y más salubre; otros, que para alejar a las clases bajas del centro y convertirlo en patio de recreo de la burguesía. Otros, incluso, que para permitir que los ejércitos tuviesen amplias avenidas que recorrer si necesitaban apagar conatos de revolución en cualquier punto de la ciudad. Pero uno de sus mayores efectos secundarios fue la creación de grandes almacenes por doquier donde se podía absorber el exceso de mercancía que producía el capitalismo: las grandes exposiciones, los cafés, la moda, el ocio. Además, dicha construcción requirió el apoyo de grandes instituciones y sociedades donde el crédito iba asociado a los inmuebles y la construcción.

El mismo paso, pero a distinta escala, se dio en Estados Unidos de la mano de Robert Moses y otros después de la Segunda Guerra Mundial, cuando vaciaron las ciudades (algunos de sus barrios, en todo caso) para hacer lugar a grandes construcciones faraónicas al servicio del automóvil. La idea se reprodujo en la mayoría de ciudades estadounidenses y generó una cantidad enorme de zonas periféricas a las ciudades donde vivía una clase media indiferenciada: hilera tras hilera de casas iguales con uno o dos coches a la puerta y mismos electrodomésticos en el interior. «La suburbanización» desempeñó así un papel decisivo en la absorción de los excedentes de capital y trabajo en los años de posguerra» (p. 28).

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Y otro paso, más reciente: «la calidad de la vida urbana se ha convertido en una mercancía para los que tienen dinero, como lo ha hecho la propia ciudad en un mundo en el que el consumismo, el turismo, las actividades culturales y basadas en el conocimiento, así como el continuo recurso a la economía del espectáculo, se han convertido en aspectos primordiales de la economía política urbana» (p. 35). La disgregación del consumo en nichos de mercado crea la falsa sensación de elección en el consumidor (siempre que pueda pagar los distintos precios).

Pero la historia se repite incluso dentro de las ciudades: la gentrificación es sólo una de las formas que toma el capitalismo para revalorar distintas zonas de la ciudad y obtener beneficio. ¿Las víctimas? Los desposeídos, los que cada giro de la rueda del capital deja en la cuneta y los obliga a apartarse.

«Con los bienes comunes, incluso -y particularmente- cuando no pueden ser verdades, siempre se puede hacer negocio, aunque no sean de por sí una mercancía. El ambiente y atractivo de una ciudad, por ejemplo, es un producto colectivo de sus ciudadanos, pero es el sector turístico el que capitaliza comercialmente ese bien común y extrae de él rentas de monopolio.» (p. 117). Las calles, por ejemplo, fueron antes un bien común, ahora en general bastante denostado y cedido a los vehículos; por ello mismo las autoridades trataron de recrearlos con carriles-bici, paseos peatonales, parques cerrados al tráfico, etc. «Tales intentos de crear nuevos tipos de bienes urbanos pueden verse no obstante fácilmente capitalizados, e incluso ser diseñados precisamente con ese propósito.» (p. 118). Los parques urbanos, argumenta Harvey, en general acaban subiendo el precio de las zonas colindantes (siempre que el parque esté debidamente gestionado y regulado para evitar la aparición de parios o indeseables), convirtiéndose, de facto, en herramientas de expulsión de la zona de las capas más vulnerables de la zona. La High Line de Nueva York se ha convertido en un buen ejemplo, expulsando a muchos vecinos de la zona y convirtiéndola en un espacio para ricos internacionales.