Variaciones sobre un parque temático. La nueva ciudad americana y el fin del espacio público es una recopilación de 8 artículos publicados a finales de los 80 y principios de los 90 sobre los cambios en las ciudades americanas de la época (y, por extensión, en las de todo el mundo). La recopilación se publicó originalmente en 1992 y no llegó a España hasta el 2004 de manos de la editorial Gustavo Gili, por lo que algunos artículos han quedado desfasados o superados. En general, sin embargo, son artículos amplios, de unas 50 páginas, bien escritos y muy bien argumentados. Vamos con el primero de ellos.
El mundo en un centro comercial, de Margaret Crawford, analiza de forma espléndida la evolución del centro comercial desde sus primeros orígenes (los bulevares parisinos de mediados del XIX) hasta su culminación, que probablemente sean las vías principales de las ciudades del mundo. El estudio empieza con la construcción de WEM, el centro comercial de West Edmonton y el mayor del mundo por entonces (ahora se define como el mayor de Norteamérica en su propia web), una colosal construcción que abarca, por supuesto, centros comerciales, pero también hoteles, parques de atracciones, cines… y donde todas las ambientaciones son posibles, más aún: donde todas ellas están mezcladas de formas anárquicas y casi imposibles, ya sean mundos reales (París, Venecia, el Coliseo) o ficticias (la isla de Tom Swayer, dibujos animados).
Las reglas del centro comercial fueron establecidas en su época dorada, entre los años 1960 y 80. «Mediante una extraña inversión de la teoría de los lugares centrales, los promotores identificaron las zonas en las que no se cubrían las demandas de los consumidores y en las cuales los centros podrían llenar los vacíos comerciales. (…) las dimensiones y la escala de un centro comercial son un reflejo de la «demanda crítica», es decir, la mínima cantidad de consumidores potenciales que viven dentro de la franja geográfica de un producto de venta al por menor. Los centros de barrio sirven a un mercado local de un radio de tres kilómetros; los centros de comunidad, de cinco a ocho; los centros regionales atraen a consumidores desde, como mínimo, una distancia de treinta kilómetros, mientras que los centros comerciales suprarregionales sirven a una zona más amplia, a menudo pluriestatal.» (p. 19).
La siguiente parte del estudio de Crawford repasa cómo la disposición de los centros comerciales crea un estado psicológico que predispone al individuo al consumo.
El centro comercial alarga este proceso de intercambio ofreciendo una plétora de posibles compras que acelera la creación de nuevos vínculos entre el objeto y el consumidor. Alargando el período durante el cual «tan sólo se mira», que es el preludio imaginativo del acto de comprar, el centro comercial favorece la «adquisición cognitiva», mientras que los compradores adquieren mentalmente mercancías pro medio de una familiarización con las cualidades reales e imaginarias de las mismas. La «elección» mental de productos enseña a los compradores a saber no sólo lo que desean y qué es lo que pueden comprar, sino también -y esto es lo más importante- a reconocer lo que no poseen y, por tanto, lo que necesitan. Cuando tienen ya este conocimiento, los compradores no sólo pueden darse cuenta de quiénes son, sino que también imaginan lo que pueden llegar a ser. Su identidad se estabiliza por un instante, aunque la imagen de una identidad futura empieza a tomar forma. De todos modos, la infinita variedad de objetos se encarga de que la satisfacción quede siempre fuera de su alcance.
La mezcla de un centro comercial se calcula de tal manera que se organice el flujo desorientador de cualidades y necesidades para convertirse en una jerarquía clara de tiendas, definidas por los costes, los niveles de renta y la imaginería asociada a las formas de vida. (…) La mercancía, conceptualizada por su precio y por su imagen, orienta al comprador y, al mismo tiempo, permite que su especulativa espiral de deseo y desposesión quede interrumpida por el acto de la compra. La necesidad de esta acción doble -estimular un deseo nebuloso e inducir una compra determinada- es lo que explica la naturaleza básicamente contradictoria del centro comercial.
Por ello, tanto la arquitectura como el diseño de los centros comerciales están planeados para guiar al consumidor de una forma predeterminada. A ello se suma la ausencia de sonidos del mundo exterior, la música de fondo, los vestíbulos y escaleras mecánicas y vistas panorámicas hasta alcanzar el estado que Joan Didion define como «uno se mueve durante un rato en una suspensión acuática, no sólo de luz, sino del propio criterio, y no sólo del criterio, sino de la propia personalidad». Todo ello para alcanzar la Gruen Transfer (por el arquitecto Victor Gruen, luego hablaremos de él): el estado en el que un comprador decidido, aquel que había entrado a por unos productos en concreto, se transforma en un comprador compulsivo.
Puesto que ya se había conseguido que los consumidores se dejasen llevar y dedicasen su tiempo en el centro comercial o bien a compras físicas o bien a la estimulación del deseo de nuevas compras, el siguiente objetivo era obvio: alargar la duración de la estancia en el lugar. Para ello los centros se fueron dotando de servicios adyacentes: cines, restaurantes, pistas de patinaje, paisajes que contemplar durante los desplazamientos entre tiendas. «Pasar el rato en un centro comercial ha sustituido el paseo por las calles.» (p. 27).
Remontándose a los orígenes del centro comercial, Crawford explica cómo el primer paso se dio en los grandes almacenes de París hacia 1850, los grands magasins. «(…) los precios fijos de los grandes almacenes alteraron las relaciones sociales y psicológicas propias del pequeño mercado. La obligación de comprar, inherente al intercambio activo propio del regateo, fue sustituida por la invitación a mirar, convirtiendo al comprador en un espectador pasivo, un individuo aislado, un rostro entre la multitud de los grandes almacenes que contemplaba silenciosamente las mercancías.» (p. 30). [A consultar la novela de Zola El paraíso de las damas].
El paso de comprador activo que regatea a comprador pasivo que mira fue uno esencial, pero el otro fue el progresivo alejamiento de los centros comerciales del centro de la ciudad. El mercado, centro y alma de la ciudad medieval, indicaba el lugar donde una gran mayoría de los habitantes de la urbe iban a estar reunidos; por lo tanto, todas las calles adyacentes se convertían en lugar de encuentro y reunión, espacio público de calidad. Tras la IIa Guerra Mundial y con la proliferación de los suburbios y el auge del automóvil, los centros comerciales se alejaron del centro y añadieron un nuevo servicio esencial: zonas de aparcamiento gratuito.
Al no existir vecindades familiares y redes de extensión de familias en el sentido amplio que fijaran unos estándares sociales, las familias suburbanas utilizaron sus posesiones como signos de identidad. El propio suburbio se convirtió en un producto: la naturaleza y la comunidad organizados y puestos a la venta.
(…) Colocados en medio de la nada, estos paisajes del consumo reflejaban la profunda desconfianza hacia la calle en tanto que foro público; un aspecto que puede apreciarse en la obra de urbanistas tan dispares como Frank Lloyd Wright o Le Corbusier. En cambio, las calles, y especialmente las autopistas de gran velocidad, sólo servían como conexiones motorizadas entre unas zonas y unas estructuras diferenciadas por su función. Aunque los apologistas de los centros comerciales solían citar las tipologías de los mercados antiguos para legitimizarlos, en realidad ignoraban las diferentes consecuencias para la vida urbana. Mientras los bazares islámicos o los paisajes parisinos reforzaban los modelos de las calles existentes, los centros comerciales -unas islas peatonales en un mar de asfalto- acabaron rompiendo un paisaje urbano ya fragmentado.
En 1956, el primer centro comercial cerrado, Southdale, en Edina, Minneápolis, diseñador por Victor Gruen (a cuyo nombre se debe la Gruen Transfer de la que hablamos unos párrafos más arriba), supuso una revolución. Era una decisión lógica en Minneápolis, la ciudad más poblada de Minnesota, un Estado de Estados Unidos que limita con la frontera canadiense y donde el clima sólo permite la compra al aire libre unos 120 días al año. El contraste entre la temperatura gélida del exterior y los 22º C permanentes del interior marcaba una frontera. La segunda: el espacio. Los centros comerciales son ciudades compactadas: ascensores de cristal, escaleras mecánicas, tiendas por doquier, bullicio y densidad. Lugares donde la gente pasa el rato, como ya hemos comentado.

Pero no espacio público de calidad. Una sentencia del Tribunal Supremo confirmó que un centro comercial de Oregón tenía el derecho a prohibir cualquier actividad que sus propietarios considerasen perjudicial para el consumo. Uno de los jueces argumentó en su contra que, si el centro comercial había asumido el papel de la plaza urbana tradicional, debía hacerlo con sus pros y sus contras, pero fue el único voto. Por ello, el espacio público de los centros comerciales no es completo: su acceso está vallado y sólo se permite a las personas no sospechosas. Una ciudad segura, aséptica, libre de peligro y de posible interacción, con una clientela homogénea donde el intercambio no se dará en horizontal sino en vertical.
El último paso de los centros comerciales fue volver a la ciudad. Por un lado lo hizo reocupando espacios en desuso (de la mano de otro proceso urbano de finales de siglo: la gentrificación) y estableciendo centros comerciales casi en cada barrio, lugares de reunión y encuentro pero, de nuevo, vigilados y con un espacio público limitado. La segunda forma de volver a la ciudad fue más sibilina: mediante espacios comerciales abiertos y disimulados. «Cuando su centro histórico se inundó de turistas, Florencia convirtió Via Calzaioli, entre el Duomo y la Piazza della Signorina, en una zona peatonal que muy pronto pareció un centro comercial similar a una «renacimientolandia» al aire libre, con los dos monumentos haciendo las funciones de auténticas anclas culturales.» (p. 42). Hoy en día, casi todas las ciudades globales cuentan con sus calles principales llenas de tiendas de corte similar, Starbucks y restaurantes para los turistas.

Recordemos: el artículo es de 1992. No hemos entrado en Ikea y su muestrario de falsas realidades; eso ya daría para otros muchos artículos.
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