El campo y la ciudad (II), Raymond Williams

Continuamos con la reseña de El campo y la ciudad, el enorme ensayo de Raymond Williams donde se trata de responder a la pregunta de «¿cómo el capitalismo transformó la sociedad británica?» y que, para hacerlo, lleva a cabo un complejo análisis de las visiones tanto del campo como de la ciudad ingleses en las principales obras de su tradición literaria.

El último punto que tratamos en la primera entrada fue la privatización del campo (o el encercamiento): un proceso que se dio, sobre todo, entre los siglos XVIII y XIX y que consistió en la apropiación de la mayor parte de los terrenos de cosecha para su uso industrial, algo que dejó una marca indeleble en el imaginario inglés pero que, como ya vimos, Williams no situaba tanto en un periodo concreto sino que le parecía la progresión relativamente natural de algo que llevaba siglos sucediendo: la apropiación del campo por manos privadas.

De ese cercamiento, Williams pasa a Londres, una ciudad que en pleno siglo XVIII ya está abarrotada y llena de pobres. Algo cuyas causas se encuentran en los procesos que ya hemos visto, de mayor rendimiento del campo, aumento de la población e inmigración rural; pero también, en un movimiento del pez que se muerde la cola, es la consecuencia de los propios intereses de la burguesía capitalista al tratar de reformar la ciudad para evitar que a ella acudan esos mismos pobres. En efecto, «como verdaderamente sucede a menudo, una clase dominante quería para sí los beneficios de un cambio que ella misma promovía, y pretendía controlar o suprimir las consecuencias menos agradables pero inseparables de aquellos beneficios» (p. 193). Esto se traducía en los planes urbanísticos consecutivos que pretendían alejar a los pobres e impedir que fuesen a vivir a la ciudad pero que sólo conseguían que sus condiciones de vida fuesen cada vez más paupérrimas: hacinamiento, ausencia de higiene, enfermedades. Lo que, de nuevo, llevaba a promover leyes y cambios urbanísticos más restrictivos que nunca afectaban a las clases dominantes, por supuesto.

La ciudad del siglo XIX, en Gran Bretaña como en otras partes, habría de ser la creación del capitalismo industrial. La Londres del siglo XVIII era la asombrosa creación de un capitalismo agrario y mercantil que se desarrollaba dentro de un orden político aristocrático. (p. 194)

Porque Londres no era, en última instancia, una ciudad industrial, sino «un centro capital del comercio y la distribución: de hábiles artesanos de los metales y la imprenta; del vestido, el mobiliario y la moda; con todas las tareas ligadas a la navegación y el mercado.» (p. 195) Londres ya empieza, en pleno siglo XVIII, a despuntar como gestores, comisionistas, consultores… intermediadores. Algo que la City de hoy en día, tres siglos después, no ha hecho más que seguir concentrando.

Y ahí surge Dickens, claro, el creador de un nuevo tipo de novela y que está relacionado con lo que Williams denomina la paradoja: la coexistencia de lo visible y lo invisible, lo fortuito y lo sistemático; o, como dirá algo más adelante: «o bien que la experiencia de la ciudad es el método ficcional, o bien que el método ficcional es la experiencia de la ciudad» (p. 205).

De esta visión urbana surge el ideal de que el campo es el epítome de las relaciones directas, cara a cara; incluso, de la existencia de la mítica comunidad donde todos se conocen unos a otros. «Pero una comunidad conocible, en el seno de la vida campestre como en cualquier otra parte, continúa siendo una cuestión de conciencia y de experiencia prolongada y cotidiana. En la aldea, al igual que en la ciudad, existe la división del trabajo, el contraste de las posiciones sociales y, por lo tanto, necesariamente, hay puntos de vista alternativos.» (p. 216). Y ésos puntos de vista alternativos son los que examina Williams al analizar la novela campestre del siglo XIX.

Si en Jane Austen «los vecinos no son gente que vive realmente cerca; son personas que viven un poco alejadas y que, en virtud del reconocimiento social, pueden visitarse entre sí» (p. 216) y, por lo tanto, no hay verdadero encuentro de clases, en George Eliot, primero, y en Thomas Hardy, sobre todo, ya se perciben esos cambios de los que hablábamos, la «persistente perturbación rural» de la que en Austen ni se hablaba ni se percibía. Eliot no se identifica con ninguna de las clases y esa perturbación está siempre presente casi como lenguajes distintos, un dialecto propio para cada clase que hace que no puedan llegar a comprenderse del todo.

Lo que divide a Heathcliff de Cathy es la clase y la riqueza, y la modificación positiva de estas relaciones es lo que permite llegar a una solución en la segunda generación. Pero en ningún momento se concibe la solución humana a través del cambio social. Lo que se crea y se sostiene es una especie de intensidad y conexión humanas que es la base de la vida que continúa. (…) George Eliot, en cambio, al moverse en un mundo más críticamente realista concibe soluciones sociales aceptables que luego no puede sostener; lo que queda entonces no es la trascendencia sino una triste resignación en la cual la autora termina por descansar. (p. 227)

«Una sociedad que puede valorarse, la condición común de una comunidad conocible, corresponde idealmente al pasado. Y solo allí puede ser recreada para ejercer una acción moral de amplio alcance. Pero el verdadero paso que se da es una renuncia a dar cualquier respuesta completa a una sociedad existente. El valor está en el pasado, como una condición retrospectiva general, y en el presente sólo está como una sensibilidad particular y privada, es decir, la acción moral individual.» (p. 231)

El siguiente es Hardy, a quien habitualmente se considera un «novelista regional», casi un representante de la antigua Inglaterra, un mundo que ya se ha desvanecido. Opinión que Williams no comparte, ya que, según él, «las experiencias del cambio y de la dificultad de la elección» son centrales en la obra del escritor, un puro reflejo, también, de su época. El mundo de Hardy muestra a personajes que son conscientes de haber entrado en un mundo más complejo, dominado también por la presencia internacional. «Lo que estaba ocurriendo entonces en la economía en general, en un mercado urbano e industrial cada vez más organizado, tenía sus efectos en parte ciegos –una nueva demanda allí, el colapso y la caída de los precios por allá– en una economía rural esencialmente subordinada y ahora solo parcialmente nacional.» (p. 264)

Volvemos a las ciudades. A mediados del siglo XIX la población urbana de Inglaterra superó a la población rural, algo que sucedía por primera vez en algún país del mundo. Los observadores no son sólo Dickens o incluso Engels, sino que aparece una nueva voz que retrata la crudeza del conflicto en Mánchester: Elizabeth Gaskell. Mánchester, a diferencia de Londres, es una ciudad completamente industrial donde las clases pugnan entre ellas. A diferencia de Dickens, Gaskell describe los trabajos y tareas de cada uno con minuciosidad; y narra la aparición de la consciencia obrera, de que son personas que están en una situación paupérrima y que la comparten con otros en su misma situación.

Londres, como ya hemos comentado, era distinta, con una base de artesanos y operarios especializados. En Mánchester, Leeds, Bradford, Birminghan, Liverpool y Sheffield se levantan chimeneas de carbón y fábricas sin cesar, el humo lo ennegrece todo y los proletarios se hacinan junto a sus lugares de trabajo. Allí se trasladan los primeros escritores que darán cuenta de los cambios urbanos y que sólo a finales de siglo lo harán también desde Londres. Pero no sólo escritores, también otro tipo de observadores, como el Charles Booth de Life and Labour of the People in London (1989), un estudio estadístico que trata de desentrañar la realidad de los trabajadores de la capital.

Pero las condiciones de hacinamiento del proletariado y la progresiva disolución de las relaciones humanas, tan complejas y cambiantes en la ciudad, da paso a una nueva concepción relacionada con la modernidad.

Este carácter social de la ciudad –su condición transitoria, inesperada, su aislamiento esencial y apasionante, la procesión de personas y acontecimientos– se entendía como la realidad de toda vida humana. Con frecuencia lo que se ofrecía no era la aceptación alegre de Baudelaire, pero en el fatalismo religioso posterior, en un desapego estético o en sentidos más cotidianos del placer que provocan la variedad y la instantaneidad, esta visión se extendió y hasta llegó a ser predominante en gran parte de la literatura occidental. Aún podía darse un contraste entre la ciudad y el campo, inspirado en sentidos más antiguos de la armonía y la inocencia rurales. Pero el contraste se marcaría en otros sentidos: entre la conciencia y la ignorancia; entre la vitalidad y la rutina; entre el presentes y lo real y el pasado y la pérdida. La experiencia de la ciudad había llegado a difundirse hasta tal punto y los escritores tan desproporcionada y profundamente implicados en ella que cualquier otro modo de vida parecía carente de realidad; todas las fuentes de percepción parecían comenzar y terminar en la ciudad y si había algo más allá, ese algo estaba más allá de la vida. (p. 293)

Pero es también la visión de The City of Dreadful Night o The Doom of a City, ambos poemas de Thomson donde se hacen evidentes la soledad, la lucha constante, la pérdida de sentido («los rasgos de la experiencia social del siglo XIX y de una interpretación común de la nueva cosmovisión científica», p. 298), algo que Eliot, al cabo de pocos años, relacionará directamente con la pérdida de Dios.

Esta multiplicidad de visiones contrapuestas cristaliza, claro, en el Ulises de Joyce.

La genialidad de Ulises estriba en que la obra dramatiza tres formas de conciencia (y en este sentido tres personajes): Bloom, Stephen y Molly. La interacción entre ellos, pero también la falta de conexión entre ellos, es la tensión de la composición de la ciudad misma. Porque lo que cada uno representa para el otro es un rol simbólico y la realidad con la que en última instancia pueden relacionarse ya no es un lugar ni un momento, a pesar de todos los angustiosos encuentros de ese día en Dublín. Es un modelo abstracto o, más estrictamente, inmanente de hombre y de mujer, de padre y de hijo; una familia, pero que no es una familia, cuyos miembros no pueden ponerse en contacto y se buscan recíprocamente a través de un mito y de una historia. La historia no ocurre en esta ciudad, sino en la pérdida de una ciudad, la pérdida de las relaciones. La única comunidad conocible está en la necesidad, el deseo, de formas de conciencia separadas y en fuga. (p. 304)

Esta «corriente de la consciencia», que veremos también en, por ejemplo, Las olas, de Virginia Woolf, es una reacción a la «experiencia de la ciudad».

En el siglo XX se ha dado y continúa dándose un conflicto profundo y confuso entre esta reaparición de lo colectivo, en sus formas metafísicas y psicológicas, y esa otra respuesta que, también dentro de las ciudades, ofrecía crear, a través de nuevas instituciones y nuevas ideas sociales, aquello cuya ausencia habían señalado Hardy y otros: una conciencia colectiva que pudiera percibir no solo a los individuos, sino también sus relaciones modificadas y cambiantes, y que, al percibir las relaciones y sus causas sociales, hallara los medios sociales de producir un cambio.

En realidad, fue de las ciudades de donde surgieron estas dos grandes ideas modernas transformadoras: el mito, en sus formas variables, y la revolución, en sus formas variables. Bajo presión, cada uno de ellos ofrece convertir al otro a sus propios términos. (p. 306)

Si la experiencia vital tendía cada vez más a la ciudad, sin embargo, el campo cobró una visión casi mítica, con la preponderancia sobre todo de la mansión solariega pero también de la cabaña. Las mansiones campestres de Henry James, por ejemplo, no son tanto la sede de una familia ancestral como «el placentero lugar de reunión de una rutina social metropolitana e internacional» (p. 308), como encontramos también, por ejemplo, en las mansiones de P. G. Wodehouse. Son mansiones surgidas del capital, no de la propia tierra; de personas adineradas, antes que terratenientes.

Pero el verdadero destino de la novela de las grandes mansiones campestres fue su evolución hacia la novela policial de clase media. En virtud de esa condición misma de abstracción y, sin embargo, de supervivencia superficialmente impresionante, la casona solariega pudo convertirse en el lugar de reunión aislada de un grupo de personas cuyas relaciones inmediatas y fugaces solo podían descifrarse mediante un modo abstracto de reconstrucción, antes que a través del análisis completo y conectado de cualquier comprensión más general. (p. 309)

En algunos casos la relación es testimonial (Agatha Christie), en otras se combina con ciertas fantasías sobre el tipo de vida que esas personas de una clase social distinta deben de llevar a cabo (Dorothy Sayers) y, en otras, se reduce a algunos elementos icónicos: «la arquitectura antigua, los añosos árboles y el ocasional fantasma». De ese lugar de centro de crímenes, la casa solariega ha devenido, a lo largo del siglo XX, una especie de comodín escénico: centro de proyectos, actividades de la policía secreta, escuelas, centros de investigación, museos… «En el siglo XX la mansión campestre tiene precisamente esa condición de disponibilidad abstracta e indiferencia de función», algo que «no es un final triste, es un final apropiado» (p. 309).

La idealización de la casa solariega vino acompañada de una parcial idealización del campo, cuyo epítome es el Tolkien de la campiña (The Shire), ese campo inglés idealizado donde todo es hermoso y nadie trabaja, aunque Williams también destaca a T. H. White o Barrie, entre otros. Era un campo visto desde lejos, donde no se oían las quejas de las personas que lo habitaban por entonces y que consistían en bajos salarios y la necesidad de tener que emigrar hacia las ciudades; un campo folclórico, cuna de personas vinculadas a la tierra y modos antiguos. Una voz, real, que sí destaca Williams que describe el campo tal y como es, es la de Fred Kitchen en A la par de nuestro hermano, el buey.

Mediante la expansión colonial, y a través de la búsqueda de Gran Bretaña de nuevos mercados, «a mediados del siglo XIX la economía inglesa había alcanzado un punto tal que la producción nacional ya no alcanzaba para alimentar a la población del país. De modo que se instauró, pero esta vez en una escala internacional, la tradicional relación entre ciudad y campo.» (p. 347). En este nuevo ámbito, Inglaterra entera era la ciudad (metrópolis, ahora), y las colonias y resto de mercados, el campo. La más importante de estas colonias, Estados Unidos, ya había alcanzado la independencia en el siglo anterior, lo que acabó derivando en una clara competencia entre las distintas potencias (las sociedades industriales emergentes) por los nuevos mercados, las materias primeras, las zonas de influencia. Esa competencia llevó, por un lado, al establecimiento del imperio inglés (la Commonwealth); y, por el otro, a la larga, a dirimir las diferencias entre las principales potencias europeas en la Primera Guerra Mundial.

Lógicamente, el imaginario inglés se amplió, ahora con la presencia de las colonias. Lugar de control en ultramar, sí, pero también mercado emergente, segunda oportunidad para los que no lo habían conseguido en Inglaterra y ahora podían emigrar y, tal vez, volver después, una vez hecha la fortuna. Pero también, a la larga, la sede de una nueva clase social explotada: como escribió Orwell en 1939, y cita Williams: «Lo que siempre olvidamos es que la abrumadora mayoría del proletariado británico no vive en gran Bretaña, sino que está en Asia y África» (p. 349), palabras que no han hecho más que ganar vigencia en los casi 80 años que nos separan de ellas.

Y, de nuevo como ocurrió cuando los pobres del campo llegaban a la ciudad, a Londres, y sus habitantes, de una clase social más adinerada, trataban de expulsarlos, de impedirles estar ahí, en la actualidad llegan los pobres de este nuevo «campo», este extrarradio que son las colonias: oleadas de inmigrantes que buscan en la metrópolis (en la ciudad, en el lugar de la centralidad) una vida mejor, una forma de sobrevivir; y que encuentran, en general, el mismo recibimiento que encontraban los pobres del campo en la Londres o la Mánchester del siglo XIX.

Actualmente en Gran Bretaña está ampliamente difundida la creencia de que este sistema ha terminado. Pero el imperialismo político fue solo una etapa, precedida por los controles económicos y comerciales y respaldada cuando era necesario por la fuerza. Sus sucesores efectivos son los controles económicos, monetarios y comerciales que además, cada vez que alguien ofrece resistencia, se garantizan inmediatamente mediante la intervención política, cultural y militar. Las relaciones dominantes actuales todavía son, en este sentido, las de una ciudad y un campo, en el momento de su máxima explotación.

Lo que se ofrece como idea, para ocultar esta explotación, es una versión moderna de la antigua idea del «mejoramiento»: una escala de sociedades humanas que, teóricamente, culmina en la industrialización universal. Todo el «campo» llegará a convertirse en «ciudad»: esta es la lógica de su desarrollo, una simple escala lineal a lo largo de la cual pueden marcarse los distintos grados de «desarrollo» y «subdesarrollo». Pero la realidad es completamente diferente. Muchas de las sociedades «subdesarrolladas» han evolucionado precisamente para cubrir las necesidades de los países «metropolitanos». (p. 350)

El campo y la ciudad (I), Raymond Williams

El campo y la ciudad, de Raymond Williams (publicada en 1973, leemos la edición de 2001 de Paidós con traducción de Alcira Bixio) es un estudio monumental que trata, como explica Beatriz Sarlo en el prólogo, de responder a una única pregunta: «¿cómo el capitalismo transformó la sociedad británica?». Pregunta tan general que, lógicamente, Williams enfocó en un aspecto más concreto: las relaciones entre la ciudad y el campo en Inglaterra. Y lo hace recurriendo a la visión que de ambos mundos, y de las relaciones entre ellos, ha dado la literatura inglesa.

Por todo lo anterior, el libro puede ser leído de múltiples maneras. Una primera lectura es, como lo denominó Perry Anderson (y leemos también en el prólogo): una «multisecular ficción de lugares», es decir, rastrear los orígenes míticos (culturales) tanto del campo como de la ciudad. Otra lectura es una compleja revisión de la literatura inglesa, en toda su tradición. Otra es la propia construcción del paisaje en sí; y cómo su producción produce, valga la redundancia, «un tipo particular de observador». Raymond Williams fue, no en vano, escritor, historiador y crítico cultural, enmarcado en la tradición marxista; y algunas de sus obras esenciales son, además de la que reseñamos: Cultura y sociedad (1958) y Marxismo y literatura (1977). Harvey le dedicaba algunos artículos en su antología Espacios del capital, pero apenas los reseñamos en su momento porque desconocíamos a la figura de Williams.

De todos modos, debería quedar claro que la experiencia inglesa es particularmente significativa, por cuanto una de las transformaciones decisivas de las relaciones entre el campo y la ciudad se dio allí en época muy temprana y con una minuciosidad que, en muchos sentidos, aún no ha sido abordada. La revolución industrial no sólo transformó la ciudad y el campo; se basó en un capitalismo en alto grado desarrollado que tuvo como característica la temprana desaparición del campesinado tradicional. En la fase imperialista de nuestra historia, la naturaleza de la economía rural, tanto en Gran Bretaña como en sus colonias, también se transformó de manera temprana: la proporción de gente que dependía de una agricultura doméstica alcanzó niveles muy bajos, con no más del cuatro por ciento de los hombres económicamente activos dedicados entonces a la agricultura, y esto ocurría en una sociedad que ya había llegado a ser la primera constituida por una población predominantemente urbana en la larga historia de los asentamientos humanos. Puesto que gran parte del subsiguiente desarrollo dominante –en realidad, la idea misma de «desarrollo» en el mundo en general– se encaminó en esa dirección, la experiencia inglesa continúa siendo excepcionalmente importante. Y no es solo sintomática sino también, en cierta forma, diagnóstica: en su intensidad aún memorable, lo que fuera podía tener éxito. Pues es un hecho crítico que durante y a través de esas experiencias transformadoras, las actitudes inglesas en relación con el campo, con las ideas de la vida rural, persistieron con fuerza extraordinaria, de modo tal que, aun después de que la sociedad fuera predominantemente urbana, su literatura, durante una generación, continuó siendo predominantemente rural; y aún en el siglo XX, en un país urbano e industrial, persisten todavía notablemente ciertas formas de las ideas y experiencias antiguas. (p. 26)

El primer objetivo de Williams es la búsqueda de la «edad de oro», ese mítico principio donde todo era hermoso y no estaba aún corrompido. Y ahí surge también el primer problema: porque, retroceda cuanto retroceda, siempre hay un recuerdo lejano de esa edad de oro, por lo que es imposible situarla. Así recorre, en los primeros capítulos, las literaturas pastoral y antipastoral, en las que no profundizaremos. Sí que dejamos constancia del surgimiento, ya, de «otro servicio que la ciudad fue suministrando gradualmente, como resultado de los cambios en las leyes de herencia. Para los relativamente diseminados terratenientes, la ciudad se convirtió en un necesario mercado matrimonial (lo que luego se llamó «la temporada social» [the season]). Alrededor de este negocio, nuevamente, se reunieron los alcahuetes y proxenetas, así como los acompañantes profesionales, los guardianes de los salones, los libertinos intermediarios y las rameras. Cuando estos diversos submundos quedaron establecidos de manera por completo visible, fue fácil proyectar una imagen del hombre sencillo llegado del campo con su inocencia rural, que se encuentra en tan sorprendente compañía». (p. 81)

La verdadera historia de la campiña inglesa se ha concentrado permanentemente en los problemas de la propiedad de la tierra y en sus consecuentes relaciones sociales y laborales. En el siglo XVIII, casi la mitad de la tierra cultivada pertenecía a unas cinco mil familias. Como una forma esencial de este predominio, cuatrocientas familias, de una población total de aproximadamente siete u ocho millones de personas, eran propietarias de casi un cuarto de la tierra cultivada. Por debajo de esta dominación, ya no existía, en ningún sentido clásico del término, ningún campesinado, sino que había una estructura cada vez más regular de granjeros arrendatarios y trabajadores asalariados: las relaciones sociales que podemos calificar adecuadamente como las del capitalismo agrario. La producción se ajustaba progresivamente atendiendo a un mercado organizado.

La transición desde los acuerdos feudales y posfeudales inmediatos a este capitalismo agrario en desarrollo es, por supuesto, inmensamente complicada. Pero sus implicaciones sociales son bastante claras. Es cierto que la clase predominante de los terratenientes era también, en términos políticos, una aristocracia, cuyos títulos y mansiones, antiguos o de apariencia antigua, ofrecían la ilusión de una sociedad determinada por compromisos y relaciones tradicionales entre los diversos órdenes sociales. Pero la principal actividad de esta clase era de una variedad radicalmente diferente. Sus miembros vivían concentrados en el cálculo de la renta y el rédito que les proporcionaban sus inversiones de capital, y precisamente el proceso de elevar los arrendamientos de manera exorbitante, monopolizar la producción y privatizar las tierras comunes era lo que les permitía aumentar su influencia sobre la tierra.

Sin embargo, nunca había ninguna confrontación simple entre las cuatrocientas familias y el proletariado rural. Por el contrario, entre estos polos del proceso económico existía una jerarquía cada vez más estratificada de pequeños terratenientes: los grandes arrendatarios, los poseedores de feudos francos y de escrituras públicas (…), los pequeños y medianos arrendatarios y, por último, los aldeanos y artesanos que conservaban derechos comunes residuales. (p. 91)

Y estos cambios sociales se reflejan en la literatura, en concreto: «el largo proceso de elección entre la ventaja económica y otras concepciones del valor» (p. 93). En el teatro se ve desde un punto de vista particular mientras que en las novelas desde un punto de vista familiar (Richardson y Fielding).

También la concepción de la pobreza se modificó. Si en la Edad Media se había considerado como una consecuencia de las calamidades (como el hambre, la peste o las enfermedades) y era algo que había que combatir entre todos en tanto que sociedad, a lo largo de los siglos XVI y XVII y con la irrupción de la nueva concepción monetaria de la persona, surgió una voluntad de catalogar la pobreza, primero, y de castigarla, después. Esto sucedía a la vez que la propia desigualdad del capitalismo concentraba los enormes beneficios que ya se empezaban a obtener en unas pocas familias, por un lado, y creaba una clase social paupérrima, por el otro: «los desamparados, los vagabundos, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, las madres lactantes y los niños», considerados «como una carga negativa y no deseada» (p. 118).

El «hostigamiento a los pobres» se vinculó con la aparición de la mano de obra barata. «En gran medida, el verdadero propósito de las leyes contra los vagabundos era obligar a quienes carecían de tierra a trabajar por un salario en la nueva organización de la economía.» (p. 119) No fue inmediato: el primer paso se presentó como la necesidad de la gente de cuidar de sí mismo y de los demás; para, finalmente, centrarse sólo en el «sí mismo» y los demás quedaron convertidos en personas que debían, a su vez, cuidar de sí mismos; algo ajeno.

De esta concepción urbana surge también su opuesta: la idealización del campo (de la aldea) como el lugar donde todos cuidan unos de otros; algo que Williams, nacido en un pueblo, rechaza. No tanto porque la aldea sea implacable sino porque la pobreza hace mella en ella y, en esas circunstancias, debido a la desigualdad capitalista, independientemente de su situación, los habitantes deben marcharse.

La siguiente gran etapa fue la privatización y vallado de una parte importante de la tierra. «…en cierto sentido, la idea de las privatizaciones de los terrenos comunes, situada precisamente en ese período en que comenzaba a gestarse la Revolución Industrial, puede desviar nuestra atención de la historia real y constituir un elemento más de ese potente mito de la Inglaterra moderna según el cual la transición de una sociedad rural a una sociedad industrial fue una especie de decadencia, la causa y el origen verdaderos de nuestros sufrimientos y nuestras perturbaciones sociales […] también es la fuente esencial de esa última ilusión protectora de la crisis de nuestra propia época: la idea de que lo que nos está perjudicando es, no el capitalismo, sino ese sistema más identificable, más evidente, del industrialismo urbano.» (p. 135)

Hubo una concentración de cercamientos (o privatizaciones del campo) «desde el segundo cuarto del siglo XVIII hasta el primero del XIX», pero fue sólo el momento cumbre de un proceso que Williams sitúa ya en el siglo XIII y especialmente en los siglos XV y XVI y que no es «más que la continuación de ese otro largo proceso de conquista e incautación: la obtención de tierras mediante matanzas, represión y negociaciones políticas» (p. 136). Las privatizaciones fueron, pues, la punta del iceberg del cambio de la concepción del campo y de la «presión económica general que se ejercía» sobre pequeños arrendatarios y propietarios. Dicho de otro modo: el campo se volvió un negocio que requería dedicación exclusiva y, mediante la creciente competencia, cada vez una mayor inversión, lo que lógicamente lo alejó del día a día de muchas personas a lo largo de este proceso que duró siglos.

En un proceso que se muerde la cola, esta compleja industrialización del campo aumentó su eficacia y las cosechas, sobre todo, de trigo; lo que dio lugar a mayor abundancia de carnes y a la progresiva desaparición de las hambrunas. Esto aumentó la población; y al caudal de mayor población se sumaban los desplazados de las aldeas, donde no era ni tan fácil sobrevivir, ahora que el campo estaba, literalmente, vallado; ni donde tampoco eran necesarias tantas manos, ahora que la industrialización había llegado. De modo que todo esto generó una creciente mano de obra concentrada en la ciudad.

Por otro lado, las privatizaciones no modificaron la composición esencial de la aldea. De una población de unos trescientos habitantes a principios de siglo XVIII, por ejemplo, aproximadamente doscientos eran aldeanos, labriegos y sirvientes, o personas pobres (viudas, huérfanos, etc.). Unos setenta eran granjeros arrendatarios, otros veinte eran pequeños propietarios y sus familias y los diez o doce restantes eran el señor del lugar y el clérigo.

Esta distribución no difiere en mucho de la propia del «capitalismo rural maduro». Hay tres clases: pequeña aristocracia, pequeños productores y pobres que carecen de tierras, con diferencias lo bastante evidentes como para que sea imposible presentar la aldea como una «comuna» o incluso una comunidad altruista.

Lo que se produjo no fue tanto la «privatización» –el método del vallado– sino el establecimiento más visible de un sistema que se había estado desarrollando desde mucho tiempo antes, que había adquirido –y habría de adquirir– muchas otras formas. Los numerosos kilómetros de vallas y muros nuevos, los derechos establecidos ahora en documentos, fueron la declaración formal de dónde residía el poder. El sistema económico del terrateniente, el arrendatario y el labriego, que había estado extendiendo su influencia desde el siglo XVI, se manifestaba ahora mediante un control explícito y afirmativo. Para poder sobrevivir, la comunidad tuvo, pues, que cambiar sus términos. (p. 147)

Estos cambios se reflejaron también en las novelas. Surgió una nueva forma de literatura campestre, «de la cual Cobbet es el precursor» (p. 154): la descripción de la interacción de clases. Se encuentra también en Jane Austen; aunque a menudo la novelista ha sido acusada de obviar la historia (los sucesos históricos, como por ejemplo las guerras napoleónicas), Williams destaca que la preocupación que sienten sus personajes por las propiedades, la posición social o los ingresos son signos inequívocos de su tiempo.

[En La abadía de Northanger, en concreto] Se trata de ese mundo sumamente difícil de describir de la historia social inglesa: una alta sociedad burguesa con poder adquisitivo en el momento de su más evidente interconexión con un capitalismo agrario que a su vez sufre la intermediación de los títulos heredados y de la construcción de los nombres de las familias. En la larga y complicada interacción de los capitales de la tierra y los capitales comerciales, el proceso que observó Cobbet –la llegada de «los nuevos ricos de las colonias, los negreros, los almirantes, los generales» , etcétera– se inserta directamente y hasta se da por sentado. Las confusiones y contradicciones sociales de este complicado proceso son, pues, la verdadera fuente de muchos de los problemas de la conducta humana y de la escala de valores que las acciones personales dramatizan. Una sociedad abiertamente adquisitiva, que está también preocupada por la transmisión de la riqueza, intenta juzgarse simultáneamente mediante un código heredado y mediante la moral del progreso económico. (p. 157)

De la transformación del campo, de su vallado, por un lado, y de su disposición para ser explotado, surge también el jardín inglés: el paisaje organizado para su contemplación; el paisaje producido, en definitiva.

Dejamos aquí la primera entrada y seguiremos en la segunda.

Walkscapes. El andar como práctica estética, Francesco Careri

Walkscapes. El andar como práctica estética (Gustavo Gili, 2021, traducción de Maurici Pla) es una reflexión estética que sólo toca, tangencialmente, a la ciudad. Lo cual es una lástima para el blog, porque se escapa de los propósitos que tratamos, pero no le resta un ápice de interés al libro, publicado en 2002 por el profesor y arquitecto italiano Francesco Careri, miembro también del grupo artístico Stalker, un colectivo de arquitectos, investigadores y artistas relacionados con la Universidad de Roma (donde Careri es profesor).

Walkscapes orbita alrededor de tres momentos álgidos del arte: la transición del dadaísmo al surrealismo (1921-1924), la de la Internacional Letrista a la Internacional Situacionista (1956-1957) y la del minimalismo al land art (1966-1967). Y el punto de partida es que el propio acto de caminar es creativo, revolucionario incluso, y puede redefinir la ciudad.

El 14 de abril de 1921, en París, los dadaístas fijan una cita para recorrer la ciudad. Lo hacen a bombo y platillo y, sin embargo, tal vez por la decadencia del grupo (ya en pugnas internas y plena descomposición), tal vez por la lluvia torrencial, como acción es un fracaso. Pero, según Careri, de algún modo es una evidencia de que el arte tiene que abandonar los salones y se puede dar en la calle, en la ciudad, en el día a día. Es un paso más en la desacralización del arte tras, por ejemplo, la famosa Fuente de Duchamp (la instalación de un urinario como obra de arte en una galería y el cuestionamiento de qué es y qué no es arte).

Ya en 1917, el propio Duchamp había preparado otro «readymade», pero había escogido el edificio Woolworth de Nueva York: la arquitectura, que siempre se había considerado arte. Los dadaístas van un paso más allá: no sólo proponen que las calles de la ciudad sean arte: ni siquiera plantean qué va a ser lo artístico; abren la contemplación de la ciudad, sus calles y su trajín, como una posible fuente del arte. Un lugar a descubrir o, incluso, a intervenir.

Tres años después, en 1924, la siguiente propuesta no consiste en ir a un sitio concreto de la ciudad sino en dejarse llevar por ella; el siguiente paso será la deambulación y cuatro artistas (Louis Aragon, André Breton, Max Morise y Roger Vitrac) cogen el tren hasta Bloise. Al volver, Breton escribirá un texto que luego se convertirá en el Primer Manifiesto Surrealista.

La ciudad de los escenarios de los flujos y de la velocidad futurista fue transformada por Dada en un lugar donde era posible discernir lo banal y lo ridículo, donde era posible desenmascarar la farsa de la ciudad burguesa; en un lugar público donde era posible provocar a la cultura institucional. Los surrealistas abandonaron el nihilismo de Dada y se encaminaron hacia un proyecto positivo. (…)

La ciudad surrealista es un organismo que produce y alberga en su regazo unos territorios que pueden explorarse, unos paisajes por donde uno puede perderse y sentir interminablemente la sensación de lo maravilloso cotidiano. (p. 71)

El siguiente paso lo da la Internacional Letrista en 1950 (que en 1957 se convertirá en la Internacional Situacionista). Si Dada había llevado a cabo una «visita» y los surrealistas, una «deambulación», los situacionistas proponen la «deriva», «una actividad lúdica colectiva que no sólo apunta hacia la definición de las zonas inconscientes de la ciudad, sino que también se propone investigar, apoyándose en el concepto de psicogeografía, los efectos psíquicos que el contexto urbano produce en los individuos» (p. 73). Los situacionistas (letristas aún) rechazaban la distinción entre lo real y lo surreal (o lo real y lo inconsciente) de los surrealistas; «era necesario actuar en vez de soñar».

Andar en grupo dejándose llevar por solicitaciones imprevistas, pasando noches enteras bebiendo de bar en bar, discutiendo y soñando una revolución que parecía a punto de llegar, se convirtió para los letristas en una forma de rechazo del sistema: un modo de apartarse de la vida burguesa y de rechazar las reglas del sistema del arte. La deriva era, en realidad, una acción que difícilmente podía dispendiarse dentro del sistema del arte, puesto que consistía en la construcción de las modalidades de una situación cuyo consumo no dejaba huellas. (p. 75)

«En 1952, un pequeño grupo de jóvenes escritores (…) rompe con el letrismo de Isidore Isou para fundar la Internacional Letrista, para trabajar en la construcción consciente y colectiva de una nueva civilización» (p. 76). La deriva, ahora constituida casi como una teoría antagonista, está en el centro de esa nueva forma de acción. El «errabundeo urbano» se convierte en un nuevo género literario, a medio camino entre la guía turística y el manual de uso, como el Formulario para un nuevo urbanismo (1953, Gilles Ivain) o la Description raisonée de París (Itineraire pour une nouvelle agence de voyages) (1955, Jacques Fillon) y, por supuesto, el Debord de Introduction à une critique de la géographie urbaine (1955) y de la Teoría de la deriva (1956).

La deriva es una operación construida que acepta el azar pero que no se basa en él, puesto que está sometida a ciertas reglas: fija por adelantado, según unas cartografías psicogeográficas, las direcciones de penetración a la unidad ambiental que analizar; la extensión del espacio que indagar puede variar desde la manzana hasta el barrio, e incluso hasta el conjunto de una gran ciudad y de sus periferias; la deriva debe emprenderse en grupos de dos o tres personas unidas por un mismo estado de consciencia, puesto que la confrontación entre las impresiones de los distintos grupos debe permitir llegar a unas conclusiones objetivas; su duración media se fija en un día, aunque puede extenderse hasta semanas e incluso meses… (p. 79)

De la deriva se pasa a las «metagrafías»: collages, en algunos casos sobre un mapa de la ciudad; «los lugares otros están en todas partes, incluso en París, lo exótico está siempre al alcance de la mano, basta con perderse y explorar la propia ciudad». La Guide Psychogéographique de Paris, firmada por Debord, es un mapa plegable que, más que guiar, invita a perderse por la ciudad; una serie de flechas guían al turista por distintas «unidades de ambientación» y lo único que las vincula es la experiencia subjetiva.

De modo similar, en The Naked City: Illustration de l’hypothèse des plaques tournantes en psychogéographie, los barrios flotan en un espacio blanco, como continentes a la deriva, unidos sólo por flechas. Si para los surrealistas la ciudad era un océano, para los situacionistas es un archipiélago cuyo sentido será, sólo, una construcción de la voluntad del paseante.

Los situacionistas sustituyen la ciudad inconsciente y onírica de los surrealistas por una ciudad lúdica y espontánea. Aunque mantienen su tendencia hacia la búsqueda de las partes oscuras de la ciudad, los situacionistas sustituyen el azar de los errabundeos surrealistas por la construcción de unas reglas de juego. Jugar significa en este caso saltarse deliberadamente las reglas e inventar unas reglas propias, liberar la actividad creativa de las construcciones socioculturales, proyectar unas acciones estéticas y revolucionarias dirigidas contra el control social. En la base de las teorías de los situacionistas había una aversión al trabajo y la suposición de una transformación inminente del uso del tiempo en el marco social: con la modificación de los sistemas de producción y el progreso de la automatización, sería posible reducir el tiempo del trabajo en beneficio del tiempo libre. Por tanto, era necesario preservar del poder el uso de este tiempo no productivo que, de otro modo, habría sido encauzado dentro del sistema de consumo capitalista mediante la creación de unas necesidades inducidas. La descripción del proceso de espectacularización del espacio, entonces en marcha, era lo que obligaba a los trabajadores a producir, incluso durante su tiempo libre, consumiendo dentro del sistema sus propias rentas. Si el tiempo de recreo se convertía cada vez más en un tiempo de consumo pasivo, el tiempo libre tenía que estar dedicado al juego, tenía que ser un tiempo no utilitario, sino lúdico. Por ello era urgente preparar una revolución que se basase en el deseo: buscar en lo cotidiano los deseos latentes de la gente, provocarlos, despertarlos y sustituirlos por los deseos impuestos por la cultura dominante. De ese modo, el uso del tiempo y el uso del espacio podrían escapar a las reglas del sistema, y sería posible autoconstruir nuevos espacios de libertad: se podría hacer realidad el eslogan situacionista ‘habitar es estar en casa en todas partes’. Por ello la construcción de situaciones era la manera más directa de hacer surgir en la ciudad unos nuevos comportamientos y, también, de experimentar en la realidad urbana los momentos de lo que habría podido ser la vida en una sociedad más libre. (p. 89)

Que es la base de La sociedad del espectáculo, claro, y que podríamos de algún modo relacionar con los mapas cognitivos alternativos que proponía Jameson al final de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.

El siguiente bloque de Walkscapes se centra en el tercer momento decisivo: la obra de arte A Line Made by Walking, «una línea recta esculpida en el terreno hollando simplemente la hierba» (p. 115), una… ¿escultura?, que con el tiempo, al crecer la hierba, desaparecería. ¿Una acción, por lo tanto, una performance? La discusión alrededor de hecho creó distintos bandos y supuso un replanteamiento tanto de la escultura como del arte; de hecho, Careri lo lleva hasta la importancia del andar como acto creativo, estético, revolucionario incluso. Pero, como hemos comentado, esa discusión, enormemente compleja, rebasa los propósitos del blog.

Ciudades y edificios, Steen Eiler Rasmussen

Steen Eiler Rasmussen (1898-1990) fue un arquitecto y planificador urbano danés. Entre otras, fue amigo de Karen Blixen (que firmó sus escritos con el pseudónimo Isak Dinesen, por ejemplo Memorias de África o la muy recomendable El festín de Babette) y fue escritor, poeta y participó en el desarrollo urbano de Copenhague. En 1949 publicó este Ciudades y edificios. Descritos con dibujos y palabras (Editorial Reverté, 2014, traducción de Muriel de Gracia Wittenberg) donde recorre la planificación urbana a lo largo de la historia y donde acompaña cada sección con unos preciosos dibujos y esbozos mano alzada que ayudan a comprender la distribución y evolución de las ciudades.

Ciudades y edificios es de esos libros que comprenden las ciudades como un proceso histórico, orgánico y complejo, una especie de ballet entre las sociedades y culturas que han habitado un espacio y las decisiones que han tomado en función de sus valores. Y es, también, un libro de gran belleza.

Pekín era una ciudad de un millón de habitantes, pero muy diferente de nuestra idea de metrópolis. Durante kilómetros y kilómetros, los barrios residenciales consistían en casas grises de una planta situadas a lo largo de calles estrechas y polvorientas, detrás de muros por encima de los cuales se alzaban las verdes copas de los árboles. Era como un pueblo, pero fuera de toda proporción (cinco kilómetros en una dirección y ocho en la otra). Sin embargo, junto a esta apariencia de pueblo de los distritos residenciales, había una grandeza en el trazado de toda la ciudad que no se encuentra en ninguna capital europea. Siguiendo un principio claro, unas calles rectas, más anchas que los bulevares de París, recorrían toda la ciudad. (p. 37)

En el interior está la Ciudad Prohibida, aunque ése es el nombre que le pondrán los europeos: el nombre chino era Ciudad Púrpura, y «reluce con muros enyesados en rojo, carpinterías multicolores y cubiertas de tejas vidriadas de color ocre» (p. 39). Las calles están repletas de árboles y de pequeños comerciantes que cargan con sus artículos y se anuncian con «algún pequeño instrumento, como un diapasón largo, pequeñas bolas de latón que se hacen sonar chocando unas contra otras como las castañuelas, y pequeñas flautas; todos ellos emiten sonidos delicados que se oyen detrás de los muros como débiles notas que anuncian al oyente quién es el que está pasando» (p. 43).

Capítulo a capítulo, Rasmussen va siguiendo los hitos principales en la historia urbana: la planta rectilínea de los campamentos y colonias romanas; las ciudades del Renacimiento, con la importancia del descubrimiento de la perspectiva, que eran proyectadas. Roma, el París medieval, la villa italiana, Dinamarca.

Hasta llegar al capítulo X, «Historia de dos ciudades». Las dos ciudades son nada más y nada menos que Londres y París, y su distinta historia y planificación le sirve a Rasmussen para tratar dos urbanismo completamente distintos.

Por lo general, las ciudades de Inglaterra (pero no de Escocia, que en este sentido es muy similar a la Europa continental) y de los Estados Unidos son de tipo disperso. La mayoría de las ciudades de la Europa continental (aunque no todas ellas) son ciudades concentradas. (p. 139)

Rasmussen atribuye esto, entre otros factores, al hecho de que Inglaterra es una isla y no ha sido invadido desde 1066, por lo que las ciudades nunca han necesitado estar rodeadas de murallas. París, en cambio, se ha expandido «disponiendo un anillo tras otro y desplazando la línea de defensa cada vez más lejos». Al crecer París, la gente se apiñaba; al crecer Londres, en cambio, engullía las aldeas cercanas. Se le dedica un capítulo entero a Haussmann y los cambios que llevó a cabo en París, que no reseñamos puesto que lo hicimos hace nada a propósito de París, capital de la modernidad de Harvey (aunque Rasmussen se centra menos en la política y más en las calles que fueron derribadas y los bulevares que desventraron la ciudad).

El libro acaba, teniendo en cuenta el año de su publicación, con una nota de esperanza hacia el funcionalismo.

Los arquitectos góticos habían admirado lo que se elevaba hacia el cielo; sus edificios parecían desafiar la ley de la gravedad; eran unos maestros de la construcción elegante y audaz, y sus obras maestras eran las grandes catedrales. Dentro de esas catedrales había bosques entero de pilares muy esbeltos que se elevaban hasta alturas sobrecogedoras, donde se doblaban unos hacia otros como las ramas de los árboles. El exterior era un inmenso entramado de contrafuertes y arcos que sostenían las estructuras tan sólo en los puntos donde su delgado caparazón corría peligro de reventar. La catedral gótica era como un esqueleto magníficamente preparado del que se hubiese eliminado todo resto de músculo y piel. Y esta apariencia esquelética quedaba realzada por el hecho de que todos los contrafuertes se iban adelgazando hacia arriba hasta ser finas agujas bordadas con tracería a modo de encaje. Los constructores medievales habían experimentado un placer ingenuo al hacer que esos milagros arquitectónicos se mantuviesen en pie, y los miles de detalles les habían llenado de gozo. Y entonces llegó el Renacimiento y consideró su trabajo como algo primitivo, lo encontró ‘gótico’, un estilo para esos godos civilizados sólo a medias, que –comparados con los griegos y romanos de la Antigüedad– carecían de la cultura necesaria para apreciar la forma, por sí sola, independiente de la construcción y de todos esos detalles que nos distraen. (p. 219-20)

Estas dos concepciones entraron en conflicto con Bernini y, a partir de ahí, Rasmussen nos lleva a un viaje por los cambios en la moda y el ropaje: del esplendor victoriano, incluso para las (pocas) mujeres que practicaban deporte (y que lo hacían con ropajes recatados y, por lo tanto, completamente imprácticos) a las ropas de mediados del siglo pasado, ajustadas y ergonómicas. La técnica fue evolucionando y, con ella, el ropaje, las ciudades, las viviendas.

Y de ahí, Rasmussen da el salto a las formas limpias, puras y ergonómicas de un visionario: Le Corbusier. Rasmussen es un gran admirador del arquitecto suizo. Y lo comprendemos, porque se trata del año 1949 y la idea de la unidad habitacional, incluso la «máquina de habitar», está aún por desarrollar. Están por llegar las formas de hormigón; y el concepto tras La carta de Atenas es bueno: aire puro y vegetación para todos, edificios y parques entre ellos que los permitan. El sueño de Le Corbusier aún no se ha convertido en la pesadilla de las ciudades satélite, los banlieues, los extrarradios y las autopistas; ni en el gran enemigo a batir por Jacobs.

Pero Rasmussen es consciente de que, como siempre con la historia de las dos ciudades, hay otra corriente, en este caso inglesa: la ciudad jardín de Howard. Que, a estas alturas, aún no se ha convertido, tampoco, en la pesadilla de suburbia y Levittown.

En realidad, es una ironía del destino que las ideas propuestas por Ebenezer Howard –un hombre que creía en la libertad y en la individualidad– se hayan estandarizado hasta formar un sistema utilizado pro los urbanistas ingleses, a tiempo y a destiempo. La situación de posguerra ha dificultado que Inglaterra cumpla con las promesas de futuro hechas durante la guerra. Tan pronto como se suavizó la presión de la guerra, las antiguas barreras sociales volvieron a levantarse y el deseo de vivir en pequeñas comunidades sin clases sociales disminuyó de manera alarmante. Y así, mientras que los urbanistas ingleses consideran que su meta es crear pequeñas comunidades donde las personas puedan vivir en estrecho contacto con la tierra y donde los niños puedan beneficiarse de los placeres del jardín, de la pequeña escuela y del campo de juegos, Le Corbusier está construyendo su comunidad ideal en Marsella: toda una ciudad de 2.000 habitantes alojados en un único edificio levantado sobre soportes vistos. Va a ser un rascacielos con vistas panorámicas desde todas las ventanas, en el que los residentes podrán cenar en un restaurante colectivo y hacer sus compras en las tiendas que bordearán la ‘calle comercial’ que estará dentro del edificio, a medio camino entre el cielo y la tierra. Los 2.000 habitantes vivirán a ambos lados de unos corredores que conducirán hasta los ascensores, que rápidamente los llevarán hacia arriba, a los jardines de la cubierta, o hacia abajo, a los coches estacionados en el aparcamiento situado bajo el edificio. Todo se ha pensado para ellos, en el aspecto artístico y el técnico, excepto cómo los niños se criarán en semejante entorno.

En la ciudad jardín inglesa y en el rascacielos de Le Corbusier tenemos una nueva versión de la Historia de dos ciudades. (p. 235)

Fragmentos de antropología anarquista, David Graeber

Si Post Babilonia, de Miquel Amorós, nos acabó pareciendo un panfleto (en su sentido más respetuoso) contra el Estado, la organización capitalista y la mercantilización, en general, este maravilloso Fragmentos de antropología anarquista, de David Graeber (Virus editorial, marzo de 2019, traducción de Ámbar Sewell; parece que el texto original se publicó en 2004 en la Universidad de Chicago) se convierte en todo lo contrario: una serie de reflexiones, respetuosas y bien hiladas, sobre qué es el anarquismo, en qué puntos de la ideología imperante hoy se podría aplicar y, sobre todo, y un punto que también nos interesa en extremo, por qué los antropólogos forman parte de la disciplina mejor preparada para ofrecerle su apoyo.

David Graeber fue antropólogo y activista. Alcanzó gran notoriedad, además de por sus publicaciones, por ser despedido de Yale en 2005 (mejor dicho: no le renovaron el contrato, pero todo fue bastante turbio y parece apuntar al hecho de que Graeber apoyaba al sindicato de estudiantes de postgrado de la universidad) y fue uno de los impulsores del movimiento Occupy Wall Street. El gran mérito de este ensayo, nos parece, es que aborda sin complejos la perspectiva anarquista para alguien que no la conoce y le explica sus principales puntos, así como trata de derribar los mitos comunes a los que se enfrenta una corriente de pensamiento, en general, bastante denostada.

La introducción «¿Por qué hay tan pocos anarquistas en la academia?» trata un tema algo evidente: si hay tantos sociólogos, antropólogos, filósofos e investigadores de ciencias sociales marxistas, ¿cómo es que hay tan pocos anarquistas? En parte, la respuesta recorre la distinta concepción de las ideología que tienen uno y otro. El marxismo responde a la obra de Marx; y de ahí surgen concepciones distintas en función de las aportaciones de uno u otro autor. «Las escuelas marxistas poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, althusserianos… (Nótese que la lista está enca­bezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta llegar a los profesores franceses). (…) Las ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones interminables y de discusiones en las que par­ticipan cientos de personas, sino como el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer.» (p. 15)

En cambio, las escuelas anarquistas (anarcosindicalista, anarcocomunista, insurreccionalista, cooperativista…) no le deben el nombre a una persona, sino al tipo de práctica («o, más a menudo, a un principio organizacional») que las define.

Así los anarquistas consideran que cuestiones como «¿son los campesinos una clase potencial­mente revolucionaria?» es algo que deben decidir los propios campesinos. ¿Cuál es la naturaleza de la forma mercancía? En lugar de ello, discuten sobre cuál es la forma verdadera­ mente democrática de organizar una asamblea y en qué mo­mento la organización deja de ser enriquecedora y coarta la libertad individual. (p. 16)

Ésa es parte de la respuesta: el anarquismo no sólo no tiene una teoría elevada sobre la que disertar y escribir libros: el anarquismo se practica; «insiste, antes que nada, en que los medios deben ser acordes con los fines; no puede generarse libertad a través de medios autoritarios. De hecho, y en la medida de lo posible, uno debe anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y compañeros.» (p. 17)

Contra la política (un pequeño manifiesto)

La noción de «política» presupone un Estado o aparato de gobierno que impone su voluntad a los demás. La «políti­ca» es la negación de lo político; la política está al servicio de alguna forma de élite, que afirma conocer mejor que los demás como deben manejarse los asuntos públicos. La participación en los debates políticos lo único que puede conseguir es reducir el daño causado, dado que la política es contraria a la idea de que la gente administre sus pro­pios asuntos.

Así que, en este caso, la pregunta es la siguiente: ¿qué tipo de teoría social puede ser realmente de interés para quienes intentamos crear un mundo en el cual la gente sea libre para administrar sus propios asuntos? (p. 21)

El libro está lleno de estos pequeños manifiestos que, más que manifiestos en sí, se convierten en pequeñas píldoras que plantean la postura anarquista y contribuyen, cuanto menos, a hacernos reflexionar sobre nuestra propia postura.

Y la segunda propuesta de Graeber (tras otro manifiesto, en este caso contra el antiutopismo) es la idea de que deba haber una vanguardia que allane el camino a la sociedad para llegar a determinado punto. «El rol de los intelectuales no es, definitivamente, el de formar una élite que pueda desarrollar los análisis estratégicos adecuados y dirigir luego a las masas para que los sigan.» (p. 23) Ahí es donde entra la antropología, y lo hace por dos motivos: el primero, porque la mayoría de comunidades «basadas en el autogobierno y en economías fuera del mercado capitalista que existen en la actualidad» han sido estudiadas por antropólogos; y el segundo, porque el papel de la etnografía no es otro que el de observar «tratando de extraer la lógica simbólica, moral o pragmática que subyace en sus ac­ciones, se intenta encontrar el sentido de los hábitos y de las acciones de un grupo, un sentido del que el propio grupo mu­chas veces no es completamente consciente». Ése puede ser el papel de la antropología en el camino hacia el anarquismo y el motivo por el cual el libro se titula «Fragmentos de una antropología anarquista».

El segundo bloque, «Graves, Brown, Mauss, Sorel», recorre brevemente algunas figuras importantes que se han interesado por el anarquismo (el Robert Graves de La diosa blanca, Al Brown, admirador de Kropotkin y que acabó cambiando su nombre por el mucho más conocido de A. R. Radcliffe-Brown; y Marcel Mauss, al que dedica el principio del tercer bloque, «La antropología anarquista que ya casi existe».

Al final, sin embargo, Marcel Mauss ha ejercido probable­mente más influencia sobre los anarquistas que todos los de­más combinados. Y esto se debe a su interés por las formas de moral alternativas, que permitieron empezar a pensar que si las sociedades sin Estado y sin mercado eran como eran se debía a que ellas deseaban activamente vivir así. Lo que para nosotros equivaldría a decir: porque eran anarquistas. Los fragmentos que existen hoy de una antropología anarquista derivan en su mayoría de Mauss.

Antes de Mauss se asumía de forma universal que las economías sin dinero o sin mercado operaban por medio del trueque; intentaban emular el comportamiento del mercado (adquirir bienes y servicios útiles al menor coste posible, hacerse ricos si era posible…), pero todavía no habían desarro­llado fórmulas sofisticadas para lograrlo. Mauss demostró que en realidad se trataba de «economías basadas en el don». No se basaban en el cálculo, sino en el rechazo del cálculo; estaban fundamentadas en un sistema ético que rechazaba conscientemente la mayoría de lo que llamaríamos los princi­pios básicos de la economía. No era cuestión de que todavía no hubieran aprendido a buscar el beneficio a partir de me­dios más eficientes, en realidad habrían considerado que ba­sar una transacción económica, por lo menos las que se reali­zaban con aquellos a quienes no se tenía por enemigos, en la búsqueda de beneficios era algo profundamente ofensivo. (p. 40)

Esta visión entronca con la teoría de Pierre Clastres, un anarquista francés que luchó contra la concepción de que el Estado es la forma «evolucionada» de otras formas de organización. Tal vez no es que haya comunidades o sociedades que aún no hayan sido capaces de comprender la existencia de un Estado, sino que puede que, simplemente, hayan rechazado la noción de que un grupo minoritario controle a la mayoría con la amenaza de la fuerza como arma de disuasión.

Eso no supone que fuesen comunidades perfectas, argumenta Graeber, de hecho reconociendo algunas de las críticas que recibió Clastres, que argumentaban que cómo iba una sociedad que desconocía la violencia institucional a rechazar ese concepto. Pero en algunas de esas mismas tribus, señala Graeber, se recurre a una violación grupal ritualizada para castigar a las mujeres que transgreden los roles de género. Es decir: la tribu, como tal, conoce la violencia institucionalizada (porque la aplican los hombres sobre las mujeres), por lo que de ahí podría surgir su rechazo: no querer que se les aplique algo que conocen, porque ellos mismos lo aplican a su vez sobre algunos miembros de la tribu.

Por supuesto, todas las sociedades están, hasta cierto pun­to, en guerra consigo mismas. Siempre existen enfrentamien­tos entre intereses, facciones o clases, y también es cierto que los sistemas sociales se basan siempre en una búsqueda de diferentes formas de valor que empuja a la gente en diferen­tes direcciones. En las sociedades igualitarias, que suelen po­ner un gran énfasis en la creación y el mantenimiento del consenso comunal, esto provoca a menudo un tipo de res­puesta elaborada equitativamente en forma de un mundo nocturno habitado por espectros, monstruos, brujas y otras criaturas terroríficas. Y, en consecuencia, son las sociedades más pacíficas las que, en sus construcciones imaginarias del cosmos, se hallan más acosadas por espectros en guerra per­petua. Los mundos invisibles que las rodean son, literalmen­te, campos de batalla. Es como si la labor incansable de lo­grar el consenso ocultara una violencia intrínseca constante, o quizá sería más apropiado decir que en la práctica es el proceso mediante el cual se calibra y se contiene esa violen­cia intrínseca. Y ésta es precisamente la principal fuente de creatividad social, con todas sus contradicciones morales. Por lo tanto, la realidad política última no la constituyen es­tos principios en conflicto ni estos impulsos contradictorios, sino el proceso regulador que media en ellos. (p. 45)

El siguiente bloque, «Derribando muros», intenta construir (o, al menos, imaginar) un cuerpo de teoría anarquista. La primera observación presenta los argumentos en contra que daría cualquier persona al plantearle el concepto y que se pueden resumir en: los únicos ejemplos de sociedades anarquistas son unos cuantos salvajes primitivos así que, por favor, muéstrame una sociedad compleja anarquista que haya funcionado. Y por «sociedad compleja» se están refiriendo, claro, a un Estado. Es decir: muéstrame un Estado anarquista, lo cual, lógicamente, es una imposibilidad y no existe.

Como nadie va a dar un ejemplo de un Estado anarquista, lo cual sería una contradicción terminológica, en realidad lo que se nos pide es un ejemplo de un Estado-nación moderno al que de algún modo se le haya extirpado el Gobierno. Por poner un ejemplo al azar, como si el Gobierno de Canadá hubiera sido derroca­do o abolido y no reemplazado por ningún otro, y en su lugar los ciudadanos canadienses se empezaran a organizar en co­lectividades libertarias. Obviamente, jamás se permitiría algo así. En el pasado, siempre que ocurrió algo similar —la Co­muna de París y la guerra civil española son ejemplos excelen­tes— todos los políticos de los Estados vecinos se apresura­ron a dejar sus diferencias aparte hasta lograr detener y acabar con todos los responsables de dicha situación. (p. 65)

Graeber explica que la toma de poder anarquista, si se da, no será jamás como la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno, es decir: la sustitución de una forma de poder por otra, sino la aparición, gradual y sopesada, de alternativas colaborativas y nuevas formas de organización distintas al poder en curso, lo que nos lleva a las palabras de Raquel Rolnik cuando hablaba de propuestas «prototípicas»: que van a tener que buscar nuevas formas, porque ya se han dado cuenta de que las existentes no funcionan.

No existen «sociedades primitivas», recuerda Graeber, y ésa es una lección antropológica básica: «no tiene sentido hablar de sistemas sociales más o menos desarrollados», porque todos ellos tienen sentido en sí mismos. De ahí entronca con la concepción de que nuestra modernidad nace de dos Revoluciones distintas: la francesa y la industrial. La francesa nos trajo la democracia y el poder del pueblo mientras que la industrial nos trajo el capitalismo y la existencia de la mercancía. La ruptura epistemológica de la que hablaba Kuhn se refería a cambios en el conocimiento, como el paso del universo newtoniano al einsteniano, que tiene necesariamente que modificar la concepción (científica) del mundo. Pero el cambio social, o el tecnológico, no funcionan así, como nos recordaba David Harvey hace nada en la introducción a París, capital de la modernidad al decir que la modernidad ya estaba ahí y, una vez llegó, y sí, trajo una enormidad de cambios, era posible hallar sus raíces tiempo atrás. Todos los cambios están presentes en su fase embrionario; y cuando alguno da el salto y estalla eso no significa que lo haga ex nihilo, sino que tiene, también, sus antecedentes.

Una revolución a escala mundial llevará mucho tiempo, pero podemos estar de acuerdo en que ya está empezando a ocurrir. La forma más sencilla de cambiar nuestra perspectiva es dejando de pensar en la revolución como si de una cosa se tratara —«la» re­volución, la gran ruptura radical— y empezar a pre­guntarnos: «¿qué es una acción revolucionaria?». Po­demos proponer que una acción revolucionaria es cualquier acción colectiva que rechace, y por tanto confronte, cualquier forma de poder o dominación y al hacerlo reconstituya las relaciones sociales bajo esa nueva perspectiva, incluso dentro de la colectividad. (p. 72)

Graeber sigue cargando contra mitos. El siguiente es el de la especificidad de Occidente: ¿cuál fue el momento decisivo en la historia que convirtió al continente europeo, y una parte del norteamericano, en la cúspide de la civilización y le ha permitido conquistar una gran parte del mundo en los siglos que van del 1500 al 1900? Los historiadores han dado multitud de respuesta: la tecnología, la capacidad militar, el individualismo… Graeber da otra, que también algunos teóricos están ya empezando a dar: ninguna. Europa en 1400 estaba a la cabeza en algunas cosas (técnicas navales o banca, por ejemplo) pero muy atrasada en otras (astronomía, jurisprudencia, técnicas de guerra terrestres) en relación al resto de potencias. Sin embargo, Europa occidental tenía la zona idónea para poder navegar hacia el Nuevo Mundo, por lo que tuvo facilidad para hacerlo y, una vez allí, encontrar a tribus que vivían en la era de piedra y fueron fáciles de someter, además de un territorio nuevo muy rico en materias primeras. Con esos enormes excedentes de materias primeras y de tierras, Europa pudo exportar su excedente de población y colonizar ese nuevo continente, lo que le permitió, también, saquear primero Asia y luego África.

No hubo un mayor desarrollo, no hubo especificidades históricas concretas. Simplemente, se dio así, y eso no convierte al punto de vista occidental, al mercado o incluso a nuestra forma de democracia ni en la sociedad más avanzada ni mucho menos en la mejor. De hecho, otras sociedades, en otros momentos de la historia, estaban en la misma disposición que Europa occidental para conquistar el mundo (la dinastía Ming del siglo XV, por ejemplo) pero no lo hicieron; «no por una cuestión de escrúpulos, sino porque, para empezar, jamás se les hubiera ocurrido actuar de ese modo» (p. 78).

En el fondo, y aunque parezca extraño, todo es cuestión de cómo se defina el capitalismo. Casi todos los autores citados anteriormente tienden a considerar el capitalismo como otro logro más reivindicado por los occidentales, y por consiguiente, lo definen (igual que los capitalistas) como una cuestión de comercio y de instrumentos financieros. Pero esa voluntad de si­tuar el beneficio por encima de cualquier otra preocu­pación humana, que condujo a los europeos a despo­blar regiones enteras del mundo con el objeto de acumular la máxima cantidad de plata o de azúcar en el mercado, era ciertamente otra cosa. Creo que se me­ rece un nombre propio. Por esta razón considero que es preferible continuar definiendo el capitalismo como reclaman sus opositores, como un sistema fundado en la conexión entre el régimen salarial y el principio eterno de búsqueda del propio beneficio. Esto nos per­mite argumentar que fue en su origen una extraña per­versión de la lógica comercial normal que se desarrolló en un rincón del mundo, previamente bastante bárba­ro, y que impulsó a sus habitantes a comportarse de una forma que en otras circunstancias se hubiera con­siderado atroz. (p. 78)

El último bloque plantea reflexiones similares sobre ciertos temas. El primero el Estado, claro, que se presenta como la culminación social cuando tiene mucho de imposición violenta; las últimas agresiones a la democracia, con las fake news, el enorme poder de ciertos medios de comunicación, siempre en manos de la clase dominante, o incluso el uso en ciertos países, como en España, del aparato estatal para someter y vilipendiar a partidos de izquierdas y conseguir que no alcancen el poder o que cuando lo hagan sea de forma minoritaria, así como la constante sumisión política, de todos los espectros, a los desmanes del capital (mercantilizaciones de ciudad, vivienda, sanidad, educación, etc. mediante) son sólo una breve lista de los muchos ejemplos que podrían evidenciar, no el fallo del Estado en sí, pero sí el fallo que yace en su concepción y forma actuales.

Al capitalismo, por supuesto.

Lamento tener que decir esto, pero la interminable campaña para naturalizar el capitalismo reduciéndolo a una simple cuestión de cálculo comercial, lo que se­ ría equivalente a afirmar que se remonta a la antigua Sumeria, clama al cielo. Al menos necesitamos una teoría adecuada de la historia del trabajo asalariado, y de otras relaciones similares, ya que, después de todo, es al trabajo asalariado, y no a la compra y venta de mercancías, a lo que dedica la jornada la mayoría de humanos y lo que los hace sentirse tan miserables. (p. 109)

O contra la democracia, también, mentada siempre como la mejor forma de gobierno posible, la que obtiene el mejor consenso. También eso se basa en un mito: ¿acaso antes de Grecia no se alcanzaban consensos? Grecia, una sociedad clasista y competitiva, introdujo la democracia no como una forma de consenso, sino como una forma de derrota de la minoría. Graeber propone una multitud de ejemplos de tribus y sociedades donde no existe nada tan absurdo como la democracia, sino que se da la búsqueda del consenso. Alzar la mano y evidenciar que tu voto está en el bando perdedor es una forma de derrota; el propio voto, público y a mano alzada, es una forma de disensión, de crear bandos. Lo cual, en una comunidad, no es en absoluto la mejor forma de gobernar. Muchos otros sistemas buscan activamente el consenso: puesto que es una sociedad lo bastante pequeña para que todos los miembros se conozcan (como lo era Atenas, por supuesto), todos saben por dónde van los tiros, por lo que lo complicado (y lo ideal) es tender puentes y estrechar lazos hasta conseguir un consenso; idealmente, un consenso total.

«Si no existe ningún mecanismo capaz de imponer a una minoría la decisión de la mayoría, entonces recurrir a una votación es absurdo, porque sería hacer pública la derrota de dicha minoría». (p. 135) La democracia se basa, pues, en la existencia de ese aparato coercitivo. No es casualidad, pues, que se hable de democracia (kratos: fuerza, incluso violencio) y no de demorquía o demoarquía. «Kratos, no archos.» (p. 137)

El siguiente es el poder en sí. El poder como violencia y cómo, en general, su sola amenaza basta. Graeber comenta lo habitual que es ver a una persona pidiendo a las puertas de un lugar donde hay comida en exceso, como un supermercado. No en todos ellos hay una fuerzas de seguridad en la puerta, dispuestas a usar la violencia si esa persona (o nosotros mismos) accedemos para coger comida y dársela a los hambrientos sin haber pagado. A menudo, la sola existencia de esa estructura es suficiente amenaza para detenernos, aunque ninguna fuerza física presente pueda hacerlo.

Por ejemplo, los habitantes de la comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca, tenían un ritual navideño que consistía en disfrazarse de papánoeles, coger juguetes de los grandes almace­nes y distribuirlos entre los niños en la calle, en parte para ofrecer el edificante espectáculo de la policía aporreando a los papánoeles y quitándoles los jugue­tes de las manos a los niños que se han puesto a llorar. (p. 111)

Lo cual, claro, además de una imagen divertida, entronca con la idea de que no hay que esperar una revolución sino actuar como uno quiera para que se refleje en el mundo. Y es natural aquí insertar quejas que tienen sentido, del tipo: «si todos hiciésemos lo mismo…». Si todos hiciésemos lo mismo, ¿qué? En gran medida, la virtud del libro de Graeber es esa: que, en vez de dejar la pregunta en el aire, como una sutil amenaza a no tocar el statu quo, propone indagar en la respuesta. Si todos hiciésemos lo mismo, ¿qué?

El último bloque lo dedica Graeber a una cuestión más que interesante: la del papel de los antropólogos en todo esto.

Muchos antropólo­gos escriben como si su trabajo tuviera una relevancia política clara, en un tono que da a entender que consideran lo que hacen algo bastante radical y, desde luego, de izquierdas. ¿Pero en qué consiste realmente esta política? Cada día que pasa resulta más difícil saberlo. ¿Suelen los antropólogos ser anticapitalistas? La verdad es que no resulta fácil encontrar a alguno que hable bien del capitalismo. Muchos describen la época en la que vivimos como la del «capitalismo tardío», como si solo con declarar que el capitalismo está cercano a su fin pudieran acelerar el mismo. Sin embargo, resulta difícil dar con algún antropólogo que haya propuesto recientemente alguna alternativa al capitalismo. ¿Son por lo tanto liberales? (…) Al menos no nos posicionamos, en un momento dado, junto a las élites o junto a quien las apoya. Estamos con la gente humilde. Pero dado que en la práctica la mayoría de los antropólogos traba­jamos en las universidades (que son cada día más globales), o bien en consultorías de marketing o en la ONU, ocupando puestos dentro del aparato de gobierno global, quizá todo se reduzca a una declaración fiel y ritualizada de nuestra des­lealtad hacia la élite global de la cual formamos parte como académicos (a pesar de nuestra marginalidad).

(…) El antropólogo debe demostrar constantemen­te que sea cual sea el mecanismo a través del cual se intenta engañar, homogeneizar o manipular a un grupo (la publici­dad, los culebrones, las formas de disciplina laboral o los sis­temas legales impuestos por el Estado), nunca se consigue. De hecho, la gente se apropia de y reinventa creativamente todo aquello que le llega desde arriba y lo hace por medios que ni sus autores podrían siquiera imaginar.

Pensar cómo sería vivir en un mundo en el que la gente tuviera realmente el poder de decidir por sí misma, indivi­dual y colectivamente, a qué tipo de comunidades pertenecer y qué tipo de identidades adoptar, es una tarea verdadera­mente difícil. Y hacer posible ese mundo, algo todavía más difícil. Significaría cambiarlo casi todo y tener que enfrentar­se a la oposición persistente, y en última instancia violenta, de quienes se están beneficiando del estado actual de cosas. (p. 149-154)

Post Babilonia, Miquel Amorós

Llegamos a este Post Babilonia. La condición metropolitana contra el derecho al territorio, de Miquel Amorós, siguiendo las recomendaciones de la biblioteca y sin tener una idea clara de qué esperar. La introducción recorre brevemente los efectos de la producción capitalista sobre las ciudades y las personas. El primer capítulo, «Post Babilonia. La neometrópolis desperdigada», ya entra en cuestión. «La Revolución Industrial acarreó el dominio de la alta burguesía manufacturera y convirtió a las ciudades en lugares de acumulación de capitales, centrados en la producción masiva, el gran comercio, las finanzas y el trabajo asalariado.» (p. 15). Esto dio lugar a la metrópolis. «El nuevo espécimen no conservaba nada de la ciudad original, solo era un sucedáneo. Estaba condicionado más por el flujo de capitales y el tránsito de mercancías y personas que por la propiedad o la producción.» (p. 17) Algo que, apuntamos, sucedía también en la Edad Media: las ciudades estaban concebidas como lugares de encuentro y de mercados; su calle principal era, también, la principal vía de paso, y en ella se levantaban los mercados; y su centro era, también, el lugar simbólico del poder del momento: la iglesia, el castillo. En eso, las ciudades no han cambiado, sólo que ahora los poderes son otros y el capital tiene mucha mayor envergadura.

Pero aún hubo otro paso. «Con la mundialización de los mercados y el retroceso del intervencionismo estatal, emergió un nuevo prototipo de ocupación basado en la fusión de lo urbano y lo suburbano, o dicho de otra manera, en la confusión de las aglomeraciones con el entorno mercantilizado.» (p. 20) Este «nuevo orden urbano nacido de la dilatación continua de las coronas externas y la extensión constante de las ramificaciones radiales, fruto de la convergencia con la crisis metropolitana, el capital especulativo, la ideología posmoderna y la partitocracia» (p. 21) se caracteriza por las siguientes características:

  • Ausencia de límites; y disolución del adentro y el afuera, algo lógico, teniendo en cuenta que dicha separación dejó de ser evidente cuando las ciudades medievales perdieron las murallas y se volvió mucho más difusa cuando la industria abandonó el centro de la ciudad y se trasladó, primero a las afueras, luego a otros países.
  • Desaparición del centro.
  • Aumento exponencial de la movilidad.
  • Polarización social extrema.
  • Digitalización generalizada (y, por lo tanto, artificialización) de la vida.

Los Estados pasan de ser garantes de los derechos de los ciudadanos a ser entes empresariales que tratan de configurar centros urbanos atractivos para las empresas y las clases altas (turistificación, museificación, gentrificación).

Y hasta ahí estamos de acuerdo; al menos, en la enumeración de los síntomas que asolan a las ciudades. Luego ya se habla de las personas, que se han vuelto narcisistas y exhibicionistas; de la pérdida de los modales o el civismo y de la desolación abominable que azota a la sociedad. Algo que, en definitiva, ya decía Sócrates quejándose de los jóvenes de su era.

El segundo capítulo nos da algunas pistas más:

Desde hace algún tiempo, el debate sobre la expansión de las metrópolis y los males que ocasiona redunda en la conclusión de los antiguos críticos de las ciudades industriales, a saber, que el aire de la ciudad enferma. Sin embargo, nos permitimos objetar que a la metrópolis posmoderna no se la puede de ninguna manera llamar ciudad, pues se trata del hogar de la depredación financiera, un lugar estéril e insalubre, embrutecedor y superpoblado, desvinculado tanto de la historia de los trabajadores que la conformaron en parte, como del estilo de vida urbana de la burguesía originaria. Pero una enorme aglomeración amorfa disfuncional, sin objetivos «cívicos» ni más fin que el de concentrar poder comporta la destrucción de los valores libertarios atribuibles a los proyectos colectivos de convivencia, y, por consiguiente, la pérdida total de la condición ciudadana. (p. 30)

Amorós cae en lo que Jane Jacobs denominó, en clara referencia a Mumford, pero aludiendo también a Ebenezer Howard, los hombres que «odian las ciudades». Lo cual, en sí, no es un problema: pero que no traten de modificarlas y convertirlas en pueblos, porque son hechos distintos y caen en sacos distintos. Es evidente, y probablemente sea el tema central de las entradas de este blog, que la ciudad actual ha sido mercantilizada hasta extremos impensables hace cincuenta años; ello no es óbice para que, a día de hoy, sea también el lugar de residencia de más de la mitad de la humanidad y se dé en ella todo lo bueno, y todo lo malo, de la que ésta es capaz. Puesto que la concentración de personas es mayor, probablemente lo malo abunde más, hasta alcanzar una masa crítica; y las redes vecinales, tan potentes en los pueblos, son mucho más frágiles, algo que unos deploran mientras que otros celebran (pensemos por ejemplo en los barrios de diversidad sexual, como los llamaba Ignacio Elpidio Domínguez en Cuando muera Chueca, que tradicionalmente han sido denominados barrios gay; y que sólo podían existir en las grandes ciudades, dada la efervescencia y anonimato de las mismas).

Denunciar todos estos hechos no sólo es válido sino moralmente loable; cuando la crítica es genérica contra el mundo, el Estado, el capitalismo y, en definitiva, todo, dicha crítica pierde cierto sentido.

El turista de hoy no visita Mallorca para observar las costumbres del pueblo mallorquín, minoritario y extraño en su tierra, para contemplar sus edificios históricos o para descubrir su paisaje, incapaz de apreciarlo. Es vomitado a carretadas para cortas estancias en el aeropuerto de Son Sant Joan y dirigido hacia la costa, donde encontrará un espacio a medida, desolado y completamente mercantilizado… (p. 68)

Y es cierto; todo lo anterior es cierto, como leíamos, por ejemplo, en La ciudad negocio, de China Cabrerizo. Pero luego:

El turista no desea contemplar otra cosa que a sí mismo, pro eso lleva con él su propio mundo. El turista de hoy no tiene nada que ver con el viajero romántico del siglo XIX o con el intelectual hastiado de metrópolis del siglo XX. (p. 68)

Y ahí es donde la crítica se pierde. Porque en el siglo XIX no había turistas: había una clase ociosa acomodada que podía permitirse viajar, algo completamente vedado al resto de las personas. En el siglo XIX, en este blog jamás hubiésemos viajado; y tampoco la mayoría de sus lectores. La popularización de los viajes y al abaratamiento de los costes conlleva, sí, la mercantilización de los mismos, con la lógica explotación capitalista y de los espacios de los que hemos leído tanto en Harvey como en Davis como en el propio Cabrerizo que citábamos. Y la crítica de este hecho es válida y muy necesaria. La antología de Amorós, sin embargo, al menos en esta selección, se quedo en eso, una crítica furiosa y muy generalizada que no es capaz de concretar ni de proponer alternativas válidas (algo que tal vez haya hecho en otros de sus escritos pero cuya ausencia, si acaso, resta a este conjunto).

París, capital de la modernidad; David Harvey

En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Hausmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrábamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Mausset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubet y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, mucha de las cuales dieron paso a la maquinaria y la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.

Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente. (p. 7)

Precisamente la Introducción a este magno París, capital de la modernidad, de David Harvey (publicado en 2006, leemos la edición de 2008 de Akal, traducida por José María Amoroto Salido) se titula «La modernidad como ruptura». Porque Harvey sostiene que, aunque se haya repetido hasta la saciedad que la llegada de la modernidad fue una irrupción, hay indicios anteriores a la revolución de 1848. «Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.» (p. 21)

Porque la escala de París cambió, de una forma drástica y exponencial. La ciudad hizo un pacto con el capital, el consumo y la modernidad que tan bien reflejarían desde las obras de Baudelaire y Flaubert hasta El libro de los pasajes de Benjamin; y no olvidemos que gran parte de los estudios urbanos franceses de los 60 y los 70 volvieron al París de Haussmann, el París que se modernizaba a finales del siglo XIX, tanto para entender la producción del espacio urbano (Lefebvre, por ejemplo) como una incipiente postmodernidad (con la compresión espacio-temporal de las vanguardias de principio de siglo).

Para tratar de entender la magnitud del salto, Harvey divide el libro en dos capítulos: la época de 1830-1848, que denomina «Representaciones», y la época de 1848 a 1870, «Materializaciones». Es en esta segunda parte donde nos detendremos. Harvey recurre al fresco para presentar los distintos cambios sociales, culturales, económicas; vitales, en definitiva, que atravesó la ciudad en apenas una generación. En el blog nos detendremos en aquellos que más atañen a la forma urbana, dejando algo más de lado los culturales y los políticos, pues la Francia del XIX fue una época confusa y compleja de la que se ha hablado mucho y de la que hay mucho por hablar.

Saltamos al capítulo cuarto, «La organización de las relaciones espaciales». La modernización de Francia («la implantación de las estructuras y los métodos de un capitalismo moderno a gran escala», p. 137) era una cuestión pendiente que se volvió necesaria hacia 1850. El plan, que iría vinculado a las reformas de París, ya se había discutido antes de la llegada de Haussmann a la capital (luego entraremos en más detalle), aunque su participación lo aceleró y magnificó. No fueron los únicos cambios: la red ferroviaria pasó de 1900 km. en 1850 a 17.400 en 1870; en diez año, se pasó de no tener telégrafos a tender 23.000 kilómetros; y el canal de Suez, financiado por Francia, se abrió en 1869.

No puede olvidarse que no se trataba de un proyecto emprendido simplemente por orden de un emperador poderoso y sus consejeros (incluyendo a Haussmann), sino organizado por y para la asociación de capitales. Como tal se encontraba sometido a la poderosa pero contradictoria lógica de la realización de beneficios a través de la acumulación de capital. (p. 141)

Por ejemplo: si París se encontraba en el centro de la red ferroviaria no era sólo una decisión política, sino también económica motivada por el hecho de que se había convertido en una capital industrial y en el principal mercado del país. Hubo más cambios, claro: la aparición de los grandes almacenes, con sus escaparates y el fetichismo de las mercancías exóticas; el aluvión de turismo; el aumento de la velocidad de la rotación de la mercancía permitía, ahora, que las verduras llegasen de países incluso de fuera de Europa, aliviando a los consumidores de la aleatoriedad de buenas o malas cosechas.

La concepción del espacio urbano que desarrolló Haussmann era indudablemente nueva. En vez de una «colección de planes parciales de vías públicas considerados sin lazos ni conexiones», Haussmann buscaba «un plan general que, a pesar de todo, estuviera suficientemente detallado para poder coordinar adecuadamente las diferentes circunstancias particulares». Se consideró y se actuó sobre el espacio urbano como una totalidad en la que los diferentes barrios de la ciudad y las diferentes funciones se ponían en relación unas con otros para formar una unidad de funcionamiento. Esta persistente preocupación por la totalidad del espacio condujo al encarnizado empeño de Haussmann en incluir (sin contar con un respaldo inequívoco del emperador) los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. (…)

Si los objetivos declarados de Haussmann y el emperador eran construir una nueva Roma y expulsar del centro a las clases «peligrosas», «una de las consecuencias más claras de sus esfuerzos fue mejorar la capacidad de circulación de personas y mercancías dentro de los límites de la ciudad» (p. 144). Como ya vimos en El declive del hombre público, ahora las masas podían acudir al centro (a consumir en los cafés y grandes almacenes, a contemplar los bulevares y a las damas que los transitaban) desde todas partes de la ciudad.

El nuevo sistema de calles tenía la ventaja añadida de que rodeaba hábilmente algunos de los tradicionales enclaves de los fermentos revolucionarios, lo que permitiría la libre circulación de la fuerza pública si llegara el caso. También contribuía a la renovación del aire en vecindarios insalubres, mientras que la luz gratuita del sol durante el día y la del nuevo alumbrado nocturno de gas, subrayaba la transición hacia una nueva forma de urbanismo más extrovertida, en la que la vida pública del bulevar se volvía un escaparate de lo que era la ciudad. Y en un extraordinario alarde de ingeniería, una maravilla en aquel momento, la circulación del agua de consumo y de las aguas residuales sufrió una transformación revolucionaria. (p. 144)

Todos los cambios que se dieron no fueron liderados por Haussmann; muchos de ellos, como la modificación del funcionamiento de los mercados del suelo y la propiedad, la distribución de población, etc., fueron más situaciones con las que tuvo que lidiar que consecuencia de los actos del barón; pero, eso sí, el París que estaba diseñando se convirtió en «un marco espacial alrededor del cual esos mismos procesos (de desarrollo industrial y comercial, de inversión en vivienda y segregación residencial, etc.) podrían agruparse y desarrollar sus propias trayectorias, definiendo así la nueva geografía histórica de la evolución de la ciudad». (p. 145)

Haussmann quería hacer de París una capital moderna digna de Francia, sino de la civilización occidental. Sin embargo, la realidad es que su papel fue ayudar simplemente a convertirla en una ciudad en la que la circulación del capital se volvió el auténtico poder imperial. (p. 146)

El quinto capítulo, «Dinero, crédito y finanzas», busca el origen del capital que remodeló Parías y los cambios que sufrió el tipo de financiación. Se comenta brevemente la pugna que mantuvieron los hermanos Pereire y la familia Rotschild como representantes de dos formas distintas de entender el capital: los Rotschild eran «un negocio familiar, privado y confidencial» que trabajaba entre amigos y conocidos, es decir, dentro de la clase y de forma conservadora; mientras que los Pereire «consideraban el sistema crediticio como el nervio central del desarrollo económico y del cambio social» y buscaban establecer una jerarquía de instituciones de crédito capaz de afrontar proyectos a largo plazo; de financiar la modernización que requería el capital, vaya.

El problema es que había que absorber los excedentes de capital y trabajo. La reciente crisis económica imponía cambios para que no se repitiese, aunque la burguesía no sabía por dónde tirar. Unos defendían una especie de keynesianismo primitivo donde se contuviese la inflación y se estimulase la expansión; otros, entre ellos los Pereire y Haussmann, «compartían la idea de que el crédito universal era el camino hacia el progrese económico y la reconciliación social». «Con ello, se abandonó lo que Marx llamaba «el catolicismo» de la base monetaria, que había convertido el sistema financiero en «el papado de la producción», y abrazaron lo que Marx llamó «el protestantismo de la fe y el crédito»» (p. 153).

A pesar de que el credo católico consideraba el préstamo como usura y estaba muy cerca del pecado (si no lo era), la modernización (económica) requería el establecimiento de toda una serie de instituciones crediticias y la reconversión de las que ya había para, por ejemplo, financiar las costosas infraestructuras que modificaban París. Y, por supuesto, a partir de ahí surgió la especulación.

La Compagnie Immobilièr de París surgió en 1858 de la organización que los Pereire habían creado en 1854 para llevar a cabo el primero de los grandes proyectos de Haussmann: la terminación de la Rue de Rivoli y del Hotel du Louvre. (…) La decisión de reunir el capital y construir a lo largo de Rue de Rivoli el hotel y los espacios comerciales se realizó como una maniobra especulativa con vistas a la Exposición Universal planeada para 1855. (p. 155)

La circulación del capital se aceleró y afectó otros ámbitos. En el sexto capítulo, «La renta inmobiliaria y los intereses inmobiliarios», Harvey detalla cómo se pasó de una profunda depresión en el mercado inmobiliario entre 1848 y 1852 (con porcentajes de ocupación reducidos a una sexta parte en algunos barrios burgueses) a una edad de oro durante el Segundo Imperio caracterizada por «índices relativamente elevados de rentabilidad y revalorización» (p. 161). Pero también la concepción de la vivienda en la ciudad se modificó, pasando de un bien social a un activo financiero (algo muy similar a lo que sucede hoy de forma generalizada) cuyo valor de cambio superaba, con mucho, a su valor de uso. Si durante la década de 1840 «la propiedad estaba en sus dos terceras partes en manos de los pequeños comerciantes y artesanos», en 1880 éstos habían caído hasta el 13.6% y una clase que se identificaba a sí misma como «los propietarios» dominaba el 53.9% del mercado.

El Imperio coqueteó con esta clase de propietarios, lógicamente, aunque sus relaciones nunca acabaron de ser del todo fructíferas. La visión de Haussmann era más amplia y contemplaba la totalidad de la ciudad, lo que siempre creaba personas favorecidas y personas perjudicadas; además, el barón tenía la potestad de expropiar por razones de interés público o insalubridad, algo que le daba cierto poder hasta que los propietarios contraatacaron aliándose con el poder judicial y el Consejo de Estado y consiguiendo que las expropiaciones se pagasen a un precio que llegó a ser superior al de mercado, por un lado, y por el otro a mantener ellos los beneficios del aumento del valor de la propiedad, algo que ayudó enormemente a la crisis financiera que sufrió la ciudad en la década de 1860.

La modificación de la ciudad trajo nuevas consecuencias para los usos del suelo. La aparición de cada bulevar suponía el florecimiento de las calles adyacentes, mientras que las calles interiores perdían valor. Precisamente «esa oscilación tan acusada de los valores del suelo es la que permitió a los grandes empresarios operar de manera tan satisfactoria; el nuevo sistema de avenidas proporcionaba unas oportunidades maravillosas de obtener terrenos con revalorizaciones muy rápidas» (p. 176). Ello supuso que los usos del suelo que no podían hacer frente a los nuevos precios fueran expulsados y reemplazados por los que sí podían, de la misma forma que en toda arteria principal de las ciudades global surgen tiendas de lujo y franquicias de cafeterías, así como negocios destinados a turistas.

Las diferencias en París empezaron a ser el resultado de las lógicas capitalistas: un centro sobrerepresentado de precio muy alto, unas periferias donde el precio iba disminuyendo, los nodos clave en las grandes intersecciones también muy valiosos y una diferencia crucial entre «el oeste burgués y el este trabajador».

Haussmann entendió claramente que su poder par dar forma al espacio era también un poder para influir sobre los procesos de representación de la sociedad.

Su deseo evidente de librar a la ciudad de su base industrial y de su clase obrera, para así transformarla, presumiblemente, en un bastión no revolucionario del orden burgués, era una tarea demasiado ardua para completarla en una generación (de hecho no se terminó hasta los últimos años del siglo XX). Sin embargo, sí acosó a la industria pesada, a la industria sucia e incluso a la industria ligera hasta el punto de que, en 1870, la desindustrialización de la mayor parte del centro de la ciudad era un hecho consumado. Gran parte de la clase obrera se vio obligada a seguir el mismo camino, pero no hasta el punto que él deseaba. El centro de la ciudad se entregó a representaciones monumentales del poder y de la administración imperial, a las finanzas y al comercio y a los creciente servicios que surgían alrededor de un sector turístico en ascenso. Los nuevos bulevares no solamente proporcionaban la oportunidad de un control militar, sino que (iluminados por la luz de gas y adecuadamente patrullados) también permitían la libre circulación de la burguesía dentro de los barrios comerciales y de diversión. Quedaba asegurada la transición hacia una forma «extrovertida» de urbanismo, con todas sus consecuencias sociales y culturales (no se trataba únicamente de que el consumo creciese, lo que realmente sucedía, sino de que sus características visibles se volvieron más ostensibles para todos). (p. 192)

Damos un salto hasta el capítulo doce, «Consumismo, espectáculo y ocio». Haussmann recibió el encargo de convertir París en la capital del poder imperial, una especie de nueva Roma. De hecho, se lo escogió por el enorme éxito que tuvo su representación de la entrada de Luis Napoleón en Burdeos en 1852, y por ello fue trasladado a París.

El carácter permanente de los monumentos que acompañaron a la reconstrucción del tejido urbano y el diseño de espacios y perspectivas para centrarlos en símbolos significativos del poder imperial, servían para respaldar la legitimidad del nuevo régimen. El drama de las obras públicas y la exuberancia de la nueva arquitectura enfatizaban la intencionalidad y el carácter festivo de la atmósfera con la que el régimen imperial quería envolverse. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 contribuyeron a la gloria del Imperio. (p. 272)

El Segundo Imperio también quiso apropiarse de la condición de los participantes en el espectáculo para convertirlos en espectadores. Es algo que no se ha modificado y que ya hemos comentado, por ejemplo, con la fiesta de San Juan en Barcelona, una fiesta muy popular que se ha venido demonizando año tras año porque genera suciedad o por sus actos vandálicos pero que consiste en, simplemente, ocupar la calle e irse a la playa. Algo que choca con los usos mercantilizados de la ciudad y que genera sus constantes críticas. En el caso del París de Haussmann sucedió con el carnaval, una auténtica locura (recordemos el ensayo que le dedicó Bajtin a la festividad) que subvertía todos los usos de la ciudad y que fue paulatinamente desacreditada en favor de otras más burguesas, correctas y controlables.

Pero el espectáculo del Segundo Imperio iba mucho más allá de la pompa imperial. Para empezar, buscaba directamente celebrar el nacimiento de lo moderno, como se podía comprobar con las Exposiciones Universales. Como señala Benjamin, eran «lugares de peregrinación para el fetichismo de la mercancía», ocasiones en la que «la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más radiante». Pero también eran celebraciones de tecnologías modernas. (p. 274)

Los nuevos bulevares eran, en sí mismos, nuevas formas de espectáculo (recordemos el análisis de Marshal Berman del poema de Baudelaire Los ojos de los pobres): el bullicio de los carros y de las mercancías, los escaparates de los grandes almacenes, el tranvía y los nuevos transportes públicos al repicar sobre el asfalto del macadán; los cafés, cuya vida se derrama sobre las aceras. «La frivolidad cultural del Segundo Imperio estaba fuertemente asociada a las populares parodias que, en forma de operetas, hacía Offenbach de la ópera italiana. La transformación de parques como el Bois de Boulogne, Monceau e incluso de plazas como la del Temple en espacios sociales y recreativos, igualmente ayudó a acentuar una forma extrovertida de urbanización que realzaba la exhibición pública de la opulencia privada. La sociabilidad de las masas lanzadas a los bulevares estaba ahora tan controlada por los imperativos del comercio como por el poder de la policía.» (p. 275)

La relación simbiótica entre espacios públicos y comerciales y su apropiación privada por medio del consumo se volvió decisiva. El espectáculo de las mercancías vino a dominar la división entre la esfera pública y la privada y, de manera eficaz, unificó ambas. Y aunque el papel de la mujer burguesa se veía de alguna forma realzado por esta progresión desde las tiendas de los pasajes a los grandes almacenes, todavía se las podía explotar mucho, ahora como consumidoras más que como administradoras del hogar. Para ellas se convirtió en una necesidad pasear por los bulevares, ver los escaparates, comprar y mostrar sus adquisiciones en el espacio público en vez de ponerlas a buen recaudo en casa o en el tocador. Con la llegada de los descomunales vestidos de crinolina, ellas mismas se volvieron parte de un espectáculo que se alimentaba a sí mismo y definía los espacios públicos como lugares de exhibición de las mercancías y del comercio, todo ello recubierto por un aura de deseo e intercambio sexual. (p. 281)

Entonces, ¿cómo diferenciarse uno mismo en medio de esa incesante multitud de compradores que afrontan el creciente desfile de mercancías de los bulevares? El espléndido análisis de Benjamin sobre la fascinación de Baudelaire con el hombre en la multitud, el flâneur y el dandy, arrastrados por la multitud, intoxicados por ella, pero sin embargo, de alguna manera al margen de ella, proporciona un interesante punto de referencia masculino. La marea creciente de mercancías y de circulación del dinero no se puede contener. El anonimato de la multitud y del dinero puede ocultar toda clase de secretos personales, pero los encuentros casuales dentro de la multitud pueden ayudarnos a penetrar el fetichismo. Éstos eran los momentos que Baudelaire saboreaba, aunque no sin ansiedad. La prostituta, el trapero, el payaso empobrecido y caduco, un respetable anciano vestido con harapos, la hermosa y misteriosa mujer, todos se convierten en personajes fundamentales del drama urbano. (p. 287)

El capítulo quince orbita alrededor de temas culturales y de representación. Vuelve a la «pérdida del halo» de la que ya hablamos a propósito del Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman y a la fascinación por la prostitución que sentía Baudelaire; más que fascinación, el hecho de que aparezca en sus poemas, de que se haya convertido en un personaje más de los que pululan por el entorno urbano.

La tensión que Haussmann nunca pudo resolver fue transformar París en la ciudad del capital bajo los auspicios de la autoridad imperial. Ese proyecto estaba destinado a provocar respuestas políticas y sentimentales. Haussmann entregó la ciudad a los capitalistas, especuladores y cambistas; a una orgía de autoprostitución. Entre sus críticos los hubo que sintieron que habían sido excluidos de la orgía, y los que consideraban que todo el proceso era desagradable y obsceno. Es en semejante contexto donde las imágenes que Baudelaire acuña de la ciudad como una puta adquieren su significado. El Segundo Imperio fue un momento de transición en la siempre discutida imaginería de París. La ciudad llevaba tiempo representándose como una mujer. En el capítulo primero vimos como Balzac la veía misteriosa, caprichosa y a menudo banal, pero también natural, desaliñada e impredecible, especialmente en la revolución. La imagen de Zola es muy diferente. Ahora es una mujer caída y embrutecida, «destripada y sangrante», «presa de la especulación, la víctima de la avaricia del consumo sin freno». ¿Podía hacer otra cosa esta mujer embrutecida que levantarse en revolución? (p. 342)

El libro acaba con una Coda que narra «La construcción de la basílica del Sacré-Coeur» al mismo tiempo que la (breve, y sangrienta) historia de la Comuna de París.

Breve historia del neoliberalismo (y III): juicio y conclusiones

La primera entrada de Breve historia del neoliberalismo, del geógrafo David Harvey, recorría la historia del capitalismo tardío: desde las crisis económicas de los años 70 hasta la implantación, mundial, de esta nueva forma de capitalismo mucho más acusado en la que vivimos inmersos y que, en esencia, lo ha mercantilizado prácticamente todo. La segunda entrada analizaba los casos en que el neoliberalismo no fue implementado mediante un golpe de Estado o una invasión, sino consiguiendo una tácita aceptación democrática (lo de democrática podría ir perfectamente entre comillas), así como cuál es el papel del Estado en esta nueva forma neoliberal global. Finalmente, esta tercera entrada, que se centra en los dos últimos capítulos del libro, se convierte en una especie de juicio moral sobre cinco décadas de esta forma económica y cultural.

Precisamente, el sexto capítulo del libro se titula «El neoliberalismo a juicio».

Por otro lado, una crisis financiera global provocada en parte por su propia política económica temeraria, permitiría al gobierno de Estados Unidos librarse definitivamente de toda obligación de costear el bienestar de sus ciudadanos salvo en lo que respecta al incremento del poder militar y policial, que podría ser necesario para sofocar el malestar social y para imponer la disciplina a escala global. Es posible que después de haber escuchado con atención las advertencias de figuras como Paul Volcker acerca de la elevada probabilidad de una grave crisis financiera en los próximos cinco años, prevalezcan algunas voces más sensatas dentro de la clase capitalista. (p. 168)

Recordemos: el texto es de 2006, por lo que los efectos moralmente más nocivos del neoliberalismo (en esencia, la respuesta a la crisis económica de 2007-8) aún no habían sucedido. Harvey ya avanzaba dicha crisis, pero no era consciente aún de cómo todo el sistema se retorcería para proteger a los bancos y reflotarlos, para no juzgar (ni legal ni moralmente) a los principales causantes de la crisis y para aprovechar sus efectos para seguir obteniendo beneficios (como explicó brillantemente Raquel Rolnik en La guerra de los lugares, la crisis de las subpymes en Estados Unidos y de las hipotecas en Europa sirvió para que los fondos de inversión se hiciesen con una enorme cartera de viviendas –en algunos casos, regalada con fondos públicos, como en España con el Sareb, que ya nos explicó Manuel Gabarre en Tocar fondo. La mano invisible tras la subida del alquiler— que luego usaron para aumentar artificialmente los precios del alquiler).

Uno de los mitos neoliberales es que el libre funcionamiento del mercado es el mejor estímulo para el crecimiento. Falso.

Las tasas de crecimiento global agregadas fueron del 3,5 % aproximadamente durante la década de 1960, y durante la turbulenta década de 1970 tan sólo cayeron al 2,4 %. Pero las tasas de crecimiento posteriores, del 1,4 y del 1,1 % de las décadas de 1980 y de 1990 respectivamente (y una tasa que apenas roza el 1% desde 2000) indican que la neoliberalización ha sido un rotundo fracaso para la estimulación del crecimiento en todo el mundo. En algunos casos, como en los territorios de la antigua Unión Soviética y en aquellos países de Europa central que se sometieron a la «terapia de choque» neoliberal, se han producido pérdidas catastróficas. Durante la década de 1990, la renta per cápita en Rusia descendió a una tasa del 3,5 % anual. Una gran parte de la población se vio sumida en la pobreza y como resultado la expectativa de vida en los varones descendió 5 años. La experiencia ucraniana fue similar. Únicamente Polonia, que desobedeció las recomendaciones del FMI, mostró una apreciable mejoría. (p. 169)

Donde sí ha tenido éxito ha sido en dos vertientes: por un lado, la «volatilidad del desarrollo geográfico desigual se ha acelerado», lo que supone que ciertos territorios han podido avanzar de forma espectacular (durante un tiempo, al menos) a costa de otros. Eso permitía reforzar la idea de que había una competición y los más aptos estaban sobreviviendo o triunfando. Esa misma idea se da en la segunda vertiente:

La neoliberalización, en tanto que proceso y no como teoría, ha tenido un éxito arrollador desde el punto de vista de las clases altas. O bien ha servido para restituir el poder de clase a las clases dominantes (como en Estados Unidos y hasta cierto punto en Gran Bretaña) o bien ha creado las condiciones para la formación de una clase capitalista (como en China, Rusia, India y otros lugares). Gracias al dominio de los medios de comunicación por los intereses de las clases altas, pudo propagarse el mito de que los Estados fracasaban desde el punto de vista económico porque no eran competitivos (creando, por lo tanto, una demanda de reformas todavía más neoliberales). El incremento de la desigualdad social dentro de un territorio era interpretado como algo necesario para estimular el riesgo y la innovación empresariales que propiciaban el poder competitivo e impulsaban el crecimiento. Si las condiciones de vida entre las clases más bajas de la sociedad se deterioraban, ésto se debía a su incapacidad, en general debida a razones personales y culturales, para aumentar su capital humano (a través de la dedicación a la educación, a la adquisición de una ética protestante del trabajo y la sumisión a la flexibilidad y a la disciplina laborales, etc.). En definitiva, los problemas concretos emergen por la falta de fuerza competitiva o por fracasos personales, culturales y políticos. En un mundo darwiniano neoliberal, según esta línea de razonamiento, únicamente los más aptos sobreviven, o deberían sobrevivir. (p. 172)

Este proceso se ha reflejado en las ciudades globales, que «se han convertido en grandiosas islas de riqueza y de privilegio, con altísimos rascacielos y millones de millones de metros cuadrados de espacio de oficinas destinados a albergar estas operaciones» (p. 173). Ello ha venido vinculado con un extraordinario avance en las teorías de la información, que para Harvey «es la tecnología privilegiada del neoliberalismo», porque permite acelerar la flexibilidad del mercado y porque tiene mayor efecto en las «emergentes industrias culturales», donde ha sido más relevante que en la propia producción de mercancías.

Para Harvey, sin embargo, el principal logro del neoliberalismo «ha consistido en redistribuir, no en generar, la riqueza y la renta», algo que ya analizó en el libro Espacios de esperanza, que aún no hemos leído. Parece que allí exploró lo que denomina «acumulación por desposesión», que tiene cuatro aspectos esenciales y que reseñamos brevemente (pero que seguramente lo haremos más a fondo cuando leamos el libro):

  • 1. Privatización y mercantilización. Que es la apertura al mercado de ámbitos que hasta ese momento se habían considerado fuera de él: la vivienda es un ejemplo palpable, pero también la educación, asistencia sanitario, incluso el sistema de pensiones, la seguridad privada o la «privatización» de las fuerzas militares, en referencia a los «contratistas privados» que lucharon en Irak. Incluye también la mercantilización de la cultura: el turismo, la música, las propias ciudades, cuyos edificios y espacios públicos se convierten en un bien de consumo cuyos beneficios acaban, en general, en manos privadas.
  • 2. Financiarización. O, en términos muy generales, la circulación cada vez más veloz del capital y la posibilidad de obtener dinero entre las fisuras de las transacciones de los bienes producidos. Es decir: fondos buitres, fondos de inversión y similares.
  • 3. La gestión y la manipulación de la crisis. O la utilización de la deuda como forma de someter a países y acumular beneficios, privándoles de las reformas necesarias para beneficiar a su población a cambio de que deban refinanciar constantemente esa deuda. En palabras de Stiglitz: «Qué mundo tan curioso, en el que los países pobres están en efecto financiando a los ricos.» (Stiglitz, El malestar en la globalización, citado a menudo por Harvey en este libro.)
  • 4. Redistribuciones estatales. Incluye todos los pasos (descarados o no) que da el Estado para invertir el flujo de riqueza que se dio durante los años del keynesianismo: si entonces se gravaba la riqueza de los que más tenían para beneficiar a los que menos (o redistribuir, en general), ahora se recauda de los que menos tiene para beneficiar a los que más. Ejemplos de ello los hay a patadas: desde el Sareb que ya hemos mentado (comprar viviendas a precio de mercado por parte del Estado para revenderlas a los fondos de inversión a precio de saldo), la evolución de vivienda pública a vivienda privada en Gran Bretaña, la reducción de la tributación de las empresas que más facturan frente al aumento de los impuestos no progresivos).

Y, finalmente, lo que Harvey denomina «la mercantilización de todo».

Presumir que los mercados y las señales del mercado son el mejor modo de determinar todas las decisiones relativas a la distribución, es presumir que en principio todo puede ser tratado como una mercancía. La mercantilización presume la existencia de derechos de propiedad sobre procesos, cosas y relaciones sociales, que puede ponerse un precio a los mismos y que pueden ser objeto de comercio sujeto a un contrato legal. Se presume que el mercado funciona como una guía apropiada -una ética- para todas las facetas de la acción humana. (p. 181)

Paradójicamente, es más fácil que se acabe culpando a la izquierda, a los homosexuales (o la nueva fuente de todos los males sociales, las personas transexuales), «a Hollywood o a los posmodernos» de «la desintegración y la inmoralidad social» cuando éstas tienen mucha más relación con los empresarios a los que se idolatra, desde Rupert Murdoch hasta Jeff Bezos. La neoliberalización es la que presenta todos los bienes, productos y contratos como algo flexible, temporal, susceptible de mutar en cuanto convenga. Es un poco el ejemplo, que ya pusimos en la primera entrada, de cómo la flexibilidad laboral supuestamente va a permitir que todo trabajador negocie las condiciones que más le convengan; y cómo, en la práctica, esto se traduce en que una enorme mayoría, que no tiene poder de negociación, ve desmejoradas sus condiciones laborales bajo el pretexto de que hay disponible mano de obra más barata.

Pero, ¿cómo enfrentar algo que, aún siendo global y general, se presenta de modo fragmentario?

La acumulación por desposesión implica un conjunto muy distinto de prácticas desde la acumulación hasta la expansión del trabajo asalariado en la industria y en la agricultura. Este último proceso, que dominó los procesos de acumulación de capital en la década de 1950 y 1960, dio lugar a una cultura opositora (como la que se inscribe en los sindicatos y en los partidos políticos obreros) que produjo el liberalismo embridado. Por otro lado, la desposesión se produce de manera fragmentada y particular: una privatización aquí, un proceso de degradación medioambiental allá, o una crisis financiera o de endeudamiento acullá. Es difícil oponerse a toda esta especificidad y particularidad sin apelar a principios universales. La desposesión entraña la pérdida de derechos. (p. 195)

El último capítulo, «El horizonte de la libertad», se plantea si estamos cerca del fin del neoliberalismo, en parte debido a la (ya evidente en 2006, mucho más evidente ahora) caída de la hegemonía estadounidense como faro mundial. El neoliberalismo es, grosso modo, una imposición del modo de hacer estadounidense (ni siquiera eso: del modo de hacer de las costas de Estados Unidos) al resto del mundo; con la salvedad de que el país americano ha sido siempre un agente libre, imponiendo a los demás lo que no ha permitido para sí mismo; primero mediante hegemonía industrial, luego económica, finalmente, cultural; y con la amenaza militar siempre detrás. A día de hoy estamos en un mundo que vuelve a ser multipolar, con al menos un actor al nivel de Estados Unidos (China), sino superior en determinados aspectos, y otro que les va a la zaga (Rusia), con otros polos (Europa, India, algunos que seguro se nos escapan, pues en el blog no pretendemos ser expertos en un tema tan complejo como es la geopolítica actual). Por lo tanto, el planteamiento de Harvey es consistente: ¿acarreará el fin de la hegemonía estadounidense el fin del neoliberalismo, en algunos aspectos o en su totalidad? Aunque el otro agente, China, es también uno de los dos grandes valedores del propio neoliberalismo (para Harvey son ambos, Estados Unidos y China).

Una de las alternativas por las que podía optar Estados Unidos, escribía Harvey, era el militarismo, asociado al neoconservadurismo: la creación (real o ficticia) de enemigos exteriores (terroristas, rusos, chinos) a los que haya que vencer y cuya derrota justifique todos los medios ante el pueblo americano, ya sean inflación, pérdida de poder adquisitivo o épocas duras; lo cual, claro, no vendría originado por esas guerras, sino pro el propio sistema económica; pero las guerras serían la excusa para justificar las penurias y alargar la vida del neoliberalismo. A la vista de la guerra de Ucrania, no parece un paso descabellado…

Y, sin embargo, acabaremos como lo hace Harvey en todos sus libros: con una nota de optimismo y esperanza y la posibilidad de que surjan alternativas al neoliberalismo. Surgen fisuras entre lo que proclama la doctrina neoliberal (que lo hace todo en aras del bien común) y los efectos de sus acciones (que son siempre en bien de una pequeña clase acaudalada dominante) y esas fisuras son ya algo evidente para todos. Surgen resistencias contra la «acumulación por desposesión», contra el nuevo papel del Estado como garante de los derechos neoliberales, contra la destrucción apabullante de los ecosistemas y el cambio climático.

Hay una perspectiva de la libertad muchísimo más noble que ganar que la que predica el neoliberalismo. Hay un sistema de gobierno muchísimo más valioso que construir que el que permite el neoconservadurismo. (p. 225)

Breve historia del neoliberalismo (II): hacia el consentimiento social

En la primera entrada de Breve historia del neoliberalismo, Harvey recorría las condiciones económicas y políticas que llevaron al cambio, en la década de los años 70 del siglo pasado, de un intervencionismo keynesiano, preocupado por el bienestar de la población y un pleno empleo, hacia un neoliberalismo obcecado en la consecución de beneficios y la reducción del Estado del bienestar. En algunos países, el cambio fue brusco y definitivo, como Chile o Argentina, es decir, mediante un golpe militar respaldado por las clases altas y la represión consiguiente. Pero, en muchos otros países, la aceptación de la doctrina neoliberal «tuvo que consumarse a través de medios democráticos» (p. 47). Veamos cómo sucedió.

Los movimientos contraculturales de los años 60 reclamaban una mayor porción de libertades individuales; eso es algo que el neoliberalismo pudo aprovechar, dejando de lado, eso sí, las reivindicaciones por la justicia social que también acompañaban a las contraculturas o a los estudiantes de mayo del 68, por ejemplo.

Para la mayor parte de las personas comprometidas en el movimiento del 68, el enemigo era un Estado intrusivo que tenía que ser reformado. Y, en este punto, los neoliberales no tenían mucho que objetar. Pero las corporaciones, las empresas y el sistema de mercado capitalista también eran considerados enemigos primordiales que exigían ser revisados, cuando no ser objeto de una transformación revolucionaria: de ahí la amenaza al poder de clase capitalista. A través de la captura de los ideales de la libertad individual y volviéndolos contra las prácticas intervencionistas y reguladoras del Estado, los intereses de la clase capitalista podían esperar proteger e incluso restaurar su posición. El neoliberalismo podía desempeñar de manera excelente esta tarea ideológica. Pero debía estar respaldado por una estrategia práctica que pusiera el énfasis en la libertad de elección del consumidor, no sólo respecto a productos concretos, sino también respecto a estilos de vida, modos de expresión y una amplia gama de prácticas culturales. La neoliberalización requería tanto política como económicamente, la construcción de una cultura populista neoliberal basada en un mercado de consumismo diferenciado y en el libertarismo individual. En este sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado «posmodernidad», que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas pero que ahora podría alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural. Este fue el desafío que las corporaciones y las elites de clase decidieron fraguar de manera velada en la década de 1980. (p. 50)

La posmodernidad había erradicado, por ejemplo, el concepto de autoridad: en su desafío (necesario) a un patriarcado machista, colonial y etnocentrista, se desgarró el concepto y ahora cualquiera, con suficiente volumen de ventas o publicidad detrás, podía consagrarse a lo alto del podio. Ojo: nada de esto, ya lo aclara Harvey, fue un movimiento premeditado con unas élites todopoderosas que decidieron el rumbo, sino una especie de camino tortuoso que, a medida que se iba transitando, se iba volviendo más claro. Podríamos añadir aquí la estética del yuppie triunfador de los 80 de la que hablaba Neil Smith en La nueva frontera urbana o el paso de una estética genérica del hombre medio en los años 50 a la del lujo capitalista de los 90 que vimos hace nada en La ciudad global de Saskia Sassen.

La doble crisis de acumulación de capital y de poder de clase encontró una línea de respuesta en las trincheras de las luchas urbanas de la década de 1970. La crisis fiscal de la ciudad de Nueva York fue un caso simbólico. La reestructuración capitalista y la desindustrialización habían venido erosionando durante varios años la base económica de la ciudad, y la acelerada suburbanización había sumido en la pobreza a gran parte de la población del centro de la ciudad. Fruto de estos procesos fue un beligerante descontento social entre los sectores marginados durante la década de 1960 que definió lo que vino a conocerse como «la crisis urbana» (debido a la emergencia de problemas similares en muchas ciudades de Estados Unidos). La expansión del empleo público y de la provisión pública de bienes y servicios -facilitada en parte por una generosa financiación federal- fue considerada como la solución adecuada. Pero ante las dificultades fiscales que se le presentaba, el presidente Nixon declaró sin más el fin de la crisis a principios de la década de 1970. Si bien no dejaba de ser una novedad para muchos moradores de la ciudad, en efecto, señalaba la disminución de la ayuda federal. Cuando la recesión cobró mayor intensidad, la brecha entre los ingresos y los gastos en el presupuesto de la ciudad de Nueva York (que ya era extensa a causa del abuso del crédito durante mucho tiempo) se incrementó. En un principio, las instituciones financieras estuvieron dispuestas a cubrir este agujero, pero en 1975 una potente camarilla de bancos de inversión (encabezados por el banquero Walter Wriston, de Citibank) se negó a refinanciar la deuda y empujó a la ciudad a una quiebra técnica. La operación de rescate organizada para salvar a la ciudad conllevó la creación de nuevas instituciones que asumieran la gestión del presupuesto de la ciudad. Primero reclamaron que los impuestos municipales se dedicaran en primer lugar a pagar a los titulares de bonos y después que el resto se destinase a los servicios esenciales de la ciudad. Esta operación se saldó con la frustración de las aspiraciones de los fuertes sindicatos de los trabajadores municipales, con la imposición de medidas de congelación salarial y con recortes en el empleo público y en la provisión de servicios sociales (educación, sanidad pública, servicios de transporte), y con la imposición de tasas a los usuarios (por vez primera se introdujeron tasas de matriculación en el sistema de la universidad de CUNY). El ultraje final llegó con la exigencia de que los sindicatos municipales debían invertir sus fondos de pensiones en bonos de la ciudad. Así pues, los sindicatos se encontraron en la tesitura de que si no moderaban sus demandas se enfrentarían a la perspectiva de perder sus fondos de pensiones a causa de la quiebra de la ciudad.

Esto equivalió a un golpe perpetrado por las instituciones financieras contra el gobierno democráticamente elegido de la ciudad de Nueva York, y no fue menos efectivo que el golpe militar que previamente se había producido en Chile. En medio de una crisis fiscal, la riqueza era redistribuida hacia las clases altas. (p. 53)

Hubo resistencias sociales a las imposiciones del capital, pero no sirvieron de nada. Las conquistas de la clase obrera se desvanecieron, el ambiente en la ciudad se enrareció y los barrios que ya arrastraban problemas de pobreza debido al redlining (es decir, el momento en que la FHA decidió prestar dinero a los blancos para que se mudasen a las afueras de las ciudades, a los entornos residenciales conocidos en inglés como suburbs, y dejó en los barrios centrales de las ciudades a los negros y a los pobres) se convirtieron en guetos (los mismos guetos que luego serían gentrificados durante los años 80).

La ciudad, sin fondos, recurrió a una serie de medidas neoliberales. La primera fue la creación de un clima adecuado para las negocios, invirtiendo dinero público en infraestructuras de las que se iba a aprovechar las empresas (como las telecomunicaciones), además de incentivos fiscales y subvenciones. Por otro lado, se recurrió al sector privado para gestionar lo que hasta entonces había sido público, con la lógica extracción de beneficio y la exclusión de quienes no podían pagarlo. Y, finalmente, se proyectó la ciudad como un destino turístico y centro cultural alternativo, simbolizado con la potente campaña publicitaria (lanzada inicialmente sólo para 4 meses) «I love New York» (I ❤ NY). «La exploración narcisista del yo, la sexualidad y la identidad se convirtieron en el leitmotiv de la cultura urbana burguesa» (p. 55; y, de fondo, resuenan tanto el Lipovetsky de La era del vacío como las Rosalyn Deutsch y Cara Gendel Ryan de de El bello arte de la gentrificación).

Si por un lado la ciudad se convertía en «el epicentro de la experimentación cultural e intelectual posmoderna», por el otro «su gobierno se organizó cada vez más como una entidad empresarial en lugar de socialdemócrata o siquiera gerencial». «La competencia
interurbana por el capital de inversión transformó al gobierno en un modelo de gestión
urbano articulado en torno a asociaciones público-privadas» (p. 56). El modelo no haría más que polarizarse con las progresivas crisis del crack en los 80 y del SIDA en los 90, ambas con impactos demoledores en las clases bajas de la ciudad, hasta llegar a la ciudad revanchista de la que hablaba Neil Smith simbolizada por las luchas por la plaza Tompkins (que, por supuesto, ganó el capital).

La crisis de Nueva York es simbólica porque dejó claros un par de asuntos en la palestra internacional, al menos, la de las grandes ciudades: por un lado, que, en caso de conflicto entre los beneficios empresariales y el bienestar de la sociedad, se daría preferencia a los primeros; y, por el otro, que la necesidad del gobierno era crear un clima propicio a los negocios, no para el bienestar de la población.

La misma evolución se dio en la política, con leyes que cada vez regulaban menos las relaciones entre unos y otros, como el derecho establecido por el Tribunal Supremo en 1976 (mediante sentencia) de las compañías a realizar «contribuciones ilimitadas», con la lógica compra de políticos que eso conlleva. En ese sentido, el Partido Republicano, en su búsqueda de nuevos votantes, se alió con la derecha cristiana, buscando valores que en lo positivo se acercaban a una identidad americana y la defensa de la nación y, en lo negativo, hacia un racismo, antifeminismo y homofobia declarados, auspiciados por la «lucha contra los excesos de los liberales». El Partido Demócrata, por su lado, estaba en la misma pugna en que vimos al partido laborista en Reino Unido en la anterior entrada: por un lado buscaban una cierta intervención socialdemócrata (con los enormes límites que ese significado puede tener en Estados Unidos) y, por el otro, cuando alcanzaron el poder defendieron a la clase financiera, con un Clinton que claramente fue firme defensor de una globalización de la financiarización y de la preferencia de las acciones sobre el bien social.

Con Reagan se derruyeron los derechos de los trabajadores («En 1983, se tardó menos de 6 meses en revertir casi el 40 % de las decisiones que habían sido tomadas en la década de 1970 y que a la luz de los intereses comerciales eran demasiado favorables a la fuerza de trabajo», p. 61), hubo privatizaciones encubiertas (por ejemplo, investigaciones farmacéuticas financiadas por el Estado pero rentabilizadas por compañías privadas) y, con unas tasas de desempleo de alrededor del 10% a mediados de los 80, la actividad industrial, tradicionalmente concentrada en el Norte del país, se trasladó al sur, al Sunbelt, donde los sindicatos tenían mucho menos poder; o aún más al sur, hacia México; o aún a otro sur (éste no cardinal, sino simbólico), el sudeste asiático.

La forma de implantar estos cambios no fue mediante el palo, sino mediante la zanahoria. Se publicitó la posibilidad de tener un trabajo flexible, libre de las ataduras de los sindicatos, la opción a elegir los propios horarios… la larga retahíla de excusas neoliberales que vimos, por ejemplo, con el tema de los riders y que, es cierto, suenan bien y son atractivas… pero sólo para aquellos que puedan aplicarlas. El libre contrato entre capital y mano de obra es atractivo únicamente para aquellos trabajadores de alto nivel que tienen capacidad de maniobra y que pueden negociar de tú a tú; para todos los trabajadores de bajo nivel se convierte en un «hay gente que lo hará por menos dinero, así que, si no lo aceptas tú, lo hará otro».

Esta debacle laboral se revistió de intelectualidad con «las escuelas de estudios empresariales que emergieron en prestigiosas universidades como Standford y Harvard gracias a la generosa financiación brindada por corporaciones y fundaciones, [que] se convirtieron en centros de la ortodoxia neoliberal desde el preciso momento en que
abrieron sus puertas» (p. 63). La existencia de estos centros validaba la teoría neoliberal al tiempo que la extendía por el mundo (no en vano, Estados Unidos sigue siendo la potencia mundial en muchos ámbitos), además de propulsarla hacia los centros de política y gestión mundiales, como el FMI o el Banco Mundial. Los MBA y los centros de negocios sirven también como lugar de encuentro de las clases altas de cada país, una especie de club de campo o un «rito de paso» que los altos ejecutivos utilizan como criba para seleccionar quién es de los suyos y quién no.

Las cosas fueron algo distintas en Gran Bretaña. Para empezar, el Estado del bienestar era mucho más amplio que en Estados Unidos, ciertas industrias esenciales estaban nacionalizadas (carbón, acero e industria automovilística) y existía un enorme parque de vivienda pública. La llegada de Thatcher al poder vino precedida por un gobierno laboralista (a partir de 1974) que, en plena crisis económica, se enfrentó a la disyuntiva entre ceder a las restricciones que el FMI y el Banco Mundial le imponían o devaluar la libre y provocar pérdidas a la City de Londres; lógicamente, optaron por lo primero, actuando en contra de su electorado, lo que acabó llevando a huelgas y disturbios complejos, el caldo de cultivo perfecto para una victoria conservadora.

Thatcher se encargó holgadamente de la domesticación de la clase obrera a base de desmantelar sindicatos. El clima económico no ayudaba: es más complicado reclamar los derechos cuando el paro aumenta y la inflación aprieta. Hubo otros factores, como la pérdida de algunas ciudades de sus industrias, que se deslocalizaban a entornos con mano de obra más sumisa (como vimos en el caso de Glasgow en La metamorfosis de la ciudad industrial, de María Victoria Gómez García). Las pocas industrias que siguieron siendo rentables, fueron privatizadas por Thatcher con la excusa perfecta de que iba a proporcionar dinero (a corto plazo, algo que el neoliberalismo nunca tiene en cuenta cuando privatizado los sectores públicos). Carbón, aerolíneas, telecomunicaciones, acero, electricidad, gas, petróleo… todas ellas fueron privatizadas, un poco con la excusa de dar al mundo la visión de las bondades de la privatización. El último paso fue, como ya vimos en La guerra de los lugares, la venta de la vivienda pública a sus inquilinos, que lo vieron al principio como un movimiento fantástico (pasaban a ser propietarios) sin ser conscientes de la trampa que se venía encima y del enorme aumento de los precios de la vivienda que se iban a generar.

A la vez que los vínculos de la solidaridad obrera menguaban bajo la presión que se ejercía sobre ella y las estructuras del mercado laboral se veían radicalmente transformadas a través de la desindustrialización, los valores de la clase media se extendían más ampliamente para integrar a muchos de los que antaño tuvieron una firme identidad de clase. La apertura de Gran Bretaña a un mercado más libre permitió el florecimiento de la cultura de consumo, mientras la proliferación de instituciones financieras situó cada vez más en el centro de una antes, sobria forma de vida británica, una cultura de endeudamiento. (p. 71)

El tercer capítulo trata sobre las lógicas contradicciones y tensiones que se generan con el papel del Estado neoliberal. Por un lado tiene que estar ausente y permitir que las transacciones capitalistas fluyan libremente; por el otro, sin embargo, también tiene que estar y garantizar la seguridad de las mismas y su fluidez; tiene, además, que crear el clima adecuado, incentivar con políticas el beneficio, gestionarse a sí mismo de modo eficiente (casi empresarial) y, para rematar la tarea: en cuanto el capital lo necesita, el Estado debe abandonar toda esa doctrina… y acudir al rescate de las empresas privadas que no están dando los frutos adecuados.

La misma contradicción sucede con el planteamiento de la sociedad.

Si bien se supone que los individuos son libres para elegir, se da por sentado que no van a optar porque se desarrollen fuertes instituciones colectivas (como los sindicatos) aunque sí débiles asociaciones voluntarias (como las organizaciones benéficas). Por supuesto, no deberían escoger asociarse para crear partidos políticos con el objetivo de obligar al Estado a intervenir en el mercado, o eliminarlo. Para protegerse frente a sus grandes miedos -el fascismo, el comunismo, el socialismo, el populismo autoritario e incluso el gobierno de la mayoría-, los neoliberales tienen que poner fuertes límites al gobierno democrático y apoyarse, en cambio, en instituciones no democráticas ni políticamente responsables (como la Reserva Federal o el FMI) para tomar decisiones determinantes. Ésto crea la paradoja de una intensa intervención y gobierno por parte de elites y de “expertos” en un mundo en el que se supone que el Estado no es intervencionista. (p. 77)

«Por un lado, se espera que el Estado neoliberal ocupe el asiento trasero y simplemente disponga el escenario para que el mercado funcione, por otro, se asume que adoptará una actitud activa para crear un clima óptimo para los negocios y que actuará como una entidad competitiva en la política global. En este último papel tiene que funcionar como una entidad corporativa, y ésto plantea el problema de cómo asegurar la lealtad de los ciudadanos.» (p. 88) Esto, que por un lado no debería ser problemático (al fin y al cabo, ¿el neoliberalismo no se basa en las libertades individuales?), lo es cuando esos mismos ciudadanos, libremente, deciden afiliarse en sindicatos, reivindicar mejoras obreras, una cierta mirada hacia el desastre ecológico capitalista o cualquier otro asunto que al capital no le interese.

Por otro lado, si el único baremo real es el mercado, se crea una acusada falta de cohesión; la sociedad se deshace.

En el plano popular, la expansión de las libertades de mercado y de la mercantilización de todo lo existente, puede escaparse al control muy fácilmente y generar una sustancial falta de cohesión social. La destrucción de todos los vínculos de solidaridad social e, incluso, como sugirió Thatcher, de la propia idea de sociedad como tal, abre un enorme vacío en el orden social. Se vuelve entonces especialmente difícil combatir la anomia y controlar las conductas antisociales concomitantes que surgen, como la criminalidad, la pornografía o la práctica de la esclavización de otras personas. (p. 90)

De ahí surgen nuevos intereses y nuevas formas de asociarse y las antiguas cobran nuevo vigor, en una búsqueda permanente de un vacío social que antes llenaban el Estado o la clase pero que ahora, perdida la individualidad de los primeros (en aras de volverse empresas) y disuelta la otra (por voluntad de la clase alta, paradójicamente, que no permite que el tema de la clase aflore y en cambio busca segmentarnos mediante prácticas de consumo), necesitan reafirmarse de modos alternos.

Como ya hiciese Castells en El poder de la identidad, uno de los ejemplos que escoge Harvey es el neoconservadurismo estadounidense y su vinculación con el capital y las tendencias políticas de derechas, así como el paso a una militarización creciente que veía enemigos externos. Esto, escrito en 2006, fecha de publicación del libro, no ha hecho más que crecer hasta llevar al creciente conflicto de Ucrania, que no es más que una extensión de la lucha de Estados Unidos por evitar su caída como potencia mundial.

El cuarto capítulo recorre la expansión neoliberal, sobre todo, desde que fue impulsada por sectores de centro-izquierda como Clinton y Blair, apoyados por el ariete formado por el FMI y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, para crear lo que acabaría siendo conocido como el «Consenso de Washington». Por ejemplo, en los países asiáticos se les pidió abrir fronteras y reducir gasto público; los países que siguieron esas indicaciones sufrieron mayor recesión que los que se negaron. El dinero que llegó a los primeros se fue tan rápido como había llegado (siempre hay nuevos mercados por explotar); el FMI aconsejó elevar los tipos de interés, lo que llevó a una recesión. Cuando el valor de los activos se desplomó, el FMI aconsejó vender a precio de ganga; de modo que, los mismos bancos e instituciones que habían obtenido un enorme beneficio al entrar en los países lo obtuvieron también al comprar a precio de saldo sus principales industrias y mercados.

Un análisis más desgranado indica que existe un amplio abanico de factores que afectan al grado de neoliberalización alcanzado en cada caso concreto. Los análisis más convencionales de las fuerzas en juego se concentran en cierta combinación formada por el poder de las ideas neoliberales (se considera particularmente fuerte en los casos de Gran Bretaña y Chile), por la necesidad de responder a crisis financieras de varios tipos (como en México y Corea del Sur) y por un enfoque más pragmático de la reforma del aparato estatal (como en Francia y en China) para mejorar la posición competitiva en el mercado global. Aunque todos estos elementos han sido de cierta relevancia, la ausencia de todo análisis de las fuerzas de clase que podrían estar operando en este proceso, es bastante inquietante. La posibilidad, por ejemplo, de que las ideas dominantes pudieran ser las de cierta clase dominante ni siquiera es considerada, a pesar de que hay evidencias abrumadoras de que se han producido potentes intervenciones por parte de las elites empresariales y de los intereses financieros en la producción de ideas y de ideología a través de la inversión en think-tanks, en la formación de tecnócratas y en el dominio de los medios de comunicación. La posibilidad de que las crisis financieras pudieran estar causadas por una huelga de capital, una fuga de capitales o la especulación financiera, o de que sean urdidas deliberadamente para facilitar la acumulación por desposesión, es descartada como demasiado conspirativa, incluso ante innumerables indicios que hacen sospechar la existencia de ataques especulativos coordinados sobre una moneda u otra. (p. 126)

El quinto capítulo aborda el neoliberalismo chino. Es más que interesante, pero no entraremos al exceder los propósitos del blog (aunque a menudo hemos puesto el ojo en China para observar tanto sus desmanes de control tecnológicos como las revoluciones urbanas que se dan en el Delta del río de las Perlas).

Los dos últimos capítulos se centran en un juicio moral hacia estos 50 años de neoliberalismo. Con ellos, que reseñaremos en la próxima entrada, concluiremos esta Breve historia del neoliberalismo.

Breve historia del neoliberalismo (I), David Harvey

Si le podemos hacer un reproche a Breve historia del neoliberalismo (publicado en 2005, leemos la edición de Akal de 2007 traducida por Ana Varela Mateos), de nuestro admirado David Harvey, es no poder reproducirlo por entero en el blog. Y probablemente él lo permitiría, pero, dada su extensión, nos toca reseñarlo. Hecho al que nos enfrentamos con extremo placer.

De Harvey ya hemos leído Espacios del capital, La condición de la posmodernidad, Ciudades rebeldes (entre otros) y, hace nada, Urbanismo y desigualdad social, donde ya dejaba clara su posición como geógrafo y su tradición, la marxista. Breve historia del neoliberalismo es un estudio sobre cómo hemos pasado de la visión keynesiana de la postguerra a un neoliberalismo extremo donde todo elemento de la sociedad está mercantilizada y el dinero parece el único valor con el que medirlo todo.

No sería de extrañar que los historiadores del futuro vieran los años comprendidos entre 1978 y 1980 como un punto de inflexión revolucionario en la historia social y económica del mundo. En 1978 Deng Xiaoping emprendió los primeros pasos decisivos hacia la liberalización de una economía comunista en un país que integra la quinta parte de la población mundial. En el plazo de dos décadas, el camino trazado por Deng iba a transformar China, un área cerrada y atrasada del mundo, en un centro de dinamismo capitalista abierto con una tasa de crecimiento sostenido sin precedentes en la historia de la humanidad. En la costa opuesta del Pacífico, y bajo circunstancias bastante distintas, un personaje relativamente oscuro (aunque ahora famoso) llamado Paul Volcker asumió el mando de la Reserva Federal de Estados Unidos en julio de 1979, y en pocos meses ejecutó una drástica transformación de la política monetaria. A partir de ese momento, la Reserva Federal se puso al frente de la lucha contra la inflación, sin importar las posibles consecuencias (particularmente, en lo relativo al desempleo). Al otro lado del Atlántico, Margaret Thatcher ya había sido elegida primera ministra de Gran Bretaña en mayo de 1979, con el compromiso de domeñar el poder de los sindicatos y de acabar con el deplorable estancamiento inflacionario en el que había permanecido sumido el país durante la década anterior. Inmediatamente después, en 1980, Ronald Reagan era elegido presidente de Estados Unidos y, armado con su encanto y con su carisma personal, colocó a Estados Unidos en el rumbo de la revitalización de su economía apoyando las acciones de Volcker en la Reserva Federal y añadiendo su propia receta de políticas para socavar el poder de los trabajadores, desregular la industria, la agricultura y la extracción de recursos, y suprimir las trabas que pesaban sobre los poderes financieros tanto internamente como a escala mundial. A partir de estos múltiples epicentros, los impulsos revolucionarios parecieron propagarse y reverberar para rehacer el mundo que nos rodea bajo una imagen completamente distinta. (p. 5)

Unos cambios tan complejos no suceden del día a la mañana. El logro de estos personajes (Thatcher, Reagan, Xiaoping, Volcker) fue, según Harvey, que consiguieron convertir unos discursos minoritarios que llevaban tiempo en circulación en mayoritarios.

El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas. (p. 6)

En la introducción, Harvey vuelve a recalcar la importancia que el neoliberalismo otorga a las nuevas tecnologías de la información, que son la que le permiten controlar el cada vez más veloz movimiento de la mercancía, con los apuntes que daba Lyotard sobre la condición de la postmodernidad y con la compresión espacio-temporal que el propio Harvey analizó como base de la acumulación flexible en La condición de la posmodernidad.

«Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la
dignidad y de la libertad individual, como pilar fundamental que consideraron “los
valores centrales de la civilización”» (p. 11). De ahí dieron un salto con tirabuzón y consideraron que «las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio», que es la base del pensamiento neoliberal: que la mano del mercado lo equilibrará todo, pese a las múltiples evidencias en contra que hemos vivido en estas cinco décadas de dominación neoliberal.

La organización neoliberal, que en principio debería basarse en una multiplicidad de actores libres que operan según las leyes de mercado, necesita, sin embargo, unos actores que garanticen las necesidades de este mercado: y ahí surge el Estado neoliberal, siempre interesado en mantener todas las condiciones que beneficien a la acumulación de capital, antes que a una mayoría de sus ciudadanos.

La reestructuración de las formas estatales y de las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial estaba concebida para prevenir un regreso a las catastróficas condiciones que habían amenazado como nunca antes el orden capitalista en la gran depresión de la década de 1930. Al parecer, también iba a evitar la reemergencia de las rivalidades geopolíticas interestatales que habían desatado la guerra. Como medida para asegurar la paz y la tranquilidad en la escena doméstica, había que construir cierta forma de compromiso de clase entre el capital y la fuerza de trabajo. Tal vez, el mejor retrato del pensamiento de la época se encuentre en un influyente texto escrito por dos eminentes sociólogos, Robert Dahl y Charles Lindblom, que fue publicado en 1953. En opinión de ambos autores, tanto el capitalismo como el comunismo en su versión pura, habían fracasado. El único horizonte por delante era construir la combinación precisa de Estado, mercado e instituciones democráticas para garantizar la paz, la integración, el bienestar y la estabilidad. En el plano internacional, un nuevo orden mundial era erigido a través de los acuerdos de Bretton Woods, y se crearon diversas instituciones como la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, que tenían como finalidad contribuir a la estabilización de las relaciones internacionales. Asimismo, se incentivó el libre comercio de bienes mediante un sistema de tipos de cambio fijos, sujeto a la convertibilidad del dólar estadounidense en oro a un precio fijo. Los tipos de cambio fijos eran incompatibles con la libertad de los flujos de capital que tenían que ser controlados, pero Estados Unidos tenía que permitir la libre circulación del dólar más allá de sus fronteras si el dólar iba a funcionar como moneda de reserva global. Este sistema existió bajo el paraguas protector de la potencia militar de Estados Unidos. Únicamente la Unión Soviética y la Guerra Fría imponían un límite a su alcance global. (p. 16)

Como resultado de los procesos anteriores, en Europa surgieron una serie de Estados «socialdemócratas, democristianos y dirigistas»; Estados Unidos tendió hacia la democracia liberal y Japón, para agilizar su reconstrucción, hacia una democracia gobernada por una rígida burocracia. Todos ellos tenían en común, sin embargo, «la aceptación de que el Estado debía concentrar su atención en el pleno empleo, en el crecimiento económico y en el bienestar de los ciudadanos, y que el poder estatal debía desplegarse libremente junto a los procesos del mercado -o, si fuera necesario, interviniendo en él o incluso sustituyéndole-, para alcanzar esos objetivos (p. 17). Es decir, seguían unas políticas comúnmente denominadas keynesianas, entre las cuales se daba por sentado que las políticas de mercado estaban, y debían estar, constreñidas por un cerco estatal regulador que velase por el interés común y ciertas industrias o áreas quedaban bajo la tutela del mercado (como el carbón, el acero, las telecomunicaciones o las fuentes de energía). Esta organización político-económica recibe actualmente el nombre de «liberalismo embridado», según Harvey.

Dentro del keynesianismo (o del liberalismo embridado) se consiguió un cierto control tanto de las crisis cíclicas del capitalismo como de las pugnas entre las distintas clases sociales, con fuerte presencia de los sindicatos y de fuerzas de la izquierda política.

A finales de la década de 1960 el liberalismo embridado comenzó a desmoronarse, tanto a escala internacional como dentro de las economías domésticas. En todas partes se hacían evidentes los signos de una grave “crisis de acumulación de capital”. El crecimiento tanto del desempleo como de la inflación se disparó por doquier anunciando la entrada en una fase de “estanflación” global que se prolongó durante la mayor parte de la década de 1970. La caída de los ingresos tributarios y el aumento de los gastos sociales provocaron crisis fiscales en varios Estados (Gran Bretaña, por ejemplo, tuvo que ser rescatada por el FMI en la crisis de 1975-1976). Las políticas keynesianas habían dejado de funcionar. Ya antes de la Guerra árabe-israelí y del embargo de petróleo impuesto por la OPEP en 1973, el sistema de tipos de cambio fijos respaldado por las reservas de oro establecido en Bretton Woods se había ido al traste. (p. 18)

Los dólares, acumulados también en bancos europeos, habían escapado del control de Estados Unidos. Se abandonó el patrón oro y pronto se dejaron atrás, también, los esfuerzos por controlar la fluctuación de los tipos de interés. ¿Cuál debía ser el nuevo rumbo a seguir?

Hubo diversas respuestas. Por parte de la izquierda europea, se propuso un contraataque, reforzar las doctrinas socialistas, mayor control empresarial, tal vez un socialismo de mercado más abierto (dependiendo del país). La batalla se congregó en dos frentes: un poder político de izquierdas que no podría hacer frente a los intereses capitalistas «a favor de la planificación central» y que, cuando alcanzó el poder, en general acabó defraudando a sus votantes y optando por la solución contraria; y los que estaban a favor de la liberación de toda restricción a las libertades de mercado.

Cómo, de ese momento, surgió el neoliberalismo, es la cuestión que aborda Harvey. Viso en retrospectiva, parece un fait accompli; pero no lo era en el momento y no lo fue hasta, por ejemplo, haberse establecido el Consenso de Washington con Clinton y Blair. De hecho, en un primer momento ganó el frente de izquierdas: numerosos partidos de izquierda llegaron al poder e incluso se lanzaron propuestas comunistas (por ejemplo, en Suecia, «el plan Rehn-Meidner proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores/propietarios de participaciones», p. 20).

Los ejemplos de Chile y Argentina (donde hubo un golpe de Estado en el primero, y la toma del poder por los militares en el segundo, ambos «promovidos internamente por las clases altas con el apoyo de Estados Unidos») ofrecía una solución.

Gérard Duménil y Dominique Lévy, tras una cuidadosa reconstrucción de los datos existentes, han concluido que la neoliberalización fue desde su mismo comienzo un proyecto para lograr la restauración del poder de clase. Tras la implementación de las políticas neoliberales a finales de la década de 1970, en Estados Unidos, el porcentaje de la renta nacional en manos del 1 % más rico de la sociedad ascendió hasta alcanzar, a finales del siglo pasado, el 15 % (muy cerca del porcentaje registrado en el periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial). El 0,1 % de los perceptores de las rentas más altas de éste país vio crecer su participación en la renta nacional del 2 % en 1978 a cerca del 6 % en 1999, mientras que la proporción entre la retribución media de los trabajadores y los sueldos percibidos por los altos directivos, pasó de mantener una proporción aproximada de 30 a 1 en 1970, a alcanzar una proporción de 500 a 1 en 2000. (p. 23).

La noeliberalización puede ser interpretada, asegura Harvey, como un proyecto utópico que trata de reorganizar el capitalismo internacional… o «como un proyecto político para restablecer las condiciones para la acumulación de capital y restaurar el poder de las elites económicas» (p. 24). Harvey está convencido, y trata de demostrar en el libro, que se trata del segundo caso. Y una de las pruebas más evidentes es que, cada vez que ha habido un conflicto entre los principios neoliberales y los intereses de clase, han ganado los segundos. Sin ir muy lejos, por ejemplo, todos los rescates bancarios que se dieron en la crisis de 2008 atentaban contra los principios neoliberales; pero, por supuesto, fueron aplicados y ninguno, o una minoría, de los responsables ha sido juzgado.

Rastreando la historia del neoliberalismo, Harvey recurre a la Sociedad Mont Pelerin en 1947 (como ya vimos hacer a Urry en Offshore, por ejemplo). «Los miembros del grupo se describían como “liberales” (en el sentido europeo tradicional) debido a su compromiso fundamental con los ideales de la libertad individual. La etiqueta neoliberal señalaba su adherencia a los principios de mercado libre acuñados por la economía neoclásica, que había emergido en la segunda mitad del siglo XIX (gracias al trabajo de Alfred Marshall, William Stanley Jevons, y Leon Walras) para desplazar las teorías clásicas de Adam Smith, David Ricardo y, por supuesto, Karl Marx.» (p. 27).

Los miembros del grupo recibieron pronto apoyo financiero y político. Se puso en el mismo saco a todas las políticas que atentaban contra el libre mercado: «el socialismo, la planificación estatal y el intervencionismo keynesiano», el marxismo. En los 70, este movimiento empezó a dar fruto, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, especialmente con la creación de centros (think-tanks neoliberales) como el Institute of Economic Affairs de Londres, la Heritage Foundation en Washington y la creciente influencia dentro de la academia de la figura de la Universidad de Chicago Milton Friedman. «La teoría neoliberal ganó respetabilidad académica gracias a la concesión del Premio Nobel de Economía a Hayek en 1974 y a Friedman en 1976. Este particular premio, aunque asumió el aura del Nobel, no tenía nada que ver con los otros premios y fue concedido bajo el férreo control de la elite bancaria sueca.» (p. 28) Luego, esos pensamientos teóricos se llevaron a la práctica, en primer lugar, en la figura de Margaret Thatcher. Una de sus declaraciones fue que no existía «eso que se llama sociedad, sino únicamente hombres y mujeres individuales»; y, por lo tanto, los derechos eran de los individuos; la propiedad privada, la responsabilidad personal, los valores familiares.

Si en mayo del 79 Thatcher alcanzaba el poder, en octubre del mismo año Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos durante el mandato de Carter, dio un giro de 180 grados a la política monetaria estadounidense. Las políticas fiscales keynesianas, que tenían el pleno empleo como objetivo, fueron abandonadas en aras de una política que pretendía controlar la inflación «con independencia de las consecuencias que pudiera tener sobre el empleo» (p. 30). El «shock de Volcker», como sería conocido a partir de ese momento, «ha de ser interpretado como una condición necesaria pero no suficiente de la neoliberalización». El otro paso necesario era el apoyo del Estado a dichas políticas con sus acciones; y ése fue el momento de la llegada de Reagan al poder, en 1980.

La política de desregulación de todas las áreas, desde las líneas aéreas hasta las telecomunicaciones y las finanzas, abrió nuevas zonas de libertad de mercado sin trabas a fuertes intereses corporativos. Las exenciones fiscales a la inversión fueron, de hecho, un modo de subvencionar la salida del capital del nordeste y del medio oeste del país, con altos índices de afiliación sindical, y su desplazamiento hacia la zona poco sindicalizada y con una débil regulación del sur y el oeste. El capital financiero buscó cada vez más en el extranjero mayores tasas de beneficio. La desindustrialización interna y las deslocalizaciones de la producción al extranjero, se hicieron mucho más frecuentes. El mercado, representado en términos ideológicos como un medio para fomentar la competencia y la innovación, se convirtió en un vehículo para la consolidación del poder monopolista. Los impuestos sobre las empresas se aminoraron de manera espectacular y el tipo impositivo máximo para las personas físicas se redujo del 70 al 28 % en lo que fue descrito como «el mayor recorte de los impuestos de la historia». (p. 32)

Sucedió otro hecho colindante con el anterior. «La subida del precio del petróleo de la OPEP que sucedió a su embargo en 1973 otorgó un enorme poder financiero a los Estados productores de petróleo, como Arabia Saudita, Kuwait y Abu Dhabi». Estados Unidos llegó a preparar la invasión de estos países, según han revelado informes desclasificados del servicio de inteligencia británico, para restaurar el flujo del petróleo. Sea como fuese, y seguramente bajo la amenaza de la invasión, los saudíes aceptaron «reciclar todos sus petrodólares a través de los bancos de inversión de Nueva York». Puesto que Estados Unidos estaba en recesión, su mercado interno no era el mejor objetivo para rentabilizar ese dinero, por lo que buscaron en el exterior: en los gobiernos en vías de desarrollo que estaban ávidos de endeudarse a cambio de posibles mejoras.

El modelo fue el que se había usado en Nicaragua en la década de los años 1920 y 30: escoger un hombre fuerte (Somoza), asistirlo (económica y políticamente) para que éste, su familia y sus allegados puedan erigir un imperio económico y político capaz de frenar a los enemigos de Estados Unidos (en el caso de Nicaragua, Sandino). «Este fue el modelo desplegado después de la Segunda Guerra Mundial durante la etapa de descolonización total impuesta a las potencias europeas ante la insistencia de Estados Unidos» (p. 34), como el derrocamiento del gobierno de Mosaddeq en Irán y la entrega del poder al Sha o el golpe de estado en Chile. Casualmente, el Sha concedió los contratos sobre el petróleo de Irán a compañías estadounidenses.

De este modo, Estados Unidos se lanzó a una carrera de violencia donde no le importó coquetear con todo tipo de dictaduras siempre que pudiesen, a cambio, ayudar a derrotar movimientos insurgentes o socialdemócratas. Y, en este contexto, los bancos de Nueva York pudieron invertir en el resto del mundo, algo que siempre habían hecho pero que, a partir de 1973, hicieron con mayor intensidad, aunque ahora centrados en los préstamos de capital a gobiernos extranjeros. Para ello, claro, necesitaban «la liberalización del crédito internacional», algo que el gobierno estadounidense empezó a apoyar activamente a partir de los años 70.

El siguiente paso fue la purga en el FMI y el Banco Mundial de todo elemento a favor de la intervención keynesiana, algo que sucedió en 1982. A partir de entonces, estas dos instituciones se convirtieron en arietes neoliberales que aceptaban refinanciar la deuda de los países, o concederles créditos, a cambio de «reformas institucionales, como recortar el gasto social, crear legislaciones más flexibles del mercado de trabajo y optar por la privatización», algo que ya reseñamos tanto en las lecturas de, por ejemplo, el Castells de La sociedad red como Raquel Rolnik en La guerra de los lugares.

No obstante, el caso de México sirvió para demostrar una diferencia crucial entre la práctica liberal y la neoliberal, ya que bajo la primera, los prestamistas asumen las pérdidas que se derivan de decisiones de inversión equivocadas mientras que, en la segunda, los prestatarios son obligados por poderes internacionales y por potencias estatales a asumir el coste del reembolso de la deuda sin importar las consecuencias que ésto pueda tener para el sustento y el bienestar de la población local. Si esto exige la entrega de activos a precio de saldo a compañías extranjeras, que así sea. Ésto, en verdad, no es coherente con la teoría neoliberal. Tal y como muestran Duménil y Lévy, uno de los efectos de esta medida fue permitir a los propietarios de capital estadounidenses extraer elevadas tasas de beneficio del resto del mundo durante la década de 1980 y 1990. Los excedentes extraídos del resto del mundo a través de los flujos internacionales y de las prácticas de ajuste estructural contribuyeron enormemente a la restauración del poder de la elite económica o de las clases altas, tanto en Estados Unidos como en otros centros de los países del capitalismo avanzado. (p. 36)

Hablar de la restauración del poder de clase lleva a la problemática de qué entendemos por clase. A pesar de las dificultades, existen ciertas tendencias generales. La más destacable de ellas es que el valor que rige la actividad económica no es el de la producción, sino el de las acciones. «En caso de conflicto entre Main Street y Wall Street, la segunda tendría todas las de ganar. Así pues surge la posibilidad real de que a Wall Street le vaya bien, aunque al resto de Estados Unidos (así como el resto del mundo) le vaya mal. Y durante muchos años, en particular durante la década de 1990, esto es exactamente lo que sucedió. Si el eslogan coreado con frecuencia durante la década de 1960 había sido “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”, en la de 1990 éste se había transformado en que “lo único que importa es que sea bueno para Wall Street” (p. 40).

Por otro lado, la financiarización de todos los aspectos de la sociedad permite la rápida formación de enormes concentraciones de capital (Harvey habla de la familia Walton, propietaria de Wal-Mart, o del mexicano Carlos Slim, pero los ejemplos son inagotables). Estas familias y empresas, pese a que siguen perteneciendo a un Estado en concreto, sin duda han estrechado sus relaciones inter y multinacionales.

Para acabar el primer capítulo, Harvey reflexiona sobre el significado de la libertad de la mano de Karl Polanyi, autor de La gran transformación. Crítica del liberalismo económico (1944). Polanyi sostenía que existían dos tipos de libertades: unas buenas y unas malas. El segundo grupo incluía el derecho a la explotación del prójimo, a obtener unas ganancias abominables sin prestar un servicio similar a la comunidad, a impedir que las innovaciones tecnológicas fuesen usadas para la mejora de la sociedad o la de beneficiarse económicamente de desgracias y calamidades. Claro que el neoliberalismo garantiza otras libertades: la de conciencia, expresión, reunión, asociación o libre elección del propio trabajo. Pero, destacaba Polanyi, no había que olvidar que estas segundas libertades, que son buenas, son, también, «un subproducto del mismo sistema económico» que también es responsable de las otras.

En la siguiente entrada veremos la construcción del consenso, es decir, los pasos que hubo que dar para que el neoliberalismo, aceptado en círculos empresariales y políticos, acabase calando como ideología en la sociedad.