En las próximas entradas vamos a comentar algunos de los artículos que hemos leído durante el postgrado «Antropología de la arquitectura«, del que ya llevamos algunas entradas (y que nos ha mantenido algo alejados del blog durante la redacción del ensayo final, que abordaba algunos aspectos de las Superillas de Barcelona). Empezamos con «Espacios públicos, sociabilidad y orden urbano. Algunas reflexiones desde la ciudad de México sobre el auge de las políticas de revitalización urbana» (Cuestión Urbana, Año 2, Nro 2, 2017, ps. 15-28), de la maravillosa antropóloga mexicana Ángela Giglia, un verdadero descubrimiento (y de la que lamentablemente acabamos de descubrir que falleció en 2021). El artículo reflexiona sobre la importancia desmesurada que se atribuye desde hace algunos años al concepto de «espacio público», sobre todo desde los aspectos morales que se vinculan con dicho concepto y su supuesta capacidad para «incidir sobre la sociabilidad de una forma directa y lineal» (p. 16).
Considero que esta idea es la versión más actual de una falacia recurrente en los planteamientos arquitectónicos y urbanísticos, la falacia del determinismo espacial. En este texto propongo una reflexión crítica en torno a esta tesis -de que una mejora en la forma del espacio conlleva una mejora de la sociabilidad- (…) En el fondo de dicha reflexión yacen unas preguntas que pueden formularse de este modo: ¿Por qué el espacio público se ha vuelto tan importante en las últimas décadas en el discurso sobre las ciudades? ¿Es posible mejorar la sociedad a partir de mejorar los espacios públicos urbanos? ¿Existe alguna relación entre el auge de la renovación de espacios públicos y la forma como la economía global está transformando las ciudades? (p. 16, el destacado es nuestro)
Las tres preguntas ya son, en sí, una declaración de intenciones y Giglia no disimula su convicción de que la importancia del espacio público no surge de la necesidad o voluntad por parte de las autoridades de mejorar las calles de las ciudades sino que tiene una estrecha relación con las necesidades sobre el espacio, la sociabilidad y el comportamiento en determinados espacios públicos que requieren las ciudades mercantilizadas.
Este discurso se conoce en la actualidad como «place making» y tal vez uno de sus máximos exponentes sean las tesis de Jan Gehl, arquitecto y urbanista danés (del que ya reseñamos algunas obras, por ejemplo Ciudades para la gente). Gehl y su estudio empezaron con actuaciones cerca de su Dinamarca natal, pero sus políticas (básicamente: espacio peatonal y amable, bicicletas, comercios para los caminantes y no para los coches) se han ido ampliando a muchas ciudades del mundo.
El place making consiste literalmente en hacer lugares mediante el diseño arquitectónico y la planeación (con o sin la participación de los usuarios y los habitantes). “Hacer un lugar” es algo que desde el punto de vista de las ciencias sociales urbanas -baste pensar en la famosa definición de lugar y de no-lugar propuesta por Marc Augé (1995)- es un objetivo extremadamente complejo y difícil de alcanzar a partir del mero diseño del espacio, si aceptamos que los lugares, además de ser espacios físicos (y a veces no necesariamente físicos sino imaginados o virtuales), son sobre todo sitios provistos de un significado colectivo y simbólico reconocido y reconocible, lo cual es el resultado de procesos sociales e históricos casi siempre largos, contradictorios, impredecibles y estratificados. (p. 18).
Paradójicamente, y a pesar de lo concreto que es un lugar determinado, las recetas que se aplican son siempre genéricas y estandarizadas. De hecho, rastreando el place making es fácil llegar a las tesis de William H. Whyte en The Social Life of Small Urban Spaces, aunque en la actualidad se invierte la ecuación: si Whyte y su equipo estudiaron espacios concretos de alta sociabilidad en Manhatta, Nueva York, y de ahí extrajeron las recetas del éxito (ojo: recetas de lugares concretos de un distrito concreto de una ciudad concreta), luego esas mismas recetas se podían aplicar en todas partes con el supuesto de que iban a funcionar igual. Es lo que sucede con Gehl: aplicamos recetas genéricos y, a partir de ahí, y de forma espontánea, se supone que el espacio va a cambiar y la sociabilidad que se lleva a cabo en ella también lo hará.
Giglia destaca lo inverosímil de estas recetas genéricas al comparar los consejos de Whyte (por ejemplo, en las plazas de Nueva York las personas preferían ocupar los espacios periféricos) con un lugar tan lleno de vida como el Zócalo, de México, que no deja de ser un enorme espacio vacío repleto de vida, especialmente en su centro. «En suma, las recomendaciones sobre la mejor manera de acondicionar un espacio público necesitan ser adecuadas a cada contexto socio cultural y espacial y partir de un estudio del orden urbano local, es decir del conjunto de las reglas formales e informales que en cada espacio organizan sus usos posibles con base en un entramado especifico de relaciones sociales entre actores diversos y desiguales» (p. 19).
Giglia destaca cómo, a pesar de que ya en los años 60 Jacobs avisaba, en Muerte y vida de las grandes ciudades, de que no había recetas genéricas y que cada caso era concreto y merecía su estudio determinado; o incluso que el Castells de La cuestión urbana ya refutaba la existencia de una «ideología urbana» independiente de los contextos, y «sostenía que lo que hay que analizar es mas bien la interacción entre las estructuras sociales –con en el centro las relaciones de producción– y las estructuras espaciales» (p. 20), «es difícil no calificar como una suerte de retroceso las actuales políticas de renovación de espacios públicos inspiradas en el place making que recorren las ciudades del globo en todas las direcciones con propuestas increíblemente semejantes a pesar de las grandes diferencias socioculturales y geográficas entre una ciudad y la otra» (p. 20).
¿O no será que el espacio público se ha convertido en el eje de la actual ideología urbana, es decir en un discuro que apunta a normalizar las relaciones sociales en la ciudad para beneficio de los intereses de los sectores dominantes? (p. 21, el destacado es de Giglia).
La propia Giglia destaca que ésa es la tesis de Manuel Delgado, al que hemos reseñado un sinnúmero de veces en el blog. «De ser cierta esta tesis, los efectos benéficos que la renovación de espacios públicos conllevaría (…) serían reales sólo para unos cuantos usuarios o habitantes de dichos espacios, quedando excluidos todos aquellos que no embonan con el ideal de ciudadano moderno y transeúnte/turista para quienes los lugares que resultan de los procesos de place making son destinados» (p. 21).
En efecto, y estudiando el caso de México, lo que acaba sucediendo es que se criminalizan ciertas actividades en el espacio público que, en general, llevan a cabo las personas con menos recursos, las que «utilizan la calle como un espacio para vivir y para ganarse la vida mediante el trabajo informal, la mendicidad u otras actividades ilegales» (p. 22), mientras se sancionan todas aquellas actividades que tiene que ver con el turismo, el ocio o el consumo. La Ley de cultura cívica de la Ciudad de México, por ejemplo, impide la mendicidad, ilegaliza toda actividad de venta de diversos productos y la prestación de «servicios no requeridos» (desde la prostitución hasta actuaciones como mimos o músicos) y, sin embargo, destaca Giglia, esas actividades siguen sucediendo. Porque la aplicación de la ley «resulta sujeta a la discrecionalidad y a la arbitrariedad de los custodios del orden público», lo que da pie a la negociación y la corrupción; y a la incertidumbre que acaban viviendo estas personas, susceptibles en cualquier momento de ser detenidas.
Lo mismo sucedió en uno de los mayores parques de la ciudad, la Alameda. Parque popular y de uso intensivo, sufrió una remodelación para adecuarlo a nuevos usos, más correctos, como el de asistir a conciertos o exposiciones artísticas e impidiendo que las personas se tumbasen allí para dormir o descansar o comer.
Actividades como los bailes que se organizaban los sábados por la tarde o los grupos religiosos que acudían al parque para congregarse y predicar sin necesidad de una convocatoria institucional, las decenas de personas que se reunían para asistir a los espectáculos de los mimos y payasos y muchas otras parecidas, no fueron consideradas como apropiadas después de la renovación y fueron reprimidas o confinadas en las orillas, fuera del perímetro del parque, contribuyendo a acrecentar las desigualdades y la fragmentación entre una porción del espacio y los espacios contiguos. (p. 25).
No sólo la venta está prohibida: patinar, ir en bicicleta, pasear al perro y, en definitiva, todo lo que suponga un uso inadecuado del mobiliario público, dejando a discreción, de nuevo, d la policía, qué se considera uso adecuado y qué es inadecuado. Como destaca Giglia, en general lo único que se puede hacer en el parque es caminar y sentarse en los bancos a mirar a los demás.
Con estos dos casos como ejemplo, Giglia concluye dos hechos: el primero, la falsa ingenuidad del place making, que con la excusa de crear un espacio de calidad en realidad lo que hace es seleccionar quién es y quién no es un ciudadano adecuado para un determinado espacio; creando, en definitiva, usuarios. Y el segundo hecho, mucho más esperanzador, es «que las normas no se imponen de manera simple y lineal», sino que «se enfrentan a la resistencia y a la oposición (tanto abierta como encubierta) por parte de los usuarios» (p. 26).
En otras palabras, al fijarse en querer imponer únicamente los usos deseables el diseño del espacio omite prever los muchos otros usos posibles, lo que complica las cosas en el momento de aplicar las reglas. Es decir que en lugar de hacer un ejercicio de imaginación que ponga en relación un cierto espacio con su entorno urbano y con el orden urbano en cual está inmerso, se prefiere restringir, pautar, acondicionar para ciertos usos únicamente. Por ejemplo, en el caso de la Alameda nadie pensó que las fuentes remodeladas con atractivos juegos de aguas serían un motivo de diversión infinita para niños y adolescentes con sus familias, en una ciudad en donde el clima vuelve muy atractivo durante casi todo el año darse una refrescada en las horas más calurosas del día. En las tardes soleadas las fuentes de la Alameda se abarrotan de chicos y chicas mojándose y jugando con los chorros intermitentes, mientras los padres y los abuelos aguardan alrededor con la toalla y muda de ropa lista para cuando sea el momento de irse. Las bancas de mármol en los alrededores de las fuentes son usadas como tendederos para poner las prendas a secar. En suma, la sociabilidad popular se renueva y vuelve a apropiarse de un espacio que se quería depurado de usos descontrolados y “poco cívicos”. El baño colectivo en las fuentes se ha convertido en un problema serio para la administración del parque, ya que no se puede impedir algo que no está prohibido en el reglamento y que además atrae una cantidad masiva de personas, familias enteras de sectores populares que proceden de toda el área metropolitana y que de este modo se reapropian de la Alameda desde sus gustos, con sus posibilidades y sus necesidades. (p. 26).
Lo cual nos recuerda a una frase de William Gibson que le leímos al Townsend de Smart Cities y que se ha convertido poco a poco en uno de los lemas del blog: «The Street finds its own uses for things». Que viene a decir que, aunque la imposición neoliberal sobre el espacio público sea creciente, y haya que luchar contra ella con todas nuestras herramientas, siempre queda ese resquicio de esperanza y de imposibilidad de controlar, por completo, lo urbano.