La cultura de las ciudades, Lewis Mumford

El americano Lewis Mumford (1895-1990) fue un erudito excepcional. Sin embargo, donde, por ejemplo, Lluís Duch, antropólogo al que admiramos en el blog (Antropología de la ciudad I, II y III) siempre deja claras sus fuentes y los lugares de donde bebe, Mumford mezcla en sus exposiciones historia, sociología, psicología y cualquier otra disciplina que le sea necesaria. Sus puntos de vista se mezclan con la narración de los hechos hasta el extremo de que no se sabe si se está leyendo una sucesión de hechos o la visión, muy particular, de estos hechos. Es algo que Mumford nunca esconde; y uno decide si se deja llevar o si prefiere evitarlo.

De él ya reseñamos la monumental La ciudad en la historia, una obra de mil páginas publicada en el año 1961 que recoge y amplía un texto anterior, publicado en 1938 y que es el que reseñaremos a continuación: La cultura de las ciudades. La ciudad en la historia es un estudio de la evolución del concepto de ciudad desde la prehistoria hasta la que, para Mumford, siempre fue la gran debacle de la urbe: la ciudad industrial. La misma tesis presenta en La cultura de las ciudades, pero aquí empieza por una breve introducción con la ciudad medieval y ya da el salto a la industrial para luego tratar de adivinar su posible evolución.

Mumford fue un regionalista. Gran admirador del británico Patrick Geddes, al que dio a conocer en Estados Unidos y del que se convirtió en portavoz involuntario (parece que Geddes era de una exposición densa y costaba de leer; a diferencia de Mumford, que escribía como los ángeles y sus obras más parecen novelas agradables que áridos ensayos ), para Mumford la ciudad era un todo orgánico que comprendía el entorno y la historicidad que le eran propias.

La edición que leemos [pepitas de calabaza, 2018, traducción de Julio Monteverde] incluye una introducción del propio Mumford escrita en 1970 donde se glosa a sí mismo, a lo importante de su visión y a lo contento que está porque dos de las ciudades jardín de su admirado Ebenezer Howard se hayan puesto en práctica a pesar de las críticas de voces como Jane Jacobs «que se oponen a ella». En efecto: Mumford era una de las bestias negras de Jacobs; o Jacobs de Mumford, como prefieran. La primera acusaba al segundo de odiar las ciudades. Lo cierto es que Mumford adolece de las aglomeraciones y la densidad y le parecen antinaturales y que la ciudad ha perdido su rumbo; en bastantes momentos se lo percibe como una persona amante de la paz y el sosiego del campo; frente a Jacobs, que era capaz de leer ensayos mientras esquivaba borrachos en el bar de la esquina. Richard Sennett confrontó las teorías de uno y otra en Construir y habitar: y pese a que siempre había abogado por las teorías de la microgestión de la ciudad de Jacobs (se sobreentiende: de las personas que habitan en la ciudad), enfrentado a la enormidad de las ciudades chinas, a tener que plantear un espacio vacío en el que en diez años vivirán dos, tres o cuatro millones de personas, Sennett acabó admitiendo que las teorías de Mumford (el regionalismo, la ciudad orgánica, la organización desde arriba) le parecían más válidas para ese contexto.

Sin más, reseñamos la introducción.

La ciudad, tal y como la encontramos en la historia, es el punto de máxima concentración del poder y la cultura de una comunidad. Es el lugar donde los rayos difusos de muchas y diferentes luces de la vida se unen en un solo haz, ganando así tanto en eficacia como en importancia social. La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada: es el lugar donde se sitúan el templo, el mercado, el tribunal y la academia. Aquí, en la ciudad, los beneficios de la civilización son multiplicados y acrecentados. Es aquí donde el ser humano transforma su experiencia en signos visibles, símbolos, patrones de conducta y sistemas de orden. Es aquí donde se concentran los esfuerzos de la civilización y donde en ocasiones el ritual se transforma en el drama activo de una sociedad totalmente diferenciada y consciente de sí misma. (p. 15)

«En la ciudad el tiempo se hace visible», dice más adelante; porque es una construcción que deja rastro, permanente, donde la historia se amontona y hay que construir teniéndola presente. «Los edificios, los monumentos y las vías públicas -más accesibles que los registros escritos, y más a la vista de las grandes cantidades de hombres que las construcciones dispersas del campo- dejan una huella profunda incluso en la mente de los ignorantes o los indiferentes». «La ciudad es, a la vez, una herramienta física de la vida colectiva y un símbolo de los objetivos y acuerdos colectivos que aparecen en tales circunstancias favorables. Junto con el idioma, es la mayor obra de arte del hombre.»

Sin embargo, la ciudad industrial rompe ese equilibro y se somete a una única preocupación: la obtención de beneficio. «Las nuevas ciudades se desarrollaron sin poder aprovecharse de un saber social coherente o de un esfuerzo social organizado: carecían de los antiguos y útiles caminos urbanos de la Edad Media o del confiado orden estético del periodo barroco; de hecho, un campesino holandés, en su pequeña aldea sabía más respecto al arte de vivir en comunidad que un concejal de ayuntamiento de Londres o Berlín en el siglo XIX. Los hombres de Estado, que no vacilaron en agrupar una gran diversidad de intereses regionales en estados nacionales, o en tejer imperios que rodeaban el planeta, no lograron producir siquiera el esbozo de un barrio decente.»

Porque los concejales del XIX no trataban de recrear comunidades, sino de gestionar sociedades. No entraremos aquí en la defensa de las condiciones de vida de los proletarios en las ciudades industriales, que todo registro histórico coincide en que eran nefastas; pero Mumford cae en la idealización de una época medieval idílica donde el agricultor daba con alegría los buenos días al señor feudal.

«Salvo en lo que se refería a su patrimonio histórico, la ciudad como materialización del arte y de la técnica colectiva se desvanecía». En Europa aún existían ciudades medievales con las que coexistir y a las que, en general, la ciudad industrial rodeó (o arrolló, como Haussmann en París); pero en Norteamérica, sin un pasado tan visual, «el resultado fue la creación de un entorno despiadado y licencioso y un vida social mezquina, opresora y desorientada».

Hoy no sólo nos encontramos frente a la ruptura social original. Nos enfrentamos también a los resultados físicos y sociales acumulados de esa ruptura: paisajes devastados, distritos urbanos ingobernables, focos de enfermedad, capas de hollín y kilómetros y kilómetros de barrios miserables estandarizados desparramándose por la periferia de las grandes ciudades y fusionándose con sus inútiles suburbios. En pocas palabras: un fracaso general y una derrota del esfuerzo civilizatorio.»

Es cierto que las ciudades en los años 30 del siglo anterior no afrontaban su mejor momento: el hacinamiento de la ciudad industrial aún estaba presente y las propuestas del racionalismo arquitectónico (de Le Corbusier, vaya) de llevarse a los trabajadores al extrarradio y amontonarlos en piso sobre piso (como sucedió en general en Europa), o las de situarlos a lo largo de suburbios de casas unifamiliares (como sucedió en Estados Unidos) aún no habían empezado. Sin embargo, en Chicago en los años 30 ya surgía una nueva sociología urbana, la Escuela de Chicago, que empezaba a darse cuenta de que los habitantes de los barrios de la ciudad seguían tejiendo relaciones y creando comunidad, aunque lo hiciesen de modo distinto. El gran problema de Mumford es que no vio, o no quiso ver, que se crean tantos vínculos en un pueblo alemán medieval de mil habitantes como en un barrio conflictivo de Chicago o Nueva York: las relaciones son distintas, claro, el contexto también lo es, y la comunidad permite un conocimiento pleno de las personas (quién es quién y cuáles son sus circunstancias) que la ciudad no permite; pero las estructuras de acogida (citando a Duch) siguen ahí, abiertas a incorporar miembros a la comunidad sea en un pueblo, en una banda callejera de las 1313 que había en Chicago (The Gang, de Trasher) o en un taxi-dance hall (Paul Crassey) donde se puede pagar para bailar con chicas hermosas.

Mumford siempre vaticinó que sus estudios serían olvidados; según él, porque eran demasiado incómodos para su época, que no quería escuchar las verdades que él proclamaba. En el caso del urbanismo, lamentablemente, es posible que lo sean por su ceguera a aceptar como ciudad todo aquello que se alejaba de su elección particular.

La ciudad bien temperada, Jonathan F. Rose

Las ciudades son extraordinariamente complejas. La muestra la tenemos en la cantidad diversa de disciplinas que la abordan: desde la antropología y la sociología hasta la economía, la arquitectura, el urbanismo o el diseño. Los estudios urbanos, por ejemplo, requieren una gran cantidad de aprendizajes y se puede llegar a ellos desde multitud de caminos distintos.

Cuando se trabaja sobre la ciudad es esencial mantener dos conceptos a la vez en la mente: lo que existe y lo que uno pretende construir, o hacia dónde pretende guiar lo que ya hay. Jane Jacobs escribió el libro sobre urbanismo mejor valorado de la historia, Muerte y vida de las grandes ciudades, basándose en algo muy sencillo: salir a la calle y observar lo que sucedía. Los primeros capítulos del libro son un ataque frontal a Robert Moses (y Lewis Mumford), el máximo exponente del urbanismo racionalista en Nueva York y muy dado a derribar barrios enteros para construir autopistas. Las tesis de Moses y los suyos en los 60 era que los barrios eran malos y había que ceder espacio al vehículo y a la funcionalización; Jacobs, a base de estadísticas y puro sentido común, les mostró que la vida en los barrios era mucho más rica y segura, además de las redes sociales que existían entre los habitantes de la ciudad.

Cualquier excusa es buena para poner una foto de Jane Jacobs.

Criticamos en su momento La ciudad conquistada, de Jordi Borja, porque no hacía una distinción clara entre lo que era descripción de la ciudad y lo que era su deseo para ella. «Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas.» (p. 352). ¿Por qué la ciudad no puede estar llena de guetos?

Cada cual tiene su visión distinta; eso es válido. Pero ayuda cuando los argumentos que la sostienen son universales y no personales. Tanto Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas) como Richard Sennett (El declive del hombre público) dejan claro que defienden un espacio público heterogéneo, confuso, fruto de la mezcla, porque es la única forma en que los ciudadanos pueden educarse ante la diferencia y lo que es la base de la antropología: el otro, la alteridad. Las comunidades son abominables: lo dijo Sennett claramente y lo ha repetido (Construir y habitar), porque la forma más fácil de crear lazos estrechos es buscando enemigos comunes.

En otros casos, la ideología tras la ciudad que uno defiende ni siquiera queda implícita pero empapa toda la visión: El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser, decía, sin decir, que las ciudades son buenas cuando dan dinero. Son buenas cuando consiguen aumentar su PIB, son buenas cuando atraen a personas con alto nivel adquisitivo y las mantienen, son buenas cuando sus habitantes disponen de dinero. «En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.» (p. 103) La ciudad, entendida como cúspide del capitalismo; pero sin tener en cuenta todas las tribulaciones que el capitalismo conlleva, como la inflación del alquiler por la entrada de los grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario o la turistificación de la ciudad mediante, entre muchos otros, Airbnb.

Si citamos El triunfo de las ciudades es porque La ciudad bien temperada, del urbanista y agente inmobiliario Jonathan F. P. Rose, se le parece bastante. La tesis de Rose, que establece un símil con el equilibrio musical que buscaba Bach en su obra El clave bien temperado, es que hay cinco cualidades necesarias para que una ciudad funcione bien: coherencia, circularidad, resiliencia, comunidad y compasión. ¿Cuál es el problema? Que ninguna de estas virtudes se nos explicita claramente: son sólo indicaciones morales de cómo se deberían gestionar las ciudades.

No hay una tesis clara en el libro de Rose. Hay muchos datos, muchos epígrafes, muchos temas mezclados y muy pocas ideas de fondo. O, mejor dicho, hay tantas que nunca se sabe hacia qué lugar apuntan. Se hace un resumen correcto de la historia urbana escogiendo ciudades puntuales y explicando qué aportaron; pero no cómo las ciudades que vinieron después adoptaron esas características y las hicieron propias. Se habla de que la creación de comunidad es buena; ¿pero de qué tipo, cómo se consigue en una ciudad caracterizada por la heterogeneidad y las sacudidas capitalistas? Se dice que la smart city puede ayudar y se habla de Songdo, pero no se entra en detalle sobre la propiedad del software o la intrusividad para los ciudadanos.

Imaginemos una ciudad con las viviendas sociales de Singapur, la educación pública de Finlandia, la retícula inteligente de Austin, la cultura de la bicicleta de Copenhage, la producción de alimentos de Hanói, el sistema de alimentos regionales de Florencia… (p. 41)

El párrafo anterior sigue y sigue, enumerando todas las buenas cualidades de muchas ciudades. Imaginemos una ciudad con todas esas características: no sería ninguna de ellas.

Recientemente han añadido a Netflix un programa sobre la humorista americana Fran Lebowitz que se titula, precisamente, «Pretend it’s a city»: Supongamos que es una ciudad. Habla sobre Nueva York, la niña de los ojos de la humorista, la ciudad en la que lleva cinco décadas y a la que critica en cada una de sus intervenciones. No deja títere con cabeza; y, sin embargo, también queda muy claro que no va a abandonar su ciudad. Nueva York es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva; pero es su ciudad y está orgullosa de vivir en ella.

El metro de Barcelona es tristemente famoso por la gran cantidad de carteristas que hay en él, sobre todo en las zonas céntricas. Pero eso no es sólo una característica de la ciudad, sino del sistema legal español, que no tiene una medida verdaderamente eficiente para luchar contra ese tipo de crimen. En el metro de Berlín, los revisores van vestidos con ropa de calle: al acceder al vagón, cuando se cierran las puertas, muestran su identificación y solicitan a los viajeros sus billetes. Si fuesen uniformados, quienes viajan sin billete los verían y se limitarían a escapar. Y esto es, también, un reflejo de la sociedad alemana.

Ginebra y Vancouver son ciudades seguras y siempre ocupan posiciones altas en los índices de mejores lugares donde vivir. Son, también, profundamente aburridas, sin nada interesante por hacer ni nada que contemplar por la calle. Eso es lo que hace interesante a Nueva York: pese a las muchas quejas que Lebowitz tenga, todas ellas forman lo que vale la pena mirar, lo que interesa a los demás: la vida urbana.

Las ciudades son redes complejas donde coinciden una gran masa de población heterogénea, los flujos del capital, los flujos migratorios, las redes de cultura, finanzas, crimen, narcotráfico y todas cuanto se imaginen. Considerarlas como una serie de piezas independientes, como un LEGO que puede ser ensamblado a voluntad sin tener en cuenta el resto de elementos, parece una forma errónea de abordarla.

La carta de Atenas (1933) y la llegada de la zonificación

En 1928 se reunió el primer Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en Sarraz, en Suiza. Al término del CIAM publicaron un pequeño extracto donde daban a conocer sus intenciones, que eran:

  • asumir que la arquitectura y el urbanismo habían cambiado con la llegada del «maquinismo» (es decir, los cambios provocados en una era donde la técnica cada vez tenía más presencia) y que era necesaria una nueva forma de concebir ambas, así como las ciudades;
  • «las tres funciones fundamentales para cuya realización debe velar el urbanismo son 1), habitar, 2), trabajar, 3), recrearse».

Sí, si conocen un poco el tema verán que falta la cuarta.

Volvieron a reunirse en 1929 en Frankfurt, en 1930 en Bruselas y en 1933 en Atenas, el más conocido de los congresos y del cual surgió la famosísima publicación La carta de Atenas. Antes de avanzar sus conclusiones, situemos la época: si recurrimos al libro de Peter Hall Ciudades del mañana, recordaremos que en la década de los años veinte se daba preeminencia al concepto de Geddes que Mumford trasladó a América unos años después: la planificación regional. Surgida del estudio de los valles de la Provenza francesa, la planificación regional entendía que cada ciudad se erigía como el centro de una región concreta que debía tener en cuenta para su planificación. Las ciudades francesas de los valles habían recogido y concentrado lo mejor de la ecología de cada una de sus zonas, a menudo limitadas por montañas y conformadas por valles; lo mismo debían hacer todas las ciudades del mundo.

De ahí la primera parte de La carta de Atenas, que describe la ciudad como un ente situado en una región que hay que tener en cuenta para su planificación.

1.

La ciudad no es más que una parte del conjunto económico, social y político que constituye la región.

Empieza con esas palabras, precisamente. Las Generalidades, que constituyen esta primera parte, no dicen mucho más: que las ciudades cambian, que es normal, y que el maquinismo ha llegado y ha supuesto toda una serie de cambios para las ciudades que éstas deben asumir e incorporar. Por maquinismo (supongo que una traducción adecuada a nuestros días sería técnica o avances tecnológicos) entendían en el CIAM las nuevas técnicas arquitectónicas que permitían construir edificios de altura superior a 6 u 8 plantas (en la época se estaban empezando a levantar rascacielos) y la generalización de los vehículos a motor.

La segunda parte, que constituye el grueso del manifiesto, se divide en cuatro partes: Habitación, Esparcimiento, Trabajo y Circulación, que son las cuatro tareas que los ciudadanos deben llevar a cabo en la ciudad y para las cuales la ciudad debe estar edificada. Sí, si se han fijado, antes eran tres tareas y ahora se añade una cuarta: la circulación.

Empecemos por el tema de la vivienda. El presupuesto de La carta de Atenas es que las ciudades están mal edificadas. Debido tanto a una falta de planificación como a los vaivenes de la historia (la Revolución Industrial, por ejemplo, que llevó a miles de campesinos a los entornos urbanos en situaciones deprimentes), las ciudades en la época, considera el CIAM, eran lugares horrendos, densos y muy poco higiénicos. Las situaciones antes descritas habían generado viviendas alejadas de lo que se considera «el entorno natural», algo necesario para el ser humano, y que consiste en tener luz, aire y zonas verdes en la proximidad. Ésas son las tres materias primas del urbanismo: luz, vegetación y espacio.

14.

Las zonas favorecidas están ocupadas generalmente por las residencias de lujo; así se demuestra que las aspiraciones instintivas del hombre le inducen a buscar, siempre que se lo permitan sus medios, unas condiciones de vida y una calidad de bienestar cuyas raíces se hallan en la naturaleza misma.

Razón no les faltaba, es verdad. Pero en el siguiente punto ya la lían.

15.

La zonificación es la operación que se realiza sobre un plano urbano con el fin de asignar a cada función y a cada individuo su lugar adecuado. Tiene como base la necesaria discriminación de las diversas actividades humanas, que exigen cada una su espacio particular…

Y ése es el gran error de La carta de Atenas: su planteamiento es que las viviendas deben ocupar el espacio central en las ciudades, que se deben planificar, sobre todo, teniendo en cuenta que las casas dispongan de luz, de aire puro, de vegetación en sus alrededores. Pero la solución que encuentra La carta de Atenas para diseñar ciudades así es la zonificación: separar las labores que llevan a cabo los ciudadanos.

Esto tiene dos graves problemas: por un lado, la idea, muy poco acertada, de que se puede planificar la vida de las personas, de que unos arquitectos pueden saber lo que querrán las personas, ¡no sólo de su época, sino de las venideras! Ya decían tanto Sennett en Construir y habitar como Townsend en Smart Cities que toda ciudad planificada hasta el último detalle se acaba convirtiendo en un sistema cerrado incapaz de aceptar el cambio, pues echaría al traste su planificación. O García Vázquez en su elogio de Tokyo en Ciudad hojaldre: la capital nipona ha sabido adaptarse tan bien a todas las épocas porque es abierta, sin terminar, rizomático, permeable.

El otro problema, menos moral y más práctico, es que las zonas están separadas unas de otras y para transitarlas se requiere un vehículo privado. Por eso fue necesario que del primer CIAM al cuarto se incluyese una cuarta función, la circulación. Lo que estaban pregonando, sin darse cuenta, los arquitectos del CIAM era la entrega absoluta, sin concesiones, de la ciudad al vehículo privado.

Por ejemplo, veían con muy malos ojos que las viviendas se alineasen junto a las calles por las que transitaban los vehículos, porque ello suponía que se llenarían de ruidos y de coches, volviéndose poco higiénicas. Igualmente denostaban los suburbios americanos («Los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales. (…) El suburbio es una especie de espuma que bate los muros de la ciudad. En el transcurso de los siglos XIX y XX, la espuma se ha convertido primero en marea y después en inundación»).

Por todo ello, concluyen, las viviendas deben de ser el centro de las nuevas ciudades. Se debe despejar todo el espacio necesario para poder construir viviendas a las que accedan tanto el sol como el aire puro, con su correspondiente vegetación, en torres tan altas como la técnica permita porque tampoco queremos que las ciudades se vuelvan extensiones enormes imposibles de recorrer en una jornada, y con los rascacielos lo bastante separados unos de otros para que no se proyecten sombra… ¿ven a dónde nos dirigimos?

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Exacto: el Plan Voisin de Le Corbusier, que es anterior a La carta de Atenas. No olvidemos que el propio Le Corbusier fue uno de los participantes de los CIAM y es, además, uno de los dos encargados de redactar y ampliar las conclusiones a las que se llegó.

La siguiente zona debe estar reservada al ocio. Aquí es donde se percibe claramente un trasfondo que recorre todo el libro y que Jane Jacobs resumió, en su magnífica Muerte y vida de las grandes ciudades, como que «Mumford y compañía odiaban las ciudades»: el ocio sólo se contempla como la huida de la ciudad. El ocio consiste en lugares donde los niños puedan estar (con sus madres, se sobreentiende) y donde los hombres puedan ir, a saber, a) tras sus trabajos (es decir, lugares de ocio en la ciudad); b), en los fines de semana (es decir, lugares de ocio en la región) y, c) en sus vacaciones (es decir, lugares de ocio repartidos por todo el país). El país entero debe estar planificado teniendo en cuenta que las personas van a querer disfrutar, durante su ocio, de dichos lugares. Parece que la opción de quedarse en la ciudad no queda contemplada por los arquitectos del CIAM. Rompamos una lanza en su favor: las ciudades no eran, en plenos años veinte del siglo pasado, el destino turístico en sí mismo que son hoy en día, un siglo después. Pero tampoco existía la necesidad de huir constantemente de ellas que se lee como trasfondo en La carta de Atenas.

El apartado dedicado al trabajo presenta una paradoja con nuestros días: los arquitectos denuncia el hecho de que los trabajadores deban perder tiempo en desplazarse desde sus hogares, en el centro de la ciudad, hasta las industrias situadas en la periferia; hoy en día, en cambio, la denuncia suele ser la opuesta: las largas horas que deben pasar los trabajadores de la periferia para acceder a sus puestos de trabajo en los centros de las ciudades. La propuesta del CIAM para eliminar este problema: que las ciudades dejen de ser concéntricas para ser lineales.

Y, como gran solución a todo la planificación que han llevado a cabo hasta ahora, con cada función separada en su zona concreta, La carta de Atenas propone una función transversal en la ciudad: la circulación. Grandes arterias que atraviesen toda la ciudad y permitan un tráfico veloz, sin interrupciones, alejado de las viviendas. Las vías de circulación tendrán distintas velocidades en función de su volumen, con autopistas enormes alejadas de las ciudades y carreteras más pequeñas que conecten éstas últimas con las grandes vías. Fuera los pasos de peatones, fuera las aceras, fuera toda interacción posible entre vehículos y ciudadanos: las ciudades son para los primeros y las carreteras, sólo para los segundos.

Las conclusiones generales a las que llega La carta de Atenas explican que la ciudad es un ente degenerado y desviado, en gran medida, por la iniciativa privada, que ha supuesto que cada cual se haya procurado su bien común sin tener en cuenta el bien general. El centro de la ciudad debe ser el individuo; y a él, y para su beneficio, deben reconstruirse las ciudades.

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Brasilia. Dan ganas de sacar a pasear al perro, ¿verdad?

El ejemplo de ciudad surgida de La carta de Atenas es, por supuesto, Brasilia, de la que también hemos hablado a menudo. Y no por lo idílica que es su habitabilidad, precisamente. Se trata de una ciudad pensada para ser fotografiada, ajena al acto de andar o de pasear, con barrios dedicados a cada función y separados entre ellos por enormes vías circulatorias que flotan entre el vacío.

Los errores de La carta de Atenas fueron bastantes:

  • en primer lugar, pretender que las ciudades se iban a reconstruir desde cero, que los barrios viejos se iba a derruir para dar lugar a torres separadas unas de otras y conformadas por cédulas de habitabilidad, como pretendía Le Corbusier con Le Marais y el Plan Voisin. No, en el CIAM deberían haber tenido suficiente vista (y humildad) para comprender que las ciudades no iban a empezar de cero, sino que tendrían que adaptar aquellas partes que pudiesen serlo a las nuevas propuestas.
  • en segundo lugar, la zonificación. Vivir lejos del trabajo es uno de los grandes problemas de nuestros días, y tiene que ver tanto con el auge de los servicios como con la pujanza que han obtenido las ciudades como destinos turísticos o lugares donde invertir, vivienda incluida. Veremos cómo afecta a todo ello el confinamiento del covid. Pero un punto de partida que aleja las distintas funciones que un ciudadano lleva a cabo en su día a día es completamente erróneo; hoy somos conscientes de que, precisamente, el objetivo es el opuesto, lugares donde poder vivir, hacer la compra, disfrutar del ocio; a ser posible, sin necesidad de grandes desplazamientos o llevando éstos a cabo con transporte público o ecológico.
  • en tercer lugar, la planificación. Hemos ido viendo en este blog que uno de los grandes debates del urbanismo es el que Sennett establecía en Construir y habitar entre Mumford y Jacobs: Mumford defendía que las ciudades debían ser planificadas desde arriba, con grandes inversiones e infraestructuras que dirigiesen el destino de las ciudades; Jacobs, que había que dejar que se desarrollasen a su aire, con microinversiones que la propia calle reclamase. Sennett, sin decantarse, sí que admite que le dio algo más la razón a Mumford cuando tuve que enfrentarse a los grandes retos urbanísticos de las megaciudades chinas, Shangái en concreto. Pero algo en lo que todos ellos estarían de acuerdo (tal vez Mumford no, en función de la planificación) es que las ciudades no pueden planificarse por completo. Las ciudades son entes vivos que deben admitir el cambio; parte del concepto de ciudad implica la posibilidad de libertad, de novedad, de cambio, adaptación, reinventarse. Las ciudades completamente planificadas anulan todos estos aspectos; pierden gran parte de lo que las convierte en ciudades.

Construir y habitar (III): membranas y aperturas

La tercera parte del libro de Richard Sennett Construir y habitar (primera entrada, segunda entrada) es un cajón de sastre en el que se enumeran distintos consejos sobre cómo abrir la ciudad, basados en la experiencia como urbanista del autor.

Las multitudes pueden ser de dos tipos: o llevan a cabo una multiplicidad de acciones al mismo tiempo o se concentran en una. Por ejemplo: en un mercado o en un campo de fútbol. El primer tipo de espacios se llaman sincrónicos; el segundo, secuenciales. Los sincrónicos son los más difíciles de diseñar, porque necesitan un principio de coordinación. Cada uno de estos espacios lleva asociado un peligro: el del espacio sincrónico (el ágora) es la fragmentación intelectual, un lugar donde hay tantas voces que terminan convirtiéndose en ruido; el del espacio secuencial (el pnyx, el teatro principal de la ciudad de Atenas) es la dominación emocional: como sólo se escucha una voz, que además ocupa el lugar central, es fácil dejarse llevar por ella.

Se puede dotar de personalidad a un espacio puntuándolo como se puntuaría un texto escrito. En la escritura, un signo de admiración al terminar una frase añade énfasis; un punto y coma interrumpe el flujo, y un punto lo detiene. De manera más sutil, las comillas alrededor de una palabra invitan al lector a detenerse en un lugar donde el lenguaje tiene marcas distintivas. Lo mismo sucede con el urbanismo. Los monumentos grandes y atrevidos funcionan como signos de admiración. Los muros son puntos. Las curvas sirven de puntos y comas, interrumpiendo el flujo sin detenerlo del todo. (p. 304)

El signo de admiración. El Papa Sexto V, al transformar Roma a partir del año 1585, decidió buscar unos monumentos que indicasen con su presencia los lugares importantes de la ciudad. Tras bucear en el pasado de la Ciudad Eterna, decidió que fuesen los obeliscos; pero no sólo marcaban los puntos importantes, también permitían que cada ciudadano desarrollase un recorrido distinto en función de qué lugares tuviese que visitar. Se convirtieron en piedras de toque de la circulación. En el siglo XIX, sin embargo, fueron los propios edificios los que se empezaron a construir como objetos para ser observados, por lo que las piedras de toque fueron perdiendo importancia. Si acaso, la mayoría de lugares que en siglos anteriores se marcaron como recordatorios de hechos importantes se han convertido en destinos turísticos, pero en pozos que los habitantes de cada ciudad obvian.

El punto y coma. Se presenta como una alternativa más prosaica al signo de admiración. Una forma más sutil de cambio, «una ruptura epistemológica en el sentido de Bachelard, una disyuntura introducida en el espacio» (p. 308).

Las comillas. Como las esquinas, las comillas enfocan la atención en un lugar. No hace falta que sea un lugar especialmente importante: un banco colocado ante un edificio tal vez es, simplemente, el indicador de que ahí puede sentarse uno; que ése es un lugar agradable, y tal vez sólo lo es desde que se ha colocado el banco. Sennett destaca, por ejemplo, el significado de la piedra en el jardín zen durante la época Kamakura, cuando perdieron significado simbólico y simplemente representaban algo importante, sin especificar qué: se convirtieron en significados flotantes.

La membrana. En 1748 Giovanni Batista Nolli hizo un mapa de Roma distinto a los de la época. Entonces se solía plasmar la ciudad a vista de pájaro, con los edificios representados en un semi 3D; Nolli lo hizo visto estrictamente desde arriba, con los edificios en negro y las calles en blanco. Pero cada edificio tenía un contorno distinto en función de lo poroso que fuese, es decir, de cómo interrelacionase el espacio público con él. Una muralla cerrada era una línea recta; las columnas del Panteón eran círculos cerrados en cuadrados, los pilares de la Iglesia de Santa Maria sopra Minerva tenían forma de T.

Existen dos bordes en el mundo natural: los umbrales y las fronteras. Los umbrales son porosos, las fronteras no. «La frontera es un borde donde las cosas terminan, un punto más allá del cual una especie en concreto no puede pasar o, si acaso, vigila y protege, como hacen los leones o los lobos, orinando o defecando para avisar a los intrusos: ¡Fuera de aquí! La frontera marca un punto de baja intensidad. El umbral, en cambio, es un punto donde interactúan grupos distintos; por ejemplo, el lugar donde la orilla de un lago se convierte en tierra firme es una zona de intercambio activa, donde los organismos encuentran otros organismos y se alimentan de ellos. No resulta sorprendente que sea el lugar donde la selección natural es más intensa.» (p. 314)

La frontera cerrada es la que domina la ciudad moderna. Las zonas de trabajo, de comercio, de familia y vida pública están separadas, y especialmente lo están las zonas con flujos de tráfico de todas las anteriores.

Otro ejemplo de borde. Tras la Segunda Guerra Mundial, Amsterdam era un lugar triste y desanimado. Era una ciudad mal adaptada al automóvil en la que no había apenas espacios para los niños, por ejemplo. Aldo van Eyck decidió apropiarse de algunos espacios anodinos y convertirlos en parques infantiles. Pero lo novedoso de su actuación es que no los delimitó, no les puso vallas para separarlos del tráfico ni ninguna otra marca. De este modo, los niños no sólo se divertían: también aprendían a convivir con el resto de los quehaceres de la ciudad. Van Eyck había creado bordes liminares, «en el sentido de que eran una experiencia de transición aunque no hubiese una barrera clara entre los dos estados» (p. 320)

Lo común. El origen del término commons viene de las zonas de pastoreo que los ganaderos compartían en diversas zonas de Inglaterra. Durante los siglos XVII y XVIII se fueron aprobando leyes que propiciaban la privatización de dichos campos en zonas independientes. A menudo, sin embargo, el proceso de privatización provocaba efectos contrarios: los terrenos eran tan pequeños que una sola familia podía mantener un número reducido de animales. Desde entonces ha habido grandes defensores de lo común (Sennett cita al abbé Lamenais, a Karl Marx, a Durkheim y a Marcel Mauss), pero acaba en la forma que ha adoptado el término hoy en día en el mundo digital: digital commons, contenido libre y abierto.

Esta reflexión viene dada por las dos opciones posibles que se barajaron en la ciudad de Nueva York tras el paso del huracán Sandy. Un huracán que, se supone, no debería haber afectado a la ciudad, sobrepasó todas las previsiones, se salió de la escala e inundó la estación eléctrica del East River, dejando parte de la ciudad a oscuras. Tras su paso, las propuestas fueron de dos tipos: las que proponían crear un dique mayor, simplemente, cerrando la ciudad (propuestas cerradas) y las que proponían adaptar el entorno marítimo de la ciudad a todas las posibles oleadas de huranes (propuesta abierta). En el primer caso, y dado el proceso de cambio climático en el que estamos, tarde o temprano llegará un momento en que las olas provocadas por un huracán superarán los diques; ¿y entonces?, ¿un dique mayor? En el segundo caso, dryline, la propia zona se convierte en dique, con un gran espacio abierto en la orilla donde se empieza a reducir el potencial de las olas, sea el que sea. Además, los ciudadanos no deben renunciar al mar.

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El proyecto dryline

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Muy bonito. Eso sí, Jan Gehl tendría muchas cosas que decir sobre ese borde cerrado que forman la autopista y los coches aparcados. Pongan una triste terraza, por favor…

Construir y habitar (II): lo global y lo local

Como consecuencia de la globalización, la vieja manera de pensar sobre la estructura política ha quedado un poco desfasada. Se parece a las muñecas rusas, de distintos tamaños y una dentro de la otra: las comunidades encajan en las ciudades, las ciudades en las regiones, las regiones en las naciones. Las ciudades ya no «encajan» así, sino que se están desgajando de los estados nación que las contienen. Los principales socios financieros de Londres son Frankfurt y Nueva York. Las ciudades globales tampoco se han convertido en ciudades según el modelo de Weber. La ciudad global representa una red internacional de dinero y poder, difícil de tratar a nivel local. Hoy Jane Jacobs, en vez de enfrentarse a Robert Moses, una persona de carne y hueso que vivía en Nueva York, tal vez habría tenido que enviar correos electrónicos de protesta a un comité inversor de Qatar.

Así se da paso a la segunda parte del libro Construir y habitar, de Richard Sennett: con el cambio de escala. Como ya nos avisaba Raquel Rolnik con su conferencia, las ciudades han pasado a ser propiedad de grandes fondos de inversión, de un capital sin sede ni patria. Las ideas de Jane Jacobs sobre la vida local y las pequeñas inversiones y cómo éstas van a marcar el ritmo para la evolución urbana dejaron de ser válidas para Sennett en cuanto visitó las grandes ciudades de China y la India y vio la velocidad de su desarrollo y las cifras enormes de inmigrantes que debían acoger. ¿Cómo abordar entonces el aspecto urbano a esas dimensiones?

Los inversores buscan lugares donde, con poco dinero y algo de tiempo, su inversión pueda dar grandes frutos. Les da igual si tienen que comprar diez, quince, veinte espacios distintos en la misma cantidad de ciudades: en general serán sitios baratos, por lo que pueden hacer frente a la inversión. Y, con que uno de ellos de fruto, les habrá compensado económicamente. Lo que buscan es un «punto de inflexión»: en sistemas cerrados, los hechos pequeños se van acumulando pero no desencandenan cambios bruscos, sin incidencias; hasta que llega uno que cataliza todo lo anterior y revaloriza la zona por completo. El High Line de Nueva York es un buen ejemplo, pero también lo serían la Torre Agbar para el 22@ de Barcelona o el Guggenheim para Bilbao.

Así, se crean lo que Joan Clos, que fue director de UNHabitat, denominó «ciudades pulpo»: ciudades con un centro que se van extendiendo en función de los nuevos polos interesantes, conectando el aeropuerto con el centro con los diversos barrios de moda que van surgiendo y evitando los barrios bajos, las favelas, los distritos industriales. Son ciudades amorfas, creadas a pedazos, no planeadas desde el origen sino adaptadas a lo que va sucediendo; adaptadas, de hecho, a los vaivenes del capital.

Si el primer ejemplo nos lo ha dado un mercado lleno de vida en la India, el segundo nos lo da una ciudad de las afueras de Shangái. A finales del XIX, y dada la gran oleada de desposeídos tras la Rebelión Taiping que llegaron a la ciudad, se recurrió a una forma barata y tradicional de edificar: los shikumen, pequeñas casas adosadas con un patio diminuto que, puestas una junto a la otra, crean una calle limitada; juntando calle a calle, se obtiene una retícula, un barrio donde los pobres hacían vida en la calle y formaron un entramado, primero como refugiados, luego como comunistas, de vida urbana y solidaridad.

Sin embargo, cuando Shangái empezó a convertirse en un monstruo enorme que debía acoger a millones de inmigrantes, la opción escogida por las autoridades fue similar al Plan Voisin de Le Corbusier pero a una escala mucho mayor: torres y torres de edificios, separadas por un mínimo bosque, sin nada que hacer en ellas salvo dormir; que, por supuesto, destruían todo vestigio de espacio público y colectividad urbana.

Por ello, en el 2004 se planteó la idea de restaurar los shikumen, como opción viable para conseguir espacio público de calidad. Pero claro, lo que era un lugar donde vivían familias y, por su propia dinámica, hacían ciudad:

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se ha convertido en un lugar gentrificado para jóvenes profesionales de entre 20 y 30 años. Porque tienen dinero, y porque buscaban un retorno simbólico a los orígenes… pero sin querer codearse con las personas que representaban la esencia de los orígenes.

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Volvemos a las simulaciones y a las ciudades análogas de las que hablaba el maravilloso libro Variaciones sobre un parque temático, de Michael Sorkin. Y en parte plantea una de las preguntas que persiguen a Sennett en este libro: ¿cómo lidiar con el pasado, cómo relacionar el urbanismo de una ciudad actual con su propia historia?

El siguiente capítulo, «El peso de los otros», está dedicado a la forma como establecemos relaciones con el Otro, con las personas que viven en la ciudad que habitan mundos distintos al nuestro. Una forma posible de integración: la cabaña de Heidegger. El filósofo se retiró a la montaña y se construyó una cabaña; en parte para huir del mundanal ruido, sí, pero también como lugar donde sólo aceptaba a aquellas personas que encajaban dentro de su vida (por ejemplo: los no judíos). Otra posible forma de integración (o de ausencia de ella, también) es el gueto de Venecia: los judíos se encerraban en él durante la noche; como sólo estaba conectado al resto de la ciudad durante la noche, ninguno de ellos podía salir… pero tampoco los gentiles podían entrar y suponer un peligro para ellos.

Ninguna de estas dos formas es integración en su sentido óptimo; ésta la reserva Sennett para un filósofo de Heidegger, Emmanuel Lévinas. Lévinas concebía el Vecino como el Otro, alguien al que nunca comprenderemos del todo y que nunca llegará a comprendernos; sin embargo, y ahí reside la grandeza de su ética, pese a todo hay que tratarlo con respeto, con civilización. «La indiferencia hacia los desconocidos, porque son incomprensibles y estraños, degrada el carácter ético de la ciudad.» (p. 186).

Esta idea no nos es desconocida en el blog, y ya la presentamos en relación al primer libro de Sennett que leímos: El declive del hombre público. En él, también huía de la necesidad del urbanismo actual de crear «comunidades», pues acaban recurriendo, como mejor pegamento posible, a buscar enemigos en el exterior de su seno, y proponía el hecho de aceptar la diferencia y la universalidad del espacio público urbano como mejor camino y medicina.

Tocqueville denomina las relaciones entre individuos distanciados una «equality of condition». Esta expresión no significa lo que parece. […] …transmite la idea de que las personas llegarán a desear todas las mismas cosas (los mismos objetos de consumo, la misma educación, el mismo tipo de casa) a las que, sin embargo, tienen un acceso desigual. La igualdad de condición recibió una etiqueta menos bonita, «la masificación del gusto del consumidor», por parte del sociólogo Theodor W. Adorno. (p. 214)

Con esta apreciación da inicio el capítulo Tocqueville en Tecnópolis, que da un repaso a las smart cities que están poblando el mundo. El capítulo empieza con el Googleplex de Nueva York, un edificio de Google pensado para que a sus trabajadores no les falte de nada; o, en otras palabras, para que sus trabajadores no deban abandonarlo y puedan estar en su puesto de trabajo día y noche.

Los trabajadores de Google representan lo que Richard Florida denomina las «clases creativas». Intentamos seguir un curso universitario del señor Florida, como hemos hecho cursos en este blog sobre el Imperio Neoasirio o algunos sobre urbanismo e historia de las ciudades, pero nos pareció tan centrado en su propio ego y en unas pocas ideas que tuvimos que dejarlo. Parece que Sennett comparte algo de nuestro punto de vista (no seamos groseros: nosotros compartimos el suyo) respecto al tema, porque destaca que, pese a lo creativas que se supone que son estas clases, siempre buscan exactamente el mismo tipo de lugares. Son los locales que encontrarán cerca del Googleplex, claro, pero también en el Born de Barcelona o cualquier otro barrio gentrificado del mundo. Estos edificios, que no se relacionan con la ciudad, acaban operando como un pozo de gravedad que genera sus propias necesidad, a menudo alejadas de las que tiene esa zona de la ciudad. Como difícilmente pueden coexistir, porque sus niveles económicos son dispares, los de menor poder adquisitivo acaban huyendo.

La siguiente parte del capítulo resume un libro que ya leímos: Smart Cities, de Anthony Townsend. En resumen: que la ciudad inteligente puede ser abierta o cerrada, prescriptiva o colaborativa. La ciudad que prescribe es como la app de Google Maps: nos da el camino más corto, sí, pero ¿qué parte de la ciudad nos estamos dejando sin ver? Dicho de otro modo, sólo tiene en cuenta la funcionalidad, no podemos optar por «el camino con más zonas verdes» o «el camino con más fábricas abandonadas» (lo cual, queramos o no, es algo bastante lógico). La ciudad que prescribe dice al ciudadano cómo vivir; y, como está pensada desde un punto de vista central y desde la utilidad, cada cosa tiene su sentido; en cuanto la tecnología o la forma de uso cambien, la ciudad no podrá adaptarse, por lo que está condenada a no permitir el cambio o a quedar desfasada.

Las ciudades que coordinan, en cambio, tienen en cuenta cómo son las personas, y no cómo deberían ser. Y además, ayudan a desarrollar la inteligencia humana. ¿Un ejemplo? Los presupuestos participativos en Porto Alegre, en Brasil, donde los ciudadanos, reunidos en asamblea, decidían cómo invertir una cantidad del dinero destinado a sus barrios. Y ahí es donde la tecnología puede ayudar: cuando la cantidad de personas votando es demasiado alta, surgen los votos, el Big Data, lo que sea, una forma de gestionarlo en tiempo real. Ahí es donde Mumford se reencuentra con Jacobs: el primero le criticaba a la segunda que la acción local era demasiado pequeña, demasiado lenta para algunos de los temas necesarios en el urbanismo. Con la tecnología adecuada, se puede ampliar el espacio pequeño de Jacobs a la planificación de Mumford y así cerrar el círculo.

Construir y habitar, de Richard Sennett

Construir y habitar es, hasta la fecha, el último libro de Richard Sennett. Publicado en Estados Unidos en 2018 y traducido al español en 2019, lo escribió poco después de sufrir un ictus y tiene un algo de memoria vital, de paseo por los recuerdos y de momento de cambiar perspectivas. El libro, más que mantener una tesis concreta, se divide en cuatro partes que dialogan entre ellas, a saber:

  1. Las dos ciudades, la distinción entre la ville y la cité;
  2. La dificultad de habitar, o cómo las ciudades tradicionales se enfrentan a nuevos escenarios (smart cities, ciudades globales);
  3. Abrir la ciudad, propuestas para mejorar el urbanismo actual; y
  4. Ética para la ciudad, que es casi un cajón de sastre de reflexiones de un urbanita.

En la Introducción se hace una distinción que acompañará el resto del estudio: la diferencia entre cité y ville, palabras francesas (una de las cuales, ville, casi en desuso) que antaño se usaban para referirse a dos posibles acepciones del término ciudad: la idea del lugar donde cohabitan miles de personas (la cité) o la materialización de dicha idea (la ville). O, usando otras formas de llamarlo referidas ya en este blog, la ciudad física y la ciudad ideal, por ejemplo.

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La ciudad tiene que ser «abierta, sinuosa y modesta», es la premisa de la Introducción. Sinuosa en el sentido que da Kant al término «curva» al afirmar que «la fusta de que está hecho el hombre es tan curva que no se puede cortar nada completamente recto con ella» [la lectura del libro ha sido en catalán; si hay algún error al citar, disculpadnos la traducción]. Una ciudad es curva porque las señoras adineradas comen a pocas calles de donde lo hacen los trabajadores agotados del servicio de limpieza del transporte público; porque se hablan docenas de idiomas y porque centenares de licenciados compiten cada año por los puestos de trabajo disponibles. Lo cual suscita la pregunta de qué debe hacer el urbanista: diseñar la ciudad que él cree que es correcta o la que sus habitantes quieren? En un barrio con tensión racial, si los padres blancos (o negros) piden una escuela segregada, ¿lo correcto es hacerla, u obligarlos a que integren a sus hijos en contra de su voluntad por un supuesto bien mayor de la diversidad y la heterogeneidad y los valores de aprendizaje que conllevará?

Abierta en el sentido en que lo era internet en sus orígenes, es decir, no centralizada, con la posibilidad de que todo el mundo llegue a ella y la use como crea conveniente. Abierta en el sentido de que los estudiantes asiáticos de doctorado de Sennett lleguen a Nueva York y puedan declararse gays si lo son sin temor a represalias, abierta como lo eran las ciudades en la Edad Media donde un herrero no se sentía obligado a seguir siendo un herrero si su padre lo era, sino que tenía muchas más opciones disponibles.

De forma similar a como las grandes compañías han ido cerrando los límites de internet (hoy en manos de Google, Amazon, Apple, Facebook y unas pocas más), también la globalización ha ido cerrando las ciudades. «Las grandes empresas financieras están estandarizando la ville: cuando se aterriza en ellas, cuesta distinguir Pekín de Nueva York» (p. 26).

Y modesta siguiendo las palabras de Bernard Rudofsky en su famoso Arquitectura sin arquitectos (1964), donde estudiaba ejemplos de alrededor del mundo donde las estructuras se habían creado en función de las necesidades que la población tenía de ellas, a menudo surgidas a iniciativa popular. Contrasta con, por ejemplo, el Fórum o la Torre Agbar de Barcelona, dos estructuras que les han sido impuestas a los ciudadanos. Puede (o puede que no) que las acaben sintiendo como propias; pero no han surgido de ellos, sino que son una imposición de la autoridad. Recordemos las palabras de William Gibson citadas en Smart Cities sobre cómo la calle siempre encuentra usos para la tecnología que los que la desarrollaron no esperaban.

Ya entrando en la primera parte (y tras una referencia a cómo Christian Patte usó la imagen de las arterias y las venas para referirse a la circulación en la ciudad, basándose en el De motu cordis de William Hardvey), Sennett destaca tres formas de crear ciudad centradas en tres urbanistas distintos:

  • la red: Haussmann y París, barricadas y bulevares. Parece que es el tema estrella en el blog de los últimos meses, así que no volveremos a él;
  • el tejido: Ildefons Cercà y el Ensanche de Barcelona. Sennett destaca aquí las tres formas que puede adoptar una ciudad (la malla ortogonal, por ejemplo en las ciudades romanas y adaptada en muchas de los Estados Unidos; la ciudad celular, un buen ejemplo son las ciudades árabes, que crecen cuando pequeñas células independiente se unen para formar un organismo mayor; y la trama repetitiva, en la que entra el plan de Cerdà y que se usa hoy en gran medida porque es muy adecuada para acoger a grandes cantidades de personas en poco tiempo; cada una de estas tres formas tiene una relación distinta con el poder: la malla ortogonal deja claro que éste emana del centro; la ciudad celular es la gran odiada por el poder, pues no tiene una estructura central y está llena de recodos donde esconderse; y la trama repetitiva, la favorita de hoy, pues se ha convertido en una herramienta al servicio del poder capitalista. ¿Cómo pasó el plan de la trama repetitiva de Cerdà a convertirse en un creador de lugares? Con el simple añadido de poner esquinas a las manzanas para facilitar el giro de los vehículos. De repente cada chaflán florecía para dar paso a un café pequeño o un lugar donde llevar a cabo la vida local. A diferencia de los grandes cafés de París, que por su enormidad eran frecuentados por habitantes de otros barrios de la ciudad, los del Ensanche son locales y ayudan a la vida pública.
  • el paisaje: Frederick Law Olmsted y la creación de Central Park como lugar donde todas las razas pudiesen mezclarse libremente, como lugar no jerarquizado y no estandarizado. Por ejemplo: el parque dispone de gran cantidad de entradas no especialmente monumentales, al contrario de lo que pretendía la comisión de urbanismo. Recordemos que Olmsted quiso edificar Central Park en lo que entonces era un terreno baldío: luego su perímetro se convirtió en Park Avenue y se fue poblando de un tipo determinado de población (blanca y con dinero, resumiendo), por lo que desvirtuó en parte la idea original.

Otro ejemplo de paisaje en la misma ciudad: la High Lane, la vía abandonada de ferrocarril reconvertida en paseo hipster. Sirvió para revitalizar esa zona de la ciudad, sí; también para revalorar todos los edificios de la zona, ahora mucho más cara. Aquí Sennett evoca tanto Times Square como Trafalgar Square, ambas siempre lugares llenos de gente… pero que los autóctonos de cada ciudad evitan, como las Ramblas: porque son lugares que ya no les pertenecen, sino que lo hacen a los turistas y a sus sedes necesarias: Starbucks, Zaras, McDonalds, por citar unos pocos a modo de ejemplo.

Haussmann quería hacer accesible la ciudad, Cerdà igualitaria, Olmsted sociable. Los tuvieron éxito y fracasaron en distinta medida, pero ambos encaraban el que era el gran problema de la ciudad a finales del XIX: la multitud, la densidad, y cómo gestionarla.

Hubo dos pensadores respecto al mismo tema: por un lado Gustave Le Bon (La psicología de las masas), para el cual el individuo se disuelve en la multitud; y Simmel, para el cual el individuo no se disuelve sino que, ante tanto estímulo, se ve forzado a desarrollar una nueva forma de enfrentar la sociedad: deja de reaccionar con el corazón y empieza a reaccionar con la cabeza; racionaliza (él lo denominó «actitud blasé«; Sennett lo llama «usar la máscara»).

Tras un breve paso por la Escuela de Chicago, Sennett pasa a Le Corbusier: por un lado su famoso Plan Voisin, donde quería arrasar Le Marais de París y construir torres blancas, asépticas, inermes, donde toda vida posible en la calle quedase erradicada (recordemos sus palabras: «la calle nos agota; al fin y al cabo, tenemos que admitir que nos repugna», p. 112); y por el otro, el gran paso dado a su sueño de convertir la ciudad en una máquina de vivir: el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) y la publicación de La carta de Atenas, donde las funciones de la ciudad (residir, trabajar, ocio y circulación) quedaban separadas cada una en su lugar. El CIAM buscaba soluciones generales sin tener en cuenta la especificidad de cada ciudad y acabaron convirtiéndose en grandes planes urbanísticos que no tenían en cuenta el tejido que podían (o no) destruir.

Hubo dos voces que, en Nueva York, se opusieron a la representación prototípica de los comités de urbanismo, es decir, Robert Moses: Lewis Mumford y Jane Jacobs. Como el propio Sennett relata, ambas voces acabarían discutiendo por la forma de oponerse al mismo enemigo. Jacobs, como ya hemos comentado en el blog, defendía a ultranza la vida de la calle; según ella, esta misma vida acabaría generando y dictando cómo debía ser una ciudad. Detestaba lo que llamaba «dinero catastrófico», refiriéndose a las grandes inversiones que caen sobre un territorio y están gestionadas por urbanistas y arquitectos que no tienen en cuenta la idiosincrasia de la zona. Según ella, lo adecuado era el «dinero gradual»: dinero para los pequeños cambios, adecentar o construir un colegio, una guardería, un parque, arreglar unas cañerías, actuaciones que permitían el desarrollo necesario de la comunidad. Un desarrollo abierto y no lineal; en una escala pequeña.

Para Mumford, todo eso eran tonterías. El tiempo lento de dicho desarrollo no bastaría para mejorar la vida en las ciudades; se requerían medidas más drásticas. Mumford había quedado prendado del concepto de la ciudad jardín de Ebenezer Howard. Su aprecio por la idea no veían dictado por la necesidad de dictarle a las personas cómo vivir su vida, sino por el convencimiento de que ciertas concepciones debían hacerse a lo grande e implantarse luego zona a zona; de que la gente necesita una pequeña ayuda. [Nota aparte: no es un partido de fútbol; pero, si lo fuese Sennett, aunque no se pondría una camiseta del equipo Mumford, estaría en la periferia de esa zona de las gradas; en el blog estaríamos en la periferia de la zona Jacobs.]

Sennett da un buen ejemplo del planteamiento de Mumford que a Jacobs le era esquivo: hoy en día en Shangai se ha calculado que son necesarios 10 km de autovía con 36 metros de anchura para cada 40 mil habitantes, con afluentes de 2 km de largo y 13 de ancho. ¿En qué momento la vida lenta y la escala abierta de Jacobs serán capaces de planear y ejecutar una carretera de tales magnitudes?

«Para Mumford, abierta significa inclusiva: una visión que lo incluye todo al modo de la ciudad jardín, incluyendo todos los aspectos de la vida de las personas. La idea de Jacobs es más abierta en el sentido de los sistemas abiertos actuales, y prefiere una ciudad donde hay bolsas de orden, una ciudad que crece de manera abierta y no lineal.» (p. 133).

Ya hemos comentado que Sennett se acabó enrolando en el equipo Mumford, si bien sin volverse un fan tonto; en una de sus muchas conversaciones con Jane Jacobs, hablando del tema y exponiéndole sus puntos de vista, ella le acabó replicando:

-Entonces, ¿tú qué harías?

Y la respuesta a dicha pregunta da lugar a las siguientes partes del estudio.

El declive del hombre público (III)

Si en la primera entrada sobre este libro de Richard Sennett hablábamos de las hipótesis del autor respecto a la presencia actual del ciudadano en el espacio público y en la segunda sobre las diferencias históricas entre el Ancien Régime y el siglo XIX en París y Londres y la evolución del significado de estar en la calle, en esta tercera entrada lo haremos sobre la actualidad del tema.

La creencia que reina actualmente es la que se refiere a que la proximidad entre las personas constituye un bien moral. La aspiración regente es la de desarrollar la personalidad individual a través de experiencias de proximidad y calor con los demás. El mito de la actualidad se basa en que los males de la sociedad pueden ser todos comprendidos como males de la impersonalidad, la alienación y la frialdad. La suma de los tres representa una ideología de la intimidad: las relaciones sociales de todo tipo son más reales, verosímiles y auténticas cuanto más cerca se aproximen a los intereses psicológicos internos de cada persona. Esta ideología transmuta las categorías políticas dentro de categorías psicológicas. Esta ideología de la intimidad define el espíritu humanitario de una sociedad carente de dioses: el calor es nuestro dios. La historia del ascenso y ocaso de la cultura pública pone en tela de juicio este espíritu humanitario.

La creencia en la proximidad entre personas como un bien moral es en realidad el producto de una profunda dislocación ocasionada por el capitalismo y la creencia secular en el siglo pasado. Debido a esta dislocación la gente trató de hallar significados personales en situaciones impersonales, en objetos y en las condiciones objetivas de la sociedad misma. No pudieron encontrar estos significados; cuando el mundo se volvió psicomórfico también se volvió mistificador. (p. 319)

El miedo a traicionar sus emociones ante los demás impide que las personas manifiesten su sentir o su parecer; se convierten, entonces, en público, en espectadores y se dan fenómenos como la espiral del silencio de Noelle-Neumann.

Por otro lado, y sin dejar el tema, «observando la influencia que Paganini ejerció sobre músicos que poseían mejor gusto que él, señalábamos que sus ideas acerca de la interpretación tenían una atracción que trascendía las recompensas del egoísmo» (p. 357). En sus manos, la música se convertía en una experiencia (uno de los epítomes de nuestra actualidad) pero, además, elevaba el listón a que sólo una interpretación excelente merece ser tenida en cuenta. Si a ello le sumamos las reproducciones electrónicas (o digitales), que se pueden ensayar y atentar cuantas veces sea necesario, incluso a pedazos, hasta formar la obra definitiva, tal vez interpretada en muchos días consecutivos, arriesgarse a una ejecución en público parece, casi, un suicidio para un músico.

En resumen, el star system de las artes opera sobre dos principios. La máxima concentración de beneficios es producida por la inversión en la menor cantidad de ejecutantes; éstos son las «estrellas». Las estrellas existen únicamente por medio del control sobre la mayoría de artistas que practican su arte. En la medida en que exista cierto paralelo con la política, el sistema político funcionará sobre estos tres principios. Primero, el poder político entre bambalinas será más fuerte cuando los intermediarios del poder se concentren en la promoción de unos pocos políticos, más que en la construcción de una máquina o de una organización política. El promotor político (corporación, individuo, grupo de intereses) obtiene los mismos beneficios que el exitoso empresario moderno; todos los esfuerzos del promotor se orientan hacia la fabricación de un «producto» que sea distribuible, un candidato vendible, antes que hacia la construcción y el control del propio sistema de distribución, el partido, así como los menores beneficios en las artes de ejecución se acumulan para aquellos que controlan salas provinciales y para los contratistas subsidiarios. (p. 359).

Y pasamos al capítulo XIII, «La comunidad se vuelve incivilizada», uno de los más interesantes para los asuntos del blog.

Desde los trabajos de Cammillo Sitte hace un siglo, los diseñadores de la ciudad se han comprometido con la fabricación o conservación del territorio de la comunidad dentro de la ciudad como un objetivo social. Sitte fue el líder de la primera generación de urbanistas que se rebeló contra la escala monumental incluida en el diseño que el barón Haussmann había destinado para París. Sitte fue un prerrafaelista de las ciudades, afirmando que sólo cuando la escala y las funciones de la vida urbana retornasen a la simplicidad de la última época medieval, la gente encontraría la clase de sustento recíproco y contacto directo que hace de la ciudad un medio ambiente valioso. (p. 361)

El propio Sennett afirma que esta visión ha quedado algo anticuada (demasiado idealizada). El capitalismo separa al hombre del trabajo que realiza, por lo que la propia «disociación» que genera se imbrica en otros ámbitos. «Una muchedumbre sería un ejemplo básico: las muchedumbres son malas porque la gente no se conoce entre sí.» Pero de este síntoma surge el problema: «Para eliminar este desconocimiento entre la gente, uno trata de volver íntima y local la escala de la experiencia humana, o sea que transforma el territorio local en algo moralmente sagrado. Es la celebración del gueto.» (p. 362; la negrita es nuestra). El gueto, a priori la panacea de la ciudad, priva al ciudadano de conocer nuevos ámbitos, nuevas personas, situaciones, incluso, adversas que forjarían su civilidad; destruye de un plumazo el «heterogéneo» de la definición de Wirth del hecho urbano.

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Tenemos que reconocer que en este blog nos encantan las imágenes caseras de los años 50.

Ya Haussmann impuso en parte la idea de que los nuevos distritos de la ciudad debían ser de una sola clase; éste fue el principio de la «función particular» del desarrollo urbano que llegó su cúspide con los barrios residenciales de 1950 en Estados Unidos. Tres ejemplos mundiales: Brasilia, Levittown en Pensilvania y el Euston Center de Londres; «hallaremos los resultados de una planificación en la que el espacio único y la función única constituyen el principio operativo. En Brasilia es edificio por edificio, en Levittown es zona por zona y en el Euston Center es nivel horizontal por nivel horizontal» (p. 365).

La zonificación es comprensible: una inversión inicial conocida de antemano, una distribución clara sobre el territorio. El problema es que, aun cuando los usos de la ciudad fuesen estables, las personas llevan a cabo multitud de acciones diariamente; lo que implica mucha mayor movilidad. Pero el problema esencial, no salvable: las ciudades cambian; y las ciudades zonificadas no permiten adaptarse al cambio. Además, impiden que diversas funciones se lleven a cabo de forma simultánea, «por ejemplo, que padres y madres puedan ver a sus hijos mientras juegan y trabajan al mismo tiempo, esta misma eliminación despierta una gran necesidad de contacto humano». Por ello, por ejemplo, en las zonas residenciales norteamericanas esta necesidad se palia recurriendo a asociaciones de voluntarios o grupos de lectura o entidades para organizar meriendas; la cuestión es acercarse a los demás, alcanzar proximidad. En definitiva: que las relaciones próximas sean significativas.

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A los hechos nos remitimos.

Pero esta necesidad imbuye también las multitudes. Los trabajos de Lyn Lofland y Erving Goffmann han explorado en todo detalle, por ejemplo, los rituales por los cuales los extraños en las calles atiborradas proporcionaban a los demás pequeños indicios de confianza que dejaban a cada persona aislada al mismo tiempo: usted baja la vista en lugar de fijarla en un extraño como una forma de asegurarle que no representa un peligro; usted se compromete en el baile de peatones a apartarse del camino de los demás, de modo que cada uno posee una senda recta por donde desplazarse; si debe hablar con un extraño, usted comienza por disculparse, etcétera.» (p. 367). De forma mucho más definitiva: «La comunidad se ha transformado tanto en una retirada emocional de la sociedad como en una barricada territorial dentro de la ciudad. La guerra entre psique y sociedad ha cobrado un enfoque verdaderamente geográfico, uno que reemplaza el antiguo enfoque del equilibrio de la conducta entre público y privado.»

A continuación Sennett explica la historia del barrio de Corona, en Nueva York, y la lucha que los acabó enfrentando al resto del mundo. No entramos en detalles del caso, pero un barrio residencial se acabó uniendo y formando una comunidad en el momento en que cayó sobre ellos la amenaza de que otro grupo de personas (destaquemos el «otro») fuese a vivir en parte de su barrio. Entonces se volvieron un grupo cerrado, temeroso de que la llegada de los nuevos los sumiese en la violencia y el terror en las calles. Sennett ejemplifica con ello que lo que realmente une a las comunidades en la actualidad es más una idea de sí mismos que una verdadera razón; y en parte esta pérdida se debe a la secularidad actual. Pero comunidades cerradas unidas por una única actitud se vuelven expectantes, atentas a sí mismas, pues el cambio en cualquiera de «los suyos» puede suponer que la persona traicione a la comunidad; «por lo tanto, la gente debe ser vigilada y puesta a prueba».

«…las personas pueden ser sociables sólo cuando disponen de cierta protección con respecto a los demás; sin la existencia de barreras, de fronteras, sin la distancia mutua que constituye la esencia de la impersonalidad, las personas son destructivas. Esto no se produce porque «la naturaleza del hombre» sea maligna -el error conservador-, sino porque el efecto total de la cultura, transmitido por el capitalismo y el secularismo modernos vuelve lógico el fratricidio cuando las personas utilizan las relaciones íntimas como un fundamento para las relaciones sociales. (p. 383).

La tiranía, concluye Sennett, se da «cuando todas las cuestiones están referidas a una persona o a un principio común»; pero puede darse tanto cuando ese principio se impone como cuando consigue seducir a la sociedad. «En la vida ordinaria la intimidad es una tiranía de este último tipo», sentencia el autor. «Es la medición de la sociedad en términos psicológicos. (…) En este libro no he intentado decir que nosotros comprendemos intelectualmente los sucesos y las instituciones exclusivamente en términos de la exhibición de la personalidad, ya que obviamente no es así, sino más bien que hemos llegado a preocuparnos por las instituciones y los acontecimientos sólo cuando somos capaces de discernir las personalidades que funcionan en ellos o que los encarnan.» (p. 414, negrita nuestra).

Cuando tanto la secularidad como el capitalismo adoptaron nuevas formas en el siglo pasado, esta idea de una naturaleza trascendente perdió paulatinamente su significado. Los hombres llegaron a creer que eran los autores de sus propios caracteres, de que cada acontecimiento en sus vidas debía tener un significado en términos de su propia definición, pero las inestabilidades y contradicciones de sus vidas hacían difícil establecer cuál era este significado. Con todo, la atención absoluta y la implicación en cuestiones de personalidad se volvieron aún mayores. Paulatinamente, esta fuerza misteriosa y peligrosa que era el yo comenzó a definir las relaciones sociales. Se transformó en un principio social. En ese punto, el dominio público de significado impersonal y acción impersonal comenzó a languidecer.

La sociedad que habitamos actualmente se encuentra agobiada por las consecuencias de esa historia, la destrucción de la res publica por la creencia de que los significados sociales son generados por los sentimientos de los seres humanos individuales. Este cambio ha oscurecido para nosotros dos áreas de la vida social. Una es el dominio del poder, la otra es el dominio de los entornos donde vivimos.

Sabemos que el poder es una cuestión de intereses nacionales e internacionales, el juego de clases y grupos étnicos, el conflicto de regiones o religiones. Pero no actuamos basándonos en este conocimiento. En la medida en que esta cultura de la personalidad controla la creencia, elegimos candidatos que son creíbles, tienen integridad y evidencian autocontrol.(…)

[Esta forma de ver el mundo en función de la personalidad ha deformado] en segundo término, nuestra comprensión de los propósitos de la ciudad. La ciudad es el instrumento de la vida impersonal, el molde en el cual se vuelve válida como experiencia social la diversidad y complejidad de personas, intereses y gustos. El temor a la impersonalidad es la fractura de dicho molde. En sus hermosos jardines, la gente habla de los horrores de Londres o Nueva York; es la retribalización. (…)

La medida en que las personas pueden aprender a perseguir agresivamente sus intereses en la medida en la que aprenden a actuar impersonalmente. La ciudad debería ser el maestro de esa acción, el foro en el cual se vuelve significativo reunirse con las demás personas sin la compulsión de conocerlas como tales.

El declive del hombre público (II): Ancien Régime vs. siglo XIX

Terminábamos la entrada anterior dedicada a El declive del hombre público con los aspectos esenciales que, según Richard Sennet, marcaban la evolución del espacio público desde mitad del siglo XVII hasta nuestros días y que se podían englobar en tres grandes grupos:

  • el capitalismo;
  • la secularidad;
  • el cuarteto psicológico evidenciado por «la revelación involuntaria del carácter, la superposición de la imaginación pública y privada, la defensa a través de la retirada, y el silencio».

Éstos son los aspectos que el autor tiene en cuenta en las dos siguientes partes del libro: la dedicada al Ancien Régime, primero, y la dedicada a los años 1840 y 1890, después; en ambos casos, recordemos, se centra en las ciudades de Londres y París.

Primero, situémonos: por Ancien Régime (el Antiguo Régimen, lo llamaremos aquí, aunque la traducción no sea óptima) se entiende un periodo que podría oscilar desde el 800 hasta el 1800 (asimilado al feudalismo) pero que el autor prefiere situar en el siglo XVIII, «específicamente al período en que la burocracia comercial y administrativa se desarrolló en algunas naciones junto con la persistencia de los privilegios feudales. Por lo tanto, Inglaterra tuvo un ancien régime al igual que Francia, aunque ni la burocracia ni el privilegio feudal eran los mismos en los dos países.» (p. 67).

El primer capítulo nos da los datos demográficos y económicos; el segundo ya entra en materia.

Hace dos siglos las apariencias en las calles de París y Londres eran manipuladas de esa manera hasta el punto de convertirse en los indicadores más precisos de la posición social. Los sirvientes eran fácilmente distinguibles de los trabajadores. La clase de trabajo que una persona realizaba se podía discernir a partir de la indumentaria peculiar adoptada por cada gremio, como también podía distinguirse la jerarquía de un trabajador en su oficio echando una mirada a las cintas y botones que llevaba. En los estratos medios de la sociedad, los abogados, contadores y comerciantes usaban adornos distintivos, pelucas o cintas. Los estratos más elevados de la sociedad aparecían en la calle con prendas de vestir que no sólo les separaban de las clases inferiores sino que además dominaban la calle. (p. 88).

El asunto de las apariencias no era fruto de la costumbre o una mera convención social: «en los estatutos de Francia e Inglaterra existían leyes suntuarias que asignaban a cada rango de la jerarquía social un tipo de ropa «apropiada» y prohibían a las personas de determinado rango la utilización de ropa que correspondía a personas de otro rango». El propio Sennett afirma que la existencia de dichas leyes no implica que fuesen rigurosamente observadas o ejecutadas, pero existían.

Durante toda esta parte, Sennett va señalando los símiles que existían entre la evolución de la vida pública y su forma de actuar con la del teatro, hasta llegar a las palabras de Diderot afirmando que «a lo sumo, en un mundo donde gobiernan la afinidad y el sentimiento natural, si se produce una exacta representación de una emoción, sólo puede ocurrir una vez» (p.143) y, un poco más adelante, de forma mucho más definitiva: «la repetición es la esencia misma del signo». Diderot, admirador del actor inglés David Garrick, se preguntaba hasta qué punto un actor puede confiar en sus propias emociones para representarlas sobre el escenario. La emoción genuina es diferente cada vez que se expresa, mientras que un actor consigue transmitir siempre lo mismo; porque su expresión de la emoción no es auténtica, sino una técnica conseguida a base de repetición y aprendizaje; por eso emociona al público. Ese artificio es el que poco a poco irá filtrándose al hombre público en su vida urbana cotidiana.

Sennett empieza el tercer capítulo con una mujer que, milagrosamente, ha sobrevivido del antiguo régimen hasta 1880 y pasea por la ciudad. Las primeras diferencias que habría visto: ahora hay mucha más gente, multitudes, de hecho, contemplando los más diversos aconteceres. Dichos aconteceres, que se han multiplicado, ya no son el devenir diario de la ciudad, sino precisamente acontecimientos, es decir, sucesos especiales que deben ser contemplados y de los que los ciudadanos ya no forman parte, salvo como espectadores.

«La ciudad del espectáculo pasivo era nueva; era también una consecuencia de la civilidad pública establecida en el ancien régime» (p. 160). Surgen cuatro preguntas que buscarán respuesta en los próximos cuatro capítulos, a saber:

  • ¿Qué efectos tuvieron las condiciones materiales -la población y la economía de la ciudad capital del siglo XIX -sobre el dominio público?
  • ¿Cómo se transformó la personalidad individual en una categoría social?
  • ¿Qué ocurrió con la identidad del hombre en público, si la gente consideraba ahora la personalidad una categoría social?; específicamente, ¿qué ocurrió con la imagen del hombre como actor?
  • ¿De qué manera la personalidad en público plantó la semilla de la regla moderna de intimidad?

En el siglo XIX se había llegado al convencimiento de que los factores sociales, económicos, políticos, afectaban directamente a la personalidad de los ciudadanos (primera pregunta) que, por ello mismo, se sentían con el derecho de declamar que sus emociones, sus sueños, anhelos, miedos y pasiones, su personalidad, en fin, era un asunto único, especial, digno de mención y, por lo tanto, su protección se hacía necesaria, pues era un bien vulnerable. ¿Cómo se lo protegía? Actuando, fingiendo, usando máscaras, es decir, la imagen del hombre como actor (tercera pregunta). «Si las tres primeras preguntas se refieren a aquello que el último siglo heredó y deformó, la cuarta está referida, a su vez, al modo en que preparó el terreno para la anulación moderna de la res publica (p. 161).

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Discreta peluca del Ancien Régime. Arreglá pero informal, que diríamos hoy.

Vayamos con la primera pregunta, y nos centraremos en un aspecto esencial: la exuberancia de las mercancías que había traído el capitalismo, concretamente su epítome: los grandes almacenes. Antes de ellos, las tiendas minoristas eran, en general, regentadas por el propietario o su familia; todas aquellas personas que entraban en ellas lo hacían con la intención de comprar. En parte esto es lógico: dado que no existían los precios establecidos y la norma era el regateo, «si un vendedor va a dedicar su tiempo en ardientes discursos acerca de sus artículos, declarando que se encuentra al borde de la bancarrota y no puede rebajar ni un penique, debe saber que un ohará que merezca la pena» (p. 180). Por otro lado, y a medida que los artículos empiezan a ser fabricados, y no manufacturados, puede permitirse el establecimiento de un precio fijo, que además permite al propietario de la tienda erradicar el regateo y, por lo tanto, la opción de contratar a trabajadores, puesto que ya no debe confiar en ellos para el éxito del regateo.

Otro problema asociado a la exuberancia capitalista: los barrios centrales, sobre todo en París, son un laberinto; abandonar el barrio donde uno residía era una inversión que no se llevaba a cabo salvo en caso de gran necesidad; y desplazarse a una tienda no la suponía. Para ello, en parte, se crearon los grands boulevards parisinos en la década de 1860 y se estableció, durante toda la mitad central del siglo, un sistema de transporte urbano. «Este transporte público no fue diseñado para el placer, y sus rutas tampoco entremezclaron las clases sociales. Fueron concebidos para trasladar a los trabajadores hacia sus lugares de trabajo y hacia las tiendas.» (p. 181).

Finalmente, hay que destacar la propia concepción del objeto de consumo a lo largo de esta época y las modificaciones que sufrió. La sorpresa, la contraposición de objetos diversos, la simple acumulación (nunca tantos objetos habían aparecido disponibles a la vez) que se da en los grandes almacenes, de algún modo, se añade a la totalidad del producto.

Karl Marx tenía una expresión que se ajustaba perfectamente a esta psicología del consumo: él la llamaba «fetichismo del artículo de consumo». En El Capital escribió que cada objeto manufacturado bajo las condiciones del capitalismo moderno se transforma en un «jeroglífico social»; con ello quería significar que las iniquidades en las relaciones entre patrón y trabajador que producía este objeto podían ser disfrazadas. Se podía dispersar la atención a partir de las condiciones sociales en las cuales los objetos eran producidos y con repsecto a los objetos mismos, si los objetos podían adquirir un misterio, un significado, un grupo de asociaciones que no tenían absolutamente ninguna relación con su uso. (p. 183).

Pero el otro aspecto de la ecuación también ha cambiado: «Si uno de los grandes temas de la época es el desarrollo de aquellos objetos homogéneos, producidos a máquina, el otro tema es la creciente importancia que los habitantes del Londres de Carlyle o del París de Balzac otorgaban a esas apariencias externas como signos del carácter personal, del sentimiento privado y de la individualidad.» (p. 184) En efecto, parte del fetiche del artículo de consumo se asocia al que lo consume; si la Duquesa X lleva determinado vestido en un cuadro con toques exóticos, llevar ese mismo vestido otorga el toque exótico a su usuario.

En el año 1750, el vestido no representaba lo que uno sentía; constituía una marca elaborada y arbitraria del lugar que uno ocupaba en la sociedad, y cuanto más alto se encontrara uno en sociedad, más libre era para jugar con ese objeto, la apariencia, de acuerdo con reglas impersonales y elaboradas. En 1891, llevar el vestido apropiado, sin importar que fuese de producción masiva y no muy vistoso, podía contribuir a que uno se sintiese casto o sexy, ya que la ropa era una «expresión» personal. (p. 185)

Y, más adelante:

La creencia de que el secreto es necesario cuando las personas interactúan plenamente brinda la clave de un segundo barómetro de la angustia psíquica en la sociedad: el deseo de despojarse del sentimiento a fin de no mostrar involuntariamente los sentimientos a los demás. (…) Pero precisamente esta temerosa retirada de la expresión estimula a los demás a acercarse para saber qué es lo que uno siente, desea y conoce. (p. 187).

Y eso da lugar a la segunda pregunta y el siguiente capítulo: la personalidad en público, que sólo rozaremos. Es éste un capítulo muy interesante, pero más desde la perspectiva de la psicología y la sociología, incluso de la historia de las ideas y la cultura, que la antropología urbana. Por lo tanto, en breves pinceladas:

En el siglo XIX la personalidad llegó a diferir de la creencia en el carácter natural de la Ilustración de tres modos importantes. Primero, la personalidad era concebida como variando de persona a persona, mientras que el carácter natural era el hilo común que corría a través de la humanidad. (…) Uno es aquello que aparenta, por lo tanto, personas con apariencias distintas son personas diferentes. (…)

Segundo, la personalidad, a diferencia del carácter natural, está controlada por la conciencia de sí mismo. (…)

Finalmente, la personalidad moderna difiere de la idea del carácter natural que la libertad de sentir en un momento dado parece una violación del sentimiento convencional «normal». (…)

La personalidad creada por las apariencias, controlada de alguna manera por la conciencia acerca del propio pasado, la espontaneidad sólo a través de la anormalidad: estos nuevos términos de la personalidad comenzaron a emplearse en el siglo pasado a fin de comprender la sociedad misma como una colección de personalidades. Dentro de ese contexto la personalidad accedió al dominio público de la capital. (p. 191; las negritas son nuestras).

Se habla en este capítulo de Balzac y su estudio de la personalidad, de Darwin, de la vestimenta de la calle y del teatro; de la desviación social: «Las desviaciones tienen un curioso efecto de refuerzo sobre la cultura dominante.» Pone el ejemplo de cómo la sociedad criticaba a Oscar Wilde por su gusto sobre las fajas y las corbatas; al hacerlo destacaban, por un lado, su individualidad, pero al mismo tiempo usaban la misma para ponerlo como ejemplo de cómo no debía comportarse un caballero. «…cuando una sociedad puede identificar a ciertas personas como desviadas, ha adquirido también los elementos para definir quién o qué no es desviado; el desviado confirma las normas de los demás revelando a través de una moda llamativa lo que debe ser rechazado.» (p. 237).

En resumen, durante el siglo XIX surge la concepción de que la persona debe salvaguardar su verdadera personalidad y de que cualquier detalle de su persona (se sobreentiende: de su apariencia, lo que vista y cómo se comporte en el espacio público) puede llevar a la revelación de su verdadero yo o incluso a la percepción, por parte de los otros, de detalles percibidos como negativos.

Y pasamos a la tercera pregunta: si la personalidad es una categoría social, ¿qué sucede con el hombre público? Para empezar la disquisición, Sennett se refiere a las dos posibles interpretaciones respecto a la veracidad o autenticidad de una obra musical: si ésta se da sobre el papel o sobre el escenario. Es decir, si la obra existe como idea platónica o si sólo siendo interpretada se la puede concebir en verdad.

El siglo XIX tendió, sobremanera, a esta segunda acepción, y el ejemplo clave es Paganini, «el primer músico que se convirtió en un héroe popular» (p. 249). Paganini consiguió transmitir la idea de que la música, ejecutada en sus manos, era algo distinto, nuevo, único. Sus conciertos, de hecho, estaban trabajados para llamar la atención hacia su persona, más que a la música que interpretaba.

En la década de 1750, cuando un actor se dirigía al público para lograr su objeto, una frase o incluso una palabra podían producir inmediatamente el aplauso o el abucheo. Del mismo modo, en la ópera del siglo XVIII, un fraseo particular o una nota aguda realizados bellamente podían hacer que el público exigiese que fueran cantados nuevamente, se interrumpía el texto y la nota aguda se interpretaba una, dos o más veces. En 1870, el aplauso había adquirido una nueva forma. No se interrumpía a los actores en medio de una escena, sino que se aguardaba hasta el final para aplaudir. Uno no aplaudía a un cantante hasta que no finalizara el aria, ni tampoco en un concierto entre los movimientos de una sinfonía. Por lo tanto, aun cuando el ejecutante romántico trascendía su texto, la conducta del público comenzaba a moverse en dirección contraria. (p. 256).

Esta moda apareció primero en los grandes teatros burgueses, salas de ópera y conciertos, pero pronto fue fluyendo hasta los teatros callejeros, donde un ultraje por parte de los actores podía llevar a la exclamación de sorpresa por parte del público, pero cada vez el ultraje debía ser mayor. A esta nueva forma de comportarse del público ayudó, también, la creación de grandes salas de espectáculo con capacidad para mil, dos mil, tres mil espectadores: la expresión pública espontánea de tal multitud hubiese impedido el desarrollo de cualquier obra.

02

De hecho, cuando Baudelaire escoge la figura que va a representar toda su época, escoge al flâneur, «que se viste para ser observado», el hombre de los bulevares cuya verdadera vida depende del interés que despierta en los demás en la calle. El mismo escoge Poe (El hombre de la multitud) «al tomarlo como el ideal del londinense de clase media» y lo escogerá luego Benjamin «como el símbolo del burgués del siglo XIX que imaginaba cómo tendría que lucir para ser interesante» (p. 264). El mismo valor se usaba «en la observación de, más que en la interacción con, los fenómenos que rigen gran parte de la ciencia positivista de la época.» Miremos al psicólogo, que escucha atentamente al paciente hasta el final de su exposición para no «contaminar» con sus opiniones lo que el otro expresa.

O, dicho de otro modo, y evocando lo que sucedía en las tabernas y los lugares donde se reunían los trabajadores tras la jornada, y donde se daba por sentada que habría orden y silencio tratándose de bares respetables, mientras que habría jolgorio en barrios populares: «El silencio es orden porque es la ausencia de interacción social.» (p. 267)

Y, finalmente, la cuarta pregunta: ¿cómo la semilla de la personalidad en público derivó en el concepto actual de intimidad?

Nos hemos transformado en los «románticos sociales» a los que aludía Tönnies [el concepto de Gemeinschaft]. Creemos que la revelación de uno mismo a los demás es un bien moral en sí mismo, independientemente de las condiciones sociales que rodeen a esta revelación. Recordemos a aquellos entrevistadores descritos al principio de este libro: ellos creían que, a menos que se revelaran a sí mismos toda vez que el paciente exhibía algo, no podrían comprometerse en una relación auténtica y humana con sus pacientes. En cambio, tratarían a sus pacientes como a un «objeto», y la objetivación es mala. La noción de comunidad implicada en este punto es la creencia de que cuando la gente se revela entre sí, crece un tejido que la enlaza. Si no existe una apertura psicológica, no puede haber un vínculo social. Este principio de comunidad constituye el exacto opuesto de la comunidad «sociable» del siglo XVIII, en la cual los actos de disfraz y las máscaras era lo que la gente compartía.

[…] La manera más simple de conformar una identidad comunal tiene lugar cuando un grupo es amenazado en su propia supervivencia, ya sea por una guerra u otra catástrofe. Cuando emprenden la acción colectiva para hacer frente a esta amenaza, las personas se sienten más unidas unas con otras y buscan imágenes que las vinculen. La acción colectiva alimentando una autoimagen colectiva: esta alianza se extiende desde los ideales del pensamiento político griego hasta el lenguaje de los cafés y los teatros en el siglo XVIII; el lenguaje compartido producía en la gente la sensación de constituir un «público». En líneas generales podemos decir que «el sentido de comunidad» de una sociedad con una vida pública vigorosa, nace de esta unión de la acción compartida con un sentido compartido del yo colectivo. (p. 274).

Este ejemplo de cómo las sociedades se unen ante la adversidad lo encuentra Sennett, sobre todo, en el caso Dreyfus y el «j’accuse» de Zola; pero podemos encontrar fácilmente ejemplos aún en nuestros días: sin ir más lejos, todo el tema del «procès» y la sentencia contra sus líderes en Cataluña, donde se han creado dos bandos claramente enfrentados y más unidos entre ellos y donde se fuerza, inconscientemente, a las personas que rodean a uno a decantarse por uno u otro bando.

El caso Dreyfus (un caso de espionaje político en la Francia de finales del XIX con tintes rocambolescos y del que se hizo gran eco la prensa del momento y por el cual la población acabó tomando partido en un bando u otro, en función de sus simpatías políticas, y resumiendo de forma muy burda, pero que sirvió para evidenciar las fracturas del sistema político de la época) es especialmente significativo porque en él la elección de bando o de a quién creer no se llevaba a cabo tras un estudio pormenorizado de los hechos sino en función del carácter de sus protagonistas. Zola, en su famosísimo «j’accuse«, no acusa a los implicados por sus delitos: los acusa por sus defectos de personalidad: «Sólo el crimen de Boisdeffre, su apasionamiento clerical, y el crimen del consejo de guerra, violar el derecho de los tribunales militares, son institucionales. Todos los demás son crímenes de la personalidad. Y por es es tan importante que «Yo acuso» a ellos o, igualmente, por qué cuando «Yo acuso» es lo retórico, los crímenes de la personalidad son los que se hallarán más probablemente.» (p. 306).

03

Sennett analiza brevemente esa afiliación de la persona a sus creencias recurriendo a la dialéctica marxista de la historia («hablar de estadios de la experiencia, cada uno de ellos producido por las contradicciones en los estadios que se han producido antes»). «¿Qué significa, psicológicamente, para una persona ser capaz de reformular sus creencias? ¿Pensar dialécticamente? Si una creencia ha llegado a ser abrazada de forma tan profunda y tan intensamente personal, si aquello en lo que una persona cree ha llegado a definir su personalidad, entonces cualquier cambio en la creencia implica una gran conmoción del yo. O sea que, cuanto más personal y autoimplicada se vuelve la creencia, es menos probable que pueda cambiarse.» (p. 310).

Y hasta aquí las diferencias entre ambas épocas. En la tercera entrada de El declive del hombre público Sennett analizará las consecuencias que ha tenido toda la evolución estudiada en nuestra época.

El declive del hombre público, de Richard Sennet

Richard Sennet es uno de los mayores sociólogos vivos. Nacido en Chicago, donde se licenció en 1964 (tuvo como profesora a Hannah Arendt, nada menos), luego ha pululado por las principales universidades del mundo mientras desentrañaba con su pluma, libro a libro, aspectos esenciales de la modernidad como la conformación de nuestras ciudades, la relación entre personas y trabajos o, el asunto que nos lleva a esta entrada, El declive del hombre público o la evolución de la visión del hombre de la calle desde el Antiguo Régimen hasta nuestros días.

Buscando información en internet encuentro esta entrevista en El País Semanal que le hicieron en 2018, cuando estaba a punto de publicar su más reciente obra: Construir y habitar. Ética para la ciudad. En ella descubrimos (además de un poco de salseo: que su esposa es nada menos que Saskia Sassen, habitual de este blog por su obra capital La ciudad global) algunas perlas:

En La corrosión del carácter describe la falacia de que la flexibilidad laboral mejora la vida. ¿Qué tipo de carácter van a producir Uber o Deliveroo? Vidas sin columna vertebral. Un carácter cuyas experiencias no construyen un todo coherente. Algo muy circunscrito a nuestro tiempo y preocupante porque los humanos necesitamos una historia propia, una columna vertebral.

[…]

Usted no parece un teórico. Como sociólogo se sirve del trabajo de campo, no de las estadísticas. Habla de personas con nombres y apellidos… Siempre me he sentido arraigado en la antropología de la vida cotidiana. Eso era sospechoso para la Escuela de Fráncfort de los años treinta, excepto para Benjamin, que usaba sus propias experiencias para tratar de entender el mundo. Por eso sufrió el desprecio de la Escuela de Fráncfort. La única persona que lo protegió fue Hannah Arendt.

[…]

¿Qué significó [Hannah Arendt] para usted? Fue una piedra de toque intelectual en mi trayectoria. Pero le enseñé un borrador de mi libro El declive del hombre público y lo odió. Fue ese tipo de relación… Ella tenía una conexión mejor con gente que era filosóficamente más sofisticada que yo. Por eso me da miedo que se sobrevalore esta relación. Me hubiera gustado ser su discípulo, pero no creo que lo sea. Creo que a la gente le resulta difícil entender que alguien pueda influirte profundamente sin ejercer un rol posesivo sobre ti.

El declive del hombre público está dividido en cuatro partes muy diferenciadas. La primera nos plantea el tema del libro, que es la evolución de la visión del hombre público (el hombre urbano, el cosmopolita, el ciudadano, si lo prefieren) durante los últimos tres siglos. Para ello, Sennett disemina algunos temas (las relaciones amorosas, eróticas, sexuales, los roles en la ciudad, la intimidad, las construcciones actuales) y prepara el camino para explorar estas cuestiones basándose en la evolución de la visión del hombre público desde el Antiguo Régimen (Ancién régime, el Londres y el París de 1750, aunque lo referiremos en castellano por pereza de ir poniendo cursivas), que abarca toda la segunda parte de la obra, hasta el Londres y el París de 1840 y 1890, lo cual ocupa toda la tercera parte. La cuarta son las conclusiones y la evolución del hombre público.

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El primer aspecto que trata es la modificación de la visión del erotismo desde la época victoriana a nuestros días («en cuatro generaciones el amor físico ha sido redefinido desde términos de erotismo a términos de sexualidad. El erotismo victoriano implicaba relaciones sociales, la sexualidad implica la identidad personal»; «actualmente nosotros no aprendemos del sexo porque esa circunstancia coloca a la sexualidad fuera del yo; en cambio, nos dirigimos, frustrada e interminablemente, en busca de nosotros mismos a través de los genitales»).

Pensemos, por ejemplo, en las diferentes connotaciones de la palabra «atracción» en el siglo XIX y el término moderno «asunto» [supongo que se refiere a «affaire»]. Atracción significaba que una persona despertaba en otra un sentimiento de tal magnitud que los códigos sociales eran violados. Dicha violación ocasionaba el entredicho temporal de todas las demás relaciones sociales de esa persona: el cónyuge, los hijos, los propios padres de la persona se veían involucrados tanto simbólicamente a través de la culpa como prácticamente si se descubría que se había producido la violación. El término «asunto» echa tierra sobre todos estos riesgos porque reprime la idea de que el amor físico es un acto social; se trata ahora de un problema de afinidad emocional que in esse permanece al margen de la trama de otras relaciones sociales en la vida de una persona. […] Podríamos decir que se trata de una cuestión de casos individuales, de factores de la personalidad y no de una cuestión social. (p. 21; el subrayado es nuestro)

Precisamente ésa es la tesis que defiende el libro: que el hombre público ha dejado de ser un ente social y ha devenido un ser ligado únicamente a su intimidad; como mucho, un espectador de la intimidad de otros.

A continuación habla de las nuevas edificaciones en Londres y París y cómo obvian, incluso ignoran, todo aquello que tienen a su alrededor (arquitectónicamente) y por lo tanto se podrían haber edificado en cualquier otro lugar: La Défense y Brunswick Centre son los ejemplos que usa. Oficinas con algunas tiendas, con los caminos pretrazados para los peatones que las cruzan (ojo, las cruzan, las transitan, no las habitan ni tienen nada que hacer en ellas salvo cruzarlas).

Ésa es precisamente la función que el automóvil ha imprimido a las calles: a diferencia del metro, el autobús o el tren, el coche lleva a uno a donde quiere ir, exactamente; y para ello, las calles son lugares que debe transitar, espacios con un único sentido: el de permitir el movimiento. La existencia de cruces, semáforos, peatones incluso, impide este movimiento fluido y por lo tanto pone nerviosos a los automobilistas.

En ambos conceptos existe la misma idea de aislamiento: el peatón de La Défense, como el automobilista, es alguien que va de A a B y que usa la calle como lugar de transición por el que desplazarse; pero además, esta idea de aislamiento tiene otra acepción, puesto que el conductor está solo en su coche y realmente el medio le es irrelevante, como a Brunswick Centre: es un lugar que podría haber sido erigido en cualquier otro, como una calle atravesada podría ser cualquier otra. El conductor, como el peatón transeúnte, se disocia de su ambiente.

Existe aún una tercera acepción del aislamiento: la eliminación de los muros, que por ejemplo se da hoy en día en las oficinas con el convencimiento de que los trabajadores estarán más aplicados a lo suyo si saben que están siendo observados desde todas partes. Lo mismo sucede en cafés y restaurantes que pueblan la ciudad: se derrumban las paredes y se llenan de cristales que permiten observar desde el interior el exterior y viceversa. Pero esto lleva a una paradoja:

Las personas son más sociales cuanto más barreras tangibles tienen entre ellas, del mismo modo que necesitan lugares públicos específicos cuyo único propósito es el de reunirse. En otras palabras: los seres humanos necesitan mantener cierta distancia con respecto a la observación íntima de los demás a fin de sentirse sociables. Si aumenta el contacto íntimo disminuye la sociabilidad. He aquí la lógica de una forma de eficiencia burocráctica. (p. 29; el subrayado es nuestro).

Pongamos un ejemplo muy sencillo: es más probable que nos sintamos inclinados a hablar con una persona sentada tras la esquina del muro del restaurante en el que estamos que con el viajero de metro que tenemos justo enfrente; porque si la comunicación no es fluida (recordemos a Goffman, por ejemplo), en un caso nos bastará con doblar el muro y volver a nuestra mesa, mientras que en el otro deberemos sufrir la incomodidad hasta el fin del trayecto.

«El espacio público muerto es una razón, la más concreta, para que las personas busquen en el terreno íntimo lo que se les ha negado en un plano ajeno. El aislamiento en medio de la visibilidad pública y la enfatización de las transacciones psicológicas se complementan mutuamente. Hasta el extremo, por ejemplo, de que una persona siente que debe protegerse, mediante el aislamiento silencioso, de la vigilancia que los demás ejercen sobre ella en el dominio público, y lo compensa descubriéndose ante aquellos con los que quiere establecer contacto.» (p. 30). Ésta es la tesis de Sennett a lo largo del libro.

Toda esta evolución va ligada a la aparición de la ciudad industrial. Por primera vez, el número de lugares donde los extraños podían llegar a relacionarse creció de forma desmesurada. Esto, ligado a la evolución de la visión de la familia, que «durante el siglo XIX dejó de ser, de forma cada vez más creciente, el centro de una región particular, no pública, y pasó a representar un refugio idealizado, un mundo en sí mismo, con un valor moral más alto que el dominio público» (p. 35) y a la aparición de los grandes almacenes y el consumo en masa, cuando por primera vez muchas personas empezaron a vestir de forma similar, llevó a lo que Marx denominó el «fetichismo del artículo de consumo», que no es otra cosa que el hecho de atribuir cualidades al objeto de consumo que éste no posee. Hoy lo llamaríamos márqueting o publicidad y lo damos por sentado, inextricable de nuestra sociedad capitalista, pero se desarrolló en el siglo XIX y sus orígenes tienen a ver, según Sennett, y entre otros, con la secularización progresiva de la sociedad cosmopolita de las ciudades y un cambio en la propia cosmovisión del ciudadano. Pero esta imaginación fue progresivamente saltando de los objetos de consumo a las personas, a las personalidades públicas, políticos, etc, que debían parecer simpáticos, fiables, organizados, más que demostrar que lo eran. De líderes organizando pasaron a líderes aparentando organizar.

Hablar del legado de la crisis de la vida pública del siglo XIX es hablar de grandes fuerzas tales como el capitalismo y el secularismo, por un lado, y aquellas otras fuerzas referidas a las cuatro condiciones psicológicas, por el otro: la revelación involuntaria del carácter, la superposición de la imaginación pública y privada, la defensa a través de la retirada, y el silencio. (p. 45).

El espacio público como ideología, de Manuel Delgado

Para urbanistas, arquitectos y diseñadores, espacio público quiere decir hoy vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar para que quede garantizada la buena fluidez entre dos puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. (p. 19).

[En paralelo a esa idea… vemos prodigarse otro discurso también centrado en ese mismo aspecto]: el espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico, lugar en el que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otros valores políticos hoy centrales, un proscenio en el que se desearía ver deslizarse a una ordenada masa de seres libres e iguales que emplea ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía. (p. 20).

Entre estos dos discursos estará algo similar a la verdad, nos propone Manuel Delgado, y se lanza a la aventura de descubrir qué es esa entidad llamada espacio público en su libro El espacio público como ideología, publicado por Los libros de Catarata en 2011.

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