Construir y habitar (II): lo global y lo local

Como consecuencia de la globalización, la vieja manera de pensar sobre la estructura política ha quedado un poco desfasada. Se parece a las muñecas rusas, de distintos tamaños y una dentro de la otra: las comunidades encajan en las ciudades, las ciudades en las regiones, las regiones en las naciones. Las ciudades ya no «encajan» así, sino que se están desgajando de los estados nación que las contienen. Los principales socios financieros de Londres son Frankfurt y Nueva York. Las ciudades globales tampoco se han convertido en ciudades según el modelo de Weber. La ciudad global representa una red internacional de dinero y poder, difícil de tratar a nivel local. Hoy Jane Jacobs, en vez de enfrentarse a Robert Moses, una persona de carne y hueso que vivía en Nueva York, tal vez habría tenido que enviar correos electrónicos de protesta a un comité inversor de Qatar.

Así se da paso a la segunda parte del libro Construir y habitar, de Richard Sennett: con el cambio de escala. Como ya nos avisaba Raquel Rolnik con su conferencia, las ciudades han pasado a ser propiedad de grandes fondos de inversión, de un capital sin sede ni patria. Las ideas de Jane Jacobs sobre la vida local y las pequeñas inversiones y cómo éstas van a marcar el ritmo para la evolución urbana dejaron de ser válidas para Sennett en cuanto visitó las grandes ciudades de China y la India y vio la velocidad de su desarrollo y las cifras enormes de inmigrantes que debían acoger. ¿Cómo abordar entonces el aspecto urbano a esas dimensiones?

Los inversores buscan lugares donde, con poco dinero y algo de tiempo, su inversión pueda dar grandes frutos. Les da igual si tienen que comprar diez, quince, veinte espacios distintos en la misma cantidad de ciudades: en general serán sitios baratos, por lo que pueden hacer frente a la inversión. Y, con que uno de ellos de fruto, les habrá compensado económicamente. Lo que buscan es un «punto de inflexión»: en sistemas cerrados, los hechos pequeños se van acumulando pero no desencandenan cambios bruscos, sin incidencias; hasta que llega uno que cataliza todo lo anterior y revaloriza la zona por completo. El High Line de Nueva York es un buen ejemplo, pero también lo serían la Torre Agbar para el 22@ de Barcelona o el Guggenheim para Bilbao.

Así, se crean lo que Joan Clos, que fue director de UNHabitat, denominó «ciudades pulpo»: ciudades con un centro que se van extendiendo en función de los nuevos polos interesantes, conectando el aeropuerto con el centro con los diversos barrios de moda que van surgiendo y evitando los barrios bajos, las favelas, los distritos industriales. Son ciudades amorfas, creadas a pedazos, no planeadas desde el origen sino adaptadas a lo que va sucediendo; adaptadas, de hecho, a los vaivenes del capital.

Si el primer ejemplo nos lo ha dado un mercado lleno de vida en la India, el segundo nos lo da una ciudad de las afueras de Shangái. A finales del XIX, y dada la gran oleada de desposeídos tras la Rebelión Taiping que llegaron a la ciudad, se recurrió a una forma barata y tradicional de edificar: los shikumen, pequeñas casas adosadas con un patio diminuto que, puestas una junto a la otra, crean una calle limitada; juntando calle a calle, se obtiene una retícula, un barrio donde los pobres hacían vida en la calle y formaron un entramado, primero como refugiados, luego como comunistas, de vida urbana y solidaridad.

Sin embargo, cuando Shangái empezó a convertirse en un monstruo enorme que debía acoger a millones de inmigrantes, la opción escogida por las autoridades fue similar al Plan Voisin de Le Corbusier pero a una escala mucho mayor: torres y torres de edificios, separadas por un mínimo bosque, sin nada que hacer en ellas salvo dormir; que, por supuesto, destruían todo vestigio de espacio público y colectividad urbana.

Por ello, en el 2004 se planteó la idea de restaurar los shikumen, como opción viable para conseguir espacio público de calidad. Pero claro, lo que era un lugar donde vivían familias y, por su propia dinámica, hacían ciudad:

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se ha convertido en un lugar gentrificado para jóvenes profesionales de entre 20 y 30 años. Porque tienen dinero, y porque buscaban un retorno simbólico a los orígenes… pero sin querer codearse con las personas que representaban la esencia de los orígenes.

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Volvemos a las simulaciones y a las ciudades análogas de las que hablaba el maravilloso libro Variaciones sobre un parque temático, de Michael Sorkin. Y en parte plantea una de las preguntas que persiguen a Sennett en este libro: ¿cómo lidiar con el pasado, cómo relacionar el urbanismo de una ciudad actual con su propia historia?

El siguiente capítulo, «El peso de los otros», está dedicado a la forma como establecemos relaciones con el Otro, con las personas que viven en la ciudad que habitan mundos distintos al nuestro. Una forma posible de integración: la cabaña de Heidegger. El filósofo se retiró a la montaña y se construyó una cabaña; en parte para huir del mundanal ruido, sí, pero también como lugar donde sólo aceptaba a aquellas personas que encajaban dentro de su vida (por ejemplo: los no judíos). Otra posible forma de integración (o de ausencia de ella, también) es el gueto de Venecia: los judíos se encerraban en él durante la noche; como sólo estaba conectado al resto de la ciudad durante la noche, ninguno de ellos podía salir… pero tampoco los gentiles podían entrar y suponer un peligro para ellos.

Ninguna de estas dos formas es integración en su sentido óptimo; ésta la reserva Sennett para un filósofo de Heidegger, Emmanuel Lévinas. Lévinas concebía el Vecino como el Otro, alguien al que nunca comprenderemos del todo y que nunca llegará a comprendernos; sin embargo, y ahí reside la grandeza de su ética, pese a todo hay que tratarlo con respeto, con civilización. «La indiferencia hacia los desconocidos, porque son incomprensibles y estraños, degrada el carácter ético de la ciudad.» (p. 186).

Esta idea no nos es desconocida en el blog, y ya la presentamos en relación al primer libro de Sennett que leímos: El declive del hombre público. En él, también huía de la necesidad del urbanismo actual de crear «comunidades», pues acaban recurriendo, como mejor pegamento posible, a buscar enemigos en el exterior de su seno, y proponía el hecho de aceptar la diferencia y la universalidad del espacio público urbano como mejor camino y medicina.

Tocqueville denomina las relaciones entre individuos distanciados una «equality of condition». Esta expresión no significa lo que parece. […] …transmite la idea de que las personas llegarán a desear todas las mismas cosas (los mismos objetos de consumo, la misma educación, el mismo tipo de casa) a las que, sin embargo, tienen un acceso desigual. La igualdad de condición recibió una etiqueta menos bonita, «la masificación del gusto del consumidor», por parte del sociólogo Theodor W. Adorno. (p. 214)

Con esta apreciación da inicio el capítulo Tocqueville en Tecnópolis, que da un repaso a las smart cities que están poblando el mundo. El capítulo empieza con el Googleplex de Nueva York, un edificio de Google pensado para que a sus trabajadores no les falte de nada; o, en otras palabras, para que sus trabajadores no deban abandonarlo y puedan estar en su puesto de trabajo día y noche.

Los trabajadores de Google representan lo que Richard Florida denomina las «clases creativas». Intentamos seguir un curso universitario del señor Florida, como hemos hecho cursos en este blog sobre el Imperio Neoasirio o algunos sobre urbanismo e historia de las ciudades, pero nos pareció tan centrado en su propio ego y en unas pocas ideas que tuvimos que dejarlo. Parece que Sennett comparte algo de nuestro punto de vista (no seamos groseros: nosotros compartimos el suyo) respecto al tema, porque destaca que, pese a lo creativas que se supone que son estas clases, siempre buscan exactamente el mismo tipo de lugares. Son los locales que encontrarán cerca del Googleplex, claro, pero también en el Born de Barcelona o cualquier otro barrio gentrificado del mundo. Estos edificios, que no se relacionan con la ciudad, acaban operando como un pozo de gravedad que genera sus propias necesidad, a menudo alejadas de las que tiene esa zona de la ciudad. Como difícilmente pueden coexistir, porque sus niveles económicos son dispares, los de menor poder adquisitivo acaban huyendo.

La siguiente parte del capítulo resume un libro que ya leímos: Smart Cities, de Anthony Townsend. En resumen: que la ciudad inteligente puede ser abierta o cerrada, prescriptiva o colaborativa. La ciudad que prescribe es como la app de Google Maps: nos da el camino más corto, sí, pero ¿qué parte de la ciudad nos estamos dejando sin ver? Dicho de otro modo, sólo tiene en cuenta la funcionalidad, no podemos optar por «el camino con más zonas verdes» o «el camino con más fábricas abandonadas» (lo cual, queramos o no, es algo bastante lógico). La ciudad que prescribe dice al ciudadano cómo vivir; y, como está pensada desde un punto de vista central y desde la utilidad, cada cosa tiene su sentido; en cuanto la tecnología o la forma de uso cambien, la ciudad no podrá adaptarse, por lo que está condenada a no permitir el cambio o a quedar desfasada.

Las ciudades que coordinan, en cambio, tienen en cuenta cómo son las personas, y no cómo deberían ser. Y además, ayudan a desarrollar la inteligencia humana. ¿Un ejemplo? Los presupuestos participativos en Porto Alegre, en Brasil, donde los ciudadanos, reunidos en asamblea, decidían cómo invertir una cantidad del dinero destinado a sus barrios. Y ahí es donde la tecnología puede ayudar: cuando la cantidad de personas votando es demasiado alta, surgen los votos, el Big Data, lo que sea, una forma de gestionarlo en tiempo real. Ahí es donde Mumford se reencuentra con Jacobs: el primero le criticaba a la segunda que la acción local era demasiado pequeña, demasiado lenta para algunos de los temas necesarios en el urbanismo. Con la tecnología adecuada, se puede ampliar el espacio pequeño de Jacobs a la planificación de Mumford y así cerrar el círculo.

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