La ciudad mentirosa (y III): el recuerdo en la ciudad

La primera entrada de La ciudad mentirosa se centraba en la historia actual de Barcelona y cómo sus muchos gobiernos han buscado, uno tras otro, la mercantilización de sus calles y sus barrios, lanzando la ciudad a convertirse, en vez de en un modelo, en una marca y propulsándola como destino turístico internacional. La segunda entrada analizaba el aspecto simbólico de la ciudad y cómo cada una de sus partes tiene distintos significados que sus habitantes interpretan de distintas maneras. Este significado es siempre complejo y cambiante, pero también ha habido intereses políticos por potenciar, por ejemplo, unas fiestas ante otras o por demonizar fiestas populares (San Juan). En la entrada de hoy seguiremos con este mismo tema y nos centraremos en cómo ciertas partes de la historia se han salvaguardado mientras que otras han sido borradas o mantenidas sólo a pedazos.

El ejemplo perfecto de esto en la ciudad de Barcelona son las enormes chimeneas de ladrillos que quedan en múltiples lugares como único rastro del pasado industrial de dichos enclaves. Remitiendo en parte al Baudrillard de El sistema de los objetos y los «objetos singulares»: «signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en representarlo» (p. 125):

Las muestras exaltadas de arqueología industrial están donde están para significar, y para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como cosa «auténtica», es decir, exclusivamente representacional, la chimenea monumentalizada tiene lo que le falta a los demás objetos funcionales que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a realidades abstractas inexistentes en sí mismas –la infancia, la patria, la historia, el pueblo– de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. (p. 125)

Sin embargo…

Pero ese pasado glorioso –se enfatiza– está definitiva e irrevocablemente pasado. Los grandes talleres convertidos en contenedores destinados al consumo o a la cultura, las plazas o parques infantiles que rodean esas imponentes chimeneas exentas fueron –se viene a proclamar– lugares inhóspitos, malolientes, sórdidos, escenarios de la explotación, marcos para la lucha de clases. Helos ahí, ahora: limpios, polifuncionales, asépticos, redimidos del ruido y del humo, sin obreros sucios de grasa, sin patrones abusivos, sin huelgas. Ese es el mensaje definitivo, el que se enorgullece de haber vencido la mugre industrial y el descontento obrero. (p. 133)

Y sigue: «Toda política de producción de identidad requiere, como se ha visto, una insitucionalización de la memoria, pero, precisamente por ello, al mismo tiempo, una institucionalización igualmente severa del olvido.» (p. 133). No basta con recordar la chimenea: hay que olvidar el pasado industrial y la fábrica que la albergó. Ya no hay obreros, ya no hay patrones, ya no hay sindicatos y ya no hay lucha de clases; y las multitudes de trabajadores del sector servicios en Barcelona, malpagadas y que jamás se llevan una parte importante del pastel que deja el turismo, son… circunstanciales. Probablemente porque no han sido capaces de esforzarse lo suficiente y subirse al tren de la meritocracia. Obtener barrios perfectos, libres de conflicto, dedicados al ocio y al paseo burgués, requieren también ese malabarismo de la memoria y de la identidad: Barcelona ya no es una ciudad obrera. Es lo que tienen los barrios gentrificados: una vez expulsados los sospechosos (es decir: los pobres) lo que queda está liberado del conflicto y es bonito, lugares hermosos donde pasear y consumir. Y donde quienes no pueden permitirse esto segundo, consumir, ya no van a acercarse.

La puesta en escena de los imaginarios urbanos oficiales no ha respetado apenas nada, excepto chimeneas, dependencias fabriles aisladas y nombres de antiguas instalaciones –la Espanya Industrial, la Pegaso, l’Escorxador, la Sedeta, el Moll de la Fusta, la Farinera, Can Felipa, la Maquinista…–, todos ellos restos reconvertidos en un mero acompañamiento decorativo de un estilo urbanístico uniforme y uniformizador. Las expresiones radicales de este principio han sido barrios enteros, como la Vila Olímpica o Diagonal Mar, espacios atractivos, previsibles, controlados, pensados para que en ellos habitaran vecindarios ejemplares. (p. 138)

Barcelona no es un caso aislado, por supuesto, y hemos visto suceder lo mismo en innumerables ciudades. Pero sorprende en el caso de Barcelona por el cuidado con el que supuestamente se mantiene viva su memoria y se elogian ciertos momentos. ¿No se hace homenaje tras homenaje a Gaudí y al modernismo?, entonces, ¿por qué las grandes fábricas que se levantaron a lo largo del siglo XIX y principios del XX no reciben ese mismo halo de veneración y son mantenidas año tras año? Análogamente, el descubrimiento de ruinas de construcciones romanas no supone la más mínima paralización ante la construcción de aparcamientos en el centro de la ciudad (con la consiguiente destrucción de las ruinas), mientras que ruinas que son siglos mucho más tardías, pero que en ese momento eran más relevantes por su relación con el nacionalismo catalán, supusieron la construcción de un edificio enorme, en pleno barrio gentrificado, que se puede visitar (y rememorar ese importante momento histórico) en el Born. La memoria urbana acaba siendo una decisión política; una decisión, por lo tanto, de las élites.

El destino de lo poco que sobrevive de estos lugares (las naves industriales de que hablábamos, los conventos reciclados, las atarazanas vaciadas) es convertirse, en unas pocas ocasiones, en el enésimo contenedor cultural (el museo del diseño, exposiciones fotográficas, una galería de arte genérica) pero, en la mayoría de las veces, acaban siendo espacios de consumo, centros comerciales homogéneos con su Zara, su Starbucks, su café donde tomar matcha latte o smoothies y, dependiendo de la envergadura, unos cines o una bolera. Progresivamente, esta epidemia se va extendiendo a espacios que, a priori, no lo eran: y los vestíbulos de las estaciones, de las correspondencias de metro, de cualquier hub de transporte atravesado por las suficientes personas, se acaba convirtiendo en un reducto industrial. En un viaje reciente, por ejemplo, se da la osadía (la vergüenza, en definitiva) de que, para alcanzar el lugar de despegue de los aviones del aeropuerto de Bruselas, hay que atravesar, físicamente, los pasillos de una tienda. No es como el caso de Barcelona u otros tantos aeropuertos, que están, por supuesto, repletos de tiendas, pero cuyo acceso siempre acaba siendo opcional: en el de Bruselas, tras el control de seguridad, el único pasillo que hay y que lleva hasta el acceso a los aviones es, literalmente, el de una tienda. ¿Acaso ese espacio no es público?

«Siguiendo este referente [el del centro de Barcelona], en Cataluña todas las poblaciones importantes han hecho de su núcleo una réplica de los centros comerciales, en la que los monumentos y las catedrales se añaden a la escenografía y dan al conjunto un cierto look vernáculo. Se alcanzan así, justo en medio de las ciudades, territorios eximidos de cualquier cosa que pueda obstaculizar los itinerarios y los altos de los compradores, espacios, no hay que decirlo, rigurosamente vigilados.» (p. 145)

Las ciudades cambian –nos lo recordaba Baudelaire– «más que el corazón de un mortal» y es verdad que puede haber mucho de afectación pequeño-burguesa en la devoción por ciertos ambientes muchas veces artificialmente cochambrosos y envejecidos, como imagen de una cierta idea no menos prototípica y tematizada de la vida urbana. No se trata de denunciar como perversa toda transformación urbana, sino de señalar a quiénes favorecen tales transformaciones, que no suele ser a la mayoría social. (p. 148)

«Como escribió magistralmente Maurice Halbwachs a principios del siglo XX, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva. En efecto, no todo lo que es colectivo ha de ser por fuerza común. La memoria urbana puede ser perfectamente fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria institucional, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada, complaciente, tranquila… y todo ello deriva de su esperanza de beneficiarse de lo que pueda quedar de añoranza de una organicidad social ya irrevocablemente enajenada.» (p. 153)

En un párrafo que recuerda (o sugiere) la deriva situacionista, Delgado glosa los monumentos corrientes y cotidianos con que todo habitante y hasta usuario de una ciudad puebla la misma:

Los practicantes secretos de lo urbano no hacen más que llenar las ciudades de monumentos, cada uno de ellos evocador de un momento histórico, de un encuentro al más alto nivel, de una batalla incruenta, de un recibimiento triunfal, de una derrota, de un levantamiento, de un naufragio, de una catástrofe, de un portento, de una defensa heroica, de una aparición, de un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, levantados con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos. Esos monumentos son, no obstante, implícitos, en la medida en que no aparecen en ningún catálogo ni en ninguna guía turística. (p. 157)

Si recuerdan, en el maravilloso Smart Cities de Townsend se hablaba de una app que se desarrolló en la ciudad de Nueva York que explicaba la vida de los árboles que había en la calle. Ni más, ni menos. Una aplicación completamente inútil que, sin embargo, aportaba algo a quienes tuviesen apetito, voluntad o curiosidad por leerla. ¿Se imaginan un catálogo, o un mapa, o una app, también, donde cada usuario y ciudadano pudiese estampar sus monumentos? «Yo viví aquí». «Me bajé en esta parada de metro durante doce años». «Aquí encontré el amor, allí lo perdí». Lugares completamente anodinos que dotamos de sentido y que jamás recibirán ningún monumento; y, caso de que lo hiciesen, no narraría nuestras vidas ni los azares de la cotidianidad, sino que probablemente sería un señor a caballo conmemorando alguna guerra.

El siguiente capítulo está dedicado a las movilizaciones urbanas, para lo cual se rastrea el origen de los barrios obreros periféricos:

Como se sabe, los conglomerados urbanizados basados en grandes bloques de viviendas responden a un modelo que se empieza a experimentar y da a conocer sus expresiones más interesantes en los años treinta –los siedlungen alemanes o las höfe austriacas, por ejemplo–, se pervierte de la mano de los urbanismos nazi-fascista y soviético y se generaliza, ya completamente envilecido, en la década de los cincuenta y sesenta, en la que todas las grandes ciudades europeas y otras muchas del mundo entero ven desperdigarse por sus periferias grandes barrios de bloques de casas que obedecen un esquema, cuya expresión más elocuente y espectacular serían los grands ensembles franceses o los new towns británicos. Se trata de las postreras expresiones de un modelo de crecimiento urbano que se generaliza en Europa en un contexto marcado por la expansión económica e industrial de las ciudades, por la proliferación de polígonos industriales en las periferias urbanas, por las transformaciones que acabarán con grandes extensiones de suelo agrícola, por las grandes avalanchas de inmigrantes que llegan a las ciudades provenientes de las zonas más deprimidas de cada país o de países más pobres, por las mejoras en los transportes y las comunicaciones… (p. 162)

De ahí surgen, ya lo hemos comentado en ocasiones en el blog, también las ciudades dormitorio o ciudades satélite españolas, incluso los barrios que están a las afueras de Madrid o Barcelona.

Inmediatamente después de que empezara a aplicarse esa política de exilio de la clase trabajadora a los alrededores de las ciudades se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella. Se le daban razones para que Le Corbusier notara lo que era cierto en el momento en que se redactó La Carta de Atenas y que lo es en la actualidad. Primero, «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y, después, que el suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad». [Le Corbusier, Principios de urbanismo] (p. 169)

Los banlieues han pasado a ocupar el lugar de nido de revolucionarios o agitadores sociales que a mediados del XIX ocupaban los faubourgs, de donde surgieron los «agitadores» de la Comuna en 1871 e incluso los de junio de 1848. Delgado cita el estudio de Castells de uno de los grands ensembles, Sarcelles (aparecido en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos, 1986). Castells sostenía que lo que se había producido allí era una dinámica similar a la que se dio con el primer sindicalismo obrero del siglo XIX: al convivir un tipo de personas tan similares, descubrieron un conjunto de intereses comunes. Si las primeras revueltas eran, pues, en los barrios obreros y en las fábricas, las segundas eran de la periferia hacia el centro.

Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas, a la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.

(…) en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano». (p. 171)

Con el tiempo, y tal vez por esta evidencia constante de que los polígonos iban a ser «focos de conflictividad», su construcción fue desechada.

Los términos del discurso que tendría que justificar la necesidad de buscar alternativas para albergar a los nuevos y viejos pobres urbanos –o renunciar a hacerlo, que parece ser que fue lo que finalmente sucedió– se han formulado en los últimos tiempos en clave de combate contra la formación de guetos, es decir, de lucha contra la posibilidad de que la nueva clase obrera y el nuevo lumpenproletariado llegara a coagularse en algún espacio que considerase propio y desde el que llegara a tomar conciencia de su capacidad para la resistencia y la impugnación del sistema del que se sentía y se sabían víctimas» (p. 193).

Habrán oído, sin duda, esa misma excusa, la de no permitir la creación de guetos, en muchas ocasiones; a menudo, para expulsar a pobres u obreros de sus barrios. Qué casualidad que jamás parezca preocupar en los barrios ricos, donde se dan auténticos guetos de clase alta; o en los edificios de alto standing, donde, de nuevo, sus habitantes están muy, muy claramente definidos. Pero esa marginación no es tal, parece.

El concepto del gueto se utilizó también cuando se dieron las revueltas en Francia en otoño de 2005, famosas porque se quemaron muchos coches y hubo violencia en las calles. «El problema, en efecto, no parecía ser la miseria, sino una acumulación excesiva de miserables por metro cuadrado.» (p. 199). Como si el hecho de disolver la banlieue fuese a terminar con el problema de los marginados. De nuevo, el recurso burgués: alejarlo del centro. Erradicar el problema a la periferia; convertirlo, de hecho, en problema de otros.

El séptimo (y último) capítulo vuelve a la bestia negra de Delgado: el concepto actual de espacio público (ya lo vimos en una conferencia que dio), entendido no como lugar de titularidad pública (¿acaso un juzgado o una biblioteca no son «espacio público»?) sino como ese lugar de realización ideal, burgués y desconflictivizado, que es un tipo muy concreto de espacio público. Para conseguir dicho espacio, en Barcelona se promulgó una ordenanza en 2006 que «se ensañaba, como comenta «se ensañaba» (muy acertada la expresión) con el juego en la calle, limpiarse en las fuentes, utilizar los bancos para cualquier cosa que no fuese sentarse adecuadamente en ellos (con lo que se prohíben no sólo las filigranas de los skaters sino, en definitiva, vaya, ser pobre y dormir en un banco), andar por la calle sin camiseta (que los turistas barriobajeros dan mala imagen) e incluso, si tiene usted la fortuna de vivir en un piso céntrico (o la desgracia, pues muchos de ellos son viejos y están bastante hacinados), tampoco podría tender la ropa en el balcón. De nuevo: mala imagen. Sorprende este celo legal en una ciudad donde no le quita el sueño a nadie derruir barrios obreros o lanzarse a prácticas de mobbing inmobiliario (siempre legales, eso sí).

Toda la retórica que acompañó la promulgación de esa nueva normativa en materia de «urbanidad» ponía de manifiesto cómo el civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Como se sabe, el civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas cívicas. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala. (p. 273)

(…) Para el urbanismo oficial, espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso, se trata de una comarca sobre la que intervenir, un ámbito que organizar con el propósito de que pueda garantizar la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extienden vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano, la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. (p. 274)

(…) Lo que en la práctica es la restauración en Barcelona de la antigua Ley de Vagos y Maleantes resulta de la lucidez con que el Ayuntamiento ha entendido cuál es la regla de oro que debe orientar sus políticas en materia urbana: total servilismo ante los poderosos –los promotores inmobiliarios, la banca, las empresas multinacionales–, severidad máxima con los sectores más frágiles e inconvenientes de la sociedad. (p. 275)

Finalmente, en las páginas finales, se destaca que, a pesar de los muchos cambios habidos en Barcelona, y las «mejoras (…) ostensibles por lo que hace a la calidad de un buen número de entornos», se evidencia también que «ciertas constricciones para el desarrollo de una ciudad verdaderamente abierta no procedían del régimen autoritario liquidado, sino de estructuras socioeconómicas intrínsecamente injustas, que han continuado generando un urbanismo adecuado a sus intereses. Si durante el franquismo estos intereses habían sido sobre todo los de la incorporación a las grandes dinámicas productivas y de mercado iniciadas en la posguerra europea, en el último tercio del siglo XX las orientaciones hegemónicas han tenido que ver con la globalización, con el consumo de masas espectacularizado, con las nuevas tecnologías y con una concepción de la ciudad como objeto de técnicas comerciales.» (p. 287)

Por lo demás, la tendencia a disolver la distancia entre ocio, producción, consumo y residencia, la labilidad de las fronteras entre lo público y lo privado, la imposición de estructuras basadas en la movilidad y en la capacidad de aprovechar los flujos de información, han acabado provocando nuevas formas de discriminación al mismo tiempo social y espacial, en las que el precio, las posibilidades de conexión y los derechos de admisión son los nuevos criterios de selección y enclasamiento. (p. 289)

La ciudad mentirosa (II): la ciudad simbólica

Si en la primera entrada de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona», de Manuel Delgado, nos centramos específicamente en la historia y los sucesos de Barcelona como ciudad (su venta a los flujos del capital internacional, los sucesivos gobiernos que, directa o indirectamente, no han hecho más que potenciar esta tendencia, la destrucción de barrios obreros por flamantes nuevos espacios de clases medias y altas entregadas al ocio y el consumo), en este segundo apartado lo hacemos entendiendo Barcelona como espacio simbólico; como lugar físico que se habita pero cuya legibilidad y significado son, como en todas las ciudades, mucho más complejos. Cada calle que se modifica, cada edificio que se derrumba o reconstruye, incluso cada paseo, giro, manifestación o elección de lugar donde vivir, sentarse, tomar un café o pegarle una patada a una papelera, dialoga necesariamente con ese capital simbólico.

De hecho, el título del primer apartado del segundo capítulo es bastante explícito en este sentido: «¿Tienen alma las ciudades?». Para responder, Delgado retrocede hasta la Escuela de Chicago y sus primeras investigaciones (no tanto sobre las ciudades sino sobre «el proceso de modernización en general (…) o, lo que es lo mismo, el proceso de homogeneización cultural en que consistía la dinámica mundializadora» [p. 91], como defendía Castells en Problemas de investigación en sociología urbana) sobre los muchos nichos distintos que había en la ciudad, las estructuras líquidas y fluctuantes cuya aglomeración (no su suma) componía precisamente esa ciudad.

«Son ahora las ciudades el nuevo escenario de aquella sacralización de idiosincrasias artificiales, toda la retórica sobre la singularidad cultural de los nuevos territorios estatalizados que había permitido el nacimiento de los nacionalismos modernos y que ayudó, y todavía ayuda, a nacer a las naciones-Estado de los países que se van incorporando al proceso de mundialización» (p. 95). Pero este proceso, en general, no se da de forma autónoma ni espontánea, sino que suele suceder «mediante un férreo control político sobre los signos» (p. 96).

Barcelona podría ser un buen ejemplo de ello. Dejando al margen la cuestión concreta del ocultamiento de los fracasos infraestructurales y de los exudados en forma de marginalidad que no se han conseguido exiliar, el objetivo de la dotación simbólica de la nueva Barcelona es la de lograr un community spirit, una personalidad propia precariamente existente durante décadas en una urbanidad caracterizada por la dispersión social, la plurietnicidad y la compartimentación provocada por el agregado de barrios fuertemente singularizados y, en gran medida, autosegregados de un centro débil y casi imperceptible, que habían ido formando por aluvión el actual conglomerado físico y humano de la ciudad. (p. 97)

La construcción del modelo Barcelona que vimos en la primera entrada era física, sí, y moral; pero ese mismo modelo (o marca, si lo prefieren, que es en lo que acabó convirtiéndose) sufrió también un proceso de construcción simbólico. Delgado rastrea sus orígenes (no entraremos en ellos: son muy específicos del caso concreto de Barcelona) y uno de los puntos que encuentra es, por ejemplo, la «imposición» (o sugerencia repetitiva hasta que acaba calando) de nuevas fiestas «populares» y tradicionales que se inventan tras el franquismo, como el «correfoc», y que en pocos años acaban siendo celebradas por la ciudadanía como epítomes de la tradición y el folklore ancestrales. Otro ejemplo es la consagración que reciben ciertas celebraciones en la ciudad (la Mercè, a finales de septiembre, acompañada de conciertos gratuitos y fuegos artificiales) y la demonización que sufren otras tantas (San Juan es la más evidente, una fiesta popular y obrera donde se socializaba en el barrio o en la playa y que desde hace años sufre cada vez una mayor persecución policial y mediática, con enormes titulares sobre lo «sucia» que está la playa, titulares que nunca se dan sobre lo sucias que quedan las calles tras una celebración futbolística o tras la Mercè).

El espacio concreto de Barcelona se convertía así en un ring de un combate simbólico entre, por un lado, las masas obreras que cierran sus barrios con barricadas y, por otro, los concursos al aire libre de gigantes y cabezudos y las exhibiciones públicas de la imagen de la patrona de la ciudad, lucha simbólica relativa, en última instancia, de quién es y qué significa ese mismo entorno sobre el que los sectores sociales en conflicto ejecutan sus prácticas e inscriben sus discursos. (p. 107)

De este tema se ocupa el sexto capítulo al analizar el simbolismo de los distintos espacios de la ciudad. Lo hace, por ejemplo, recordando el rechazo generalizado de los barceloneses, y de muchas de sus instituciones, ante la celebración de un desfile de las fuerzas armadas en la Diagonal en el año 2000. Se percibió como una vuelta al pasado, a los desfiles triunfales franquistas tras la Guerra Civil y durante la dictadura; hasta el extremo de que el lugar del desfile se cambió a uno mucho menos problemático y menos simbólico, casi en las afueras, y en vez de ser un desfile que entraba en la ciudad, la dirección del desfile fue hacia la salida. Aún así, ese desfile reunió a mucho menos público que uno alternativo, que se celebró en la Ciutadella, en una manifestación popular que desautorizaba «lo que se interpretaba como una utilización indigna de la calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. Al día siguiente, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la Avinguda Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir, la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza» (p. 244). Hubo también protestas contra la reunión de los representantes del Banco Mundial (que finalmente se suspendió y se llevo a cabo de forma telemática).

Esta capacidad de Barcelona de demostrarse fiel a su propio pasado y provocar el miedo de quienes creían tenerla sometida y poseída llegó a un máximo de intensidad con motivo de la cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea el 14, 15 y 16 de marzo de 2002. De nuevo, las autoridades pudieron percibir hasta qué punto la ciudad podía mostrarse hostil e inhóspita ante la presencia considerada no solo como ajena, sino, ante todo, como moralmente inaceptable. Durante los tres días que duró el evento, los mandatarios internacionales tuvieron que reunirse literalmente escondidos en un recinto fortificado, a las puertas de la ciudad, sin poder penetrar en ella, sin el mínimo contacto con una población que no estaba predispuesta a depararles ninguna bienvenida multitudinaria, sino más bien lo contrario. En el extrarradio, los poderosos debían verse a sí mismos como marginados, reconocidos como una materia extraña y repugnante que la urbe se negaba a recibir. Eran invitados, es cierto, pero ¿de quién? No de la ciudad, estaba claro, como lo demostraba que nadie se atreviese a salir de un estrecho perímetro en la zona de Pedralbes, encerrados por una muralla de cemento y dobles rejas que, al pie de la letra, los mantenía en todo momento enjaulados. Los líderes europeos se sometían a sí mismos a una especie de efecto túnel que los llevaba directamente desde el aeropuerto de El Prat hasta el aislado hotel de lujo Juan Carlos I y al contiguo Palau de Congresos, en un sector limítrofe de Barcelona que solo ocupaban instalaciones deportivas y descampados. Los reunidos no temían un atentado terrorista, ni la acción de violentos fuera de control. Los jerarcas planetarios allí congregados le tenían miedo a Barcelona. De hecho, la recepción oficial que debía celebrarse uno de los días del encuentro en el Palau de la Generalitat tuvo que trasladarse al palacio de Montjuïc, una vez más vertedero de lo que la ciudad parecía negarse a aceptar en su seno.

Barcelona, una vez más asediada –como tantas veces antes a lo largo de su historia–, ocupada por ocho mil policías destinados a vigilar de cerca unos habitantes que había que mantener a toda costa lejos y a raya. Aquellos días quedó patente de quién era, en última instancia, la calle. (p. 249).

Todo esto remite, además de al aspecto moral, al simbólico de cada parte de la ciudad. Esto nos llevaría a, por ejemplo, los efectos morales del 11S; en realidad, a pesar de lo aparatoso del derrumbe de las Torres Gemelas, el número de muertos no fue una barbaridad (disculpen la banalización de ese número de vidas); lo verdaderamente aterrador fue el golpe al corazón de la ciudad más simbólicamente importante del país más simbólicamente relevante. Fue un ataque, simbólico, a Occidente y al capitalismo. Como, salvando todas las distancias, la bomba en el atentado del Liceu de que hablábamos con Las buenas familias de Barcelona fue un ataque a las élites catalanas.

Siguiendo con el ejemplo de las manifestaciones, Delgado analiza algunas más. Una protesta estudiantil ante la imposición del plan Bolonia (que se percibía que iba a mercantilizar el acceso a los estudios universitarios, como finalmente ha sucedido). Las manifestaciones habituales en Barcelona empiezan en el centro y bajan (se dirigen hacia el mar, en vez de hacia la montaña) hasta la calle Ferran, donde tuercen hacia el Ayuntamiento y la sede de la Generalitat. Los estudiantes anunciaron que, en vez de girar, seguirían por las Ramblas, lugar prohibido para las manifestaciones (de nuevo: por su enorme valor simbólico, en este caso como lugar de centralidad y turístico). En vez de eso, y a pesar de todo el revuelo periodístico que esperaba la confrontación entre estudiantes y policía, la manifestación se desvió… hacia Sants. Los estudiantes «no emplearon ni el camino autorizado ni el prohibido, sino otro, es decir, ignoraron la lógica topográfica institucionalizada de lugares y de itinerarios entre lugares e inventaron una distinta, que se permitía incluso despreciar el centro de la ciudad como centralidad simbólica para elevar a tal rango un barrio popular» (p. 252).

Algo similar sucede con las manifestaciones del Primero de Mayo de 2011. La de los sindicatos mayoritarios baja por la Vía Laietana y termina en la catedral, obviando las sedes del poder (como si no fuese con ellas). La alternativa, que se convoca por la tarde… en lugar de bajar, la tendencia tradicional, sube hacia los barrios altos, es decir, los barrios ricos, donde residen las clases dominantes, «ultrajando zonas de la ciudad que se habían considerado a salvo de las protestas y, más todavía, de los disturbios (…) con que concluirá la marcha» (p. 253).

Delgado acaba analizando el aspecto «ritual», casi escénico, de estas revueltas y manifestaciones, donde tanto manifestados como las fuerzas de seguridad que los contienen llevan a cabo una escenografía en cierta medida coreografiada, como si cada una de las partes fuese consciente del papel que tienen que jugar. «La propia presencia de espectadores es una prueba de esta naturaleza controlada, ritualizada y espectacularizada del disturbio urbano. Su desencadenamiento, en efecto, no implica muchas veces que los viandantes tengan que huir y, si la intensidad de la lucha no alcanza un cierto nivel, buena parte de ellos permanecerá en el lugar como público de lo que es vivido como un acontecimiento urbano más» (p. 262). Lo cual no quita que, en ocasiones, sus efectos sean verdaderos o nocivos, por supuesto.

La ciudad mentirosa (I), Manuel Delgado

En primer lugar, permítanme pedir disculpas por todo este tiempo de inactividad en el blog. Febrero fue un mes complicado por temas de trabajo y marzo lo he dedicado a la redacción del ensayo final del postgrado «Antropología de la arquitectura», del que ya hemos reseñado diversas obras (Delgado, Navas-Perrone, Frago Clols, los puentes entre la arquitectura y la antropología, entre otros). Precisamente para ese ensayo, centrado en el proyecto Superilla de la ciudad de Barcelona, llevamos a cabo la lectura de este La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona» (el libro es de 2007, los libros de la catarata, pero leemos la tercera edición actualizada, de 2017), una «carta de amor despechada» de Manuel Delgado a la ciudad donde vive.

El objetivo del libro no es negar las bondades de los cambios que ha habido (que los hay, y buenos, por supuesto), sino dejar claro que «todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban unirse y mostrarse ordenada» (p. 11). Tras esa fachada de bondad, de modernidad, arquitectura, diseño, hordas de turistas y premios internacionales se halla «la otra cara»:

Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables… Contrastando con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. (p. 12)

Hay cierta tendencia a pensar que Barcelona se doblegó a «los imperativos de las dinámicas del capitalismo mundial, pero esta no es que sea una característica singular de la actualidad en materia de iniciativas urbanas de Barcelona, sino que la clave internacionalizadora ha sido un elemento esencial de la lógica del crecimiento urbano en Barcelona» (p. 28), empezando por la Exposición Universal de 1888 (que urbanizó la Ciutadella, su entorno y una parte del frente marítimo), la Exposición Universal de 1929 (Montjuïc), el Congreso Eucarístico de 1952 (para expulsar el poblado de barracas que había en una zona de la Diagonal y urbanizarla), los propios Juegos Olímpicos (la Vila Olímpica o el Maremágnum, por citar sólo algunos) y el Fórum de las Culturas de 2004, con el que se expulsó a los habitantes de clase baja de la zona que ahora es Diagonal Mar, se proyectó el centro comercial y se construyeron viviendas de algo standing debidamente valladas en la zona.

Pero fueron los Juegos Olímpicos, por supuesto, los que entronaron el modelo Barcelona. Tras su celebración, concluida la inercia y con muchas infraestructuras por terminar, se dio una etapa en la que «se empiezan a configurar grandes clusters culturales» (p. 41) como el Raval, el MACBA y el CCCB (al que pronto se le añadirán facultades de la UB) o el de la Plaza de las Glorias, con el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña (y luego la Torre Agbar, sedes del diseño y la punta del distrito 22@, que no deja de ser un clúster empresarial). «Nos hallamos, pues, en el paso del modelo Barcelona a la marca Barcelona, es decir, de referente de construcción ético-urbanística de una ciudad a poco más que un logotipo comercial destinado a su promoción competitiva en el mercado.» (p. 44). Si las reformas, hasta ese momento, iban investidas de una ideología concreta de convivencia, de mejoramiento de infraestructuras, de reformas para higienizar, esponjar, adecuar, en definitiva, las calles, a partir de 1997 (la substitución de Pascual Maragall, anterior alcalde, por Joan Clos, el siguiente, también socialista) se da una nueva etapa «más pragmática y asociada de manera descarada a la nueva economía y a la renuncia, en gran parte, a un proyecto global de ciudad» (p. 44).

Esta fase viene marcada, también, por la desaparición de la «paz social» que había imperado hasta entonces, debida, por un lado, a la progresiva disolución de las asociaciones de vecinos (que habían marcado la lucha social desde finales del franquismo), y por la otra a lo ilusionante del discurso olímpico. Las nuevas movilizaciones de principios de los 2000 tienen que ver con movimientos altermundistas (protestas contra el Banco Mundial o la reunión de los jefes de Estado en Barcelona), contra la participación de España en la Guerra de Irak o contra las evidencias, cada vez más claras, de que los proyectos de la ciudad no estaban encaminados a mejorar la vida de sus ciudadanos sino a procurarles réditos económicos a unos pocos, como fue el propio Fórum.

Tras unos años en que la evidencia mercantilista es cada vez más evidente (con Joan Clos, que acabaría siendo director ejecutivo de ONU-Hábitat, nada menos, primero; y con Jordi Hereu, después, que fue más de lo mismo), Barcelona pasa a ser gobernada por la derecha con Xavier Trias, en un mandato donde toda ficción de interés social queda descartada y sólo se llevan a cabo actuaciones en las zonas de renta alta. Tras esos cuatro años, y coincidiendo con la politización de los movimientos de indignados que cristalizan en algunos partidos políticos, Ada Colau se convierte en alcaldesa en 2015, al frente de un gobierno de izquierdas. Sin embargo, y a pesar de las proclamas del partido, Delgado destaca la continuidad entre las políticas urbanísticas de Maragall y las de Colau. «Esta vindicación de la etapa supuestamente esplendorosa y auténtica del «modelo Barcelona» es precisamente la que aparece en la base del proyecto político de Barcelona en Comú» (p. 56). Se percibía que, tras la «desfiguración del espíritu Maragall» llevada a cabo por Clos, Hereu y, claro, Trias, finalmente el retorno de Colau y los suyos iba a ser una vuelta a esa época dorada. Ese retorno quedó evidenciado por la inclusión de Jordi Borja (cuyo papel en la difusión del modelo Barcelona hemos comentado a menudo en el blog) en la lista de Barcelona en Comú y también por la inclusión en el equipo de Gobierno de antiguos responsables municipales del Partido Socialista, amén de que Jaume Collboni, socialista, fuese el segundo teniente de alcalde (y actual alcalde hoy en día, una de cuyas primeras medidas ha sido tumbar la obligación de que toda promoción de viviendas dedicase un 30% a la vivienda social; auténtica gestión socialista, vaya).

La clave del éxito de la candidatura de Barcelona en Comú fue presentarse como alternativa al Gobierno de Xavier Trias, que había comandado la ciudad durante los últimos cuatro años (2011-2015), ocultando que la derecha conservadora no había hecho otra cosa que continuar las dinámicas de saqueo capitalista que habían aplicado a lo largo de treinta años los gobiernos «de izquierda» y reclamándose heredera de esa época dorada del «auténtico modelo Barcelona» que el «modelo Barcelona degenerado» y la «marca Barcelona» habían hecho malograr, puesto que el «modelo» era sobre todo un modelo moral y cívico, mientras que la «marca» implicaba una simple imagen de la ciudad como macroproducto de consumo. (p. 58)

A partir de ahí, tanto Colau como la teniente de alcalde de urbanismo, Janet Sanz, loan sin medida el mejor momento de la historia de Barcelona y su época dorada, el maragallismo. Por ello no sorprendieron dos de sus primeras iniciativas urbanísticas: por un lado, «se elevaban a la categoría de bien patrimonial a proteger ejemplos de la arquitecturización de espacios públicos propia de los años 1980» (p. 58), tanto las «plazas duras» (enormes vacíos de hormigón, vaya, como la horrenda y muy vacía Plaza de los Países Catalanes que hay frente a la estación de Sants) como los «proyectos de diseño» (el Moll de la Fusta, el Parque de la Creueta). Y, por el otro lado, se presenta un plan de barrios, cuyos responsables son los mismos que trabajaron en la época de Maragall (Marta Grabulosa y Oriol Nel·lo), que tiene dos ejes de actuación prioritarios: la zona de Bon Pastor – Baró de Viver, donde se sigue expulsando a vecinos de las casas baratas (lo vimos en la obra de Stefano Portelli La ciudad horizontal) y se construyen viviendas «para rentas medias y altas junto al centro comercial de La Maquinista» (p. 59). El otro eje es la zona del Besós y el Maresme, en pleno 22@, cuyo objetivo es seguir ampliando esta zona como «polo de atracción de actividad económica social y cooperativa» y abrirlo hasta comunicarlo con La Sagrera (es decir, la continuación del plan de La Ribera que los vecinos de la zona consiguieron impedir en 1986 porque los expulsaba de su barrio pero que luego, gobierno tras gobierno, todos se han emperrado en ir aplicando).

Pero estas evidencias prácticas no son la prueba definitiva de hasta qué punto el «nuevo municipalismo» de Ada Colau no es otra cosa que restauración maragalliana, esto es recuperación del proyecto imaginado por Pasqual Maragall. Lo que realmente distingue el «toque Maragall» es la dimensión moralizante del discurso en que se justifica, esa voluntad de, en palabras de la alcaldesa en la presentación de lo que es la reedición del Plan de Barrios (…), «distribuir justicia a los abandonados», es decir, de conceder graciosamente y desde arriba «empoderamiento» a los de abajo, todo ese lenguaje altisonante y pretencioso propio del despotismo ilustrado heredado de quienes mandaron en Barcelona acompañando a Maragall. He ahí la diferencia entre el «modelo Barcelona» y «marca Barcelona»: una forma singular de capitalismo urbano, enrollado en lo cultural y paternalista en lo social» (p. 60).

La puesta en venta de Barcelona, por lo tanto, no empieza con la derecha que gobierna cuatro años, ni siquiera con la decadencia del modelo a partir de 2007: es un hecho central de la política de Maragall y de las reformas para los Juegos Olímpicos; es, de hecho, el objetivo central del que era también referente de Maragall, José María Porcioles, el alcalde colocado por la connivencia entre los poderes franquistas y los poderes locales: «Porcioles puso la base, el gran proyecto de una ciudad al servicio total de su propia mercantilización; Maragall sólo tuvo que añadir legitimidad política, una cierta sensibilidad socialdemócrata y sobre todo campañas de autopublicidad basadas en valores» (p. 61).

La siguiente sección de este primer capítulo aborda una dinámica que se ha repetido en numerosos barrios de la zona: como tantas otras grandes ciudades globales, la vivienda en Barcelona alcanza niveles de precios estratosféricos; y su suelo es un valor cada vez más importante para el Ayuntamiento. Por eso no sorprende que, durante las últimas décadas, se hayan llevado a cabo promociones, actuaciones, programas y demás nombres rimbombante cuya pretensión era mejorar la vida de los vecinos pero cuyas consecuencias siempre acaban siendo la expulsión de esos mismos vecinos y su substitución por otros de rentas más altas. Por ejemplo, «las ciento quince manzanas de lo que fue el Poblenou industrial inmoladas en nombre de la nueva economía: el Distrito 22@» (p. 67).

El proceso continuaba siendo el mismo. De pronto, alguien, en algún sitio, decidía algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declaraba «obsoleto», luego se redactaba un plan perfecto, se elaboraban unos planos llenos de curvas y rectas, se hacía todo ello público de manera atractiva –dibujitos y maquetas– y se prometía una existencia mejor a los seres humanos cuya vida iba a ser, como el lugar, remodelada. A continuación, se proponían ofertas de realojamiento –que siempre perjudicaban a quienes no podían asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les imponían–, se encauzaban dinámicas de participación –orientadas, de hecho, a dividir a los vecinos afectados– y, después, se continuaba sometiendo a ese pedazo de ciudad a un abandono que ya la venía deteriorando, para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad. Luego no era extraña la aplicación de formas de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo –y nunca mejor dicho– consistente en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, en someterles a una presión que los obligue a abandonar su residencia y dejar el paso libre a los planes de «refuncionalización» de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo ello poca cosa aparecía en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos era una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resulta ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano. (p. 68 y 69).

¿Ejemplos? La Vila Olímpica, las casas baratas del Bon Pastor, el Barrio Chino reconvertido en el Raval. De fondo en todo este trajín está una concepción del urbanismo que Ángela Giglia denomina (como veremos en próximas entradas) la «falacia del determinismo espacial», que viene a decir, en palabras de Delgado: «a lo largo de la historia del urbanismo se esperaba que la aplicación de criterios ordenadores claros fuera capaz, por sí sola, de resolver problemas sociales e infraestructurales profundos, no por la vía de un cambio en estructuras sociales brutalmente asimétricas, sino por el de una redefinición de los lugares y de su organización» (p. 81). Se trata de la vieja idea burguesa de que resolver un problema es expulsarlo a una periferia cada vez más lejana; o, peor aún, de la concepción, claramente interesada, de que la manifestación de un problema es, de hecho, ese problema, y erradicarlo de la vista quitaría el problema. Calles amables y pacificadas suponen la superación del conflicto económico, de clases, de la vivienda, de la inmigración o de la prostitución, por citar algunos casos sangrantes; cuando, en realidad, sólo suponen haber expulsado esos problemas lejos de unos barrios reconvertidos en reductos del ocio y el consumo para clases de rentas más altas.

Estas reconversiones público-privadas vienen a menudo acompañadas de un discurso legitimador y moral. Por ejemplo, la propiedad de una de las empresas encargadas de renovar Ciutat Vella, Focivesa (Foment de Ciutat Vella, S. A.), «correspondía, en 2007, en un 57 por ciento al Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. El resto se lo distribuyen La Caixa, Caixa de Catalunya, BBVA, SABA y Telefónica» (p. 83, pie de nota). O VOSA, la empresa que hizo lo mismo en Vila Olímpica, expropió el suelo en nombre público y luego se incorporó a NISA (Nova Icària, S. A.), aportando un 40% de su capital, en forma de ese tesoro inmobiliario expoliado a los vecinos. El 60% restante de NISA era capital privado, por lo que NISA acabó construyendo pisos de alto standing que los vecinos, ya expulsados, no se pudieron permitir y les impidió volver a la zona, substituyendo vecinos de rentas bajas por otros de renta mayor (y generando una jugada redonda para el sector privado).

Como decíamos, todas estas expulsiones vienen siempre acompañadas de un discurso moralista.

Es decir, la rehabilitación del barrio no debía ser tan solo formal, debía ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era solo la pobreza y la marginación, era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el relevo en el tipo de vecindario, la distribución de templos levantados en honor a la Cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de aquellas energías malignas que habían poseído el barrio y que conformaban lo que Gary McDonogh definía como una auténtica geografía del Mal (p. 85).

Precisamente la Filmoteca fue retirada del Barrio Chino a principios de los ochenta, cuando pasó a ser gestionada por el gobierno autonómico, al considerar que tal institución no debía estar en dicho emplazamiento, «en pleno asentamiento gitano del barrio» (p. 86). Un cuarto de siglo después, retornó a sólo unos pocos metros de su emplazamiento original: pero ya no era el Chino, sino el Raval, un barrio debidamente saneado y con enormes templos higienistas dedicados a la cultura: CCCB, MACBA, la Facultad de Geografía e Historia y, por supuesto, esta nueva y flamante Filmoteca.

Dionisos en las ciudades, Manuel Delgado y Marta Contijoch

Con este artículo, «Dionisos en las ciudades. El retorno del dios trágico en Eurípides, Nietzche y Lefebvre«, de Manuel Delgado Ruiz y Marta Contijoch Torres (Scripta Nova, Vol. 25, num. 2 (2021)), inauguramos la lista de lecturas surgidas del postgrado Antropología de la Arquitectura, que estamos cursando (desde octubre hasta diciembre) en la Universidad de Barcelona, codirigido por la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas-Perrone y el propio Manuel Delgado. El objetivo del postgrado es establecer un puente entre la arquitectura, entendida como la disciplina global que diseña y ejecuta las ciudades (es decir: arquitectura, urbanismo, ingeniería y similares) y la antropología (entendida como la disciplina que se preocupa y estudia los movimientos y actos de las personas; lo que hacen en realidad, más allá de lo que se les planifique desde la arquitectura o el urbanismo). La temática es más que interesante y entra de lleno en lo que hemos ido indagando en el blog, por lo que nos lanzamos a ello sin más preámbulo.

El artículo «Dionisos en las ciudades» rescata un tema que ha sido continuo en la producción de Lefebvre: la irrupción de lo urbano en las ciudades. Pero esta vez lo rastrea desde los orígenes míticos del dios Dionisos: el extranjero, el forastero, el salvaje, el principio de locura, embriaguez y destrucción que Nietzsche identificó y que luego Lefebvre simbolizó en su concepción de lo urbano (enfrentado al urbanismo).

En Las bacantes, una de las tragedias de Eurípides, el dios Dionisos llega a Tebas, su ciudad de origen, una ciudad que lo ha olvidado y reniega de él. Lo hace en forma de forastero y no tarda en estar rodeado de una comitiva, las bacantes, de mujeres enloquecidas. Dionisos es el caos: es figura masculina pero viste como mujer, es oriundo de la ciudad pero se presenta como forastero. En oposición, Penteo, rey de Tebas, «encarna algunos de los aspectos fundamentales del mundo griego. Condensa el control sobre sí mismo, al tiempo que desprecia a mujeres y bárbaros, precisamente por su falta de autodominio. Es la expresión de la vida en la ciudad sometida a normas, del mantenimiento de este orden y el control sobre la polis frente el desorden potencial que siempre la amenaza desde dentro y desde fuera.» (p. 191). Estas dos figuras son la que sirven de oposición para «dos formas de pensar la ciudad y la vida urbana». Por un lado, el urbanismo y la arquitectura: la planificación de ciudades ordenadas y armoniosas, pacíficas y dotadas de un espacio público ideal donde todos los ciudadanos son ejemplos magnos de pulcritud, educación y ausencia de conflicto; y, por el otro, la presencia de Dionisos como forma de subrayar que «esta voluntad de ordenación de la vida urbana necesita del contrapeso del mito, como plasmación narrativa de esta vida urbana real que transcurre al margen de los repetidos intentos por regularla» (p. 191), es decir: lo urbano.

Recordemos también que toda ciudad de Grecia era sometida a una fundación mítica (La idea de ciudad) donde el sacrificio (y consumo) de la carne era una parte esencial. De ahí, por ejemplo, la importancia de la figura de Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres y, con ello, inaugurar tanto la tecnología (lo divino en lo humano, lo que nos convierte en algo más que animales) y, simbólicamente, el consumo de carne cocinada, y no cruda. Ante ello, se opone (Detienne ya calificó el dionisismo como «antisistema» en 1982) tanto la figura de Dionisos y sus bacantes, que comen la carne cruda tras asesinar al animal, como «los pitagóricos, cínicos y órficos, los dos primeros también como devoradores de carne cruda y los últimos por su adhesión al vegetarianismo» (p. 192).

Penteo, de hecho, curioso por los actos que llevan a cabo las bacantes en los montes que rodean la ciudad, acude a Dionisos y éste le ofrece vestir sus ropajes; encaramados a un árbol, Penteo dice: «Me parece que veo dos soles y dos Tebas, ciudad de las siete puertas.» Y la respuesta de Dionisos: «Ahora ves lo que tienes que ver.» Porque siempre ha habido dos ciudades, y la voluntad ordenadora griega, la estructura reticular de Hipodamo de Mileto, es una forma de «pacificación del universo mítico», como la propia inclusión de Dionisos, un dios extranjero, en el panteón olímpico: un intento de domesticar, de separarse de las bestias.

La aparición de la tragedia como género teatral forma parte de ese deseo de incorporar el delirio dionisíaco –y los relatos míticos en general, por medio de una versión fijada de los mismos- a los intereses de las instituciones atenienses y hacer de las fiestas en honor del dios una manifestación cívica. Un proceso que transcurre paralelo al de la incorporación de Dionisos el panteón del santuario de Delfos, como una forma de desactivar su poder cuestionador, integrando su culto como uno más entre los estatales, articulando el imperativo del logos y la capacidad fascinadora y disuasoria del mythos. Se cumple así, de la mano de la tragedia, el objetivo de generar síntesis o compatibilidades entre la religión tradicional, fuertemente aristocrática, y corrientes religiosas populares como el dionisismo, que podían incluso ser potenciadas en nombre de una instrumentalización política de sus virtudes ejemplarizantes. (p. 194)

Luego serán los primeros románticos alemanes los que reclamarán esa figura dionisíaca, esquiva, salvaje, destructiva, como encarnación de lo sagrado y lo mítico ante la voluntad racional de la Ilustración, y posteriormente lo hará Nietzsche en su primera obra, su tesis doctoral, de hecho: El nacimiento de la tragedia. «Tal tarea, a su vez, enlaza con lo que Horkheimer y Adorno (2016 [1947]) apuntan a propósito de la manera cómo el proyecto ilustrado pasa necesariamente por la disolución y el control del mito y su sustitución por una nueva razón ordenadora, acaso tan mítica como el universo que había venido a abolir. Contra el triunfo del proyecto filosófico socrático y su continuación ilustrada, creador del humano teórico que niega y destierra el espíritu dionisíaco, convirtiendo la vida en objeto de conocimiento, de saber y no de vivencia, y que desprecia todo método que escape a su reduccionismo lógico, Nietzsche opone una práctica poética y extática que valora lo vivido en detrimento de lo concebido y percibido.» (p. 195)

Este nuevo dios acabará encarnado en la figura de Zaratustra en Así habló Zaratustra, trasunto tanto de Dionisos como del propio Nietzsche. Zaratustra denosta la ciudad La Vaca Multicolor, ciudad en la que predica y que anhela ver consumirse; pero no por ciudad, sino por ciudad racional, apolínea, controladora, subsumidora del mito; y de lo urbano. «Nietzsche es quien mejor entiende, sobre todo en su obra de madurez, esa dimensión fáustica de la modernidad urbana, que convierte al hombre moderno en un semibárbaro» (p. 197).

Tras la aparente hegemonía de la moral y la ciencia positiva, la esencia eterna e inmutable de la humanidad encontraba, como señala David Harvey (1998), su representación adecuada en la figura mítica de Dionisos, encarnación divina de la destrucción creativa y de la creatividad destructora, esa misma energía vital que fundamentará tanto la vida urbana como la apropiación capitalista de las ciudades. Acaso Dionisos también encarnara, irónicamente, al mismo tiempo que las desobediencias populares, la vocación nihilista del capitalismo, el espíritu indómito de la burguesía en pos de su propio enriquecimiento, la irracionalidad del libre mercado y la bolsa. (p. 197)

En el «combate contra el desorden urbano» surgen, ya desde el Renacimiento, las grandes utopías urbanas y arquitectónicas. La utopía siempre es una ciudad; y, más aún, una ciudad ordenada, una Nueva Jerusalén cuyas calles, limpias y pobladas por espacio público, brillan por la ausencia de conflicto y la presencia de lo urbano. Su máxima materialización sea, acaso, la reforma de París a manos del barón Haussmann, que tanto hemos referido en el blog, cuya finalidad manifiesta es la pacificación de París y el control de las masas, que en las calles adoquinadas del París medieval lo tenían demasiado fácil para sublevarse y montar barricadas. Además de un mayor control urbano, facilidad para todas las personas para desplazarse hasta el centro y soñar con las fantasmagorías mercantiles que pueblan los escaparates de los grandes almacenes.

Este urbanismo de la segunda mitad del XIX (Haussmann, el Cerdà del Ensanche de Barcelona, incluso el Daniel Burnham de Chicago), «con su mezcla de socialismo utópico y liberalismo autoritario», no podrá, sin embargo, y paradójicamente, exorcizar por completo lo urbano; y en el mismo París higienizad y debidamente domesticado por Haussmann estalla, en 1871, La Comuna, como vimos en la obra de Harvey (París, capital de la modernidad).

Peor aún, sin embargo, será el urbanismo racionalista de la primera mitad del siglo XX, por un lado con la voluntad utopista de la ciudad jardín de Howard (que, en palabras de Jane Jacobs, odiaba las ciudades; y que, de hecho, propone algo que no es una ciudad, sino un retorno idílico a la campiña inglesa y que acabará cristalizando en las zonas residenciales estadounidenses, el famoso suburbia). Y, por el otro, con la gran bestia negra de las ciudades: Le Corbusier, con su Carta de Atenas y la separación de la ciudad en las cuatro funciones básicas: habitar (en rascacielos separados unos de otros por enormes zonas verdes), trabajar y ocio, y dichas tres funciones conectadas por la cuarta: la movilidad, entregada por completo a un automóvil y a unas autopistas cada vez mayores que acaban destruyendo la ciudad (y que fueron las que catapultaron a Jane Jacobs cuando Robert Moses, el Haussmann de Nueva York, amenazó con derruir su barrio para construir autopistas con más carriles; o el de Marshall Berman, que también le dedicaba el último capítulo de su monumental Todo lo sólido se desvanece en el aire).

Esas Nuevas Atenas de la «ciencia urbana» aparecen mediadas por arquitectos y urbanistas –expertos en el espacio y especialistas de las morfologías de la vida cotidiana (2013 [1974], 150)– que imponen un orden lógico basado en la legibilidad, la visibilidad y la inteligibilidad del espacio que planifican, un orden de significaciones cerrado que elude toda crítica presentándose como neutro y objetivo, pero, sin embargo, escondiendo la existencia de un sujeto que, para Lefebvre, es el Estado, sostenido sobre clases sociales y facciones de clase que actuarían a través suyo para reproducir sus condiciones de dominación; un espacio que, a pesar de su condición abstracta, trata de imponerse como realidad. (p. 200)

Lefebvre será el siguiente crítico contra ese nuevo urbanismo racionalista y lo hará «continuando de forma consciente y deliberada la interpelación de Nietzsche» (p. 200). Donde más se nota esta influencia intelectual es en la definición de «lo urbano» del filósofo francés: «una forma de vida (…) rebosante de virtualidades, intensificación y aceleramiento de la espacialización de la sociedad, proscenio para el encuentro y la sobreposición de todo» (p. 202). Las visiones con que Lefebvre define lo urbano son las propias de Dionisos y la embriaguez nietzcheana; y la oposición entre urbanismo y lo urbano, o entre la ciudad y lo urbano, es la propia entre lo apolíneo y lo dionisíaco. «Esa división se retoma en Lefebvre en la pugna entre el espacio de arquitectos y urbanistas y el espacio practicado de la vida cotidiana, que es el espacio del querer vivir ciego y elemental» (p. 202).

Lo urbano es la abstracción con que Lefebvre (2017 [1968]) podría designar la vigencia del desafío del Dionisos. Es ese genio loco que llega o emerge para recordar que las ciudades se alimentan de lo que las altera, que recuerda que las ciudades son verdadera vida, esto es lucha y pasión, y que de esa sustancia la polis no puede saber nada en realidad y menos controlarla, ni siquiera predecirla. (p. 202)

De ahí la parte importante de la obra de Lefebvre donde se ponen de manifiesto tanto la importancia del juego como la de la fiesta; como admonición de que, por mucha voluntad apolínea que se aplique a la ciudad, lo urbano subyace, presto a estallar, al conflicto, a derrumbar los muros, a sacudir la ciudad. E incluso, dando un paso más allá, enlazamos con la visión de Ciudad líquida, ciudad interrumpida, otra obra de Delgado donde se analizaban las condiciones de la fiesta en la ciudad. A propósito de ella ya hablamos de la fiesta de San Juan, fiesta popular donde las haya y que siempre se ha tratado, desde el poder, de controlar y amortiguar. Porque se trata de una fiesta que no pertenece al poder ni está articulada por ella; y por ese mismo motivo, los jóvenes (y no tan jóvenes) son desalojados de la playa al amanecer del día de San Juan, para dar por concluida su fiesta. Y dicha operación siempre viene acompañada de las consiguientes noticias en los periódicos sobre lo incívicos que han sido y lo sucias que han quedado las playas. ¿Dónde están esas reflexiones tras los macroconciertos y festivales veraniegos que se celebran en el Fórum, por ejemplo?

Por otro lado, y siguiendo con la misma Ciudad líquida, ciudad interrumpida, la importancia para lo urbano del estallido, de la revolución, las manifestaciones que ocupan las calles y que nos recuerdan que el día a día, lo cotidiano (lo apolíneo, vaya), aunque sea lo habitual, lo es únicamente porque las multitudes (lo urbano) lo permiten.

Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»

Hacia la ciudad de umbrales, Stavros Stavrides

El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. (p. 16)

Stavros Stavrides, arquitecto griego y profesor de la Universidad Politécnica de Atenas, es el autor de Hacia la ciudad de umbrales (Akal, 2016, traducción de Olga Abasolo Pozas), uno de los libros a los que más ganas le teníamos en el blog. Stavrides concibe la ciudad como un archipiélago de diversas espacialidades y alude a temas que ya hemos tratado, como la teatralidad (Goffman), los ritos de paso (Van Gennep y pronto reseñaremos a Victor Turner) o el flâneur tanto de Baudelaire como de Benjamin. No es de extrañar, por lo tanto, que el prólogo a la edición española sea de Manuel Delgado.

Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. (p. 9)

Para ello recurre al concepto de Foucault de heterotopías, «súbitas desjerarquizaciones del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras» que desvelan «lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable» (p. 10).

El concepto clave que trata Stavrides a lo largo del libro es la alteridad (si acaso, el concepto esencial en la antropología): el otro. Puesto que toda identidad social se manifiesta de forma espacial, la alteridad genera espacios distintos que, en las ciudades, coexisten, chocan, luchan, se integran, se difuminan. Y entre unos y otros: fronteras, espacios difusos, que no acaban de pertenecer a ninguna de las naciones que los rodean: los umbrales, los puntos de la porosidad donde el encuentro es inevitable.

Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. (p. 16)

«A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios.» Pero, en cuanto se levantan fronteras para proteger (o recluir ) a comunidades que perciben el entorno como hostil, se abre también una invitación a cruzarlas, a adentrarse hacia lo desconocido. «Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera.» (p. 18)

Estos actos de transición son los ritos de paso, definidos por Arnold van Gennep como el tránsito entre diversos estados sociales (de joven a adulto, de soltero a casado) y entendido por Victor Turner como un estado de excepción, una liminalidad que pone de manifiesto la construcción social que subyace bajo toda estructura de la sociedad. Es el descubrimiento que hace el exiliado: «que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad»» (p. 19)

Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. (p. 20)

(…) El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. (p. 21)

El espacio no sólo es una producción (Lefebvre) de los sistemas dominantes sino que lleva la huella de las creencias de la sociedad. Por ejemplo: Bordieu observó «la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad.» (p. 21) Algo que no es universal: recordemos cómo Carlos García Vázquez describía en Ciudad hojaldre la ciudad de Tokio y su trasvaso gradual entre lo público y lo privado, entendido no como una distinción abrupta sino como un flujo continuo.

El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. (p. 22)

Este espacio intermedio o tierra de paso está dotada de liminalidad (de limen, umbral en latín), tal como las describió Victor Turner.

¿Cómo acercarse a la alteridad?, se plantea Stavrides. Hay tres modos:

  • Para aquellas comunidades que perciben todo lo ajeno como potencialmente hostil, cruzar una frontera es un acto de invasión «real o simbólico».
  • Si el cruce se realiza «sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo» o sin que medie gesto de negociación, se extingue o asimila la alteridad. Esto sucede con el consumismo actual (Bauman: «los consumidores son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones», p. 23), «una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicación, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran.» (p. 24)
  • «La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148)». (p. 24)

Si recordamos la lectura de El declive del hombre público, en ella Richard Sennett condenaba la creación actual de «comunidades» en las ciudades puesto que, en ellas, sus habitantes son homogéneos unos a otros y puesto que nada hay tan útil para la creación de comunidades como un enemigo común, exterior y ajeno: el otro. Por ello, abogaba por un aprendizaje de civilidad: acostumbrarse a la presencia del otro, a la necesidad de negociar espacios compartidos por la diversidad social.

Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. (p. 25)

El libro se divide en tres partes: la primera reflexiona sobre el espacio urbano actual en tanto que discontinuo; la segunda, los encuentros con la alteridad en función de la experiencia urbana, con especial mención de Benjamin y sus reflexiones; y la tercera avanza hacia el concepto de umbral a partir, sobre todo, de las heterotopías de Foucault. Vamos a ello.

En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. (…) El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». (…) La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (Peter Marcuse, «Not Chaos but Walls: Postmodernism and the Partitioned City»), como los muros invisibles de los guetos, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. (p. 36)

«Uno de los atributos básicos de la ciudad compartimentada es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público.»

La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. (p. 37)

Vimos varios ejemplos de los tipos anteriores de espacios compartimentados en The Cultures of Cities de Sharon Zukin: desde Disney Wordl, cuya Calle Mayor es un ejemplo perfecto de simulacro, un escenario que simula la calle central de un pueblo de los años 50 y que evoca una América perdida y dorada, hasta Bryant Park en Nueva York, un lugar vallado y con protección privada del que se expulsa a todo aquel sospechoso de no pertenecer a él. Otros muchos ejemplos serían La Défense, que Bauman denunciaba que no está hecha para el espacio de los lugares sino el de los flujos, o cualquier centro comercial que ustedes elijan; incluso las calles comerciales de las ciudades.

El acceso a cada uno de estos enclaves está controlado y permitido sólo a sus residentes o usuarios. En espacios semiprivados o privados, como las gated communities, la entrada es exclusiva; en espacios que se suponen públicos y sólo lo son hasta cierto extremo, se permite la suficiente alteridad, diluida y adecuadamente oxigenada, para que los consumidores tengan la ilusión de diferencia, de cambio, de abundancia; de que todos allí están permitidos y no hay parias; cuando «el mero hecho de que se les permita estar ahí es un indicador de su identidad» (p. 37).

Por ello, Stavrides habla de «identidades encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro.» (p. 38) El espacio de los flujos convierte a todo ciudadano en, precisamente, una red de flujos. Pero hay que hacer la distinción (Bauman) entre aquellos «para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación». El propio Bauman hablaba de una clase dirigente que se limita a aterrizar en las ciudades y exigir que éstas (las ciudades globales) les cedan un espacio exclusivo, con clubes de golf, hoteles de superlujo y edificios de alto standing; un espacio cedido a los flujos y desgajado del espacio de los lugares.

No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos. (p. 40)

Los estados de excepción urbanos crean zonas específicas con los atributos referidos. Por ejemplo: una concentración de líderes mundiales en determinado centro de congresos supone la llegada tanto de policías como la prohibición de la libre circulación en esa zona, a la que Stavrides denomina «zona roja»: «un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas». La existencia y multiplicidad de estos enclaves, cada vez más habituales y cada uno de ellos investido de sus propias normas, cuestiona en el fondo a la propia ciudad «considerada como localización uniforme de la ley soberana». Cada uno de estos «enclaves urbanos-isla» supone la aparición de «los puntos de control metastásicos» que «imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves» (p. 51).

«Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción.» Se vuelven normales los puntos de control, la vigilancia policial, los cacheos antes de entrar en un estadio, la cajera de un supermercado exigiendo que le mostremos nuestras pertenencias. Estos enclaves de excepción o zonas rojas siguen, según Agamben, «el modelo de ciudad medieval infectada por la peste»: » se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos» (p. 54). Estos controles serían, si acaso, las murallas del espacio de los flujos, las barreras impuestas por el capital al acceso de los no investidos. La City de Londres, por ejemplo, se ha convertido en un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004).

Las zonas rojas «expresan la demonización de la alteridad» y sirven «para definir como extranjero a los otros que violan las normas»; de la ciudadanía obediente se espera que «acate las normas y consienta la supresión del derecho a la ciudad» (p. 55).

A continuación Stravrides se centra en los ritos de paso, tanto en su acepción según Van Gennep como en la de Turner de liminalidad, de suspensión de la estructura social. Ahí identifica el umbral, el lugar donde prevalece la liminalidad, donde no están claros los bordes ni definidas las fronteras. Identifica este lugar o estado con las protestas de los atenienses cuando se cerraron los parques públicos de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos de 2004. Negándose a aceptarlo, de forma desorganizada y espontánea, diversos grupos y colectivos se reunían, debatían sobre la importancia de esas vallas y decidían o no si derribarlas y recuperar los parques.

El último apartado de este primer capítulo se titula, adecuadamente, «de la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales».

En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. (p. 65)

Espacio público y exclusión social, video de Manuel Delgado

Siempre es un placer volver a los orígenes del blog. Manuel Delgado, uno de los autores que más veces nos ha acompañado, y también el causante indirecto, con sus lecciones sobre lo urbano en la asignatura Antropología Cultural, de la existencia de este blog, reflexiona en el siguiente video sobre algunos de los temas esenciales de la antropología urbana. Llegamos al vídeo buscando información sobre David Lagunas, autor del último libro que reseñamos, El quehacer del antropólogo.

Manuel Delgado empieza la reflexión con dos temas esenciales. El primero, la consideración, ya presente en el Turner de La selva de los símbolos, de que todo transeúnte es un ser liminar, es decir, está en tránsito entre un estado y el siguiente y, por lo tanto, flota en una especie de duermevela, un estado en el que no está definido y es, por lo tanto, pura potencialidad. Esa potencialidad se percibe en cualquier calle, donde la multitud está siempre a punto del estallido, y nos recuerda de hecho la reflexión sobre las fiestas populares del propio Delgado en Ciudad líquida, ciudad interrumpida: que tal vez la fiesta, la exaltación y el estruendo sean el estado natural de la sociedad y la civilización, el urbanismo, la fachada con que se cubre esa communitas.

Y la siguiente reflexión, presente en Lefebvre: que el objetivo del urbanismo sea, tal vez, cubrir lo urbano. Recordemos que Lefebvre definió lo urbano como las relaciones que se establecen, como «la realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir»; los vaivenes del día a día. Recordemos también que, de los cinco ámbitos específicos que generan interrelaciones en la ciudad (hogar y parentesco, aprovisionamiento, ocio, relaciones de vecindad y tráfico) los dos que Hannerz consideraba específicos de la ciudad eran el segundo y el quinto, es decir: los modos de producción y acceso a los bienes y el tráfico entendido como la interacción entre usuarios que obedecen, o se articulan, alrededor de una reglas comunes. Lo urbano, pues, no es lo que sucede en la ciudad, sino una serie de interrelaciones que se producen, sobre todo, en la ciudad, pero que se pueden extender de forma indefinida. Por ejemplo: a lo largo de las vías del tren de un cercanías, donde las normas de conducta son las de lo urbano; y todos sus usuarios, al llegar al mismo pueblo, dejan atrás ese estado magmático y vuelven a su identidad no urbana.

Sin embargo, Delgado no llegó a la antropología urbana mediante estudios específicos: empezó con el hecho religioso, y de esa asignatura ha sido profesor durante 30 años. Precisamente en lo urbano es donde vuelca esa mirada, y recordamos también una de las frases que más citaba en sus clases: Il faut des rites, de El principito. Los ritos son necesarios. Los ritos marcan el paso del día a día, la relación específica entre individuo y sociedad. Los ritos celebran la llegada de un nuevo individuo (bautizo) y su despedida (funeral), el cambio de estatus social (bodas) y rodean con especial importancia toda aquella liturgia de la que se envuelve el poder: la sala de un juicio, una recepción en un ministerio.

Tras una reflexión sobre el valor de algunos conceptos, a los que nos asimos como si fuesen estables («no hay mucha diferencia entre creer en la democracia o en un culto a los ovnis», puesto que en ambos casos se cree en algo intangible, impalpable, cuya existencia viene dada por la fe personal en su propia existencia; o las palabras de Marx sobre que el valor de los objetos era que se convertían en fetiches, pues precisamente ahí, surgido de «la oscuridad de las religiones», es donde se puede hallar la explicación; o, como pregonaba el propio Manuel en sus clases, «lo sagrado es un añadido a la realidad»), tras toda esta reflexión sobre los conceptos, decíamos, Delgado presenta un concepto muy en boga que cada cual define a su manera: el espacio púbico.

«Una calle es una calle. Básicamente es una abertura entre volúmenes construidos por la que circulan los elementos más intranquilos, y con frecuencia más intranquilizantes, de la vida urbana; quizá es lo urbano mismo.» Donde, en general, vemos gente transitando y donde, de vez en cuando, pasan cosas. ¿Eso es el espacio público? No. Cuando una madre le dice al hijo que se vaya a jugar, le dice: «vete a la calle», no «al espacio público». El espacio público era un concepto de la filosofía política, no del urbanismo. La propia Jane Jacobs (a la que Delgado elogia al afirmar que todo su discurso no es más que una nota a pie de página de la gran urbanista americana) no habla en Muerte y vida de las grandes ciudades americanas jamás de espacio público; pero sí, y mucho, de las calles. O Lefebvre en La producción del espacio, que sólo usa el concepto «espacio público» precisamente para afirmar que tal concepto no puede existir, en tanto que «espacio accesible a todos».

¿Qué es, entonces, el espacio público? La definición de Goffmann es que es aquel lugar en el que se llevan a cabo una serie de interacciones con personas que pueden ser más o menos conocidas o desconocidas y la serie de normas implícitas que cada uno aporta a ese «escenario» (recordemos: para Goffman, todos actuamos). [Dice Delgado: «la indiferencia mutua es una forma de pacto social».] La de Hannah Arendt y Jürgen Habermas, que lo conciben como un dominio teórico: el lugar donde las personas se reúnen de forma libre y conforman el pensamiento (reduciendo mucho su explicación), algo así como un ágora (más para Arendt que para Habermas, que si acaso lo confinen a las tertulias de intelectuales en cafés); pero, en ambos casos: es un lugar que no existe físicamente. Tercera acepción: espacio público como lugar de titularidad pública, en oposición a espacio privado o individual. Pero lo son las calles, las estaciones, las playas y los bulevares, sí; también los museos, las facultades y los ministerios, los juzgados y las comisarías.

La proliferación del concepto «espacio público» en los últimos 30 años entre los urbanistas y los arquitectos ha supuesto la superposición del concepto «hiperconcreto» de las calles y las plazas y el concepto ético y político de «lugar de reunión», discusión e incluso igualdad; más aún, lugar de debate, orden y civismo; lo que jamás han sido las calles. El lugar concebido, en definitiva, para la «sociedad civil», algo que Marx ya reprochó a Hegel como «mediciones», espacios donde se supone la existencia de una neutralidad y lugar posible de debate entre pares o grupos antagónicos que firman una tregua temporal.

Delgado denuncia la apropiación de las calles y la suspensión o criminalización de lo que en ellas sucede por parte de unos poderes ávidos de excluir a todo aquello que disienta de su concepto de normalidad y de vender la ciudad como parte de un paisaje o decorado del que obtener el mayor rédito posible; algo que hemos leído innumerables veces en el blog como museificación, disneyficación o reexplicación de la historia pero a lo que tal vez le podamos poner el nombre más concreto de «creación de espacios para las clases creativas» o, aunque sea un concepto más concreto, gentrificación.

Aquí entra la concepción de espacio público como «espacio de la clase media»: en Barcelona no se puede ir por la calle sin camiseta, porque los extranjeros que venían a disfrutar del verano y la sangría daban «mala imagen»; pese a que la normativa española no prohíbe, por ejemplo, el nudismo. En esencia, se quieren calles pobladas por una clase media homogénea en la que algunos siempre serán parias (inmigrantes, prostitutas, drogadictos) salvo que pueda demostrar, apariencia mediante, su adhesión a la clase media.

«La maldición de espacio púbico es que como es un concepto metafísico no es un es, es un deber ser. Y como no sea lo que debe ser, automáticamente cualquier cosa que desmienta, cuestione, matice o simplemente niegue esa evidencia de que es lo que debería ser, será expulsada.»

¿El causante? El neoliberalismo, que, a diferencia del viejo liberalismo, «que quería la desaparición del Estado», no sólo no la quiere sino que reivindica al Estado que convierta sus calles en un espacio seguro y confortable donde dedicarse al consumo, porque no deja de ser una economía basada en la terciarización y la provisión de servicios. «La calles es el espacio de los encuentros… y de los encontronazos. Es el espacio de y para el conflicto. En el espacio público oficial, en cambio, el conflicto es inconcebible, puesto que en él sólo caben quienes estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral de iguales.»

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

La ciudad bien temperada, Jonathan F. Rose

Las ciudades son extraordinariamente complejas. La muestra la tenemos en la cantidad diversa de disciplinas que la abordan: desde la antropología y la sociología hasta la economía, la arquitectura, el urbanismo o el diseño. Los estudios urbanos, por ejemplo, requieren una gran cantidad de aprendizajes y se puede llegar a ellos desde multitud de caminos distintos.

Cuando se trabaja sobre la ciudad es esencial mantener dos conceptos a la vez en la mente: lo que existe y lo que uno pretende construir, o hacia dónde pretende guiar lo que ya hay. Jane Jacobs escribió el libro sobre urbanismo mejor valorado de la historia, Muerte y vida de las grandes ciudades, basándose en algo muy sencillo: salir a la calle y observar lo que sucedía. Los primeros capítulos del libro son un ataque frontal a Robert Moses (y Lewis Mumford), el máximo exponente del urbanismo racionalista en Nueva York y muy dado a derribar barrios enteros para construir autopistas. Las tesis de Moses y los suyos en los 60 era que los barrios eran malos y había que ceder espacio al vehículo y a la funcionalización; Jacobs, a base de estadísticas y puro sentido común, les mostró que la vida en los barrios era mucho más rica y segura, además de las redes sociales que existían entre los habitantes de la ciudad.

Cualquier excusa es buena para poner una foto de Jane Jacobs.

Criticamos en su momento La ciudad conquistada, de Jordi Borja, porque no hacía una distinción clara entre lo que era descripción de la ciudad y lo que era su deseo para ella. «Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas.» (p. 352). ¿Por qué la ciudad no puede estar llena de guetos?

Cada cual tiene su visión distinta; eso es válido. Pero ayuda cuando los argumentos que la sostienen son universales y no personales. Tanto Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas) como Richard Sennett (El declive del hombre público) dejan claro que defienden un espacio público heterogéneo, confuso, fruto de la mezcla, porque es la única forma en que los ciudadanos pueden educarse ante la diferencia y lo que es la base de la antropología: el otro, la alteridad. Las comunidades son abominables: lo dijo Sennett claramente y lo ha repetido (Construir y habitar), porque la forma más fácil de crear lazos estrechos es buscando enemigos comunes.

En otros casos, la ideología tras la ciudad que uno defiende ni siquiera queda implícita pero empapa toda la visión: El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser, decía, sin decir, que las ciudades son buenas cuando dan dinero. Son buenas cuando consiguen aumentar su PIB, son buenas cuando atraen a personas con alto nivel adquisitivo y las mantienen, son buenas cuando sus habitantes disponen de dinero. «En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.» (p. 103) La ciudad, entendida como cúspide del capitalismo; pero sin tener en cuenta todas las tribulaciones que el capitalismo conlleva, como la inflación del alquiler por la entrada de los grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario o la turistificación de la ciudad mediante, entre muchos otros, Airbnb.

Si citamos El triunfo de las ciudades es porque La ciudad bien temperada, del urbanista y agente inmobiliario Jonathan F. P. Rose, se le parece bastante. La tesis de Rose, que establece un símil con el equilibrio musical que buscaba Bach en su obra El clave bien temperado, es que hay cinco cualidades necesarias para que una ciudad funcione bien: coherencia, circularidad, resiliencia, comunidad y compasión. ¿Cuál es el problema? Que ninguna de estas virtudes se nos explicita claramente: son sólo indicaciones morales de cómo se deberían gestionar las ciudades.

No hay una tesis clara en el libro de Rose. Hay muchos datos, muchos epígrafes, muchos temas mezclados y muy pocas ideas de fondo. O, mejor dicho, hay tantas que nunca se sabe hacia qué lugar apuntan. Se hace un resumen correcto de la historia urbana escogiendo ciudades puntuales y explicando qué aportaron; pero no cómo las ciudades que vinieron después adoptaron esas características y las hicieron propias. Se habla de que la creación de comunidad es buena; ¿pero de qué tipo, cómo se consigue en una ciudad caracterizada por la heterogeneidad y las sacudidas capitalistas? Se dice que la smart city puede ayudar y se habla de Songdo, pero no se entra en detalle sobre la propiedad del software o la intrusividad para los ciudadanos.

Imaginemos una ciudad con las viviendas sociales de Singapur, la educación pública de Finlandia, la retícula inteligente de Austin, la cultura de la bicicleta de Copenhage, la producción de alimentos de Hanói, el sistema de alimentos regionales de Florencia… (p. 41)

El párrafo anterior sigue y sigue, enumerando todas las buenas cualidades de muchas ciudades. Imaginemos una ciudad con todas esas características: no sería ninguna de ellas.

Recientemente han añadido a Netflix un programa sobre la humorista americana Fran Lebowitz que se titula, precisamente, «Pretend it’s a city»: Supongamos que es una ciudad. Habla sobre Nueva York, la niña de los ojos de la humorista, la ciudad en la que lleva cinco décadas y a la que critica en cada una de sus intervenciones. No deja títere con cabeza; y, sin embargo, también queda muy claro que no va a abandonar su ciudad. Nueva York es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva; pero es su ciudad y está orgullosa de vivir en ella.

El metro de Barcelona es tristemente famoso por la gran cantidad de carteristas que hay en él, sobre todo en las zonas céntricas. Pero eso no es sólo una característica de la ciudad, sino del sistema legal español, que no tiene una medida verdaderamente eficiente para luchar contra ese tipo de crimen. En el metro de Berlín, los revisores van vestidos con ropa de calle: al acceder al vagón, cuando se cierran las puertas, muestran su identificación y solicitan a los viajeros sus billetes. Si fuesen uniformados, quienes viajan sin billete los verían y se limitarían a escapar. Y esto es, también, un reflejo de la sociedad alemana.

Ginebra y Vancouver son ciudades seguras y siempre ocupan posiciones altas en los índices de mejores lugares donde vivir. Son, también, profundamente aburridas, sin nada interesante por hacer ni nada que contemplar por la calle. Eso es lo que hace interesante a Nueva York: pese a las muchas quejas que Lebowitz tenga, todas ellas forman lo que vale la pena mirar, lo que interesa a los demás: la vida urbana.

Las ciudades son redes complejas donde coinciden una gran masa de población heterogénea, los flujos del capital, los flujos migratorios, las redes de cultura, finanzas, crimen, narcotráfico y todas cuanto se imaginen. Considerarlas como una serie de piezas independientes, como un LEGO que puede ser ensamblado a voluntad sin tener en cuenta el resto de elementos, parece una forma errónea de abordarla.

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.