Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»

Hacia la ciudad de umbrales, Stavros Stavrides

El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. (p. 16)

Stavros Stavrides, arquitecto griego y profesor de la Universidad Politécnica de Atenas, es el autor de Hacia la ciudad de umbrales (Akal, 2016, traducción de Olga Abasolo Pozas), uno de los libros a los que más ganas le teníamos en el blog. Stavrides concibe la ciudad como un archipiélago de diversas espacialidades y alude a temas que ya hemos tratado, como la teatralidad (Goffman), los ritos de paso (Van Gennep y pronto reseñaremos a Victor Turner) o el flâneur tanto de Baudelaire como de Benjamin. No es de extrañar, por lo tanto, que el prólogo a la edición española sea de Manuel Delgado.

Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. (p. 9)

Para ello recurre al concepto de Foucault de heterotopías, «súbitas desjerarquizaciones del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras» que desvelan «lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable» (p. 10).

El concepto clave que trata Stavrides a lo largo del libro es la alteridad (si acaso, el concepto esencial en la antropología): el otro. Puesto que toda identidad social se manifiesta de forma espacial, la alteridad genera espacios distintos que, en las ciudades, coexisten, chocan, luchan, se integran, se difuminan. Y entre unos y otros: fronteras, espacios difusos, que no acaban de pertenecer a ninguna de las naciones que los rodean: los umbrales, los puntos de la porosidad donde el encuentro es inevitable.

Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. (p. 16)

«A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios.» Pero, en cuanto se levantan fronteras para proteger (o recluir ) a comunidades que perciben el entorno como hostil, se abre también una invitación a cruzarlas, a adentrarse hacia lo desconocido. «Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera.» (p. 18)

Estos actos de transición son los ritos de paso, definidos por Arnold van Gennep como el tránsito entre diversos estados sociales (de joven a adulto, de soltero a casado) y entendido por Victor Turner como un estado de excepción, una liminalidad que pone de manifiesto la construcción social que subyace bajo toda estructura de la sociedad. Es el descubrimiento que hace el exiliado: «que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad»» (p. 19)

Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. (p. 20)

(…) El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. (p. 21)

El espacio no sólo es una producción (Lefebvre) de los sistemas dominantes sino que lleva la huella de las creencias de la sociedad. Por ejemplo: Bordieu observó «la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad.» (p. 21) Algo que no es universal: recordemos cómo Carlos García Vázquez describía en Ciudad hojaldre la ciudad de Tokio y su trasvaso gradual entre lo público y lo privado, entendido no como una distinción abrupta sino como un flujo continuo.

El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. (p. 22)

Este espacio intermedio o tierra de paso está dotada de liminalidad (de limen, umbral en latín), tal como las describió Victor Turner.

¿Cómo acercarse a la alteridad?, se plantea Stavrides. Hay tres modos:

  • Para aquellas comunidades que perciben todo lo ajeno como potencialmente hostil, cruzar una frontera es un acto de invasión «real o simbólico».
  • Si el cruce se realiza «sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo» o sin que medie gesto de negociación, se extingue o asimila la alteridad. Esto sucede con el consumismo actual (Bauman: «los consumidores son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones», p. 23), «una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicación, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran.» (p. 24)
  • «La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148)». (p. 24)

Si recordamos la lectura de El declive del hombre público, en ella Richard Sennett condenaba la creación actual de «comunidades» en las ciudades puesto que, en ellas, sus habitantes son homogéneos unos a otros y puesto que nada hay tan útil para la creación de comunidades como un enemigo común, exterior y ajeno: el otro. Por ello, abogaba por un aprendizaje de civilidad: acostumbrarse a la presencia del otro, a la necesidad de negociar espacios compartidos por la diversidad social.

Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. (p. 25)

El libro se divide en tres partes: la primera reflexiona sobre el espacio urbano actual en tanto que discontinuo; la segunda, los encuentros con la alteridad en función de la experiencia urbana, con especial mención de Benjamin y sus reflexiones; y la tercera avanza hacia el concepto de umbral a partir, sobre todo, de las heterotopías de Foucault. Vamos a ello.

En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. (…) El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». (…) La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (Peter Marcuse, «Not Chaos but Walls: Postmodernism and the Partitioned City»), como los muros invisibles de los guetos, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. (p. 36)

«Uno de los atributos básicos de la ciudad compartimentada es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público.»

La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. (p. 37)

Vimos varios ejemplos de los tipos anteriores de espacios compartimentados en The Cultures of Cities de Sharon Zukin: desde Disney Wordl, cuya Calle Mayor es un ejemplo perfecto de simulacro, un escenario que simula la calle central de un pueblo de los años 50 y que evoca una América perdida y dorada, hasta Bryant Park en Nueva York, un lugar vallado y con protección privada del que se expulsa a todo aquel sospechoso de no pertenecer a él. Otros muchos ejemplos serían La Défense, que Bauman denunciaba que no está hecha para el espacio de los lugares sino el de los flujos, o cualquier centro comercial que ustedes elijan; incluso las calles comerciales de las ciudades.

El acceso a cada uno de estos enclaves está controlado y permitido sólo a sus residentes o usuarios. En espacios semiprivados o privados, como las gated communities, la entrada es exclusiva; en espacios que se suponen públicos y sólo lo son hasta cierto extremo, se permite la suficiente alteridad, diluida y adecuadamente oxigenada, para que los consumidores tengan la ilusión de diferencia, de cambio, de abundancia; de que todos allí están permitidos y no hay parias; cuando «el mero hecho de que se les permita estar ahí es un indicador de su identidad» (p. 37).

Por ello, Stavrides habla de «identidades encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro.» (p. 38) El espacio de los flujos convierte a todo ciudadano en, precisamente, una red de flujos. Pero hay que hacer la distinción (Bauman) entre aquellos «para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación». El propio Bauman hablaba de una clase dirigente que se limita a aterrizar en las ciudades y exigir que éstas (las ciudades globales) les cedan un espacio exclusivo, con clubes de golf, hoteles de superlujo y edificios de alto standing; un espacio cedido a los flujos y desgajado del espacio de los lugares.

No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos. (p. 40)

Los estados de excepción urbanos crean zonas específicas con los atributos referidos. Por ejemplo: una concentración de líderes mundiales en determinado centro de congresos supone la llegada tanto de policías como la prohibición de la libre circulación en esa zona, a la que Stavrides denomina «zona roja»: «un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas». La existencia y multiplicidad de estos enclaves, cada vez más habituales y cada uno de ellos investido de sus propias normas, cuestiona en el fondo a la propia ciudad «considerada como localización uniforme de la ley soberana». Cada uno de estos «enclaves urbanos-isla» supone la aparición de «los puntos de control metastásicos» que «imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves» (p. 51).

«Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción.» Se vuelven normales los puntos de control, la vigilancia policial, los cacheos antes de entrar en un estadio, la cajera de un supermercado exigiendo que le mostremos nuestras pertenencias. Estos enclaves de excepción o zonas rojas siguen, según Agamben, «el modelo de ciudad medieval infectada por la peste»: » se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos» (p. 54). Estos controles serían, si acaso, las murallas del espacio de los flujos, las barreras impuestas por el capital al acceso de los no investidos. La City de Londres, por ejemplo, se ha convertido en un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004).

Las zonas rojas «expresan la demonización de la alteridad» y sirven «para definir como extranjero a los otros que violan las normas»; de la ciudadanía obediente se espera que «acate las normas y consienta la supresión del derecho a la ciudad» (p. 55).

A continuación Stravrides se centra en los ritos de paso, tanto en su acepción según Van Gennep como en la de Turner de liminalidad, de suspensión de la estructura social. Ahí identifica el umbral, el lugar donde prevalece la liminalidad, donde no están claros los bordes ni definidas las fronteras. Identifica este lugar o estado con las protestas de los atenienses cuando se cerraron los parques públicos de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos de 2004. Negándose a aceptarlo, de forma desorganizada y espontánea, diversos grupos y colectivos se reunían, debatían sobre la importancia de esas vallas y decidían o no si derribarlas y recuperar los parques.

El último apartado de este primer capítulo se titula, adecuadamente, «de la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales».

En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. (p. 65)

Espacio público y exclusión social, video de Manuel Delgado

Siempre es un placer volver a los orígenes del blog. Manuel Delgado, uno de los autores que más veces nos ha acompañado, y también el causante indirecto, con sus lecciones sobre lo urbano en la asignatura Antropología Cultural, de la existencia de este blog, reflexiona en el siguiente video sobre algunos de los temas esenciales de la antropología urbana. Llegamos al vídeo buscando información sobre David Lagunas, autor del último libro que reseñamos, El quehacer del antropólogo.

Manuel Delgado empieza la reflexión con dos temas esenciales. El primero, la consideración, ya presente en el Turner de La selva de los símbolos, de que todo transeúnte es un ser liminar, es decir, está en tránsito entre un estado y el siguiente y, por lo tanto, flota en una especie de duermevela, un estado en el que no está definido y es, por lo tanto, pura potencialidad. Esa potencialidad se percibe en cualquier calle, donde la multitud está siempre a punto del estallido, y nos recuerda de hecho la reflexión sobre las fiestas populares del propio Delgado en Ciudad líquida, ciudad interrumpida: que tal vez la fiesta, la exaltación y el estruendo sean el estado natural de la sociedad y la civilización, el urbanismo, la fachada con que se cubre esa communitas.

Y la siguiente reflexión, presente en Lefebvre: que el objetivo del urbanismo sea, tal vez, cubrir lo urbano. Recordemos que Lefebvre definió lo urbano como las relaciones que se establecen, como «la realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir»; los vaivenes del día a día. Recordemos también que, de los cinco ámbitos específicos que generan interrelaciones en la ciudad (hogar y parentesco, aprovisionamiento, ocio, relaciones de vecindad y tráfico) los dos que Hannerz consideraba específicos de la ciudad eran el segundo y el quinto, es decir: los modos de producción y acceso a los bienes y el tráfico entendido como la interacción entre usuarios que obedecen, o se articulan, alrededor de una reglas comunes. Lo urbano, pues, no es lo que sucede en la ciudad, sino una serie de interrelaciones que se producen, sobre todo, en la ciudad, pero que se pueden extender de forma indefinida. Por ejemplo: a lo largo de las vías del tren de un cercanías, donde las normas de conducta son las de lo urbano; y todos sus usuarios, al llegar al mismo pueblo, dejan atrás ese estado magmático y vuelven a su identidad no urbana.

Sin embargo, Delgado no llegó a la antropología urbana mediante estudios específicos: empezó con el hecho religioso, y de esa asignatura ha sido profesor durante 30 años. Precisamente en lo urbano es donde vuelca esa mirada, y recordamos también una de las frases que más citaba en sus clases: Il faut des rites, de El principito. Los ritos son necesarios. Los ritos marcan el paso del día a día, la relación específica entre individuo y sociedad. Los ritos celebran la llegada de un nuevo individuo (bautizo) y su despedida (funeral), el cambio de estatus social (bodas) y rodean con especial importancia toda aquella liturgia de la que se envuelve el poder: la sala de un juicio, una recepción en un ministerio.

Tras una reflexión sobre el valor de algunos conceptos, a los que nos asimos como si fuesen estables («no hay mucha diferencia entre creer en la democracia o en un culto a los ovnis», puesto que en ambos casos se cree en algo intangible, impalpable, cuya existencia viene dada por la fe personal en su propia existencia; o las palabras de Marx sobre que el valor de los objetos era que se convertían en fetiches, pues precisamente ahí, surgido de «la oscuridad de las religiones», es donde se puede hallar la explicación; o, como pregonaba el propio Manuel en sus clases, «lo sagrado es un añadido a la realidad»), tras toda esta reflexión sobre los conceptos, decíamos, Delgado presenta un concepto muy en boga que cada cual define a su manera: el espacio púbico.

«Una calle es una calle. Básicamente es una abertura entre volúmenes construidos por la que circulan los elementos más intranquilos, y con frecuencia más intranquilizantes, de la vida urbana; quizá es lo urbano mismo.» Donde, en general, vemos gente transitando y donde, de vez en cuando, pasan cosas. ¿Eso es el espacio público? No. Cuando una madre le dice al hijo que se vaya a jugar, le dice: «vete a la calle», no «al espacio público». El espacio público era un concepto de la filosofía política, no del urbanismo. La propia Jane Jacobs (a la que Delgado elogia al afirmar que todo su discurso no es más que una nota a pie de página de la gran urbanista americana) no habla en Muerte y vida de las grandes ciudades americanas jamás de espacio público; pero sí, y mucho, de las calles. O Lefebvre en La producción del espacio, que sólo usa el concepto «espacio público» precisamente para afirmar que tal concepto no puede existir, en tanto que «espacio accesible a todos».

¿Qué es, entonces, el espacio público? La definición de Goffmann es que es aquel lugar en el que se llevan a cabo una serie de interacciones con personas que pueden ser más o menos conocidas o desconocidas y la serie de normas implícitas que cada uno aporta a ese «escenario» (recordemos: para Goffman, todos actuamos). [Dice Delgado: «la indiferencia mutua es una forma de pacto social».] La de Hannah Arendt y Jürgen Habermas, que lo conciben como un dominio teórico: el lugar donde las personas se reúnen de forma libre y conforman el pensamiento (reduciendo mucho su explicación), algo así como un ágora (más para Arendt que para Habermas, que si acaso lo confinen a las tertulias de intelectuales en cafés); pero, en ambos casos: es un lugar que no existe físicamente. Tercera acepción: espacio público como lugar de titularidad pública, en oposición a espacio privado o individual. Pero lo son las calles, las estaciones, las playas y los bulevares, sí; también los museos, las facultades y los ministerios, los juzgados y las comisarías.

La proliferación del concepto «espacio público» en los últimos 30 años entre los urbanistas y los arquitectos ha supuesto la superposición del concepto «hiperconcreto» de las calles y las plazas y el concepto ético y político de «lugar de reunión», discusión e incluso igualdad; más aún, lugar de debate, orden y civismo; lo que jamás han sido las calles. El lugar concebido, en definitiva, para la «sociedad civil», algo que Marx ya reprochó a Hegel como «mediciones», espacios donde se supone la existencia de una neutralidad y lugar posible de debate entre pares o grupos antagónicos que firman una tregua temporal.

Delgado denuncia la apropiación de las calles y la suspensión o criminalización de lo que en ellas sucede por parte de unos poderes ávidos de excluir a todo aquello que disienta de su concepto de normalidad y de vender la ciudad como parte de un paisaje o decorado del que obtener el mayor rédito posible; algo que hemos leído innumerables veces en el blog como museificación, disneyficación o reexplicación de la historia pero a lo que tal vez le podamos poner el nombre más concreto de «creación de espacios para las clases creativas» o, aunque sea un concepto más concreto, gentrificación.

Aquí entra la concepción de espacio público como «espacio de la clase media»: en Barcelona no se puede ir por la calle sin camiseta, porque los extranjeros que venían a disfrutar del verano y la sangría daban «mala imagen»; pese a que la normativa española no prohíbe, por ejemplo, el nudismo. En esencia, se quieren calles pobladas por una clase media homogénea en la que algunos siempre serán parias (inmigrantes, prostitutas, drogadictos) salvo que pueda demostrar, apariencia mediante, su adhesión a la clase media.

«La maldición de espacio púbico es que como es un concepto metafísico no es un es, es un deber ser. Y como no sea lo que debe ser, automáticamente cualquier cosa que desmienta, cuestione, matice o simplemente niegue esa evidencia de que es lo que debería ser, será expulsada.»

¿El causante? El neoliberalismo, que, a diferencia del viejo liberalismo, «que quería la desaparición del Estado», no sólo no la quiere sino que reivindica al Estado que convierta sus calles en un espacio seguro y confortable donde dedicarse al consumo, porque no deja de ser una economía basada en la terciarización y la provisión de servicios. «La calles es el espacio de los encuentros… y de los encontronazos. Es el espacio de y para el conflicto. En el espacio público oficial, en cambio, el conflicto es inconcebible, puesto que en él sólo caben quienes estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral de iguales.»

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

La ciudad bien temperada, Jonathan F. Rose

Las ciudades son extraordinariamente complejas. La muestra la tenemos en la cantidad diversa de disciplinas que la abordan: desde la antropología y la sociología hasta la economía, la arquitectura, el urbanismo o el diseño. Los estudios urbanos, por ejemplo, requieren una gran cantidad de aprendizajes y se puede llegar a ellos desde multitud de caminos distintos.

Cuando se trabaja sobre la ciudad es esencial mantener dos conceptos a la vez en la mente: lo que existe y lo que uno pretende construir, o hacia dónde pretende guiar lo que ya hay. Jane Jacobs escribió el libro sobre urbanismo mejor valorado de la historia, Muerte y vida de las grandes ciudades, basándose en algo muy sencillo: salir a la calle y observar lo que sucedía. Los primeros capítulos del libro son un ataque frontal a Robert Moses (y Lewis Mumford), el máximo exponente del urbanismo racionalista en Nueva York y muy dado a derribar barrios enteros para construir autopistas. Las tesis de Moses y los suyos en los 60 era que los barrios eran malos y había que ceder espacio al vehículo y a la funcionalización; Jacobs, a base de estadísticas y puro sentido común, les mostró que la vida en los barrios era mucho más rica y segura, además de las redes sociales que existían entre los habitantes de la ciudad.

Cualquier excusa es buena para poner una foto de Jane Jacobs.

Criticamos en su momento La ciudad conquistada, de Jordi Borja, porque no hacía una distinción clara entre lo que era descripción de la ciudad y lo que era su deseo para ella. «Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas.» (p. 352). ¿Por qué la ciudad no puede estar llena de guetos?

Cada cual tiene su visión distinta; eso es válido. Pero ayuda cuando los argumentos que la sostienen son universales y no personales. Tanto Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas) como Richard Sennett (El declive del hombre público) dejan claro que defienden un espacio público heterogéneo, confuso, fruto de la mezcla, porque es la única forma en que los ciudadanos pueden educarse ante la diferencia y lo que es la base de la antropología: el otro, la alteridad. Las comunidades son abominables: lo dijo Sennett claramente y lo ha repetido (Construir y habitar), porque la forma más fácil de crear lazos estrechos es buscando enemigos comunes.

En otros casos, la ideología tras la ciudad que uno defiende ni siquiera queda implícita pero empapa toda la visión: El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser, decía, sin decir, que las ciudades son buenas cuando dan dinero. Son buenas cuando consiguen aumentar su PIB, son buenas cuando atraen a personas con alto nivel adquisitivo y las mantienen, son buenas cuando sus habitantes disponen de dinero. «En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.» (p. 103) La ciudad, entendida como cúspide del capitalismo; pero sin tener en cuenta todas las tribulaciones que el capitalismo conlleva, como la inflación del alquiler por la entrada de los grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario o la turistificación de la ciudad mediante, entre muchos otros, Airbnb.

Si citamos El triunfo de las ciudades es porque La ciudad bien temperada, del urbanista y agente inmobiliario Jonathan F. P. Rose, se le parece bastante. La tesis de Rose, que establece un símil con el equilibrio musical que buscaba Bach en su obra El clave bien temperado, es que hay cinco cualidades necesarias para que una ciudad funcione bien: coherencia, circularidad, resiliencia, comunidad y compasión. ¿Cuál es el problema? Que ninguna de estas virtudes se nos explicita claramente: son sólo indicaciones morales de cómo se deberían gestionar las ciudades.

No hay una tesis clara en el libro de Rose. Hay muchos datos, muchos epígrafes, muchos temas mezclados y muy pocas ideas de fondo. O, mejor dicho, hay tantas que nunca se sabe hacia qué lugar apuntan. Se hace un resumen correcto de la historia urbana escogiendo ciudades puntuales y explicando qué aportaron; pero no cómo las ciudades que vinieron después adoptaron esas características y las hicieron propias. Se habla de que la creación de comunidad es buena; ¿pero de qué tipo, cómo se consigue en una ciudad caracterizada por la heterogeneidad y las sacudidas capitalistas? Se dice que la smart city puede ayudar y se habla de Songdo, pero no se entra en detalle sobre la propiedad del software o la intrusividad para los ciudadanos.

Imaginemos una ciudad con las viviendas sociales de Singapur, la educación pública de Finlandia, la retícula inteligente de Austin, la cultura de la bicicleta de Copenhage, la producción de alimentos de Hanói, el sistema de alimentos regionales de Florencia… (p. 41)

El párrafo anterior sigue y sigue, enumerando todas las buenas cualidades de muchas ciudades. Imaginemos una ciudad con todas esas características: no sería ninguna de ellas.

Recientemente han añadido a Netflix un programa sobre la humorista americana Fran Lebowitz que se titula, precisamente, «Pretend it’s a city»: Supongamos que es una ciudad. Habla sobre Nueva York, la niña de los ojos de la humorista, la ciudad en la que lleva cinco décadas y a la que critica en cada una de sus intervenciones. No deja títere con cabeza; y, sin embargo, también queda muy claro que no va a abandonar su ciudad. Nueva York es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva; pero es su ciudad y está orgullosa de vivir en ella.

El metro de Barcelona es tristemente famoso por la gran cantidad de carteristas que hay en él, sobre todo en las zonas céntricas. Pero eso no es sólo una característica de la ciudad, sino del sistema legal español, que no tiene una medida verdaderamente eficiente para luchar contra ese tipo de crimen. En el metro de Berlín, los revisores van vestidos con ropa de calle: al acceder al vagón, cuando se cierran las puertas, muestran su identificación y solicitan a los viajeros sus billetes. Si fuesen uniformados, quienes viajan sin billete los verían y se limitarían a escapar. Y esto es, también, un reflejo de la sociedad alemana.

Ginebra y Vancouver son ciudades seguras y siempre ocupan posiciones altas en los índices de mejores lugares donde vivir. Son, también, profundamente aburridas, sin nada interesante por hacer ni nada que contemplar por la calle. Eso es lo que hace interesante a Nueva York: pese a las muchas quejas que Lebowitz tenga, todas ellas forman lo que vale la pena mirar, lo que interesa a los demás: la vida urbana.

Las ciudades son redes complejas donde coinciden una gran masa de población heterogénea, los flujos del capital, los flujos migratorios, las redes de cultura, finanzas, crimen, narcotráfico y todas cuanto se imaginen. Considerarlas como una serie de piezas independientes, como un LEGO que puede ser ensamblado a voluntad sin tener en cuenta el resto de elementos, parece una forma errónea de abordarla.

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.

Lo urbano, en suspenso

El objeto de estudio de la antropología urbana no es la ciudad en sí sino una de las manifestaciones que en ella suceden: lo urbano. La distinción es de Lefebvre en El derecho a la ciudad (p. 71):

«una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.»

Lo urbano, concepto que hemos trabajado a fondo, sobre todo, con Manuel Delgado (De la ciudad a lo urbano), «no tiene habitantes, sino usuarios que lo usan de forma transitoria», que forman relaciones cristalizadas pero no estructuradas, siempre cambiantes, siempre desbordadas y a punto del desastre.

Cuando el habitante sale del espacio privado al público lo hace consciente de que será sometido a escrutinio por sus pares y por ello decide actuar. Actuar no implica mentir, sino ser consciente de que se es un actor sobre un escenario y que los otros son tanto espectadores como posibles actores con los que interactuar. El objetivo: no montar una escena, escamotear la verdad que se esconde en el interior de uno, mostrar una verdad falsa (pero siempre verosímil) o cualquier otra intencionalidad que un usuario pueda tener. Nos lo enseñó Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana). Delgado lo llamó «un baile de disfraces», Jane Jacobs, «el ballet de las aceras».

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Un vagón de metro es el ejemplo perfecto de lo urbano: efímero, cambiante, lleno de personas con intereses y fines diversos y unas normas, laxas, que cada cual podrá cumplir a su voluntad. Cada usuario decide qué normas le interesa cumplir; un acto flagrante de incumplimiento puede acarrear la censura por parte de otros usuarios y llevar al destierro de ese usuario de la escena y condenarlo al ostracismo; o no. Cada persona es juzgada por su apariencia; no juzgada en el sentido personal, emocional, sino analizada de un vistazo por los otros usuarios en función de sus características físicas (edad, género, raza) y sociológicas (ropa, estilismo, comportamiento) para tratar de intuir cómo se va a comportar. Es tanto un acto reflejo como un análisis del peligro; también nos enseñó Goffman que, del mismo modo que podemos herir a los demás con nuestro comportamiento, somos conscientes de que los otros pueden herirnos; y por ello llevamos a cabo ese análisis desde el desapego (Simmel y «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Cuando el vagón se vacía y es por un motivo concreto, lo urbano se derrumba. El confinamiento del COVID-19 ha encerrado a todo el mundo en sus casas y nos ha convertido en sospechosos unos de otros. La calle, espacio público y lugar de manifestación de lo urbano, se ha vuelto un no-lugar cuyos habitantes son sospechosos de no estar usándolo bien por si no están cumpliendo la normativa del confinamiento. Los primeros días, con las calles vacías, cada encuentro suponía una amenaza y un pequeño desvío para alejarse unos de otros; con el paso del tiempo, la vuelta a las calles y la relajación del peligro, se vuelve poco a poco a las calles. Pero sólo en momentos puntuales y con las normas cambiadas: los usuarios pasan a ser analizados por sus actos en relación al acatamiento, no por sus características. Se tiene en cuenta si lleva o no mascarilla, si cumple con el espacio de distanciamiento; toser es un incumplimiento flagrante de la cortesía, como sentarse sin respetar el espacio seguro.

¿Cuáles de estas características serán transitorias y cuáles permanentes? Veremos.

Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman, de Manuel Delgado

Como las bibliotecas siguen cerradas y se nos están terminando los libros pendientes de lectura que teníamos por casa, seguimos tirando de archivo y de artículos guardados y hoy leemos Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman, artículo de Manuel Delgado aparecido (creemos…) en la revista Escala, 5, 2002.

Recordemos: Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres) fue un sociólogo americano centrado en la microsociología, es decir, la sociología de la situación, del instante que se da entre dos o más personas que se encuentran en la calle, en el tres, en la tienda del pueblo. Su tesis principal: que, ante dicha situación, ambos llevan a cabo una actuación con un objetivo doble:

  • el primero: mantener la propia situación, las reglas que ambos dan por sentadas que rigen el contexto en el que se encuentran;
  • y segundo, pero igual de importante: presentarse de forma verosímil ante el otro; y por verosímil entendemos de forma coherente tanto con el discurso como con su propia expresión personal.

Manuel Delgado, por otro lado, es antropólogo urbano e ilimitadamente admirado en este blog (El animal público, Sociedades movedizas, El espacio público como ideología, Ciudad líquida, ciudad interrumpida, Elogio del viandante).

El artículo de Delgado empieza situando el objeto de estudio de Goffman: «la interacción, en tanto que determinación recíproca de acciones y de actores, puede ser considerada como un fenómeno en sí mismo y, por tanto, puede ser observada, descrita y analizada». Como ya hemos comentado, para Goffman esta interacción hace que los implicados en ella se comporten como «impostores, falsificadores, practicantes conspicuos de la observación oculta, rastreadores de pistas o, como apuntaba Paolo Fabbri, agentes dobles».

¿El riesgo de no llevar bien a cabo esta acción? La disgregación social, el malestar, el desastre; por ello todos los implicados se convierten «en jugadores profesionales, abocados a una práctica casi convulsiva del farol». La diferencia, sin embargo, es que los jugadores de póker disponen de unas cartas que son las que son; los implicados en la interacción, no.

Los actuantes tienden a dar la impresión de que el aspecto que le dan a su actuación es el que refleja su ser esencial, su auténtica personalidad. Cada interacción no puede representarse sino como auténtica. Es más que la rutina con cada individuo o con cada grupo tienen algo de especial e irrepetible, lo que se consigue acentuando los aspectos espontáneos de la situación. Goffman dedica un amplio comentario en La presentación de la persona en la vida cotidiana sobre lo indefendible de la dicotomía entre la actuación real o sincera, que aparenta ser una respuesta sincera, y la actuación falsa. Entre verdad y mentira hay menor diferencia de la que se pretende. «Aun en manos de actores inexpertos los guiones pueden adquirir vida porque la vida en sí es algo que se representa en su forma dramática».

El estatus que ocupa cada individuo no es algo inmaterial que pueda ser poseído y exhibido, sino una «pauta de conducta apropiada, coherente, embellecida y bien articulada» que muta a cada momento mientras la interacción se va llevando a cabo. Un juego de apariencias nunca terminado. Por ello, precisamente, Goffman da tanta importancia a la metáfora teatral; actores sobre un escenario que jamás dejan de actuar.

La pregunta que se trata de responder en la segunda parte del artículo, por lo tanto: ¿existe una figura real bajo esa apariencia? Y la respuesta de Goffman y Delgado: da igual, porque no podríamos distinguirla.

«Para los pragmatistas y para G.H. Mead y la Escuela de Chicago, la posibilidad y la
realidad del mundo social son inmanentes a la constitución misma del sujeto. Éste
su forma en una dicotomía:

  1. de un lado el Yo, substrato indiscutible que atestigua la permanencia del ser;
  2. del otro, la pluralidad del Mi, proyecciones parciales y dispares de ese ser en los roles sociales que actualizan el contacto con los otros. En esa distribución, el self puede ser concebido como un espíritu pragmáticamente orientado hacia la asimilación de experiencias distintas del conjunto de los Mis de un mismo Yo, auténtico y único.»

Para Goffman, en cambio, el individuo es dividido entre un personaje (caracter, en inglés) y un intérprete (performer).

Ni que decir tiene que las personas se relacionan entre sí haciendo acopio de lo mejor que tienen, cancelando una gran parte de los hechos diversos y con frecuencia contradictorios de sus vidas y creando de este modo un orden manejable que quede lo más a salvo posible de las constantes amenazas de la incongruencia y la indeterminación. En ese orden de cosas, todos nos mostramos como lo que se entiende que deberíamos ser. Para ello, la conducta humana se divide siempre en una región frontal y otra posterior al escenario. En la región frontal o delantera se lleva cabo la representación real. En la posterior, a la que no tiene acceso el público, el intérprete puede relajarse y realizar actividades que, si trascendieran, destruirían su reputación o, cuanto menos, dificultarían su capacidad de controlar las situaciones en que se ve mezclado. En cada representación, el personaje ha de mantener por encima de todo la disciplina dramatúrgica, conocer su papel y saber improvisar ante cualquier circunstancia imprevista. En esos casos, el objetivo no es nunca resultar verdadero, sino ante todo ser verosímil. Cada cual trata de jugar a sí mismo, a estar presente sin dejar nunca de estar de algún modo oculto. Todo es realidad y engaño al mismo tiempo y todos, sin excepción, no podemos nunca, como escribía Harvey Sacks titulando un artículo suyo, «dejar de mentir»

«Es ahí que entra en acción la deuda de Goffman con la teoría de Durkheim a propósito del ritual y lo sagrado. Para Goffman, recordémoslo, el ritual es un acto formal, convencionalizado, mediante el cual un individuo refleja su respeto y su consideración por algún objeto de valor último o a su representante». Goffman se inspira en Durkheim al afirmar que el alma de un ser humano específico es una porción de sacralidad, una especie de expresión individualizada de mana. El self del que hablara G.H. Mead no deja de ser la expresión de esta sacralización del alma individual. El ego es ciertamente un dios, un pequeño dios si se quiere, pero un dios que, en tanto que tal, reclama ser honrado constantemente con todo tipo de liturgias. De ahí la atención que Goffman demuestra por el ritual. Se inspira para ello en Durkheim, es cierto, pero también la idea que encontramos en Simmel de que una «esfera ideal rodea a todo individuo», esfera que, diferente en cada cual, no puede ser penetrada sin que la identidad del sujeto quede destruida con ello.

Elogi del vianant, de Manuel Delgado: del «modelo Barcelona» a la Barcelona real

Elogi del vianant. Del «model Barcelona» a la Barcelona real es un libro publicado en 2005 por Manuel Delgado donde analiza el camino tomado por la ciudad, especialmente desde los 80 hasta principios de este siglo. Sin duda ahora, 15 años y dos crisis después, su crítica sería otra, o sería más punzante, pues la situación sólo parece haberse agudizado.

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La introducción deja claro el lugar en el que se sitúa Delgado para lanzar su crítica: en uno donde se respetan las acciones llevadas a cabo desde el urbanismo y el poder sobre la ciudad; pero también donde se les reprocha no haber tenido en cuenta lo que es la verdadera Barcelona, o un aspecto esencial de los muchos que tenía, en aras de vender un modelo idealizado (y completamente mercantilizado) de ciudad fashion o, en una traducción libre, de ciudad global. En sus propias palabras: «Lo que se reclama es que las planificaciones planifiquen la ciudad, pero que dejen que la ciudad respire también por sus errores y fracasos, que la idea global de ciudad sea también compatible con los espacios intersticiales donde todo está siempre a punto de suceder. Que la arquitectura reclame su jurisdicción sobre las casas, pero no sobre los cuerpos. No lo mismo intervenir en la ciudad, que intervenir la ciudad.» (p. 16).

Cómo negar la importancia y el valor de los polideportivos, las zonas verdes, los carriles bici, los numerosos aciertos arquitectónicos, las escuelas, la ampliación de la red de transporte público, las bibliotecas, los centros cívicos, los equipamientos culturales? La cuestión es que no se puede estar seguro de que la finalidad de todas estas mejoras no haya sido en gran medida la de mejorar también la oferta de la ciudad, hablando puramente en términos mercantiles. Todas las obras, las iniciativas, las infraestructuras, las rondas, los grandes edificios culturales, la producción de espacios públicos, parecen responder sobre todo a la preocupación por vender mejor -y más cara- la ciudad a sus propios ciudadanos, así como a los turistas y los inversores extranjeros, es decir, a estimular el consumo de ciudad y favorecer las expectaticas especuladoras.

[…] Barcelona es una modelo o mejor una top-model, una mujer que ha sido preparada para permanecer permanentemente atractiva y seductora, que se pasa el tiempo maquillándose y poniéndose guapa ante el espejo para luego ser exhibida en una pasarela destinada a las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana. Es la Barcelona-éxito, la Barcelona que está de moda -o que es una moda, como se prefiera-, como lo demuestra la fascinación que ejerce en los turistas de alrededor del mundo que la visitan. Por último, Barcelona es prototipo de la ciudad-fábrica, urbe devenida enorme cadena de producción de sueños y simulacros, que convierte su propia mentira en su principal industria y que convierte su componente humano en un ejército de obreros-prisioneros, productores y al mismo tiempo vendedores de su propia nada. Para que nadie se distraiga de esta tarea fundamental -producir y vender sin descanso-, un mecanismo panóptico no pierde de vista nada de lo que sucede en las calles y las plazas de la gran factoría, vigilando que toda espontaneidad quede conjurada, toda rebeldía abortada y ninguna desobediencia sin castigo, convirtiendo la ciudad en una cárcel donde solo los sumisos viven contentos. (p. 17).

No se puede hacer mejor resumen que el anterior: Barcelona, en sus ansias por convertirse en un destino atrayente, se ha preocupado tanto de proyectarse al exterior y de saberse vender que ha muerto por su propio éxito, convirtiéndose en una ciudad difícil de habitar, plagada de extranjeros e inversión rentable para los fondos de inversión o para que a cualquiera le salga más a cuenta establecer un piso de Airbnb para turistas que una residencia para habitantes de la ciudad. Estos problemas no son propios sólo de Barcelona, y muchos de ellos han acabado siendo algunos de los principales problemas de las ciudades actuales, pero ya apuntaban maneras en 2005 en la ciudad condal.

Una de las principales denuncias de Delgado es que precisamente los poderes públicos, los que debían velar por todos los ciudadanos y protegerlos, entre otras, de los desmanes inmobiliarios, han sido los aliados de estos últimos en la desmantelación de parte de la ciudad. Ya hablamos del trasvase del Barrio Chino al Raval, el nuevo centro gentrificado e higienizado de la ciudad, en nuestra reseña del libro First We Take Manhattan, de Daniel Soriando y Álvaro Ardura. Pero, además de su papel como impulsora de la gentrificación de distintas zonas, por acción u omisión, las autoridades también han colaborado destinando la mayor parte de las inversiones a grandes obras faraónicas  destinadas a edificios empresariales: la torre Mapfre, la torre Agbar, Gas Natural; centros comerciales como Diagonal Mar o La Maquinista, encargados también de borrar todo rastro de la historia de la ciudad.

Y es que la rehabilitación no sólo debía ser formal; tenía que ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era sólo la pobreza y la marginación: era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el proceso de gentrificación, la distribución de templos levantados en honor a la cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de las energías malignas que habían poseído al barrio y que conformaban lo que Garry McDonogh llamaba una auténtica «geografía del Mal». (p. 39).

Volveremos luego al tema de la cultura; pero la denuncia aquí se centra en cómo cada nueva infraestructura se usaba, además de como forma de obtener dinero, como modo de enterrar una parte de la historia de la ciudad, la que no interesaba que formase parte del discurso con el que se vende el modelo Barcelona. La Maquinista, por ejemplo, obvia que se levanta en terrenos que habían visto grandes luchas obreras, como Diagonal Mar no hace ninguna concesión en su diseño al hecho de que se levanta junto a La Mina, un barrio que siempre ha sido considerado el peor de Barcelona, aquel donde habitan «clases peligrosas»; o sea, gitanos y delincuentes. Los centros comerciales se convierten, así, y tomando el nombre de uno de ellos, en islas que se levantan en medio de la nada, dotadas de una oferta de ocio, consumo, entretenimiento y fast-food que no necesita más condimentos para funcionar.

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Torre Agbar, que al principio a nadie le gustaba pero acabará siendo parte de la ciudad, probablemente

De hecho, sigue Delgado, cada uno de estos centros comerciales se convierte en un agujero, un vacío, un paisaje ausente, pues ni se relaciona con el resto de la ciudad ni aporta memoria o personalidad. No lugares, en definitiva, que parecen apoderarse poco a poco de todo el territorio, y este no es un problema exclusivo de Barcelona. Los pasillos de los aeropuertos, de las estaciones de ferrocarril, van poco a poco convirtiéndose en terreno comercial; como sucede con los centros de las ciudades y algunas de sus zonas. Paseo de Gracia, el Portal del Ángel, la calle de Hostafrancs… no es baladí que el lema de Barcelona haya sido, durante muchos años: «Barcelona, la millor botiga del món» (Barcelona, la mejor ciudad del mundo).

No es baladí, tampoco, que se prohíba tender la ropa en los balcones que dan a calles turísticas o que se intente desesperadamente esconder centros como los Encantes, que se han convertido en un embudo moderno y ridículo que se enrolla sobre sí mismo en la zona de las Glorias. Oriol Bohigas, responsable de urbanismo en la ciudad durante muchos años y gran figura tras todo este proyecto, denunció en su momento el «síndrome Pessoa» como esa melancolía abrumadora ante todo cambio en la ciudad. Nada más lejos, argumenta Delgado: lo que se ha hecho en Barcelona es liquidar la cultura de una de las ciudades más vibrantes del sur del Mediterráneo «en nombre de un proyecto politicourbanístico que no prevee la existencia de una sociedad naturalmente alterada y conflictiva». Se ha obviado que los barrios habían sido, hasta recientemente, puentes de civilidad, de vínculos ciudadanos, nexo de unión entre aquello completamente privado (el hogar) y aquello público (la calle, el centro cívico, los otros barrios, la totalidad de la ciudad).

El capítulo segundo se centra en el gran adalid que sirve para desestructurar barrios enteros: la cultura, una «noción fetiche». ¿Qué es la cultura?, se plantea Delgado. Para los antropólogos, la cultura es el medio en que una sociedad existe y se relaciona con otras y consigo misma; recordemos el uso que hacía Lluís Duch del término en su maravilloso Antropología de la ciudad. Se habla, hoy en día, de políticas culturales, iniciativas, gestión, promoción, industrias, agentes, sectores… que se materializan en equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, plataformas… todos ellos culturales, por supuesto.

En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como culturales se insinúa el más mínimo intento por establecer qué es lo que hay que entender con el término cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad absoluta. En la práctica, lo que se incorpora en este territorio supuesto como segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las revistas especializadas llamadas culturales o las secciones o suplementos de cultura de la prensa periódica: libros, artes plásticas, «pensamiento», música clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos… Esta idea corresponde bastante con la idea de la cultura de élite, que podríamos designar como Cultura, en mayúsculas, para distinguirla de otras expresiones formales de amplia aceptación por parte del público en general y que suelen agruparse bajo el título -tampoco demasiado claro- de cultura de masas, las manifestaciones más despreciables de la cual serían las que se clasifican como kitsch, horteras, cursis, snobs, etc. (p. 65)

Se asimila, entonces, la cultura con lo que tradicionalmente se conoce como highbrow, en contraposición a la middlebrow o lowbrow. La Cultura es, pues, todo lo mencionado anteriormente, lo que eleva, lo que mejora al ser humano; ¿pero no lo que gusta a una mayoría? Delgado lleva a cabo un símil entre aquellos que consumen dicha cultura como los fieles que asisten a los templos, donde son imbuidos de una verdad trascendente en medio de espacios amplios y de luz difusa: evoquemos cómo son los museos, teatros y festivales de hoy en día. Para relacionarse con dicha entidad sobrenatural existe una casta de mediadores, los funcionarios por un lado, los artistas por el otro «que comunican instancias que, si no fuese por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura, por un lado, y la vida ordinaria de los simples mortales, por el otro, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de que trata la teología católica, las imágenes o los objetos que hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales» (p. 69).

La Cultura se promueve, solamente, des de las instancias políticas, es un ámbito institucional; y, sin embargo, sus beneficios van directamente a entidades privadas, además de los servicios asociados, como cafeterías o librerías que se instalan cerca o directamente en los museos. Y además en su nombre se levantan edificios por toda la ciudad que dotan de una pátina de proceso completado todos aquellos desmanes inmobiliarios llevados a cabo: la Filmoteca en el Raval, como ya comentamos; pero también la Facultad de Geografía y Filosofía o la Escola Massana o el CCCB y el MacBa anteriormente.

El gran desmán urbanístico de Barcelona, por supuesto, fue el Fórum de las Culturas de 2004. Si los Juegos Olímpicos aún eran una buena excusa para modificar la ciudad y situarla en el mapa (oportunidad que se aprovechó, de forma innegable) y Barcelona los usó para reconvertir toda su zona portuaria, amén de otras construcciones, el Fórum fue una invención ridícula, nunca bien explicada, con la que justificar la promoción del final de la Diagonal vendida con la excusa de «reconectar Barcelona con el mar». Como si alguna vez hubiesen dejado de estar conectados, cuando está ahí, a un tiro de piedra de todo el litoral. Pero reconectar significa, en el lenguaje oficial, desparasitar, vaciar de clases bajas y llenarlo de formas de obtener dinero y de territorializarlo adecuadamente para las clases medias y el consumo. Se levantaron edificios cuyo espacio físico se asienta en unos parques vallados que se cierran cada noche, volviéndose privados. Se erigió un centro comercial de espaldas a la zona y se levantó un monumento a las Culturas (¿?) que permanece a día de hoy como espacio vacío donde llevar a cabo, de forma puntual, conciertos multitudinarios y poco más.

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«La identidad es una estructura, por mucho que sentimentalmente a menudo se nos presente bajo el aspecto de una esencia.» Y la identidad de Barcelona ha sido modificada, a golpe de intervención, para olvidar tanto su pasado obrero y revolucionario como sus puntos canallas y oscuros en un movimiento que Delgado asimila al de la creación de los nacionalismos en pleno siglo XVIII y XIX: las ciudades son las nuevas patrias en el siglo XXI, y requieren de una invención histórica y cultural similar a la que requirieron en su momento los estados. No olvidemos, además, que la identificación de Barcelona con la de Cataluña deja en la cuneta todo el resto del territorio catalán, convertido a las ciudades del interior (y no hablemos ya de las otras provincias) en colonias y ciudades dormitorio sin vida propia.

Apuntes con los que terminar:

  • Un detalle muy significativo que ya salió a colación en la reseña de Ciudad líquida, ciudad interrumpida: la demonización constante de las fiestas de San Juan y las Fiestas de Grácia que se lleva a cabo por parte de las autoridades. Cada verbena de San Juan amanecemos con imágenes en todos los periódicos de los desperdicios que llenan la playa, para evidenciar lo incívica y costosa que es esta fiesta; ¿por qué no vemos nunca los desperdicios de la celebración de una Liga del Barça o de un Festival musical celebrado en cualquier parte de la ciudad? Porque la primera es una fiesta ajena al ayuntamiento, que pertenece a la ciudadanía y se celebra a espaldas de las autoridades, y las otras son fiestas oficiales; y o bien no generan dinero, o no forman parte del discurso que Barcelona se explica a sí misma y al exterior.
  • «Todo monumento -Lefebvre lo entendió inmejorablemente- expresa la voluntad de afirmar con la máxima rotundidad un principio debido a Hegel: el Tiempo histórico engendra el Espacio el cual se extiende y sobre el cual reina el Estado. El monumento siempre es una erección no sólo en sino también del territorio. Proclama la centralización machista que coloca su propio falo en el centro del universo, cetro que reclama la monarquía absoluta de lo Único. (…) Es el Poder del padre: la ciudad fálica. A su alrededor, sin embargo, se extienden inquietantes todas las expresiones de la Potencia. A pie de calle, todo son intersticios, grietas, agujeros, ranuras, intervalos, huecos… La ciudad profunda y oculta, la república del Múltipe. Lo uterino de la ciudad.» (p. 129)
  • «Como escribió Maurice Halbwachs a principios de siglo, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva.» (p. 133) Pero no todo aquello que es colectivo tiene por qué ser común, destaca Delgado.
  • «En Barcelona se pueden observar los efectos de una convicción que un buen número de urbanistas y arquitectos suelen tener respecto a que la disposición conceptual de las construcciones determina de un modo casi irrevocable la forma como se llevarán a cabo en ellas, o a su alrededor, las actividades sociales.» (p. 137). Estas palabras nos recuerdan a las de Jan Gehl cuando mostraba fotografías de los senderos que los peatones trazan sobre el césped cuando corrigen a los urbanistas y toman el camino más directo entre ambos puntos, huyendo de los ángulos rectos que tan hermosos quedan en las maquetas pero tan poco útiles son a los peatones sobre el mapa de la realidad.

Construir, edificar, delinear calles implica siempre la aspiración a someter la incerteza de las acciones humanas, a prever y exorcizar los imprevistos caóticos que siempre acechan, a mantener a ralla las potencias disolventes, dotar de perfiles todo lo que no tiene forma ni destino.

[…] Walter Gropius reconocía que la arquitectura y el urbanismo debían servir como instrumentos al servicio de la victoria final de Apolo sobre Dioniso, es decir, de la belleza y lo orgánico sobre la desmembración de los vínculos sociales, sobre la «disolución general del nexo cultural, que ha hecho que el hombre moderno haya perdido su sentido de la totalidad» [Walter Gropius: Apolo en democracia]. Esto se traduce en una verdadera vocación pacificadora de lo urbano, entendido como aquello magmático, inorgánico y desregulado que se produce constantemente en una ciudad. El plan urbanístico y el proyecto arquitectónico sueñan una ciudad imposible, una ciudad dotada de espíritu, perpetuamente ejemplar, un anagrama morfogético que evoluciona sin traumas. El arquitecto y el urbanista saben qeu la informalidad de las prácticas sociales es, por principio, implanificable e improyectable. La vida urbana es su pesadilla.

Y es que los planificadores y proyectores creen que son ellos los que hacen la ciudad, y hablan de ella como forma urbana, dando a entender que lo urbano tiene forma. Se engañan: es la ciudad la que puede tener forma; en cambio, lo urbano no tiene forma, sino que es pura formalización ininterrumpida, no finalista y, por ello, nunca finalizada. (…)

Babel -la ciudad que Yahvé ordenó construir a Caín después de la caída- es el contrario negativo de Jerusalén. Si esta es la plasmación urbanística del orden celestial, Babel se funda sobre una blasfemia suplantación-exclusión de Dios. Iniciadora de una saga de ciudades malditas, las ciudades-rameras -Sodoma, Gomorra, Babilonia, Roma-, Babel es la antiutopía por antonomasia, el reverso en clave humana del proyecto sagrado de espacio social. Babel es un espacio sin códigos ni territorios, escenario de una hibridación generalizada y de todo tipo de incongruencias. Frente a la ciudad politizada -prístina y esplendorosa, comprensible, apaciguada, lisa, ordenada, dividida en «comarcas fáciles pero no por eso accesibles», la ciudad socializada, aquello que Foucalt llamó heterotopía, lugar caótico pero autoorganizado, saturado de signos flotantes, ilegibles, sobresalientes de una multitud anónima y plural hasta el infinito. (p. 148 y ss)

Post-it City: ciudades ocasionales

Como un texto lleno de post-it, la ciudad contemporánea está ocupada temporalmente por comportamientos que no dejan rastro -como tampoco lo dejan los post-it en los libros-, que aparecen y desaparecen de manera recurrente, que tienen sus formas de comunicación y de atracción pero que cada vez resultan más difíciles de ignorar.

(…) La ciudad contemporánea ha construido sus espacios edificados a través de la elaboración de nuevas tipologías y nuevos tejidos -patrones infinitos de casas unifamiliares, ciudades de naves industriales, parques temáticos falsamente medievales- pero no ha tenido la misma creatividad ni la misma desenvoltura para el espacio público.

Pero se ha producido una reacción: el espacio urbano es hoy el palimpsesto de una experimentación continua de formas de vida en público. Lo que nace no son nuevos espacios públicos, sino nuevas dimensiones de vida y relación en público. Y el espacio ocupado por estos fenómenos raras veces es «público» en un sentido estricto, es el espacio de enclaves infraestructurales, de recintos industriales abandonados, de aparcamientos inutilizados, de terrain vague de diversa índole. Hoy por la ciudad vagan espacios públicos errantes, que rozan los espacios públicos tradicionales, nacen, se enraízan, mueren y renacen en otro sitio.

Post-it City es este texto errante por la ciudad, una manera de subrayar, esconder, resaltar el texto original para dotarlo de un aspecto temporal, hacer adaptaciones rápidas, ligeras. Es un proyecto público aún nuevo, de una multitud que aún no conocemos, el conjunto de exigencias imprevisibles pero que encuentran un espacio, construyen nuevos vínculos, establecen relaciones identitarias vagas con los lugares que ocupan y después los liberan para ocupar otros. (p. 14).

Estas palabras de Giovanni La Varra nos sirven para situar el libro Post-it City. Ciudades ocasionales. Se trata de un recopilatorio sobre una exposición que se llevó a cabo en el CCCB de Barcelona durante 2008 y que retrataba el concepto de ciudad post-it, término desarrollado por el propio La Varra y que define una ciudad temporal que se acopla sobre el espacio público de forma alternativa, con un uso no sancionado por las autoridades pero que responde a una necesidad de parte de la población que no encuentra otro lugar donde llevarlo a cabo.

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O, dicho en otras palabras, en concreto las de William Gibson: la calle siempre encuentra sus usos.

El concepto es completamente adecuado, debemos añadir. No sé ustedes, pero en el blog, donde somos asiduos a coger libros en la biblioteca, a menudo los encontramos subrayados, anotados al margen, comentados; lo que da lugar a una segunda lectura, la oficial, la que pretendía el autor, y la de alguno de sus lectores. Sorprende encontrar lectores que subrayan partes que uno ignora, otros que subrayan las mismas que uno va a destacar; se forma así una afinidad o carencia de ella con ese segundo lector, así como con el autor.

Algo similar sucede en la ciudad, y a partir de dicha idea se desarrolló la exposición del CCCB. El concepto le surgió a La Varra a partir del incidente en Moscú el 28 de mayo de 1987, cuando Mathis Rust, un estudiante de Berlín y piloto aficionado de 19 años, se decidió a salir volando (literalmente) de su ciudad para aterrizar en la Plaza Roja de Moscú, nada menos, como una forma de mostrar la unión entre los pueblos. Esa idea, por mucho que loca, presenta una nueva concepción del espacio público (¡la Plaza Roja como pista de aterrizaje!) similar a la que conciben los usuarios que no encuentran dónde llevar a cabo sus necesidades.

¿Qué se aprende mirando las ciudades post-it, según La Varra? Tres cosas:

  • los materiales con que se construyen, a menudo reciclados, sostenibles, ocupaciones de espacio abandonado, que tienden a la invisibilidad;
  • la temporalidad del espacio; a menudo se concibe el espacio público como lugar atemporal, estable, con usos determinados; por ello, cuando «un párquing se convierte en un espacio público y compartido, cuando una infraestructura deviene mercado o un terrain vague un jardín, se convierten en sensores de una cualidad urbana latente, de un espacio abierto a dinámicas no invasivas; una señal de promiscuidad, de intercambio, te tensión entre previsión y uso»;
  • el lenguaje: cada ciudad post-it genera un nuevo argot, una forma de referirse a sí misma como espacio y comunidad; son voces que la ciudad «oficial» no tiene en cuenta o desatiente, pero que forman igual parte de ella.

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Antes de entrar en ejemplos concretos, comentamos brevemente algunos de los artículos que dan pie a la exposición.

Martí Perna en Post-t City. Ciudades ocasionales destaca el origen de este tipo de enclaves como una forma heterogénea e informal en que la ciudad deja claro que sus propuestas oficiales, surgidas de unas autoridades que buscan la homogeneidad completa, no son suficientes para todos los ciudadanos. Especialmente en el tardocapitalismo cultural, que pretende formar ciudadanos consumidores que expresen su individualidad, fabricada en despachos, únicamente mediante transacciones sancionadas. La necesidad de las ciudades ocasionales entronca con el derecho a la ciudad, con la expresión de las necesidades latentes.

Robert Kronenburg se ocupa, en Arquitectura subversiva, en dos aspectos: por un lado, las casas precarias instaladas en determinados intersticios de las ciudades japonesas, a menudo reconocibles por sus lonas azules, entregadas por las autoridades para los sin techo; a diferencia de las occidentales, que suelen ser agrupaciones de objetos sin más, las casas japonesas de este tipo son enclaves de madera, con unas bases que las elevan del suelo por si hay inundaciones (suelen estar junto a los ríos y canales) y a menudo incluso cuentan con sus propias bicicletas, tendederos de ropa y otras necesidades. El otro aspecto que retrata el artículo son las formas «alternativas» de habitar: desde contenedores de mercancías reconvertidos en casas o bloques de edificios hasta propuesta artísticas que tematizan el tema de la vivienda, como la del artista Santiago Cirugeda que, por ejemplo, obtiene permisos para levantar andamios junto a edificios con la excusa de renovar sus fachadas y luego convierte la estructura en algo estable.

Alessandro Petti (Zonas temporales. ¿Espacios alternativos o territorios de control socioespacioal?) se plantea la forma como algunas ciudades se han aprovechado del espacio informal que había en ellas, como Berlín, ejemplo de recorrido doble: ciudad planificada desde las autoridades verticales pero en cambio ciudad vida y repleta de microespacios e intersticios que los ciudadanos han ido aprovechando, si bien luego las autoridades les han ido detrás para apropiarse de ellos. Habla luego del caso de Génova, ciudad donde se llevó a cabo una reunión del G8 motivo por el cual se dividió la ciudad en tres zonas: rojas, verdes y amarillas. Las verdes eran las habituales, las rojas eran zonas de extrema vigilancia donde todos los derechos ciudadanos quedaban suspendidos en aras de una vigilancia extrema y control de todos aquellos que accedían, y la amarilla un espacio de transición entre ambas. El mismo esquema se ha llevado luego a cabo en Praga, Niza, Nápoles, Davos… También trata el concepto de ciudades autónomas, como el Burning Man Festival.

Manuel Delgado (Apropiaciones inapropiadas. Usos insolentes del espacio público en Barcelona) destaca también cómo las ciudades post-it surgen como resultado de la pugna entre la concepción oficial del espacio público (lugar vacío entre construcciones, para las autoridades, donde los ciudadanos realizan las ideas de democracia, civismo, consenso y, en general, pasean entre consumo y ordenada educación) y la verdadera, la de las necesidades de aquellos que lo pueblan. Sorprende, por lo tanto, que en 2005 se promulgasen una serie de leyes en Barcelona que impedían desde andar sin camiseta por la calle hasta usar las fuentes para bañarse, beber alcohol en las calles o prácticamente jugar en las plazas. Sorprende, dice Delgado, porque estas mismas autoridades, tan contrarias a todas las expresiones informales de los ciudadanos, no tienen el más mínimo rubor en permitirlas si vienen acompañadas del correcto consumo (beber botellón, es decir, consumir alcohol sentados en una plaza, es ilegal; beberlo sentados en las terrazas de los comercios que pagan sus adecuados impuestos es legal, cuando el acto es el mismo); o autoridades que permiten la gentrificación y los desmanes urbanísticos o inmobiliarios sin el más mínimo rubor. Erradicar a las prostitutas del Barrio Chino para convertirlo en el Raval (lo hablamos hace nada tratando el tema de la gentrificación) sin preocuparse por erradicar el problema, sólo por desplazarlo.

Delgado acaba destacando el papel de la fiesta en la ciudad de Barcelona «como lo que siempre ha sido: «un territorio en el que el carácter crónicamente problemático de la vida social encuentra una oportunidad para expresarse». Recordando sus palabras en Ciudad líquida, ciudad interrumpida sobre que la fiesta, en vez del estado de excepción que a menudo se considera es lo contrario, el estado real de las cosas, Delgado habla de las «fiestas ingobernables», en palabras del Ayuntamiento: San Juán, las fiestas de Grácia, de Sants, ocasiones festivas en que la población ocupa las calles o las playas de formas que las autoridades detestan y contra las que luchan con todas sus fuerzas. Cada 24 de junio se abren los periódicos de la zona con imágenes de lo sucia que ha quedado la playa tras la verbena; ¿por qué jamás se abren los periódicos con lo sucias que quedan las calles tras la celebración de una victoria del Barça, por ejemplo? «Pero el denominado «auge del incivismo» [en Barcelona durante los años 2005-2008] no es el resultado de un grado excesivo de libertad, sino todo lo contrario».

A continuación destacamos algunos de los 78 proyectos recogidos en el libro. Los tienen todos aquí.

  • Unreal States of China, un documental que retrata usos alternativos de las grandes infraestructuras en las megalópolis chinas, como mercados surgidos bajo las vigas de una autopista.
  • Economic borders habla de los comerciantes que, subidos en un camión, recorren Sicilia organizando mercados ambulantes previamente establecidos, como forma en que el comercio usa los intersticios para establecerse. Es una reflexión que nos permite acercarnos, por ejemplo, a los mercados semanales que se llevan a cabo en multitud de pueblos y ciudades de España, a menudo informales y callejeros, pero que sirven para que la población aproveche el día como ocasión casi festiva.
  • Street Economy Archive reflexiona sobre el concepto del top manta.
  • Schengen, El castillo, lo hace sobre las fronteras y las oportunidades que éstas generan, centrándose en el cruce de la frontera entre África y España como forma de alcanzar el sueño europeo para numerosos africanos.
  • En el mismo sentido, Movimenti di Confine retrata los camiones que esperan en la frontera entre Italia y Eslovenia el momento adecuado para entrar, en relación con la historia reciente europea (la frontera italoeslovena dejó de existir en la frontera del 21 de diciembre de 2007). Si el anterior reflexionaba sobre los flujos de personas, este lo hace sobre los flujos de mercancías.

jardines

  • Loisada o los jardines comunitarios de Nueva York, que surgen de forma impulsiva y son cuidados por los vecinos de la zona.
  • Gas Station (Tobias Zielony) reflexiona sobre los puntos de encuentro de los jóvenes en Alemania que viven en zonas periféricas, sin infraestructuras donde pasar el rato, que acaban reuniéndose en las áreas de servicio de las autopistas.

gasolinera

  • Do and Undo lo hace sobre la construcción de la ciudad de Burning Man Festival, una ciudad brotada de la nada en el desierto y construida con la idea de desaparecer, una vez terminado el festival, sin dejar rastro.
  • Parco retrata las actividades que se llevan a cabo en los parques de la ciudad, especialmente como forma de relación entre los diversos usos, oficiales-alternativos, de personas cercanas y lejanas, que hace cada comunidad de ellos.