Venimos del primer post sobre este libro de Manuel Delgado: Ciudad líquida, ciudad interrumpida.
La fiesta es un dispositivo de representación cuya misión es la de espectacularizar una determinada comunidad humana, mostrándola, a sí misma y a las otras, como dotada de unos límites simbólicos específicos y otorgándole a sus miembros la posibilidad de experimentar un determinado sentido de la identidad compartida. En todos los casos, la fiesta es un recurso mediante el cual una comunidad cualquiera (de la pareja de enamorados a la humanidad entera, pasando por la familia, el grupo de amigos, los trabajadores de una misma empresa, el patio de vecindad, el barrio, la ciudad, la nación…) se brinda la posibilidad de hacer real su ficción colectiva de unidad. Para ello opera una manipulación del tiempo y del espacio sociales de la que el resultado es una definición capaz de identificar, es decir, de proveer de identidad. (p 26).
¿Cómo es que las sacramentalizaciones del tiempo, el espacio y el grupo que opera la fiesta no sólo no se han visto erradicadas por el proceso de secularización o el individualismo o la masificación sino que parecen haber aumentado su frecuencia e intensidad?, se pregunta Manuel Delgado en el segundo párrafo del tercer capítulo: La sociedad, poseída por sí misma.
Y nos aventura una respuesta: «Lo que hace la fiesta es, básicamente, lo que hace el rito: crear una prolongación de la realidad.» El estado de excepción, las límites espaciales y temporales no habituales, nuevas narraciones, alteración de las conductas… todo ello lleva a un estado dispar al habitual que contribuye a «producir y legitimar luego una fragmentación de la sociedad marco en identidades singularizadas y lo hace proclamando la distinción que permite resistir la presión centrípeta, homogeneizadora y disolvente que ejerce la sociedad de masas sobre sus componentes.» (p. 27). Por lo tanto, habrá más fiesta cuanto más compleja sea una sociedad; y también cuanto más cerca deban coexistir grupos que se sienten diversos unos de otros.
La fiesta permite a cada grupo el espejismo de «una comunidad a la que es dado vivir a solar consigo misma, sin interferencias». «Las fiestas permiten contemplar hasta qué punto la identidad se reduce a una entidad espectral que no puede ser representada, puesto que no es otra cosa que su representación, superficie sin fondo, reverberancia de una realidad que no existe ni ha existido ni existirá si no fuera precisamente por las periódicas performances en que se muestra.» (p. 29).
Durante las fiestas, además, habitualmente el poder desaparece. Tal vez se den muestras de él al principio o en un momento puntual, pero es habitual que la fiesta pertenezca a aquellos que la viven, que la hacen como si se tratase de una posesión, permitiendo que «la personalidad ordinaria sea sustituida por otra». Frente al tópico habitual que la fiesta es una excusa que el poder permite a los ciudadanos como vía de escape, momento de excepcionalidad en que se levantan las barreras y se permiten estallidos dionisíacos, una permisividad para que el descontento social «encuentre un ámbito fiscalizado en donde aliviarse». Delgado sostiene lo contrario:
Pero, ¿y si no fuese tanto así, como lo contrario? ¿Y si la fiesta no fuera una concesión del Estado a la sociedad, permitiéndole hacer creer que puede revelarse, sino, al revés, una forma que adopta la sociedad civil de hacerle ver al Estado que es la autoridad que cree ejercer lo que constituye una concesión? (…) Pero si el poder político está donde está y puede llevar a cabo las funciones que la sociedad le confía, es porque ésta transige en no hacer el resto de días y noches lo que en los de fiesta demuestra que puede hacer en cuanto lo crea preciso o le plazca: expulsarlo de escena, tomar las riendas de su propia vida, reclamar el recurso a la violencia física, usar a su antojo el espacio público, imponer su propio orden por la fuerza. (p. 31).
Durante la fiesta los ciudadanos ocupan las calles, una muchedumbre que fluye por las principales arterías de la ciudad; la elección del lenguaje no es baladí: «el paisaje urbano deviene (…) también un paisaje moral. La condensación festiva establece entonces una malla sobre el espacio público, sobre la cual se representa el drama de lo social, todo él hecho de solidaridades y de encontronazos entre quienes siendo incompatibles se necesitan. El resultado es una topografía de inclusiones y exclusiones y en el que se irisan todas las identidades y todos los intereses copresentes en la sociedad.» (p. 33). En la fiesta no existen verdaderos extranjeros: el simple hecho de participar en ella disuelve las fronteras en, al menos, un grado.
Delgado destaca dos tipos de fiestas:
- Cúmulos, en los que la comunidad reunida y proclamada se mantiene concentrada en un único punto del espacio urbano.
- Transcursos, en los que el grupo se desplaza por un recorrido más o menos preestablecido de la red viaria.
Pero cada uno de estos dos tipos de empleo del espacio público puede ser subdividido en sendas submodalidades:
- Cósmicos, en los que la comunidad se comporta de manera ordenada, reproduciendo dramáticamente los términos ideales de la distribución y posiciones en el seno de la estructura social.
- Caóticos, en los que la colectividad reunida escenifica las condiciones caóticas que se imaginan definiendo el principio o el final del tiempo social.
Esto nos da una trama donde existen:
- A1, cúmulos cósmicos. Reuniones estables que se mantienen en un punto: una pitada ante un ayuntamiento, la veneración de un lugar. Se incluyen también romerías o peregrinaciones, siempre que el trayecto no sea parte de la fiesta, sólo lo que sucede al llegar al destino.
- A2, cúmulos caóticos. Una celebración deportiva o política, donde el grupo que ocupa la calle quiere hacerse con todos los rincones y se mueve de forma caótica y desordenada.
- B1, transcurso cósmico: una cabalgata, un pasacalles, una rúa, una desfilada; de algún modo, el transcurso de la fiesta recorre y une los puntos más importantes de la ciudad, redotándolos de significado. Las muchedumbres generadas en este tipo suelen ser cúmulos compactos que permiten, en función de sus intereses, que los personajes percibidos como ajenos a ellos pasen a formar parte, o no, de su grupo. Una tribu «opuesta» (pongamos una cabalgada del orgullo gay y unos nazis) será representación del enemigo y no se le permitirá acceder al desfile; mientras que un elemento positivo será bien recibido y se le permitirá la integración a la fiesta.
- B2, transcursos caóticos, normalmente generados para expulsar a un enemigo que o bien se ha generado en el interior de la ciudad o bien ha penetrado del exterior, y que al finalizar la fiesta será expulsado de algún modo para recuperar el orden ancestral.
El quinto capítulo (parece no haber cuarto): La memoria bestial, busca los símiles que se han dado desde la teoría al estado que se adueña de los ciudadanos durante la fiesta y que asimilamos, sobre todo, al de communitas de Victor Turner: «estado liminal en que reconstruye tempo-espacialmente un grado cero de lo social: estada prístino, no jerarquizado, no estratificado, pendiente de estructurar» que a su vez remite al estado liminal de los ritos de paso del que nos hablaba Van Gennep, aquellos en que quien los atraviesa, el neófito, ya no es lo que había sido pero aún no ha devenido lo que va a ser y por lo tanto es pura potencialidad, situado en «un espacio sin referentes en el que a la vez está todo pautado pero puede ocurrir cualquier cosa«.
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