Para urbanistas, arquitectos y diseñadores, espacio público quiere decir hoy vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar para que quede garantizada la buena fluidez entre dos puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. (p. 19).
[En paralelo a esa idea… vemos prodigarse otro discurso también centrado en ese mismo aspecto]: el espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico, lugar en el que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otros valores políticos hoy centrales, un proscenio en el que se desearía ver deslizarse a una ordenada masa de seres libres e iguales que emplea ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía. (p. 20).
Entre estos dos discursos estará algo similar a la verdad, nos propone Manuel Delgado, y se lanza a la aventura de descubrir qué es esa entidad llamada espacio público en su libro El espacio público como ideología, publicado por Los libros de Catarata en 2011.
Capítulo 1. Espacio público, discurso y lugar
El concepto de espacio público es relativamente nuevo. No está, por ejemplo, ni en las obras de Jane Jacobs, ni de Lefebvre, ni de Kevin Lynch, y no se empieza a usar para significar lo actual hasta hace dos o tres décadas, y de hecho nace cargado de significado, no para describir algo que ya existe sino para convertirlo en un ideal de lo que debería ser. «Como concepto político, espacio público se supone que quiere decir esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad, evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado.» (p. 30). Invocando el concepto de cosificación de Lukács, «el espacio público es una de aquellas nociones que exige ver cumplida la realidad que evoca y que en cierto modo también invoca, una ficción nominal concebida para inducir a pensar y actuar de cierta manera y que urge verse instituida como realidad objetiva. (…) Ese lugar al que llamamos espacio público es así extensión material de lo que en realidad es ideología.» (p. 39).
«En la calle, devenida ahora espacio público, la figura hasta aquel momento enteléquica del ciudadano, en que se resumen los principios de igualdad y universalidad democráticas, se materializa, en este caso, bajo el aspecto de usuario.» «Este individuo es viandante, automovilista, pasajero… personaje que reclama el anonimato y la reserva como derecho y al que no le corresponde otra identidad que la de masa corpórea con rostro humano, individuo soberano al que se le supone y reconoce competencia para actuar y comunicarse racionalmente y que está sujeto a leyes iguales para todos. (…) Cada transeúnte es como abducido imaginariamente a una especie de no-lugar o nirvana en el que las diferencias de estatus o de clase han quedado atrás. Ese espacio límbico (…) viene a suponer algo parecido a una anulación o nihilización de la estructura (…), ese limbo escenifica una por lo demás puramente ilusoria situación de a-estructuración, una especie de communitas (por emplear el término de Victor Turner)». (p. 42).
El espacio público ha devenido un sueño, un espejismo con el que regir las ciudades; y todo aquello que atente contra lo que se supone que debe suceder allí es alejado. La «tolerancia cero» (Giuliani, Sarkozy) y otras legislaciones o prácticas «están sirviendo en la práctica para acosar a formar de disidencia política o cultural que se atreven a desmentir o desacatar el normal fluir de una vida pública declarada por decreto amable y desproblematizada.» (p. 49). «La pobreza, la marginación, el descontento, no pocas veces la rabia continúan formando parte de lo público, pero entendido ahora como lo que está ahí, a la vista de todos, negándose a obedecer las consignas que lo condenaban a la clandestinidad.» (p. 50).
Capítulo 2. Las trampas de la negociación
«El espacio público urbano vendría a ser una comarca en la que cada cual está con extraños que, de pronto y casi siempre provisionalmente, han devenido sus semejantes. (…) Lo que se distingue ahí se supone que no es un conjunto homogéneo de componentes humanos, sino más bien una conformación basada en a dispersión, un conglomerado de operaciones en que se autogestionan acontecimientos, agentes y contextos.» (p. 51). «Ese supuesto en el que se fundamenta la relación social en público es el que hace del anonimato una auténtica institución social, de la que dependen formas de interrelación de base no identitaria. (…) Permanecer en el anonimato quiere decir reclamar no ser evaluado por nada que no sea la habilidad para reconocer cuál es el lenguaje de cada situación y adaptarse a él.»
Volvemos al principio de reserva del que hablaba Georg Simmel: «la necesidad que los habitantes de las ciudades tenían de distanciarse ante la proliferación extraordinaria de acontecimientos con los que debían toparse en su vida cotidiana y de mantener con sus protagonistas algo parecido al distanciamiento, a la indiferencia e incluso a la mutua aversión» y que luego Erving Goffman designará como desatención cortés o principio de no interferencia.» (p. 52).
«Es a ese personaje incógnito -el mítico «hombre de la calle» del imaginario político liberal- al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas, compromisos entre actores emancipados que se encuadran en esa experiencia masiva de desafiliación que es la esfera pública democrática.» (p. 60).
«El espacio de los entrecruzamientos sociales por excelencia, esto es, el espacio público urbano, no es tanto el proscenio de la puesta en escena de las diferencias como el de la puesta en escena de las desigualdades. (…) …los intervinientes pueden perder la protección que les concede hipotéticamente el anonimato al verse delatados por indicios que denotan en ellos un origen socioestructural o una desviación de la norma susceptibles de provocar desazón o embarazo en sus interlocutores.» (p. 67). (El primero en darse cuenta de todo esto fue, de nuevo, Goffman).
Pasamos ahora a Baudelaire y sus impresiones sobre el flânneur, el merodeador urbano, en El pintor de la vida moderna: «Desde una pequeña insignia en la solapa hasta un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad (…) no han podido disfrazar quiénes son en realidad -es decir, en qué lugar de una estructura social asimétrica están situados… (p. 70, todas las negritas son mías).
«De los normales -como los designa el propio Goffman- se espera que escojan el rol dramático más adecuado para resultar procedentes, es decir, aceptables en relación con lo que un determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberían confirmar.» (p. 71). «Pero ese sistema al que ese atribuyen virtudes iguales está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir, el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como apta para «presentarse en sociedad», en encuentros con gente que también ha conseguido estar «a la altura de las circunstancias», es decir, resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma, brindar garantías de conducta adecuada.» (p. 72).
«… como Richard Sennet nos ha enseñado, la urbanidad moderna se funda en cambios conductuales por lo que hace a los encuentros no programados entre extraños que, en un cierto momento de la historia de la construcción del mundo moderno, dejaron de confiar los unos en los otros y optaron por no dirigirse la palabra y no prestarse mutua atención, dejando a su aspecto la labor fundamental de ofrecer una información suficiente para establecer relaciones fiables.» (p. 73). En palabras de Sennet, reconocemos mediante el ojo, acostumbramos la mirada a clasificar personas y viandantes y pasajeros y los encasillamos en determinadas estructuras; por ello la impostura es imperdonable, el pretenderse lo que no es, el engañar al ojo para que los otros vean algo que no es la realidad; pero es algo a lo que todos, en mayor o menor medida, se rinden.
«Tal presunción es, en el fondo, ingenua. Ser anónimo es básicamente ser ser secreto o ser de secretos, y de secretos que esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para conocer, adivinar o intuir los secretos del otro.» Y entramos ahora en Georges Bataille («lo que se oculta es lo que no es servil, lo imperdonable»): «Ésa es la labor fundamental del anonimato como factor estructurante de la relación en público, consentir una indefinición de partida que permita ganar tiempo antes de interpretar correctamente qué es lo que el orden de la interacción nos está urgiendo a que entendamos, acatemos y reproduzcamos.» (p. 74).
Lofland, 1985: el espacio público es ese «mundo de extraños«. «En realidad, el anonimato no deja de ser una ilusión: (…) el mínimo desliz, la menor salida de tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda identidad representada implica» «Es eso lo que convierte a todo ser mundano (Isaac Joseph, 1999) en un ser apegado a su línea de fuga, un traidor, un agente doble, (…) un impostor crónico y generalizado…» (p. 76).
«No existen sociedades anónimas, es decir, formas de vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros. Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes -permítase evocar a Heidegger- anónimos, es decir, individuos que desarrollen en esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos corresponde el derecho a ser reconocidos como no reconocibles. (…) Ni los espacios públicos o semipúblicos urbanos -la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el transporte público, el café, la discoteca…- ni los supuestos no-lugares -aeropuerto, hotel, centro comercial…- son excepciones de ese mismo principio que establece que pensar en pensar socialmente y pensar socialmente es clasificar socialmente, es decir, aplicar sobre la realidad circundante una traza taxonómica que no tolera la ambigüedad y la neutraliza. […] Nadie es un desconocido total.» (p. 79).
Capítulo 3. Morfología urbana y conflicto social
A pesar de los intentos de los urbanistas y planificadores urbanos por modelar la ciudad, «sabemos que es otra morfología -la social- la que tiene siempre la última palabra acerca de para qué sirve y qué significa un determinado lugar construido.» (p. 83). Recordemos que la carta de Atenas expulsaba a los trabajadores, mediante la zonificación funcional, a la periferia de la ciudad: «…se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella», haciendo ciertas las palabras de Le Corbusier: «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y que el propio suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad» (Le Corbusier, 1942).
Seguimos con el estudio que Manuel Castells hizo de uno de los mayores banlieus franceses, Sarcelles, con más de 13.000 viviendas y 60.000 habitantes en los años 60: «Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas contemporáneas, a la lucha de los vecinos-obreros, en cuanto vecinos, en las grandes conglomeraciones de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.» (p. 92).
«En todo proyecto urbanístico siempre hay mucho más que una mera intención ordenadora que emplea para sus fines determinadas composiciones formales. Existe, detrás de cada iniciativa en materia urbanizadora, una doctrina relativa a lo que se quiere que suceda o que no suceda en ella, a qué tipo de acontecimientos se pretenden propiciar o evitar a toda costa.» (p. 97).
Con las oleadas migratorias de principios de este siglo sucede otro hecho: no encuentran un lugar común donde acomodarse. «Sin ningún tipo de previsión de vivienda social para ellos, se les obliga a dispersarse por la trama urbana en busca de la escasa oferta de vivienda asequible para ellos.» (p. 98). «Dispersados, atomizados, alejados unos de otros, amontonados en reductos intersticiales, los desfavorecidos -los jóvenes sin perspectiva, los inmigrantes, los nuevos marginados-, viviendo en agujeros separados unos de otros, verán colapsada cualquier oportunidad de contemplar hasta qué punto son muchos y capaces de impugnar con fuerza el desorden que padecen.» (p. 104).
Capítulo 4. Ciudadano, mitodano
«Una ciudad es sobre todo un campo de significaciones. Son esas significaciones las que proveen de la materia prima de la que está hecha la experiencia urbana, que es justamente lo que el científico social toma como su objeto de conocimiento. Experiencia como vivencia subjetiva, pero no como experimentación empírica, como conducta: emoción y textura; al tiempo sentimiento, sensación y acto.» (p. 108).
«Los imaginarios urbanos no representan la ciudad -en el sentido de que están en su lugar y hablan o muestran en su nombre-, sino que son la ciudad. Una ciudad no connota, es las connotaciones que suscita, las conexiones, oposiciones, taxonomías que organizan significativamente sus elementos y permiten reconocerlos como unidades discretas -ese momento, ese sitio, aquella silueta, esta ausencia… -, de igual manera que los seres urbanos -habitantes o usuarios- no interpretan la ciudad, ni siquiera la leen, sino que simplemente la viven.» (p. 109). (Ledruta hablará en lugar de «imaginarios», puesto que no existe uno unívoco sino una multiplicidad heterogénea de ellos, pese a que sí pueda destacarse la existencia de un «imaginario dominante«, que no es el que impera sino el que sostienen los que dominan.)
«…la ciudad, en efecto, ejerce esa misma labor que Lévi-Strauss contemplaba que llevaban a cabo los mitos, que la de confundir esos tres niveles: lo imaginario -entendido como la expresión más plausible y más ejecutiva de la realidad-, lo simbólico -como labor de producción de sentido- y lo real -como eso que está ahí y cuya presencia intentamos inútilmente conocer o quizá tan sólo mantener a raya.» (…) Probablemente sea lo contrario y, como ocurre con los mitos, sean los lugares de cualquier ciudad los que empleen a los humanos -esos transeúntes que van de aquí para allá para comunicarse y hacer sociedad entre sí. Ciertamente, por ello, todo ciudadano es en realidad un mitodano, el habitante de un mito.» (p. 115).
«¿Qué es lo imaginario?, se pregunta Segalen: lo que hay antes de la partida, lo que luego se abandona al llegar -en el momento de enfrentarse con lo real-, pero que luego se reencuentra y se imbrica con ese mismo real.» (p. 115)
El ciudadano es entonces el morador incansablemente en tránsito de un cuarto de ecos, en que todo es reverberancia o reflejo. (…) Cada sonido y cada sombra es, en la ciudad, de pronto, además, juicio, recuerdo, precio o señal, todo lo que está ahí, aunque no esté. No otras cosas, sino todo lo otro.
Pasó tiempo, valioso su trabajo sobre El declive del hombre público de Sennett.
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