Como las bibliotecas siguen cerradas y se nos están terminando los libros pendientes de lectura que teníamos por casa, seguimos tirando de archivo y de artículos guardados y hoy leemos Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman, artículo de Manuel Delgado aparecido (creemos…) en la revista Escala, 5, 2002.
Recordemos: Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres) fue un sociólogo americano centrado en la microsociología, es decir, la sociología de la situación, del instante que se da entre dos o más personas que se encuentran en la calle, en el tres, en la tienda del pueblo. Su tesis principal: que, ante dicha situación, ambos llevan a cabo una actuación con un objetivo doble:
- el primero: mantener la propia situación, las reglas que ambos dan por sentadas que rigen el contexto en el que se encuentran;
- y segundo, pero igual de importante: presentarse de forma verosímil ante el otro; y por verosímil entendemos de forma coherente tanto con el discurso como con su propia expresión personal.
Manuel Delgado, por otro lado, es antropólogo urbano e ilimitadamente admirado en este blog (El animal público, Sociedades movedizas, El espacio público como ideología, Ciudad líquida, ciudad interrumpida, Elogio del viandante).
El artículo de Delgado empieza situando el objeto de estudio de Goffman: «la interacción, en tanto que determinación recíproca de acciones y de actores, puede ser considerada como un fenómeno en sí mismo y, por tanto, puede ser observada, descrita y analizada». Como ya hemos comentado, para Goffman esta interacción hace que los implicados en ella se comporten como «impostores, falsificadores, practicantes conspicuos de la observación oculta, rastreadores de pistas o, como apuntaba Paolo Fabbri, agentes dobles».
¿El riesgo de no llevar bien a cabo esta acción? La disgregación social, el malestar, el desastre; por ello todos los implicados se convierten «en jugadores profesionales, abocados a una práctica casi convulsiva del farol». La diferencia, sin embargo, es que los jugadores de póker disponen de unas cartas que son las que son; los implicados en la interacción, no.
Los actuantes tienden a dar la impresión de que el aspecto que le dan a su actuación es el que refleja su ser esencial, su auténtica personalidad. Cada interacción no puede representarse sino como auténtica. Es más que la rutina con cada individuo o con cada grupo tienen algo de especial e irrepetible, lo que se consigue acentuando los aspectos espontáneos de la situación. Goffman dedica un amplio comentario en La presentación de la persona en la vida cotidiana sobre lo indefendible de la dicotomía entre la actuación real o sincera, que aparenta ser una respuesta sincera, y la actuación falsa. Entre verdad y mentira hay menor diferencia de la que se pretende. «Aun en manos de actores inexpertos los guiones pueden adquirir vida porque la vida en sí es algo que se representa en su forma dramática».
El estatus que ocupa cada individuo no es algo inmaterial que pueda ser poseído y exhibido, sino una «pauta de conducta apropiada, coherente, embellecida y bien articulada» que muta a cada momento mientras la interacción se va llevando a cabo. Un juego de apariencias nunca terminado. Por ello, precisamente, Goffman da tanta importancia a la metáfora teatral; actores sobre un escenario que jamás dejan de actuar.
La pregunta que se trata de responder en la segunda parte del artículo, por lo tanto: ¿existe una figura real bajo esa apariencia? Y la respuesta de Goffman y Delgado: da igual, porque no podríamos distinguirla.
«Para los pragmatistas y para G.H. Mead y la Escuela de Chicago, la posibilidad y la
realidad del mundo social son inmanentes a la constitución misma del sujeto. Éste
su forma en una dicotomía:
- de un lado el Yo, substrato indiscutible que atestigua la permanencia del ser;
- del otro, la pluralidad del Mi, proyecciones parciales y dispares de ese ser en los roles sociales que actualizan el contacto con los otros. En esa distribución, el self puede ser concebido como un espíritu pragmáticamente orientado hacia la asimilación de experiencias distintas del conjunto de los Mis de un mismo Yo, auténtico y único.»
Para Goffman, en cambio, el individuo es dividido entre un personaje (caracter, en inglés) y un intérprete (performer).
Ni que decir tiene que las personas se relacionan entre sí haciendo acopio de lo mejor que tienen, cancelando una gran parte de los hechos diversos y con frecuencia contradictorios de sus vidas y creando de este modo un orden manejable que quede lo más a salvo posible de las constantes amenazas de la incongruencia y la indeterminación. En ese orden de cosas, todos nos mostramos como lo que se entiende que deberíamos ser. Para ello, la conducta humana se divide siempre en una región frontal y otra posterior al escenario. En la región frontal o delantera se lleva cabo la representación real. En la posterior, a la que no tiene acceso el público, el intérprete puede relajarse y realizar actividades que, si trascendieran, destruirían su reputación o, cuanto menos, dificultarían su capacidad de controlar las situaciones en que se ve mezclado. En cada representación, el personaje ha de mantener por encima de todo la disciplina dramatúrgica, conocer su papel y saber improvisar ante cualquier circunstancia imprevista. En esos casos, el objetivo no es nunca resultar verdadero, sino ante todo ser verosímil. Cada cual trata de jugar a sí mismo, a estar presente sin dejar nunca de estar de algún modo oculto. Todo es realidad y engaño al mismo tiempo y todos, sin excepción, no podemos nunca, como escribía Harvey Sacks titulando un artículo suyo, «dejar de mentir»
«Es ahí que entra en acción la deuda de Goffman con la teoría de Durkheim a propósito del ritual y lo sagrado. Para Goffman, recordémoslo, el ritual es un acto formal, convencionalizado, mediante el cual un individuo refleja su respeto y su consideración por algún objeto de valor último o a su representante». Goffman se inspira en Durkheim al afirmar que el alma de un ser humano específico es una porción de sacralidad, una especie de expresión individualizada de mana. El self del que hablara G.H. Mead no deja de ser la expresión de esta sacralización del alma individual. El ego es ciertamente un dios, un pequeño dios si se quiere, pero un dios que, en tanto que tal, reclama ser honrado constantemente con todo tipo de liturgias. De ahí la atención que Goffman demuestra por el ritual. Se inspira para ello en Durkheim, es cierto, pero también la idea que encontramos en Simmel de que una «esfera ideal rodea a todo individuo», esfera que, diferente en cada cual, no puede ser penetrada sin que la identidad del sujeto quede destruida con ello.
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