El transeúnte y el espacio urbano, Isaac Joseph

Isaac Joseph fue un sociólogo francés, introductor de los trabajos de la Escuela de Chicago en el país, nada menos, y también un estudioso de lo que podríamos llamar microsociología; o, dicho de otro modo, lo que sucede cuando uno sale a la calle. Este El transeúnte y el espacio urbano. Ensayo sobre la dispersión del espacio público (publicado en Francia en 1984, leemos la edición de Gedisa de 2002, traducida por Alberto L. Bixio; el título original era Le Passant Considérable, algo así como «el transeúnte importante» o «el transeúnte notable»). Y de eso precisamente trata el ensayo: sobre la importancia, o lo notable, de la figura de un peatón en plena calle. Se trata de la imagen más representativa tanto del hecho urbano como de lo urbano en sí (mentando a Lefebvre) y, a la vez, una de las más difíciles de aprehender. Consciente de esa complejidad, Joseph ya advierte en los primeros párrafos de que El transeúnte y el espacio urbano no es un ensayo al uso, sino una digresión alrededor de esa figura tan esquiva.

Y, para ello, recorre a tres grandes nombres y viejos conocidos del blog: los de Erving Goffman (al que también dedicó parte de sus estudios y al que le dedicó un libro, Erving Goffman et la microsociologie, en 1998; y del que hemos leído ya La presentación de la persona en la vida cotidiana, Estigma, Los momentos y sus hombres y en breve reseñaremos también Relaciones en público), Georg Simmel («Las grandes urbes y la vida del espíritu«) y la de Gabriel Tarde (de quien aún no hemos reseñado nada, por lo que tendremos que ir pronto a por ello). Más que una reseña al uso, por lo tanto, y siguiendo el ejemplo de Joseph, en este caso nos dejaremos llevar por sus digresiones e iremos comentando algunos de los temas; con citas extensas, por supuesto.

La experiencia primera del espacio público no es la experiencia privada de una crispación existencial –la soledad– frente a la estructural plenitud del mundo. (…) Lo que se nos da es más bien la experiencia de la fluidez de la copresencia y de la conversación, de las pequeñas oposiciones sociales que nos nuestras vacilaciones, la experiencia del excedente de socialidad en su materialidad discursiva. (p. 14)

El espacio público, continúa Joseph, no es orden; la propia dispersión es su esencia.

La dispersión de las escenas tales como las mira la microsociología no equivale ya a la disolución o a la desorganización puesto que dicha dispersión corresponde a la naturaleza misma del espacio público urbano. Pero ella es al mismo tiempo natural y precaria… (p. 19)

Por ello se loa la tarea de la Escuela de Chicago: porque, como comentamos en la entrada anterior, a propósito de The Hobo, de Nels Anderson, los sociólogos de Chicago lo que hicieron fue, siguiendo la batuta de Park, salir a la calle y observar lo que sucedía. O, en palabras de Joseph: «Después de todo, al luchar contra los eugenistas, los sociólogos norteamericanos aprendieron mucho más rápidamente que nosotros a desembarazarse del demonio de Laplace: no hay estado inicial del sistema.» (p. 21)

Es seguro que el «laboratorio urbano» en el que los sociólogos de Chicago observan estos fenómenos de socialización – desocialización no es un terreno como cualquier otro o un terreno de substitución para la antropología repatriada. Y ello es así aunque más no sea porque dicho laboratorio pone en escena tres movilidades. Primera movilidad: el hombre es un ser de locomoción al que los encuentros y las experiencias de copresencia transforman en un enorme ojo. La ciudad instaura el privilegio sociológico de la vista (lo que se hace) sobre el oído (lo que se cuenta), pero al conjugar la diversidad y lo accesible, la ciudad afecta lo visible con un coeficiente de indeterminación y de alarma. Segunda movilidad: el habitante de la ciudad es un ser cuya relación con el lugar que habita es completamente particular; con él la movilidad social y la movilidad residencial se conjugan. El habitante de la ciudad acumula las residencias y se deslocaliza constantemente. La tercera movilidad (…) es la que Simmel llama movilidad sin desplazamiento, la versatilidad del habitante de la ciudad, lo pasado de moda como modo de vida. En el antropólogo hay pues cierta formación urbana que lo impulsa a modificar los registros –clásicos en su disciplina– del espacio y de la cultura y sobre todo lo obligan a captar los fenómenos sociales como sistemas de relaciones deslocalizados y sobredeterminados. (p. 21)

De la suma de estas tres movilidades surge lo que Delgado llamaba el «baile de disfraces«: todo acto de salir a la calle, de atravesar la ciudad, somete al transeúnte a una duermevela, a un espacio liminal, donde es consciente de estar expuesto y juega, por lo tanto, a despistar; no tanto siguiendo la esencia del Goffman de La presentación… (puesto que, recordemos, en ese caso se trataba de actores y de un público, aunque estuviese formado por otros tantos actores), sino en un espacio donde todos son, a la vez, actores y farsantes; y se saben como tales, es más: se espera que sean tales, puesto que la veracidad o la autenticidad serán percibidas, precisamente, como un intento de escamoteo de la realidad.

Por ello, para abordar este hecho, «la formación urbana del investigador requiere una modificación de su mirada que debe ser ante todo ingenua, que debería captar las cosas mismas fascinada por lo social in statu nascendi, como diría Simmel. En definitiva, este movimiento acelera el trabajo de duelo de la sociología estructural y refuerza la tentación literaria», puesto que pocos métodos parecen más cercanos a esta vorágine (que significa pero que no tiene significado, podríamos parafrasear) que la propia forma proteica literaria. Y el investigador debe, por lo tanto, abrirse a nuevas formas de saber: a las derivas, las afinidades, los intereses (pone como ejemplo la solidez de las relaciones en los grupos de mafiosos analizados por F. Ianni), cada uno de ellos como un campo propio que se abre. «Por lo demás, no hay territorio sin proclamación, territorio que no esté marcado por ceremonias de territorialización, por ritos o por autoproclamaciones que palían la falta de legitimidad simbólica de la relación en virtud de un énfasis y de una grandilocuencia ornamentales.» (p. 27)

Si la ciudad, con su «intensificación de la vida nerviosa» (Simmel) fuerza al ciudadano a una actitud hastiada, blaśe, basada en el interés, puesto que es la única variable viable, sumado a la posibilidad constante de la invasión de la persona o de la privacidad, se llega a «la mundanidad», a una forma artificiosa de expresión basadas en dos técnicas de comunicación: «el arte de las apariencias (la cortesía como máscara de la indiferencia, la reserva como prevención contra la dispersión) y la palabra de circunstancias» (p. 29; los destacados son del autor).

Entonces, ¿no son acaso las sociedades urbanas más que templos del simulacro, de falsas apariencias? (…) Pero ocurre que la microsociología elaboró dos discursos que se proponen transcribir minuciosamente la riqueza de las civilidades urbanas, no sólo su diversidad tornasolada, sino también su positividad ética.

(…) El primer discurso, el análisis dramatúrgico de la vida cotidiana, tiene por objeto el análisis de las apariencias y su función social. El habitante de la ciudad es, en efecto, un comediógrafo que inventa formas sociales, pequeñas interacciones, escenas que son otros tantos jirones de socialidad perdida. (…) Se muestra siempre vacilante, embarazado, pues ha perdido su partitura. Lo que importa entonces es establecer su convicción. El habitante de la ciudad es también un actor; pero un actor es mucho más que un intérprete. Es alguien que sabe o que ha llegado a saber desempeñarse en varios escenarios, que debe por lo tanto saber integrar las situaciones y definir cada una de ellas en su propiedad. (…) Toda la obra de Goffman y de los interaccionistas sobre el espacio público gira alrededor de esta doble exigencia o paradoja: ¿cómo combinar la integración de las situaciones y la integración individual? ¿Cómo se puede decir de una palabra de circunstancia que «respeta a los demás y a uno mismo»? (…)

El segundo discurso, el microanálisis y la etnografía de la comunicación, se ocupa de las características de la palabra de circunstancias, (…) de actuaciones comunicativas, de formas del espacio del diálogo (…), todas las formas discursivas que forman parte de una antropología pragmática en el sentido que la entendía Kant, es decir, como descripción y análisis de un mundo de apariencias concertadas, en el cual reina un consenso sobre el engaño, en el cual todos son embaucados y en el cual en efecto yerran los que no son embaucados. (p. 29-31).

A partir de ahí, el ensayo se abre en distintos capítulos que van encadenando aspectos del análisis de lo social. El segundo, «Actualidad», trata precisamente de la importancia del periodismo como análisis de lo urbano; «el periodismo es la prehistoria de la antropología urbana» (p. 39), el medio en el cual se plasman, en la ciudad, el chisme o el cuchicheo de la aldea. Medio que, tal vez hoy, haya sido substituido por las redes sociales.

Capítulo 3, «Rostros»:

Una gran ciudad sólo es un laboratorio de la socialidad si hace del organismo urbano algo muy particular, algo hecho de lugares llenos de huecos, como una esponja que capta y rechaza fluidos y que modifica constantemente los límites de sus cavidades. De manera que un espacio público no puede definirse por su excentricidad –por el contrario, puede caracterizarse por su excentricidad–, sino que sólo puede definirse por su función de suprimir enclaves. (p. 45)

«Un espacio público es, pues, un espacio en el que el intruso es aceptado, por más que éste no haya encontrado todavía su lugar y por más que no «haya abandonado su libertad de ir y venir» (Simmel). Definir una situación como pública es asignar el derecho de ser desatendido y asignárselo a todos. […] Todo acontecimiento susceptible de producirse dentro de ese marco [frame], todo encuentro, debe pues comprenderse partiendo del funcionamiento de la membrana que asegura su composición interna.» (p. 46)

Un suceso microsociológico es siempre una aventura, diría Simmel, algo que estaría en el límite de lo esencial y de lo accidental. Hay que arrebatar el interaccionismo a la filosofía de la máscara. La esencia se manifiesta, no en la apariencia, sino en la ocasión, por eso el modo del suceso, del evento, es lo problemático. Pero todavía debemos precisar el sentido de esta proposición que puede querer decir dos cosas diferentes: o bien que una relación social se manifiesta en una interacción en la forma de un problema y entonces la microsociología se convierte, al precio de una serie de mediaciones, en un apéndice de la sociología estructural; o bien, que el suceso no es solamente problemático, sino problematizante, es decir, que atañe a fenómenos que no se dejan deducir de una esencia. Fenómenos que son su realidad en acto, no solamente la carne sino el verbo mismo de la socialidad, su infinitivo corriente. (p. 61, los destacados son del autor).

Capítulo 4, «Precariedad». «Lo que interesa a Tarde, Simmel o Goffman es la dimensión antropológicamente inestable de lo social, la permanencia de lo precario.» (p. 66). Y, más adelante:

Lo esencial de la microsociología del espacio público está en una estética de la asociación: enmarañamientos, superposiciones, redes, haces, círculos… Otras tantas formas que mantienen el discurso del espacio público más acá de un cuerpo conceptual y más acá de una teoría descriptiva. Las metáforas funcionan entonces como índice de un análisis futuro que permanece vacío, al que todavía le falta algo y al que siempre le faltará algo, como si las metáforas fueran indicaciones de una precariedad en el pensamiento. (p. 66-67).

El capítulo 6, «Rutinas», ahonda en las formas de comunicación en entornos más concretos (más Goffman en La presentación…, vaya): la importancia del chisme o el rumor como sonda sobre lo social, los límites de lo pertinente.

Capítulo 7, «Reserva». «El interaccionismo surgido de los trabajos de Simmel, Schutz y Mead es de esta manera un pensamiento de la precariedad de lo social. El interaccionismo puede organizarse alrededor de esta fórmula de Goffman: «El problema está en saber manipular la tensión que engendran las relaciones sociales.» (p. 104)

Capítulo 8, «Doble lenguaje».

En cuanto a lo esencial, la primera antropología urbana fue el estudio de las formas elementales de la vida subterránea. Sus primeros milagros eran los de los barrios bajos. En Francia, donde el retorno de los antropólogos al hexágono, a fines de la década de 1960, fue contemporáneo de una crisis de la disciplina misma, perdura la desconfianza respecto de lo que se manifestaba como el dominio de predilección de una antropología fustigada, que había quedado agotada por el fin de los primitivos y que estaba en busca de un laboratorio de substitución. Hay que reconocer que los antropólogos norteamericanos tuvieron más suerte: lo que para nosotros parecía un exotismo repatriado es en ellos un elemento de la memoria de su disciplina. Forma parte integrante del patrimonio de la ciudad norteamericana, de la ciudad laboratorio. (p. 113)

En ese centro urbano norteamericano (downtown), tan cercano a los guetos (el underground), es donde se hallan las cuatro figuras por las que la antropología urbana naciente se interesa: el emigrante, el cosmpolita, el timador, el sacerdote. La figura marginal será la esencia de la Escuela de Chicago; el hobo, por lo pronto, es como mínimo tres de esas cuatro figuras (emigrante, cosmopolita, timador cuando la situación lo requiere; sacerdote, tal vez, de sus propias narraciones y encuentros). «En cuanto al sacerdote, ciertamente está presente –sí, a menudo es el antropólogo–, es el experto en «pequeñas veneraciones» que transformará la menor brizna de paja en tabla de salvación.» (p. 114)

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

Antropología urbana, Amalia Signorelli

Si recuerdan, antes de sumergirnos en la lectura de dos obras enormes y esenciales para comprender el papel de las ciudades en nuestra sociedad como son La producción del espacio de Henri Lefebvre y La sociedad red de Manuel Castells, uno de los temas que nos rondaba la mente era la diferencia entre la sociología y la antropología urbanas o, siendo más precisos, cuál era el objeto concreto de la última. Reflexionamos acerca de ello a propósito de las lecturas de Francisco Javier Ullán de la Rosa Sociología urbana, de Antropología urbana de Josepa Cucó y de La ciudad desdibujada de Francisco Monge.

La lectura de Antopología urbana, de Amalia Signorelli, llega por lo tanto en un momento perfecto. Amalia Signorelli fue una antropóloga italiana recientemente fallecida, en 2017. Estudió numerosos temas, entre los cuales los movimientos migratorios, de desposesión, la situación de la mujer o las redes clientelares de la mafia en su Italia natal. Antropología urbana está dividido en tres partes bien diferenciadas: Problemas, que detalla de forma concienzuda y directa los principales puntos que, a tenor de la autora, la antropología debe estudiar, y que en el blog suscribimos de pe a pa; A la búsqueda de un paradigma, donde da un repaso a la historia de la antropología urbana; y A la búsqueda de un objeto: casos de estudio donde pone en práctica su tesis de que la antropología se hace en la calle, observando el mundo que nos rodea, y por lo tanto expone diversos casos sucedidos en Italia y las reflexiones que suscitan.

Considero que la antropología urbana tiene una tarea distinta: se trata de ocuparse de concepciones del mundo y de la vida, de sistemas cognoscitivo-valorativos elaborados en y por contextos urbanos; contextos industriales y postindustriales, capitalistas o poscolonialistas o posreal socialistas o más bien globalizados y a punto de ser virtualizados. (p. 10)

Signorelli huye en parte de la visión ecológica de la ciudad que proviene sobre todo de la Escuela de Chicago, para quienes la urbe era una variable en sí misma. «También Castells ha estado entre los más severos críticos de la hipótesis ecologista, señalando cómo son las relaciones sociales y particularmente las relaciones de producción las que determinan las ciudades y no viceversa.» Y pone un ejemplo muy pertinente: cuando el Coliseo se convirtió en una rotonda alrededor de la cual giraba el tráfico romano y estalló la polémica. Si tanto el Coliseo como el interior de cualquier otra rotonda son de construcción humana, ¿por qué esa diferencia entre uno y otro? «Lo cual nos autoriza a pensar que los sujetos implicados perciben el Coliseo como algo diferente de un arriate [que hay en el interior de una glorieta]». Con las ciudades sucede algo similar: producidas por los seres humanos, «¿cómo entran en los procesos de producción y reproducción de la condición humana?»

El primer polo de reflexión es la diversidad: la antropología se ocupa del otro. El gran problema de «el otro» es que a menudo va acompañado por una jerarquía: el otro no es como yo o como los nuestros, por lo tanto es distinto, es inferior («¿existirían los diferentes si no fueran otros a pensarlos, a verlos, a tratarlos como diferentes?»). En esta discusión la ciudad tienen un papel relevante, porque no en vano ha sido considerada mayoritariamente la «cúspide»; y por ello se habla de «personas civilizadas» o, contrariamente, de «villanos».

Las ciudades lidian con la diversidad en sus muchas formas. Un ejemplo de Signorelli: los metros de París y de México. El primero da por sentado que sus usuarios son alfabetizados; el segundo es consciente de que una mayoría no lo son; por lo tanto, junto a los carteles con los nombres de las estaciones, cada una de ellas dispone de un símbolo para que todos se puedan orientar. Eso nos da la señal de que el número de analfabetos en Mexico DF es mayor que en París; pero también la forma de lidiar con ambas diversidades es diferente. En París, el analfabeto se sabe minoría; y la única forma de paliarlo es alfabetizarse. En Mexico, el analfabeto se sabe parte de un grupo que es tenido en cuenta y, por lo tanto, la ciudad «juega un papel importante en la persistencia del analfabetismo».

Por lo tanto, la diversidad es:

  • relacional, en relación al contexto social en que se da;
  • jerarquizante;
  • relativa, porque depende del contexto;
  • y dinámica, porque «no nacemos diversos sino que somos producidos como tales.»

Ya destacó Simmel, y lo recogió la Escuela de Chicago, la necesidad del urbanita de «entrar y salir continuamente de una multiplicidad de papeles diversos para poder entrar y salir de relaciones sociales numerosas, breves y superficiales, pero ineludibles». Para Simmel, los urbanitas compartían una actitud blasé, eran personalidad frías y despegadas, poco dadas a participar (lo vimos en «Las grandes urbes y la vida del espíritu«), mientras que para Park las afinidades se daban en personas que compartían un mismo sistema de valores. Para autores como Sennet o Jacobs, la diversidad es el rasgo principal de la ciudad.

Amalia Signorelli

Por ello, para Signorelli está claro que el objeto de la antropología es «el problema del estatus del otro, de su diferencia y su semejanza». Precisamente por eso, cuando nació la antropología, durante el sigo XIX, y lo hizo dentro de un paradigma, el evolucionista, tuvo que «inventarse» una figura: la del salvaje. En ese siglo aún era posible encontrarlos en islas remotas o paraísos alejados del hombre occidental; y por ello la etnografía tuvo tal repercusión, obviando, sin embargo, que estos «salvajes» o «arcaicos» vivían en una especie de presente atemporal, alejados de los cambios que la llegada del estudioso o etnógrafo, o incluso de las sociedades que los rodeaban, generaban. En definitiva, más que existir, eran «producidos».

Un poco de ahí, también, de esa arcadia original, surge la concepción de la ciudad como la sucesión del campo. Por eso cuando la ciudad se volvió industrial y parecía un monstruo «omnívoro que engullía cualquier aportación y la reelaboraba para entregarla plasmada según sus modalidades» se vio el retorno al campo como una vuelta al pasado, a un mundo tradicional que se había perdido. De ahí, en parte, el auge de la ciudad jardín o del suburbio americano. Si en Europa ha pesado la tradición histórica, en América a su ausencia se han sumado otros muchos rasgos: la mezcla entre los deseos individuales y de grupo, la historicidad rural y campesina de la mayoría de los inmigrantes con la necesidad de integración en una ciudad o como poco una civilización dedicada a las máquinas, la presencia constante de los «salvajes», indios primero y negros después.

«…las ciudades han sido siempre el punto de máxima tensión de todo el sistema social, a causa de la marcada división del trabajo que las caracteriza, de la interdependencia de las funciones y del antagonismo de los intereses que de ellas derivan». (p. 37)

Huyendo de conceptos biológicos o evolutivos y teniendo en cuenta que la ciudad es una construcción humana, Signorelli lo tiene claro: «el parámetro para un juicio alrededor de la metrópolis no puede ser de ningún modo buscado en la naturaleza, sino en la historia». Es decir: en el hecho de que la ciudad, cuando ha representado una oportunidad, lo ha hecho siempre más para unos que para otros. Así se inicia el segundo gran polo de la ciudad: el conflicto. La ciudad ha sido el gran lugar de la creatividad y el progreso; pero también de la explotación de unos sobre otros. ¿Son inseparables?, se pregunta Signorelli. Y resitúa la pregunta a una más concreta: el estudio de la aceptación de los dominados y cómo reaccionan a dicho dominio. No es sorprendente que, a lo largo de la historia, los oprimidos que se han organizado para luchar contra la opresión sean casos contados; pero tampoco es ese el objetivo del libro, sino descubrir cuál es el papel de la ciudad en dicho proceso.

La respuesta transita también la función espacial: no es necesario recurrir a Lefebvre para desentrañar que la clase dominante siempre ocupa un espacio preeminente en la ciudad y que además posee, en general, la mayor parte del espacio. Por eso, Signorelli destaca tres criterios en la relación entre espacio y grupo social:

  • el económico, que trata de las interdependencias entre la situación espacial de un grupo y su participación en los procesos de producción;
  • sociológico, que trata de las interdependencias entre la situación espacial de un grupo y su papel en la dinámica social;
  • el antropológico, entre la situación espacial de un grupo y la construcción de su identidad en términos culturales.

La llegada de la ciudad industrial, con sus muchos efectos nocivos sobre los ciudadanos, tuvo sin embargo el efecto de convertir a los trabajadores en asalariados: es decir, en convertirlos en «una parte indispensable del proceso productivo» y además «en clase dotada de conciencia de clase». Estos valores se fueron perdiendo con el paso a las ciudades postindustriales y la crisis por parte de «las clases subalternas urbanas cuyo eje era precisamente el valor del trabajo y el trabajo como valor». Algo similar leímos en La cultura de los suburbios, donde los hijos de los inmigrantes llegados a Francia cuestionaban la elección de sus padres de trabajar duramente porque no les había supuesto mayor beneficio que seguir siendo explotados o vivir en situación precaria.

De hecho, Signorelli denuncia que no puede «construir su propia identidad» quien tiene que luchar por salir adelante, quien paga un precio estratosférico por tener una vivienda o quien tiene que peregrinar de servicio social en servicio social; y también las nuevas formas de explotación sobre los ciudadanos como la propiedad inmobiliaria o la prestación de servicios muy por debajo de unos estándares determinados.

El tercer gran polo de reflexión es la dicotomía entre el espacio abstracto y el espacio concreto. El espacio nunca es neutro: disponer de espacio es disponer de libertad. Sin ir muy lejos, pensemos en el confinamiento que acabamos de pasar y la diferencia entre vivirlo en una mansión con hectáreas de jardín o en un minipiso de 30 metros cuadrados sin balcón. O el ejemplo más dañino: el máximo castigo de nuestra sociedad es la privación de transitar el espacio: la cárcel. El espacio es un recurso.

A partir de aquí, ¿cómo se define si un espacio es bueno o malo? El racionalismo lo intentó con sol, aire libre y vegetación; de un modo similar, la antropología funcionalista (Malinowsky) consideró que «todo sistema social, de todas las sociedades, pudiese ser explicado como sistema de respuestas a las necesidades biológicas primarias». Pero esto no explica hechos básicos como «la diferenciación y subordinación; es decir, el cambio y el conflicto».

El control de todo recurso lleva aparejada una fuente de poder: ya sea el agua, la comida o el espacio. Vemos ejemplos de ello en las primeras ciudades mesopotámicas construidas en zigurat donde el templo y el palacio estaban en las capas superiores, desde las que se divisaba toda la ciudad, y su acceso estaba limitado a la familia real y los sacerdotes. La distribución espacial implica la distribución del poder, y por ello en todas las sociedades siempre va acompañada de una serie de significaciones y de un aprendizaje cultural necesario para reconocer los códigos: a cada casta o grupo le corresponden espacios distintos.

Este proceso de aprendizaje está tan imbuido en nuestra cultura que se convierte en una «evidencia dóxica» (en palabras de Bordieu), algo tan elemental que olvidamos sus raíces históricas y nos parece un hecho natural. Signorelli da el ejemplo de cómo es la distribución espacial de muchas ciudades italianas, pero no hace falta ir hasta él: piensen si acaso en las ciudades satélite o de cualquier extrarradio de una ciudad y la facilidad con que reconocemos el tipo de personas que la habitan con solo una mirada.

Los edificios e incluso hogares se proyectan de un modo u otro en función de gran cantidad de factores pero se da la distinción de que una gran parte de la población jamás forma parte de este proceso: las clases medias y bajas no pueden escoger la tipología de su hábitat más allá de diferencias menores como si tendrá dos o tres habitaciones o será un primero o un quinto. La vida privada de esas personas o familias se lleva a cabo constreida en unas tipologías determinadas que se pueden modificar sólo hasta cierto extremo; y no entremos en la vorágine consumista que aún limita y homogeneiza más todos los espacios. Por contra, las clases dominantes no sólo tienen acceso a la construcción o cierto designio sobre sus hábitats, sino también de los «grandes espacios escenográficos capaces de expresar, imponer y legitimar al mismo tiempo un poder y su ideología»: la plaza San Pedro y la Pennsylvania Avenue (Castells) pero también las instituciones totales como colegios, cuarteles, hospitales o asilos (Foucault).

Todo ello lleva a Signorelli a hablar del espacio abstracto del arquitecto o el proyectista y del espacio concreto de quien reside en esos lugares. El primero es euclidiano, divisible, geométrico; el segundo, «una esfera en el interior de la cual él se mueve y que en cierto modo se mueve con él, se modifica en el curso y a causa de sus cambios.»

La siguiente parte del libro rastrea en los orígenes e historia de la antropología urbana y empieza por la Escuela de Chicago, cuyos integrantes publicaron grandes monografías pero carecieron, en general, de una teoría a la altura que estudiase las ciudades como fenómeno social y no como un lugar donde sucedían hechos. «…no les interesa tanto cómo y por qué la inmigración ha hecho crecer las ciudades sino qué han hecho las ciudades con los inmigrantes». De hecho, esto tiene que ver con lo que verdaderamente era esencial para los de Chicago: los estudios de campo. Escogían un entorno y se iban para allá a descubrir y narrar lo que estaba sucediendo en Little Italy, el North Side de Chicago o en Greenwich Village de Nueva York.

La batuta de la Escuela de Chicago no se recogió en los Estados Unidos hasta los años 50 y 60, cuando surgió una nueva antropología urbana dividida en dos corrientes: la antropología en la ciudad o la antropología de la ciudad. La antropología en la ciudad estudió, en general, cómo las formas de familia y parentesco en entornos urbanos no quedaban destruidas sino que se «rediseñan y se refuncionalizan hasta constituirse en elementos importantes no sólo de las vías de integración de los inmigrantes sino también del proceso entero de reestructuración que a causa de la inmigración sufre la misma ciudad». La antropología de la ciudad, en cambio, colocaba a la ciudad en el punto de mira, «como realidad espacial y social que genera y condiciona actitudes y comportamientos» o bien la que está constituida por dichas actitudes y comportamientos. Esta segunda visión parte de la idea de que la división del trabajo se separa de los vínculos de sexo y edad «y tiende más a estructurarse y articularse económicamente».

Si en Estados Unidos la antropología urbana se radicaba en las grandes ciudades, en Inglaterra lo hace entorno a la colonización. Se trata, clar, del Rhodes-Livingstone Institute de Lusaka, conocidos como la Escuela de Manchester por el motivo de que su segundo (y más conocido) director, Max Gluckmann, se transfirió a la Universidad de Manchester. A finales de la segunda guerra mundial, el Cinturón del Cobre africano se convirtió en el foco de atención del Instituto debido a la gran cantidad de inmigrante que pasaba de entornos rurales a urbanos. Aquí, Signorelli echa de menos una reflexión por parte de los estudiosos del Instituto sobre los efectos que la colonización estaba teniendo en distintos lugares, ya que se centraron sólo en los efectos y consecuencias en las ciudades donde la población no paraba de crecer. «Al final de la lectura de las monografías de la Escuela de Manchester, el lector tiene la impresión de haber visitado una curiosa África, donde están los trenes y la minería, pero no los hombres blancos.»

Es muy importante una de las conclusiones más generales de las investigaciones del Rhodes Livingstone Institute: que el comportamiento de los inmigrantes es siempre un comportamiento activo, que es guiado por elecciones, administrado según estrategias conscientemente adoptadas y, por lo tanto, de alguna forma innovador. Pero permanece el hecho de que la falta de análisis del contexto, el aislamiento artificioso en que la situación de los inmigrantes es colocada, hace aparecer sus elecciones más libres y dotadas de poder de lo que son en realidad. (p. 76)

En Francia, en cambio, dominó el estructuralismo. Lévi-Strauss hizo una distinción entre sociedades frías y sociedades calientes; las primeras, gobernadas por reglas mecánicas y un importante mantenimiento del estado inicial, y las segundas, muy mutables, caracterizadas por un modelo termodinámico; la antropología debe estudiar las sociedades frías para tratar de encontrar en ellas «las estructuras elementales y fundamentales de la vida humana». Hubo estudiosos en Francia, sin embargo, que no compartieron esta tesis, como Balandier al afirmar que «también en las sociedades africanas, tensiones y conflictos nacen de desigualdades y de formas de opresión que son estructurales en el sentido que estructuran las sociedades, incluso las sociedades tribales.» El poder puede estar y fundarse en el monopolio de las relaciones de parentesco o «del capital mítico o ideológico de un grupo». Otro de los conceptos de Balandier que destaca Signorelli es el de «poscolonial»; pues con sólo una palabra se refiere a todo el entramado histórico y económico de dominación ejercido por un país o potencia sobre otro y da a entender que, sea cual sea el resultado en el país o ciudad poscolonial, este habrá tenido que lidiar con esa situación histórica.

Los siguientes nombres son Chombart de Lauwe (del que ya hablamos aquí) y Henri Lefebvre (El derecho a la ciudad, La producción del espacio). En La vie quotidienne des familles ouvrières (1956), de Lauwe analizó las relaciones entre distintos aspectos de la vida cotidiana y los modelos culturales de las familias francesas obreras, con elementos innovadores para la época como la idea de que las relaciones entre los grandes grupos sociales y entre esos y el ambiente deben ser estudiadas «a partir de las vivencias cotidianas de los sujetos». Se llegaba a ello mediante «la implicación de los investigadores en los ambientes que estudiaban.»

Signorelli acaba la lista con Althabe y Néstor García Canclini; del primero destaca su voluntad de ser consciente del vínculo que se establece entre el antropólogo y los sujetos que estudia; y de ambos, sus estudios sobre la «producción de la ciudad» en las prácticas de los habitantes.

El fin de las ciudades es un tema propuesto siempre, más frecuente en los últimos años. Se presta a infinitas variaciones, más o menos inspiradas en la ciencia ficción; más allá de las cuales, sin embargo, es un tema que todavía merece que se reflexione críticamente sobre él. Según algunos autores, cuando las ciudades crecen a la dimensión de metrópoli, o de megalópolis, tienden, justamente a causa de las dimensiones, a transformarse en aglomerados que tienen poco o nada de urbano: empezando por el imaginario de los habitantes, que ya no las perciben unitariamente y menos aún pueden experimentarlas como realidades unitarias. Estas infinitas extensiones de construcción atravesadas por autopistas urbanas, no tendrían nada que pudiera distinguirlas unas de otras, que les diese una identidad; y, por lo tanto, ya no podrían ser a su vez, matrices de identidad (Sennet, 1992). Sin embargo, justo las investigaciones de Canclini y de otros antropólogos latinoamericanos muestran cómo la imaginación de las nuevas tecnologías, alimentándose recíprocamente, ofrece al menos algunas alternativas al antiguo paseo por la avenida principal, produciendo no la desaparición de la ciudad, sino nuevas prácticas y nuevos imaginarios urbanos, a veces, pero no siempre violentos y dramáticos (Canclini, Nivón, Safa, 1993; Martín Barbero, 1993; Herrén, 1993). (p. 85)

Nos viene a la mente las palabras de Félix de Azúa y otros intelectuales en La arquitectura de la no-ciudad, tratando de hallar las nuevas formas de megalópolis y su representación que surgirán en el futuro. Signorelli da crédito a estas ideas sólo de forma tangencial: por un lado destaca que las ciudades están perdiendo habitantes, al menos en Occidente (dato que ella misma desmiente luego a pie de página al decir que otros estudios muestran que tal vez la pérdida de habitantes se estaba invirtiendo, como efectivamente sucedió). Sin embargo, sí que ve en las nuevas formas urbanas una serie de tendencias que podríamos englobar en postmodernas (pese a que la autora no utilice esa palabra): preferencia por la descentralización ante la centralización, formas de vida y organización pequeñas frente a las de gran escala, actividad económica informal frente a la formal…

«En la sociedad industrial, los sujetos decidían su residencia, su identificación con un lugar en base justamente al trabajo y a su propia pertenencia originaria». Los nuevos contextos permiten «asumir identidades flexibles»; ya hemos visto los valores que van asociados, por ejemplo, a cada barrio gentrificado, donde, dentro de una homogeinización, se permite la pervivencia de unos pocos factores individuales. La elección de la vivienda en la ciudad, cuando es posible, se hace en función a estos valores, a lo que indica de cada uno de nosotros dónde radica nuestra vivienda. Otra forma, extrema si acaso, de esta elección serían las «gated communities«, espacios cerrados donde se ha primado la seguridad sobre todos los otros factores.

Signorelli acaba el capítulo alertando de «las modas culturales», que han dejado de ser elitistas para ser de masas, tienen una difusión capilar a veces planetaria y una obsolescencia muy rápida. «Consideraría estúpida una antropología que, por juzgarlas como fenómenos efímeros y superficiales, no las considerase como posibles objetos de estudio.»

El urbanismo como forma de vida, Louis Wirth

Leer la ciudad. Ensayos de Antropología Urbana es una recopilación de artículos sobre la materia seleccionados por Mercedes Fernández-Martorell, Doctora en Antropología Social y profesora de Antropología Urbana, y editados en 1988. Los siete artículos se dividen en tres grupos temáticos:

  • los dos primeros tratan sobre el urbanismo: «El urbanismo como forma de vida», de Louis Wirth, que reseñaremos a continuación, y «Génesis y evolución de una aldea urbana», de Jacques Barou, donde analiza la tipología de las residencias en un barrio pescador de Marsella y la importancia que dan a la figura del patio, que les permite un paso fluido de las zonas privadas a las zonas públicas, creando espacios semipúblicos-semiprivados donde se da la vida social, similares a los que propondrá luego Jan Gehl en su Ciudades para la gente;
  • los tres siguientes, sobre las categorías socioculturales en la ciudad: «Una noche en la Ópera», de Gary W. McDonogh, analiza la figura del Liceo de Barcelona como sede de la alta sociedad y su significación simbólica; «Modernidad y aculturaciones. En torno a los trabajadores emigrados», de Dominique Schnapper, estudia el papel de los emigrados en París y su adaptación al entorno, así como la emulación sociocultural que hacen de su país; «Precio del novio en la India urbana: clase, casta y «mal de la dote» entre los cristianos de Madrás», de Lionel Caplan, recorre el tema de la dote en la ciudad India y las conexiones sociales y familiares que crea;
  • finalmente, dos artículos que giran alrededor del análisis del medio urbano, el primero respecto a las redes, «Análisis de red», de Norman E. Whitten, Jr. y Alvin W. Wolfe, y «Aspectos organizativos y cognitivos del razonamiento del diagnóstico médico», Aaron V. Cicourel.

Seis de los siete artículos se centran en aspectos concretos que se dan en grupos diversos de la ciudad; algo a lo que no hemos prestado excesiva atención en el blog, motivo por el que no los reseñamos en profundidad. Sin embargo, su lectura suscita, una vez más, una pregunta que lleva tiempo persiguiéndonos: ¿qué es la antropología urbana? Disciplina pequeña nacida en los 60, en cuanto el término «urbano» se volvió omnipresente, como destacaba Josepa Cucó en la introducción de su Antropología Urbana, todo puede ser estudiado desde el prisma de esta disciplina. Por ahora nos parece que la mejor definición la ha dado Lluís Duch en su monumental Antropología de la ciudad: la antropología es el estudio de la cultura de las personas; por lo tanto, la antropología urbana es el estudio de la cultura urbana en la que habitan las personas que habitan lo urbano. Pero eso, en un mundo globalizado de ciudades, valga la redundancia, globales, donde los flujos del capital, del turismo o de las movilizaciones de personas no cesan, lo incluye prácticamente todo.

El objeto de estudio de estos artículos es más pequeño: trata de hallar lo general a partir de lo específico de los casos: la cultura de la que provienen los norteafricanos trasladados al barrio pescador de Marsella, reproducida en la tipología de casas que deciden / pueden habitar en su nuevo entorno. En esa mezcla se encuentran las dos culturas, la de origen y la de destino; y ese grupo social las engloba a las dos, en una mezcolanza propia que los describe y también les proporciona el marco cultural en el que se moverán. Eso es, innegablemente, antropología. Luego, los estudios sobre flujos, gentrificación, vacíos urbanos, smart cities, configuración del espacio, etc., a que prestamos tanta atención en el blog… ¿son también antropología urbana? ¿Nos estamos desviando? El inconveniente de ser nuevos en la temática es que no conocemos exactamente el camino a recorrer, si es que lo hay; la ventaja es que vagamos sin rumbo, prestando atención a lo que nos llama y atrae, sin pretensiones y disfrutando del camino. Gracias a ustedes por acompañarnos, y perdónennos la reflexión.

Sin más, pasamos al artículo de Wirth. «El urbanismo como forma de vida» («Urbanism as a Way of Life») publicado en 1938, es uno de los artículos más famosos de la sociología y antropología urbanas. En él, Wirth, estudioso de la Escuela de Chicago, que llevaba ya años en el departamento y había publicado, por ejemplo, The Guetto, trata de hallar una definición del urbanismo y de qué es una ciudad desde la sociología. «Una definición de la ciudad sociológicamente válida ha de diferenciar los elementos del urbanismo que la delimitan como forma de agrupación distintiva de la vida humana. Considerar urbana una comunidad basándose sólo en el número de habitantes es claramente arbitrario.» Recordemos que la población de Chicago había crecido de forma extraordinaria en muy poco tiempo y su ciudad se había dividido en zonas en función de diversos factores: la clase social, por supuesto, o la religión, pero sobre todo la procedencia de los muchos grupos de inmigrantes llegados. La Escuela de Chicago trató de analizar sus interacciones mediante la ecología humana, una disciplina que seguía en parte la teoría de la evolución y que veía a los distintos grupos como contendientes por el espacio en una pugna que los iba integrando a una especie de cultura mayoritaria (blanca y WASP, por supuesto, y de ahí saldrán luego las críticas a la Escuela de Chicago) mientras nuevos grupos entraban a la palestra.

Una definición sociológica debe ser evidentemente lo bastante amplia para incluir las características esenciales que tienen en común estos diferentes tipos de ciudades como entidades sociales, pero no puede ser, claro, tan detallada que incluya todas las variaciones correspondientes a las diversas clases de ciudades que hemos enumerado. Es de suponer que haya algunas características urbanas más significativas en el sentido de que condicionan más que otras el carácter de la vida urbana, y es de suponer que los rasgos sobresalientes del escenario social urbano varíen según el número de habitantes, la densidad y las diferencias en el tipo funcional de ciudades. Además, podemos suponer que la vida rural llevará el sello del urbanismo en la medida en que, por el contacto y la comunicación, caiga bajo la influencia de las ciudades.

Lo que lleva a la definición clásica que dio:

A efectos sociológicos puede definirse una ciudad como un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos.

Wirth trata de avanzar hacia una teoría del urbanismo mediante esas tres variables: tamaño, densidad y heterogeneidad. El tamaño, donde cita tanto a Weber como a Simmel, implica que la ciudad es demasiado grande para conocer a todo el mundo, por lo que las relaciones se dan «en papeles sumamente segmentarios». «Es indudable que los contactos de la ciudad pueden ser directos, pero son sin embargo impersonales, superficiales, transitorios y segmentarios. La reserva, la indiferencia y esa expresión de estar de vuelta de todo que se manifiestan los urbanitas en sus relaciones pueden considerarse por tanto instrumentos para inmunizarse frente a las expectativas y pretensiones personales de otros.» Oímos ecos de Simmel en estas palabras, por supuesto, pero también de la anomia de Durkheim, como el propio Wirth cita: «En consecuencia, el individuo gana, por una parte, un cierto grado de emancipación o libertad respecto a los controles emotivos y personales de grupos íntimos, y pierde, por otra, la autoexpresión espontánea, la moralidad y el sentido de participación que aporta el vivir en una sociedad integrada».

La densidad lo lleva a hablar de la ecología urbana. «Estamos expuestos a tremendos contrastes de esplendor y miseria, de riqueza y pobreza, inteligencia e ignorancia, orden y caos. La rivalidad por el espacio es grande, y por ello cada área tiende en general a utilizarse para el fin que proporciona mayor beneficio económico. El lugar de trabajo tiende a disociarse del de residencia, pues la proximidad de establecimientos comerciales e industriales hace que un área deje de ser deseable, económica y socialmente para fines residenciales.»

La heterogeneidad sirve para explicar «el refinamiento y el cosmopolitismo del urbanita»; de igual modo que las fábricas producen en serie, las personas consumen en serie, se rigen por sus intereses económicos, más que sociales: «el nexo pecuniario que entraña el hecho de que se compren servicios y artículos ha ido desplazando las relaciones personales como base de asociación». «Para que el individuo participe de algún modo en la vida social, política y económica de la ciudad, ha de subordinar parte de su individualidad a las exigencias de la comunidad más amplia, y en esa medida sumergirse en los movimientos de masas.»

Basándose en estas tres variables, Wirth aborda el urbanismo desde tres puntos de vista interrelacionados:

  • como estructura física con una base de población, una tecnología y un orden ecológico; por ejemplo, la diversidad étnica en las ciudades de Estados Unidos, lo que lleva a que una característica esencial de los urbanitas es «la disimilitud respecto a sus conciudadanos» y a la organización de los diversos grupos;
  • como forma de organización social: pujanza de las relaciones secundarias frente a las primarias, debilitamiento de los lazos de parentesco… «Lo que los servicios comunales no le proporcionan el urbanita ha de comprarlo y no hay prácticamente una sola necesidad humana que no haya explotado el comercialismo. (…) El urbanita, al verse reducido a un estado de práctica impotencia como individuo, ha de procurar unirse con otros de intereses afines en grupos organizados para alcanzar sus objetivos.»
  • como una serie de actitudes e ideas, conductas y mecanismos de control social: el urbanita se expresa y desarrolla su personalidad mediante «grupos de afiliación voluntaria», aunque esto, que no dejan de ser lazos tenues, segmentados, llevan a que el «desequilibrio mental, las crisis, el suicidio… abunden más en la comunidad urbana que la rural». «Como los vínculos de parentesco concretos no son eficaces creamos grupos de parentesco ficticios. Como desparece la unidad territorial como base de solidaridad social creamos unidades de intereses. Y mientras la ciudad como comunidad se disuelve en una serie de relaciones segmentarias tenues superpuestas a una base territorial con centro definido pero sin periferia definida y una división del trabajo que trasciende ostensiblemente su emplazamiento concreto y alcanza un ámbito mundial.»

Acaba Wirth observando que «la dirección que sigan los cambios que se están produciendo en el urbanismo transformarán, para bien o para mal, no sólo la sociedad, sino el mundo.»

Antropología urbana, de Josepa Cucó

Durante el confinamiento, y dada la carencia de libros por leer sobre los temas del blog, una pregunta nos iba rondando por la cabeza: ¿cuál es la diferencia entre la antropología urbana y la sociología urbana? Precisamente la lectura de Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa, ha aportado bastante sobre el tema. Ya destaca en el primer capítulo que algunos de los precursores de la disciplina eran más antropólogos que sociólogos; que la Escuela de Chicago era ambas cosas, si bien siempre se han considerado más sociólogos; o la separación de las disciplinas que hizo Parsons, donde el subsistema económica era el objeto de estudio de la economía, la estructura social a la sociología y los aspectos culturales a la antropología. Ya al final de la introducción, Ullán de la Rosa recalca que la sociología debe apoyarse en los estudios culturales que hace la antropología… pero debe resistir la tentación de convertirlos en sus objetivos de investigación” (p. 12). Siguiendo el mismo argumento, nos viene a la mente el colosal libro Antropología de la ciudad, de Lluís Duch, y su monumental estudio de la cultura, sin más, como objeto de ser de la antropología, primero en general, luego en la ciudad, luego en el individuo.

Todas estas consideraciones teníamos en mente al afrontar la lectura de Antropología Urbana, de Josepa Cucó i Giner, publicado en 2004 y que es, además, prácticamente el manual que se usa en la UNED para la asignatura del mismo nombre. Por todo ello esperábamos una exposición bastante clara de lo que es y ha sido la subdisciplina que nos atañe. Y, sin embargo, magna decepción. Vaya por delante que tal vez sean los ojos que miran, más que el objeto que ven: que en el blog no somos antropólogos de formación, sino meros amateurs que se acercaron a la temática fascinados por la ciudad y que han ido encontrado conocimientos maravillosos aquí y allá que han recogido en este blog. Pero la impresión que se obtiene de este libro es que no va dirigido a estudiantes, ni mucho menos; que no es un manual, tampoco, sino una exposición de determinados temas, inconexos, o cuya conexión no llega a quedar clara, y, sobre todo, que expone las conclusiones de muchos otros autores sin llegar, en la mayoría de los casos, a ahondar en ellas, quedándose en eso, en mera exposición o resumen.

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El primer capítulo, tal como explica la autora en el prólogo, analiza la “cambiante naturaleza de la especialidad urbana a la luz de una serie de tópicos que circulan desde hace tiempo y que erosionan o ponen en cuestión la legitimidad de su existencia”. El segundo, los efectos de la globalización, sobre todo, en los paradigmas urbanos existentes; el tercero, “los laboratorios de lo global”, muestra la ciudad como “síntesis y paradigma de los amplios procesos que atraviesan a toda formación social”. Y para ello hablará de la definición de ciudad (acudiendo a Soja, por ejemplo), de la hibridación y el mestizaje y de la ciudad poliédrica (siguiendo a Seta Low). ¿Por qué estos temas, y no otros? No queda claro.

La segunda parte del libro lo forman los tres capítulos dedicados a las estructuras de mediación, de forma teórica en el cuarto, más histórica en el quinto, en su contexto en el sexto y con una aproximación histórica sobre su teorización en el séptimo y último. Es aquí, en esta segunda mitad, donde la autora se explaya y se le notan los conocimientos en el tema. Pero nos surgen dudas: si el libro empieza con un cuestionamiento de las críticas que se han hecho a la antropología urbana, no va dirigido a los antropólogos urbanos? Si es el caso, ¿por qué se habla de los autores como si estos fuesen desconocidos para el lector? Cucó alterna exposiciones a personas recién llegadas al asunto con temas para aquellos interesados en la disciplina; alterna exposiciones temáticas generales, interesantes para todo lector, con otras extraordinariamente específicas, casi anecdóticas; y, pese a que presenta el libro como un estado de la subdisciplina, antropología urbana, dedica más de la mitad de él a un tema concreto, las estructuras de mediación o movimientos sociales. Sin duda un tema esencial, recordemos que Castells lo ha abordado diversas veces; pero no el tema de la antropología urbana.

Por todo ello, la lectura nos ha dejado más que confusos. Pero eso no significa que no haya multitud de apuntes interesantes para el blog.

Los cuatro tópicos que disgustan a Cucó sobre la antropología urbana, y con los que da comienzo su exposición, son los siguientes:

  • que es una disciplina joven, recién llegada. Lo cual es más o menos cierto, porque la antropología urbana no se desarrolló como tal hasta los años 60, aproximadamente. Pero que no existiese con su nombre propio no significa que no se llevase a cabo; la Escuela de Chicago se dedicaba a ella, sin ir más lejos.
  • que la antropología urbana no ha sido urbana, sino hecha en la ciudad. Es decir, que estudiaba “islas y guetos”, grupos de personas que vivían en la ciudad y que eran el verdadero objeto de la antropología urbana. La autora contesta que las técnicas usadas por los antropólogos les permitieron, en realidad, captar algo más grande que su objeto de estudio; y que la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad coexistieron largo tiempo y se fueron interrelacionando.
  • la ausencia de una verdadera base teórica y una verdadera metodología, que Cucó desmiente hablando del análisis de redes, el análisis situacional y los enfoques “desde arriba” (Hannerz) y “desde dentro” (Sanjek).
  • y cuarta, lo difícil de acotar un campo de estudio específico: ¿qué abarca la antropología urbana?, ¿en estos tiempos de globalización es todo urbano? Hay diversas opciones (y que esa sea la respuesta indica que, tal vez, la crítica da en el blanco) y una de las que destaca Cucó es la de Manuel Delgado y su antropología “de la transitoriedad, de lo efímero, evanescente y con poco calado” (p. 42). La destaca para criticarla, precisamente, declarando que se fija en detalles que se dan indiscutiblemente en la ciudad pero que no pueden ser en absoluto el objeto de estudio de la antropología urbana. Lo que nos lleva, de nuevo, a pensar que tal vez la autora y este blog tengan conceptos muy dispares de lo que es la antropología urbana.

El segundo capítulo sigue de cerca a Castells con su definición de espacio de los flujos, al que no volveremos porque acabamos de tratarlo siguiendo a Ullán de la Rosa en esta entrada; luego habla de los no lugares de Augé y de los procesos de territorialización y desterritorialización, como algunos de los efectos que la globalización tiene sobre las ciudades. En este contexto destaca la significación de los lugares en sitios distintos: del mismo modo que Augé destacaba que las categorías de lugar o no lugar son tipos ideales, que todo lugar es, al mismo tiempo, parte lugar antropológico, parte no lugar, y todo ello depende del que lo habite (el aeropuerto es el no lugar por excelencia, pero es un lugar para quien trabaja en él), Cucó recorre a un artículo de Manuel Delgado de 1998 donde revisitaba el centro comercial como lugar antropológico donde el consumidor impone sus significados a los productos que consume. O el estudio de Watson Golden Arches East. McDondald’s in East Asia donde destaca que los McDonald’s en el continente asiático tienen una significación totalmente distinta, como el de santuarios para mujeres que quieren escapar de los espacios de predominio masculino o centros de ocio en Beijing o Taipei donde se va a descansar del ajetreo de la vida urbana.

Ya en la segunda parte del libro, se trata el concepto teórico del Tercer Sector. Se trataría de aquel espacio no ocupado ni por el Estado, es decir, que no es algo público, ni por el mercado, que tampoco es lucrativo; y engloba, grosso modo, las organizaciones no gubernamentales, entendidas en su sentido más amplio y no como organizaciones de ayuda solidaria. Si el Cuarto Sector son las relaciones de proximidad, el Tecer Sector agruparía todas aquellas organizaciones y redes con las que se relaciona el individuo fuera del acto de consumir o de los propios como súbdito de un estado. Según la definición, en el Tercer Sector estarían también las cooperativas, los bancos de tiempo, las redes de vecinos…

Ya en ámbito más amplio, los movimientos sociales ocupan un gran protagonismo con el devenir de las sociedades postmodernas, las crisis económicas de 1970 y la llegada de las nuevas tecnologías (y perdónennos lo enorme del resumen implícito en la frase anterior). Offe destaca que se da un cambio en el paradigma político al pasar de una fase de consenso a una de conflicto: del consenso de los años 50, aproximadamente, con la idea compartida por todos de que había un campo de batalla donde dirimir las diferencias, la política, y que había determinados mecanismos, como la sindicación, la negociación colectiva, las diferencias entre partidos… A partir de los 70 y con la sociedad postindustrial se percibe una enormidad de grupos de intereses distintos que miran cada cual por lo suyo; el individuo, perdido en tal marabunta, se adhiere a voluntad a unos u otros en función de los intereses que quiera conseguir.

Castells lo definió como el nuevo modelo de capitalismo:

  • la apropiación por parte del capital de una porción cada vez mayor del excedente proveniente del proceso de producción, lo que lleva a una necesaria ruptura del pacto social;
  • el trasvase del Estado de la esfera de la intervención, como mediador entre el capital y los intereses ciudadanos, al papel de garante del acto del consumo que va liberando cada vez más parcelas (pasan al libre mercado la sanidad, la educación, la vivienda…);
  • la globalización, propiamente dicha, “la internacionalización del sistema capitalista para formar una unidad independiente mundial”.

O, como lo resumió Beck en “La Europa del trabajo cívico”, tras la Segunda Guerra Mundial se ha llegado al concepto de “ciudadano trabajador”, con el acento puesto en trabajador más que en ciudadano. El trabajo es la piedra de toque por donde pasa todo lo demás: la seguridad social, la jubilación, el derecho a sanidad… nada de eso está garantizado por ser ciudadano, sino por ser trabajador; la pérdida del trabajo implica la pérdida de todo lo anterior. A cambio, el estado ofrece la promesa de un nivel de vida cada vez más alto y una seguridad social mayores acorde al nivel adquirido; eso sí, siempre que el ciudadano esté dispuesto “a dejar su ideario político en el vestuario del lugar de trabajo”. 

PD: no se pierdan la reseña del libro que hace el autor del blog los ojos del visitante y que le saca todo el partido posible.

La ciudad desdibujada: ¿cuál es el papel de la antropología urbana?

La ciudad desdibujada. Aproximaciones antropológicas para el estudio de la ciudad es un artículo de Fernando Monge aparecido en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares de 2007. Teniendo en cuenta la situación y que todas las bibliotecas siguen cerradas y, por lo tanto, nos estamos quedando sin libros, hemos pasado a tirar de archivo y de los muchos textos que hemos ido acumulando a lo largo de la andadura del blog. Uno de ellos ha sido este magnífico artículo que, pese a tener más de una década, se plantea una pregunta que sigue siendo de gran actualidad.

En 1996, Setha M. Low publicó un artículo que se planteaba dos preguntas que Monge reformula en una sola: ¿por qué la antropología ha sido incapaz de construir un marco teórico integrado y reconocible sobre la ciudad?

La antropología urbana es una disciplina joven, con apenas cuarenta años. La primera que se interesó de forma científica por lo que sucedía en la ciudad y a sus habitantes fue la sociología. Uno de los textos fundacionales fue el de Max Weber, La ciudad (1905), donde destacaba tanto el papel de la ciudad europea medieval como el de la democracia. Hubo antes otros textos centrados, sobre todo, en las ciudades industriales, pero venían de las ramas del urbanismo o la filosofía. Simmel está ahí, por supuesto, con su ensayo sobre cómo la metrópolis colocaba al urbanita en un estado defensivo.

Los siguientes fueron la Escuela de Chicago, sociólogos de esta ciudad americana que se acercaron por primera vez a los habitantes de la ciudad para tratar de entender cómo se organizaban.

La sociología urbana de la Escuela de Chicago se caracteriza por el uso de la etnografía como herramienta básica de investigación y, desde una perspectiva teórica, por un trabajo sistematizador en el que las claves se establecían en torno a una ecología espacial de los grupos humanos. Robert Park era consciente de que la ciudad modelaba y liberaba a la naturaleza humana de un modo nuevo, que el orden moral de la vida social estaba profundamente modificado por el peculiar campo de relaciones sociales que se generaban en el espacio urbano. Así, llevando la sociología a las calles, reclamando el trabajo comparativo y convirtiendo a Chicago en su laboratorio de pruebas pudieron elaborar una visión de la ciudad a partir de sus estudios monográficos en los que distintos tipos de barrios, interacciones urbanas, relaciones morales y formas de vida se integraban en una visión coherente de la ciudad compuesta de relaciones sociales y formas espaciales.

El cierre teórico de la Escuela de Chicago lo aportó Wirth en su famoso artículo El urbanismo como modo de vida; en él defendía que el urbanismo podía abordarse desde tres perspectivas interrelacionadas:

  1. como una estructura física que comprende una base poblacional, una tecnología y un orden ecológico;
  2. como un sistema de organización social que incluye una estructura social característica, una serie de instituciones sociales, y un patrón de relaciones sociales típico;
  3. como un bloque de actitudes e ideas, y una constelación de personalidades involucradas en formas colectivas de comportamiento colectivo y sujetas a los mecanismos característicos del control social (Wirth 1938: 18-19).

Robert Redfield, antropólogo, dio otro paso a este sistema teórico al analizar la forma como las relaciones rurales se llevaban a la ciudad. En 1954, junto a Milton Singer, desarrollaron esta teoría al destacar que existían dos tipos de ciudades:

  • ortogenéticas, donde la construcción de las tradiciones culturales se llevaba a cabo por un grupo de literati, los encargados de crear desde arriba una «Gran Tradición» cultural adecuada para la sociedad mayoritaria. París, Washington o Madrid (en general, las capitales políticas) se ajustan con claridad a este modelo;
  • heterogenéticas, cuando el papel de las culturas es heterogenético, es decir, «las ciudades son centros de cambio económico y tecnológico que introducen nuevas ideas, cosmologías y prácticas sociales». Nueva York, Londres o Marsella son ejemplos de ciudades donde la «intelligentsia (…) pone en duda las tradiciones y se convierten en centros culturales innovadores».

El siguiente paso lo dio la Escuela de Manchester, forma primero en el Instituto Rhodes-Livingstone (Lusaka, Rhodesia del Norte, la actual Zambia) y luego en la ciudad inglesa. La Escuela de Manchester (Max Gluckman, Victor Turner, J. Clyde Mitchell, entre otros) trató de analizar cómo los grupos tribales de África se adaptaban a la ciudad al emigrar a entornos urbanos e industrializados. Uno de los planteamientos esenciales de la Escuela es que «ningún investigador individual podía dar cuenta de todos los variados fenómenos que se producían en el campo de estudio. De ahí su interés por cuestiones metodológicas que implicaran la delimitación de los tópicos de investigación o de las unidades de análisis, las formas de interconexión entre campos de
actividad humana y los órdenes o niveles de abstracción teórica” (Cucó 2004).

Es decir: a diferencia de la Escuela de Chicago, para quienes la ciudad podía dibujarse, abarcarse, para la Escuela de Manchester era un artefacto demasiado complejo; a lo sumo, podían estudiar una situación determinada, por lo que se preocuparon de determinar qué eran los eventos, las situaciones y los contextos y de desarrollar una metodología clara para abarcar dichos procesos.

Pese a unas conclusiones aparentemente opuestas, Monge destaca aquello en lo que ambas Escuelas, prácticamente las fundacionales de la antropología urbana, coincidían:

Hay, no obstante, una constante en ambas escuelas: las dos trabajan con grupos muy concretos de ciudadanos, y lo hacen también en zonas marginales y, pese a sus diferencias ideológicas, su visión de la ciudad se hace desde los márgenes y de un modo fragmentario. Con todo se perfila en el horizonte de la disciplina la subespecialización de la antropología urbana. En mi opinión, ambas escuelas son responsables de la progresiva introducción en la ciudad de los métodos de trabajo de las pequeñas comunidades, de la etnografía contextualizada, de las historias de vida, de la observación participante, del análisis situacional y, con el tiempo y en lógica progresión, de los estudios de red y el análisis simbólico del espacio y las relaciones personales. El campo académico estaba abonado para el surgimiento e institucionalización, en la década de los setenta, de la antropología urbana que no sólo era joven sino que, sobre todo, llegaba a la ciudad en busca de los nativos que estaba perdiendo en las aldeas africanas tradicionales. Una parte importante de la antropología de esa primera etapa, que en modo alguno considero todavía cerrada, se centró en la adaptación de la metodología tradicional al medio urbano. Los habitantes de la ciudad de los que se ocupaban o eran ciudadanos anómalos, en virtud de sus peculiaridades étnicas, o grupos marginales. El barrio se convertía en una suerte de nuevas aldeas dentro del conglomerado más amplio e inabarcable de la ciudad. (p. 23) 

El siguiente paso, que nos lleva a la década de los 60, pasa por Oscar Lewis y su concepto de la «cultura de la pobreza», según la cual «la pobreza no era solamente la falta de recursos materiales sino que incluía también una serie de valores culturales que limitaban de un modo drástico la capacidad de los desfavorecidos para cambiar su situación. Es decir que la pobreza se reproducía a sí misma y casi de modo exclusivo por medio de una suerte de patología de transmisión intergeneracional en la que los miembros adultos de las familias pobres enseñaban a sus hijos valores y comportamientos autodestructivos. O dicho de otro modo, los pobres son culpables de su pobreza (blaming the victim).» Esta teoría produjo gran revuelo, y hay diversos estudios que obtienen otras conclusiones, además de que el estudio de Lewis se considera hoy «simplismo psicologizante»; pero, si Monge saca el tema a relucir, es para obviar algo que se convirtió en esencial en la antropología urbana (por no decir todas las disciplinas sociales):»el modo en que nuestras propias teorías y percepciones modifican y modelan nuestra propia percepción del objeto de estudio».

Las ciudades no son simplemente “artefactos complejos, admirables”, productos sociales, es decir “modelados por la sociedad” en los que la misma forma física “acaba por afectar a los comportamientos de los hombres” tal como indica Horacio Capel (2002: 13); las ciudades son también, y volvemos a la definición de ciudad que ofreció Robert Park, “estados mentales” y como tales están sujetas a todas las peculiaridades de nuestra trama de comprensión y expresión. Por ello es fundamental tener en cuenta que para hacer antropología urbana en y de la ciudad es necesario no sólo aproximarse a un sujeto u objeto urbano, sino también ser conscientes de las tramas teóricas y conceptuales con la que nos aproximamos a lo urbano. El dibujo de la ciudad que tantos años costó realizar, comienza a difuminarse tan pronto como nos hacemos conscientes de esta peculiaridad básica de nuestro trabajo. (p. 26).

O, como lo resumió Roger Sanjek en 1990, citando la famosa frase de Leeds «ninguna ciudad es una isla en sí misma”;

(…) las ciudades son nodos dentro de sociedades, o formaciones sociales—. Las relaciones sociales urbanas tienen lugar dentro de —y contextualizadas por— el estado, y por instituciones estatalmente reguladas que se ocupan de educación, comunicación, transporte, producción, comercio, seguridad social, culto, orden público, vivienda y uso del suelo. Leeds ha sido oído, o al menos su mensaje es hoy día casi dado por supuesto. Consecuentemente, separar de la ‘antropología urbana’ el estudio de tales relaciones e instituciones en contextos periurbanos y transurbanos es imposible además de innecesario” (Sanjek 1990: 154)

La ciudad se ha desdibujado, y de ahí el título del artículo. Lo ha hecho por dos frentes:

  • la propia ciudad física, convirtiéndose en mil variantes de sí misma: en parques temáticos (Venecia), edge cities, suburbia, megalópolis, metápolis, las fortalezas cerradas de Los Ángeles o ciudades de Sudamérica, la ciudad análoga de Calgary;
  • los conceptos con los que la antropología trata de describir y abarcar todos estos procesos: la ciudad límite, frontera, global, postmoderna, fortificada, postfordista… parecen surgir casi tantos como ciudades y analistas haya.

La antropología urbana nunca ha estado tan viva y, sin embargo, sigue alejada de un marco conceptual fuerte con el que abordar el estudio de lo que sucede en el mundo urbano en la actualidad.

El artículo de Monge nos ha parecido interesante porque, en parte, sigue la trayectoría que ha llevado este blog en sus casi tres años de andadura: de la lectura de algunos libros sobre antropología urbana (Manuel Delgado, apuntes de Bauman) y de urbanismo (Jane Jacobs, Carlos García Vázquez) nos fuimos acercando progresivamente a conceptos como el espacio de los flujos, las ciudades globales, la desterritorialización, fragmentación, edges cities, parques temáticos y ciudades análogas. Como destaca el artículo, la antropología urbana no puede desbancarse de estos conceptos si pretende acercarse al estudio de unos ciudadanos sacudidos por la confluencia de todos estos procesos.

Monge termina el artículo con un resumen de lo que le ha sucedido a la antropología que no tiene desperdicio.

Hemos pasado de construir:
— una antropología
en la ciudad a una antropología de la ciudad;
— una antropología que seguía a los inmigrantes a la ciudad a una antropología que se preocupa por los ciudadanos transnacionales;
— una visión de los márgenes a una visión de los procesos globales en contextos localizados;
— una imagen de la ciudad al juego de imágenes y representaciones que definen y con las que juega la ciudad.

Y desde una perspectiva más teórica el tránsito ha recorrido el camino que arranca en una etnografía ubicada en un sitio concreto y lleva hacia nuevas formas de etnografía multi-situada (Marcus 1998); que parte de la interrelación entre lo global y lo local para preocuparse por los llamados ensamblajes globales (Ong y Collier 2005); que considera no sólo a los ciudadanos localizados sino a los transeúntes; y, que no sólo ha dejado de considerar al sitio como un hecho físico dado para contemplar el espacio como un paisaje, sino que aborda las desuniones del mundo actual desarrollando peculiares tipos de “paisajes” [(ethnoscapes), (mediascapes), (technoscapes), (financescapes), (ideoscapes)] que define Arjun Appadurai (1996:32-43).

Pueden descargar y leer el artículo de aquí.

Ciudad líquida, ciudad interrumpida, de Manuel Delgado: introducción a la antropología de lo urbano

Ciudad líquida, ciudad interrumpida es un libro de Manuel Delgado algo extraño. Parece difícil de encontrar físicamente, de hecho ni siquiera se encuentra alguna imagen de portada en google; en el blog lo conseguimos porque el propio Delgado nos envió el manuscrito en pdf y comentó, además, que parte de este escrito aparecería luego en Sociedades movedizas.

La tesis del libro es doble: por un lado, el símil entre la ciudad (entre aquello que caracteriza la ciudad: lo urbano) y cómo su movimiento es el de un líquido, sin forma, inestable, fluido; de ahí la ciudad líquida del título. Y, por otro lado, cómo la fiesta es el detonante de esa liquidez, un estado de cambio y euforia latente, émulo de la violencia, que colapsa periódicamente la ciudad y da la vuelta a lo profundo que subyace en lo urbano; y de ahí la ciudad interrumpida.

Capítulo 1: La ciudad no es lo urbano. Ya nos lo dijo Lefebvre en su El derecho a la ciudad: lo urbano es algo más, algo que se da en algunas ciudades pero también fuera de ellas. «Por supuesto que la antropología urbana no es, en un sentido estricto, una antropología de la ciudad, ni tampoco una antropología en la ciudad. En la ciudad no existe propiamente una cultura o una cosmología, y la ciudad no es sin duda una estructura social, por mucho que sea cierto que en ella uno pueda encontrar instituciones sociales más o menos cristalizadas.» (p. 4). Delgado empieza situando el tema de la antropología urbana en distinción a la antropología a secas; y su área de estudio es lo urbano. Además, y debido sobre todo a los fundamentos en los que se basó la Escuela de Chicago cuando desarrolló esta disciplina, de algún modo han quedado vinculados el estudio de la ciudad (de lo urbano) con el del proceso de la modernización en general.

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Imagen random sacada del blog de Delgado, elcordelesaparences.

La Escuela de Chicago usó un símil entre la ciudad y un ser vivo para abordar el estudio de esta última. Hablaron de «naturaleza animada regida por mecanismos de cooperación automática» (p. 6) y definieron lo urbano como «un mecanismo biótico y subsocial», dando lugar a lo que los teóricos de la complejidad denominarían luego un «caos autoorganizado». En cambio, otra tradición (más antigua, iniciada nada menos que con Baudelaire) se había referido a lo urbano como lo moderno: «lo efímero, lo fugitivo, lo contingente», aquello de lo cual el artista sería «el pintor del momento que pasa».

La siguiente gran figura es Simmel, el primero que se plantea «cómo captar lo fugaz y lo fragmentario de la realidad, cada uno de los detalles de la realidad, la imagen instantánea de la interacción social (…) Simmel concibió la sociedad como una interacción de sus elementos moleculares mucho más que como una substancia.» Y de ahí: «Entre todos los puntos y todas las fuerzas del mundo existen relaciones en movilidad constante», es decir, las relaciones están sometidas a un fluir permanente. «El papel social es la mediación entre lo que Simmel llama sociabilidad y lo que denomina socialidad. La sociabilidad es el modo de estar vinculado y se opone antinómicamente a individualidad. No se trata de que los individuos jueguen dentro de la sociedad: juega a la sociedad.» (p. 7).

El siguiente paso es el interaccionismo simbólico, que otorga un papel central a la situación: contempla a los seres humanos como actores que establecen y reestablecen constantemente sus relaciones mutuas, modificándolas o dimitiendo de ellas en función de las exigencias de cada situación. De ahí Ray L. Birdwhistell desarrolla la proxemia: la ciencia que atiende el uso y la percepción del espacio social y personal, como una «ecología del pequeño grupo: relaciones formales e informales, creación de jerarquías, marcas de sometimiento y dominio, creación de canales de comunicación. La idea en torno a la cual trabaja la proxemia es la de la territorialidad. En el contexto proxémico, la territorialidad remite a la identificación de los individuos con un área determinada que consideran propia y que se entiende que ha de ser defendida de intrusiones, violaciones o contaminaciones.» (p. 8).

Pero, volviendo a la antropología urbana y a Lefebvre: «lo urbano está constituido por usuarios». Ha existido una antropología del espacio, pero se ha centrado en el espacio físico, construido, los edificios. Ya dijo Lefebvre que la ciudad se componía de espacios inhabitados e incluso inhabitables. «Por ello, el ámbito de lo urbano por antonomasia, su lugar, es, no tanto la ciudad en sí misma, como su espacio público. Es el espacio público donde se produce la epifanía de lo que es específicamente urbano: lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo absurdo… La urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por aquello mismo que los separa: la distancia, la indiferencia, el anonimato y otras películas protectoras.» (p. 10).

La antropología urbana, esto es, la antropología no de la ciudad, sino de todo eso a lo que se acaba de aludir, no podría ser entonces otra cosa que una antropología del espacio público, o lo que era igual, de las superficies hipersensibles a la visibilidad, de los deslizamientos, de escenificaciones que bien podríamos calificar de coreográficas. (p. 10).

Otros autores han recogido el mismo concepto: el no-lugar de Michel de Certeau, precisamente ese espacio no-edificio donde sucede todo lo que estudia la antropología urbana. «El no-lugar se corresponde, en Michel de Certeau, con el espacio (…) el espacio es un cruce de trayectos, de movilidades. Es espacio el efecto producido por operaciones que lo orientan, lo circunstancían, lo temporalizan, lo ponen a funcionar.» (p. 12). Similar distinción se encuentra en Maurice Merleau-Ponty y su Fenomenología de la percepción entre espacio existencial o antropológico y espacio geométrico.

El segundo capítulo: Poder y potencia; polis y urbs es una reflexión sobre la esencia del poder, especialmente en la ciudad, siguiendo el esquema triangular de Jairo Montoya entre:

  • la urbs, constituida por espacios colectivos, construcción urbanizada, formas urbanas territorializadas, esto es, la sociedad fría tradicional;
  • la civitas, identificable con el espacio público y con la construcción social de la urbanidad;
  • la polis o el espacio político.

Este desglose triangular sería homologable con el que sugiere Lefebre entre sociedad, Ciudad y Estado.

Delgado acaba el capítulo fijándose en dos corrientes antagónicas: la que habla en los peores términos de la «psicología de masas», emulándola con una bestia salvaje sin cabeza, un «desbordamiento psicótico del populacho» perteneciente a los dominios de la «alteridad», lo animal, primitivo, prehumano… Y otro, «que ya había intuido Maquiavelo cuando se refería al pensamiento de la plaza pública» y que ejemplifica la reflexión de Gramsci cuando sugería que «la acción de las masas no sólo no correspondía a un oscurecimiento enloquecido de la razón sino todo lo contrario, a un sentido de la responsabilidad social que se despierta lúcidamente por la percepción inmediata del peligro común y el porvenir se presenta como más importante que el presente.»

Esta noción sera esencial para comprender todo lo que subyace bajo el poder que se intuye cuando se lleva a cabo una fiesta, como veremos en el siguiente post.

El animal público, de Manuel Delgado

Está claro, en este orden de cosas, que la ciudad no es lo mismo que lo urbano. Si la ciudad es un gran asentamiento de construcciones estables, habitado por una población numerosa y densa, la urbanidad es un tipo de sociedad que puede darse en la ciudad… o no. (…) Lo que implica la urbanidad es precisamente la movilidad, los equilibrios precarios en las relaciones humanas, la agitación como fuente de vertebración social, lo que da pie a la constante formación de sociedades coyunturales e inopinadas, cuyo destino es disolverse al poco tiempo de haberse generado. Una antropología urbana, en el sentido de de lo urbano, sería, pues, una antropología de configuraciones sociales escasamente orgánicas, poco o nada solidificadas, sometidas a oscilación constante y destinadas a desvanecerse enseguida. Dicho de otro modo, una antropología de lo inestable, de lo no estructurado, no porque esté desestructurado, sino por estar estructurándose, creando protoestructuras que quedarán finalmente abortadas. Una antropología no de lo ordenado ni de lo desordenado, sino de lo que es sorprendido en el momento justo de ordenarse, pero sin que nunca podamos ver finalizada su tarea, básicamente por sólo es esa tarea.

Y en la página 11 de El animal público, tras un año y medio de búsquedas y lecturas sin atreverme a darle un nombre al campo que quería estudiar, finalmente Manuel Delgado lo definió: la antropología de lo urbano. El libro entero es una delicia, un recorrido apasionante y una descripción de la configuración de lo urbano hoy en día, la forma cómo los seres urbanos se mueven y ordenan y reordenan constantemente, seres liminares en tránsito, siempre al acecho por descubrir en los demás aquello que esconden de sí mismos.

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Manuel Delgado es profesor de antropología religiosa en la UB. Se licenció en Historia del Arte, Doctor por la UB en Antropología, estudios en la Sorbona de París… Su currículo es impresionante. Ha estudiado lo urbano, lo religioso, el culto, la violencia, la construcción de la identidad… Su blog es una maravilla, una ristra de perlas. Tuve la suerte de tenerlo como profesor de la asignatura Antropología Cultural, donde nos dio un respaso a toda la antropología hasta acabar enfocándose en cómo ésta ha tratado los temas modernos, como son la microsociología (recuerdo a Goffman y Simmel) y lo urbano. Creo que todo este blog, y todo lo que voy buscando sobre el tema de las ciudades, los flujos, lo urbano, las nuevas formas de organización social (smart cities, uberización de la economía y precariedad laboral, flash mobs, nativos digitales…), creo que todo eso, decía, proviene de ahí, de esas clases que nos dio y las lecturas que nos recomendó. Por eso, supongo, me supo tan bien reencontrarlo (como autor) y leer este ensayo. Sigue leyendo «El animal público, de Manuel Delgado»