Isaac Joseph fue un sociólogo francés, introductor de los trabajos de la Escuela de Chicago en el país, nada menos, y también un estudioso de lo que podríamos llamar microsociología; o, dicho de otro modo, lo que sucede cuando uno sale a la calle. Este El transeúnte y el espacio urbano. Ensayo sobre la dispersión del espacio público (publicado en Francia en 1984, leemos la edición de Gedisa de 2002, traducida por Alberto L. Bixio; el título original era Le Passant Considérable, algo así como «el transeúnte importante» o «el transeúnte notable»). Y de eso precisamente trata el ensayo: sobre la importancia, o lo notable, de la figura de un peatón en plena calle. Se trata de la imagen más representativa tanto del hecho urbano como de lo urbano en sí (mentando a Lefebvre) y, a la vez, una de las más difíciles de aprehender. Consciente de esa complejidad, Joseph ya advierte en los primeros párrafos de que El transeúnte y el espacio urbano no es un ensayo al uso, sino una digresión alrededor de esa figura tan esquiva.
Y, para ello, recorre a tres grandes nombres y viejos conocidos del blog: los de Erving Goffman (al que también dedicó parte de sus estudios y al que le dedicó un libro, Erving Goffman et la microsociologie, en 1998; y del que hemos leído ya La presentación de la persona en la vida cotidiana, Estigma, Los momentos y sus hombres y en breve reseñaremos también Relaciones en público), Georg Simmel («Las grandes urbes y la vida del espíritu«) y la de Gabriel Tarde (de quien aún no hemos reseñado nada, por lo que tendremos que ir pronto a por ello). Más que una reseña al uso, por lo tanto, y siguiendo el ejemplo de Joseph, en este caso nos dejaremos llevar por sus digresiones e iremos comentando algunos de los temas; con citas extensas, por supuesto.
La experiencia primera del espacio público no es la experiencia privada de una crispación existencial –la soledad– frente a la estructural plenitud del mundo. (…) Lo que se nos da es más bien la experiencia de la fluidez de la copresencia y de la conversación, de las pequeñas oposiciones sociales que nos nuestras vacilaciones, la experiencia del excedente de socialidad en su materialidad discursiva. (p. 14)
El espacio público, continúa Joseph, no es orden; la propia dispersión es su esencia.
La dispersión de las escenas tales como las mira la microsociología no equivale ya a la disolución o a la desorganización puesto que dicha dispersión corresponde a la naturaleza misma del espacio público urbano. Pero ella es al mismo tiempo natural y precaria… (p. 19)
Por ello se loa la tarea de la Escuela de Chicago: porque, como comentamos en la entrada anterior, a propósito de The Hobo, de Nels Anderson, los sociólogos de Chicago lo que hicieron fue, siguiendo la batuta de Park, salir a la calle y observar lo que sucedía. O, en palabras de Joseph: «Después de todo, al luchar contra los eugenistas, los sociólogos norteamericanos aprendieron mucho más rápidamente que nosotros a desembarazarse del demonio de Laplace: no hay estado inicial del sistema.» (p. 21)
Es seguro que el «laboratorio urbano» en el que los sociólogos de Chicago observan estos fenómenos de socialización – desocialización no es un terreno como cualquier otro o un terreno de substitución para la antropología repatriada. Y ello es así aunque más no sea porque dicho laboratorio pone en escena tres movilidades. Primera movilidad: el hombre es un ser de locomoción al que los encuentros y las experiencias de copresencia transforman en un enorme ojo. La ciudad instaura el privilegio sociológico de la vista (lo que se hace) sobre el oído (lo que se cuenta), pero al conjugar la diversidad y lo accesible, la ciudad afecta lo visible con un coeficiente de indeterminación y de alarma. Segunda movilidad: el habitante de la ciudad es un ser cuya relación con el lugar que habita es completamente particular; con él la movilidad social y la movilidad residencial se conjugan. El habitante de la ciudad acumula las residencias y se deslocaliza constantemente. La tercera movilidad (…) es la que Simmel llama movilidad sin desplazamiento, la versatilidad del habitante de la ciudad, lo pasado de moda como modo de vida. En el antropólogo hay pues cierta formación urbana que lo impulsa a modificar los registros –clásicos en su disciplina– del espacio y de la cultura y sobre todo lo obligan a captar los fenómenos sociales como sistemas de relaciones deslocalizados y sobredeterminados. (p. 21)
De la suma de estas tres movilidades surge lo que Delgado llamaba el «baile de disfraces«: todo acto de salir a la calle, de atravesar la ciudad, somete al transeúnte a una duermevela, a un espacio liminal, donde es consciente de estar expuesto y juega, por lo tanto, a despistar; no tanto siguiendo la esencia del Goffman de La presentación… (puesto que, recordemos, en ese caso se trataba de actores y de un público, aunque estuviese formado por otros tantos actores), sino en un espacio donde todos son, a la vez, actores y farsantes; y se saben como tales, es más: se espera que sean tales, puesto que la veracidad o la autenticidad serán percibidas, precisamente, como un intento de escamoteo de la realidad.
Por ello, para abordar este hecho, «la formación urbana del investigador requiere una modificación de su mirada que debe ser ante todo ingenua, que debería captar las cosas mismas fascinada por lo social in statu nascendi, como diría Simmel. En definitiva, este movimiento acelera el trabajo de duelo de la sociología estructural y refuerza la tentación literaria», puesto que pocos métodos parecen más cercanos a esta vorágine (que significa pero que no tiene significado, podríamos parafrasear) que la propia forma proteica literaria. Y el investigador debe, por lo tanto, abrirse a nuevas formas de saber: a las derivas, las afinidades, los intereses (pone como ejemplo la solidez de las relaciones en los grupos de mafiosos analizados por F. Ianni), cada uno de ellos como un campo propio que se abre. «Por lo demás, no hay territorio sin proclamación, territorio que no esté marcado por ceremonias de territorialización, por ritos o por autoproclamaciones que palían la falta de legitimidad simbólica de la relación en virtud de un énfasis y de una grandilocuencia ornamentales.» (p. 27)
Si la ciudad, con su «intensificación de la vida nerviosa» (Simmel) fuerza al ciudadano a una actitud hastiada, blaśe, basada en el interés, puesto que es la única variable viable, sumado a la posibilidad constante de la invasión de la persona o de la privacidad, se llega a «la mundanidad», a una forma artificiosa de expresión basadas en dos técnicas de comunicación: «el arte de las apariencias (la cortesía como máscara de la indiferencia, la reserva como prevención contra la dispersión) y la palabra de circunstancias» (p. 29; los destacados son del autor).
Entonces, ¿no son acaso las sociedades urbanas más que templos del simulacro, de falsas apariencias? (…) Pero ocurre que la microsociología elaboró dos discursos que se proponen transcribir minuciosamente la riqueza de las civilidades urbanas, no sólo su diversidad tornasolada, sino también su positividad ética.
(…) El primer discurso, el análisis dramatúrgico de la vida cotidiana, tiene por objeto el análisis de las apariencias y su función social. El habitante de la ciudad es, en efecto, un comediógrafo que inventa formas sociales, pequeñas interacciones, escenas que son otros tantos jirones de socialidad perdida. (…) Se muestra siempre vacilante, embarazado, pues ha perdido su partitura. Lo que importa entonces es establecer su convicción. El habitante de la ciudad es también un actor; pero un actor es mucho más que un intérprete. Es alguien que sabe o que ha llegado a saber desempeñarse en varios escenarios, que debe por lo tanto saber integrar las situaciones y definir cada una de ellas en su propiedad. (…) Toda la obra de Goffman y de los interaccionistas sobre el espacio público gira alrededor de esta doble exigencia o paradoja: ¿cómo combinar la integración de las situaciones y la integración individual? ¿Cómo se puede decir de una palabra de circunstancia que «respeta a los demás y a uno mismo»? (…)
El segundo discurso, el microanálisis y la etnografía de la comunicación, se ocupa de las características de la palabra de circunstancias, (…) de actuaciones comunicativas, de formas del espacio del diálogo (…), todas las formas discursivas que forman parte de una antropología pragmática en el sentido que la entendía Kant, es decir, como descripción y análisis de un mundo de apariencias concertadas, en el cual reina un consenso sobre el engaño, en el cual todos son embaucados y en el cual en efecto yerran los que no son embaucados. (p. 29-31).
A partir de ahí, el ensayo se abre en distintos capítulos que van encadenando aspectos del análisis de lo social. El segundo, «Actualidad», trata precisamente de la importancia del periodismo como análisis de lo urbano; «el periodismo es la prehistoria de la antropología urbana» (p. 39), el medio en el cual se plasman, en la ciudad, el chisme o el cuchicheo de la aldea. Medio que, tal vez hoy, haya sido substituido por las redes sociales.
Capítulo 3, «Rostros»:
Una gran ciudad sólo es un laboratorio de la socialidad si hace del organismo urbano algo muy particular, algo hecho de lugares llenos de huecos, como una esponja que capta y rechaza fluidos y que modifica constantemente los límites de sus cavidades. De manera que un espacio público no puede definirse por su excentricidad –por el contrario, puede caracterizarse por su excentricidad–, sino que sólo puede definirse por su función de suprimir enclaves. (p. 45)
«Un espacio público es, pues, un espacio en el que el intruso es aceptado, por más que éste no haya encontrado todavía su lugar y por más que no «haya abandonado su libertad de ir y venir» (Simmel). Definir una situación como pública es asignar el derecho de ser desatendido y asignárselo a todos. […] Todo acontecimiento susceptible de producirse dentro de ese marco [frame], todo encuentro, debe pues comprenderse partiendo del funcionamiento de la membrana que asegura su composición interna.» (p. 46)
Un suceso microsociológico es siempre una aventura, diría Simmel, algo que estaría en el límite de lo esencial y de lo accidental. Hay que arrebatar el interaccionismo a la filosofía de la máscara. La esencia se manifiesta, no en la apariencia, sino en la ocasión, por eso el modo del suceso, del evento, es lo problemático. Pero todavía debemos precisar el sentido de esta proposición que puede querer decir dos cosas diferentes: o bien que una relación social se manifiesta en una interacción en la forma de un problema y entonces la microsociología se convierte, al precio de una serie de mediaciones, en un apéndice de la sociología estructural; o bien, que el suceso no es solamente problemático, sino problematizante, es decir, que atañe a fenómenos que no se dejan deducir de una esencia. Fenómenos que son su realidad en acto, no solamente la carne sino el verbo mismo de la socialidad, su infinitivo corriente. (p. 61, los destacados son del autor).
Capítulo 4, «Precariedad». «Lo que interesa a Tarde, Simmel o Goffman es la dimensión antropológicamente inestable de lo social, la permanencia de lo precario.» (p. 66). Y, más adelante:
Lo esencial de la microsociología del espacio público está en una estética de la asociación: enmarañamientos, superposiciones, redes, haces, círculos… Otras tantas formas que mantienen el discurso del espacio público más acá de un cuerpo conceptual y más acá de una teoría descriptiva. Las metáforas funcionan entonces como índice de un análisis futuro que permanece vacío, al que todavía le falta algo y al que siempre le faltará algo, como si las metáforas fueran indicaciones de una precariedad en el pensamiento. (p. 66-67).
El capítulo 6, «Rutinas», ahonda en las formas de comunicación en entornos más concretos (más Goffman en La presentación…, vaya): la importancia del chisme o el rumor como sonda sobre lo social, los límites de lo pertinente.
Capítulo 7, «Reserva». «El interaccionismo surgido de los trabajos de Simmel, Schutz y Mead es de esta manera un pensamiento de la precariedad de lo social. El interaccionismo puede organizarse alrededor de esta fórmula de Goffman: «El problema está en saber manipular la tensión que engendran las relaciones sociales.» (p. 104)
Capítulo 8, «Doble lenguaje».
En cuanto a lo esencial, la primera antropología urbana fue el estudio de las formas elementales de la vida subterránea. Sus primeros milagros eran los de los barrios bajos. En Francia, donde el retorno de los antropólogos al hexágono, a fines de la década de 1960, fue contemporáneo de una crisis de la disciplina misma, perdura la desconfianza respecto de lo que se manifestaba como el dominio de predilección de una antropología fustigada, que había quedado agotada por el fin de los primitivos y que estaba en busca de un laboratorio de substitución. Hay que reconocer que los antropólogos norteamericanos tuvieron más suerte: lo que para nosotros parecía un exotismo repatriado es en ellos un elemento de la memoria de su disciplina. Forma parte integrante del patrimonio de la ciudad norteamericana, de la ciudad laboratorio. (p. 113)
En ese centro urbano norteamericano (downtown), tan cercano a los guetos (el underground), es donde se hallan las cuatro figuras por las que la antropología urbana naciente se interesa: el emigrante, el cosmpolita, el timador, el sacerdote. La figura marginal será la esencia de la Escuela de Chicago; el hobo, por lo pronto, es como mínimo tres de esas cuatro figuras (emigrante, cosmopolita, timador cuando la situación lo requiere; sacerdote, tal vez, de sus propias narraciones y encuentros). «En cuanto al sacerdote, ciertamente está presente –sí, a menudo es el antropólogo–, es el experto en «pequeñas veneraciones» que transformará la menor brizna de paja en tabla de salvación.» (p. 114)