Seguimos con el análisis de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la reflexión sobre el papel social de la geografía que hacía Harvey y un análisis sobre la (falsa) neutralidad de la ciencia a partir de los postulados de Malthus y Marx sobre la superpoblación y la repartición de recursos.
En el cuarto artículo, titulado «Rebatir el mito marxiano (al estilo Chicago)«, Harvey contrapone la ideología, según él, burguesa, de la Escuela de Chicago, a los postulados marxistas. La Escuela de Chicago la hemos analizado a menudo (de la mano de Javier García Vázquez, Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa y, más recientemente, Josep Picó e Inmaculada Serra), por lo que no entraremos en mucho detalle. Se trata de la primera escuela de sociología urbana, afincada en una ciudad, Chicago, que creció de modo extraordinario sobre todo gracias a la inmigración. Las personas se distribuyeron por la ciudad en función de su procedencia étnica, pero también pro clases, religión o raza.
El primer punto para alcanzar un entendimiento es el establecimiento de un «sistema hegemónico de conceptos, categorías y relaciones para entender el mundo». Aquí Harvey ya señala las primeras distinciones: como él, que empezó como «científico social burgués» y, tras no quedar convencido con la teoría, dio el salto a marxista, que le llevó «siete años» de lectura sólo para disponer de un vocabulario preciso, explica que los primeros, los chicaguianos, sólo necesitan desarrollar un vocabulario propio; mientras que los marxistas necesitan entrar en diálogo con el pensamiento burgués: «el primero es una representación del mundo obtenida desde el punto de vista del capital mientas que el segundo es una representación del mundo obtenida en función de la oposición del trabajo.»
Los de Chicago (y, con ellos, la sociología del momento, incluso las disciplinas sociales) daban por sentado que se podía alcanzar una ciencia objetiva, neutra: libre de sesgos de clase. Esto lleva, asegura Harvey, a una «excesiva fragmentación del conocimiento»: cada uno en su torre de marfil, con sus temas acotados. Siempre se desbordarán, lógicamente; pero llega un momento en que hay que ser consciente de que se está en otro ámbito y dar un paso atrás. ¿A qué se dedica un «sociólogo urbano»?, ¿en qué momento debe dejar sus estudios si lo lleva a, por ejemplo, analizar la economía? Recordemos que la Escuela de Chicago operó, sobre todo, en los años 20-40 del pasado siglo; y recordemos también que fue Castells, a finales de los 60, quien replanteó el objeto de la sociología urbana con La cuestión urbana, buscando una nueva justificación teórica a por qué el estudio de las ciudades era esencial. Y lo era por la economía, como también concluirá Harvey.
Pero no nos adelantemos. Además de la fragmentación, el propio funcionamiento de la ciencia positivista impedía abordar los problemas de fondo. Si las ciencias sociales de los 50 podía permitirse un enfoque fragmentado, la de los 60, con problemas de fondo como el racismo, la desigualdad social o la expresión a los grupos minoritarios, que además tenía un fuerte componente urbano, ya no podía aceptar ese enfoque.
Las crisis capitalistas no sólo se traducen en crisis de la ciencia social burguesa porque ésta se fragmente de maneras inapropiadas para entender aquéllas. La ciencia social burguesa se inclina, por ser burguesa, a interpretar los asuntos sociales basándose en intereses y funciones opuestos dentro de la totalidad social, que se percibe como real o potencialmente armoniosa en su funcionamiento. Las teorías políticas pluralistas, la economía neoclásica y la sociología funcionalista tienen eso en común. (p. 87)
En épocas de crisis, «los economistas políticos (…) se limitan a decir que todo iría bien si la economía se comportara de acuerdo con sus libros de texto». La teoría marxista, en cambio, «es primordialmente una teoría de la crisis». Volvemos a la teoría que ya expusimos en la primera entrada: el marxismo estudia las relaciones. Una acción sencilla (Harvey habla de «cavar una zanja») «no se puede entender sin comprender del todo el marco social del que forma parte». «El significado se interioriza en la acción, pero sólo podemos descubrir lo que la acción interioriza mediante un estudio y uan reconstrucción cuidadosos de las relaciones que ésta expresa con los sucesos y las acciones que la rodean».
Aplicado a lo urbano, «encontramos ciudades en diversos tiempos o lugares, pero la categoría «ciudad» o «urbano» cambia de significado de acuerdo con el contexto en el que la encontremos». Y, de nuevo, volvemos al Lefebvre de La producción del espacio.
Para entender «las formas de urbanización capitalistas«, Harvey despliega toda una batería teórica que resumimos a continuación. La base de «lo urbano» se encuentra en los dos procesos de la acumulación y la lucha de clases. El capital domina el trabajo y lo organiza a fin de obtener beneficios. Los trabajadores venden su labor en forma de mercancía. «El beneficio deriva de la dominación del trabajo por el capital pero los capitalistas en cuanto clase deben, si quieren reproducirse, expandir la base del beneficio. Llegamos así a una concepción de la sociedad basada en el principio de «acumular por acumular, producir por producir»».
Existen contradicciones, claro. Cada capitalista, actuando en su interés, busca algo opuesto a sus intereses de clase: que exista un mercado capaz de consumir sus productos. Si se oprime hasta lo indecible a la clase obrera, ésta no podrá consumir sus productos. Esta contradicción crea «una persistente tendencia a la sobreacumulación», «la condición en la cual se produce demasiado capital en relación con las oportunidades de encontrar usos rentables para el mismo». Esto genera las crisis periódicas del capitalismo («caída de los beneficios, capacidad productiva ociosa, sobreproducción de mercancías, empleo», etc.).
El segundo grupo de contradicciones se da en el antagonismo entre capital y trabajo. Un capital desbocado lleva a salarios mínimos y una clase obrera que no puede consumir; cuando es al revés, los trabajadores aumentan sus salarios, lo que supone «la reducción de la tasa de expansión de las oportunidades de empleo». En ambos casos, se crean «crisis de desproporcionalidad». El tercer conjunto de contradicciones se da entre el sistema capitalista y los sectores precapitalistas o socialistas (de los que cada vez quedan menos, vaya). Y, finalmente, la dinámica entre el capital y los recursos naturales.
El sistema de producción capitalista exige un entorno específico para funcionar. Se basó en una separación entre el lugar de trabajo y el de residencia. Además, necesitó la creación de un entorno construido que «funcionaba como medio colectivo de producción de capital». Parte del entorno hay que destinarlo al transporte de mercancías («el aniquilamiento del espacio por el tiempo» del que habló Marx), además de todo lo que la aparición y acumulación del capital conlleva (banca, administración, coordinación, etc.).
Pero también es necesario un paisaje de consumo, opuesto al de trabajo. Y, asimismo, un espacio de para la reproducción de la fuerza de trabajo. Estos dos modifican y conforman la vida personal de los trabajadores, que queda también a merced del capital. «La socialización de los trabajadores que se da en el lugar de residencia -con todo lo que esto implica respecto a las actitudes de trabajo, consumo, ocio y demás- no puede dejarse al azar.» Finalmente, «la colectivización del consumo mediante el aparato estatal se convierte en una necesidad para el capital», por lo que «la lucha de clases se interioriza en el Estado y en sus instituciones asociadas».
Todas estas contradicciones se interiorizan en la creación del entorno construido. Por ejemplo, «la sobreacumulación crea condiciones marcadamente favorables a la inversión en el entorno construido». Este trasvase acaba provocando que las crisis inmobiliarias vayan asociadas (o sean precursoras) de las crisis económicas (como sucedió en el crack del 29 o con el auge de la aparición de oficinas en 1969-73 en Estados Unidos y Reino Unido o, por supuesto, en 2008).
Otra de las batallas persistentes en el entorno urbano se expresa por «las condiciones de trabajo y la tasa salarial». Las leyes y el poder capitalista se imponen mediante el Estado para hacer cumplir su voluntad; por otro lado, están las demandas de los trabajadores y su capacidad de organizarse. Aquí es donde Harvey coloca el territorio de la sociología urbana tradicional (burguesa): en la configuración de las relaciones que adopta la clase obrera, en su fragmentación, para enfrentarse (o adaptarse, sobrevivir, llámenlo como quieran) al capital. Recordemos que la Escuela de Chicago dedicó todo tipo de estudios a los guetos, los negros, las bandas juveniles y las jóvenes del taxi-dance hall, pero ninguno a los blancos anglosajones protestantes o a las clases altas. «No fue accidental que para trabajar en sus cadenas de montaje Ford usara casi exclusivamente inmigrantes recién llegados y que United Steel, al enfrentarse a sus propios problemas de trabajo, recurriera a trabajadores negros del sur para reventar las huelgas.» Estos elementos, económicos y sociales, tienen un gran peso en las relaciones de la clase obrera entre sí.
Por todo ello, la lucha de clases se desplaza de su lugar autóctono, el trabajo, a «todas aquellas relaciones contextuales de la lucha de clases en el lugar de trabajo»; es decir, a prácticamente todo. La educación era una exigencia básica de la clase trabajadora, «pero la burguesía pronto comprendió que la educación pública podía movilizarse contra los intereses de aquella», o un sistema sanitario público que «define la mala salud como la incapacidad para ir a trabajar».
Toda esta estructura teórica, sin embargo, funcionará mientras lo haga el contexto. En el momento en que cambien las relaciones, habrá que modificar también la forma en que las comprendemos, alerta Harvey.
Aristóteles comentó en una ocasión que con que sólo hubiera un punto fijo en el espacio exterior, podríamos construir una palanca para mover el mundo. El comentario nos dice mucho de las imperfecciones del pensamiento aristotélico. La ciencia social burguesa es heredera de las mismas imperfecciones. Intenta dar una visión del mundo desde fuera, descubrir puntos fijos (categorías de conceptos) sobre cuya base se pueda elaborar un entendimiento «objetivo» del mundo. En general el científico social burgués intenta abandonar el mundo mediante un acto de abstracción para entenderlo. El marxista, por el contrario, siempre intenta establecer un entendimiento de la sociedad desde dentro, en lugar de imaginar algún punto exterior. El marxista encuentra todo un conjunto de palancas para el cambio social dentro de los procesos contradictorios de la vida social e intenta alcanzar un entendimiento del mundo apretando fuertemente esas palancas. (p. 102)