I. Santuario, aldea y fortaleza
En el penoso vagabundeo del hombre por el neolítico, los muertos fueron los primeros que contaron con una morada permanente (…). Se trataba de mojones a los que probablemente los vivos volvían a intervalos, para comunicarse con los espíritus menestrales o para aplacarlos.
(…) En todo esto hay matices irónicos. Lo primero que saludaba al viajero que se acercaba a una ciudad griega o romana era la hilera de sepulturas y tumbas que bordeaba el camino a la ciudad. En cuanto a Egipto, la mayor parte de lo que queda de esa gran civilización, con su jubilosa saturación de toda expresión de vida orgánica, son sus templos y tumbas.
(…) Abundan las pruebas, en todas partes del mundo, de la ocupación o visita prehistórica de las cavernas. (….) La caverna le dio al hombre primitivo su primera concepción del espacio arquitectónico, su primer atisbo del poder de un recinto amurallado como medio para intensificar la receptividad espiritual y la exaltación emotiva.
(…) dos de los tres aspectos originales del asentamiento temporal están relacionados con cosas sagradas y no solo con la supervivencia física. Se remiten a un tipo de vida más valioso y significativo, con una conciencia que alberga el pasado y el futuro, que aprehende el misterio primitivo de la generación sexual así como el misterio último de la muerte y de lo que puede haber más allá de la muerte. A medida que la ciudad adopte su forma, muchos otros elementos irán añadiéndose; pero estas preocupaciones centrales prevalecen como razón misma de la existencia de la ciudad, inseparables de la sustancia económica que la hace posible.
La ciudad (…) comienza como lugar de reunión al que la gente vuelve periódicamente; (…) y esta capacidad para atraer a los no residentes, para el intercambio y el estímulo espiritual, subsiste, no menos que el comercio, como uno de los criterios esenciales de la ciudad, testimonio de su dinamismo inherente, en oposición a la forma más fija y sofocada de la aldea, hostil al forastero.
Y aquí nos detenemos (aunque un apunte: este estímulo espiritual que tan bien define Mumford se llamará luego lo urbano, algo inherente a la ciudad, que se puede respirar nada más entrar en ella, y acabará siendo tan característico que lo podremos percibir hasta fuera de las ciudades).
La ciudad en la historia es uno de los libros enormes (en todos los sentidos) que trata sobre el tema de la ciudad. Lewis Mumford, enorme intelectual del que ya hablamos a propósito del libro de Carlos García Vázquez Teorías e historia de la ciudad, era un rara avis, un estudioso bastante independiente con un enorme conocimiento y que iba un poco a su aire, y La ciudad en la historia es la culminación de sus conocimientos sobre la ciudad. Permitidnos copiar dos párrafos de wikipedia que resumen bastante bien la concepción general de lo que es esta obra:
La ciudad en la historia, aparecida en 1961, es su obra más relevante en el campo «urbanístico», pero se trata más bien de una obra realmente extensa repartida en dos densas partes donde propone una visión de la ciudad como un organismo vivo. Dicho organismo, con su estética, edificios, funciones, política o sociología sólo puede ser comprendida, según Mumford, desde la óptica del filósofo generalista. Por ello, Mumford despliega toda una serie de conocimientos reflexivos y críticos, mezclando historia, filosofía, religión, política, jurisprudencia con arquitectura.
Este proyecto resulta revolucionario no sólo en lo que el título propone, sino en la multitud de tesis particulares introductorias que ponen en duda teorías económicas, históricas y antropológicas consideradas todavía hoy canónicas. Si bien puede ser considerada su obra más influyente (mas no la mejor), los historiadores del urbanismo sólo parecen haber tomado sus secciones más descriptivas, mostrando que la profecía de Mumford (que su obra sería relegada al olvido por su pluralismo nada unidireccional) era verosímil.
Ésa es la impresión que está generando el libro (teniendo en cuenta que hemos leído aproximadamente un tercio de la obra, por lo que esta opinión es susceptible de cambiar): que Mumford es un intelectual enorme y erudito, que escribe con una elegancia tremenda (¡gracias a dios!) y que, en general, expone las ideas que le da la gana; y algunas de las cuales se te hacen meridianamente claras una vez que las expone, y otras… pues no las ves, oye.
«Bajo el dominio de la mujer, el periodo Neolítico es, ante todo, un periodo de recipientes.» (p. 30). Pues vale. ¿El hecho de que se usen recipientes para guardar el excedente de las cosechas es indicativo de una preeminencia femenina? No es que lo niegue (Mumford sabrá más, por supuesto), pero parece… algo cogido por los pelos. Las herramientas y armas eran quebrar, horadar, hender, actividades masculinas, agresivas, como los huesos y músculos del macho; hasta el pene en estado fláccido es inútil; mientras que las mujeres tienen suaves órganos y hendiduras, la boca, la vulva, la vagina, los pechos… y de ahí llegamos a los recipientes. Todo verdad, pero el paso que lleva de la exposición a las conclusiones… pues ahí me parece que faltan un par de saltos lógicos.
II. La cristalización de la ciudad
«Teniendo en cuenta sus rituales satisfactorios y sus limitadas capacidades, lo más probable es que un simple aumento en las cifras no bastara para convertir una aldea en ciudad. Este cambio exigía un desafío exterior que apartara a la comunidad, de forma tajante, de los intereses axiales de la nutrición y la reproducción; es decir, un objetivo situado más allá de la mera supervivencia.» Poco a poco, los dioses del hogar, asociados al fuego y la lumbre, fueron dando paso a los dioses del cielo y el trueno, lejanos y todopoderosos (recordemos la historia del Imperio Asirio y la importancia de las lluvias para las cosechas y el transporte por los ríos). El jefe de la aldea se convirtió tanto en el rey como en el alto sacerdote en la ciudad. «A partir de sus orígenes, la ciudad puede describirse como una estructura equipada especialmente para almacenar y transmitir los bienes de la civilización (…) pero capaz también de un ensanche estructural que le permita encontrar lugar para las nuevas necesidades y las formas más complejas de una sociedad en crecimiento.»

Además, el hecho de concentrar a tanta gente tras unos muros tuvo dos efectos:
- la disponibilidad para las autoridades de una enorme mano de obra que permitió la construcción y elevación de presas, templos, palacios, zigurats, canales, a una escala nunca antes vista;
- la misma presión de las moléculas hacía que éstas interactuasen más a menudo entre ellas; o, en término orgánicos, las células que habían sido la aldea, cada una similar a las otras, se fundieron en tejidos especializados con distintas funciones en la aglomeración de la ciudad.
Mumford hace una analogía muy buena entre la ciudad primitiva y una colmena de insectos: la especialización de las castas, la militarización, la estratificación de las clases pero, sobre todo, la exaltación de la figura de la realeza. La diferencia con los insectos es que ellos efectivamente tienen una reina, un tipo distinto (y superior) de ser que no sólo los dirige sino de cuya supervivencia depende la continuidad de la colmena entera. Los humanos, no: el rey es uno más, igual en todos los aspectos al resto; es por ello que requirió una casta sacerdotal para arroparlo y dotar de divinidad a su figura.
En el capítulo III hay una observación muy interesante: cómo, en los grandes valles fluviales de Oriente Medio, con el tiempo florecieron dos grandes tipos de civilizaciones opuestas: una, concentrada tras murallas y controlada por la ciudadela, temerosa de sus enemigos, que recurrió a la militarización y la violencia, bajo el yugo de los dioses de la tormenta en los cielos; la otra, diseminada a lo largo del río Nilo, sin murallas ni verdadera necesidad, pues el desierto era protección suficiente; dependiente del río y sus inundaciones, que eran algo anual, seguro, una certeza, y por lo tanto con cierta confianza en el mundo y una fuerte vinculación con la muerte. Las inundaciones del Nilo eran constantes; la lluvia necesaria para las cosechas en Mesopotamia, no; y por ello unos dioses eran caprichosos, algo cuya furia temer, mientras el dios-Nilo o el dios-faraón o el dios-sol eran representaciones de la estabilidad.
IV. La naturaleza de la ciudad antigua
En tanto que en un grupo primario como la aldea o el clan la condición de miembro sólo se obtiene por el accidente del nacimiento o del matrimonio, la ciudad, tal vez desde sus comienzos, brindó una oportunidad a extraños y forasteros.
(…) A través de sus duraderos edificios y estructuras institucionales, y de sus aún más duraderas formas simbólicas de la literatura y el arte, la ciudad une el tiempo pasado con el presente y el futuro. Dentro de los límites históricos de la ciudad, un tiempo choca con el otro; y el tiempo desafía al tiempo.
(…) Ciertamente, las comunidades primitivas rehicieron al hombre, pero cuando encontraron su molde especial, común al conjunto, trataron de evitar o limitar la posibilidad de nuevos cambios. Por el contrario, la elaboración y reelaboración de personalidades constituye una de las funciones principales de la ciudad. En todas las generaciones, cada periodo urbano proporciona una multitud de nuevos papeles y una igual diversidad de nuevas potencialidades. Estas determinan cambios correlativos en las leyes, costumbres, valoraciones morales, vestimentas y arquitectura, y, por último, transforman la ciudad como conjunto vivo.
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