(estamos siguiendo el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez).
Hablamos de metrópolis entre los años 1882 y 1929. Comienza en ese año, simbólicamente, porque es cuando Edison inauguró en Londres la primera estación generadora de electricidad, aunque podríamos haber escogido 1892, cuando Daimler instaló un motor de combustión interna en un carruaje de cuatro ruedas. Ambos hechos marcan la II Revolución Tecnológica, cuando la electricidad y el petróleo pasaron a ser las fuentes energéticas de la industria, en vez del carbón.
La Revolución Industrial, la del carbón, había llenado las ciudades: Londres creció de 1 a 3,8 millones de habitantes entre 1800 y 1880, Berlín de 170.000 a 1,3 millones, Nueva York de 60.000 a 1,2 millones. Se habían convertido en lugares pésimos para vivir, con obreros hacinados en condiciones insalubres, una media de vida de 29 años (frente a los 55 de los burgueses) y grandes tasas de alcoholemia, suicidio… Mientras eso sucedía en las afueras, los centros de las ciudades se embellecían para una burguesía adinerada (Haussmann y París, por ejemplo, o el Ensanche barcelonés).
Para paliar la situación (y porque la zona era un perfecto caldo de cultivo para el comunismo), el Estado se planteó higienizar las ciudades. Para ello nació el urbanismo, de la mano de la racionalización que estaban sufriendo también en esa época las disciplinas, especialmente las humanísticas. Mediante una red de comunicaciones basada en el ferrocarril, el tranvía, los trenes y el subterráneo, los campesinos que seguían llegando a las ciudades fueron absorbidos por las poblaciones del extrarradio, al tiempo que las industrias, cada vez mayores, huían del centro y se instalaban también en las afueras, dejando vacíos los centros para llenarlos de calles, plazas e instituciones públicas.
Viendo la evolución del concepto de ciudad en una galaxia de enclaves donde convivían complejos industriales, urbanizaciones suburbiales, medios de transporte a la última y cascos históricos convertidos en centros terciarios, en 1910 la Oficina del Censo de Estados Unidos adoptó un término con el que referirse a esta nebulosa: ‘metrópolis‘.
El reformismo positivista: la ecología como referente
La primera sociología de las ciudades, cuando aún no existía ni el término, surgió en la época de 1820 a 1880, de la mano de reformadores sociales que habían visto o habitado la peor cara de las metrópolis, la de la hambruna, pobreza y miseria que poblaban los barrios obreros.
En 1883 el reverendo Andrew Mearns denunciaba las condiciones de vida de estos barrios en The Bitter Cry of Outcast London. Charles Booth, armador de Liverpool, y sus colaboradores recorrieron calle a calle el East End londinense obteniendo información de los obreros y elaboraron un mapa que identificaba con colores los lugares de residencia de las distintas clases sociales. Ambos daban por sentado que cada ambiente generaba su propio tipo de población, es decir, que de los barrios malos salía, inevitablemente, gente de la peor calaña.
También por esta época dio sus primeros coletazos la geografía urbana. En 1911, Raoul Blanchard publicó Grenoble: étude de géographie urbaine, donde describía la evolución de dicha ciudad asociándola a su fundación debida a la cercanía con valles, ríos… y relacionaba su devenir con guerras, revueltas…, los distintos cambios históricos que le había tocado vivir. Entre 1910 y 1920, sobre todo de la mano de Vidal de la Blanche y sus publicaciones en la revista Annales de Géographie, se fue desarrollando la disciplina de la geografía urbana, unida ineludiblemente a la concepción de la ciudad como un nodo económico y de servicios de ámbito territorial. Los geógrafos empezaron estudiando las zonas rurales y dejando de lado las ciudades, hasta la publicación por parte de Patrick Geddes de Ciudades en evolución (1915). Según Geddes, y citando a Carlos García Vázquez, «los problemas sociales de la metrópolis se debían a una crisis ecológica derivada de la ruptura del equilibrio preexistente entre recursos naturales y actividades humanas. Para reestablecerlo proponía tres instrumentos: la ecología urbana, el evolucionismo y el estudio regional» (p. 25).
A finales del siglo XIX, en Chicago, se inauguró el Departamento de Ciencias Sociales y Antropología de la Universidad de la ciudad. Entre sus miembros se encontraban Robert E. Park, Ernest W. Burguess, Roderick D. McKenzie y Louis Wirth, fundadores de la que se denominó la Escuela de Chicago. En 1925, Park, Burguess y McKenzie publicaron The City, piedra fundadora de la sociología urbana. Consideraban la ciudad dividida en barrios, según religiones (como el barrio judío), etnias (afroamericano), nacionalidad (Little Italy), estatus social (los suburbios de clase alta) o funcionalidad (el barrio financiero) como «áreas naturales», sometidas a las leyes naturales y por lo tanto susceptibles de ser invadidas por áreas rivales, en una lucha similar a la llevada a cabo por las especies naturales. Sus teorías se basaban en la «ecología humana», una nueva disciplina científica que estudiaba el proceso de formación y transformación de las áreas naturales. Además, generaron el concepto de «religión moral», barrios o distritos cuyos habitantes compartían un similar punto de vista del mundo. Era la primera vez que alguien ponía el foco en este punto, y es que la Escuela de Chicago entendía que la «desorganización ecológica» imperante en la metrópolis debía su origen, en gran medida, a la «mutación cultural inducida por los inmigrantes, «hombres marginales» condenados a vivir en un estado de inestabilidad permanente debido a sus costumbres diferentes» (p. 28, el subrayado es nuestro).
Wirth, Park, Burguess y McKenzie
Existía el consenso, en la época, de que estos barrios étnicos acabarían desapareciendo, al integrarse sus habitantes en la gran ciudad y su cultura. Park discrepaba: según él, la metrópolis había acabado con las relaciones de vecindad, y sólo los creadores de la opinión pública, por entonces los grandes medios (prensa, pubicidad, moda, radio) podían promover la asimilación de los inmigrantes. De igual forma pensaba Wirth, otro integrante de la Escuela de Chicago, que en su tesis doctoral de 1928, The Ghetto, estudió la zona con mayor concentración de inmigrantes de la ciudad y descubrió que aquello que la caracterizaban no era otra cosa que su cultura. En 1938 publicó «Urbanism as a Way of Life», donde definió el urbanismo como un conjunto de comportamientos sociales propios de la metrópolis.
«El aparato intelectual desplegado por la Escuela de Chicago encumbró la sociología urbana a la categoría de disciplina científica. Para algunos autores, además, fue el punto de partida hacia la antropología urbana, cuyo reconocimiento como disciplina no se produciría hasta 1960″. (p. 29).
La ruptura marxista: modernidad y «pensamiento negativo»
En Alemania, en cambio, el origen de la sociología tuvo un origen más romántico, con una visión de la metrópolis como algo nocivo, corrosivo, que debía ser desmantelado en aras de volver a la idílica utopía bucólica, siguiendo, en parte, la distinción de Tönnies entre Gemeinshaft, comunidad, y Gesellshaft, asociación o sociedad. La primera (cuya raíz es el alemán mein, mío, posesivo, pero también gemein, común, público, compartido) significa comunidad, un lugar donde las personas se conocen entre ellas y las relaciones son de proximidad, y uno desarrolla una multiplicidad de roles; la Gesellshaft, en cambio, la sociedad o asociación, sólo presenta relaciones huidizas donde cada cual interpreta un determinado rol, y la propia idiosincrasia de las relaciones que se dan no permite indagar mucho más.
Hubo intentos de dejar atrás esta nostalgia, especialmente desde al arte, como el libro Die Schönheit der Großstadt (1908, La Belleza de la ciudad) del crítico de arte August Endell, donde manifestaba su fascinación por el Berlín de cambio de siglo y su «nueva belleza, una atmósfera eléctrica, superficial y vibrante que incitaba al disfrute hedonista de la ciudad» (p. 31). Karl Scheffer, otro crítico de arte, propuso en Architektur der Grossstadt (1913, La Arquitectura de la ciudad) una metrópolis orgánica: un centro lleno de construcciones representativas: museos, teatros, iglesias… y luego una serie de casas unifamiliares, establecidas en forma de satélite, donde vivirían tanto obreros como burgueses, todos ello con su propio huerto, lo que generaría relaciones sociales y sentimientos comunitarios.

Hasta que llegó el autor que cerró definitivamente esa etapa nostálgica medievalista, Georg Simmel, considerado ‘el primer sociólogo de la modernidad‘. En su ensayo «Las grandes ciudades y la vida del espíritu» (1903), Simmel hacía referencia a la Nervenleben, la vida nerviosa, literalmente, o la nerviosidad, como se ha traducido, una intensificación nerviosa provocada por la cascada de estímulos a los que el ciudadano de la metrópolis se veía sometido a diario. Para adaptarse a esa nerviosidad había desarrollado el intelecto, pero también una actitud blasé, «un estado de embotamiento que dificultaba la discriminación entre objetos cuyas diferencias eran consideradas insustanciales» (p. 32).
Simmel, como había hecho la Escuela de Chicago, dejaba de intentar cambiar la ciudad o proponer posibles utopías que se alejasen de ella, e intentaba entender lo que su existencia causaba en los ciudadanos. En palabras de Massimo Cacciari: «esta fue la intuición excepcional de Simmel: la comprensión de la base puramente productiva de la ciudad monopolista, de una esencia conflictiva y desarraigada que condenaba a los ciudadanos a una angustia crónica y la presunción, en definitiva, de que la ideología de la metrópolis era una determinada forma de ‘pensamiento negativo'» (p, 32).

No podemos terminar esta etapa sin hablar de Max Weber, economista, sociólogo e historiador alemán, autor del famoso La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905). En su artículo ‘La Ciudad» (1905, luego incluido en Economía y Sociedad, obra póstuma publicada por su esposa entre 1921 y 22), Weber la concibe como un fenómeno en constante transformación, un ente histórico. Además, llega a la conclusión de que el conflicto (las luchas de clase) son inherentes a la metrópolis, más incluso: son su razón de ser. Al ciudadano, pues, no le queda otra alternativa que «la viril aceptación del espíritu del capitalismo» (p. 33).
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