Variaciones sobre un parque temático (III): la ciudad como simulación

Y terminamos con los tres últimos artículos de esta recopilación editada por Michael Sorkin de la que ya llevamos dos posts (I y II).

El antepenúltimo artículo es uno muy conocido: «Fuerte Los Ángeles: la militarización del espacio urbano», de Mike Davis. En él se explica cómo la ciudad americana se ha dividido en dos espacios diferenciados: unas «celdas fortificadas» donde habitan los ricos, protegidos por servicios de seguridad privada, y «cercos del terror» «donde la policía lucha contra los pobres criminalizados» (p. 178). «La consecuencia más generalizada de esta cruzada para hacer que la ciudad sea segura es la destrucción de cualquier espacio urbano verdaderamente democrático.» Las gestiones urbanas se llevan a cabo en lugares protegidos, privados, controlados (recordemos: el centro comercial o bien su ampliación, como los puentes que crean una ciudad análoga en Calgary). Lejos queda la idea original con la que, por ejemplo, Freferick Law Olmted, el padre de Central Park, concibió dicho enclave: para que las clases se mezclasen en unos placeres (burgueses, sí) comunes. «Los templos del placer del elitista Westside dependen del encarcelamiento social de un proletariado de servicios tercermundista, ubicado en unos guetos y unos barrios cada vez más represivos».

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Biblioteca diseñada por Gehry en Los Ángeles que no esconde su inspiración militar, según Davis.

El penúltimo artículo es de M. Christine Boyer y se titula «Ciudades en venta: la comercialización de la historia en el South Street Seaport». Este barrio portuario de Nueva York sufrió una remodelación a fondo y pasó de muelles de descarga de mercancías y venta de pescados a simulación de puerto histórico lleno de restaurantes fast food, lugares donde sentarse y recreaciones de lo que el público mayoritario imaginaba que era un puerto elegante («paisajes del consumo simulado»).

Guy Debord ha escrito que el espectáculo es un capital acumulado hasta tal punto que se convierte en imagen, lo cual es corroborado por T. J. Clark cuando explica las transformaciones de París realizadas por Haussmann durante el reinado de Napoleón III. La nueva escenografía pública de los bulevares y de otros paisajes arquitectónicos creó el marco para la exhibición ostentosa de la riqueza. El espectáculo estaba en todas partes: la perspectiva de la expansión industrial tomó unas proporciones míticas, que se expresaron en los edificios monumentales de la época, en la abundante ornamentación y en la magnitud de las multitudes que atraían. Los gigantescos sistemas ferroviarios se metieron hasta el corazón de la ciudad, donde irrumpían en forma de magníficas naves para los trenes y de cavernosas estaciones.

Nacieron también las exposiciones universales, donde mostrar todo lo que la técnica y el progreso traerían a la humanidad, y fue necesario destinar partes de la ciudad a zonas de recreo permanentes, con complejos de teatros, galerías, jardines de invierno y galerías comerciales. Estas zonas a menudo recreaban la imagen de una ciudad anterior, que se suponía más manejable, pero evitaban entrar en detalles y ocultaban siempre la parte oscura que cada época hubiese tenido. Un ejemplo del que habla el artículo: South Street Seaport no se llenó hasta que las tiendas de pescado cerraron y fueron substituidas por empresas de fast food: el olor del pescado auténtico alejaba  a las multitudes. A dichos enclaves, Christine Boyer los denomina tableaux:

El espectáculo siempre forma parte de una exhibición, y el acto de acudir al teatro siempre forma parte de una experiencia de ocio. Hechos para el entretenimiento y la satisfacción de un deseo, los tableaux urbanos, situados en los márgenes de la realidad, son diseñados explícitamente para favorecer la evasión y la satisfacción. (p. 214).

Finalmente, «Nos vemos en Disneylandia», del propio Michael Sorkin, cierra el libro a modo de conclusión, de recopilación de todo lo expuesto. Y lo hace hablando del gran parque de atracciones que se convirtió en una ciudad: Dinseylandia, dondo todo está controlado, donde las basuras y alcantarillas son inaccesibles al cliente, donde los ciudadanos no son tal, sino consumidores o trabajadores. Disenylandia tiene sus bases, expone Sorkin, en la ciudad jardín de Ebenezer Howard y sus núcleos dispersos. Estos se convierten, en la ciudad de Disney, en diversas reconstrucciones que se superponen y que permiten al consumidor pasar de una a otra sin mayor esfuerzo, a menudo con vehículos automatizados que les permiten recorrer el trayecto.

En Disney World, por ejemplo, los pabellones «nacionales» están repletos de pequeños artículos ornamentales que no son meros símbolos de su participación en el negocio del comercio global y de lato nivel, sino sustitutos del propio acto de viajar, sucedáneos de souvenirs. Un viaje a Disneylandia sustituye un viaje a Noruega o al Japón. «Noruega» y «Japón» quedan reducidos al mínimo significante negociable: vikingos y samurais, gravlax y sushi. No es que uno no haya viajado, sino más bien que el movimiento alimenta al sistema. Viajar es equivalente a eso.

(…) Así pues, llegar a Disenylandia no es una diversión a medias: es toda la diversión. En Disneylandia uno siempre está preparado para transformarse, siempre hay un lugar que es «como» otro lugar. El referente de la simulación está siempre en otro lugar. (…) Sin embargo, todo el sistema queda legitimado por el hecho de que hemos viajado realmente, de que, al fin y al cabo, hemos decidido ir a Disneylandia en lugar de a cualquiera de las geografías de hecho representadas. No hemos ido a ninguna parte, a pesar de la misma facilidad con que se puede ir realmente a alguna parte. Hemos preferido la simulación a la realidad.

(…) El urbanismo de Disneylandia tiene una equivalencia universal. En esta nueva ciudad, la distinción entre los lugares se dispersa en un mar de no-lugares universales; cada lugar se convierte en un destino, y cualquier destino puede ser cualquier lugar. El mundo de la organización urbana tradicional ha sido colonizado por medio de la penetración de un nuevo corredor multidimensional que siempre conduce a un único tema humano: la mónada consumista. (p. 241).

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El pabellón de Noruega en Disney World.

«Pero, a fin de cuentas, la zona Disney no es de ningún modo urbana (…) Disney evoca un urbanismo sin crear una ciudad. Lo que crea es una especie de hiperciudad con un aura desnuda, una ciudad de miles de millones de habitantes (todos ellos consumidores) pero sin ningún residente. Materializada pero todavía conceptual, es la utopía del tránsito, de flujo, un lugar donde todo el mundo sólo está de paso. Este es su mensaje para la ciudad que vendrá: un lugar que está en todas partes y en ninguna parte, tan sólo ensamblado por una movilidad constante.» (p. 256).

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