París, capital de la modernidad; David Harvey

En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Hausmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrábamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Mausset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubet y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, mucha de las cuales dieron paso a la maquinaria y la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.

Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente. (p. 7)

Precisamente la Introducción a este magno París, capital de la modernidad, de David Harvey (publicado en 2006, leemos la edición de 2008 de Akal, traducida por José María Amoroto Salido) se titula «La modernidad como ruptura». Porque Harvey sostiene que, aunque se haya repetido hasta la saciedad que la llegada de la modernidad fue una irrupción, hay indicios anteriores a la revolución de 1848. «Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.» (p. 21)

Porque la escala de París cambió, de una forma drástica y exponencial. La ciudad hizo un pacto con el capital, el consumo y la modernidad que tan bien reflejarían desde las obras de Baudelaire y Flaubert hasta El libro de los pasajes de Benjamin; y no olvidemos que gran parte de los estudios urbanos franceses de los 60 y los 70 volvieron al París de Haussmann, el París que se modernizaba a finales del siglo XIX, tanto para entender la producción del espacio urbano (Lefebvre, por ejemplo) como una incipiente postmodernidad (con la compresión espacio-temporal de las vanguardias de principio de siglo).

Para tratar de entender la magnitud del salto, Harvey divide el libro en dos capítulos: la época de 1830-1848, que denomina «Representaciones», y la época de 1848 a 1870, «Materializaciones». Es en esta segunda parte donde nos detendremos. Harvey recurre al fresco para presentar los distintos cambios sociales, culturales, económicas; vitales, en definitiva, que atravesó la ciudad en apenas una generación. En el blog nos detendremos en aquellos que más atañen a la forma urbana, dejando algo más de lado los culturales y los políticos, pues la Francia del XIX fue una época confusa y compleja de la que se ha hablado mucho y de la que hay mucho por hablar.

Saltamos al capítulo cuarto, «La organización de las relaciones espaciales». La modernización de Francia («la implantación de las estructuras y los métodos de un capitalismo moderno a gran escala», p. 137) era una cuestión pendiente que se volvió necesaria hacia 1850. El plan, que iría vinculado a las reformas de París, ya se había discutido antes de la llegada de Haussmann a la capital (luego entraremos en más detalle), aunque su participación lo aceleró y magnificó. No fueron los únicos cambios: la red ferroviaria pasó de 1900 km. en 1850 a 17.400 en 1870; en diez año, se pasó de no tener telégrafos a tender 23.000 kilómetros; y el canal de Suez, financiado por Francia, se abrió en 1869.

No puede olvidarse que no se trataba de un proyecto emprendido simplemente por orden de un emperador poderoso y sus consejeros (incluyendo a Haussmann), sino organizado por y para la asociación de capitales. Como tal se encontraba sometido a la poderosa pero contradictoria lógica de la realización de beneficios a través de la acumulación de capital. (p. 141)

Por ejemplo: si París se encontraba en el centro de la red ferroviaria no era sólo una decisión política, sino también económica motivada por el hecho de que se había convertido en una capital industrial y en el principal mercado del país. Hubo más cambios, claro: la aparición de los grandes almacenes, con sus escaparates y el fetichismo de las mercancías exóticas; el aluvión de turismo; el aumento de la velocidad de la rotación de la mercancía permitía, ahora, que las verduras llegasen de países incluso de fuera de Europa, aliviando a los consumidores de la aleatoriedad de buenas o malas cosechas.

La concepción del espacio urbano que desarrolló Haussmann era indudablemente nueva. En vez de una «colección de planes parciales de vías públicas considerados sin lazos ni conexiones», Haussmann buscaba «un plan general que, a pesar de todo, estuviera suficientemente detallado para poder coordinar adecuadamente las diferentes circunstancias particulares». Se consideró y se actuó sobre el espacio urbano como una totalidad en la que los diferentes barrios de la ciudad y las diferentes funciones se ponían en relación unas con otros para formar una unidad de funcionamiento. Esta persistente preocupación por la totalidad del espacio condujo al encarnizado empeño de Haussmann en incluir (sin contar con un respaldo inequívoco del emperador) los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. (…)

Si los objetivos declarados de Haussmann y el emperador eran construir una nueva Roma y expulsar del centro a las clases «peligrosas», «una de las consecuencias más claras de sus esfuerzos fue mejorar la capacidad de circulación de personas y mercancías dentro de los límites de la ciudad» (p. 144). Como ya vimos en El declive del hombre público, ahora las masas podían acudir al centro (a consumir en los cafés y grandes almacenes, a contemplar los bulevares y a las damas que los transitaban) desde todas partes de la ciudad.

El nuevo sistema de calles tenía la ventaja añadida de que rodeaba hábilmente algunos de los tradicionales enclaves de los fermentos revolucionarios, lo que permitiría la libre circulación de la fuerza pública si llegara el caso. También contribuía a la renovación del aire en vecindarios insalubres, mientras que la luz gratuita del sol durante el día y la del nuevo alumbrado nocturno de gas, subrayaba la transición hacia una nueva forma de urbanismo más extrovertida, en la que la vida pública del bulevar se volvía un escaparate de lo que era la ciudad. Y en un extraordinario alarde de ingeniería, una maravilla en aquel momento, la circulación del agua de consumo y de las aguas residuales sufrió una transformación revolucionaria. (p. 144)

Todos los cambios que se dieron no fueron liderados por Haussmann; muchos de ellos, como la modificación del funcionamiento de los mercados del suelo y la propiedad, la distribución de población, etc., fueron más situaciones con las que tuvo que lidiar que consecuencia de los actos del barón; pero, eso sí, el París que estaba diseñando se convirtió en «un marco espacial alrededor del cual esos mismos procesos (de desarrollo industrial y comercial, de inversión en vivienda y segregación residencial, etc.) podrían agruparse y desarrollar sus propias trayectorias, definiendo así la nueva geografía histórica de la evolución de la ciudad». (p. 145)

Haussmann quería hacer de París una capital moderna digna de Francia, sino de la civilización occidental. Sin embargo, la realidad es que su papel fue ayudar simplemente a convertirla en una ciudad en la que la circulación del capital se volvió el auténtico poder imperial. (p. 146)

El quinto capítulo, «Dinero, crédito y finanzas», busca el origen del capital que remodeló Parías y los cambios que sufrió el tipo de financiación. Se comenta brevemente la pugna que mantuvieron los hermanos Pereire y la familia Rotschild como representantes de dos formas distintas de entender el capital: los Rotschild eran «un negocio familiar, privado y confidencial» que trabajaba entre amigos y conocidos, es decir, dentro de la clase y de forma conservadora; mientras que los Pereire «consideraban el sistema crediticio como el nervio central del desarrollo económico y del cambio social» y buscaban establecer una jerarquía de instituciones de crédito capaz de afrontar proyectos a largo plazo; de financiar la modernización que requería el capital, vaya.

El problema es que había que absorber los excedentes de capital y trabajo. La reciente crisis económica imponía cambios para que no se repitiese, aunque la burguesía no sabía por dónde tirar. Unos defendían una especie de keynesianismo primitivo donde se contuviese la inflación y se estimulase la expansión; otros, entre ellos los Pereire y Haussmann, «compartían la idea de que el crédito universal era el camino hacia el progrese económico y la reconciliación social». «Con ello, se abandonó lo que Marx llamaba «el catolicismo» de la base monetaria, que había convertido el sistema financiero en «el papado de la producción», y abrazaron lo que Marx llamó «el protestantismo de la fe y el crédito»» (p. 153).

A pesar de que el credo católico consideraba el préstamo como usura y estaba muy cerca del pecado (si no lo era), la modernización (económica) requería el establecimiento de toda una serie de instituciones crediticias y la reconversión de las que ya había para, por ejemplo, financiar las costosas infraestructuras que modificaban París. Y, por supuesto, a partir de ahí surgió la especulación.

La Compagnie Immobilièr de París surgió en 1858 de la organización que los Pereire habían creado en 1854 para llevar a cabo el primero de los grandes proyectos de Haussmann: la terminación de la Rue de Rivoli y del Hotel du Louvre. (…) La decisión de reunir el capital y construir a lo largo de Rue de Rivoli el hotel y los espacios comerciales se realizó como una maniobra especulativa con vistas a la Exposición Universal planeada para 1855. (p. 155)

La circulación del capital se aceleró y afectó otros ámbitos. En el sexto capítulo, «La renta inmobiliaria y los intereses inmobiliarios», Harvey detalla cómo se pasó de una profunda depresión en el mercado inmobiliario entre 1848 y 1852 (con porcentajes de ocupación reducidos a una sexta parte en algunos barrios burgueses) a una edad de oro durante el Segundo Imperio caracterizada por «índices relativamente elevados de rentabilidad y revalorización» (p. 161). Pero también la concepción de la vivienda en la ciudad se modificó, pasando de un bien social a un activo financiero (algo muy similar a lo que sucede hoy de forma generalizada) cuyo valor de cambio superaba, con mucho, a su valor de uso. Si durante la década de 1840 «la propiedad estaba en sus dos terceras partes en manos de los pequeños comerciantes y artesanos», en 1880 éstos habían caído hasta el 13.6% y una clase que se identificaba a sí misma como «los propietarios» dominaba el 53.9% del mercado.

El Imperio coqueteó con esta clase de propietarios, lógicamente, aunque sus relaciones nunca acabaron de ser del todo fructíferas. La visión de Haussmann era más amplia y contemplaba la totalidad de la ciudad, lo que siempre creaba personas favorecidas y personas perjudicadas; además, el barón tenía la potestad de expropiar por razones de interés público o insalubridad, algo que le daba cierto poder hasta que los propietarios contraatacaron aliándose con el poder judicial y el Consejo de Estado y consiguiendo que las expropiaciones se pagasen a un precio que llegó a ser superior al de mercado, por un lado, y por el otro a mantener ellos los beneficios del aumento del valor de la propiedad, algo que ayudó enormemente a la crisis financiera que sufrió la ciudad en la década de 1860.

La modificación de la ciudad trajo nuevas consecuencias para los usos del suelo. La aparición de cada bulevar suponía el florecimiento de las calles adyacentes, mientras que las calles interiores perdían valor. Precisamente «esa oscilación tan acusada de los valores del suelo es la que permitió a los grandes empresarios operar de manera tan satisfactoria; el nuevo sistema de avenidas proporcionaba unas oportunidades maravillosas de obtener terrenos con revalorizaciones muy rápidas» (p. 176). Ello supuso que los usos del suelo que no podían hacer frente a los nuevos precios fueran expulsados y reemplazados por los que sí podían, de la misma forma que en toda arteria principal de las ciudades global surgen tiendas de lujo y franquicias de cafeterías, así como negocios destinados a turistas.

Las diferencias en París empezaron a ser el resultado de las lógicas capitalistas: un centro sobrerepresentado de precio muy alto, unas periferias donde el precio iba disminuyendo, los nodos clave en las grandes intersecciones también muy valiosos y una diferencia crucial entre «el oeste burgués y el este trabajador».

Haussmann entendió claramente que su poder par dar forma al espacio era también un poder para influir sobre los procesos de representación de la sociedad.

Su deseo evidente de librar a la ciudad de su base industrial y de su clase obrera, para así transformarla, presumiblemente, en un bastión no revolucionario del orden burgués, era una tarea demasiado ardua para completarla en una generación (de hecho no se terminó hasta los últimos años del siglo XX). Sin embargo, sí acosó a la industria pesada, a la industria sucia e incluso a la industria ligera hasta el punto de que, en 1870, la desindustrialización de la mayor parte del centro de la ciudad era un hecho consumado. Gran parte de la clase obrera se vio obligada a seguir el mismo camino, pero no hasta el punto que él deseaba. El centro de la ciudad se entregó a representaciones monumentales del poder y de la administración imperial, a las finanzas y al comercio y a los creciente servicios que surgían alrededor de un sector turístico en ascenso. Los nuevos bulevares no solamente proporcionaban la oportunidad de un control militar, sino que (iluminados por la luz de gas y adecuadamente patrullados) también permitían la libre circulación de la burguesía dentro de los barrios comerciales y de diversión. Quedaba asegurada la transición hacia una forma «extrovertida» de urbanismo, con todas sus consecuencias sociales y culturales (no se trataba únicamente de que el consumo creciese, lo que realmente sucedía, sino de que sus características visibles se volvieron más ostensibles para todos). (p. 192)

Damos un salto hasta el capítulo doce, «Consumismo, espectáculo y ocio». Haussmann recibió el encargo de convertir París en la capital del poder imperial, una especie de nueva Roma. De hecho, se lo escogió por el enorme éxito que tuvo su representación de la entrada de Luis Napoleón en Burdeos en 1852, y por ello fue trasladado a París.

El carácter permanente de los monumentos que acompañaron a la reconstrucción del tejido urbano y el diseño de espacios y perspectivas para centrarlos en símbolos significativos del poder imperial, servían para respaldar la legitimidad del nuevo régimen. El drama de las obras públicas y la exuberancia de la nueva arquitectura enfatizaban la intencionalidad y el carácter festivo de la atmósfera con la que el régimen imperial quería envolverse. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 contribuyeron a la gloria del Imperio. (p. 272)

El Segundo Imperio también quiso apropiarse de la condición de los participantes en el espectáculo para convertirlos en espectadores. Es algo que no se ha modificado y que ya hemos comentado, por ejemplo, con la fiesta de San Juan en Barcelona, una fiesta muy popular que se ha venido demonizando año tras año porque genera suciedad o por sus actos vandálicos pero que consiste en, simplemente, ocupar la calle e irse a la playa. Algo que choca con los usos mercantilizados de la ciudad y que genera sus constantes críticas. En el caso del París de Haussmann sucedió con el carnaval, una auténtica locura (recordemos el ensayo que le dedicó Bajtin a la festividad) que subvertía todos los usos de la ciudad y que fue paulatinamente desacreditada en favor de otras más burguesas, correctas y controlables.

Pero el espectáculo del Segundo Imperio iba mucho más allá de la pompa imperial. Para empezar, buscaba directamente celebrar el nacimiento de lo moderno, como se podía comprobar con las Exposiciones Universales. Como señala Benjamin, eran «lugares de peregrinación para el fetichismo de la mercancía», ocasiones en la que «la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más radiante». Pero también eran celebraciones de tecnologías modernas. (p. 274)

Los nuevos bulevares eran, en sí mismos, nuevas formas de espectáculo (recordemos el análisis de Marshal Berman del poema de Baudelaire Los ojos de los pobres): el bullicio de los carros y de las mercancías, los escaparates de los grandes almacenes, el tranvía y los nuevos transportes públicos al repicar sobre el asfalto del macadán; los cafés, cuya vida se derrama sobre las aceras. «La frivolidad cultural del Segundo Imperio estaba fuertemente asociada a las populares parodias que, en forma de operetas, hacía Offenbach de la ópera italiana. La transformación de parques como el Bois de Boulogne, Monceau e incluso de plazas como la del Temple en espacios sociales y recreativos, igualmente ayudó a acentuar una forma extrovertida de urbanización que realzaba la exhibición pública de la opulencia privada. La sociabilidad de las masas lanzadas a los bulevares estaba ahora tan controlada por los imperativos del comercio como por el poder de la policía.» (p. 275)

La relación simbiótica entre espacios públicos y comerciales y su apropiación privada por medio del consumo se volvió decisiva. El espectáculo de las mercancías vino a dominar la división entre la esfera pública y la privada y, de manera eficaz, unificó ambas. Y aunque el papel de la mujer burguesa se veía de alguna forma realzado por esta progresión desde las tiendas de los pasajes a los grandes almacenes, todavía se las podía explotar mucho, ahora como consumidoras más que como administradoras del hogar. Para ellas se convirtió en una necesidad pasear por los bulevares, ver los escaparates, comprar y mostrar sus adquisiciones en el espacio público en vez de ponerlas a buen recaudo en casa o en el tocador. Con la llegada de los descomunales vestidos de crinolina, ellas mismas se volvieron parte de un espectáculo que se alimentaba a sí mismo y definía los espacios públicos como lugares de exhibición de las mercancías y del comercio, todo ello recubierto por un aura de deseo e intercambio sexual. (p. 281)

Entonces, ¿cómo diferenciarse uno mismo en medio de esa incesante multitud de compradores que afrontan el creciente desfile de mercancías de los bulevares? El espléndido análisis de Benjamin sobre la fascinación de Baudelaire con el hombre en la multitud, el flâneur y el dandy, arrastrados por la multitud, intoxicados por ella, pero sin embargo, de alguna manera al margen de ella, proporciona un interesante punto de referencia masculino. La marea creciente de mercancías y de circulación del dinero no se puede contener. El anonimato de la multitud y del dinero puede ocultar toda clase de secretos personales, pero los encuentros casuales dentro de la multitud pueden ayudarnos a penetrar el fetichismo. Éstos eran los momentos que Baudelaire saboreaba, aunque no sin ansiedad. La prostituta, el trapero, el payaso empobrecido y caduco, un respetable anciano vestido con harapos, la hermosa y misteriosa mujer, todos se convierten en personajes fundamentales del drama urbano. (p. 287)

El capítulo quince orbita alrededor de temas culturales y de representación. Vuelve a la «pérdida del halo» de la que ya hablamos a propósito del Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman y a la fascinación por la prostitución que sentía Baudelaire; más que fascinación, el hecho de que aparezca en sus poemas, de que se haya convertido en un personaje más de los que pululan por el entorno urbano.

La tensión que Haussmann nunca pudo resolver fue transformar París en la ciudad del capital bajo los auspicios de la autoridad imperial. Ese proyecto estaba destinado a provocar respuestas políticas y sentimentales. Haussmann entregó la ciudad a los capitalistas, especuladores y cambistas; a una orgía de autoprostitución. Entre sus críticos los hubo que sintieron que habían sido excluidos de la orgía, y los que consideraban que todo el proceso era desagradable y obsceno. Es en semejante contexto donde las imágenes que Baudelaire acuña de la ciudad como una puta adquieren su significado. El Segundo Imperio fue un momento de transición en la siempre discutida imaginería de París. La ciudad llevaba tiempo representándose como una mujer. En el capítulo primero vimos como Balzac la veía misteriosa, caprichosa y a menudo banal, pero también natural, desaliñada e impredecible, especialmente en la revolución. La imagen de Zola es muy diferente. Ahora es una mujer caída y embrutecida, «destripada y sangrante», «presa de la especulación, la víctima de la avaricia del consumo sin freno». ¿Podía hacer otra cosa esta mujer embrutecida que levantarse en revolución? (p. 342)

El libro acaba con una Coda que narra «La construcción de la basílica del Sacré-Coeur» al mismo tiempo que la (breve, y sangrienta) historia de la Comuna de París.

Breve historia del neoliberalismo (y III): juicio y conclusiones

La primera entrada de Breve historia del neoliberalismo, del geógrafo David Harvey, recorría la historia del capitalismo tardío: desde las crisis económicas de los años 70 hasta la implantación, mundial, de esta nueva forma de capitalismo mucho más acusado en la que vivimos inmersos y que, en esencia, lo ha mercantilizado prácticamente todo. La segunda entrada analizaba los casos en que el neoliberalismo no fue implementado mediante un golpe de Estado o una invasión, sino consiguiendo una tácita aceptación democrática (lo de democrática podría ir perfectamente entre comillas), así como cuál es el papel del Estado en esta nueva forma neoliberal global. Finalmente, esta tercera entrada, que se centra en los dos últimos capítulos del libro, se convierte en una especie de juicio moral sobre cinco décadas de esta forma económica y cultural.

Precisamente, el sexto capítulo del libro se titula «El neoliberalismo a juicio».

Por otro lado, una crisis financiera global provocada en parte por su propia política económica temeraria, permitiría al gobierno de Estados Unidos librarse definitivamente de toda obligación de costear el bienestar de sus ciudadanos salvo en lo que respecta al incremento del poder militar y policial, que podría ser necesario para sofocar el malestar social y para imponer la disciplina a escala global. Es posible que después de haber escuchado con atención las advertencias de figuras como Paul Volcker acerca de la elevada probabilidad de una grave crisis financiera en los próximos cinco años, prevalezcan algunas voces más sensatas dentro de la clase capitalista. (p. 168)

Recordemos: el texto es de 2006, por lo que los efectos moralmente más nocivos del neoliberalismo (en esencia, la respuesta a la crisis económica de 2007-8) aún no habían sucedido. Harvey ya avanzaba dicha crisis, pero no era consciente aún de cómo todo el sistema se retorcería para proteger a los bancos y reflotarlos, para no juzgar (ni legal ni moralmente) a los principales causantes de la crisis y para aprovechar sus efectos para seguir obteniendo beneficios (como explicó brillantemente Raquel Rolnik en La guerra de los lugares, la crisis de las subpymes en Estados Unidos y de las hipotecas en Europa sirvió para que los fondos de inversión se hiciesen con una enorme cartera de viviendas –en algunos casos, regalada con fondos públicos, como en España con el Sareb, que ya nos explicó Manuel Gabarre en Tocar fondo. La mano invisible tras la subida del alquiler— que luego usaron para aumentar artificialmente los precios del alquiler).

Uno de los mitos neoliberales es que el libre funcionamiento del mercado es el mejor estímulo para el crecimiento. Falso.

Las tasas de crecimiento global agregadas fueron del 3,5 % aproximadamente durante la década de 1960, y durante la turbulenta década de 1970 tan sólo cayeron al 2,4 %. Pero las tasas de crecimiento posteriores, del 1,4 y del 1,1 % de las décadas de 1980 y de 1990 respectivamente (y una tasa que apenas roza el 1% desde 2000) indican que la neoliberalización ha sido un rotundo fracaso para la estimulación del crecimiento en todo el mundo. En algunos casos, como en los territorios de la antigua Unión Soviética y en aquellos países de Europa central que se sometieron a la «terapia de choque» neoliberal, se han producido pérdidas catastróficas. Durante la década de 1990, la renta per cápita en Rusia descendió a una tasa del 3,5 % anual. Una gran parte de la población se vio sumida en la pobreza y como resultado la expectativa de vida en los varones descendió 5 años. La experiencia ucraniana fue similar. Únicamente Polonia, que desobedeció las recomendaciones del FMI, mostró una apreciable mejoría. (p. 169)

Donde sí ha tenido éxito ha sido en dos vertientes: por un lado, la «volatilidad del desarrollo geográfico desigual se ha acelerado», lo que supone que ciertos territorios han podido avanzar de forma espectacular (durante un tiempo, al menos) a costa de otros. Eso permitía reforzar la idea de que había una competición y los más aptos estaban sobreviviendo o triunfando. Esa misma idea se da en la segunda vertiente:

La neoliberalización, en tanto que proceso y no como teoría, ha tenido un éxito arrollador desde el punto de vista de las clases altas. O bien ha servido para restituir el poder de clase a las clases dominantes (como en Estados Unidos y hasta cierto punto en Gran Bretaña) o bien ha creado las condiciones para la formación de una clase capitalista (como en China, Rusia, India y otros lugares). Gracias al dominio de los medios de comunicación por los intereses de las clases altas, pudo propagarse el mito de que los Estados fracasaban desde el punto de vista económico porque no eran competitivos (creando, por lo tanto, una demanda de reformas todavía más neoliberales). El incremento de la desigualdad social dentro de un territorio era interpretado como algo necesario para estimular el riesgo y la innovación empresariales que propiciaban el poder competitivo e impulsaban el crecimiento. Si las condiciones de vida entre las clases más bajas de la sociedad se deterioraban, ésto se debía a su incapacidad, en general debida a razones personales y culturales, para aumentar su capital humano (a través de la dedicación a la educación, a la adquisición de una ética protestante del trabajo y la sumisión a la flexibilidad y a la disciplina laborales, etc.). En definitiva, los problemas concretos emergen por la falta de fuerza competitiva o por fracasos personales, culturales y políticos. En un mundo darwiniano neoliberal, según esta línea de razonamiento, únicamente los más aptos sobreviven, o deberían sobrevivir. (p. 172)

Este proceso se ha reflejado en las ciudades globales, que «se han convertido en grandiosas islas de riqueza y de privilegio, con altísimos rascacielos y millones de millones de metros cuadrados de espacio de oficinas destinados a albergar estas operaciones» (p. 173). Ello ha venido vinculado con un extraordinario avance en las teorías de la información, que para Harvey «es la tecnología privilegiada del neoliberalismo», porque permite acelerar la flexibilidad del mercado y porque tiene mayor efecto en las «emergentes industrias culturales», donde ha sido más relevante que en la propia producción de mercancías.

Para Harvey, sin embargo, el principal logro del neoliberalismo «ha consistido en redistribuir, no en generar, la riqueza y la renta», algo que ya analizó en el libro Espacios de esperanza, que aún no hemos leído. Parece que allí exploró lo que denomina «acumulación por desposesión», que tiene cuatro aspectos esenciales y que reseñamos brevemente (pero que seguramente lo haremos más a fondo cuando leamos el libro):

  • 1. Privatización y mercantilización. Que es la apertura al mercado de ámbitos que hasta ese momento se habían considerado fuera de él: la vivienda es un ejemplo palpable, pero también la educación, asistencia sanitario, incluso el sistema de pensiones, la seguridad privada o la «privatización» de las fuerzas militares, en referencia a los «contratistas privados» que lucharon en Irak. Incluye también la mercantilización de la cultura: el turismo, la música, las propias ciudades, cuyos edificios y espacios públicos se convierten en un bien de consumo cuyos beneficios acaban, en general, en manos privadas.
  • 2. Financiarización. O, en términos muy generales, la circulación cada vez más veloz del capital y la posibilidad de obtener dinero entre las fisuras de las transacciones de los bienes producidos. Es decir: fondos buitres, fondos de inversión y similares.
  • 3. La gestión y la manipulación de la crisis. O la utilización de la deuda como forma de someter a países y acumular beneficios, privándoles de las reformas necesarias para beneficiar a su población a cambio de que deban refinanciar constantemente esa deuda. En palabras de Stiglitz: «Qué mundo tan curioso, en el que los países pobres están en efecto financiando a los ricos.» (Stiglitz, El malestar en la globalización, citado a menudo por Harvey en este libro.)
  • 4. Redistribuciones estatales. Incluye todos los pasos (descarados o no) que da el Estado para invertir el flujo de riqueza que se dio durante los años del keynesianismo: si entonces se gravaba la riqueza de los que más tenían para beneficiar a los que menos (o redistribuir, en general), ahora se recauda de los que menos tiene para beneficiar a los que más. Ejemplos de ello los hay a patadas: desde el Sareb que ya hemos mentado (comprar viviendas a precio de mercado por parte del Estado para revenderlas a los fondos de inversión a precio de saldo), la evolución de vivienda pública a vivienda privada en Gran Bretaña, la reducción de la tributación de las empresas que más facturan frente al aumento de los impuestos no progresivos).

Y, finalmente, lo que Harvey denomina «la mercantilización de todo».

Presumir que los mercados y las señales del mercado son el mejor modo de determinar todas las decisiones relativas a la distribución, es presumir que en principio todo puede ser tratado como una mercancía. La mercantilización presume la existencia de derechos de propiedad sobre procesos, cosas y relaciones sociales, que puede ponerse un precio a los mismos y que pueden ser objeto de comercio sujeto a un contrato legal. Se presume que el mercado funciona como una guía apropiada -una ética- para todas las facetas de la acción humana. (p. 181)

Paradójicamente, es más fácil que se acabe culpando a la izquierda, a los homosexuales (o la nueva fuente de todos los males sociales, las personas transexuales), «a Hollywood o a los posmodernos» de «la desintegración y la inmoralidad social» cuando éstas tienen mucha más relación con los empresarios a los que se idolatra, desde Rupert Murdoch hasta Jeff Bezos. La neoliberalización es la que presenta todos los bienes, productos y contratos como algo flexible, temporal, susceptible de mutar en cuanto convenga. Es un poco el ejemplo, que ya pusimos en la primera entrada, de cómo la flexibilidad laboral supuestamente va a permitir que todo trabajador negocie las condiciones que más le convengan; y cómo, en la práctica, esto se traduce en que una enorme mayoría, que no tiene poder de negociación, ve desmejoradas sus condiciones laborales bajo el pretexto de que hay disponible mano de obra más barata.

Pero, ¿cómo enfrentar algo que, aún siendo global y general, se presenta de modo fragmentario?

La acumulación por desposesión implica un conjunto muy distinto de prácticas desde la acumulación hasta la expansión del trabajo asalariado en la industria y en la agricultura. Este último proceso, que dominó los procesos de acumulación de capital en la década de 1950 y 1960, dio lugar a una cultura opositora (como la que se inscribe en los sindicatos y en los partidos políticos obreros) que produjo el liberalismo embridado. Por otro lado, la desposesión se produce de manera fragmentada y particular: una privatización aquí, un proceso de degradación medioambiental allá, o una crisis financiera o de endeudamiento acullá. Es difícil oponerse a toda esta especificidad y particularidad sin apelar a principios universales. La desposesión entraña la pérdida de derechos. (p. 195)

El último capítulo, «El horizonte de la libertad», se plantea si estamos cerca del fin del neoliberalismo, en parte debido a la (ya evidente en 2006, mucho más evidente ahora) caída de la hegemonía estadounidense como faro mundial. El neoliberalismo es, grosso modo, una imposición del modo de hacer estadounidense (ni siquiera eso: del modo de hacer de las costas de Estados Unidos) al resto del mundo; con la salvedad de que el país americano ha sido siempre un agente libre, imponiendo a los demás lo que no ha permitido para sí mismo; primero mediante hegemonía industrial, luego económica, finalmente, cultural; y con la amenaza militar siempre detrás. A día de hoy estamos en un mundo que vuelve a ser multipolar, con al menos un actor al nivel de Estados Unidos (China), sino superior en determinados aspectos, y otro que les va a la zaga (Rusia), con otros polos (Europa, India, algunos que seguro se nos escapan, pues en el blog no pretendemos ser expertos en un tema tan complejo como es la geopolítica actual). Por lo tanto, el planteamiento de Harvey es consistente: ¿acarreará el fin de la hegemonía estadounidense el fin del neoliberalismo, en algunos aspectos o en su totalidad? Aunque el otro agente, China, es también uno de los dos grandes valedores del propio neoliberalismo (para Harvey son ambos, Estados Unidos y China).

Una de las alternativas por las que podía optar Estados Unidos, escribía Harvey, era el militarismo, asociado al neoconservadurismo: la creación (real o ficticia) de enemigos exteriores (terroristas, rusos, chinos) a los que haya que vencer y cuya derrota justifique todos los medios ante el pueblo americano, ya sean inflación, pérdida de poder adquisitivo o épocas duras; lo cual, claro, no vendría originado por esas guerras, sino pro el propio sistema económica; pero las guerras serían la excusa para justificar las penurias y alargar la vida del neoliberalismo. A la vista de la guerra de Ucrania, no parece un paso descabellado…

Y, sin embargo, acabaremos como lo hace Harvey en todos sus libros: con una nota de optimismo y esperanza y la posibilidad de que surjan alternativas al neoliberalismo. Surgen fisuras entre lo que proclama la doctrina neoliberal (que lo hace todo en aras del bien común) y los efectos de sus acciones (que son siempre en bien de una pequeña clase acaudalada dominante) y esas fisuras son ya algo evidente para todos. Surgen resistencias contra la «acumulación por desposesión», contra el nuevo papel del Estado como garante de los derechos neoliberales, contra la destrucción apabullante de los ecosistemas y el cambio climático.

Hay una perspectiva de la libertad muchísimo más noble que ganar que la que predica el neoliberalismo. Hay un sistema de gobierno muchísimo más valioso que construir que el que permite el neoconservadurismo. (p. 225)

Breve historia del neoliberalismo (II): hacia el consentimiento social

En la primera entrada de Breve historia del neoliberalismo, Harvey recorría las condiciones económicas y políticas que llevaron al cambio, en la década de los años 70 del siglo pasado, de un intervencionismo keynesiano, preocupado por el bienestar de la población y un pleno empleo, hacia un neoliberalismo obcecado en la consecución de beneficios y la reducción del Estado del bienestar. En algunos países, el cambio fue brusco y definitivo, como Chile o Argentina, es decir, mediante un golpe militar respaldado por las clases altas y la represión consiguiente. Pero, en muchos otros países, la aceptación de la doctrina neoliberal «tuvo que consumarse a través de medios democráticos» (p. 47). Veamos cómo sucedió.

Los movimientos contraculturales de los años 60 reclamaban una mayor porción de libertades individuales; eso es algo que el neoliberalismo pudo aprovechar, dejando de lado, eso sí, las reivindicaciones por la justicia social que también acompañaban a las contraculturas o a los estudiantes de mayo del 68, por ejemplo.

Para la mayor parte de las personas comprometidas en el movimiento del 68, el enemigo era un Estado intrusivo que tenía que ser reformado. Y, en este punto, los neoliberales no tenían mucho que objetar. Pero las corporaciones, las empresas y el sistema de mercado capitalista también eran considerados enemigos primordiales que exigían ser revisados, cuando no ser objeto de una transformación revolucionaria: de ahí la amenaza al poder de clase capitalista. A través de la captura de los ideales de la libertad individual y volviéndolos contra las prácticas intervencionistas y reguladoras del Estado, los intereses de la clase capitalista podían esperar proteger e incluso restaurar su posición. El neoliberalismo podía desempeñar de manera excelente esta tarea ideológica. Pero debía estar respaldado por una estrategia práctica que pusiera el énfasis en la libertad de elección del consumidor, no sólo respecto a productos concretos, sino también respecto a estilos de vida, modos de expresión y una amplia gama de prácticas culturales. La neoliberalización requería tanto política como económicamente, la construcción de una cultura populista neoliberal basada en un mercado de consumismo diferenciado y en el libertarismo individual. En este sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado «posmodernidad», que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas pero que ahora podría alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural. Este fue el desafío que las corporaciones y las elites de clase decidieron fraguar de manera velada en la década de 1980. (p. 50)

La posmodernidad había erradicado, por ejemplo, el concepto de autoridad: en su desafío (necesario) a un patriarcado machista, colonial y etnocentrista, se desgarró el concepto y ahora cualquiera, con suficiente volumen de ventas o publicidad detrás, podía consagrarse a lo alto del podio. Ojo: nada de esto, ya lo aclara Harvey, fue un movimiento premeditado con unas élites todopoderosas que decidieron el rumbo, sino una especie de camino tortuoso que, a medida que se iba transitando, se iba volviendo más claro. Podríamos añadir aquí la estética del yuppie triunfador de los 80 de la que hablaba Neil Smith en La nueva frontera urbana o el paso de una estética genérica del hombre medio en los años 50 a la del lujo capitalista de los 90 que vimos hace nada en La ciudad global de Saskia Sassen.

La doble crisis de acumulación de capital y de poder de clase encontró una línea de respuesta en las trincheras de las luchas urbanas de la década de 1970. La crisis fiscal de la ciudad de Nueva York fue un caso simbólico. La reestructuración capitalista y la desindustrialización habían venido erosionando durante varios años la base económica de la ciudad, y la acelerada suburbanización había sumido en la pobreza a gran parte de la población del centro de la ciudad. Fruto de estos procesos fue un beligerante descontento social entre los sectores marginados durante la década de 1960 que definió lo que vino a conocerse como «la crisis urbana» (debido a la emergencia de problemas similares en muchas ciudades de Estados Unidos). La expansión del empleo público y de la provisión pública de bienes y servicios -facilitada en parte por una generosa financiación federal- fue considerada como la solución adecuada. Pero ante las dificultades fiscales que se le presentaba, el presidente Nixon declaró sin más el fin de la crisis a principios de la década de 1970. Si bien no dejaba de ser una novedad para muchos moradores de la ciudad, en efecto, señalaba la disminución de la ayuda federal. Cuando la recesión cobró mayor intensidad, la brecha entre los ingresos y los gastos en el presupuesto de la ciudad de Nueva York (que ya era extensa a causa del abuso del crédito durante mucho tiempo) se incrementó. En un principio, las instituciones financieras estuvieron dispuestas a cubrir este agujero, pero en 1975 una potente camarilla de bancos de inversión (encabezados por el banquero Walter Wriston, de Citibank) se negó a refinanciar la deuda y empujó a la ciudad a una quiebra técnica. La operación de rescate organizada para salvar a la ciudad conllevó la creación de nuevas instituciones que asumieran la gestión del presupuesto de la ciudad. Primero reclamaron que los impuestos municipales se dedicaran en primer lugar a pagar a los titulares de bonos y después que el resto se destinase a los servicios esenciales de la ciudad. Esta operación se saldó con la frustración de las aspiraciones de los fuertes sindicatos de los trabajadores municipales, con la imposición de medidas de congelación salarial y con recortes en el empleo público y en la provisión de servicios sociales (educación, sanidad pública, servicios de transporte), y con la imposición de tasas a los usuarios (por vez primera se introdujeron tasas de matriculación en el sistema de la universidad de CUNY). El ultraje final llegó con la exigencia de que los sindicatos municipales debían invertir sus fondos de pensiones en bonos de la ciudad. Así pues, los sindicatos se encontraron en la tesitura de que si no moderaban sus demandas se enfrentarían a la perspectiva de perder sus fondos de pensiones a causa de la quiebra de la ciudad.

Esto equivalió a un golpe perpetrado por las instituciones financieras contra el gobierno democráticamente elegido de la ciudad de Nueva York, y no fue menos efectivo que el golpe militar que previamente se había producido en Chile. En medio de una crisis fiscal, la riqueza era redistribuida hacia las clases altas. (p. 53)

Hubo resistencias sociales a las imposiciones del capital, pero no sirvieron de nada. Las conquistas de la clase obrera se desvanecieron, el ambiente en la ciudad se enrareció y los barrios que ya arrastraban problemas de pobreza debido al redlining (es decir, el momento en que la FHA decidió prestar dinero a los blancos para que se mudasen a las afueras de las ciudades, a los entornos residenciales conocidos en inglés como suburbs, y dejó en los barrios centrales de las ciudades a los negros y a los pobres) se convirtieron en guetos (los mismos guetos que luego serían gentrificados durante los años 80).

La ciudad, sin fondos, recurrió a una serie de medidas neoliberales. La primera fue la creación de un clima adecuado para las negocios, invirtiendo dinero público en infraestructuras de las que se iba a aprovechar las empresas (como las telecomunicaciones), además de incentivos fiscales y subvenciones. Por otro lado, se recurrió al sector privado para gestionar lo que hasta entonces había sido público, con la lógica extracción de beneficio y la exclusión de quienes no podían pagarlo. Y, finalmente, se proyectó la ciudad como un destino turístico y centro cultural alternativo, simbolizado con la potente campaña publicitaria (lanzada inicialmente sólo para 4 meses) «I love New York» (I ❤ NY). «La exploración narcisista del yo, la sexualidad y la identidad se convirtieron en el leitmotiv de la cultura urbana burguesa» (p. 55; y, de fondo, resuenan tanto el Lipovetsky de La era del vacío como las Rosalyn Deutsch y Cara Gendel Ryan de de El bello arte de la gentrificación).

Si por un lado la ciudad se convertía en «el epicentro de la experimentación cultural e intelectual posmoderna», por el otro «su gobierno se organizó cada vez más como una entidad empresarial en lugar de socialdemócrata o siquiera gerencial». «La competencia
interurbana por el capital de inversión transformó al gobierno en un modelo de gestión
urbano articulado en torno a asociaciones público-privadas» (p. 56). El modelo no haría más que polarizarse con las progresivas crisis del crack en los 80 y del SIDA en los 90, ambas con impactos demoledores en las clases bajas de la ciudad, hasta llegar a la ciudad revanchista de la que hablaba Neil Smith simbolizada por las luchas por la plaza Tompkins (que, por supuesto, ganó el capital).

La crisis de Nueva York es simbólica porque dejó claros un par de asuntos en la palestra internacional, al menos, la de las grandes ciudades: por un lado, que, en caso de conflicto entre los beneficios empresariales y el bienestar de la sociedad, se daría preferencia a los primeros; y, por el otro, que la necesidad del gobierno era crear un clima propicio a los negocios, no para el bienestar de la población.

La misma evolución se dio en la política, con leyes que cada vez regulaban menos las relaciones entre unos y otros, como el derecho establecido por el Tribunal Supremo en 1976 (mediante sentencia) de las compañías a realizar «contribuciones ilimitadas», con la lógica compra de políticos que eso conlleva. En ese sentido, el Partido Republicano, en su búsqueda de nuevos votantes, se alió con la derecha cristiana, buscando valores que en lo positivo se acercaban a una identidad americana y la defensa de la nación y, en lo negativo, hacia un racismo, antifeminismo y homofobia declarados, auspiciados por la «lucha contra los excesos de los liberales». El Partido Demócrata, por su lado, estaba en la misma pugna en que vimos al partido laborista en Reino Unido en la anterior entrada: por un lado buscaban una cierta intervención socialdemócrata (con los enormes límites que ese significado puede tener en Estados Unidos) y, por el otro, cuando alcanzaron el poder defendieron a la clase financiera, con un Clinton que claramente fue firme defensor de una globalización de la financiarización y de la preferencia de las acciones sobre el bien social.

Con Reagan se derruyeron los derechos de los trabajadores («En 1983, se tardó menos de 6 meses en revertir casi el 40 % de las decisiones que habían sido tomadas en la década de 1970 y que a la luz de los intereses comerciales eran demasiado favorables a la fuerza de trabajo», p. 61), hubo privatizaciones encubiertas (por ejemplo, investigaciones farmacéuticas financiadas por el Estado pero rentabilizadas por compañías privadas) y, con unas tasas de desempleo de alrededor del 10% a mediados de los 80, la actividad industrial, tradicionalmente concentrada en el Norte del país, se trasladó al sur, al Sunbelt, donde los sindicatos tenían mucho menos poder; o aún más al sur, hacia México; o aún a otro sur (éste no cardinal, sino simbólico), el sudeste asiático.

La forma de implantar estos cambios no fue mediante el palo, sino mediante la zanahoria. Se publicitó la posibilidad de tener un trabajo flexible, libre de las ataduras de los sindicatos, la opción a elegir los propios horarios… la larga retahíla de excusas neoliberales que vimos, por ejemplo, con el tema de los riders y que, es cierto, suenan bien y son atractivas… pero sólo para aquellos que puedan aplicarlas. El libre contrato entre capital y mano de obra es atractivo únicamente para aquellos trabajadores de alto nivel que tienen capacidad de maniobra y que pueden negociar de tú a tú; para todos los trabajadores de bajo nivel se convierte en un «hay gente que lo hará por menos dinero, así que, si no lo aceptas tú, lo hará otro».

Esta debacle laboral se revistió de intelectualidad con «las escuelas de estudios empresariales que emergieron en prestigiosas universidades como Standford y Harvard gracias a la generosa financiación brindada por corporaciones y fundaciones, [que] se convirtieron en centros de la ortodoxia neoliberal desde el preciso momento en que abrieron sus puertas» (p. 63). La existencia de estos centros validaba la teoría neoliberal al tiempo que la extendía por el mundo (no en vano, Estados Unidos sigue siendo la potencia mundial en muchos ámbitos), además de propulsarla hacia los centros de política y gestión mundiales, como el FMI o el Banco Mundial. Los MBA y los centros de negocios sirven también como lugar de encuentro de las clases altas de cada país, una especie de club de campo o un «rito de paso» que los altos ejecutivos utilizan como criba para seleccionar quién es de los suyos y quién no.

Las cosas fueron algo distintas en Gran Bretaña. Para empezar, el Estado del bienestar era mucho más amplio que en Estados Unidos, ciertas industrias esenciales estaban nacionalizadas (carbón, acero e industria automovilística) y existía un enorme parque de vivienda pública. La llegada de Thatcher al poder vino precedida por un gobierno laboralista (a partir de 1974) que, en plena crisis económica, se enfrentó a la disyuntiva entre ceder a las restricciones que el FMI y el Banco Mundial le imponían o devaluar la libra y provocar pérdidas a la City de Londres; lógicamente, optaron por lo primero, actuando en contra de su electorado, lo que acabó llevando a huelgas y disturbios complejos, el caldo de cultivo perfecto para una victoria conservadora.

Thatcher se encargó holgadamente de la domesticación de la clase obrera a base de desmantelar sindicatos. El clima económico no ayudaba: es más complicado reclamar los derechos cuando el paro aumenta y la inflación aprieta. Hubo otros factores, como la pérdida de algunas ciudades de sus industrias, que se deslocalizaban a entornos con mano de obra más sumisa (como vimos en el caso de Glasgow en La metamorfosis de la ciudad industrial, de María Victoria Gómez García). Las pocas industrias que siguieron siendo rentables, fueron privatizadas por Thatcher con la excusa perfecta de que iba a proporcionar dinero (a corto plazo, algo que el neoliberalismo nunca tiene en cuenta cuando privatiza los sectores públicos). Carbón, aerolíneas, telecomunicaciones, acero, electricidad, gas, petróleo… todas ellas fueron privatizadas, un poco con la excusa de dar al mundo la visión de las bondades de la privatización. El último paso fue, como ya vimos en La guerra de los lugares, la venta de la vivienda pública a sus inquilinos, que lo vieron al principio como un movimiento fantástico (pasaban a ser propietarios) sin ser conscientes de la trampa que se venía encima y del enorme aumento de los precios de la vivienda que se iban a generar.

A la vez que los vínculos de la solidaridad obrera menguaban bajo la presión que se ejercía sobre ella y las estructuras del mercado laboral se veían radicalmente transformadas a través de la desindustrialización, los valores de la clase media se extendían más ampliamente para integrar a muchos de los que antaño tuvieron una firme identidad de clase. La apertura de Gran Bretaña a un mercado más libre permitió el florecimiento de la cultura de consumo, mientras la proliferación de instituciones financieras situó cada vez más en el centro de una antes, sobria forma de vida británica, una cultura de endeudamiento. (p. 71)

El tercer capítulo trata sobre las lógicas contradicciones y tensiones que se generan con el papel del Estado neoliberal. Por un lado tiene que estar ausente y permitir que las transacciones capitalistas fluyan libremente; por el otro, sin embargo, también tiene que estar y garantizar la seguridad de las mismas y su fluidez; tiene, además, que crear el clima adecuado, incentivar con políticas el beneficio, gestionarse a sí mismo de modo eficiente (casi empresarial) y, para rematar la tarea: en cuanto el capital lo necesita, el Estado debe abandonar toda esa doctrina… y acudir al rescate de las empresas privadas que no están dando los frutos adecuados.

La misma contradicción sucede con el planteamiento de la sociedad.

Si bien se supone que los individuos son libres para elegir, se da por sentado que no van a optar porque se desarrollen fuertes instituciones colectivas (como los sindicatos) aunque sí débiles asociaciones voluntarias (como las organizaciones benéficas). Por supuesto, no deberían escoger asociarse para crear partidos políticos con el objetivo de obligar al Estado a intervenir en el mercado, o eliminarlo. Para protegerse frente a sus grandes miedos -el fascismo, el comunismo, el socialismo, el populismo autoritario e incluso el gobierno de la mayoría-, los neoliberales tienen que poner fuertes límites al gobierno democrático y apoyarse, en cambio, en instituciones no democráticas ni políticamente responsables (como la Reserva Federal o el FMI) para tomar decisiones determinantes. Ésto crea la paradoja de una intensa intervención y gobierno por parte de elites y de “expertos” en un mundo en el que se supone que el Estado no es intervencionista. (p. 77)

«Por un lado, se espera que el Estado neoliberal ocupe el asiento trasero y simplemente disponga el escenario para que el mercado funcione, por otro, se asume que adoptará una actitud activa para crear un clima óptimo para los negocios y que actuará como una entidad competitiva en la política global. En este último papel tiene que funcionar como una entidad corporativa, y ésto plantea el problema de cómo asegurar la lealtad de los ciudadanos.» (p. 88) Esto, que por un lado no debería ser problemático (al fin y al cabo, ¿el neoliberalismo no se basa en las libertades individuales?), lo es cuando esos mismos ciudadanos, libremente, deciden afiliarse en sindicatos, reivindicar mejoras obreras, una cierta mirada hacia el desastre ecológico capitalista o cualquier otro asunto que al capital no le interese.

Por otro lado, si el único baremo real es el mercado, se crea una acusada falta de cohesión; la sociedad se deshace.

En el plano popular, la expansión de las libertades de mercado y de la mercantilización de todo lo existente, puede escaparse al control muy fácilmente y generar una sustancial falta de cohesión social. La destrucción de todos los vínculos de solidaridad social e, incluso, como sugirió Thatcher, de la propia idea de sociedad como tal, abre un enorme vacío en el orden social. Se vuelve entonces especialmente difícil combatir la anomia y controlar las conductas antisociales concomitantes que surgen, como la criminalidad, la pornografía o la práctica de la esclavización de otras personas. (p. 90)

De ahí surgen nuevos intereses y nuevas formas de asociarse y las antiguas cobran nuevo vigor, en una búsqueda permanente de un vacío social que antes llenaban el Estado o la clase pero que ahora, perdida la individualidad de los primeros (en aras de volverse empresas) y disuelta la otra (por voluntad de la clase alta, paradójicamente, que no permite que el tema de la clase aflore y en cambio busca segmentarnos mediante prácticas de consumo), necesitan reafirmarse de modos alternos.

Como ya hiciese Castells en El poder de la identidad, uno de los ejemplos que escoge Harvey es el neoconservadurismo estadounidense y su vinculación con el capital y las tendencias políticas de derechas, así como el paso a una militarización creciente que veía enemigos externos. Esto, escrito en 2006, fecha de publicación del libro, no ha hecho más que crecer hasta llevar al creciente conflicto de Ucrania, que no es más que una extensión de la lucha de Estados Unidos por evitar su caída como potencia mundial.

El cuarto capítulo recorre la expansión neoliberal, sobre todo, desde que fue impulsada por sectores de centro-izquierda como Clinton y Blair, apoyados por el ariete formado por el FMI y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, para crear lo que acabaría siendo conocido como el «Consenso de Washington». Por ejemplo, en los países asiáticos se les pidió abrir fronteras y reducir gasto público; los países que siguieron esas indicaciones sufrieron mayor recesión que los que se negaron. El dinero que llegó a los primeros se fue tan rápido como había llegado (siempre hay nuevos mercados por explotar); el FMI aconsejó elevar los tipos de interés, lo que llevó a una recesión. Cuando el valor de los activos se desplomó, el FMI aconsejó vender a precio de ganga; de modo que, los mismos bancos e instituciones que habían obtenido un enorme beneficio al entrar en los países lo obtuvieron también al comprar a precio de saldo sus principales industrias y mercados.

Un análisis más desgranado indica que existe un amplio abanico de factores que afectan al grado de neoliberalización alcanzado en cada caso concreto. Los análisis más convencionales de las fuerzas en juego se concentran en cierta combinación formada por el poder de las ideas neoliberales (se considera particularmente fuerte en los casos de Gran Bretaña y Chile), por la necesidad de responder a crisis financieras de varios tipos (como en México y Corea del Sur) y por un enfoque más pragmático de la reforma del aparato estatal (como en Francia y en China) para mejorar la posición competitiva en el mercado global. Aunque todos estos elementos han sido de cierta relevancia, la ausencia de todo análisis de las fuerzas de clase que podrían estar operando en este proceso, es bastante inquietante. La posibilidad, por ejemplo, de que las ideas dominantes pudieran ser las de cierta clase dominante ni siquiera es considerada, a pesar de que hay evidencias abrumadoras de que se han producido potentes intervenciones por parte de las elites empresariales y de los intereses financieros en la producción de ideas y de ideología a través de la inversión en think-tanks, en la formación de tecnócratas y en el dominio de los medios de comunicación. La posibilidad de que las crisis financieras pudieran estar causadas por una huelga de capital, una fuga de capitales o la especulación financiera, o de que sean urdidas deliberadamente para facilitar la acumulación por desposesión, es descartada como demasiado conspirativa, incluso ante innumerables indicios que hacen sospechar la existencia de ataques especulativos coordinados sobre una moneda u otra. (p. 126)

El quinto capítulo aborda el neoliberalismo chino. Es más que interesante, pero no entraremos al exceder los propósitos del blog (aunque a menudo hemos puesto el ojo en China para observar tanto sus desmanes de control tecnológicos como las revoluciones urbanas que se dan en el Delta del río de las Perlas).

Los dos últimos capítulos se centran en un juicio moral hacia estos 50 años de neoliberalismo. Con ellos, que reseñaremos en la próxima entrada, concluiremos esta Breve historia del neoliberalismo.

Breve historia del neoliberalismo (I), David Harvey

Si le podemos hacer un reproche a Breve historia del neoliberalismo (publicado en 2005, leemos la edición de Akal de 2007 traducida por Ana Varela Mateos), de nuestro admirado David Harvey, es no poder reproducirlo por entero en el blog. Y probablemente él lo permitiría, pero, dada su extensión, nos toca reseñarlo. Hecho al que nos enfrentamos con extremo placer.

De Harvey ya hemos leído Espacios del capital, La condición de la posmodernidad, Ciudades rebeldes (entre otros) y, hace nada, Urbanismo y desigualdad social, donde ya dejaba clara su posición como geógrafo y su tradición, la marxista. Breve historia del neoliberalismo es un estudio sobre cómo hemos pasado de la visión keynesiana de la postguerra a un neoliberalismo extremo donde todo elemento de la sociedad está mercantilizada y el dinero parece el único valor con el que medirlo todo.

No sería de extrañar que los historiadores del futuro vieran los años comprendidos entre 1978 y 1980 como un punto de inflexión revolucionario en la historia social y económica del mundo. En 1978 Deng Xiaoping emprendió los primeros pasos decisivos hacia la liberalización de una economía comunista en un país que integra la quinta parte de la población mundial. En el plazo de dos décadas, el camino trazado por Deng iba a transformar China, un área cerrada y atrasada del mundo, en un centro de dinamismo capitalista abierto con una tasa de crecimiento sostenido sin precedentes en la historia de la humanidad. En la costa opuesta del Pacífico, y bajo circunstancias bastante distintas, un personaje relativamente oscuro (aunque ahora famoso) llamado Paul Volcker asumió el mando de la Reserva Federal de Estados Unidos en julio de 1979, y en pocos meses ejecutó una drástica transformación de la política monetaria. A partir de ese momento, la Reserva Federal se puso al frente de la lucha contra la inflación, sin importar las posibles consecuencias (particularmente, en lo relativo al desempleo). Al otro lado del Atlántico, Margaret Thatcher ya había sido elegida primera ministra de Gran Bretaña en mayo de 1979, con el compromiso de domeñar el poder de los sindicatos y de acabar con el deplorable estancamiento inflacionario en el que había permanecido sumido el país durante la década anterior. Inmediatamente después, en 1980, Ronald Reagan era elegido presidente de Estados Unidos y, armado con su encanto y con su carisma personal, colocó a Estados Unidos en el rumbo de la revitalización de su economía apoyando las acciones de Volcker en la Reserva Federal y añadiendo su propia receta de políticas para socavar el poder de los trabajadores, desregular la industria, la agricultura y la extracción de recursos, y suprimir las trabas que pesaban sobre los poderes financieros tanto internamente como a escala mundial. A partir de estos múltiples epicentros, los impulsos revolucionarios parecieron propagarse y reverberar para rehacer el mundo que nos rodea bajo una imagen completamente distinta. (p. 5)

Unos cambios tan complejos no suceden del día a la mañana. El logro de estos personajes (Thatcher, Reagan, Xiaoping, Volcker) fue, según Harvey, que consiguieron convertir unos discursos minoritarios que llevaban tiempo en circulación en mayoritarios.

El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas. (p. 6)

En la introducción, Harvey vuelve a recalcar la importancia que el neoliberalismo otorga a las nuevas tecnologías de la información, que son la que le permiten controlar el cada vez más veloz movimiento de la mercancía, con los apuntes que daba Lyotard sobre la condición de la postmodernidad y con la compresión espacio-temporal que el propio Harvey analizó como base de la acumulación flexible en La condición de la posmodernidad.

«Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la
dignidad y de la libertad individual, como pilar fundamental que consideraron “los
valores centrales de la civilización”» (p. 11). De ahí dieron un salto con tirabuzón y consideraron que «las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio», que es la base del pensamiento neoliberal: que la mano del mercado lo equilibrará todo, pese a las múltiples evidencias en contra que hemos vivido en estas cinco décadas de dominación neoliberal.

La organización neoliberal, que en principio debería basarse en una multiplicidad de actores libres que operan según las leyes de mercado, necesita, sin embargo, unos actores que garanticen las necesidades de este mercado: y ahí surge el Estado neoliberal, siempre interesado en mantener todas las condiciones que beneficien a la acumulación de capital, antes que a una mayoría de sus ciudadanos.

La reestructuración de las formas estatales y de las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial estaba concebida para prevenir un regreso a las catastróficas condiciones que habían amenazado como nunca antes el orden capitalista en la gran depresión de la década de 1930. Al parecer, también iba a evitar la reemergencia de las rivalidades geopolíticas interestatales que habían desatado la guerra. Como medida para asegurar la paz y la tranquilidad en la escena doméstica, había que construir cierta forma de compromiso de clase entre el capital y la fuerza de trabajo. Tal vez, el mejor retrato del pensamiento de la época se encuentre en un influyente texto escrito por dos eminentes sociólogos, Robert Dahl y Charles Lindblom, que fue publicado en 1953. En opinión de ambos autores, tanto el capitalismo como el comunismo en su versión pura, habían fracasado. El único horizonte por delante era construir la combinación precisa de Estado, mercado e instituciones democráticas para garantizar la paz, la integración, el bienestar y la estabilidad. En el plano internacional, un nuevo orden mundial era erigido a través de los acuerdos de Bretton Woods, y se crearon diversas instituciones como la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, que tenían como finalidad contribuir a la estabilización de las relaciones internacionales. Asimismo, se incentivó el libre comercio de bienes mediante un sistema de tipos de cambio fijos, sujeto a la convertibilidad del dólar estadounidense en oro a un precio fijo. Los tipos de cambio fijos eran incompatibles con la libertad de los flujos de capital que tenían que ser controlados, pero Estados Unidos tenía que permitir la libre circulación del dólar más allá de sus fronteras si el dólar iba a funcionar como moneda de reserva global. Este sistema existió bajo el paraguas protector de la potencia militar de Estados Unidos. Únicamente la Unión Soviética y la Guerra Fría imponían un límite a su alcance global. (p. 16)

Como resultado de los procesos anteriores, en Europa surgieron una serie de Estados «socialdemócratas, democristianos y dirigistas»; Estados Unidos tendió hacia la democracia liberal y Japón, para agilizar su reconstrucción, hacia una democracia gobernada por una rígida burocracia. Todos ellos tenían en común, sin embargo, «la aceptación de que el Estado debía concentrar su atención en el pleno empleo, en el crecimiento económico y en el bienestar de los ciudadanos, y que el poder estatal debía desplegarse libremente junto a los procesos del mercado -o, si fuera necesario, interviniendo en él o incluso sustituyéndole-, para alcanzar esos objetivos (p. 17). Es decir, seguían unas políticas comúnmente denominadas keynesianas, entre las cuales se daba por sentado que las políticas de mercado estaban, y debían estar, constreñidas por un cerco estatal regulador que velase por el interés común y ciertas industrias o áreas quedaban bajo la tutela del mercado (como el carbón, el acero, las telecomunicaciones o las fuentes de energía). Esta organización político-económica recibe actualmente el nombre de «liberalismo embridado», según Harvey.

Dentro del keynesianismo (o del liberalismo embridado) se consiguió un cierto control tanto de las crisis cíclicas del capitalismo como de las pugnas entre las distintas clases sociales, con fuerte presencia de los sindicatos y de fuerzas de la izquierda política.

A finales de la década de 1960 el liberalismo embridado comenzó a desmoronarse, tanto a escala internacional como dentro de las economías domésticas. En todas partes se hacían evidentes los signos de una grave “crisis de acumulación de capital”. El crecimiento tanto del desempleo como de la inflación se disparó por doquier anunciando la entrada en una fase de “estanflación” global que se prolongó durante la mayor parte de la década de 1970. La caída de los ingresos tributarios y el aumento de los gastos sociales provocaron crisis fiscales en varios Estados (Gran Bretaña, por ejemplo, tuvo que ser rescatada por el FMI en la crisis de 1975-1976). Las políticas keynesianas habían dejado de funcionar. Ya antes de la Guerra árabe-israelí y del embargo de petróleo impuesto por la OPEP en 1973, el sistema de tipos de cambio fijos respaldado por las reservas de oro establecido en Bretton Woods se había ido al traste. (p. 18)

Los dólares, acumulados también en bancos europeos, habían escapado del control de Estados Unidos. Se abandonó el patrón oro y pronto se dejaron atrás, también, los esfuerzos por controlar la fluctuación de los tipos de interés. ¿Cuál debía ser el nuevo rumbo a seguir?

Hubo diversas respuestas. Por parte de la izquierda europea, se propuso un contraataque, reforzar las doctrinas socialistas, mayor control empresarial, tal vez un socialismo de mercado más abierto (dependiendo del país). La batalla se congregó en dos frentes: un poder político de izquierdas que no podría hacer frente a los intereses capitalistas «a favor de la planificación central» y que, cuando alcanzó el poder, en general acabó defraudando a sus votantes y optando por la solución contraria; y los que estaban a favor de la liberación de toda restricción a las libertades de mercado.

Cómo, de ese momento, surgió el neoliberalismo, es la cuestión que aborda Harvey. Viso en retrospectiva, parece un fait accompli; pero no lo era en el momento y no lo fue hasta, por ejemplo, haberse establecido el Consenso de Washington con Clinton y Blair. De hecho, en un primer momento ganó el frente de izquierdas: numerosos partidos de izquierda llegaron al poder e incluso se lanzaron propuestas comunistas (por ejemplo, en Suecia, «el plan Rehn-Meidner proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores/propietarios de participaciones», p. 20).

Los ejemplos de Chile y Argentina (donde hubo un golpe de Estado en el primero, y la toma del poder por los militares en el segundo, ambos «promovidos internamente por las clases altas con el apoyo de Estados Unidos») ofrecía una solución.

Gérard Duménil y Dominique Lévy, tras una cuidadosa reconstrucción de los datos existentes, han concluido que la neoliberalización fue desde su mismo comienzo un proyecto para lograr la restauración del poder de clase. Tras la implementación de las políticas neoliberales a finales de la década de 1970, en Estados Unidos, el porcentaje de la renta nacional en manos del 1 % más rico de la sociedad ascendió hasta alcanzar, a finales del siglo pasado, el 15 % (muy cerca del porcentaje registrado en el periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial). El 0,1 % de los perceptores de las rentas más altas de éste país vio crecer su participación en la renta nacional del 2 % en 1978 a cerca del 6 % en 1999, mientras que la proporción entre la retribución media de los trabajadores y los sueldos percibidos por los altos directivos, pasó de mantener una proporción aproximada de 30 a 1 en 1970, a alcanzar una proporción de 500 a 1 en 2000. (p. 23).

La noeliberalización puede ser interpretada, asegura Harvey, como un proyecto utópico que trata de reorganizar el capitalismo internacional… o «como un proyecto político para restablecer las condiciones para la acumulación de capital y restaurar el poder de las elites económicas» (p. 24). Harvey está convencido, y trata de demostrar en el libro, que se trata del segundo caso. Y una de las pruebas más evidentes es que, cada vez que ha habido un conflicto entre los principios neoliberales y los intereses de clase, han ganado los segundos. Sin ir muy lejos, por ejemplo, todos los rescates bancarios que se dieron en la crisis de 2008 atentaban contra los principios neoliberales; pero, por supuesto, fueron aplicados y ninguno, o una minoría, de los responsables ha sido juzgado.

Rastreando la historia del neoliberalismo, Harvey recurre a la Sociedad Mont Pelerin en 1947 (como ya vimos hacer a Urry en Offshore, por ejemplo). «Los miembros del grupo se describían como “liberales” (en el sentido europeo tradicional) debido a su compromiso fundamental con los ideales de la libertad individual. La etiqueta neoliberal señalaba su adherencia a los principios de mercado libre acuñados por la economía neoclásica, que había emergido en la segunda mitad del siglo XIX (gracias al trabajo de Alfred Marshall, William Stanley Jevons, y Leon Walras) para desplazar las teorías clásicas de Adam Smith, David Ricardo y, por supuesto, Karl Marx.» (p. 27).

Los miembros del grupo recibieron pronto apoyo financiero y político. Se puso en el mismo saco a todas las políticas que atentaban contra el libre mercado: «el socialismo, la planificación estatal y el intervencionismo keynesiano», el marxismo. En los 70, este movimiento empezó a dar fruto, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, especialmente con la creación de centros (think-tanks neoliberales) como el Institute of Economic Affairs de Londres, la Heritage Foundation en Washington y la creciente influencia dentro de la academia de la figura de la Universidad de Chicago Milton Friedman. «La teoría neoliberal ganó respetabilidad académica gracias a la concesión del Premio Nobel de Economía a Hayek en 1974 y a Friedman en 1976. Este particular premio, aunque asumió el aura del Nobel, no tenía nada que ver con los otros premios y fue concedido bajo el férreo control de la elite bancaria sueca.» (p. 28) Luego, esos pensamientos teóricos se llevaron a la práctica, en primer lugar, en la figura de Margaret Thatcher. Una de sus declaraciones fue que no existía «eso que se llama sociedad, sino únicamente hombres y mujeres individuales»; y, por lo tanto, los derechos eran de los individuos; la propiedad privada, la responsabilidad personal, los valores familiares.

Si en mayo del 79 Thatcher alcanzaba el poder, en octubre del mismo año Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos durante el mandato de Carter, dio un giro de 180 grados a la política monetaria estadounidense. Las políticas fiscales keynesianas, que tenían el pleno empleo como objetivo, fueron abandonadas en aras de una política que pretendía controlar la inflación «con independencia de las consecuencias que pudiera tener sobre el empleo» (p. 30). El «shock de Volcker», como sería conocido a partir de ese momento, «ha de ser interpretado como una condición necesaria pero no suficiente de la neoliberalización». El otro paso necesario era el apoyo del Estado a dichas políticas con sus acciones; y ése fue el momento de la llegada de Reagan al poder, en 1980.

La política de desregulación de todas las áreas, desde las líneas aéreas hasta las telecomunicaciones y las finanzas, abrió nuevas zonas de libertad de mercado sin trabas a fuertes intereses corporativos. Las exenciones fiscales a la inversión fueron, de hecho, un modo de subvencionar la salida del capital del nordeste y del medio oeste del país, con altos índices de afiliación sindical, y su desplazamiento hacia la zona poco sindicalizada y con una débil regulación del sur y el oeste. El capital financiero buscó cada vez más en el extranjero mayores tasas de beneficio. La desindustrialización interna y las deslocalizaciones de la producción al extranjero, se hicieron mucho más frecuentes. El mercado, representado en términos ideológicos como un medio para fomentar la competencia y la innovación, se convirtió en un vehículo para la consolidación del poder monopolista. Los impuestos sobre las empresas se aminoraron de manera espectacular y el tipo impositivo máximo para las personas físicas se redujo del 70 al 28 % en lo que fue descrito como «el mayor recorte de los impuestos de la historia». (p. 32)

Sucedió otro hecho colindante con el anterior. «La subida del precio del petróleo de la OPEP que sucedió a su embargo en 1973 otorgó un enorme poder financiero a los Estados productores de petróleo, como Arabia Saudita, Kuwait y Abu Dhabi». Estados Unidos llegó a preparar la invasión de estos países, según han revelado informes desclasificados del servicio de inteligencia británico, para restaurar el flujo del petróleo. Sea como fuese, y seguramente bajo la amenaza de la invasión, los saudíes aceptaron «reciclar todos sus petrodólares a través de los bancos de inversión de Nueva York». Puesto que Estados Unidos estaba en recesión, su mercado interno no era el mejor objetivo para rentabilizar ese dinero, por lo que buscaron en el exterior: en los gobiernos en vías de desarrollo que estaban ávidos de endeudarse a cambio de posibles mejoras.

El modelo fue el que se había usado en Nicaragua en la década de los años 1920 y 30: escoger un hombre fuerte (Somoza), asistirlo (económica y políticamente) para que éste, su familia y sus allegados puedan erigir un imperio económico y político capaz de frenar a los enemigos de Estados Unidos (en el caso de Nicaragua, Sandino). «Este fue el modelo desplegado después de la Segunda Guerra Mundial durante la etapa de descolonización total impuesta a las potencias europeas ante la insistencia de Estados Unidos» (p. 34), como el derrocamiento del gobierno de Mosaddeq en Irán y la entrega del poder al Sha o el golpe de estado en Chile. Casualmente, el Sha concedió los contratos sobre el petróleo de Irán a compañías estadounidenses.

De este modo, Estados Unidos se lanzó a una carrera de violencia donde no le importó coquetear con todo tipo de dictaduras siempre que pudiesen, a cambio, ayudar a derrotar movimientos insurgentes o socialdemócratas. Y, en este contexto, los bancos de Nueva York pudieron invertir en el resto del mundo, algo que siempre habían hecho pero que, a partir de 1973, hicieron con mayor intensidad, aunque ahora centrados en los préstamos de capital a gobiernos extranjeros. Para ello, claro, necesitaban «la liberalización del crédito internacional», algo que el gobierno estadounidense empezó a apoyar activamente a partir de los años 70.

El siguiente paso fue la purga en el FMI y el Banco Mundial de todo elemento a favor de la intervención keynesiana, algo que sucedió en 1982. A partir de entonces, estas dos instituciones se convirtieron en arietes neoliberales que aceptaban refinanciar la deuda de los países, o concederles créditos, a cambio de «reformas institucionales, como recortar el gasto social, crear legislaciones más flexibles del mercado de trabajo y optar por la privatización», algo que ya reseñamos tanto en las lecturas de, por ejemplo, el Castells de La sociedad red como Raquel Rolnik en La guerra de los lugares.

No obstante, el caso de México sirvió para demostrar una diferencia crucial entre la práctica liberal y la neoliberal, ya que bajo la primera, los prestamistas asumen las pérdidas que se derivan de decisiones de inversión equivocadas mientras que, en la segunda, los prestatarios son obligados por poderes internacionales y por potencias estatales a asumir el coste del reembolso de la deuda sin importar las consecuencias que ésto pueda tener para el sustento y el bienestar de la población local. Si esto exige la entrega de activos a precio de saldo a compañías extranjeras, que así sea. Ésto, en verdad, no es coherente con la teoría neoliberal. Tal y como muestran Duménil y Lévy, uno de los efectos de esta medida fue permitir a los propietarios de capital estadounidenses extraer elevadas tasas de beneficio del resto del mundo durante la década de 1980 y 1990. Los excedentes extraídos del resto del mundo a través de los flujos internacionales y de las prácticas de ajuste estructural contribuyeron enormemente a la restauración del poder de la elite económica o de las clases altas, tanto en Estados Unidos como en otros centros de los países del capitalismo avanzado. (p. 36)

Hablar de la restauración del poder de clase lleva a la problemática de qué entendemos por clase. A pesar de las dificultades, existen ciertas tendencias generales. La más destacable de ellas es que el valor que rige la actividad económica no es el de la producción, sino el de las acciones. «En caso de conflicto entre Main Street y Wall Street, la segunda tendría todas las de ganar. Así pues surge la posibilidad real de que a Wall Street le vaya bien, aunque al resto de Estados Unidos (así como el resto del mundo) le vaya mal. Y durante muchos años, en particular durante la década de 1990, esto es exactamente lo que sucedió. Si el eslogan coreado con frecuencia durante la década de 1960 había sido “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”, en la de 1990 éste se había transformado en que “lo único que importa es que sea bueno para Wall Street” (p. 40).

Por otro lado, la financiarización de todos los aspectos de la sociedad permite la rápida formación de enormes concentraciones de capital (Harvey habla de la familia Walton, propietaria de Wal-Mart, o del mexicano Carlos Slim, pero los ejemplos son inagotables). Estas familias y empresas, pese a que siguen perteneciendo a un Estado en concreto, sin duda han estrechado sus relaciones inter y multinacionales.

Para acabar el primer capítulo, Harvey reflexiona sobre el significado de la libertad de la mano de Karl Polanyi, autor de La gran transformación. Crítica del liberalismo económico (1944). Polanyi sostenía que existían dos tipos de libertades: unas buenas y unas malas. El segundo grupo incluía el derecho a la explotación del prójimo, a obtener unas ganancias abominables sin prestar un servicio similar a la comunidad, a impedir que las innovaciones tecnológicas fuesen usadas para la mejora de la sociedad o la de beneficiarse económicamente de desgracias y calamidades. Claro que el neoliberalismo garantiza otras libertades: la de conciencia, expresión, reunión, asociación o libre elección del propio trabajo. Pero, destacaba Polanyi, no había que olvidar que estas segundas libertades, que son buenas, son, también, «un subproducto del mismo sistema económico» que también es responsable de las otras.

En la siguiente entrada veremos la construcción del consenso, es decir, los pasos que hubo que dar para que el neoliberalismo, aceptado en círculos empresariales y políticos, acabase calando como ideología en la sociedad.

Urbanismo y desigualdad social, David Harvey

El primer libro del geógrafo David Harvey fue Explanation in Geography (1969), que seguía la línea tradicional de la geografía del momento: teorías positivistas, métodos cuantitativos y unas bases asentadas, por ejemplo, en los descubrimientos de la Escuela de Chicago. Por entonces, Harvey formaba parte de la Universidad de Bristol, aunque también estuvo en Cambridge, pero a finales de los 60 se trasladó a la John Hopkins University de Baltimore. El salto a Estados Unidos, especialmente a la ciudad de Baltimore, con sus manifiestas desigualdades y unos cambios urbanos generados por el tardocapitalismo que no tardaron en modificar su centro urbano y su frente marítimo (lo reseñamos aquí), hizo que Harvey se diese cuenta de que los postulados que estaba usando no bastaban para entender la ciudad. Para ello necesitaba una nueva base teórica: y acudió al marxismo.

En uno de los artículos aparecidos en Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, Harvey manifestaba que necesitó «siete años» de lecturas para tener un vocabulario (marxista) lo bastante amplio para poder aplicarlo a la ciudad y, de paso, refundar la geografía urbana. Urbanismo y desigualdad social (Social Justice and the City, 1973, leemos la edición de Siglo XXI de 1977) recoge parte de este viaje y es, además, uno de los libros esenciales del geógrafo inglés. Está dividido en dos mitades muy diferenciadas: en la primera, armado con los planteamientos liberales, Harvey trata de comprender el urbanismo y plantear una ciudad justa; en cuanto estos supuestos se demuestran incapaces, recurre a los planteamientos socialistas y lleva a cabo el mismo ejercicio.

Los tres primeros artículos, los que están escritos desde los planteamientos liberales, abordan el problema con una actitud científica, casi matemática. La ciudad, asume Harvey, siempre ha sido abordada desde dos vertientes distintas: la geográfica, es decir, en tanto que lugar físico construido; y la sociológica, en tanto que configuración social de una determinada cultura. «… si queremos comprender la forma espacial de las ciudades, hemos de articular una adecuada filosofía del espacio social. En la medida en que sólo podemos comprender el espacio social relacionándolo con ciertas actividades sociales, nos vemos obligados a tratar de integrar las imaginaciones sociológicas y geográficas» (p. 24). Todo esto suscita una serie enorme de preguntas, por supuesto, desde qué es el espacio a qué es la sociedad.

En cuanto a la relación entre espacio y sociedad, Harvey detecta dos posibles acercamientos: el determinista y el ambientalista. Para los primeros, «es posible considerar la forma espacial de una ciudad como un determinante básico de la conducta humana»; para ellos, así esté construida una ciudad, así se comportarán sus habitantes. El otro enfoque, el ambientalista, hipótesis donde sitúa, por ejemplo a Gans, Jacobs y Webber, «considera que los procesos sociales poseen su propia dinámica interna que, frecuentemente, a pesar del planificador, dará lugar a una determinada forma espacial», forma espacial que el planificador no podrá evitar, como mucho podrá influir sobre ella. Pese a su aparente enfoque, sin embargo, ambos planteamientos acaban asumiendo que las ciudades son, como afirma Harvey, «un complejo sistema dinámico en el cual las formas espaciales y los procesos sociales se encuentran en continua interacción».

Pero todos estos planteamientos son un tanto ingenuos en el sentido de que suponen que existe un lenguaje adecuado para estudiar simultáneamente las formas espaciales y los procesos sociales. Tal lenguaje no existe. Normalmente, lo que hacemos es abstraer bien la forma espacial, bien el proceso social de ese complejo sistema que es una ciudad, haciendo uso de ambos lenguajes por separado. Dado ese mecanismo de abstracción, no podemos decir de modo significativo que una forma espacial es causa de un proceso social (o viceversa), así como tampoco es correcto considerar las formas espaciales y los procesos sociales como si fuesen variables que se encuentran, de alguna manera, en continua interacción. (p. 41.42)

Lo que se hacía, en conclusión, era tratar de trasladar conceptos de un lenguaje al otro. Sin embargo, ¿qué reglas de equivalencia habría que usar?

En el segundo capítulo, Harvey introduce nuevas variables a la ecuación, a saber: «las medidas destinadas a cambiar la forma espacial de la ciudad (es decir, la localización de objetos tales como casas, fábricas, red de transportes y cosas por el estilo)» y «las medidas destinadas a influir sobre los procesos sociales que se desarrollan dentro de la ciudad» (p. 46), que, en general, son todos los procesos y agentes que relacionan a las personas (trabajadores con los lugares de trabajo, servicios sociales con sus beneficiarios, etc.). Pero, en este punto, no existe un criterio «objetivo» con el que abordar si una determinada medida es o no es buena, puesto «que este criterio requiere que recurramos a una serie de normas éticas y de preferencias sociales».

En este punto, Harvey desarrolla todos los conceptos anteriores en función de sus costos / beneficios, considerándolos de forma amplia y desarrollando un nuevo vocabulario. Por ejemplo: «al cambiar la forma espacial de una ciudad (…), cambiamos también el precio de la accesibilidad y el costo de la proximidad para cualquier familia» (p. 54).

Todo esto lleva a un «considerable desequilibrio» en la negociación de los distintos grupos, puesto que grupos diferentes cuentan con recursos diferentes, los grupos grandes suelen estar menos organizados que los grupos pequeños y muy identificados y algunos grupos quedan fuera de las negociaciones; además de la propia inercia de la estructura, donde unos ya cuentan, de partida, con mejores posiciones.

Las perspectivas de equidad o de una justa redistribución del ingreso en un sistema urbano a través de un proceso político surgido espontáneamente (particularmente si está basado en una filosofía del egoísmo individual) no son nada halagüeñas. La medida en que un sistema social reconozca este hecho y se obligue a sí mismo a contrarrestar esta tendencia natural estará, en mi opinión, en relación con el grado en que dicho sistema social haya logrado evitar los problemas estructurales y las tensiones sociales, cada vez más profundas, que surgen a consecuencia del proceso de urbanización masiva. (p. 78)

El tercer capítulo se centra en el que, según el parecer de Harvey, sería el objetivo ideal: un sistema capaz de aportar justicia social, es decir, un sistema redistributivo de la riqueza que, en su medida, ayude a los menos favorecidos. A menudo cita el óptimo de Pareto, que sería el punto en el que cualquier cambio que pueda suponer una mejora para unos individuos supone, también, un empeoramiento para otros, por lo que ya se ha alcanzado un punto de equilibrio.

Idealmente, eficiencia y justicia social irían de la mano. La eficiencia por sí misma no es un buen medidor objetivo, porque, por ejemplo, puede suponer descartar a unos mínimos de población que se verían abocados a la miseria o la exclusión; la justicia social, por sí misma, tampoco lo es, porque puede acabar persiguiendo objetivos imprácticos y dilapidando recursos que podrían usarse de otro modo. Sin embargo, como se ha tendido a primar la primera en detrimento de la justicia social, Harvey escoge darle más importancia.

El principio de justicia social, por consiguiente, se refiere a la división de los beneficios y a la asignación de las cargas que surgen de un proceso colectivo de trabajo. (p. 99)

Es el objetivo de este capítulo, por lo tanto, descubrir una base sobre la que asentar «una distribución justa a la que se pueda llegar justamente» y que estará basada en tres criterios:

  • la necesidad,
  • la contribución al bien común,
  • el mérito.

Al mismo tiempo, los tres «principios de la justicia social» se resumen en los siguientes puntos:

  • 1. «La organización espacial y el modelo de inversión regional deben ser tales que cubran las necesidades de la población»; y la diferencia entre las necesidades y la asignación que se recibe para las mismas marcarán el grado de «injusticia territorial» en un sistema determinado.
  • 2. Si la organización anterior, además, proporciona beneficios adicionales en otros territorios «a través de los efectos expansivos», dicha forma será mejor.
  • 3. Las desviaciones dentro del modelo pueden ser toleradas cuando tienen la finalidad de superar una situación específica que impediría la satisfacción del sistema.

Luego, Harvey aplica este armazón teórico al sistema capitalista.

…está claro que el capital se conducirá de un modo que apenas estará relacionado con las necesidades o con las condiciones de los territorios menos aventajados. Como resultado, encontraremos bolsas geográficamente localizadas donde el grado de insatisfacción de las necesidades será elevado, como las que actualmente encontramos en los Apalaches o en muchas zonas del centro de las ciudades. La mayoría de las sociedades aceptan ciertas responsabilidades al desviar la corriente natural del movimiento del capital para solucionar estos problemas. Pero, sin embargo, hacer esto sin alterar básicamente el proceso total del movimiento de capital parece más bien imposible. (p. 114)

El ejemplo al que recurre Harvey es el centro de las ciudades norteamericanas (sin duda, con Baltimore en mente), que se habían convertido en guetos de pobreza en el momento en que las inversiones se fueron hacia las viviendas suburbanas. El lugar donde más necesarias eran las inversiones era el que menos recibía; porque el retorno del capital era bajo (o nulo), por lo que el sistema capitalista no tenía necesidad de acudir allí.

«¿Es posible contrarrestar este movimiento utilizando instrumentos capitalistas?», se pregunta Harvey (p. 115). Las pocas ideas que se le ocurren, llevadas hasta el final, acaban en la misma situación: el capitalismo beneficiando a su cúspide. «Lo que esto sugiere es que «los medios capitalistas sirven invariablemente a sus propios fines capitalistas» (Huberman y Sweezey, 1969), y que estos fines capitalistas no concuerdan con los objetivos de la justicia social.» (p. 116).

Por lo tanto, si los planteamientos liberales no funcionan… hay que buscar otros planteamientos. Aquí se da el salto a la segunda parte, que empieza con la concepción de Kuhn sobre los cambios de paradigma en la ciencia. ¿Es necesario un nuevo paradigma en el pensamiento geográfico, una revolución en su forma de contemplar las ciudades? El problema analizado es la formación de los guetos. Hasta el momento, la geografía había seguido la visión «culturalista» de la Escuela de Chicago, según la cual en la ciudad había distintas «áreas naturales» que, mediante unas leyes muy similares a las de la ecología, acababan conformando todo el espacio de la ciudad. Las personas, al llegar a la ciudad, escogían su «área natural» en función de ciertos intereses (raciales, culturales, económicos, etc.) y, a medida que iba pasando el tiempo y se asentaban, iban cambiando de lugar o las propias áreas evolucionaban. La Escuela de Chicago nunca pretendió explicar todas las ciudades (de hecho, se ha comentado a menudo que sus teorías sólo eran aplicables a Chicago), pero el modelo, con sus altibajos, permitía cierta aplicación a bastantes ciudades norteamericanas.

Harvey se dio cuenta de que ese modelo no bastaba para explicar la formación de los guetos en el centro de la ciudad. En cambio, había otro análisis de los guetos y las condiciones de vida del proletariado, ochenta años anterior, que sí lo hacía.

El planteamiento adoptado por Engels en 1844 era, y todavía es, mucho más coherente con las duras realidades sociales y económicas que el planteamiento, esencialmente cultural, de Park y Burgess. De hecho, la descripción de Engels, con ciertas modificaciones obvias, podría adaptarse fácilmente a la ciudad americana contemporánea (creación de zonas concéntricas con buenas oportunidades de transporte para los ricos que viven en zonas suburbanas, cinturones de circunvalación para evitar que éstos vean la suciedad y la miseria que es la otra cara de su riqueza, etc.). Es una pena que los geógrafos contemporáneos se hayan inspirado más en Park y Burgess que en Engels. La solidaridad social que Engels observaba no provenía de ningún «orden moral» superordenado, sino que más bien las miserias de la ciudad eran una consecuencia inevitable del avaricioso y nefasto sistema capitalista. (p. 138)

Si la visión «cultural» no sirve para explicar los guetos, la económica sí que lo hace: el precio del suelo es más elevado cuando más cerca está de los lugares de trabajo (es decir, el centro urbano); las personas con mayores ingresos pueden permitirse el transporte hacia el centro, mientras que las personas con menores ingresos no tienen ese margen. Por ello, acaban viviendo en las zonas más cercanas al centro urbano. Pero como, realmente, tampoco pueden permitirse alquileres elevados (dado su nivel de ingresos), compensan esta contradicción ahorrando en la cantidad de espacio, es decir: hacinándose. Yendo más allá, de hecho, los ricos pueden escoger el espacio de la ciudad que prefieran, puesto que no están limitados por su capacidad de transporte; y será su elección, por lo tanto, la que configurará en gran medida el espacio.

Por supuesto, existen soluciones viables a este problema. Harvey las analiza; pero, como todas ellas surgen desde dentro del capitalismo, como mucho suponen desviaciones más o menos afortunadas que, a la larga, acaban generando la misma desigualdad. Si el origen del problema es «la licitación competitiva por el uso del suelo», es decir, la pugna por el espacio, que se lleva a cabo según métodos capitalistas, tal vez la solución sea acabar con esa pugna. «Esto sugiere inmediatamente una política destinada a eliminar los guetos que probablemente sustituiría la licitación competitiva por un mercado del suelo urbano socialmente controlado y por un control socializado del sector de la vivienda.» (p. 142)

Parte del problema de la vivienda es la distinción entre valor de uso y valor de cambio.

Poseemos una enorme cantidad de capital social bloqueado en el total de casas construidas, pero en el sistema de mercado privado de la vivienda y del suelo, el valor de la vivienda no se mide siempre en función de su uso como refugio y residencia, sino en función de la cantidad recibida en el mercado de cambio, que puede verse afectada por factores externos, como la especulación. En muchos barrios centrales de las ciudades las casas, actualmente, poseen claramente poco o ningún valor de cambio. Esto no significa que no tengan valor de uso. (…) Este despilfarro no ocurriría bajo un sistema de mercado de la vivienda socializado y éste es uno de los costos que soportamos por aferrarnos tan tenazmente a la noción de propiedad privada. (p. 143-144)

Esta teoría nos sirve, también, para explicar parte del problema actual de la vivienda en las ciudades globales: su valor de cambio es tan, tan distinto del de uso, que se prefiere especular con ellas, convertirlas en alojamientos turísticos o, simplemente, tenerlas vacías a la espera del momento adecuado.

En el quinto capítulo, el más extenso del libro, recupera conceptos como el de valor de uso o valor de cambio junto a muchos otros, todo un vocabulario económico sacado de la teoría marxista y con el que teje una red que le permitirá, en el sexto capítulo, abordar el tema del urbanismo como conjunto. Es ésta una tarea titánica y el propio Harvey adelanta, al empezar el capítulo, que no se puede conseguir; pero sí que llega a algunas conclusiones interesantes.

El urbanismo puede ser considerado como una forma o modelo característico de los procesos sociales. Estos procesos se manifiestan en un medio espacialmente estructurado creado por el hombre. Por consiguiente, la ciudad puede ser considerada como un medio tangible, construido, como un medio que es un producto social. (p. 206)

Lógicamente, la sociedad que ha generado ese producto construido que es la ciudad, o la sociedad que la habite, tienen unas «condiciones de autosuficiencia y de supervivencia» que «implican que el grupo posea un modo de producción y un modo de organización social eficaces para obtener, producir y distribuir cantidades suficientes de bienes materiales y servicios». Por lo tanto, entender el urbanismo requiere entender a las sociedades; y entender a éstas, comprender sus modos de producción y sus formas de urbanismo concomitantes, cuando las haya.

En esta coyuntura pienso que sería útil hacer ciertas observaciones previas sobre la relación entre el urbanismo como forma social, la ciudad como forma construida y el modo de producción dominante. En parte la ciudad es un depósito de capital fijo acumulado por una producción previa. Ha sido construida con una tecnología dada y edificada en el contexto de un modo de producción determinado (lo que no significa que todos los aspectos de la forma construida de una sociedad sean funcionales con respecto al modo de producción). El urbanismo es una forma social, un modo de vida basado, entre otras cosas, en una cierta división del trabajo y en una cierta ordenación jerárquica de las actividades coherente, en líneas generales, con el modo de producción dominante. Por tanto, la ciudad y el urbanismo pueden funcionar como sistemas de estabilización de un modo de producción concreto (tanto la primera como el segundo contribuyen a crear las condiciones para la autoperpetuación de dicho modo). Pero la ciudad puede ser también un lugar de acumulación de contradicciones y, por consiguiente, la sede apropiada para el nacimiento de un nuevo modo de producción. (p. 213)

Harvey da también algunas vueltas al concepto de excedente y de si está en los orígenes del urbanismo (controversia que vimos hace nada con Soja y Jacobs, que defendían que primero fue el urbanismo y luego el excedente de producción), aunque para él es sólo el preludio hacia el tema que verdaderamente le interesa: el plustrabajo, el plusvalor y su relación con el urbanismo. Más que una historia del excedente, entonces, es una cuestión de saber «cuáles fueron las principales condiciones en la base económica de la sociedad que permitieron la emergencia de la redistribución y, finalmente, del intercambio de mercado como modos de integración económica» (p. 240). Para lo cual hay que investigar «la transformación de la reciprocidad en redistribución». Las condiciones que se dieron para dicha transformación fueron claves, no sólo para el nacimiento del urbanismo, sino que «sirvieron también para concentrar el plusproducto en pocas manos y pocos sitios». Por ejemplo: es más fácil obtener plusvalor de una población sedentaria, que nómada; es más fácil obtener plusvalor de una población concentrada (urbana) que segregada (nómada o el campo).

A partir de aquí, Harvey define excedente social como «la cantidad de fuerza de trabajo utilizada en la creación de un producto para determinados fines sociales que exceden de lo biológica, social y culturalmente necesario para garantizar el mantenimiento y la reproducción de la fuerza de trabajo dentro del contexto de un modo de producción dado» y el plusvalor como «el plustrabajo expresado en términos capitalistas de intercambio de mercado». Ambas definiciones le permiten avanzar hacia unas proposiciones:

  • 1. «Las ciudades son formas construidas a partir de la movilización, extracción y concentración geográfica de cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 2. «El urbanismo es una forma de modelar una actividad individual que, junto con otras, forma un modo de integración económica y social capaz de movilizar, extraer y concentrar cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 3. «En todas las sociedades se produce algún tipo de plusproducto social y siempre es posible aumentarlo.»
  • 4. Dicha cantidad de plusproducto social es más fácil de extraer y concentrar cuando se dan algunas de las siguientes condiciones favorables, a saber: población total numerosa; población sedentaria; alta densidad; alta productividad en una situación determinada; buenas comunicaciones y accesos.
  • 5. «La movilización y concentración de excedente social sobre una base permanente implica la creación de una economía espacial permanente y la perpetuación de las condiciones descritas en el punto anterior.
  • 6. «El urbanismo puede surgir de la transformación de un modo de integración económica basado en la reciprocidad en otro basado en la redistribución.»
  • 7. «El urbanismo surge necesariamente de la emergencia de un modo de integración económica basado en el intercambio de mercado con lo que esto implica: estratificación social y diferencias en el acceso a los medios de producción.»
  • 8. El urbanismo puede asumir diversas formas; en las sociedades contemporáneas, dichas formas son cada vez más complejas.
  • 9. «Existe una relación necesaria, pero no suficiente, entre urbanismo y crecimiento económico.»
  • 10. «Si no se da una concentración geográfica del plusproducto socialmente determinado no habrá urbanismo. Allí donde es patente el urbanismo, su única explicación legítima consiste en un análisis de los procesos por los cuales se crea, se moviliza, se concentra y se manipula ese plusproducto social.» (p. 249-251)

Ahí es nada. Por lo tanto, más que de urbanismo, se puede hablar de una red de conceptos donde toda forma urbana va ligada a los distintos modos de producción y sus diversas formas de entender la integración o la redistribución.

Las metrópolis contemporáneas de los países capitalistas son verdaderos palimpsestos de formas sociales construidas a imagen de la reciprocidad, la redistribución y el intercambio de mercado. El plusvalor, tal como es esencialmente definido bajo el orden capitalista, circula dentro de la sociedad, moviéndose libremente a lo lago de algunos canales mientras que se ve reducido a un mero goteo en otros. En la medida en que esta circulación se manifiesta de forma física, a través de la corriente de bienes, servicios e información, de la construcción de medios de desplazamiento, etc., y en la medida en que la coherencia de las formaciones sociales depende de la proximidad espacial, también encontraremos una economía espacial intrincadamente expresada pero tangible. La tesis central de este ensayo es que si unimos los marcos conceptuales en que se inscriben 1) el concepto de excedente, 2) el concepto de modo de integración económica y 3) los conceptos de organización espacial, llegaremos a un marco de conjunto para interpretar el urbanismo y su expresión tangible, la ciudad.

Cada época concede un significado especial a estos marcos conceptuales. Si tratamos de escribir una teoría general del urbanismo en función de ellos, ha de tenerse en cuenta, por consiguiente, que sus significados cambian y deben ser establecidos siempre por medio de una detallada investigación de las circunstancias de la época. (p. 256-257)

Por poner algunos ejemplos, se habla del México teocrático (Wolf, 1959) y cómo las ciudades se enriquecieron más rápidamente que el campo, dando lugar a una diferencia de la que las periferias son conscientes y que crea resquemor y la semilla de una revolución, puesto que los márgenes son, también, los lugares donde el poder tiene menos control. Algo similar sucedió en el Imperio Romano, que fue capaz de controlar las periferias mientras se iba expandiendo pero se colapsó en cuanto dejó de expandirse. En estos modelos, «la ciudad funciona como un centro generativo alrededor del cual se crea un espacio efectivo del que se extraen crecientes cantidades de plusproducto.» (p. 261)

Pero el ejemplo al que más tiempo destina Harvey es el análisis de las ciudades de la Europa medieval y su transición hacia una economía capitalista. De una ética dominante casi anticapitalista (la condena de la usura, por ejemplo; pero, más que opuesto, era de un orden ideológico distinto al capitalista), con la Iglesia y los gremios controlando el comercio, se pasó, en cuanto el comercio fue aumentando, a una ciudad con una «forma de corporación territorial», con relaciones complejas con el comercio, ya fuese su control o su monopolio. Italia, por ejemplo (el territorio que acabaría siendo Italia) trató de apoderarse del comercio y para ello creo diversas instituciones, como los bancos y la contabilidad de doble asiento. Estas técnicas y organizaciones pasaron al resto de Europa mediante los comerciantes italianos.

Según Marx, había dos desarrollos posibles en la Europa medieval: el primero, «revolucionario», implicaba que el productor fuese también comerciante y capitalista. El segundo «extendía el control que ejercía el capital comercial sobre la producción» (p. 268). Por lo tanto, y para evitar que los productores fuesen también comerciantes y capitalistas, «había que suprimir las numerosas barreras que el orden feudal se había encargado de colocar. Y fue este cometido el que con más éxito llevó a cabo el capital comercial».

Este paso del urbanismo redistributivo de la sociedad feudal al urbanismo del capitalismo comercial supuso que el segundo llevase a cabo «una integración espacial por encima de la típica integración realizada por el localismo de la era feudal» que permitió acumular plusvalor en los centros comerciales y desarrollar nuevos instrumentos financieros.

La industrialización que finalmente sojuzgó al capital comercial no fue un fenómeno urbano, sino un fenómeno que condujo a la creación de una nueva forma de urbanismo, un proceso por el cual Manchester, Leeds y Birmingham dejaron de ser pueblos insignificantes o centros comerciales de poca importancia para convertirse en ciudades industriales con una alta capacidad productiva. (p. 271)

Esta nueva forma de urbanismo, por ejemplo, priorizaba la estratificación por clases, «en vez de los antiguos tipos de diferenciación basados en parte en la estratificación (…) y en parte en los criterios tradicionales de la sociedad jerárquica» (p. 272). De ahí, claro, pasó al resto de Europa y del mundo.

La rapidez con que circula actualmente el plusvalor es tal que la riqueza viene medida por el ritmo de flujo más que por la cantidad absoluta de producto almacenado. La riqueza ya no es una cosa tangible, sino que constituye una constatación del ritmo de flujo actual (capitalizado con respecto a un periodo de tiempo futuro) basado en documentos de propiedad sobre futuros flujos o deudas y obligaciones provenientes de flujos pasados. La metrópoli, como sistema de transacción maximizador, refleja todo esto de varios modos, el más evidente es la creciente inestabilidad física de las estructuras que contiene, dado que la economía requiere una mayor rapidez en la circulación del plusvalor a fin de mantener el índice de beneficios. (p. 279)

En las conclusiones, Harvey comparte su alegría por haber conocido a otro autor que, como él, revisita la ciudad desde la perspectiva marxista. Se trata nada más y nada menos que de Lefebvre, del cual leyó La revolución urbana y La producción del espacio, aunque los leyó tras haber terminado el libro (por eso los comentarios están en el apartado final).

De ahí [un extracto de La revolución urbana donde Lefebvre habla de un nuevo urbanismo y su problemática urbana] deduce Lefebvre su tesis principal. La sociedad industrial no es considerada como un fin en sí misma, sino como un estadio preparatorio del urbanismo. La industrialización, argumenta Lefebvre, sólo puede encontrar su realización en la urbanización, y la urbanización está llegando a dominar, en el momento presente, la organización y la producción industrial. La industrialización que en tiempos produjo el urbanismo está siendo actualmente producida por éste. (p. 322)

«El característico papel que desempeña el espacio tanto en la organización de la producción como en la modelación de las relaciones sociales se encuentra, por consiguiente, expresado en la estructura urbana. Pero el urbanismo no es meramente una estructura que proviene de una lógica espacial. El urbanismo se encuentra influido por ideologías determinadas (criterios urbanos contra criterios rurales, por ejemplo) y por tanto posee una cierta función autónoma para modelar el modo de vida de la gente.» (p. 323) Del mismo modo que, en las ciudades antiguas, «la organización del espacio era una recreación simbólica de un supuesto orden cósmico» (lo vimos, por ejemplo, en La idea de ciudad, de Joseph Rykvert), en las ciudades actuales «posee un propósito ideológico equivalente» (p. 326)

Donde Harvey no está de acuerdo con Lefebvre es en la idea de que el urbanismo prima sobre la sociedad industrial. «En ciertos aspectos importantes y esenciales, la sociedad industrial y las estructuras que comprende continúan dominando el urbanismo». Por ejemplo:

  • Las inversiones en capital fijo (es decir, en inmuebles, y que por lo tanto configuran el espacio urbano) sigue estando dictadas por el capitalismo industrial (de ahí la alienación constante que se puede sufrir en las ciudades, por ejemplo), y el urbanismo lógicamente influye en esas inversiones, pero no las domina.
  • Igualmente, la creación de necesidades y de escasez vienen determinadas por el capitalismo industrial. El urbanismo también crea necesidades y nuevas aspiraciones, pero la ideología subyacente es la del capitalismo industrial, no la urbana.
  • Análogamente con la «creación «producción, apropiación y circulación de plusvalor» (p. 328), que no están subordinadas a la dinámica del urbanismo sino a la de la sociedad industrial. Para Harvey, «el urbanismo es un producto de la circulación del plusvalor (…) Considero a los canales por donde circula el plusvalor como las arterias por las que pasan todas las relaciones e interacciones que definen la totalidad dela sociedad. Comprender la circulación del plusvalor significa, de hecho, comprender la manera en que funciona la sociedad.» (p. 328; el destacado es nuestro)

«Una década de la nueva sociología urbana», Sharon Zukin

En 1980, Sharon Zukin publicó un artículo titulado «A Decade of the New Urban Sociology» (Theory and Society, Vol. 9, Noº 4, pp. 575-601), «Una década de la nueva sociología urbana», donde recogía los cambios que estaban sucediendo en la disciplina, así como los errores conceptuales que se iban arrastrando desde la Escuela de Chicago, y proponía algunos temas nuevos a tratar. Los dos nombres esenciales sobre los que pivota el artículo son los de Castells y Harvey, y la parte central del mismo consisten en una comparación entre el enfoque, y la obra, de estos dos pesos pesados del tema urbano.

Uno de los hitos que marcó la debacle de la Escuela de Chicago fue, como aprendimos en La Escuela de Chicago de Sociología, la irrupción de nuevas herramientas y los métodos estadísticos a la disciplina. De repente, todos los estudios trataban de cuantificar datos para evidenciar hipótesis ya asumidas, por lo que los sociólogos, como comenta Zukin, se convirtieron en asalariados del Estado gracias a las muchas universidades y fundaciones que los apoyaban.

Essentially, urban sociologists took as their tasks tracking the movement of people, social and economic activity, and spatial forms in the process they called «urbanization,» and finding the uniformities of behavior and belief they called «urbanism». Both the process of urbanization and the pattern of urbanism were considered universal, inexorable characteristics of social change (p. 575)

Puesto que estos movimientos demográficos y cambios se daban como algo natural, las metáforas con las que fueron descritos eran, lógicamente, la biología y la ecología (y de ahí la ecología urbana de los de Chicago, que si consiguieron tal renombre fue más por su capacidad «periodística» de bajar a la calle y describir lo que veían que por una gran estructura teórica con que envolverla). Del mismo modo que consideraban que las «áreas naturales», término que nunca llegaron a concretar pero que podía incluir Little Italy, el barrio judío o el gheto negro (pero nunca los barrios blancos de clase media o alta), acabarían fundiéndose en una especie de crisol (melting pot) homogéneo, blanco y de clase media, daban por sentado que las decisiones de dónde vivir de las personas eran elecciones que tomaban, más que situaciones a las que se veían abocados.

En esta hipótesis en la que estaban (que, de nuevo, más que una hipótesis era una visión concreta, no cuestionada), cualquier disrupción en el orden establecido se tomaba como algo que debía ser estudiado de modo puntual; y ni la infraestructura ni el estado tenían nunca nada que ver en ello.

Las crisis contraculturales de los 60 (Zukin cita los disturbios negros en los ghetos y mayo del 68), que la sociología no fue capaz de adivinar, supusieron un pequeño cambio en el objeto de la disciplina, que se centró en la renovación urbana, el sistema criminal o las políticas de bienestar. De nuevo, acudiendo a la estadística y los grandes números.

Hubo tres corrientes, sin embargo, que buscaron un nuevo enfoque. La primera, los empiristas radicales americanos (los términos son los que usa Zukin) que, esquivando la doctrina oficial, estudiaron la competencia social entre clases, con las luchas de vecindad, por las escuelas en los barrios, la violencia del estado en ciertos sectores… Luego estaban los británicos neoweberianos (que ya vimos en Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa), «donde los urbanólogos (urbanologist, ?) ya habían desarrollado una tradición de investigación aplicada en reparar una distribución desigual de los recursos», y finalmente, claro, los marxistas franceses. Tal vez por ser «latecomers to the urban sociology» (suponemos que Halbwachs y Chombart de Lauwe no cuentan para Zukin) y por no tener el mismo respaldo del estado que en Estados Unidos, los franceses se presentaban como mucho más teóricos y críticos ante el Estado, y venían marcados por tres claras influencias: la crítica de Lefebvre «de la sociedad urbana en términos de la reproducción social del capitalismo industrial», la distinción de Touraine entre «las distintas formas de acción social» y las tesis de Althusser al marxismo francés. Ahí es nada.

Los tres frentes trataban de convertir la sociología urbana en una disciplina científica.

… they have been critically re-evaluating the history of urbanization. Rather than merely document the successive emergence of urban forms (e.g., the change from the pre-industrial to the industrial city, or the reproduction of metropolitan urban forms in colonial and post-colonial capitals), their historical analysis focuses on the hegemony of urban forms within social formations and the hegemony of metropolitan culture within the world system as a whole; the rise and decline of particular cities; and the political, ideological, juridical, and economic significance of particular urban forms, especially in advanced capitalist societies. (p. 579)

Sus temas, ahora, enlazaban «la urbanización, la búsqueda del beneficio capitalista, los intentos del estado por moderar los conflictos de clase»; los sociólogos tuvieron que aprender a usar términos políticos y económicos y tuvieron que abrirse a nuevas disciplinas, pues el estudio de la ciudad no podía ser un campo cerrado. Pero la disciplina se abrió tanto que el propio significado del término «urbano» iba quedando difuminado.

But the very congruence, from 1500 to 1900, of urbanization, industrialization, and capitalist development raised the logical possibility that «urban» phenomena could be subsumed by either «technology» or «mode of production» and therefore deserved no study of their own. Empirically, if world-wide urbanization and «metropolitanization» covered the face of every society, then the study of cities per se was superfluous. Methodologically, if cities merely reproduced the contradictions of a given social structure, then the study of cities was essentially identical with studying society as a whole. (p. 580).

Estas dudas fueron las que llevaron a la pregunta de Castells sobre si existía una sociología urbana; lo que no impidió, como comenta con cierta ironía Zukin, que se siguiesen publicando artículos bajo el mismo paraguas. Las principales obras del momento eran, según la autora, el estudio de casos históricos que ponían de manifiesto esa estructura teórica que aún se estaban desarrollando, como la investigación de Jean Lokine sobre el desarrollo urbano de París entre 1945 y 1972, que evidenciaba los conflictos de clase y de trabajo en temas cómo dónde se construían estaciones de tren de alta velocidad (al servicio de las clases altas), la competencia por el espacio central y la creación, en concreto, de La Défense. Zukin escoge el desarrollo de este centro económico porque pone de manifiesto la importancia creciente del capital global, así como la concentración de recursos para el capital que podrían haber sido usados para mejorar las condiciones de otras clases sociales; además de la creación de horribles espacios arquitectónicos que no se integran con la ciudad sino que se erigen como sede del poder transnacional.

A pesar de las distintas corrientes que iban surgiendo en la disciplina, sin embargo, dos nombres brillaban con luz propia: Manuel Castells y David Harvey.

Both are historical materialists. For Castells, the four «elements of urban structure» –production, consumption, exchange, and institutions– are determined by the reproduction of the means of production and the reproduction of the labor force in any given social formation; for Harvey, the «urban process under capitalism» is created through the interaction of capital accumulation and class struggle. While Castells is more eclectic in his sources and his data, ranging in his empirical work from France to Latin America and in his interpretations to every existing type of social formation, Harvey is more judicious and more exact, concentrating on American society and on economic data. Castells’ inclusiveness tends to diffuse his framework into definitions and categories whose unification rests on structuralist premises. Harvey’s narrower focus produces a more functionalist marxist approach which demonstrates, rather than assumes, connections between trends and structures. They differ, too, in emphasis. Castells –and the studies that he has inspired in both France and the United States– tends toward treating the city in terms of the problems of social reproduction; Harvey focuses on the city’s role in the production of capital. Just as Harvey emphasizes investment flows, mediating financial institutions, and credit mechanisms, so Castells is drawn to the urban segregation of social classes and the rise of grass-roots political movements. (p. 584)

Castells da mayor importancia a la lucha de clases y la intervención política; el Estado juega un papel importante porque es quien controla la planificación urbana y quien redistribuye los recursos, por lo que todo movimiento social aparece como una pugna por obtener control estatal. Castells presupone la existencia de un «compromiso de mínimos» mediante el cual el Estado, pese a que no sea provechoso para el capitalismo ni ofrezca réditos directos, redistribuye ciertos bienes sociales (educación, sanidad). Harvey comprende, por su parte, que la resistencia organizada fuerza a las estrategias capitalistas a ciertos compromisos, pero en general se centra en el rol del Estado como facilitador de las reglas del juego que impiden que el capitalismo sea víctima de sus propias acciones (como se hizo con la crisis de 2008, cuando se socializaron las pérdidas de los bancos y no se obligó al capital a responsabilizarse de sus decisiones).

Las crisis urbanas son, para Harvey, de acumulación de capital; para Castells, de consumo. Según Harvey, el capital se acumula de forma grotesca para obtener beneficios hasta que la zona deja de ser rentable o surge una que lo es más (lo llamará «coherencia estructurada«, algo que ya vimos). Sin embargo, aunque el capital se retire y la zona se devalúe, al mismo tiempo retiene cierto capital social y cultural, que puede ser usado de nuevo para obtener beneficios. Por ello, el propio flujo del capitalismo es el que va generando zonas de desarrollo desigual, en función de sus necesidades.

Para Castells, en cambio, dichas crisis son fruto de factores sociales y políticos, en concreto, del fallo en la gestión del consumo colectivo, y se deben a las propias limitaciones del estado (ya sean intrínsecas, como la imposibilidad de gestionar determinado número de demandas sociales, como impuestas por el propio capital, que vería de otro modo limitada su capacidad para obtener beneficio). Cuando se alcanzan estos límites es cuando surgen las crisis urbanas.

Pese a estas y otras diferencias, ambos coinciden en que «el espacio urbano se produce deliberadamente como respuesta a las necesidades del capital. Puede ser monopolizado por algunos grupos y luego «liberado» de su posesión por grupos no dominantes, pero –a diferencia de los supuestos de la Escuela de Chicago– el espacio urbano nunca sucede como una creación natural o espontánea» (p. 589). Ambos coinciden, también, en criticar la desigualdad con que se reparten estos beneficios y cómo el modo de producción capitalista está relacionada (si no es la causa directa) en ella.

En la parte final del artículo, Zukin destaca los cuatro temas que, a su parecer, la sociología aún tiene pendiente tratar:

  • el papel de la ciudad en la acumulación de capital;
  • el papel de la ciudad como acumulador de mano de obra barata;
  • la penetración de la política y economía nacionales en lo local (que se refiere a la carencia de autonomía por parte de las ciudades, puesto que siempre son elementos que forman parte de un país, aunque las últimas décadas las han llevado a tratar de ser cada vez más autónomas para superar este hecho);
  • la coordinación de una matriz urbana de interruptores en la estrategia de investigación que relaciona la producción y el consumo, es decir, la centralidad de las ciudades como lugares de control, comunicación y acumulación, pero también como entes «complejos» donde se desarrollan nuevas formas de consumo y producción que luego se exportan al resto de lugares (por poner un ejemplo relativamente banal, los «cazadores de tendencias» de moda se dan en entornos urbanos; y luego sus decisiones se popularizan y se exportan a todos los ámbitos, algo que la visibilidad de las redes está llevando a entornos no necesariamente exclusivamente urbanos).

Como cuestión final, Zukin se vuelve a plantear si «aún existe una cultura urbana o un mito urbano que no esté completamente determinado por el capital o la tecnología» (p. 598). Teniendo en cuenta los caminos que recorrerían Castells o Harvey, por ejemplo (el espacio de los flujos del primero, la acumulación flexible del segundo, por citar sólo unos pocos, y teniendo en cuenta los muchos que aún nos quedan por descubrir en las lecturas del blog), la respuesta aún no está definida; pero siguen existiendo estudios urbanos, felizmente.

Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura; David Harvey y Neil Smith

El tutor de la tesis de Neil Smith fue nada menos que David Harvey. Ambos son viejos conocidos (y muy admirados) en el blog, por lo que, en cuanto descubrimos la existencia de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, nos lanzamos a por él, pensando que se trataría de un artículo a cuatro manos. Nada más lejos de la realidad: se trata de un breve libro que recoge dos artículos independientes que ya hemos reseñado en el blog.

El primero de ellos: «El arte de la renta: la globalización y la mercantilización de la cultura«, de Harvey (aparecido en Espacios del capital y reseñado allí) nos presenta la renta de monopolio, el poder que consigue un productor o propietario al ser el único con potestad sobre un bien y, por lo tanto, quien puede establecer su precio. Y uno de los productos actuales que más rentas generan es ni más ni menos que la cultura. Harvey usa el ejemplo del vino francés: en vez de competir con otros productores de vino (como California, Australia o, sin ir muy lejos, España), Francia se otorgó un derecho sobre «la cultura del vino» monopolizando términos asociados con ella, como château, champagne, etc., con el objetivo de mantener la propiedad (y las rentas) de la cultura del vino. Pero esta cultura es universal (como poco, mediterránea, y probablemente universal, sí) y pertenece a todos; al apropiársela, Francia se arroga un derecho sobre algo colectivo.

Lo mismo sucede en las ciudades; y el ejemplo que usaba Harvey era el de Barcelona, una ciudad que ha usado parte de su capital cultural para proyectarse como una ciudad en el espacio de los flujos turísticos y obtener réditos de ello; réditos que van a manos privadas mientras que sus consecuencias van a manos públicas, como son el uso de las infraestructuras o de las calles por parte de los turistas, los problemas de convivencia, la debacle del mundo laboral en un sector orientado claramente a los servicios…

El segundo artículo, más breve, se titula «El redimensionamiento de las ciudades: la globalización y el urbanismo neoliberal«, de Neil Smith, y lo leímos en El mercado contra la ciudad. Tras observar cuatro hechos concretos acaecidos en Nueva York, Smith avanza cómo la producción social ha sobrepasado y casi eliminado a la reproducción social. Es decir: a grandes rasgos, uno trabaja y tiene hijos. Trabajar es la producción social: el hecho de que prácticamente todo ser humano forma parte de un tejido productivo destinado a generar bienes de consumo. Tener hijos (o sobrinos, o hijos de amigos, o lo que sea) es la reproducción social: cuando la propia fuerza de trabajo se encarga de educar y dirigir a las nuevas generaciones para que sigan siendo fuerza de trabajo productiva sin que las élites tengan que ocuparse de ello.

Hasta los años setenta, aproximadamente, en las ciudades ambos aspectos convivían. El urbanismo neoliberal, la acumulación flexible (o espacio de los flujos) y el hecho de que las ciudades se hayan convertido en nodos de productividad dentro de las redes de competencia globales ha hecho que la balanza se decante masivamente por la producción. Y ahora las ciudades son entornos altamente competitivos destinados a una élite extractiva que los usa, bien como inversión (como explicaba Raquel Rolnik) o bien como extracción de rentas, ya sea aumentando el precio de los alquileres y las viviendas o como lugares turísticos más rentables.

La introducción de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura viene de la mano de Jordi Borja, también otro viejo conocido del blog. Sus primeras lecturas no nos acabaron de cuajar y descubrimos luego que había sido parte del entramado teórico que sostenía el «modelo Barcelona» en los 80 y 90, la reforma de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos y todos los cambios que luego han ido asociados. Sorprende que Borja se refiera a autores como Harvey y Smith con la etiqueta de «radicales» (frente a los «más liberales en sentido norteamericano» como Sassen o Sorkin), puesto que simplemente son críticos con el capitalismo, algo completamente lógico, a la vista de los desmanes de los últimos cincuenta años, por situar una fecha.

El motivo de la introducción es cuestionar el modelo Barcelona; Borja vincula los dos artículos (Harvey habla en concreto de Barcelona; Smith, no) a una posible perspectiva sobre la ciudad, y aprovecha para defender su modelo. Puesto que en el blog ya hemos leído visiones críticas sobre este modelo (Manuel Delgado; Aricó, Mansilla y Stanchieri) no nos detendremos mucho en ello. Sin embargo, y pese a enumerar una larga lista de efectos beneficiosos, Borja cambia un poco la visión que había mantenido hasta entonces y reconoce «efectos perversos» en el modelo: el aumento del precio del suelo y de las viviendas (ojo: es una introducción de 2005, lo bueno estaba por venir), se vendieron fragmentos del suelo a propiedad privada, el «discutible proyecto» de Diagonal Mar (el expolio de parte del litoral, la expulsión de sus habitantes y la venta a compañías privadas internacionales), la realización de enclaves y parques temáticos, «la destrucción del patrimonio arquitectónico (especialmente la herencia de la ciudad industrial)» y el Fórum, del que no llega a decir que sea un fracaso sino que es el punto donde tanto los «defensores» (el propio Borja, Montaner) como los «hipercríticos» (el ya mentado Delgado y dos libros con varios autores: Barcelona, marca registrada. Un modelo para desarmar y La otra cara del Fórum de las Culturas) coinciden en destacar como paradigma del modelo.

Los orígenes de la posmodernidad (y II): Jameson

Perry Anderson es un historiador y sociólogo inglés de tradición marxista. Hacia 1997 o 98 le pidieron que escribiese el prólogo del libro de Fredric Jameson El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el postmodernismo (Nueva York, 1998; hay edición en español, Buenos Aires, 2002). Dicho prólogo se le hizo tan largo que acabó siendo publicado como un texto independiente y es el libro que nos atañe, Los orígenes de la posmodernidad. Ya analizamos en una primera entrada los orígenes de este nuevo movimiento intelectual: sus predecesores, desde el modernismo de Rubén Darío, el historicismo de Toynbee u otros, hasta los primeros que trataron el tema, como Hassan y Jencks, hasta sus dos máximos exponentes a finales de los setenta: Lyotard y Habermas.

Sin embargo, teniendo en cuenta el origen de esta obra (es decir, un prólogo a un libro de Jameson), no extraña que la mayor parte de ella esté dedicada a los logros de este pensador y a la obra que dio forma al movimiento postmoderno desde ese momento: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que ya reseñamos en su momento.

Hasta el año de esa primera conferencia, en otoño de 1982, que dio Jameson sobre la posmodernidad, estaba considerado uno de los mejores críticos literarios marxistas, «aunque esos términos le estaban quedando ya estrechos». Había publicado Marxism and Form (Princeton, 1971), una historia del canon marxista , y The Prison-House of Language (1972). En el epílogo a Aesthetics and Politics ya había dejado entrever que el desarrollo «del capitalismo de posguerra de consumidores» había dado al traste tanto con las esperanzas de Brecht y Benjamin de que un arte revolucionario fuese «capaz de apropiarse la tecnología moderna para llegar a los públicos populares» como con la idea de Adorno de que «la propia lógica formal de la alta modernidad era, justamente en su autonomía y abstracción, el único refugio verdadero de la política», algo que la política del establishment en el nuevo capitalismo desmentía. El realismo aparecía como demasiado antiguo para reflejar una forma de vida pasada y la modernidad sufría de mayores contradicciones que el propio realismo.

Jameson retomaba la misma idea en Marxism and Form al insistir en la «ruptura de toda continuidad con el pasado por los nuevos modos de organización del capital». Según el autor, la Europa y América de los años 30 tenía más que ver con los siglos anteriores que con los años 70 del siglo XX por, entre otros, «el retroceso del conflicto de clases en la metrópoli, (…) el enorme peso de la publicidad y de las fantasías de los mass media que eliminaban las realidades de división y explotación, la desconexión entre la existencia privada y la pública».

A estas ideas, ya previas, de Jameson, se le sumaron dos influencias reconocidas por el autor: El capitalismo tardío, de Ernest Mandel, que ya hablaba de una nueva configuración social, y los escritos de Baudrillard sobre el simulacro. [Aquí Anderson hace un inciso para destacar que, si bien los escritos y las ideas de Baudrillard fueron esenciales para la cristalización de la posmodernidad, el francés jamás teorizó sobre ella y, cuando finalmente habló del tema, lo hizo con un fuerte rechazo en «The Anorexic Ruins».] A estas influencias de Jameson, Anderson añade el traslado del pensador a Yale, donde el decano era un arquitecto moderno y uno de los profesores era Venturi, es decir: en plena pugna por las formas modernas o postmodernas de la arquitectura, y también cerca de Henri Lefebvre, que habitaba por entonces en California.

Todo esto confluye en la conferencia que dio Jameson en el otoño de 1982 (reproducida como primer capítulo de El giro cultural) y que luego sería el núcleo de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Según Anderson, «rehizo de un solo golpe todo el mapa de lo posmoderno: un prodigioso gesto inaugural que ha venido dominando el terreno desde entonces» y que consta de cinco movimientos.

El primero y fundamental estaba expresado en el título: el anclaje de lo posmoderno en las alteraciones objetivas del orden económico del propio capital. La posmodernidad deja de ser una mera ruptura estética o un cambio epistemológico para convertirse en señal cultural de un nuevo estadio de la historia del modo de producción dominante. Sorprende que esta idea, que Hassan había tanteado para luego volverle la espalda, fuera bastante ajena a Lyotard y a Habermas, a pesar de que ambos provenían de una formación marxista no del todo olvidada. (p. 77)

Jameson se refería, por supuesto, a la formación de las corporaciones transnacionales que deslocalizaban las industrias y al paso de trabajadores de industria al sector servicios en los países del Primer Mundo, algo que afectaba a todos los ámbitos de la vida. Se planteaba como la cúspide de la modernización, como un nuevo mundo donde ya casi no quedaba naturaleza por descubrir y donde «la cultura se ha expandido necesariamente hasta hacerse virtualmente coextensiva a la economía misma, no sólo como base sintomática de alguna de alguna de las mayores industrias del mundo –el turismo estaba sobrepasando ya todos los demás ramos del empleo global–, sino mucho más profundamente, en tanto que todo objeto material y todo servicio inmaterial se convierte a la vez en signo complaciente y mercancía vendible» (p. 78).

El segundo movimiento consistía en el estudio de la psique humana en esta nueva coyuntura. Tras la confusión generada por las múltiples disoluciones de las revoluciones de los sesenta, y tras las derrotas políticas de los setenta, surgía una nueva subjetividad carente de «todo sentido activo de la historia», sin sentido del pasado, ya fuese como carga o como esperanza; «a lo sumo proliferaban estilos e imágenes nostálgicos como sucedáneos de lo temporal que se desvanecían en un perpetuo presente» (p. 79). Sumando a todo lo anterior la enorme red de visibilidad y conexión, Jameson llega a hablar de «lo sublime histérico».

El tercer movimiento abarcó la cultura. Pero no de modo sectorial, como se había hecho hasta el momento (primero en la literatura, luego Hassan lo amplió a la pintura y la música, Jencks se centró en la arquitectura, Lyotard, en la ciencia y Habermas, en la filosofía), sino en todos sus distintos ámbitos. Pese a la ampliación a todo el espectro, sin embargo, Jameson fue consciente del papel central que jugaba la arquitectura (en la reseña del libro ya hablamos de las implicaciones sobre el sujeto del espacio del Hotel Bonaventura de Los Ángeles, por ejemplo), comprendiendo las implicaciones de un arte que configura el propio espacio físico.

Pero Jameson no se quedó ahí. Analizó también el cine, que hasta ahora el resto de críticos había dejado de lado, y destacó la existencia de un género que llamó «nostalgia del presente» (Fuego en el cuerpo o incluso La guerra de las galaxias), así como otras películas que lidiaban con la presencialidad total del capital global. Luego pasó a las artes gráficas, la publicidad, el diseño, hasta acabar hablando del pastiche, «una parodia inexpresiva, sin impulso satírico, de los estilos del pasado» (p. 85), una especie de collage donde los pedazos no remitían a sus orígenes, sino que quedaban desgajados, sin contexto.

Este tercer movimiento se desbordó también hacia las disciplinas, que vieron sus bordes difuminados y borrosos: la historia del arte, la sociología, la historia, la crítica literaria… empezaron a cruzarse en estudios híbridos y transversales (Jameson puso como ejemplo a Foucault) bajo el paraguas de la theory. Si precisamente Weber había formulado que «el rasgo distintivo de la modernidad era la diferenciación estructural» en ámbitos estancos y el propio Habermas lo había reforzado, declarando que este proceso no se podía cancelar, «so pena de regresión», como vimos en la entrada anterior, «no podía haber síntoma más ominoso del resquebrajamiento de lo moderno que el derrumbe de esas divisiones conquistadas con tanto esfuerzo».

El cuarto movimiento especulaba sobre las clases en esta nueva era. El capitalismo seguía siendo un sistema de clases, pero todas ellas habían cambiado: habían surgido unas élites culturales (lo que luego se llamará, con mayor o menor fortuna, las clases creativas), seguían existiendo los propietarios de los grandes grupos multinacionales, los obreros se habían disgregado en múltiples identidades… «A escala mundial –que es el terreno decisivo de la época posmoderna– no ha cristalizado aún ninguna estructura de clases estable que se pudiera comparar a la del capitalismo anterior» (p. 88). Además, al ampliarse a la arena mundial, una nueva gran cantidad de población formaba parte ahora del mercado, con el consiguiente «descenso de nivel»: si la cultura moderna era «irremediablemente elitista», producida por una minoría para otras minorías y hasta burlándose de las demandas del mercado, la cultura posmoderna es «mucho más vulgar». La propia extensión de los medios de comunicación, la publicidad, la llegada de grandes obras de la literatura a las listas de los más vendidos, la irrupción de grupos hasta entonces ignorados… por un lado era una reacción a la torre de marfil moderna, claro, pero por el otro también una nueva relación entre cultura y mercado.

El quinto y último movimiento era un abandono de las posiciones morales que habían mostrado los anteriores teorizadores del posmodernismo. Hasta ese momento, cada uno de ellos había incluido una valoración positiva o negativa. Jameson, situado más a la izquierda que todos ellos, destacaba como algo evidente la complicidad entre la lógica del mercado, el espectáculo y lo posmoderno; pero insistía en la inutilidad de moralizar sobre su auge.

Una crítica genuina de la posmodernidad no podía ser un rechazo ideológico. La tarea dialéctica sería más bien abrirnos paso a través de lo posmoderno de manera tan completa que nuestra comprensión de la época saliera transformada por el otro lado. Una comprensión totalizadora del nuevo capitalismo ilimitado, una teoría adecuada a la escala global de sus conexiones y disyunciones, seguía siendo el proyecto marxista irrenunciable. Ese proyecto excluía toda respuesta maniquea a lo posmoderno. (p. 91)

El último capítulo del libro lo dedica Anderson a analizar las consecuencias de la toma de posición de Jameson y, en concreto, a tres libros que tratan de precisar conceptos posmodernistas: el trasfondo político en Against Postmodernism (Alex Callinicos, 1989); un análisis más profundo de la economía en La condición de la posmodernidad de Harvey, que ya leímos (1990) y el impacto de su difusión ideológica con Illusions of Postmodernity (Terry Eagleton, 1996). Sin embargo, el tono se vuelve mucho más intelectual en esta parte, más parecido a un debate entre artículos y libros que a una verdadera aportación definitiva sobre el tema, como lo fue la de Jameson, por lo que terminamos aquí la reseña, que concluye con dos observaciones extraídas del libro.

El arte moderno se había definido virtualmente como «antiburgués» desde sus orígenes en Baudelaire o en Flaubert. La posmodernidad es lo que sucede cuando este adversario ha desaparecido sin que se haya obtenido ninguna victoria sobre él. (p. 119)

Esa condición de «libertad artística perfecta» en la que «todo está permitido» no contradecía, sin embargo, la Estética de Hegel, sino que, por el contrario, la comprende, pues «el fin del arte consiste en la toma de conciencia de la verdadera naturaleza filosófica del arte»: es decir, el arte se convierte en filosofía (como Hegel afirmaba que debía) en el momento en que sólo una decisión intelectual puede determinar qué es arte y qué no es arte. (p. 137)

La condición de la posmodernidad (y VI): la compresión espacio-temporal

En lo que viene a continuación, haré un uso frecuente del concepto de «compresión espacio-temporal». Utilizo esta noción para referirme a los procesos que generan una revolución de tal magnitud en las cualidades objetivas del espacio y el tiempo que nos obligan a modificar, a veces de manera radical, nuestra representación del mundo. Empleo la palabra «compresión» porque, sin duda, la historia del capitalismo se ha caracterizado por una aceleración en el ritmo de la vida, con tal superación de barreras espaciales que el mundo a veces parece que se desploma sobre nosotros. (p. 267)

La compresión espacio-temporal, provocada por los desplazamientos espaciales y temporales del capitalismo fordista que acabaron generando la acumulación flexible, es la forma social de nuestro tiempo y la causa de la situación cultural posmodernista. Esto es un resumen acelerado de lo que hemos visto en las últimas cinco entradas en que hemos reseñado La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, (I, II, III, IV y V) y nos quedan pendientes sólo dos apartados: la compresión espacio-temporal que se dio coincidiendo con el proyecto de la Ilustración (aunque empezó antes, claro) y su relación con las nuevas formas culturales posmodernas.

En los «mundos relativamente aislados» del feudalismo europeo, cada lugar era una entidad relativamente autónoma con su propio significado legal, político y social, con sus relaciones sociales y su comunidad. De hecho, a menudo se percibía el exterior como algo misterioso, poblado de seres lejanos (el bosque, el famoso «hic sunt dracones», aquí hay dragones, para referirse a todo territorio ignoto).

El Renacimiento supuso un cambio en las percepciones del tiempo y el espacio. Por un lado, los viajes de descubrimiento abrieron el mundo y dieron a entender que estaba lleno de riquezas y maravillas. «En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía», es decir, no sólo el mundo se abría sino que se vinculaba al provecho que se podía obtener de él: la ruta de la seda era un trayecto de maravilla, claro, pero también una ruta comercial que permitía enriquecerse a quienes la transitaban. Por otro lado se establecieron unas reglas nuevas de la perspectiva que se mantendrían hasta principios del siglo XX: un espacio geométrico, con un punto de vista «elevado y distante, que cae completamente fuera del alcance plástico o sensorial». Esta geometría estaba a la vez limitada (perfecta, comprensible, mortal) pero no cuestionaba la cualidad de la divinidad.

Dicha concepción del tiempo y el espacio (el mundo como un globo, el globo como un teatro) sentó las bases para el proyecto de la Ilustración: la naturaleza no sólo podía ser controlada, sino que debía serlo para que el hombre pudiese emanciparse. Los mapas dejaron de tener cualidades fantasiosas o religiosas, desaparecían los dragones y estaban regidos por la lógica de la métrica matemática y el catastro; lo mismo sucedía con el tiempo, cada vez más compartimentado a medida que avanzaba la precisión de las herramientas para medirlo.

Aquí surge uno de los problemas de la Ilustración: «el espacio sólo puede ser conquistado a través de la producción de espacio», es decir, con una cierta concepción de lo que es el propio espacio y de lo que otorga derecho sobre él. Esto constituye un «marco fijo dentro del cual debe desenvolverse la dinámica de un proceso social», pero cuando se aplica esta organización espacial fija en un contexto de acumulación capitalista «se convierte en una absoluta contradicción» y se liberan los poderes de creación destructiva y las contradicciones capitalistas. Por un lado, para «aniquilar el espacio a través del tiempo» se genera espacio (inversiones en fábricas, plantas automatizadas, autopistas), que tienen un tiempo de rotación lenta pero a la vez buscan generar una rotación más veloz de la producción.

La manera en que el capitalismo enfrenta y sucumbe periódicamente a este nudo de contradicciones constituye una de las historias no narradas de mayor importancia en la geografía histórica del capitalismo. La compresión espacio-temporal es un signo de la intensidad de fuerzas que confluyen en este nudo de contradicciones, y bien puede suceder que las crisis de la hiper-acumulación así como las crisis de las formas políticas y culturales estén fuertemente conectadas con esas fuerzas. (p. 287; el destacado es nuestro).

Eso nos lleva a la depresión que empezó en Gran Bretaña en 1846-47 y que se extendió rápidamente al resto del mundo capitalista y que Harvey considera «la primera crisis clara de hiper-acumulación capitalista». Ya habían sucedido otras crisis económicas y políticas, pero todas ellas podían atribuirse a algunas otras causas; ésta fue diferente. «El capitalismo había madurado bastante, de modo que hasta el más ciego de los apologistas burgueses podía advertir que las condiciones financieras, la especulación descarnada y la hiper-acumulación algo tenían que ver con los acontecimientos» (p. 288).

Los obreros vieron la crisis como la consecuencia de la explotación burguesa; los burgueses, como producto de los estamentos del Ancien Régime que se negaban a desaparecer, como la aristocracia; y éstos, como una pérdida de los valores tradicionales y la distinción de clases. Para Harvey, la crisis generó una «crisis de representación y esta, por su parte, fue el efecto de un reajuste esencial de las nociones del tiempo y el espacio en la vida económica, política y cultural».

Hasta ese momento se había seguido utilizando la concepción del tiempo surgida de la Ilustración; la crisis de mediados de siglo acabó con eso. Europa estaba tan integrada que los sucesos acontecidos en un extremo, ya fuesen una crisis o una revolución, sacudían al continente entero, por lo que las certezas espaciales y temporales se derrumbaban. «Las revoluciones que habían estallado al mismo tiempo a lo largo del continente acentuaban las dimensiones sincrónicas y diacrónicas del desarrollo capitalista. La certeza acerca del espacio y el tiempo absolutos dio lugar a las inseguridades de un espacio relativo en transformación, en el cual los acontecimientos de un lugar podían tener efectos inmediatos y ramificados en muchos otros lugares.» (p. 289) O, como dirá luego Jameson: «la verdad de la experiencia ya no coincide con el lugar donde ocurre».

También el espacio económico se modificaba con una tensión constante entre el crédito y el dinero en efectivo, hasta que éste último alcanzó la primacía; fue otro factor que alteró el significado del tiempo (tiempo de inversión, tasa de retorno). De hecho, Harvey data a partir de 1850 el momento en que los mercados de valores se organizaron sistemáticamente. Toda esta cuestión de cómo conciliar las nuevas perspectivas del tiempo y el espacio «se convirtió en un serio problema al que el modernismo se aplicó con creciente vigor hasta el impacto de la Primera Guerra Mundial».

Todos estas desplazamientos generaron una crisis de representación. Ni la literatura ni el arte podían evitar la cuestión del internacionalismo, la sincronía, la temporalidad insegura y la tensión dentro de la medida del valor dominante entre el sistema financiero y su base monetaria o de mercancías. «Alrededor de 1850», escribe Barthes (1967, pág, 9), «la escritura clásica se desintegró y la literatura en su conjunto, desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática del lenguaje». No es casual que el primer gran impulso cultural modernista ocurriera en París después de 1848. Las pinceladas de Manet, que empezaban a descomponer el espacio tradicional de la pintura y a modificar su marco, examinando las fragmentaciones de la luz y el color; los poemas y reflexiones de Baudelaire, cuyo propósito era trascender el carácter efímero y estrecho de las políticas del lugar en busca de significados eternos; y las novelas de Flaubert, con sus peculiares estructuras narrativas en el espacio y el tiempo, se asociaban a un lenguaje de distanciamiento helado; todo esto constituía una señal de ruptura radical del sentimiento cultural, que reflejaba un profundo cuestionamiento del significado del espacio y el lugar, del presente, del pasado y del futuro, en un mundo de inseguridad y de horizontes espaciales en rápida expansión. (p. 291)

El espacio y el tiempo siguieron modificándose a merced de las nuevas invenciones y la extensión de las vías del ferrocarril, el telégrafo, la navegación a vapor, la apertura del Canal de Suez. Los grandes almacenes poblaban las ciudades, el viaje en globo y la fotografía aérea modificaron la percepción del propio espacio. El comercio y las inversiones exteriores pusieron a «las grandes potencias capitalistas en la vía del globalismo», pero lo hicieron «a través de la conquista imperial y la rivalidad inter-imperialista que llegaría a su apogeo en la Primera Guerra Mundial: la primera guerra global. En el camino, los espacios del mundo fueron desterritorializados, despojados de sus significaciones anteriores y luego reterritorializados según la conveniencia de la administración colonial e imperial.» (p. 293; el destacado es nuestro). Además, las Exposiciones Universales, empezando por el Palacio de Cristal de 1851, ensalzaban el globalismo y lo que Benjamin denominó «la fantasmagoría» del mundo de las mercancías y la competencia entre los Estados y los sistemas de producción territoriales. Por ello el arte, destaca Harvey, ya no podía ser realista: porque en todo acto confluía una enormidad de aspectos distintos y la vida de un campesino polaco estaba regida, en parte, por los designios de París, Londres o Nueva York. Las estructuras realistas, por lo tanto, «eran inconsistentes con una realidad en la que dos sucesos acaecidos al mismo tiempo en espacios enteramente distintos podían entrar en una intersección que modificara el funcionamiento del mundo», por lo que «Flaubert, el modernista, abrió el camino que a Zola, el realista, le fue imposible imitar».

«La segunda gran ola de innovación modernista en el ámbito estético comenzó en media de esta fase de rápida compresión espacio-temporal. ¿Hasta qué punto puede interpretarse entonces el modernismo como una respuesta a una crisis en la experiencia del espacio y el tiempo?» A partir de aquí, Harvey sigue el libro The culture of time and space, 1880-1918, de Kern (1983).

El periodo 1910-1914 es determinando para la evolución del pensamiento modernista. Coinciden, por ejemplo, Virginia Woolf, D. H. Lawrence o Henri Lefebvre, para el cual «alrededor de 1910 se produjo la ruptura de un cierto espacio». Sin entrar en todo el detalle que le dedica Harvey al tema: Ford erige la cadena de montaje en 1913, el mismo año en que se emite una señal de radio desde lo alto de la Torre Eiffel, «lo cual puso de manifiesto la posibilidad de reducir al espacio a la simultaneidad de un instante en el tiempo público universal». Ese mismo público universal se había horrorizado un año antes al conocer el hundimiento del Titanic. No es casualidad que De Chirico llenase sus lienzos de relojes, que Joyce empezase a investigar para captar la simultaneidad del tiempo y la preeminencia del presente o que Proust tratase de recuperar el tiempo pasado. Ambos novelistas coincidieron en dotar al tiempo y al espacio de un matiz pasado por la consciencia y la experiencia. En la pintura, Picasso y Braque seguían los pasos de Cézanne y quebraban definitivamente el espacio con el cubismo, aboliendo la perspectiva que dominaba desde el Renacimiento.

Ante la disolución aparente del espacio, surgieron dos corrientes: una que acentuaba esa disolución y hablaba de «la irrealidad del lugar» (y que más adelante denominará «universalismo») y otra que, en ese océano cambiante de espacios, luchaba por acentuar las diferencias concretas de cada espacio («particularismo»). No son opuestas: nos viene a la mente la distinción entre «el espacio de los flujos» y «el espacio de los lugares» de La sociedad red de Castells. Harvey ve indicios del particularismo en el auge de las bibliotecas y museos, que se proponían registrar el pasado y «describir la geografía a la vez que rompían con ella». Paradójicamente, los artistas modernistas acabarían «pintando para los museos y escribiendo para las bibliotecas». El interés por lugares exóticos, aumentado por estas muestras de arte lejano, era a la vez una loa a la mercancía y una fuente de reivindicación de la artesanía y los trabajos manuales que culminó con el art noveau francés o la tradición artesanal impulsada por William Morris.

Esta tendencia a privilegiar la espacialización del tiempo (Ser) por encima de la aniquilación del espacio por el tiempo (Devenir) es coherente con gran parte de lo que expresa hoy el posmodernismo; con los «determinismos locales» de Lyotard, las «comunidades interpretativas» de Fish, las «resistencias regionales» de Frampton y las heterotopías de Foucault. Evidentemente, ofrece múltiples posibilidades dentro de las cuales puede florecer una «otredad» espacializada. El modernismo, considerado en su conjunto, exploró la dialéctica del lugar versus el espacio, del presente versus el pasado, en formas diferentes. Si bien celebraba la universalidad y la desaparición de las barreras espaciales, también exploraba los nuevos significados del espacio y el lugar desde algunas perspectivas que reforzaban tácitamente la identidad local. (p. 301; el destacado es nuestro)

Volviendo a las dos corrientes del universalismo y el particularismo, el modernismo defendió particularmente la primera y «nunca pudo saldar sus cuentas con el parroquialismo y el nacionalismo». En efecto, el modernismo tendía al elitismo, ya fuese alejándose de las «clases medias», ya fuese loando las grandes ciudades del mundo como los lugares donde sucedía lo importante.

Un ejemplo concreto de lo anterior sucedió en la Viena de fin-de-siècle entre Camillo Sitte y Otto Wagner en relación a la producción del espacio urbano. Sitte, siguiendo la tradición artesanal de la ciudad, buscaba espacios no modernistas y no funcionalistas: plazas pequeñas, refugios interiores donde poder desarrollar la comunidad, no muy alejadas, por ejemplo, de las que luego defendería Jacobs. Esas ideas pueden ser interpretadas «como una reacción específica a la comercialización, al racionalismo utilitario y a las fragmentaciones e inseguridades que suelen surgir por la compresión espacio-temporal» y a menudo apelan a la estetización de la política. En poco tiempo, sin embargo, muchos de los artesanos vieneses que Sitte defendía se aglutinarían en esas mismas plazas para oponerse al internacionalismo, a lo exterior: a los judíos. Vuelven las palabras de Sennett en El declive del hombre público: no hay nada que una tanto a una comunidad como un enemigo externo, sea real o imaginario. «En definitiva, fueron los sentimientos ligados al lugar, al Ser y a la comunidad, los que condicionaron la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo» (p. 307).

Wagner, por su lado, aceptó la universalidad con los brazos abiertos y trató de imponer orden en el caos basándose en los principios de la eficiencia, la economía y la facilitación de los emprendimientos comerciales. También tuvo que buscar algún sentido en esa lógica, y lo hizo buscando la ruptura con el pasado y «cultivando la imagen de la máquina como la forma esencial de la racionalidad eficiente», lo que lo convertiría en un pionera de las formas «heroicas» del modernismo de que hablaba Harvey al principio del libro (aquí) y que cristalizarían en Le Corbusier, Gropius o Mies van der Rohe.

Ambas líneas chocaron vivamente en la Primera Guerra Mundial, lo que ilustra «la forma en que las condiciones de la compresión espacio-temporal, ante la ausencia de un medio adecuado que las represente, convierten a las líneas de conducta nacionales en algo imposible de determinar, y menos aun de seguir». La guerra, sin embargo, acabó con todo ello, destruyendo la fe en el progreso, la evolución y hasta en la historia, algo que la Segunda Guerra Mundial acabaría de profundizar.

Hubo hebras que sobrevivieron al conflicto. La Revolución Rusa, por un lado, se adentraba en la lucha de clases y daba algo de esperanza al movimiento obrero, que también tuvo que enfrentarse al conflicto particularismo-internacionalismo. Eso permitió a los rusos ciertas vanguardias que cortaban fuertemente con el pasado (el formalismo y el constructivismo rusos), mientras que, en las sociedades donde la acumulación de capital «seguía siendo el pivote efectivo de la nación, sólo había lugar para el modernismo maquinista del estilo Bauhaus».

Pero el modernismo se revelaba incapaz de contener los flujos dinámicos del capitalismo y la acumulación.

Y aquí comienza la verdadera tragedia del modernismo. Porque los que en fin predominaron no fueron los mitos sostenidos por Le Corbusier, Otto Wagner o Walter Gropius. Fue el culto de Mammon o, peor aún, fueron los mitos suscitados por una política estetizada los que se afianzaron. Le Corbusier coqueteaba con Mussolini y se comprometía con la Francia de Pétain; Oscar Niemeyer proyectó Brasilia para un presidente populista pero la construyó para generales despiadados; las intuiciones de la Bauhaus se aplicaron al diseño de campos de concentración, y en todas partes dominó la idea de que la forma debía adecuarse al beneficio tanto como a la función. Eran, en última instancia, la estetización de la política y el poder del capital los que triunfaban sobre un movimiento estético que había mostrado cómo la compresión espacio-temporal se podía controlar y acondicionar racionalmente. Sus visiones fueron trágicamente absorbidas por propósitos que no eran, en líneas generales, los propios. (p. 312)

La oposición entre Ser y Devenir resulta central en la historia del modernismo. Esa oposición se debe considerar en términos políticos como una tensión entre el sentido del tiempo y la concentración en el espacio. Después de 1848, el modernismo como movimiento cultural luchó con esa oposición, a menudo en forma creativa. La lucha se distorsionó, en muchos aspectos, a causa del apabullante poder del dinero, el beneficio, la acumulación del capital y el poder estatal como marcos de referencia dentro de los cuales se desarrollaban todas las formas de la práctica cultural. Aun en las condiciones de una rebelión de clases extendida, la dialéctica del Ser y del Devenir ha planteado problemas al parecer inabordables. Sobre todo, los cambiantes significados del espacio y el tiempo que el capitalismo produjo han impuesto re-evaluaciones constantes en las representaciones del mundo en la vida cultural. Sólo en una era de especulación sobre el futuro y de formación de capital ficticio pudo adquirir sentido el concepto de vanguardia (tanto artística como política), La transformación en la experiencia del espacio y e1tiempo tuvo mucho que ver con el nacimiento del modernismo y sus confusos recorridos de un lado a otro de la relación espacio-temporal. Si es realmente así, vale la pena analizar la proposición según la cual el posmodernismo es un tipo de respuesta a un nuevo conjunto de experiencias sobre e1 espacio y e1 tiempo, un nuevo giro en la «compresión espacio-temporal». (p. 312)

La nueva compresión espacio-temporal que se vivió desde los años 70 «ha generado un impacto desorientador y sorpresivo en las prácticas económico-políticas, en el equilibrio del poder de clase, así como en la vida cultural y social». Las dos grandes tendencias en el ámbito del consumo que Harvey destaca son la llegada de la moda a los mercados masivos (en oposición a una élite), con su enorme velocidad cambiante que ha acabado inundando todos los ámbitos (ocio, música, videojuegos, cultura) y el desplazamiento del consumo de mercancías al de servicios (desde los esenciales para la vida, como sanidad y educación, hasta los destinados al ocio y el consumo). La instantaneidad se ha vuelto una virtud (ya sea en el consumo rápido, comida, series, likes en las redes sociales), de la mano de lo desechable, lo fácil, lo que no requiere esfuerzo, pero sobre todo destaca la irrupción de la publicidad y el márqueting en controlar los gustos cambiantes de las multitudes o de sus cada vez más numerosos nichos, lo que llevo a Baudrillard a sostener que «hoy el capitalismo se dedica a la producción de signos, imágenes y sistemas de signos, y no a las mercancías en sí mismas», algo que fácilmente podríamos observar, sin ir muy lejos, en el márqueting de las ciudades y cómo éstas pugnan por convertirse en marcas que publicitar ante los turistas y empresarios.

La identidad ha pasado a depender de las imágenes que se producen. Por ello los distintos grupos luchan por emanar una identidad concreta con símbolos determinados; el problema surge con la aparición de réplicas que simulan (más aún: se convierten en simulacros de) dichas identidades. ¿Qué diferencia hay entre un punk y un simulacro de punk? Ninguna, en apariencia; pero el simulacro, además, erosiona la realidad del primero, algo que ya nos explicó Baudrillard en Cultura y simulacro.

«Podemos ligar la dimensión esquizofrénica de la posmodernidad, en la que insiste Jameson, con las aceleraciones en los tiempos de rotación de la producción, el intercambio y el consumo, que causan, por así decirlo, la pérdida de un sentido de futuro, excepto cuando el futuro puede descontarse en el presente.» (p. 322) En este juego de espejos donde todo queda reducido a la apariencia, «si no es posible decir nada sólido y permanente en medio de este mundo efímero y fragmentado, entonces, ¿por qué no sumarnos al juego (de lenguaje)?», se cuestiona Harvey.

No es casualidad, sin embargo, que en este mundo fragmentado y donde es tan difícil hallar sentido, surjan luchas abruptas por hallarlo de nuevo: la reemergencia de la religión, de la familia, los localismos… como ya explicó Castells en El poder de la identidad, donde analizaba cómo bregaban las comunidades, grupos, naciones… con la llegada de la era de la información y del espacio de los flujos.

Todo esto genera una serie de contradicciones. Una de ellas: puesto que todos los lugares acaban siendo similares, ya que la obtención de beneficio es el único patrón, se busca, paradójicamente, diferenciar los lugares cada vez más. Es una situación similar a la que encontrábamos en las resistencias a la gentrificación: los mismos graffitis y actos «vandálicos» que luchan contra la llegada de las clases medias y altas son lo que atraen a los precursores del movimiento. Y ahí encontramos otra de las contradicciones o, en este caso, consecuencias de la compresión espacio-temporal. Con la preeminencia del dinero como algo virtual, no ligado a ningún producto material, «el dinero perdió su calidad de medio para conservar el valor por períodos largos», por lo que fue preciso «encontrar otros medios de almacenar valor de una manera efectiva». Ello explica, por ejemplo, la enorme inflación en el mercado del arte, donde hay ciertos valores que no dejan de subir, pero también que las ciudades, sus centros, se hayan convertido en reservas de valor inmobiliario; que la sanidad y la educación se privaticen a pasos agigantados o que existan fondos de inversión, como nos recordaba Sennett, que buscan lugares «específicos» capaces de convertirse en atractores globales y los compran, homogeneizándolos y convirtiendo todos los lugares en algo similar… en su búsqueda de la diferencia.

La cuisine mundial se reúne hoy en un solo lugar, exactamente como la complejidad geográfica mundial se reduce por las noches a una serie de imágenes en la pantalla estática de la televisión. Este mismo fenómeno es explotado en los palacios del entretenimiento como Epcot y Disneylandia; es posible, como dice uno de los eslóganes comerciales norteamericanos, «experimentar el Viejo Mundo por un día, sin tener que desplazarse hasta allí». La implicación general es que a través de la experiencia de todo, desde la comida hasta los hábitos culinarios, la música, la televisión, el entretenimiento y el cine, es hoy posible experimentar vicariamente la geografía mundial, como un simulacro. El entrelazamiento de simulacros en la vida cotidiana reúne diferentes mundos (de mercancías) en el mismo espacio y tiempo. Pera lo hace encubriendo casi perfectamente cualquier huella del origen, de los procesos de trabajo que los produjeron, o de las relaciones sociales implicadas en su producción. (p. 332)

Harrison Ford, descubriendo los simulacros.

Como artefacto posmoderno que analizar, Harvey escoge la película Blade Runner. Se fija en los replicantes, que no son copias de los humanos, sino simulacros mejorados. Son la perfecta mano de obra: con una obsolescencia programada, dedicados a las tareas más ingratas y sin un pasado verdadero, sólo con un simulacro de memoria que se crea y se sostiene mediante documentos gráficos: mediante fotografías. Paradójicamente, el mismo sistema que usa Deckard, el policía encargado de cazarlos, para evidenciar su humanidad. La ciudad de Los Ángeles del futuro está llena de influencias internacionales, sobre todo asiáticas (de donde provenía la mayoría de productos, igual que ahora), tecnología y espacios degradados. Los trabajadores son o bien autónomos, o bien pertenecientes a pequeñas factorías (como ya expuso Harvey anteriormente, en la posmodernidad coexisten todas las formas de producción, para que las empresas puedan escoger en cada momento la que mejor las satisfaga) y, de hecho, Deckard recurre a artesanos callejeros para obtener información sobre la manufactura final de los replicantes producidos por la Tyrell Corporation, lo que nos habla de flexibilidad y subcontratación.

Blade Runner es una parábola de la ciencia ficción en la que, mediante todo el poder imaginario de la ficción cinematográfica, se exploran los temas posmodernistas, situados en un contexto de acumulación flexible y de compresión espacio-temporal. El conflicto es entre personas vivas en diferentes escalas de tiempo, que en consecuencia ven y experimentan el mundo de manera muy diferente. Los replicantes no tienen historia real, pero quizá puedan construir una; la historia de todos se ha reducido al testimonio de la fotografía. Si bien la socialización sigue siendo importante para la historia personal, como lo demuestra Rachel, también puede ser replicada. El aspecto depresivo del filme es precisamente que, hacia el fin, la diferencia entre la replicante y el humano se vuelve tan irreconocible que pueden enamorarse (una vez que ambos se incorporan a la misma escala de tiempo). El poder del simulacro lo penetra todo. El lazo social más fuerte entre Deckard y los replicantes en rebelión –el hecho de que ambos estén controlados y esclavizados por un poder empresario– nunca genera en ellos el menor atisbo de una posible alianza de los oprimidos. Aunque es cierto que a Tyrell le arrancan los ojos antes de matarlo, se trata de un acto de ira individual, no de clase. El final del filme es una escena de puro escapismo (tolerado, hay que señalarlo, por las autoridades) que no cambia en nada la situación de los replicantes ni las funestas condiciones de la masa humana que vive en las calles desamparadas de un mundo posmodernista decrépito, desindustrializado y en decadencia. (p. 346)

¿Acaso no es eso lo que nos permiten las redes sociales, construirnos una identidad mediante la fotografía? Aunque sea un simulacro; no habrá diferencia entre las identidades reales (si se puede usar la palabra) y aquellas producidas.

Harvey dedica la cuarta y última parte del libro a «La condición de la posmodernidad» y a plantearse si es patólogica y puntual o si supondrá una revolución «más profunda y amplia» en los asuntos humanos que las anteriores. Habla de la estetización de la política, de la tiranía de la imagen (recordamos siempre la belleza del Kowlon, que esconde sus miserias) y de las posibles respuestas a la compresión espacio-temporal:

  • el refugio en un silencio neurótico (o la rendición ante la complejidad apabullante), que viene reforzado por las tesis de la deconstrucción, que al sospechar de todo discurso que aspire a la coherencia pusieron en tela de juicio las proposiciones fundamentales;
  • negar la complejidad recurriendo a eslóganes cada vez más sencillos; Twitter, por supuesto, o las proclamas políticas; pero también la necesidad de encasillar a los consumidores en nichos binarios con mensajes que refuerzan su modo de pensar y los encasillan aún más;
  • encontrar un nicho donde los esfuerzos sean visibles y viables; lo cual lleva al riesgo de acabar encerrados en el localismo, la comunidad o la miopía ante un espectro más amplio;
  • «encabalgarse en la compresión espacio-temporal a través de la construcción de un lenguaje y de un imaginario que pueda reflejarla y quizá controlarIa», como hicieron Baudrillard o Virilio, o como hizo Nietzsche en su momento en La voluntad de poder.

El capital es un proceso, no una cosa. Es un proceso de reproducción de la vida social a través de la producción de mercancías, en el que todos los que vivimos en el mundo capitalista avanzado estamos envueltos. Sus pautas operativas internalizadas están destinadas a garantizar el dinamismo y el carácter revolucionaria de un modo de organización social que, de manera incesante, transforma a la sociedad en la que está inserto. El proceso enmascarara y fetichiza, crece a través de la destrucción creativa, crea nuevas aspiraciones y necesidades, explota la capacidad de trabajo y el deseo humanos, transforma los espacios y acelera el ritmo de la vida. Produce problemas de hiper-acumulación para los cuales sólo hay un número limitado de soluciones posibles.

Mediante estos mecanismos, el capitalismo crea su propia geografía histórica específica. No es posible predecir la línea de su desarrollo desde una óptica corriente, precisamente porque siempre se ha fundado en la especulación: en nuevas productos, nuevas tecnologías, nuevos espacios e instalaciones, nuevos procesos de trabajo (trabajo familiar, sistemas fabriles, círculos de calidad, participación laboral) y cuestiones semejantes. Hay muchas maneras de obtener beneficios. Las racionalizaciones post hoc de la actividad especulativa dependen de una respuesta positiva al interrogante: «¿Qué es rentable?». Diferentes empresarios, espacios enteros de la economía mundial, generan diferentes soluciones para esa pregunta y nuevas respuestas tornan el lugar de las anteriores a medida que una ola especulativa pasa a dominar a otra. (p. 375)

La vida cultural, por supuesto, no queda al margen de este proceso. Porque la cultura es también un bien de consumo; pero además porque permite articular los signos de que se alimenta (y es alimentado) el capitalismo. Harvey vuelve a las palabras de Bourdieu que ya citamos: la infinita capacidad de producción de cada uno de nosotros (de pensamientos, obras, acciones), limitada por «las condiciones históricamente determinadas» de su producción: «la libertad condicionada y condicional que esto garantiza está «tan lejos de la creación de la novedad impredecible como lo está de la simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales».

La condición de la posmodernidad (V): el tiempo y el espacio

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, llegó en la entrada anterior a un punto crucial. Tras analizar el modernismo, el posmodernismo y el posmodernismo urbano, Harvey llegó a la conclusión de que, o bien el posmodernismo suponía un modo distinto de pensar el mundo, o era una reacción a un cambio en las formas capitalistas. Eso es lo que analizamos en la cuarta entrada, del fordismo a la acumulación flexible, donde entendimos que el capitalismo había recurrido durante mediados del siglo XX, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, a los desplazamientos temporales y espaciales para evitar las crisis periódicas de hiper-acumulación. En cuanto se agotaron esos desplazamientos, el fordismo entró en crisis (en los años 70) y hubo que buscar nuevas formas para aumentar la plusvalía y continuar con el crecimiento perpetuo.

Por ello, lógicamente, el siguiente paso en el estudio de la posmodernidad es analizar la experiencia del tiempo y el espacio, sacudidos por las andanadas capitalistas de la globalización (o de la acumulación flexible, en palabras de Harvey). Si el problema estético de las primeras décadas del siglo (de la cúspide de la modernidad, como veremos en breve) fue el tiempo (Proust y Joyce, por ejemplo), la organización del espacio «se ha convertido en el problema estético fundamental de la cultura de mediados del siglo XX», en palabras de Daniel Bell. Mismas palabras pronunciaba Jameson al declarar que parte de la crisis posmoderna se debía a que las categorías espaciales habían pasado a dominar a las temporales (motivo por el que reclamaba una nueva forma de pensar y establecer mapas cognitivos alternativos).

Para comprender los espacios y tiempos individuales en la vida social, Harvey recurre a La producción del espacio de Lefebvre y a la distinción que hace de las tres dimensiones del espacio:

  • Las prácticas materiales espaciales: «los flujos, transferencias e interacciones físicas y materiales que ocurren en y cruzando el espacio para asegurar la producción y reproducción social», y que Lefebvre caracterizó como «lo experimentado».
  • Las representaciones del espacio: «abarcan todos los signos y significaciones (…) que permiten que esas prácticas se comenten y se comprendan», ya sea con el sentido común, ya sea recurriendo a diversas disciplinas, como la geografía, la ingeniería, la arquitectura, la ecología social…, y que para Lefebvre suponían «lo percibido».
  • Los espacios de representación «son invenciones mentales» (como códigos, signos, discursos…, hasta paisajes utópicos o imaginarios) «que imaginan nuevos sentidos o nuevas posibilidades de las prácticas espaciales» y que se corresponden con «lo imaginado».

Lefebvre proponía que estas tres prácticas llevan a cabo una relación dialéctica, de modo que, por ejemplo, los espacios de representación utópicos (lo imaginado) afectan no sólo a las representaciones del espacio (lo percibido) sino que pueden llegar a alterar las prácticas materiales (lo experimentado). Pero para Bourdieu esa «relación dialéctica» era insuficiente, puesto que parte de una base material, es «engendrada por la experiencia material» de «estructuras objetivas» y «por la base económica de la formación social en cuestión».

En la medida en que el habitus es una capacidad infinita para engendrar productos -pensamientos, percepciones, expresiones, acciones- cuyos limites han sido instaurados por las condiciones históricas y socialmente determinadas de su producción, el condicionamiento y la libertad condicional que garantiza están tan lejos de la creación de una novedad impredecible como lo están de una simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales» (Bourdieu, Outline of a theory of practice, 1977, pág. 95)

A estas tres prácticas, Harvey las cruza con otros cuatro aspectos de la práctica espacial: la distancia (entendida tanto física como socialmente), la apropiación del espacio por objetos, actividades, grupos…; el dominio del espacio por parte de grupos u organizaciones, formales o informales, con el objetivo de controlar la distancia o las apropiaciones del espacio; y la producción del espacio, refiriéndose al surgimiento de nuevos sistemas de uso de la tierra y el espacio. Con todo ello, forma la siguiente tabla.

Prácticas materiales (experiencia)Representaciones del espacio (percepción)Espacios de representación (imaginación)
Accesibilidad y distanciamientoFlujos de bienes, dinero, personas, información; sistemas de transporte y comunicación; jerarquías urbanas y de mercado, aglomeración. Medidas de distancia social, psicológica y física; trazado de mapas, teorías de la localización (centro-periferias). Atracción/repulsión, distancia/deseo, acceso/rechazo; «el medio es el mensaje».
Apropiación y uso del espacioUsos de la tierra, espacios sociales, designación de «territorios»; redes sociales de comunicación y ayuda mutua. Espacio personal, mapas mentales de un espacio ocupado, jerarquías espaciales, representación simbólica de espacios, «discursos» espaciales. Familiaridad; el hogar y la casa; lugares abiertos, de espectáculo popular (calles, plazas, mercados), iconografía y graffiti, publicidad.
Dominación y control del espacioPropiedad privada de la tierra; divisiones administrativas del espacio; comunidades o vecindarios exclusivos; zonificación excluyente, control policial y vigilancia. Espacios prohibidos; «imperativos territoriales», comunidad, cultura regional, nacionalismo, geopolítica, jerarquías. No familiaridad; espacios temidos, propiedad y posesión; monumentalismo y espacios de ritual construidos, barreras simbólicas y capital simbólico; espacios de represión.
Producción del espacioProducción de infraestructuras físicas, renovación urbana, organización territorial de infraestructuras sociales. Sistemas nuevos de trazado de mapas, representación visual, comunicación; nuevos «discursos» artísticos y arquitectónicos, semiótica. Proyectos utópicos, paisajes imaginarios, ontologías y espacios de la ciencia ficción; dibujos de artistas, mitologías del espacio y el lugar, poéticas del espacio, espacios del deseo.

La grilla [tabla] de prácticas espaciales no nos puede decir nada importante por sí sola. Suponerlo sería aceptar la idea de que hay algún lenguaje espacial universal independiente de las prácticas sociales. La eficacia de las prácticas sociales en la vida social sólo nace de las relaciones sociales dentro de las cuales ellas intervienen. Por ejemplo, en las relaciones sociales del capitalismo, las prácticas espaciales descritas en la grilla están impregnadas de significados de clase. Sin embargo, plantearlo de este modo no es sostener que las prácticas espaciales provienen del capitalismo. Ellas adquieren sus significados en las relaciones sociales específicas de c1ase, género, comunidad, etnicidad o raza y «se agotan» o «modifican» en el curso de la acción social. (p. 247)

Volviendo a las palabras de Bordieu, y siguiendo con la idea de Lefebvre de que «el dominio sobre el espacio constituye una fuente fundamental y omnipresente del poder social sobre la vida cotidiana», Harvey explora ahora cómo «en las economías monetarias en general, y en la sociedad capitalista en particular, el dominio simultáneo del tiempo y el espacio constituye un elemento sustancial del poder social que no podemos permitirnos pasar por alto» (p. 251).

La existencia del dinero modifica las cualidades del tiempo y el espacio. Por ejemplo, los mercaderes medievales instauraron un tiempo, simbolizado por los relojes y los campanarios, distinto al ritmo «natural» que se había llevado en la vida agraria; esta «red cronológica» atrapó la vida cotidiana. Hubo resistencias, claro, pero poco a poco se fue imponiendo. Lo mismo sucedió con las apropiaciones del espacio a partir, sobre todo, del trazado de los mapas del mundo (algo que ya expusimos en Espacios del capital, del mismo Harvey). En palabras de Thompson: «La primera generación de obreros fabriles aprendió de sus maestros la importancia del tiempo; la segunda generación formó comités para acortar el tiempo de trabajo hasta las diez horas; la tercera generación hizo huelgas por el pago de horas extras o por su doble pago. Habían aceptado las categorías de sus empleadores y aprendieron a luchar dentro de ellas.» Es decir: habían interiorizado las categorías temporales impuestas por el capital.

Uno de los objetivos del capitalismo se convirtió en aumentar la rotación del capital, para lo cual ha recurrido a todo tipo de innovaciones técnicas y organizativas (la línea de producción en serie, la aceleración de procesos físicos como la fermentación, los conservantes, la obsolescencia planificada en el consumo, como la moda y la publicidad, y hasta los sistemas de crédito). «El efecto general, entonces, es que uno de los ejes de la modernización capitalista es la aceleración del ritmo de los procesos económicos y, por lo tanto, de la vida social» (p. 255).

No es el único objetivo del capitalismo: también lo es controlar aquellos lugares donde ostenta el poder y desarmar aquellos donde no lo posee. «El aplastamiento de la Comuna de París y la huelga ferroviaria de 1877 en los Estados Unidos demostraron muy tempranamente que la superioridad en el gobierno del espacio pertenecería a la burguesía.» En efecto, el movimiento obrero trató de internacionalizarse hasta que se encontró ante la tesitura de ser leal «a los intereses de la nación (espacio) versus la lealtad a los intereses de clase (histórica)». Una de las tareas del Estado, destaca Harvey, es «desautorizar» aquellos espacios sobre los cuales los movimientos de oposición pueden ejercer un mayor poder, como hizo el gobierno de Thatcher al disolver los gobiernos metropolitanos del Greater London Council, por ejemplo. Si se concibe el espacio como «un sistema de contenedores», el capitalismo deconstruye constantemente ese poder mediante la re-configuración de sus bases geográficas para potenciar las que le interesan; por ello Deleuze y Guattari escribieron que «el capitalismo está reterritorializando constantemente con una mano lo que desterritorializa con la otra».

Todo movimiento de oposición al capital, por lo tanto, no sólo se enfrenta a éste sino que debe ser articulado en un espacio y un tiempo controlados, en gran medida, por el propio capital, o por las relaciones sociales que impone. «En suma, el capital sigue dominando y lo hace, en parte, a través de su superioridad en el control del espacio y el tiempo, aún cuando los movimientos de oposición logren controlar un lugar particular por un tiempo. La «otredad» y las «resistencias regionales» enfatizadas por las políticas posmodernistas pueden florecer en un lugar específico. Pera con demasiada frecuencia están sujetas al poder del capital sobre la coordinación del espacio universal fragmentado y la marcha del tiempo histórico global del capitalismo, que está fuera del alcance de cualquiera de ellas en particular.» (p. 265).

Durante las fases de mayor transformación del capitalismo (y el fin del fordismo y el paso a la acumulación flexible lo fue) es cuando «los fundamentos espaciales y temporales para la reproducción del orden social sufren la más severa desorganización». Es entonces «cuando se producen desplazamientos fundamentales en los sistemas de representación, en las formas culturales y en las concepciones filosóficas»; y fue en uno de esos momentos cuando surgió el posmodernismo.

Nos queda ahora por analizar la última parte del libro, la «compresión espacio-temporal» y su relación con el surgimiento del posmodernismo. Como es una reflexión algo larga que recorrerá toda la concepción del tiempo y el espacio durante el proyecto de la Ilustración, lo dejamos para la siguiente entrada, con la que concluiremos nuestra reseña de este libro fundamental.