En la primera entrada de Breve historia del neoliberalismo, Harvey recorría las condiciones económicas y políticas que llevaron al cambio, en la década de los años 70 del siglo pasado, de un intervencionismo keynesiano, preocupado por el bienestar de la población y un pleno empleo, hacia un neoliberalismo obcecado en la consecución de beneficios y la reducción del Estado del bienestar. En algunos países, el cambio fue brusco y definitivo, como Chile o Argentina, es decir, mediante un golpe militar respaldado por las clases altas y la represión consiguiente. Pero, en muchos otros países, la aceptación de la doctrina neoliberal «tuvo que consumarse a través de medios democráticos» (p. 47). Veamos cómo sucedió.
Los movimientos contraculturales de los años 60 reclamaban una mayor porción de libertades individuales; eso es algo que el neoliberalismo pudo aprovechar, dejando de lado, eso sí, las reivindicaciones por la justicia social que también acompañaban a las contraculturas o a los estudiantes de mayo del 68, por ejemplo.
Para la mayor parte de las personas comprometidas en el movimiento del 68, el enemigo era un Estado intrusivo que tenía que ser reformado. Y, en este punto, los neoliberales no tenían mucho que objetar. Pero las corporaciones, las empresas y el sistema de mercado capitalista también eran considerados enemigos primordiales que exigían ser revisados, cuando no ser objeto de una transformación revolucionaria: de ahí la amenaza al poder de clase capitalista. A través de la captura de los ideales de la libertad individual y volviéndolos contra las prácticas intervencionistas y reguladoras del Estado, los intereses de la clase capitalista podían esperar proteger e incluso restaurar su posición. El neoliberalismo podía desempeñar de manera excelente esta tarea ideológica. Pero debía estar respaldado por una estrategia práctica que pusiera el énfasis en la libertad de elección del consumidor, no sólo respecto a productos concretos, sino también respecto a estilos de vida, modos de expresión y una amplia gama de prácticas culturales. La neoliberalización requería tanto política como económicamente, la construcción de una cultura populista neoliberal basada en un mercado de consumismo diferenciado y en el libertarismo individual. En este sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado «posmodernidad», que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas pero que ahora podría alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural. Este fue el desafío que las corporaciones y las elites de clase decidieron fraguar de manera velada en la década de 1980. (p. 50)
La posmodernidad había erradicado, por ejemplo, el concepto de autoridad: en su desafío (necesario) a un patriarcado machista, colonial y etnocentrista, se desgarró el concepto y ahora cualquiera, con suficiente volumen de ventas o publicidad detrás, podía consagrarse a lo alto del podio. Ojo: nada de esto, ya lo aclara Harvey, fue un movimiento premeditado con unas élites todopoderosas que decidieron el rumbo, sino una especie de camino tortuoso que, a medida que se iba transitando, se iba volviendo más claro. Podríamos añadir aquí la estética del yuppie triunfador de los 80 de la que hablaba Neil Smith en La nueva frontera urbana o el paso de una estética genérica del hombre medio en los años 50 a la del lujo capitalista de los 90 que vimos hace nada en La ciudad global de Saskia Sassen.
La doble crisis de acumulación de capital y de poder de clase encontró una línea de respuesta en las trincheras de las luchas urbanas de la década de 1970. La crisis fiscal de la ciudad de Nueva York fue un caso simbólico. La reestructuración capitalista y la desindustrialización habían venido erosionando durante varios años la base económica de la ciudad, y la acelerada suburbanización había sumido en la pobreza a gran parte de la población del centro de la ciudad. Fruto de estos procesos fue un beligerante descontento social entre los sectores marginados durante la década de 1960 que definió lo que vino a conocerse como «la crisis urbana» (debido a la emergencia de problemas similares en muchas ciudades de Estados Unidos). La expansión del empleo público y de la provisión pública de bienes y servicios -facilitada en parte por una generosa financiación federal- fue considerada como la solución adecuada. Pero ante las dificultades fiscales que se le presentaba, el presidente Nixon declaró sin más el fin de la crisis a principios de la década de 1970. Si bien no dejaba de ser una novedad para muchos moradores de la ciudad, en efecto, señalaba la disminución de la ayuda federal. Cuando la recesión cobró mayor intensidad, la brecha entre los ingresos y los gastos en el presupuesto de la ciudad de Nueva York (que ya era extensa a causa del abuso del crédito durante mucho tiempo) se incrementó. En un principio, las instituciones financieras estuvieron dispuestas a cubrir este agujero, pero en 1975 una potente camarilla de bancos de inversión (encabezados por el banquero Walter Wriston, de Citibank) se negó a refinanciar la deuda y empujó a la ciudad a una quiebra técnica. La operación de rescate organizada para salvar a la ciudad conllevó la creación de nuevas instituciones que asumieran la gestión del presupuesto de la ciudad. Primero reclamaron que los impuestos municipales se dedicaran en primer lugar a pagar a los titulares de bonos y después que el resto se destinase a los servicios esenciales de la ciudad. Esta operación se saldó con la frustración de las aspiraciones de los fuertes sindicatos de los trabajadores municipales, con la imposición de medidas de congelación salarial y con recortes en el empleo público y en la provisión de servicios sociales (educación, sanidad pública, servicios de transporte), y con la imposición de tasas a los usuarios (por vez primera se introdujeron tasas de matriculación en el sistema de la universidad de CUNY). El ultraje final llegó con la exigencia de que los sindicatos municipales debían invertir sus fondos de pensiones en bonos de la ciudad. Así pues, los sindicatos se encontraron en la tesitura de que si no moderaban sus demandas se enfrentarían a la perspectiva de perder sus fondos de pensiones a causa de la quiebra de la ciudad.
Esto equivalió a un golpe perpetrado por las instituciones financieras contra el gobierno democráticamente elegido de la ciudad de Nueva York, y no fue menos efectivo que el golpe militar que previamente se había producido en Chile. En medio de una crisis fiscal, la riqueza era redistribuida hacia las clases altas. (p. 53)
Hubo resistencias sociales a las imposiciones del capital, pero no sirvieron de nada. Las conquistas de la clase obrera se desvanecieron, el ambiente en la ciudad se enrareció y los barrios que ya arrastraban problemas de pobreza debido al redlining (es decir, el momento en que la FHA decidió prestar dinero a los blancos para que se mudasen a las afueras de las ciudades, a los entornos residenciales conocidos en inglés como suburbs, y dejó en los barrios centrales de las ciudades a los negros y a los pobres) se convirtieron en guetos (los mismos guetos que luego serían gentrificados durante los años 80).
La ciudad, sin fondos, recurrió a una serie de medidas neoliberales. La primera fue la creación de un clima adecuado para las negocios, invirtiendo dinero público en infraestructuras de las que se iba a aprovechar las empresas (como las telecomunicaciones), además de incentivos fiscales y subvenciones. Por otro lado, se recurrió al sector privado para gestionar lo que hasta entonces había sido público, con la lógica extracción de beneficio y la exclusión de quienes no podían pagarlo. Y, finalmente, se proyectó la ciudad como un destino turístico y centro cultural alternativo, simbolizado con la potente campaña publicitaria (lanzada inicialmente sólo para 4 meses) «I love New York» (I ❤ NY). «La exploración narcisista del yo, la sexualidad y la identidad se convirtieron en el leitmotiv de la cultura urbana burguesa» (p. 55; y, de fondo, resuenan tanto el Lipovetsky de La era del vacío como las Rosalyn Deutsch y Cara Gendel Ryan de de El bello arte de la gentrificación).
Si por un lado la ciudad se convertía en «el epicentro de la experimentación cultural e intelectual posmoderna», por el otro «su gobierno se organizó cada vez más como una entidad empresarial en lugar de socialdemócrata o siquiera gerencial». «La competencia
interurbana por el capital de inversión transformó al gobierno en un modelo de gestión
urbano articulado en torno a asociaciones público-privadas» (p. 56). El modelo no haría más que polarizarse con las progresivas crisis del crack en los 80 y del SIDA en los 90, ambas con impactos demoledores en las clases bajas de la ciudad, hasta llegar a la ciudad revanchista de la que hablaba Neil Smith simbolizada por las luchas por la plaza Tompkins (que, por supuesto, ganó el capital).
La crisis de Nueva York es simbólica porque dejó claros un par de asuntos en la palestra internacional, al menos, la de las grandes ciudades: por un lado, que, en caso de conflicto entre los beneficios empresariales y el bienestar de la sociedad, se daría preferencia a los primeros; y, por el otro, que la necesidad del gobierno era crear un clima propicio a los negocios, no para el bienestar de la población.
La misma evolución se dio en la política, con leyes que cada vez regulaban menos las relaciones entre unos y otros, como el derecho establecido por el Tribunal Supremo en 1976 (mediante sentencia) de las compañías a realizar «contribuciones ilimitadas», con la lógica compra de políticos que eso conlleva. En ese sentido, el Partido Republicano, en su búsqueda de nuevos votantes, se alió con la derecha cristiana, buscando valores que en lo positivo se acercaban a una identidad americana y la defensa de la nación y, en lo negativo, hacia un racismo, antifeminismo y homofobia declarados, auspiciados por la «lucha contra los excesos de los liberales». El Partido Demócrata, por su lado, estaba en la misma pugna en que vimos al partido laborista en Reino Unido en la anterior entrada: por un lado buscaban una cierta intervención socialdemócrata (con los enormes límites que ese significado puede tener en Estados Unidos) y, por el otro, cuando alcanzaron el poder defendieron a la clase financiera, con un Clinton que claramente fue firme defensor de una globalización de la financiarización y de la preferencia de las acciones sobre el bien social.
Con Reagan se derruyeron los derechos de los trabajadores («En 1983, se tardó menos de 6 meses en revertir casi el 40 % de las decisiones que habían sido tomadas en la década de 1970 y que a la luz de los intereses comerciales eran demasiado favorables a la fuerza de trabajo», p. 61), hubo privatizaciones encubiertas (por ejemplo, investigaciones farmacéuticas financiadas por el Estado pero rentabilizadas por compañías privadas) y, con unas tasas de desempleo de alrededor del 10% a mediados de los 80, la actividad industrial, tradicionalmente concentrada en el Norte del país, se trasladó al sur, al Sunbelt, donde los sindicatos tenían mucho menos poder; o aún más al sur, hacia México; o aún a otro sur (éste no cardinal, sino simbólico), el sudeste asiático.
La forma de implantar estos cambios no fue mediante el palo, sino mediante la zanahoria. Se publicitó la posibilidad de tener un trabajo flexible, libre de las ataduras de los sindicatos, la opción a elegir los propios horarios… la larga retahíla de excusas neoliberales que vimos, por ejemplo, con el tema de los riders y que, es cierto, suenan bien y son atractivas… pero sólo para aquellos que puedan aplicarlas. El libre contrato entre capital y mano de obra es atractivo únicamente para aquellos trabajadores de alto nivel que tienen capacidad de maniobra y que pueden negociar de tú a tú; para todos los trabajadores de bajo nivel se convierte en un «hay gente que lo hará por menos dinero, así que, si no lo aceptas tú, lo hará otro».
Esta debacle laboral se revistió de intelectualidad con «las escuelas de estudios empresariales que emergieron en prestigiosas universidades como Standford y Harvard gracias a la generosa financiación brindada por corporaciones y fundaciones, [que] se convirtieron en centros de la ortodoxia neoliberal desde el preciso momento en que
abrieron sus puertas» (p. 63). La existencia de estos centros validaba la teoría neoliberal al tiempo que la extendía por el mundo (no en vano, Estados Unidos sigue siendo la potencia mundial en muchos ámbitos), además de propulsarla hacia los centros de política y gestión mundiales, como el FMI o el Banco Mundial. Los MBA y los centros de negocios sirven también como lugar de encuentro de las clases altas de cada país, una especie de club de campo o un «rito de paso» que los altos ejecutivos utilizan como criba para seleccionar quién es de los suyos y quién no.
Las cosas fueron algo distintas en Gran Bretaña. Para empezar, el Estado del bienestar era mucho más amplio que en Estados Unidos, ciertas industrias esenciales estaban nacionalizadas (carbón, acero e industria automovilística) y existía un enorme parque de vivienda pública. La llegada de Thatcher al poder vino precedida por un gobierno laboralista (a partir de 1974) que, en plena crisis económica, se enfrentó a la disyuntiva entre ceder a las restricciones que el FMI y el Banco Mundial le imponían o devaluar la libre y provocar pérdidas a la City de Londres; lógicamente, optaron por lo primero, actuando en contra de su electorado, lo que acabó llevando a huelgas y disturbios complejos, el caldo de cultivo perfecto para una victoria conservadora.
Thatcher se encargó holgadamente de la domesticación de la clase obrera a base de desmantelar sindicatos. El clima económico no ayudaba: es más complicado reclamar los derechos cuando el paro aumenta y la inflación aprieta. Hubo otros factores, como la pérdida de algunas ciudades de sus industrias, que se deslocalizaban a entornos con mano de obra más sumisa (como vimos en el caso de Glasgow en La metamorfosis de la ciudad industrial, de María Victoria Gómez García). Las pocas industrias que siguieron siendo rentables, fueron privatizadas por Thatcher con la excusa perfecta de que iba a proporcionar dinero (a corto plazo, algo que el neoliberalismo nunca tiene en cuenta cuando privatizado los sectores públicos). Carbón, aerolíneas, telecomunicaciones, acero, electricidad, gas, petróleo… todas ellas fueron privatizadas, un poco con la excusa de dar al mundo la visión de las bondades de la privatización. El último paso fue, como ya vimos en La guerra de los lugares, la venta de la vivienda pública a sus inquilinos, que lo vieron al principio como un movimiento fantástico (pasaban a ser propietarios) sin ser conscientes de la trampa que se venía encima y del enorme aumento de los precios de la vivienda que se iban a generar.
A la vez que los vínculos de la solidaridad obrera menguaban bajo la presión que se ejercía sobre ella y las estructuras del mercado laboral se veían radicalmente transformadas a través de la desindustrialización, los valores de la clase media se extendían más ampliamente para integrar a muchos de los que antaño tuvieron una firme identidad de clase. La apertura de Gran Bretaña a un mercado más libre permitió el florecimiento de la cultura de consumo, mientras la proliferación de instituciones financieras situó cada vez más en el centro de una antes, sobria forma de vida británica, una cultura de endeudamiento. (p. 71)
El tercer capítulo trata sobre las lógicas contradicciones y tensiones que se generan con el papel del Estado neoliberal. Por un lado tiene que estar ausente y permitir que las transacciones capitalistas fluyan libremente; por el otro, sin embargo, también tiene que estar y garantizar la seguridad de las mismas y su fluidez; tiene, además, que crear el clima adecuado, incentivar con políticas el beneficio, gestionarse a sí mismo de modo eficiente (casi empresarial) y, para rematar la tarea: en cuanto el capital lo necesita, el Estado debe abandonar toda esa doctrina… y acudir al rescate de las empresas privadas que no están dando los frutos adecuados.
La misma contradicción sucede con el planteamiento de la sociedad.
Si bien se supone que los individuos son libres para elegir, se da por sentado que no van a optar porque se desarrollen fuertes instituciones colectivas (como los sindicatos) aunque sí débiles asociaciones voluntarias (como las organizaciones benéficas). Por supuesto, no deberían escoger asociarse para crear partidos políticos con el objetivo de obligar al Estado a intervenir en el mercado, o eliminarlo. Para protegerse frente a sus grandes miedos -el fascismo, el comunismo, el socialismo, el populismo autoritario e incluso el gobierno de la mayoría-, los neoliberales tienen que poner fuertes límites al gobierno democrático y apoyarse, en cambio, en instituciones no democráticas ni políticamente responsables (como la Reserva Federal o el FMI) para tomar decisiones determinantes. Ésto crea la paradoja de una intensa intervención y gobierno por parte de elites y de “expertos” en un mundo en el que se supone que el Estado no es intervencionista. (p. 77)
«Por un lado, se espera que el Estado neoliberal ocupe el asiento trasero y simplemente disponga el escenario para que el mercado funcione, por otro, se asume que adoptará una actitud activa para crear un clima óptimo para los negocios y que actuará como una entidad competitiva en la política global. En este último papel tiene que funcionar como una entidad corporativa, y ésto plantea el problema de cómo asegurar la lealtad de los ciudadanos.» (p. 88) Esto, que por un lado no debería ser problemático (al fin y al cabo, ¿el neoliberalismo no se basa en las libertades individuales?), lo es cuando esos mismos ciudadanos, libremente, deciden afiliarse en sindicatos, reivindicar mejoras obreras, una cierta mirada hacia el desastre ecológico capitalista o cualquier otro asunto que al capital no le interese.
Por otro lado, si el único baremo real es el mercado, se crea una acusada falta de cohesión; la sociedad se deshace.
En el plano popular, la expansión de las libertades de mercado y de la mercantilización de todo lo existente, puede escaparse al control muy fácilmente y generar una sustancial falta de cohesión social. La destrucción de todos los vínculos de solidaridad social e, incluso, como sugirió Thatcher, de la propia idea de sociedad como tal, abre un enorme vacío en el orden social. Se vuelve entonces especialmente difícil combatir la anomia y controlar las conductas antisociales concomitantes que surgen, como la criminalidad, la pornografía o la práctica de la esclavización de otras personas. (p. 90)
De ahí surgen nuevos intereses y nuevas formas de asociarse y las antiguas cobran nuevo vigor, en una búsqueda permanente de un vacío social que antes llenaban el Estado o la clase pero que ahora, perdida la individualidad de los primeros (en aras de volverse empresas) y disuelta la otra (por voluntad de la clase alta, paradójicamente, que no permite que el tema de la clase aflore y en cambio busca segmentarnos mediante prácticas de consumo), necesitan reafirmarse de modos alternos.
Como ya hiciese Castells en El poder de la identidad, uno de los ejemplos que escoge Harvey es el neoconservadurismo estadounidense y su vinculación con el capital y las tendencias políticas de derechas, así como el paso a una militarización creciente que veía enemigos externos. Esto, escrito en 2006, fecha de publicación del libro, no ha hecho más que crecer hasta llevar al creciente conflicto de Ucrania, que no es más que una extensión de la lucha de Estados Unidos por evitar su caída como potencia mundial.
El cuarto capítulo recorre la expansión neoliberal, sobre todo, desde que fue impulsada por sectores de centro-izquierda como Clinton y Blair, apoyados por el ariete formado por el FMI y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, para crear lo que acabaría siendo conocido como el «Consenso de Washington». Por ejemplo, en los países asiáticos se les pidió abrir fronteras y reducir gasto público; los países que siguieron esas indicaciones sufrieron mayor recesión que los que se negaron. El dinero que llegó a los primeros se fue tan rápido como había llegado (siempre hay nuevos mercados por explotar); el FMI aconsejó elevar los tipos de interés, lo que llevó a una recesión. Cuando el valor de los activos se desplomó, el FMI aconsejó vender a precio de ganga; de modo que, los mismos bancos e instituciones que habían obtenido un enorme beneficio al entrar en los países lo obtuvieron también al comprar a precio de saldo sus principales industrias y mercados.
Un análisis más desgranado indica que existe un amplio abanico de factores que afectan al grado de neoliberalización alcanzado en cada caso concreto. Los análisis más convencionales de las fuerzas en juego se concentran en cierta combinación formada por el poder de las ideas neoliberales (se considera particularmente fuerte en los casos de Gran Bretaña y Chile), por la necesidad de responder a crisis financieras de varios tipos (como en México y Corea del Sur) y por un enfoque más pragmático de la reforma del aparato estatal (como en Francia y en China) para mejorar la posición competitiva en el mercado global. Aunque todos estos elementos han sido de cierta relevancia, la ausencia de todo análisis de las fuerzas de clase que podrían estar operando en este proceso, es bastante inquietante. La posibilidad, por ejemplo, de que las ideas dominantes pudieran ser las de cierta clase dominante ni siquiera es considerada, a pesar de que hay evidencias abrumadoras de que se han producido potentes intervenciones por parte de las elites empresariales y de los intereses financieros en la producción de ideas y de ideología a través de la inversión en think-tanks, en la formación de tecnócratas y en el dominio de los medios de comunicación. La posibilidad de que las crisis financieras pudieran estar causadas por una huelga de capital, una fuga de capitales o la especulación financiera, o de que sean urdidas deliberadamente para facilitar la acumulación por desposesión, es descartada como demasiado conspirativa, incluso ante innumerables indicios que hacen sospechar la existencia de ataques especulativos coordinados sobre una moneda u otra. (p. 126)
El quinto capítulo aborda el neoliberalismo chino. Es más que interesante, pero no entraremos al exceder los propósitos del blog (aunque a menudo hemos puesto el ojo en China para observar tanto sus desmanes de control tecnológicos como las revoluciones urbanas que se dan en el Delta del río de las Perlas).
Los dos últimos capítulos se centran en un juicio moral hacia estos 50 años de neoliberalismo. Con ellos, que reseñaremos en la próxima entrada, concluiremos esta Breve historia del neoliberalismo.
Un comentario sobre “Breve historia del neoliberalismo (II): hacia el consentimiento social”