La revolución urbana, Henri Lefebvre

En el Occidente europeo tiene lugar en un momento dado un «acontecimiento» enorme y, no obstante latente, por así decir, ya que pasa inadvertido. El peso de la ciudad en el conjunto social llega a ser tan grande que dicho conjunto bascula. En la relación entre la ciudad y el campo la primacía correspondía aún a este último: a sus riquezas inmobiliarias, a los productos de la tierra, a la población establecida territorialmente (poseedores de feudos o de títulos nobiliarios). La ciudad conservaba, con respecto al campo, un carácter heterotópico, caracterizado tanto por las murallas como por la separación de sus barriadas. En un momento dado, se invierten esas variadas relaciones; la situación cambia. Nuestro eje debe reflejar el momento capital en que se realiza ese cambio, ese derrumbamiento de la heterotopía. Desde entonces, la ciudad ya no se considera a sí misma, ni tampoco por los demás, como una isla urbana en el océano rural; ya no se considera como una paradoja, monstruo, infierno o paraíso, enfrentada a la naturaleza aldeana o campesina. Penetra en la conciencia y en el conocimiento como uno de los términos —igual al otro— de la oposición «ciudad-campo». ¿El campo?: ya no es más —nada más— que «los alrededores» de la ciudad, su horizonte, su límite. ¿Y las gentes de la aldea? Desde su punto de vista ya no trabajan para los señores terratenientes. Ahora producen para la ciudad, para el mercado urbano. Y si bien saben que los negociantes de trigo o de madera los explotan, no obstante, encuentran en el mercado el camino de la libertad. (p. 17)

A dicho proceso habría que sumarle, claro, muchos otros, igual de importantes: «el emplazamiento del mercado se convierte en el centro. Sustituye y suplanta al lugar de reunión (ágora, fórum). En torno al mercado, convertido en algo fundamental, se agrupan la Iglesia y el Ayuntamiento (dominado por la oligarquía de mercaderes), con su torreta o su campanil, símbolo de libertad. Obsérvese cómo la arquitectura sigue y refleja la nueva concepción de la ciudad. El espacio urbano se convierte en el enclave donde se opera el contacto entre las cosas y las gentes, donde tiene lugar el intercambio.» (p. 16) En esta época, de hecho, «el intercambio comercial se convierte en función urbana: dicha función ha hecho que surja una forma (o unas formas arquitectónicas y urbanísticas) y, a partir de ellas, una nueva estructura del espacio urbano» (p. 17).

La revolución urbana (publicada por Lefebvre en 1970, leemos la edición de Alianza Editorial de 1972 traducida por Mario Nolla) marca el punto central de las reflexiones del filósofo Henri Lefebvre sobre la cuestión urbana. El pistoletazo de salida lo dio en 1968 con El derecho a la ciudad (de la que habrá una segunda edición en 1972), a la que siguieron De lo rural a lo urbano (1970), este La revolución urbana, el mismo año, y, tras las críticas de Manuel Castells con La cuestión urbana (1972), el mucho más denso y monumental La producción del espacio, al que hemos vuelto innumerables veces y al que otros autores se han referido sin cesar (por citar sólo dos que hemos leído recientemente: Harvey y Soja).

La revolución urbana es la constatación de que se ha producido un cambio: se pasó de la ciudad política (medieval y anterior) a la ciudad comercial cuando la industria, que en principio se había situado en «la no-ciudad, ausencia o ruptura de la realidad urbana», es decir, cerca de las fuentes de energía (agua o carbón) y de la materias primeras (metales, textiles) y se acaba aproximando a las ciudades «para acercarse a los capitales y a los capitalistas, a los mercados y a la mano de obra abundante» (p. 19). Ahí, en ese proceso entre la ciudad comercial y la industrial, se da la «inflexión de lo agrario hacia lo urbano»: se rompe la distinción entre uno y otro y todo pasa a ser urbano, puesto que el campo se concibe como lugar no-ciudad, como oposición a la ciudad, pero está igualmente urbanizado o preparado para ser producido.

Por tejido urbano no se entiende, de manera estrecha, la parte construida de las ciudades, sino el conjunto de manifestaciones del predominio de la ciudad sobre el campo. Desde esa perspectiva, una residencia secundaria, una autopista, un supermercado en pleno campo forman parte del tejido urbano.

Pero, tras la inflexión de lo agrario hacia lo urbano y el surgimiento de la ciudad industrial aún se da otro paso, que Lefebvre denomina fase crítica y a la que se refiere como revolución urbana: «el conjunto de transformaciones que se producen en la sociedad contemporánea para marcar el paso desde el período en el que predominan los problemas de crecimiento y de industrialización (modelo, planificación, programación) a aquel otro en el que predominará ante todo la problemática urbana y donde la búsqueda de soluciones y modelos propios a la sociedad urbana«. La industrialización, que hasta ahora ha dirigido el curso de las ciudades y el trazado urbano, con sus problemas de aglomeración, diseminación de la mano de obra, extrarradios y urbanizaciones, «se convierte en realidad dominada a través de una crisis profunda, al precio de una enorme confusión, en el curso de la cual se confunden lo pasado y lo presente, lo mejor y lo peor» (p. 22).

Lo urbano (abreviación de «sociedad urbana») se define, pues, no como realidad consumada, situada en el tiempo con desfase respecto de la realidad actual, sino, por el contrario, como horizonte y como virtualidad clasificadora. Se trata delo posible, definido por una dirección, al término del recorrido que llega hasta él. (p. 23)

Lo urbano se refiere, pues, no a la ciudad, sino a las relaciones que genera, una realidad social magmática y confusa, nunca estructurada sino en proceso de. De hecho, sin ir muy lejos, y teniendo en cuenta la fecha de publicación, La revolución urbana podría muy bien estar preconfigurando las relaciones tardocapitalistas. Lefebvre se niega a hablar de sociedad post-industrial, pero deja claro que se refiere a ella; que es consciente, como también lo fueron otros por la época (Touraine, Daniel Bell) de que la sociedad industria iba dejando paso a algo distinto. El libro se convierte, por lo tanto, en una reflexión sobre el cambio y las formas posibles de abordarlo; algo que no culminará hasta La producción del espacio, aunque, matizado por las críticas de Castells, lo hará en una dirección distinta, sentando las bases filosóficas para comprender hasta qué extremos llega esa producción espacial.

A favor de la calle. En la escena espontánea de la calle yo soy a la vez espectáculo y espectador, y a veces, también, actor. Es en la calle donde tiene lugar el movimiento, de catálisis, sin los que no se da vida humana, sino separación y segregación, estipuladas e inmóviles. Cuando se han suprimido las calles (desde Le Corbusier, en los «barrios nuevos»), sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la «ciudad» al papel de dormitorio, aberrante funcionalización de la existencia. La calle cumple una serie de funciones que Le Corbusier desdeña: función informativa, función simbólica y función de esparcimiento. Se juega y se aprende. En la calle hay desorden, es cierto, pero todos los elementos de la vida humana, inmovilizados en otros lugares por una ordenación fija y redundante, se liberan y confluyen en las calles, y alcanzan el centro a través de ellos; todos se dan cita, alejados de sus habitáculos fijos. Es un desorden vivo, que informa y sorprende. Por otra parte, este desorden construye un orden superior: los trabajos de Jane Jacobs han demostrado que la calle (de paso y preventiva) constituye en los Estados Unidos la única seguridad posible contra la violencia criminal (robo, violación, agresión). Allí donde desaparece la calle, la criminalidad aumenta y se organiza. La calle y su espacio es el lugar donde un grupo (la propia ciudad) se manifiesta, se muestra, se apodera de los lugares y realiza un adecuado tiempo-espacio. Dicha apropiación muestra que el uso y el valor de uso pueden dominar el cambio y el valor de cambio. (…)

En contra de la calle. ¿Un lugar de encuentros?, quizá, pero ¿qué encuentros? Aquellos que son más superficiales. En la calle se marcha unos junto a otros, pero no es lugar de encuentros. En la calle domina el «se» (impersonal), e imposibilita la constitución de un grupo, de un «sujeto», y lo que la puebla es un amasijo de seres en búsqueda… ¿De qué? El mundo de la mercancía se despliega en la calle. La mercancía, que no ha podido limitarse a los lugares especializados, los mercados (plazas, abastos), ha invadido toda la ciudad. (…) ¿Qué es, pues, la calle? Un escaparate, un camino entre tiendas. La mercancía, convertida en espectáculo (provocante, incitante), hace de las gentes un espectáculo, unos de otros. Aquí, más que en cualquier sitio, el cambio y el valor de cambio dominan al uso hasta reducirlo a algo residual. (…) El paso por la calle es, en tanto que ámbito de las comunicaciones, es obligatorio y reprimido al mismo tiempo. En caso de amenaza, las primeras prohibiciones que se dictan son las de permanecer y reunirse en las calles.

[…] Es por ello por lo que puede hablarse de una colonización del espacio urbano, colonización que se lleva a cabo en la calle a través de la imagen de la publicidad y el espectáculo de los objetos: a través del «sistema de los objetos» convertidos en símbolo y espectáculo. (p. 25-8)

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