La cultura de las ciudades (II): la planificación regional

Después del siglo XVI, la ciudad medieval tendió a convertirse gradualmente en un mero cascarón: cuanto mejor protegido estaba el cascarón, menos vida había en él. Tal es la historia de Carcasona, de Brujas, Chipping Camden o de Brunswick. (…) la ciudad se convirtió de hecho en un museo del pasado, así que sus habitantes, o sus guardianes, sólo tenían una parte mezquinamente restringida que desempeñar en la nueva cultura. Esos restos de la vida medieval, algunas veces acartonados y otras en plena decadencia, continúan esparcidos por toda Europa.

La economía proteccionista de la ciudad medieval sólo podía mantenerse por un hecho: la superioridad de la ciudad sobre la vida bárbara e insegura del campo abierto. (p. 91)

La cultura de las ciudades, de Lewis Mumford, obra que ya situamos en la primera entrada, es una reflexión sobre el hecho urbano de uno de los mayores eruditos sobre el tema. Es, también, un manifiesto a favor de la ciudad organicista entendida como un ente regional y en contra de la ciudad industrial, que Mumford relaciona con hacinamiento, desnutrición y un mamotreto informe. El primer capítulo, del que hemos extraído la cita inicial, reflexiona alrededor de la ciudad medieval; el segundo, la barroca y la llegada del industrialismo; el tercero, sobre la ciudad industrial; el cuarto, sobre la proyección que hizo Mumford de la misma, la megalópolis; y los tres últimos sobre las ventajas que, a su parecer, supondría el regionalismo, es decir: entender las ciudades como el nodo central de una región o ecosistema propio y avanzar hacia una ciudad racional y planificada.

«Desde el siglo XVI en adelante los nuevos monopolios surgidos en Inglaterra y Francia ya no eran monopolios de ciudades, sino comerciales: estaban al servicio de los individuos privilegiados que controlaban el comercio sin importar su lugar de residencia.» (p. 93) Los gremios, pese a que establecían redes entre distintas ciudades, no fueron capaces de crecer al mismo ritmo que la red de mercaderes que daría paso a la burguesía. «Además, muchos trabajadores no especializados que eran cada vez más importantes en la nueva rutina industrial -estibadores, porteadores, marineros-, no estaban incluidos en la organización de los gremios. Esta clase cada vez más numerosa contribuyó a bajar el estándar de vida y comenzó a constituir esa reserva de trabajo temporal sobre la cual la ciudad industrial capitalista habría de modelar más tarde su forma de organización característica.» (p. 95)

Este auge mercantil no supuso sólo el crecimiento de la incipiente clase burguesa, sino la idea de que sus métodos eran más válidos que los tradicionales. «Cabe recordar, con Max Weber, que la administración racional de los impuestos fue un logro de las ciudades italianas durante el periodo posterior a la pérdida de sus libertades. La nueva oligarquía italiana fue el primer poder político que controló sus finanzas según los principios de la teneduría de libros mercantil, y poco después la mano del experto en impuestos y administrador financiero italiano podía percibirse en todas las capitales europeas.» (p. 124)

Hubo otros cambios: el capitalismo se apoyó en las armas del Estado y se volvió militarista; además, cambió la concepción del tiempo y se introdujeron las modas, que cambian cada año, y el énfasis pasó a centrarse en la novedad. «Las abstracciones del dinero, la perspectiva espacial y el tiempo mecánico proporcionaron el marco de la nueva vida.» (p. 128)

A fin de satisfacer el deseo de tener más súbditos -esto es, de tener más carne de cañón, más vacas lecheras a las que cobrar impuestos-, los deseos del príncipe coincidieron con los de los capitalistas, que buscaban mercados más grandes y concentrados. El poder político y el poder económico se reforzaron mutuamente. Las ciudades crecieron, las rentas aumentaron y los impuestos se incrementaron. Ninguno de estos resultados fue accidental. (p. 129).

En la ciudad barroca, la avenida se convirtió en «el símbolo más importante y el elemento principal». El espacio urbano se iba geometrizando, aplicando la perspectiva que se había desarrollado durante el Renacimiento pero también dando lugar a algo característico de la época: mayor facilidad para el transporte de personas y mercancías. Esto, además, induce una separación mucho más evidente entre ricos y pobres: los primeros conducen y lo hacen por el centro de la calzada; los segundos caminan y lo hacen por los bordes, donde finalmente se desarrollan las aceras. Esta mezcla, tan evidente, hace que los pobres quieran vivir como los ricos; los ricos, como la alta burguesía; la alta burguesía, como la nobleza; y que éstos últimos compitan entre ellos por sobresalir.

Las ciudades se llenan de grandes almacenes y escaparates. Por primera vez, las compras no se realizan ante personas conocidas y habituales, sino entre desconocidos anónimos que ya ni siquiera regatean o pueden permitirse cierta familiaridad: la mercancía es autónoma y exige su propio precio, como ya vimos en El declive del hombre público de Richard Sennett. Puesto que las capitales se habían vuelto demasiado grandes para que todos se conociesen entre ellos, se impone la opulencia y la ostentación: «todos los individuos y todas las clases cuidaban de guardar las apariencias».

La influencia de la corte barroca sobre la ciudad puede detectarse en casi todos los aspectos de su vida. Es incluso la progenitora de muchas de las nuevas instituciones que más tarde la democracia reclamó como propias. El castillo y la plaza del mercado no ejercieron tal nivel de influencia sobre la ciudad medieval; si acaso, la influencia se produjo en sentido inverso: la aristocracia feudal se convirtió en aristocracia urbana. (p. 149)

Aparecen los teatros, los museos; la costumbre de ser espectador de algo que sucede lejos, en otros ámbitos, en espacios ajenos; surgen los parques y los biergarten donde acudir para alejarse de la ciudad sin dejarla; los gabinetes de curiosidades y los zoológicos.

El sueño barroco de poder y de lujo tenía al menos ciertas derivaciones y propósitos humanos: los placeres de la caza, la mesa y la cama estaban siempre en mente. Sin embargo, en la nueva idea del destino humano, tal y como los utilitaristas se lo habían imaginado, ni siquiera había espacio para las delicias sensuales; y sólo quedaba una doctrina de avaricia productiva y de negación fisiológica que terminó tomando forma de total desprecio por las necesidades de la vida. (p. 186)

Y aparece el horror: la ciudad industrial. Mumford dedica cerca de 200 páginas a glosar lo nefasto, horrendo, indigno y, en fin, todos los adjetivos que puedan imaginar, a glosar los horrores de la ciudad industrial. Y luego aún le dedica otras 100 páginas.

La base política de este nuevo tipo de conglomerado urbano descansaba sobre tres pilares principales: la abolición de los gremios y la creación de un estado de inseguridad permanente para las clases trabajadoras, el establecimiento del mercado libre para el trabajo y la venta de mercancías y el mantenimiento de ciertos países extranjeros en relaciones de dependencia con el objetivo de asegurarse las materias primas necesarias para las nuevas industrias y crear un mercado capaz de absorber el excedente de la industria mecanizada. Sus bases económicas eran la explotación de las minas de carbón, la producción cada vez mayor de hierro y el uso de una fuente de energía mecánica estable y fiable, aunque altamente ineficiente, como la máquina de vapor. (p. 187)

La propia industria demandaba situarse en un centro de población importante: en primer lugar, para disponer de mano de obra abundante (un excedente de trabajadores), pero también porque el tamaño de las unidades de producción estaba limitado por la capacidad técnica de la época: «cuantas más unidades se localizaban dentro de una zona determinada, más eficiente es la fuente de energía».

Igual de crítico es Mumford con los suburbios, las extensiones de hogares unifamiliares que proliferaron al exterior de las ciudades. Era comprensible el anhelo de aquellos que disponían de los medios para hacerlo por marcharse de la ciudad y disfrutar de aire puro; pero precisamente esa distribución es la que condena a los suburbios: no eran ciudades, sino simulacros. La vida real, el trabajo, las relaciones sociales, se llevaban a cabo en las ciudades; y, por lo tanto, al suburbio se huía, no se iba a vivir. Se creaban vidas a medias, duplicadas, segregadas, donde cada aspecto trataba de paliar las deficiencias del otro. «Los habitantes del suburbio vivían vidas divididas.» (p. 277)

En el capítulo quinto se presenta el verdadero objetivo del libro: la ciudad como estructura regional. Mumford propone (siguiendo a Geddes, que fue su gran maestro y del que difundió las ideas) que la ciudad es un ente regional con una historia, geografía y economía concretas. Hasta este punto, totalmente de acuerdo: las ciudades industriales se habían convertido en mamotretos infectos sumidos al progreso económico, sin tener en cuenta ni las condiciones de vida ni las consecuencias de sus decisiones; y sí, también es cierto que habían dejado de lado la idiosincrasia de las regiones en que las ciudades se erigen, y que normalmente han configurado a las propias ciudades en una sinergia y redes de colaboración.

Por todo ello, Mumford propone unos postulados esenciales para el regionalismo:

  1. Las poblaciones, y las regiones, siempre se han relacionado unas con otras; «el aislamiento es una ilusión».
  2. «El locus de las comunidades humanas es la región», un «área-unidad» definida por unas condiciones comunes (geología, historia, clima, vegetación, vida animal, asentamientos humanos, etc.).
  3. Los límites entre regiones no son, no pueden ser, precisos.
  4. Los asentamientos humanos cambian mucho más rápido que las regiones.
  5. Las fronteras humanas son más inestables que las regionales.

Nuestras tarifas aduaneras, que pueden ser definidas como murallas militares suplementarias, cuando no son tímidos intentos para enriquecer a un grupo determinado de industriales a expensas de toda la comunidad, son en realidad esfuerzos para lograr, mediante medios completamente inadecuados, los efectos de un sistema planificado de producción y distribución. Ahora bien, los productos más importantes a nivel mundial, como el trigo, el algodón y el caucho, que generalmente se cultiva y se fabrican para un mercado interregional, deben ser planificados y racionalizados finalmente por una autoridad mundial. (p. 461)

Y aquí es donde Mumford da el gran salto: de la organicidad de la región a la planificación de las ciudades, incluso la planificación mundial. «Estos tres aspectos principales de la planificación -la investigación, la evaluación y el plan propiamente dicho- sólo son preliminares: deben ser seguidos por una fase final que implique la absorción inteligente del plan por la comunidad, y su traslado a la acción mediante los agentes políticos y económicos apropiados» (p. 470).

La ciudad jardín de Howard.

Es bastante lógico ampliar todo proyecto que implique la modificación de una ciudad a su región, y el regionalismo de Mumford y de otros sirvió para comprender que las ciudades no eran entes autónomos sino partes de una región activa cuya personalidad debían tener en cuenta. El gran problema de la planificación regional, sin embargo, es el siguiente: dados un estudio adecuado de la zona, dada toda la investigación necesaria y dado un planificador regional… las decisiones que tomen para una misma ciudad y región pueden ser completamente opuestas. Porque en toda decisión existen, implícitos, unos valores hacia los que se quiere llevar a esa ciudad; es decir, entra la objetividad.

El regionalismo de Mumford pasaba por la construcción de las ciudades jardín de Ebenezer Howard: satélites de 30 mil habitantes donde los ciudadanos eran los propietarios de la tierra y la industria y cuyo excedente usaban para mejorar su calidad de vida. Toda ciudad jardín estaba rodeada por una barrera verde donde se plantaban alimentos para sus habitantes y que las separaba de las ciudades jardín cercanas, pues cada vez que la población superaba esos 32 mil habitantes, los nuevos se iban y fundaban otra ciudad jardín.

La ciudad jardín tiene todos los elementos que Mumford, Howard y otros consideraban esenciales para la población; salvo aquellos que ellos no consideraron esenciales y que otros, como Jane Jacobs, sí hicieron. Por eso la gran urbanista habló de que Mumford y Howard «odiaban las ciudades»: porque sus propuestas no querían hacer ciudades, sino disolverlas. Un enclave con 30 mil habitantes no permite lo urbano, no permite el anonimato, no permite escaparse a la ciudad a llevar a cabo lo que uno no haría en un pueblo. Un enclave limitado en población no puede crecer ni permitir, por ejemplo, la aparición de un Silicon Valley o de una Quinta Avenida, con todos sus desmanes capitalistas implicados. Planificar la ciudad es, en definitiva, llevarla al campo, disolverla, convertirla en un suburbio poblado.

El último capítulo, «La base social del nuevo orden urbano», muestras las muchas ventajas que supondrá vivir en una sociedad urbana planificada. Sin embargo, como en esos trampantojos donde una imagen esconde otra, mientras más elocuente se vuelve Mumford, más evidente es su ceguera intelectual a lo que no quiere ver.

Puede describirse la ciudad, en su aspecto social, como una estructura específicamente dirigida a la creación de oportunidades diferenciadas para lograr una vida en común y un drama colectivo significativo. Puesto que las formas indirectas de asociación, con ayuda de signos, símbolos y organizaciones especializadas, fomentan el intercambio cara a cara, las propias personalidades de los ciudadanos adquieren múltiples facetas, y reflejan sus intereses especializados, sus aptitudes mejor entrenadas y sus criterios y opciones más ajustadas. La personalidad ya no presenta un rostro más o menos tradicional frente a la realidad de su conjunto. Aquí reside la posibilidad de lograr una reintegración personal; así como la necesidad de una reintegración a través de una participación más amplia en un conjunto colectivo concreto y visible. Lo que los hombres no pueden imaginar como una vaga sociedad sin forma, pueden vivirlo y experimentarlo como ciudadanos de la ciudad. Sus planos y edificios unificados se convierten en un símbolo de su relación social, y cuando el propio entorno físico se vuelve desordenado e incoherente, las funciones sociales que se llevan a cabo en él se vuelven a su vez más difíciles de expresar. (p. 595)

El urbanismo. Utopías y realidades, de François Choay

El urbanismo. Utopías y realidades, publicado en 1965 por la arquitecta e historiadora urbana francesa François Choay, es un extraordinario compendio de las palabras de los principales urbanistas y pensadores sobre la materia de los últimos dos siglos. Sólo por eso este libro merecería la pena; pero además viene precedido por una introducción de unas 100 páginas donde, sin desperdicio, la autora repasa y organiza todas las visiones sobre urbanismo de ese periodo.

La sociedad industrial es urbana. La ciudad es su horizonte. A partir de ella surgen las metrópolis, las conurbaciones, los grandes conjuntos de viviendas. Sin embargo, esa misma sociedad fracasa a la hora de ordenar tales lugares. La sociedad industrial dispone de especialistas de la implantación urbana. Y, a pesar de todo, las creaciones del urbanismo, a medida que aparecen, son objeto de controversia y puestas en tela de juicio. Ya se hable de las quadras de Brasilia, de los cuadriláteros de Sarcelles, del fórum de Chandigarh, del nuevo fórum de Boston, de los highways que dislocan San Francisco o de las autopistas que perforan las entrañas de Bruselas siempre surge idéntica insatisfacción, idéntica inquietud. La magnitud del problema queda demostrada por la abundante literatura que suscita desde hace veinte años. (p. 9)

El urbanismo aspira a ser científico y sueña con ser objetivo; pero también sus críticas llegan «en aras de la verdad». Para tratar de desentrañar tal embrollo, Choay recurre a los grandes pensadores de la disciplina.

Empieza con lo que denomina preurbanismo, la ciencia de la ordenación de la ciudad antes del nacimiento de la propia disciplina (que Choay sitúa en 1910 en Francia pero que apareció unas décadas antes de la mano del ingeniero Ildefons Cerdà, creador del plan para el Ensanche de Barcelona). La ciudad industrial llegó ligada a ciertos cambios urbanos:

  • la racionalización de las vías de comunicación (grandes arterias urbanas, vías del ferrocarril);
  • especialización de los sectores urbanos (barrios de negocios en el centro, barrios residenciales en las afueras);
  • nuevos órganos y símbolos: grandes almacenes, hoteles, cafés;
  • suburbanización: la industria se implanta en los alrededores de la ciudad;
  • la ciudad deja de ser «una entidad espacial bien delimitada».

Con estos cambios, la ciudad «aparece como algo externo a los individuos a los que concierne», que se enfrentan a ella como un «hecho no familiar, extraordinario, extraño». Surgen dos visiones contrapuestas: la de quienes tratan de analizar la ciudad de forma objetiva (por ejemplo, la disciplina naciente de la sociología recurre a la estadística) y los que la entienden desde una visión política y polémica («surgen las metáforas del cáncer y la verruga»), entre los que encontramos los higiniestas, especialmente en Inglaterra, que perciben la ciudad como un lugar funesto y lleno de todos los males que debe ser erradicado. Pocos de entre ellos, sin embargo, salvo por ejemplo Engels, relacionan esta nueva clase social, con todos sus vicios, con la llegada de la industrialización, como «una nueva organización del espacio urbano, promovida por la revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista. No piensan que la desaparición de un orden urbano determinado implica la aparición de otro orden.»

Surgen así dos modelos de preurbanismo: el progresista y el culturalista.

El modelo progresista (Owen, Fourier, Richardson, Cabet, Proudhon) concibe el individuo como un tipo que puede ser abordado mediante un estudio científico de sus necesidades: «la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres entre sí». Se trata de un pensamiento dominado por la idea de progreso y vinculado a las revoluciones tecnológicas. Se distingues las siguientes características:

  • En primer lugar, el espacio está abierto. Buscan lugares amplios, llenos de vegetación, donde se pueda respirar libremente.
  • En segundo lugar, «el espacio urbano se divide de acuerdo con un análisis de las funciones humanas. Una clasificación rigurosa instala en lugares distintos el hábitat, el trabajo, la cultura y los esparcimientos.»
  • Se da gran importancia a la impresión visual de los objetos construidos; «lógica y belleza coinciden».
  • Importancia de la vivienda y surgimiento de un modelo de vivienda estándar donde residir.

El modelo culturalista (Ruskin, Morris) se centra, no en el individuo, sino en el grupo. «El individuo no es una unidad intercambiable como en el modelo progresista; por sus particularidades y por su propia originalidad, cada miembro de la comunidad constituye por el contrario un elemento insubstituible». Este modelo surge de la ciudad orgánica que existía antes de la industrial y que estaba desapareciendo, por lo que su origen es claramente nostálgico. Buscan una vía democrática basada en la comunidad, y el industrialismo se percibe como algo a controlar para que no perturbe el bienestar del individuo. A menudo, este modelo cae en el malthusianismo, el control del número de la población; en un intento, tal vez, de detener la historia.

Existen aún otras dos vías. Por un lado, la «crítica sin modelo de Engels y Marx«, para los cuales la ciudad es «el lugar de la historia», epítome del desarrollo de la burguesía y lugar de nacimiento del proletariado industrial, el encargado de llevar a cabo la revolución socialista. El orden actual debe ser erradicado; sin embargo, pese a esta denuncia, Marx y Engels no proponen un nuevo modelo que lo deba substituir. Por ejemplo, en su análisis La condición de la clase obrera en Inglaterra denuncia las condiciones pésimas en que viven, pero no plantea una alternativa a cómo debería organizarse la situación.

Por otro lado, existe un antiurbanismo americano representado por Jefferson, Emerson, Thoreau, Henry Adam y Henry James, entre otros, «donde la época heroica de los pioneros está unida a la imagen de una naturaleza virgen». Cada uno de ellos anhela, a su modo, «la restauración de una especie de estado rural que suponen, con ciertas reservas, compatible con el desarrollo económico de la sociedad industrial y que permite por sí solo asegurar la libertad, el florecimiento de la personalidad e, incluso, la verdadera sociabilidad».

El paso del preurabanismo al urbanismo se da cuando ya existen especialistas en la materia, generalmente arquitectos. Si el preurbanismo «estaba vinculado a una serie de ideas políticas, el urbanismo aparece despolitizado«. Además, ya no se trata de una visión teórica sino que sus ideas son aplicadas a la realidad, pese a encontrarse a menudo con la oposición, bien de una condiciones económicas desfavorables, bien con las «todopoderosas estructuras económicas y administrativas heredadas del siglo XIX».

A partir del 1928, el modelo progresista encuentra su órgano de difusión en el grupo de los CIAM, los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. Sí, si son lectores habituales del blog ya lo habrán adivinado: estamos hablando de Le Corbusier, por supuesto, y de La carta de Atenas. «La idea-clave que subyace en el urbanismo progresista es la idea de modernidad. (…) Pero el interés de los urbanistas se ha desplazado de las estructuras económicas y sociales hacia estructuras técnicas y estéticas.» Para que la propia ciudad alcance la revolución industrial es necesaria la implantación de nuevos métodos y materiales de construcción (acero y cemento), pero también que la producción se realice de modo industrial. Es decir: casas estándar con materiales estándar, algo esencial en el desarrollo de las «unidades de habitación».

El objetivo de modernizar las ciudades es garantizar a todos los ciudadanos una cantidad suficiente de sol, aire puro y vegetación; y el método para conseguirlo, desdensificar la ciudad y separar las distintas zonas que la conforman según si son para habitar, trabajar, ocio o comunicación entre las tres anteriores. Se proponen edificios enormes, basados siempre en formas geométricas, puesto que «el modelo progresista es tanto una ciudad-herramienta como una ciudad-espectáculo«, y se propone abolir la calle y entregarla a los vehículos (Le Corbusier aborrecía las aceras; le parecían un espectáculo dantesco dedicado al caos y el trajín, y proponía desterrar a los transeúntes a las azoteas o lugares específicos donde no molestasen).

La ciudad se convertía en una retícula donde el ángulo recto tenía prioridad que, contemplada en perspectiva, se volvía algo glorioso: Brasilia es el gran ejemplo. Sin embargo, y como Brasilia, estas ciudades son inhóspitas para sus ciudadanos, y de ahí surgirán todas las críticas al racionalismo a partir, sobre todo, de los años 60.

Choay también incluye a la Bauhaus en este modelo, más por su búsqueda estética y por su industrialización de todo material del hogar, reduciendo forma a función, que por compartir la doctrina de Le Corbusier.

En cuanto al modelo culturalista, surge con fuerza, sobre todo, en Alemania y Austria a finales del siglo XIX. Debido a que la industrialización se llevó a cabo, en primer lugar, en Inglaterra, en cuanto llegó a los países germánicos estos ya habían aprendido la lección inglesa y buscaron métodos para evitar los peores efectos urbanos. Los grandes nombres del modelo culturalista son Camillo Sitte, Ebenezer Howard y Raymond Unwin. Sitte fue el gran historiador del urbanismo austríaco, anhelando un pasado basado en la ciudad medieval; Howard, el creado del concepto de ciudad jardín, una construcción con tintes socialistas y población limitada donde todos serían propietarios de la industria y del terreno y que, en cuanto superase los límites impuestos, fundaría una nueva ciudad, de características similares, para evitar la densificación; y Unwin, el arquitecto que llevó a cabo las ideas de Howard y tuvo que adaptarlas a la realidad. De los tres, sólo la visión de Howard aparece politizada; Sitte y Unwin, especialmente el primero, realizaba una búsqueda estética.

A diferencia del modelo progresista, que podía fácilmente urbanizar el mundo, la ciudad culturalista tiene unos límites claros. Para Sitte, además, la concepción de la ciudad no pasa por la situación de edificios en la distancia sino por la concepción de las calles y las plazas como los órganos básicos del funcionamiento urbano. De aquí surgen las críticas al modelo culturalista, especialmente al de Sitte: parece dejar atrás la historia en una búsqueda de una Arcadia perdida. Unwin será más pragmático y tratará de incorporar a sus ciudades jardín «las exigencias del presente»; sin embargo, como destaca Choay, «en el caso de las ciudades jardín, el control exigido a la expansión urbana y su estricta limitación no son fácilmente compatibles con las necesidades del desarrollo económico moderno». [Hablamos largo y tendido sobre ciudades jardín y su ejecución a propósito del libro de Peter Hall Ciudades del mañana.]

Existe un tercer modelo: el naturalista, que recoge la tradición del antiurbanismo americano en la figura de Frank Lloyd Wright y la creación de Broadacre city. «La gran ciudad industrial es acusada de alienar al individuo en el artificio. Únicamente el contacto con la naturaleza puede devolver al hombre a sí mismo y permitir un armónico desarrollo de la persona como totalidad.» Lloyd Wright busca la realización de la «democracia»; pero «este término no debe inducir a error y hacernos creer en una nueva introducción del pensamiento político en el urbanismo: implica esencialmente la libertad para cada cual de actuar a su gusto.» El individualismo estadounidense, vaya, un individualismo «intransigente, unido a una despolitización de la sociedad, en beneficio de la técnica, ya que, finalmente, la industrialización será la que permitirá eliminar las taras que son su consecuencia.»

Por todo ello, «Wright propone una solución a la que siempre reservó el nombre de City, aunque con ella elimine no sólo la megalópolis sino también la idea de ciudad en general». Es esencial el concepto de naturaleza, las viviendas son siempre casas particulares con su terreno aledaño, ya que la agricultura se considera una actividad esencial. No existen grandes hospitales ni construcciones, y en su lugar son pequeños y muy descentralizados, diseminadas por todo la ciudad y con gran cantidad de conexiones.

Broadacre es una mezcla entre los dos modelos anteriores: «es a la vez abierto y cerrado, universal y particular», «un espacio moderno que se ofrece generosamente a la libertad del hombre» y que sólo es posible gracias a las conexiones que permiten las nuevas tecnologías (vehículos, televisor, como forma de comunicar esta gran red dispersa).

Como consideraciones finales, Choay destaca que es comprensible, por ejemplo, la asimilación de las ciudades jardín culturalistas a la ciudad radiante de Le Corbusier, del modelo progresista. Sin embargo, «Howard pertenece al modelo culturalista a causa de la preeminencia que en ella [la ciudad jardín] se concede a los valores comunitarios y a las relaciones humanas, y del malthusianismo que resulta de ello. En cambio, las ciudades jardín francesas forman parte del modelo progresista, que acabarán desembocando en los «grandes conjuntos» (grands ensembles). «El modelo progresista es el que inspira el nuevo desarrollo de los suburbs y el remodelamiento de la mayoría de las grandes ciudades en el seno del capitalismo americano» pero también surge en los países en desarrollo con «ciudades-manifiesto» como Brasilia o Chandigarh.

Existe un tercer apartado donde Choay destaca las resistencias o alternativas a los anteriores modelos urbanistas, la mayoría de las cuales se dan tras la Segunda Guerra Mundial, cuando dichos modelos ya se han puesto en práctica con mayor o menor fortuna. Hay una primera tendencia a proponer ciudades futuristas, en general irrealizables: ciudades verticales, ciudades puente, ciudades isla, totalmente desgajadas del concepto tradicional de ciudad, a menudo con una gran densidad, que en general son más modelos visuales y alternativos que verdaderas ciudades practicables. Todas están muy ligadas a las técnicas del momento en que se proponen y olvidan que, como propuso Heidegger, «habitar es el rasgo fundamental de la condición humana», y por todo ello, puesto que son objetos, más que ciudades, Choay las recoge bajo el epígrafe de «tecnotopía, y no tecnotópolis: el lugar, y no la ciudad, de la técnica».

Por otro lado, en antrópolis se recogen las tendencias que surgen como protesta al modelo progresista y las debacles que estaba generando en las ciudades, especialmente americanas. Las críticas tienen en común que surgen de fuentes, en general, no urbanistas sino sociólogos o historiadores, y reivindican otros factores desde lo que plantear las formas en que habitar y diseñar las ciudades. Son las siguientes:

  • El urbanismo de la continuidad. Los dos grandes nombres de esta fórmula son Patrick Geddes y Lewis Mumford. El primero fue un biólogo que proponía la necesidad de un estudio muy complejo, especialmente centrado en la historia, antes de abordar la remodelación de cualquier ciudad. Para Geddes no existían modelos: cada caso particular es una ciudad distinta. Su pensamiento, expuesto de forma algo compleja en sus obras, fue divulgado por su discípulo Lewis Mumford, americano de una vastísima cultura (leímos La ciudad en la historia aquí, aunque nos superó). «En su búsqueda de fórmulas nuevas, Mumford acude constantemente a las lecciones de la historia. La ciudad bien circunscrita de la época preindustrial se le aparece como una fórmula mejor adaptada que la megalópolis a un desarrollo armonioso de las aptitudes individuales y colectivas». Choay destaca la enorme importancia que ha tenido el concepto de regionalismo en los estudios urbanos actuales al poner de manifiesto que una ciudad no es algo autónomo sino el centro de un lugar, con unas redes propias con todo el entorno que la rodea y que debe ser abordada antes de cualquier intervención. Como crítica, sin embargo, Choay destaca que, dada una investigación exhaustiva de un mismo entorno, dos planificadores urbanos pueden llegar a proponer soluciones completamente distintas, por lo que la idea de «la existencia de una solución profunda» pregonada por Geddes y Mumford no es cierta y toda elección tomada siempre estará basada en una determinada ideología. De hecho, ambos autores se acercan bastante más al modelo culturalista que al progresista: ambos detestan «la ciudad moderna» y proponen cierto malthusianismo en aras de la defensa de las «relaciones sociales».
  • Defensa e ilustración del asfalto. Si los objetivos higienistas fueron los precursores, en Inglaterra, del urbanismo y la necesidad de reformar las ciudades para hacerlas tan habitables como fuese posible, en los años 60 surge la denuncia de que el modelo progresista está desbaratando las relaciones sociales complejas que existían en los barrios de las ciudades. Existía un barrio en Boston, el North End, con una fama terrible y al que se le atribuían todos los males urbanos posibles; sin embargo, con las estadísticas en la mano, era un barrio con buenos índices de educación y bajos índices de insalubridad. De la mano de psiquiatras como Duhl y, sobre todo, de la gran Jane Jacobs (Muerte y vida de las grandes ciudades) surge la reivindicación de la calle como lugar social y expresión de la ciudadanía; conceptos como «el ballet de las aceras» o «los ojos que vigilan la calle» indican la necesidad de crear barrios densos, con todo tipo de relaciones y calles siempre repletas, algo opuesto a la zonificación. Choay denuncia el cariz nostálgico de Jacobs, que idealiza su barrio y le atribuye a una ciudad industrial cualidades que los urbanistas culturalistas atribuían a las ciudades preindustriales. [Sennett presentaba un debate más que interesante entre las ideas de Mumford y de Jacobs en el momento de planificar las enormes ciudades chinas de crecimiento acelerado en Construir y habitar.]
  • Análisis estructural de la percepción visual. La ciudad es percibida por quienes la habitan no tanto como un lugar estético o una suma de volúmenes sino que es «estruturada por la necesidad de encontrar en ella mi casa, los mejores accesos de un punto a otro o un cierto elemento de distracción». Ello llevó a Kevin Lynch a desarrollar el concepto de legibilidad en La imagen de la ciudad y a determinar cinco elementos distintos: sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Precisamente los conjuntos progresistas son «difíciles de estructurar (a pesar de su aparente sencillez) a causa, en gran parte, de la gratuidad de su implantación».

Como colofón, Choay aporta algunos elementos que responden a la crisis que sufrió el urbanismo de la época de la publicación del libro (1965):

  1. Pese a que se ha presentado como un sistema objetivo, en realidad el urbanismo, como toda propuesta de ordenación, se basa en una «serie de tendencias y sistemas de valores». «La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical».
  2. Es comprensible que haya surgido una «crítica de segundo grado» que rechaza el «urbanismo dominado por lo imaginario y haya buscado en la realidad la base de la ordenación urbana, sustituyendo el modelo por una cantidad de información». Además, y pese a la afluencia de estudios sobre las ciudades y sus necesidades, tras toda elección debe haber una decisión: !ciudad o no-ciudad, ciudad de asfalto o ciudad verde, ciudad casbah o ciudad estallada».
  3. Pese a que «un conocimiento exhaustivo del contexto (servicios exigidos y gastos implicados, por parte del usuario; condiciones de fabricación, por parte del productor) debe permitir la determinación de la forma óptima de una plancha, un teléfono o de un sillón», base de la teoría funcionalista de la Bauhaus, esta teoría olvida que los objetos tienen un valor semiológico. «La ciudad no es sólo un objeto o un instrumento, un medio de cumplir ciertas funciones vitales; es igualmente un marco de relaciones interconcienciales, el lugar de una actividad que consume unos sistemas de signos mucho más complejos que los más arriba evocados».
  4. El urbanismo aún no ha sido capaz de reunir estas observaciones en un «sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador».

El antiguo modo de ordenación de las ciudades se ha convertido en una lengua muerta. Una serie de acontecimientos sociales –transformación de las técnicas de producción, crecimiento demográfico, desarrollo del ocio, entre otros– han hecho perder su sentido a las antiguas estructuras de proximidad, de diferencia, de calles y de jardines. Todas ellas no se refieren ya más que a un sistema arqueológico. En el contexto actual, carecen de significación.

Pero, ¿han sustituido los urbanistas esta lengua muerta, conservada por la tradición, por una lengua viva? Las nuevas estructuras urbanas son en efecto creación de los microgrupos de decisión que caracterizan a la sociedad del dirigismo. ¿Quién elabora hoy las nuevas ciudades y los conjuntos de viviendas? Unos organismos de financiación (estatales, semiestatales o privados), dirigidos por técnicos de la construcción, por ingenieros y por arquitectos. Todos juntos, y arbitrariamente, crean su propio lenguaje, su «logotécnica». (p. 101)

Pero este lenguaje, muy especializado, tiene «un campo de significación restringido», «pobreza lexicográfica» y «una sintaxis rudimentaria que procede por yuxtaposición de sustantivos sin disponer de elementos de unión; por ejemplo, el mismo espacio verde es sustantivado, cuando debería tener una función coordinativa». ¿Qué significa un bloque de pisos, una zona verde, un paso peatonal? Que alguien lo ha puesto ahí; remite a un lenguaje «imperativo y coactivo». «El urbanista monologa o arenga; el habitante se ve en la obligación de escuchar, sin que siempre comprenda».

Debido a la complejidad de la administración de nuestros tiempos, el ciudadano debe delegar en unos expertos; «si confrontamos el tiempo de la palabra con el de la logotécnica, nos enfrentamos a la relación esencial entre el tiempo y la política: al oponer la democracia al dirigismo comprobamos, una vez más, que la primera no es actualmente más que una palabra. Pero la desaparición de la palabra no implica de por sí la desaparición de la propia lengua.» Es por ello que, a día de hoy, el urbanismo es «un simulacro de lenguaje, un código práctico de especialistas, generalmente desprovistos de referencias al conjunto de los demás sistemas semiológicos que constituyen el universo social.»

¿Ha sabido el urbanismo desarrollar un lenguaje propio desde los años 60 hasta la actualidad? Sin duda lo ha intentado, a tenor de lecturas como Jan Gehl (Ciudades para la gente) o Richard Sennett (el ya citado Construir y habitar); aunque también es posible que dicho lenguaje se haya impregnado aún más de ideología (arquitectura hostil, zonas higienizadas para las clases creativas y gentrificación).

Sociología Urbana 03: la era del urbanismo

Tercera entrada dedicada al libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada trataba sobre los sociólogos precursores de la disciplina, la segunda sobre la Escuela de Chicago y esta tercera lo hará, especialmente, sobre urbanismo.

Hasta mediados del siglo XIX, el urbanismo planificado se había limitado al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones de poder. En esa fecha, sin embargo, la necesidad de resolver los grandes problemas de hacinamiento, polución e insalubridad en que vivían los inmigrantes y obreros llegados a la ciudad al calor de las sucesivas revoluciones industriales requiere de la intervención de los poderes y las administraciones. «Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. (…) El tercer pilar es la posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más» (p. 121), hecho que no fue posible hasta que hubo una base financiera lo bastante grande (que permitía enormes inversiones) y un mercado lo bastante rentable (es decir, una clase mediana extensa). A partir de ese momento, la construcción implementaría los desarrollos de la producción industrial para abaratar costes y aumentar beneficios:

  • economía de escala: es decir, construir barrios o poblaciones enteras, y no casas una a una;
  • racionalización: lo que requiere planificación urbanística, de las vías de acceso y comunicación, disposición de los edificios en función de sus usos;
  • estandarización;
  • avances científicos como, por ejemplo, el descubrimiento del hormigón armado.

Existirán tres grandes movimientos que tratarán de dar respuestas a las nuevas necesidades de la ciudad: los ensanches y la ciudad jardín, en un primer momento, y el racionalismo, algo más tarde. Veámoslos uno por uno.

Los ensanches son la primera respuesta racional a los problemas de hacinamiento en las metrópolis. Tratan de superar la caótica y enrevesada ciudad medieval, con su trazado de callejas complicadas y llenas de revueltas, por una cuadrícula ortogonal de grandes calles rectas, abiertas a los vehículos y atravesadas también por enormes avenidas. El primer ejemplo es Dublín, pero los que se han llevado la fama son París y Barcelona.

Sobre Haussmann y París hemos hablado innumerables veces; quería higienizar París, limpiar la ciudad de las luces, llenarla de lugares hermosos y racionales; también una vía de acceso para que las tropas militares llegasen fácil y rápidamente hasta los puntos donde los obreros se estuviesen revolucionando y una forma de evitar que formasen barricadas con los adoquines.

Con los ensanches aparece una de las formas de poder «totalitario» más potentes que ha conocido la historia: el poder de transformar «total y unilateralmente», sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios -la mayoría de ellos no democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto. (p. 123)

Las características esenciales del ensanche de París son sus avenidas, su ortogonalidad, su racionalidad y su completa ausencia de zonas de socialización como habían sido las plazas medievales, donde los ciudadanos podían encontrarse o montar mercados y negocios. Las únicas grandes plazas que Haussmann concedió a su diseño fueron las que gestionaba el tráfico rodado: plazas por las que no se puede pasear, sólo transitar. «Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro se le encontrará otra función: la monumental, es decir, la publicitación del poder.» (p. 125)

Este momento quedó magníficamente retratado por el poema de Baudelaire El cisne, y la sociología urbana, en especial la francesa, no ha dejado de volver a él como uno de sus temas predilectos.

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Visión del diseño original del Ensanche barcelonés de Cerdà.

El otro ensanche famoso es el de Barcelona. Si el de París es famoso por su éxito, el de Barcelona, si acaso, lo es por su fracaso y por lo poco que tiene que ver con lo que diseñó originalmente su creador, Ildefons Cerdà, que fue, también, el inventor de la disciplina del «urbanismo». Cerdà propuso una trama ortogonal con jardines en el centro de cada manzana y construcciones sólo en dos lados paralelos, de forma que se dibujaban dos líneas de edificios a cada lado de un jardín y separadas de la siguiente manzana por la calle. Además, tuvo la genial idea de dotar a las cuadrículas de chaflanes, es decir, esquinas redondeadas, que no sólo mejoraban enormemente el tráfico sino que también se han convertido en espacios perfectos para la socialización de la ciudad.

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Resultado final. Jueguen a las 7 diferencias.

La intención de Cerdà era permitir una vida con vegetación y aire libre para todos, basado en sus ideas socialdemócratas; la realidad y las ansias de obtener réditos acabaron convirtiendo su proyecto en islas prácticamente cerradas, como mucho con un espacio diminuto por el que acceder a un jardín interior, rodeadas de grandes bloques de pisos.

La otra gran forma que adoptó el urbanismo en su afán de ofrecer viviendas a las clases medias y bajas fue la ciudad jardín. Surgida de una visión romántica de las casas veraniegas donde los nobles se dedicaban a cazar y descansar en plena campiña, adoptó la idea a todos los bolsillos y la fue reconvirtiendo en casas aparceladas a menudo alejadas de la ciudad. La llegada del ferrocarril y la extensión de grandes vías que permitían el acceso rápido al centro de la ciudad supuso el desarrollo de este tipo de urbanismo, que halló su suelo más fértil en Estados Unidos.

Por ahora, seguimos en Europa, sin embargo, donde las primeras ciudades jardín se llevaron a cabo en Inglaterra de la mano de la extensión de las vías de ferrocarril. Ya no tenían nada que ver con las grandes mansiones de la nobleza, sino que iban desde casas más o menos grandes hasta su mínima expresión, las terraced houses (terraced porque sus aspiraciones a jardín habían quedado reducidas a un pequeño patio no mucho más grande que una terraza). Se trataba de barrios planificados y construidos por una única promotora, con dimensiones adecuadas al poder adquisitivo de sus futuros propietarios, y a menudo en las zonas que ocupaban o iban a ocupar nuevas estaciones del ferrocarril.

En Francia las ciudades jardín tuvieron un cariz más obrero o social; por un lado encontramos las que se forman alrededor de una fábrica para permitir a los obreros vivir más cerca del trabajo. Se consideraba que los obreros, a diferencia de los burgueses, no tenían necesidad en absoluto de acceder a la ciudad, por lo que les bastaba disponer de sus hogares cerca del trabajo y, además, se les cortaba el contacto con los obreros de la ciudad, con lo que se erradicaba el problema del virus marxista o la aparición de revueltas populares. El otro frente que adoptaron las ciudades jardín en Francia fueron las sociales, siguiendo la estela de los postulados de Le Play, pero también formadas con un fuerte acento paternalista.

Otra rama que tuvo cierto éxito en Inglaterra fue la de la cooperación, es decir, constuir una ciudad jardín de forma cooperativa. Hubo iniciativas, pero donde de verdad triunfó esta iniciativa fue en los bloques de pisos de Nueva York, muchos de los cuales siguen existiendo bajo ese régimen. La iniciativa social de las ciudades jardín, sin embargo, tuvo un enorme éxito como modelo teórico bajo la visión de Ebenezer Howard con su celebérrimo libro Garden Cities of To-morrow (1902). Como bien se encarga de demostrar Ullán de la Rosa, Howard no fue el precursor ni de las ciudades jardín ni del urbanismo socialista que yacía tras ellas; sin embargo, sí que fue el que se llevó la fama y a su nombre ha quedado asociado el concepto.

La novedad de la ciudad jardín de Howard es que la usaba como herramienta de reforma social y como propuesta para unir lo mejor de las dos formas de vida (campo y ciudad) y eliminar de un plumazo muchos de sus inconvenientes. Howard proponía que un grupo grande de personas se uniese en régimen de cooperativa y construyesen una ciudad jardín (de dimensiones determinadas, un máximo de 30 mil personas) alrededor de un centro comercial gestionado por ellos y rodeado de campos de cultuvo y de un cinturón exterior de industrias. Los trabajadores estarían cerca de la industria, por lo que ahorrarían tiempo en desplazamientos; podrían alimentarse directamente de los productos cosechados en la ciudad, que serían mucho más baratos al ser de proximidad, y obtendrían plusvalías tanto de la venta de las viviendas como del alquiler del espacio a las industrias. Con ello, y en poco tiempo, podrían financiar la ciudad y obtener rédito de ella para gestionarla; los obreros pasaban a ser propietarios en un régimen de cooperativa. Cada ciudad se entendía, no como extensión de una metrópolis, sino como ente independiente que se iría relacionando con las ciudades jardín que fuesen apareciendo alrededor.

No suena mal; pero la ausencia de financiación y el poco interés que suscitó en los empresarios condenaron los pocos intentos que se llevaron a cabo a ser un foco de clases medias y acomodadas con cierto aire bohemio.

Donde la ciudad jardín halló su más fecunda visión fue en Estados Unidos, donde la capacidad de los planes urbanísticos para decidir los usos del suelo era prácticamente un tema tabú. Por ello, los suburbs a las afueras de las ciudades con casas individuales, valla blanca y familias similares fueron brotando como setas por todo el territorio y convirtiéndose en el sueño de propiedad de toda una clase media sobreextendida. El ejemplo típico es Levittown, pero multitud sirven.

Europa, en cambio, «endeudada hasta las cejas por el conflicto [bélico, la Segunda Guerra Mundial] y destruido buena parte de su parque inmobiliario, no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar» (p. 172). Por ello, y añadiendo el incipiente movimiento racionalista de Le Corbusier y los suyos con La carta de Atenas, acabó generando bloques y bloques de pisos en las afueras de las ciudades, alejados de todo, carentes de los mínimos servicios básicos y donde ir alojando a las progresivas oleadas migratorios que iban llegando al país. Especialmente notorios son los casos de los banlieus de París (precisamente el nombre, banlieu, siginifica «alejado una legua del ban«, que es la zona donde reside la población; de ahí bandido, por ejemplo, el que agrede al ban, o el inglés to ban, desterrar).

Estos fueron los tres grandes frentes urbanistas. De todos ellos, los que más éxito tuvieron fueron los suburbs americanos y las ciudades satélite (en las muchas versiones a lo largo y ancho del continente europeo: desde las ciudades satélite españolas o inglesas hasta los los grands ensembles franceses). Y precisamente en ellos se centraron los estudios sociológicos de la fecha.

La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apartamentos del downtown (un rasgo posmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso premoderno). (p. 177)

Otras características de los suburbs americanos:

  • densidades bajas;
  • estandarización de las tipologías constructivas;
  • red viaria jerarquizada, desde la calle privada sin salida hasta las grandes autopistas de conexión; lo que supone facilidad para el control social, pues basta con controlar la principal vía de acceso y se controla toda la ramificación del suburb;
  • zonificación extrema: sólo hay viviendas, los servicios y zonas de trabajo están a una distancia tal que hay que recorrerla en coche;
  • deficiente transporte público, lo que supone dependencia total del vehículo;
  • grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamiento como únicos lugares de socialización y consumismo;
  • por primera vez en la historia de Estados Unidos, se consigue una identidad racial pancaucásica donde uno ya no es irlandés, italiano o alemán sino white american; porque, recordemos, en general los negros tenían el acceso vetado al suburb al tener limitado el acceso al crédito necesario para adquirir una casa en ellos.

La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva forma ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la satisfacción hedonística inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran centro comercial. […] El centro comercial era una nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con los ciudadanos), estandarización y control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituían a las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sustraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo lumínico natural (…)

 

«Los americanos empiezan a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas de consumo futuro.» Consumo que en los suburbs se produce a la vista de todos, estimulando la tendencia a la homeostasis social y potenciando exponencialmente el consumo (si todos los vecinos lo tienen, uno tiene que tenerlo también). El torrente de crédito fácil de la época, ayudado por los prejuicios de una ética social donde la pobreza se debía a la raza o a la incapacidad personal (el loser) lleva a una cultura profundamente hedonista pero también mucho más controlada socialmente, lo que redujo significativamente las tasas de criminalidad (que, por el contrario, subían en los guettos de las ciudades de forma abrumadora).

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Los habitantes de los suburbios (recordemos que la palabra significa algo distinto en español, por eso a menudo la usamos en inglés) no percibían la pobreza ni las disfunciones del sistema, porque los descastados no tenían acceso a sus zonas; por ello se fue desarrollando una cultura familiar, conservadora, extramoralizada, donde los jóvenes no tenían lugar donde esconderse de la mirada de sus padres y donde las esposas tenían especialmente difícil la infidelidad, porque estaban todo el día controladas por los vecinos (de ahí el mito del lechero o el cartero, porque eran los únicos varones que tenían un motivo legítimo para entrar en sus casas; en cambio los maridos, con sus viajes al exterior, tenían pleno acceso al adulterio); pero no sólo eso, la sociedad del suburb tenía opiniones sobre todo, los alcohólicos, los poco trabajadores, los que no asistían a misa lo bastante… creando una sociedad totalmente homogénea.

Algunos sociólogos lo vieron como el paraíso creado en la tierra; otros, los más críticos, como la manifestación del infierno, un horror artificial que escondía cualquier alternativa u otredad. Por ejemplo, Gordon en 1960 ponía de manifiesto el duro papel de las mujeres, con una carga extra de trabajo al tener que hacerse cargo de un hogar mayor que el de las ciudades y sin contar con una red familiar de apoyo para, por ejemplo, criar a los hijos. De hecho, Gordon creyó encontrar en el suburb el origen de las condiciones ecológicas particulares para una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas, como la depresión entre las mujeres. Lewis Mumford, con la publicación en 1961 de La ciudad en la historia, carga también contra las condiciones de los suburbs.

El otro gran foco de la sociología urbana de esta época se da en Francia, de la mano del considerado como miembro fundador de la sociología urbana en el país galo, Paul Henri Chombart de Lauwe, y tiene como objeto la otra forma de urbanismo que hemos recorrido: los grands ensembles. Un estudio similar al que llevaban a cabo los de la Escuela de Chicago muestra un París separado en nichos burgueses u obreros algo más difusos que en la ciudad americana; el componente racial está (por ahora) fuera de la ecuación. En siguientes estudios, Chombart describe la clase obrera al mismo tiempo como «un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios».

La sociología francesa no está formada por académicos burgueses alejados de la clase obrera, como en Chicago, sino por gente que viene de un entorno decididamente crítico con el sistema y que muchas veces le ha presentado batalla. El siguiente trabajo de Chombart, Famille et habitation (1960), analiza tres polígonos de viviendas (grands ensembles), uno de ellos la Cité Radieuse de Nantes, del propio Le Corbusier, y constata que dichos barrios no tienen nada de radiante, en lo que es la primera crítica potente al sistema del racionalismo. Los grands ensembles ejercen una nueva forma de violencia sobre los obreros al alejarlos de sus redes sociales vitales, de su entorno espacial, exiliándolos a un entorno aséptico y carente de sentido, homogéneo y mal comunicado con el centro (salvo para los que dispongan de coches). Chombart, que acuña el término ciudad dormitorio (banlieu dortoir) será también el primero en hablar de la alienación espacial que sufren los obreros, desplazados a un nuevo entorno. Constata, también, que los habitantes de los banlieus los contemplan como algo temporal, como una fase intermedia hasta que consigan su propia vivienda unifamiliar suburbana; por ello, ya avanza que se pueden convertir en guettos hipercriminalizados, como había sucedido en los barrios semiabandonados del interior de las ciudades norteamericanas. El futuro le dará la razón, aunque los que sufrirán esa espiral de decadencia no serán los obreros franceses sino sus sustitutos, «la subclase étnicamente marcada de los inmigrantes».

Las conclusiones de ambos sociólogos, los que estudian los suburbs y los que estudian los grands ensembles, son similares: desarraigo, alienación, exilio de las redes familiares y sociales que se habían establecido en la ciudad, progresiva destrucción de la conciencia y la solidaridad de clase, producida por el desarraigo de la ausencia de estas redes… De aquí surgirá El derecho a la ciudad (1968) de Lefebvre, aunque lo veremos en el siguiente capítulo.

El final del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa a analizar la Tercera Generación de la Escuela de Chicago, que desarrollan la Nueva Ecología Urbana (Human Ecology. A Theory of Community Structure, Amos Hawley, 1950) que trata «cómo las poblaciones humanas se adaptan colectivamente al ambiente», huyendo de motivacioners o valores individuales y basado en cuatro conceptos clave:

  • interdependencia entre los distintos grupos, en forma de simbiosis (relaciones complementarias entre grupos diferenciados) o comensalismo (agregación de grupos iguales). La primera la llevan a cabo los grupos corporativos (la familia, por ejemplo, o las asociaciones de vecinos) y la segunda los categoriales (los sindicatos, por ejemplo).
  • función clave, ya que ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de adaptación al ecosistema. La función clave en el ecosistema capitalista es desempeñada por la industria y el comercio.
  • diferenciación funcional, muy baja en sociedades cazador-recolector, elevadísimas, potencialmente ilimitadas, de hecho, en la sociedad capitalista de la altra productividad.
  • dominación: las posiciones dominantes en el sistema las desarrollan quienes llevan a cabo la función clave, es decir, en el caso de Estados Unidos, las empresas privadas.

A través de la dominación, Hawley vuelve a la ciudad: el dominio que ejercen los agentes económicos no se expresa solo en el terreno político sino también en el espacio, ocupando la centralidad de las ciudades.

Como destaca Ullán de la Rosa, sin embargo, la Nueva Ecología Humana es una variante de la escuela funcionalista que primaba en la sociología americana del momento.

Ciudades del mañana, de Peter Hall

Si a algo nos recuerda este Ciudades del mañana, de Peter Hall, es a Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de nuestro admirado Carlos García Vázquez. Ambos tienen el mismo tema, el desarrollo del urbanismo, y ambos buscan una forma distinto de abordarlo a la tradicional «historia de». El segundo, como ya recorrimos, dividía el urbanismo en tres periodos y cada periodo en una visión distinta, en función de las disciplinas; el estudio que ahora nos ocupa, del urbanista y geógrafo inglés Peter Hall, lo hace a través de la «historia de las ideas», es decir: cada capítulo sigue una idea desde su gestación inicial y sus orígenes hasta sus últimas consecuencias, con lo que los capítulos tienen duraciones muy dispares y a menudo se cruzan unos con otros, hasta repitiendo personajes. Algo que ya nos sucedió con Carlos García Vázquez y que, por lo tanto, parece característico del urbanismo.

En la práctica el urbanismo se mezcla imperceptiblemente con los problemas de las ciudades, y éstos con la economía, la sociología y la política de las ciudades, y, a su vez, con la vida social, económica y cultural de su tiempo; no hay final, ni límite, a estas interrelaciones, sin embargo hay que encontrarlo por muy arbitrario que éste sea. Contaremos lo necesario para explicar el fenómeno del urbanismo; lo situaremos claramente, a la manera marxiana, partiendo de la base socioeconómica, para, de esta manera, poder iniciar lo que realmente interesa al historiador. (p. 15).

Hall sitúa el origen del urbanismo en la reacción a los males de la ciudad del s. XIX y así es como empieza el segundo capítulo, La ciudad de la noche espantosa: con el hacinamiento de los pobres y los remedios que se intentaron para mejorar sus condiciones de vida. La visión general era que los pobres lo eran por dejadez, desidia o malas decisiones; la visión general de los que no eran pobres, se supone. El primero que hizo una encuesta un poco seria fue Charles Booth, un armador de Liverpool, que llegó a la conclusión de que alrededor de un millón de habitantes de los cerca de 3 y medio que tenía Londres por entonces eran pobres. Algunos lo eran por vagos, otros por ingresos irregulares y la mayoría por ingresos regulares demasiado bajos.

El problema no era tanto que hubiese pobres, lo que, en general, a las clases medianas les podía dar igual mientras no les manchasen los zapatos (ehem), sino que éstos acabasen levantándose o, con el tiempo, volviéndose socialistas. El otro problema fue de índole higiénica: se veía diversas partes de la ciudad como una zona insalubre, un tumor que podía acabar extendiéndose. En realidad, los pobres que llegaban a la ciudad vivían mejor vida en ella de lo que lo habían hecho en el campo, según sus propias palabras; pero en el campo pasaban desapercibidos, más o menos, mientras que en la ciudad, al agruparse, el hecho se volvía un problema.

Si el segundo capítulo plantea el problema, el tercero ya arroja una posible solución: La ciudad de las vías de circunvalación abarrotadas. En ella se decide, primero, que la densidad es demasiado alta y, segundo, que lo mejor es alejar a los pobres a las afueras de las ciudades, creando nuevos entornos para ellos. Esto se llamará zonificación y en Europa se transformó en creación de nuevos barrios o, sobre todo, nuevas ciudades satélite a lo largo de las líneas del ferrocarril. En cambio, en Estados Unidos se usó, sobre todo, para proteger determinadas zonas (barrios de clase media alta) de la llegada de los pobres y confinarlos a ellos en sectores determinados o arrojarlos a las afueras.

Esto se tradujo en algo que describió el libro de 1928 de Clough Williams-Ellis England and the Octopus, donde narraba cómo las ciudades iban extendiéndose a lo largo de las líneas del metro y el ferrocarril. Hubo, claro, numerosos casos de empresarios que diseñaron entornos para luego dirigir los ferrocarriles hacia ellos y obtener provecho.

El capítulo cuarto plantea otra posible solución y nos da el que, según Hall, sea probablemente el personaje más destacado del libro: Ebenezer Howard, y el capítulo se titula La ciudad en el jardín. Se trata, nada más y nada menos, que de la ciudad jardín, que tanto hemos denostado en el blog y el gran terror de, por ejemplo, la buena de Jane Jacobs. Pero, como dice Hall, lo que denostamos no es la idea de Howard, sino cómo la entendió su principal sucesor Raymond Unwin: «confundieron la ciudad jardín con el barrio jardín suburbano de Hampstead y de otras numerosas imitaciones» (p. 98). Howard nunca quiso un mar aburrido de suburbia: la ciudad jardín era el medio para cambiar la sociedad capitalista y convertirla en una infinidad de sociedades cooperativas autogestionadas.

Howard estuvo influenciado por gran cantidad de nombres y sus ideas: la nacionalización de la tierra, o mejor aún, la compra del terreno por parte de una comunidad; el rechazo de la subordinación del individuo a un grupo centralista socialista; el retorno a las raíces del grupo «Vuelta a la Tierra» (un movimiento antivictoriano de finales del XVIII y principios del XIX que propugnaban algo muy similar a lo que alentó los movimientos de los 60). La Ciudad Jardín consistía, grosso modo, en un grupo de gente, algunas de las cuales con prestigio y credibilidad comercial, que fundarían una sociedad limitada, pedirían un préstamo para comprar un terreno lo bastante alejado de la ciudad para ser asequible y conseguirían que algunas fábricas se trasladasen allí, con lo que también lo harían sus trabajadores. Howard hablaba de unos 32 mil trabajadores. Cuando la ciudad alcanzase su límite de población, se empezaría otra a una distancia determinada, conectadas mediante un ferrocarril rápido.

Lo importante no era la disposición de las casas ni los jardines que hubiese, sino que los propietarios de la tierra eran los ciudadanos. Con el dinero que se obtuviese de las cosechas y de sus réditos se iría pagando el crédito inicial; una vez acabado, los réditos serían directos para los ciudadanos y su bienestar, que además podrían organizar, de forma local, como considerasen oportuno. Howard lo consideraba una tercera vía, alternativa al capitalismo victoriano o al socialismo burocrático y central. También una visión muy norteamericana: el espíritu del colonizador en la Inglaterra industrial (Howard intentó ser un colono americano, pero la aventura fracasó).

Howard llevó a cabo sus planes. Intentó fundar una sociedad, compraron un terreno, empezaron a edificar la ciudad jardín soñada… pero su materialización, además de lenta y costosa, se llenó más de clases medias alternativas que de trabajadores, con lo que adquirió cierta fama de lugar excéntrico. Además, en su realización estuvieron implicadas dos manos que modificaron la idea original de Howard: Unwin y Parker. Ingeniero uno, decorador de interiores el otro, estaban más preocupados por los aspectos formales de la ciudad que por el sistema social que la fundaba; y por ello sus creaciones volvían a una época mítica, a un jardín ideal, un medievo idealizado. La estética de su propuesta caló y enterró la ideología de la ciudad jardín de Howard, convirtiendo su ciudad social en un barrio bonito con casas ajardinadas.

Con el tiempo, la idea de la ciudad jardín evolucionaría hacia la de la ciudad satélite (lo veremos en el siguiente capítulo), pero ésta no tiene en cuenta diversos aspectos negativos que la ciudad jardín sí trataba: la ciudad satélite ofrece espacio vital y a precios más asequibles, sí, pero le supone al trabajador desplazamientos constantes hacia la ciudad madre, lo que le cuesta dinero, tiempo y energía.

El quinto capítulo se titula La ciudad en la región y sigue los pasos de, sobre todo, Anthony Geddes; mejor dicho, sus ideas y cómo estás se fueron ramificando y consiguieron ser explicadas por Lewis Mumford. Geddes, de profesión biólogo pero en general hombre de curiosidad insaciable y pocas capacidades para expresarse de forma comprensible, bebió sobre todo de los geógrafos franceses, en concreto de Reclus, Vidal de la Blache y Le Play. De ellos desarrolló el concepto de «región» como bloque básico para el desarrollo de la vida. La región era su forma de decir que las cosas no surgían porque sí, sino que estaban enraizadas en un desarrollo y un devenir concretos; la mayoría de ciudades, por ejemplo, están cerca de un río o del mar, o en encrucijadas de caminos. Lo cual no es baladí, claro.

Sus ideas hallaron suelo fértil, sobre todo, en la Asociación para la planificación regional de América, en concreto uno de sus más célebres participantes: Lewis Mumford. La revista Survey les ofreció la posibilidad de escribir un monográfico donde exponer sus ideas: hasta entonces, argumentaban, las ciudades y las regiones se habían desarrollado un poco a su aire, en función de las necesidades y los avances tecnológicos de cada momento; había llegado una era, sin embargo, donde una buena planificación de cada región era, no sólo posible, sino el único modo de evitar un futuro desastre, un colapso épico de la civilización (Jacobs decía que Mumford odiaba las ciudades, y en parte, sí, odiaba las aglomeraciones y las ciudades densas).

La planificación regional no se pregunta sobre la extensión de la zona que puede ponerse bajo el control de la metrópolis, sino de qué modo la población y los servicios cívicos pueden distribuirse de manera que permitan y estimulen una vida intensa y creativa en toda la región -considerando que una región es un área geográfica que posee una cierta unidad de clima, vegetación, industria y cultura. (p. 162).

Y el objeto perfecto que encontraron para llevar a cabo esa planificación regional: la ciudad jardín. Como lugar creado ex nihilo, ciudad sin historia, bien planificada, cada cosa y persona en su lugar. Intentaban, de algún modo, implantar en Norteamérica, con sus apenas 400 años de historia, lo que había sucedido en los valles de Francia a lo largo de más de dos milenios.

Tras algunas tentativas que Hall detalla, sin embargo, y de forma paradójica, donde más éxito tuvieron fue en las capitales europeas; en Londres, concretamente. La creación del Gran Londres (primero liderado por Unwin, después por Abercrombie) surge de las ideas sobre la región; la mayoría de capitales europeas, que acaban absorbiendo sus extrarradios y ocupando una región entera de forma funcional, beben de las ideas de Geddes, nada menos.

El profeta del capítulo sexto, como lo denomina Hall, es Daniel Hudson Burnham; y suya es La ciudad de los monumentos. Siguiendo la estela de Haussmann y París, y de la construcción del Ringstrasse de Viena, el objetivo de este capítulo es la creación de ciudades monumentales. Paradójicamente, las principales manifestaciones del movimiento se darán en Estados Unidos (Washington, Chicago) y en las colonias británicas, aunque luego encontrarán un nuevo exponente en las capitales europeas sometidas al fascismo.

Algunos proyectos de Burnham fueron en Washington, ciudad que debía ser especialmente monumental; en Cleveland; en San Francisco, donde su plan no fue aceptado. Los planes de Burnham dibujaban ciudades preciosas, con perspectivas bellísimas; pero no tenían en cuenta ni aspectos básicos como la movilidad y el tráfico ni, sobre todo, la existencia de pobres, que a menudo simplemente eran expropiados y arrojados a alguna otra zona de la ciudad.

La idea que tenía para Chicago era similar a la de Haussmann para París: grandes bulevares y avenidas que conseguirían que Chicago fuese una ciudad hermosa y sus habitantes y los de las cercanías decidiesen pasar las vacaciones o el tiempo de asueto en ella; y dejar allí el dinero, porque Burnham tenía siempre claro para quién estaba desarrollando las ciudades. Los óleos de Jules Guerin muestran claramente las ideas que tenía Burnham para la ciudad.

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El proyecto, como los anteriores, estaba pensado para una clase media ociosa basada en el comercio y cuyo único objetivo era gastar dinero, como los grandes almacenes de París. No tenía en cuenta ni una posible expansión de su radio de acción (el centro de la ciudad) ni aspectos de vivienda, escuela o sanidad.

Otras manifestaciones de la Ciudad Bella se dieron, como ya hemos dicho, en las capitales coloniales que el Imperio Británico tenía alrededor del mundo: Nueva Delhi, Lusaka, Canberra. Pero donde hallaron suelo más fértil fue en la Roma de Mussolini y la Berlín de Speer que Hitler pretendía. Ambas tenían en común ser ciudades enormemente monumentales, grandes avenidas, enormes construcciones; pensadas para impresionar, no para habitarlas.

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Berlín de Speer, llamada Germania: así como muy discreta y poco monumental

Dejamos para la siguiente entrada el capítulo con la que será la bestia negra de todo el estudio de Hall: Le Corbusier.

Smart Cities, de Anthony M. Townsend (I)

El urbanismo del próximo siglo es el último intento de la humanidad por tenerlo todo a la vez, por redoblar la apuesta de la industrialización mediante el rediseño del sistema operativo del siglo pasado para que haga frente a los desafíos del siguiente. Por eso los alcaldes del planeta se están aliando con los gigantes de la industria tecnológica. Las compañías (IBM, Cisco y Siemens, entre otras) les han tendido un buen señuelo: proponen que la misma tecnología que alimentó la  globalización de la economía a lo largo del último cuarto de siglo puede arreglar los problemas locales. Si les permitimos reprogramar las ciudades, dicen, podrán convertir el tráfico en un problema del pasado; si les dejamos rediseñar la infraestructura, tendremos el agua y la energía al alcance de las manos. El cambio climático y la escasez de materias primas no supondrán un retroceso; las ciudades inteligentes se basarán en la tecnología para hacer más con menos, y de paso poner orden al el caos creciente de las ciudades emergentes y volverlas ecológicas.

El tiempo decidirá lo acertado de esas promesas. Pero usted no tiene que limitarse a esperar la resolución. Porque ya no estamos en la revolución industrial, sino en la de la información. Usted ya no es un engranaje de una gran maquinaria. Es parte de la mente de la propia ciudad inteligente. Y eso le da poder para moldear el futuro. (p. xiii)

Anthony M. Townsend es un geek. Él mismo lo reconoce a lo largo del libro: estudió en el MIT, ha formado parte de multitud de grupos de, a falta de un nombre mejor, hackers, o activistas sociales, y le encanta la tecnología. No es de extrañar, por lo tanto, que la tesis de este libro, Smart Cities: Big Data, Civic Hackers, and the Quest for a New Utopia, sea, más o menos: sí a la smart city, pero sólo si se construye desde una base ciudadana. Townsend nos alerta del peligro de permitir que las grandes compañías tecnológicas sean las que establezcan la agenda y los temas a tratar en las ciudades actuales, y nos recuerda que todas las grandes tecnológicas están dedicando muchos recursos por conseguir el jugoso pastel de vender productos y nuevos avances a las ciudades. Las ciudades, además, se han vuelto globales, y compiten entre ellas por atraer el capital líquido que no tiene sede; en este afán de competición, es fácil que se dejen seducir por promesas de eficiencia, ecología y modernidad.

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La introducción relaciona tres hechos que sucedieron en 2008: el primero, por primera vez la población urbana del mundo era la misma que la rural, que siempre había sido superior; el segundo, el número de usuarios de internet conectado mediante redes móviles superaba al de usuarios de cable; es decir, internet se usa desde el teléfono portátil, y no desde el de sobremesa; y tercero, la internet de la gente fue substituida por la Internet of Things, un mundo donde todo está, o es susceptible de estar, conectado a internet, es decir, de tener una mente propia. Sigue leyendo «Smart Cities, de Anthony M. Townsend (I)»

III. La metrópolis de los arquitectos. Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier

(Seguimos el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez).

A finales del siglo XIX, el urbanismo (que aún no recibía ese nombre) había quedado en manos de los artistas, a raíz del éxito de Haussmann en París y del movimiento City Beautiful que lo transfirió a Estados Unidos. En 1875, sin embargo, el gobierno de la Alemania preguillermina aprobó una ley que otorgaba a las administraciones públicas la capacidad de aplicar planes reguladores, reconociendo así la capacidad de reacionalización de las ciudades a un espectro más amplio que el de los artistas. Muchos autores afirman que esa fecha es la del origen del urbanismo como disciplina, aunque no fue bautizada como tal hasta la Town Planning Conference de Londres de 1910.

Poco antes, en 1899, Camillo Sitte había publicado Construcción de ciudades según principios artísticos. Las ciudades se habían convertido en nidos enormes de obreros, sucias y sometidas a los dictados de la revolución industrial; los artistas querían cambiar eso, querían embellecerlas (recordemos que es la época en que el Art Noveau recorría Europa). Sitte defendía que la ciudad, además de racional, debía ser hermosa, y que los principios tecnicistas e industriales eran necesarios (no era un utopista) pero que los artísticos debían de ser igual de importantes. Recurriendo, como argumento, a la psicología del espacio, Sitte proponía un retorno a una estética medievalista y pintoresquista, rehuyendo los grandes espacios ortogonales de los bulevares de Haussmann o el Ensanche de Cerdà. Sigue leyendo «III. La metrópolis de los arquitectos. Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier»

Urbanized, de Gary Hustwit

Urbanized es un documental del director americano Gary Hustwit. Forma parte de una trilogía, The Design Trilogy, compuesta por Helvetica (2007), Objectified (2009) y Urbanized (2011), que estudia el diseño industrial, la tipología, la planificación urbana o la arquitectura, cómo se formaron y sus últimas tendencias.

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Urbanized empieza explicando cómo, en las ciudades, cada vez vive una mayor porción de la población mundial (ha alcanzado recientemente el 50% y se calcula que para el 2050 el 70% de la población residirá en ciudades), lo que implica enormes complejidades para cúmulos de habitantes cada vez mayores. Para el 2050, Mumbay será la capital más poblada, con alrededor de 40 millones de habitantes, la misma cifra que Londes y Tokyo… pero en condiciones mucho peores. Sigue leyendo «Urbanized, de Gary Hustwit»

Muerte y vida de las grandes ciudades, Jane Jacobs

Título: Muerte y vida de las grandes ciudades (aunque el original inglés es The Death and Life of Great American Cities).

Autor: Jane Jacobs.

Año de publicación original: 1961.

Edición leída: Capitán Swing, junio de 2013.

Traducción: Ángel Abad y Ana Useros.

Llevaba tiempo interesándome por las ciudades, dando un poco tumbos a distintos temas relacionados con ellas (arquitectura, movimientos de masas y dinámica de fluidos, urbanismo), y Amazon me recomendó este libro, que apunté a la lista. De algún modo, pensaba que sería una especie de lista de casos, hablando un poco sobre cómo habían evolucionado las ciudades americanas siglo a siglo, sacando conclusiones y relacionando cada etapa con un modelo de crecimiento.

Luego encontré este libro, y fue una doble sorpresa. La primera vino por el prólogo: lo escribía Manuel Delgado, que había sido profesor mío en una asignatura llamada Antropología Cultural. Creo que fue allí, en su clase, donde se despertó la curiosidad por el hecho urbano, mientras nos explicaba cómo la sociología había ido entrando, primero en las ciudades, luego en las relaciones entre personas. Recordé también que, además de antropólogo, Delgado se había interesado mucho por el modelo Barcelona y había escrito diversos libros sobre el tema. Indagué un poco, y descubrí que lo que realmente me interesaba de las ciudades era algo llamado Antropología Urbana, aunque no sé si las mayúsculas se las pongo yo para que suene mejor.

La segunda sorpresa de este libro fue, simplemente, leer a Jane Jacobs. Dice Delgado en su prólogo que, en 2009, en una importante página web de Los Ángeles, se pidió a los lectores establecer una lista de los «pensadores urbanos» más influyentes; y ganó una mujer sin formación específica, que no era ni urbanista, ni socióloga, ni estadista, sino una persona que aplicó el sentido común a su visión de la ciudad: Jane Jacobs.

Las ciudades son diversidad, oportunidad y encuentro; ése será el resumen de Jacobs, que hablará de un ballet, de una coreografía nerviosa, de una socialización. Lo resume Delgado en el prólogo, denunciando las masas no urbanas que están brotando en las afueras y alrededores de las grandes ciudades: «Son esas casas unifamiliares aisladas o adosadas en que tiene lugar una vida privada que desprecia la calle como lugar de encuentro, que depreda masivamente el territorio, que abusa del automóvil y para la que los únicos espacios públicos son poco más que los shoppings y las áreas de servicio de las autopistas; morfologías residenciales segregadas y repetitivas que vemos extenderse en las periferias metropolitanas o en núcleos atractores aislados consagrados a la práctica desconflictivizada del consumo y del ocio de masas, que funcionan como colosales máquinas de simplificar y sosegar ese nerviosismo consustancial -como notara Simmel y entendiera tan bien Jacobs- a cualquier definición de la vida urbana.» (p. 19).

Y sigue, en la página 20, argumentando la vigencia de por qué las tesis de Jacobs siguen siendo vigentes, y cómo hoy en día, en muchas ciudades, más que urbanizar se arquitecturiza: «Arquitecturizar el espacio público implica geometrizarlo e instalar a continuación una serie de elementos considerados elocuentes y con cierta pretensión innovadora y creativa -mobiliario de diseño, obras de arte-, no pocas veces encargados a firmas famosas o de prestigio, pero indiferente ya no sólo, como ocurría con el urbanismo clásico, ante las utilizaciones sociales para las que se supone que debería estar dispuesto, sino al entorno mismo en que se imponía una actuación que ni siquiera se tomaba la molestia de invocar teorías o planes generales. Este menosprecio tanto hacia el contexto morfológico como a la vida social han acabado generando intervenciones que pueden no tener nada que ver, incluso resultar cacofónicas, con el marco sociurbano que las rodea, suscitando espacios fragmentados, formalmente arrogantes, extraños entre sí, todavía más insensibles a las necesidades de usuarios y habitantes de lo que lo eran las iniciativas urbanísticas que Jacobs tanto había censurado.»

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