Inter-Acciones: intervenciones en el espacio urbano

El título de esta obra es Inter-Acciones. Prácticas colectivas para intervenciones en el espacio urbano. Reflexiones de artistas y arquitectos en un contexto pedagógico colectivo, editado por Sergi Selvas y Marta Carrasco (edicions Universitat de Barcelona, 2013). Se trata de una recopilación de artículos y reseñas escritos por docentes y alumnos de Arquitectura y Bellas Artes de diversas universidades de Barcelona que llevaron a cabo una experiencia de intercambio y experimentación multidisciplinar. La propuesta consistía en realizar debates y exposiciones, salir a la calle y realizar intervenciones en ella.

La primera parte del libro la componen las reflexiones de los propios alumnos y encontramos desde observaciones puntuales sobre un edificio, una esquina o un pasaje, hasta elaboraciones alrededor del otro, el concepto del espacio público o el encuentro. El problema de estos textos es su brevedad, apenas dos o tres páginas, y el hecho de que no parten de un lugar común, sino que cada autor centra un tema diverso. Por ello, lo presentan y ofrecen unos pocos apuntes biográficos, pero, en general, la lectura es más una presentación que una verdadera reflexión común alrededor un tropos urbano.

La segunda parte presenta las intervenciones que se llevaron a cabo como resultado de los debates y observaciones anteriores. «Cartografías subjetivas», por ejemplo, propone el concepto de «deriva en red» para trazar mapas subjetivos y distintos a los habituales en un barrio cualquiera. El proceso consiste en entrevistar a una persona al azar y, tras indagar en su relación con el barrio, preguntarle por otra persona de ese mismo barrio, a la que entrevistar a su vez. De este modo se traza una red cognitiva y subjetiva que presenta el barrio de forma distinta a las geografías a las que estamos acostumbrados.

La iniciativa nos trae a la mente la propuesta que leíamos hace poco de Neil Smith en Desarrollo desigual de buscar nuevas formas de entender el espacio y donde se refería a las palabras finales de Frederic Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado de trazar «nuevos mapas cognitivos» para entender el espacio, las calles o las ciudades fuera de su lógica capitalista, es decir, alejarnos del espacio como algo producido por el poder para perpetuarse.

De este modo, con esta propuesta podemos entender las diferentes lógicas de representación del barrio de cada individuo (ya sean los recorridos cotidianos, los límites o la extensión de lo que es para ellos el barrio, o los lugares o elementos icónicos clave). (p. 97)

De hecho, esta observación personal de la ciudad tiene mucho que ver con La imagen de la ciudad que los habitantes entrevistados por Kevin Lynch y su equipo se hacían: cuáles son los hitos en los que se fijan para organizar el espacio urbano de la ciudad en el reflejo mental que cada uno de ellos construye de forma subjetiva. Guiada, sí, pautada por las autoridades y los promotores; pero subjetiva al fin y al cabo.

«Álbum familiar del Poble Sec» propone la creación de un álbum de fotos ordenadas temáticamente sin tener en cuenta ni quiénes aparecen en ellas ni el momento en que fueron tomadas, y permite también crear una nueva visión de este barrio de Barcelona a partir de retazos de imágenes que trazan una historia común.

Los tres últimos proyectos, «¿On vas, Navas?», «Meetgera» y «La Charlateneria», se articulan alrededor de un espacio público concreto del barrio, la plaza Navas. El primero busca reivindicar la plaza como espacio común del barrio y lugar de encuentro, y por ello recogieron 30 sillas que los vecinos habían ido abandonando en los conetenedores cercanos y las dispusieron libremente para los vecinos, huyendo de la necesidad de consumir en terrazas privadas y proponiendo un lugar de reunión. «Meetgera» intervino los espacios públicos aquejados de «arquitectura hostil«, es decir, los bancos preparados para uso individual, y, usando un poco de cinta adhesiva, trazaron nuevos espacio (por ejemplo, simular que tras el banco se levantaba el dosel de una cama de matrimonio o las formas de un comedor), invitando a los paseantes a usar esos espacios de soledad como parte de su propio hogar. Finalmente, «La Charlateneria» trajo un carrito de desayuno a la plaza y ofrecía un té gratuito a todo aquel paseante que lo quisiese a cambio, únicamente, de sentarse en las sillas que habían dispuesto y charlar con quienes allí hubiese, «abriendo un canal de comunicación entre desconocidos que se hace visible para los vecinos» (p. 107)

¿Por qué no nos dejan hacer en la calle?, GEA ‘La Corrala’

¿Por qué no nos dejan hacer en la calle? [Prácticas de control social y privatización de los espacios en la ciudad capitalista] forma parte de una trilogía escrita por el Grupo de Estudios Antropológicos ‘La Corrala’, sito en la ciudad de Granada y formado por Ariana Sánchez Cota, Esther García García y Juan Rodríguez Medela. La primera obra fue Aprendiendo a decir NO. Conflictos y resistencias en torno a la forma de concebir y proyectar la ciudad (Rodríguez y Salguero, 2009), donde ya reflexionaban sobre la construcción capitalista que se hace de la ciudad mediante la expulsión de los habitantes originales de los barrios que pueden situar a Granada como destino turístico o potenciar su marca de ciudad. La segunda, Transformación urbana y conflictividad social. La construcción de la Marca Granada 2013-2015 (Rodríguez y Salguero, 2012) ahondaba en el mismo tema pero se centraba en los cambios más evidentes a raíz de la celebración de megaeventos culturales.

En esta tercera obra (2013), los autores se centran en la ordenanza municipal que se aprobó en la ciudad el año 2009 y que seguía los pasos de la que fue pionera en el Estado español en aprobar su propia ordenanza: Barcelona (2006). El caso de Barcelona fue sonado pues su nueva normativa prohibía actos tan baladíes como el de ir sin camiseta por la calle (pues los turistas daban mala imagen), beber alcohol en lugares públicos (ojo: salvo terrazas o cualquier otro lugar sancionado, a ello llegaremos luego), mendicidad, prostitución y tantas otras. Tras el de Barcelona, muchas otras ciudades fueron aprobando sus propias normativas hasta el extremo de que la Federación de Municipios aconseja a todos que lo hagan y ofrece en su página web un modelo estándar para iniciarse.

En la Ordenanza de convivencia de Granada, en vigor desde 2009, aparecen de forma recurrente las nociones de « democracia», «ciudadanía» y «espacio público» sin definir y explicar qué se entiende por cada una de ellas, de manera que parecieran términos absolutos, neutrales y objetivos, cuando de hecho no lo son.

(…) Nuestra propuesta establece que dicha Ordenanza oculta las posibles divergencias que podrían surgir -y que de hecho surgen- en torno a las nociones de ciudadanía y espacio público, a la vez que niega otras maneras de entender qué significa ser ciudadano y espacio público, con la finalidad de otorgar un significado hegemónico y dominante, que permita legislar desde presupuestos de tolerancia cero, aquellas conductas que se relacionan con el desorden social como equivalente a la delincuencia. (p. 21)

La política de la ‘tolerancia cero’ se puede situar en Nueva York en los años 80 y partiría de la teoría de las ventanas rotas de la que hablamos a propósito del libro Metrópolis de Jerome Charyn. Ciertos psicólogos observaron que, si la ventana de un edificio estaba rota, y seguía rota días y días, «incitaba» al delito en los paseantes; es decir, se sobreentendía que nadie se preocupaba por ese lugar y, por lo tanto, que no pasaba nada por romper otra ventana. A partir de ahí, los delitos aumentaban: se rompían ventanas, se vandalizaba el lugar, se okupaba. Los estudias hablaban del umbral de delincuencia: lo fácil o difícil que era cometer un delito en función del contexto.

En la Nueva York de los 80, una ciudad casi en bancarrota y con los servicios sociales bajo mínimos, el metro estaba lleno de pintadas y se percibía como un lugar de delincuencia. Por ello, siguiendo la teoría anterior, se le dio un lavado de cara y los crímenes se redujeron. A partir de ahí se aplicó la misma doctrina en las calles: que ningún crimen, aunque fuese menor, quedase sin castigo, por lo que se aumentó la presencia policial y se redujeron los trámites necesarios para imponer sanciones. Aún más: fuera de las calles toda persona sospechosa; y a partir de ahí se criminalizó a drogadictos, prostitutas, vagabundos, extranjeros.

Ésa es la idea de espacio público que se trata de imponer desde entonces: el de un lugar homogéneo, una ágora entre iguales donde la urbanidad se lleva a cabo envuelta en civismo y respeto, como ya denunciaba Manuel Delgado en el vídeo Espacio público y exclusión social.

De este modo, se promueve cada vez más la transformación del espacio público en propiedad; se afirma que determinados grupos y determinadas acciones producen conflictos, y se niega la posibilidad de que dichos grupos estén reconocidos como interlocutores válidos en el debate.

(…) Al presentar el espacio público como un espacio armónico anterior, parecería que estos grupos no pertenecieran de manera natural al mismo, sino que fueran portadores del conflicto. Esta asociación estereotipada y estigmatizante sirve a las instituciones y a los medios de comunicación de masas para focalizar la acción sobre ellos, con el objetivo de que el espacio público pueda recuperar esa presunta plenitud perdida. (p. 28)

Los ejes sobre los que se centró la Ordenanza en el caso concreto de Granada fueron el botellón, la prostitución, la presencia de gitanos rom en algunos lugares de la ciudad, la mendicidad, los graffiti y la venta ambulante. En todos estos casos se usó la connivencia con los medios de comunicación para crear una alarma social, dar a entender que existe un problema y que éste es insoluble y que, por lo tanto, la única forma de capearlo es imponer sanciones. En todos los casos, sólo se consigue sancionar el hecho y apartarlo del centro de la ciudad, no impedirlo. Los ejemplos son múltiples: los botellones, que se expulsan hacia las afueras; o la prostitución, que al ser sancionadas tanto las trabajadoras como los clientes simplemente se desplazó hacia zonas más peligrosas.

El objetivo de la Ordenanza no es tanto que la policía disponga de una normativa que le permita sancionar distintos hechos, sospechosos de no comulgar con la idea institucionalmente establecida de espacio público, sino sobre todo cambiar la propia concepción del espacio público, conseguir que la ciudadanía interiorice esa nueva concepción. Por ejemplo: en Barcelona está terminantemente prohibido, y muy sancionado, orinar en la calle. Y, sin embargo, jamás se han instalado baños públicos, obligando a todos los habitantes que tengan dicha necesidad a consumir en un espacio privado para poder usar sus instalaciones. O los usos de las playas, donde el baño y la masificación veraniegas son bienvenidas, pero el ocio nocturno o beber en la arena están prohibidos; y se habla entonces de desperdicios y la cantidad de dinero necesario para limpiar las playas. Hay usos que las autoridades permiten; y otros que condenan.

Pero las multas no son el único medio para imponer el uso estándar del espacio público. La instalación de cámaras, la destrucción de escalones para convertirlos en rampas e impedir que los jóvenes se sienten en ellas, los bancos individuales que promueve la arquitectura hostil o programar la limpieza con mangueras de las plazas a las horas de máxima afluencia de la juventud (para que no puedan sentarse en el suelo mojado) son otras formas de imponer esa concepción unívoca que huye del conflicto y que se niega a entender que eso, el conflicto, la pugna por la posesión del espacio y por su uso, forma parte del derecho a la ciudad y es la base de las calles.

El espacio público: ciudad y ciudadanía, Jordi Borja y Zaida Muxí

En 2019 se creó un nuevo espacio verde en la ciudad de Barcelona: el parque de les Glòries.

Situado en una zona de gran paso de vehículos, donde confluyen líneas de metro y tranvía, junto a la famosa Torre Agbar y el Museo del Diseño, junto al centro comercial del mismo nombre, su presencia ayuda a oxigenar una zona densa y rica en transeúntes, bicicletas, paseantes y personas atareadas.

Y, sin embargo, lo que podría ser una maravilla… acaba siendo el enésimo ejemplo de por qué Barcelona es una ciudad para fotografiar y en la que soñar, pero no en la que vivir.

El parque se divide en diversas zonas. Una enorme claro lleno de hierba, redondo, sin árboles ni sombra, preside el espacio. Se accede a él por cinco puentes que atraviesan un pequeño… ¿riachuelo?, ¿estanque circular?, ¿foso del castillo?, de unos dos metros de ancho. Alrededor del claro hay un camino de arena por el que uno puede pasear y en el que abundan bancos individuales y tumbonas, también individuales, todos ellos clavados al suelo. Hay pista de baloncesto, zona para que los perros jueguen y se alivien y, en fin, todo lo que uno pueda desear.

Salvo la posibilidad de hacer lo que a uno le venga en gana.

Si quiere usted sentarse a charlar, los bancos, cada uno en una orientación distinta, se lo pondrán difícil; amén de que sean ustedes más personas que el número de bancos disponibles, pues sentarse en ese suelo polvoriento no invita. Si quiere usted hacer un picnic o tumbarse a la sombra, ¡mal!, pues el claro interior exige que se tumbe usted al sol y disfrute de la mirada de todos los paseantes. Si quiere usted jugar a pelota en el claro, ¡vigile!, pues el foso húmedo aguarda a niños incautos que no tengan la suficiente precisión al chutar. Y, por supuesto, las zonas de vegetación están debidamente amuralladas, pues en ellas crecen unos tipos de plantas que requieren de unas condiciones especiales y sólo las fuerzas de jardinería pueden acceder allí. Es decir: que son para contemplar y fotografiar, no para hundirse en ellas y disfrutar de la sombra o la humedad.

Dicho de otro modo: puede usted hacer lo que quiera… siempre que sus planes coincidan, exactamente, con lo que las autoridades han dispuesto que sea este parque. Y, si lo hace con una sonrisa y lo publica en sus redes sociales, ¡mejor!, pues ése es el objetivo del parque: transmitir felicidad. Que no crearla.

Algo similar nos sucede con la lectura de El espacio público: ciudad y ciudadanía, de Jordi Borja y Zaida Muxí. En todo momento se habla del espacio público, de lo que aporta, de cómo debe ser, de cómo las autoridades deben tener en cuenta a las minorías, a las mujeres, ¡pobres mujeres!, a los ancianos, a los niños, a los inmigrantes y a todo posible ente dispar. Se reclama el derecho a la visibilidad, se reclama que se hagan hermosas las zonas periféricas de las ciudades, que se instalen monumentos por doquier.

En ninguna de sus páginas, sin embargo, se ofrece la posibilidad de que la gente haga lo que le venga en real gana en las calles. Durante toda la lectura no deja de venir a la mente la distinción que hacía Manuel Delgado al decir que eso del espacio público no es más que una invención de urbanistas y que ninguna madre le ha dicho jamás a su hijo que se vaya a jugar al espacio público, sino: «anda, vete a la calle». Estamos hablando de calles. Del espacio que uno transita para ir a trabajar, estudiar, comer, pasear o comprar drogas. Hasta irse de putas, si uno está por ello. Independientemente de que lo defendamos o lo defenestremos en el blog, por ahora hay putas y por ahora hay puteros.

Las calles no son una entelequia ideal que debe estar medida, organizada, reglada y automatizada. Son lugares de conflicto, tránsito, experimentación y aprendizaje. Y le van a hablar mal, oiga. Y oirá usted música que no desea oír, conversaciones en las que no desea participar y trapicheos de los que preferiría no saber nada. Cualquier pretensión de que son las autoridades quienes deben velar por el espacio público o imponerlo es errónea porque supone que los ciudadanos son niños que no saben lo que quieren.

Ah, eso sí: éstos pueden opinar, siempre que sientan la necesidad de hacerlo, aclara el libro. Ojo: pero deben ser suplicantes ante las autoridades, que ya se preocuparán de velar por su bienestar.

Sorprende que se glose tanto el modelo Barcelona cuando ya se ha hablado (en el blog reseñamos a Manuel Delgado pero hay tantas otras voces) de que, en realidad, lo que le ha sucedido a la ciudad condal es que se ha puesto guapa para que la visiten… a costa de empeorar la calidad de vida de sus ciudadanos. Las tan mentadas Ramblas, el paseo de las flores, es un canal de turistas que todo habitante de la ciudad rehuye, como lo son las cercanías de la Sagrada Familia o el Maremágnum.

Hay voces críticas en este libro, eso sí. La primera parte es una reflexión teórica de Jordi Borja donde, como es habitual, mezcla la descripción de la ciudad con lo que él cree que debería ser su espacio público. «El espacio público es el espacio de la representación, donde la sociedad se visibiliza», empieza. «Barcelona es el modelo en el cual se apoyan precisamente The Economist y muchos otros expertos, publicistas, responsables políticos, etc., para atribuir el renacimiento de la ciudad a la política de espacios públicos», dice a las pocas páginas.

Del mismo modo que Harvey denunciaba cómo la ciudad de Baltimore aparecía en todos los ránkings de bienestar y ciudades a visitar y, sin embargo, su calidad de vida no dejaba de disminuir y sus habitantes sufrían proceso de expulsión tras proceso de expulsión, Borja loa Barcelona sin tener en cuenta los efectos de su embellecimiento sobre la población. Sí es cierto que el libro es del año 2001, cuando Barcelona se consideraba en la cúspide y las voces críticas eran menos abrumadoras que hoy en día, en que la percepción de que todo fue la creación de un simulacro es más que evidente.

Aún así, al César lo que es del César: Borja denuncia todos los efectos nocivos que el espacio público puede sufrir en nuestros días: privatización, simulacro, mercantilización, segregación, zonificación, efectos del automóvil, por decir los principales.

La segunda parte detalla ejemplos de remodelaciones y construcciones urbanas y, aquí sí, hallamos algunas voces críticas, aunque pocas. La de Zaida Muxí, sobre todo, denunciando los nuevos espacios que parecen públicos pero no lo son, como el Maremágnum, lo que enlazaría con la remodelación de los frentes portuarios en lugares de ocio y consumo, como Baltimore y tantos otros (que en su momento García Vázquez bautizó como «rousificación», por el nombre del principal promotor de Baltimore en remodelar el Inner Harbour); y también Muxí denuncia Diagonal Mar y cómo es vergonzoso que una ciudad mediterránea, caracterizadas por la diseminación de sus ciudadanos por todo espacio limítrofe y poroso, permita que sus calles se privaticen (los parques que rodean los rascacielos de esa zona tienen vallas y se cierran por la noche para uso exclusivo de los habitantes adinerados de la zona; la idea original del plan urbanístico era que esos parques estuviesen siempre cerrados y accesibles sólo a los residentes). También la denuncia de Carme Ribes y Joan Subirats sobre la destrucción del Barrio Chino para convertirlo en El Raval, donde por un lado reconocen los aciertos del proceso pero por el otro no dudan en denunciar los sinsentidos, la privatización, los desmanes de la autoridad al destruir sin necesidad zonas enteras o la incertidumbre de unos espacios abiertos en un barrio que, veinte años después, ha seguido gentrificándose.

«Cultura colectiva y espacio público urbano», Ash Amin

Cultura colectiva y espacio público urbano es un breve texto del geógrafo Ash Amin publicado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en 2008 como adelanto del primer capítulo del siguiente libro del autor. En el artículo, Amin reflexiona sobre la importancia que siempre se ha atribuido al espacio público en cuanto a su papel en la formación y desarrollo de la formación política de los ciudadanos.

«Hoy en día, los espacios de formación civil y política son plurales y están muy repartidos. Las prácticas civiles -y la cultura pública en general- se forman en circuitos de flujos y asociaciones que no se pueden reducir al ámbito urbano (…) y menos aún a los lugares particulares de encuentro dentro de la ciudad.» Los medios de comunicación, otros ámbitos políticos y sociales, como la escuela o las relaciones con el estado, se han convertido en espacios de formación política, por lo que «la dinámica de la reunión en las calles, plazas, parques, bibliotecas (…) es más probable que se interprete en términos de su impacto sobre las culturas del consumo, las prácticas de la negociación del entorno urbano y la respuesta social a la alteridad anónima que en términos de su centralidad a la hora de dar forma a la cultura civil y política» (p. 7).

Tras ciertas reflexiones, Amin acaba concluyendo que «es un salto demasiado grande asumir que unos espacios públicos más vibrantes e inclusivos en la ciudad mejorarán la democracia urbana» (p. 11). Nos parece que Amin confunde y mezcla término distintos. Recordemos las palabras de Sharon Zukin que leímos hace nada, en The Cultures of Cities, y cómo Bryant Park de Nueva York había sido modificado de tal manera que ahora, con sus BIDs (bussiness-improvement-district), su vigilancia privada, sus vallas y su configuración del espacio, era ocupado a menudo por una clase media o bien ociosa, o bien disfrutando de su pausa del trabajo en tanto que clase creativa. Mientras que una clase de menor poder adquisitivo era expulsada a un parque cercano, éste aún sin domesticar, donde, simplemente, se sentían más cómodos. Es a esta segregación a la que hacían referencia Jane Jacobs o Sharon Zukin, por ejemplo, al hablar del empobrecimiento de la vida urbana: cuando las personas sólo se relacionan, o lo hacen más a menudo, con aquellas que se les parecen, erradicando la exposición a la diferencia o potenciándola, de modo que «el otro» es cada vez un espacio más amplio que engloba a todo el que no sea como «nosotros» y que provoca miedo y cambiar de acera.

Y no: espacios más diversos no mejoran la cultura política ni civil, pero espacios menos diversos la empeoran definitivamente.

Amin destaca cuatro palabras clave en referencia al espacio público:

  • la multiplicidad, y destaca que la pretensión de abrir un espacio a todos «es dejar que prevalezcan las prácticas que pueden servir a los intereses de los poderosos, los amenazantes y los intolerantes» (p. 30), por lo que concluye que, en ocasiones, por el bien de mantener esta multiplicidad, hay que restringir algunos espacios a colectivos determinados; algo en lo que, por supuesto, no estamos de acuerdo;
  • la solidaridad simbólica se refiere a conceder un uso predominante del espacio bien a colectivos marginales, bien, por ejemplo, a proyectos artísticos, con el objetivo de promocionar visiones alternas y diversas del espacio público;
  • la convivencia se refiere a un acceso igualitario a los recursos de la ciudad y la negociación de ellos que realizan los diversos actores;
  • el mantenimiento tecnológico, finalmente, se refiere a la propia instalación física que sostiene la ciudad; aunque Amin no acaba de dejar claro el concepto y en él incluye, por ejemplo, las cámaras de reconocimiento facial o las conexiones a internet pero también la forma en que Londres reaccionó (rápidamente) a los atentados del 7J y la forma en que Nueva Orleans reaccionó (lenta y evidenciando los muchos problemas previos de inversión) a la catástrofe del Katrina; lo que tampoco nos parece un ejercicio comparable, aunque es interesante el concepto de «tecnoestructura urbana» (p. 38).

En las conclusiones al artículo, sin embargo, Amin se posiciona prácticamente en contra de todo lo que ha argumentado:

Es necesario hacer una reserva final. Pese a que he discrepado de la opinión de que el espacio público urbano es un espacio de formación política y reconocimiento humano, he coincidido en el hecho de que sigue siendo un espacio civilizador importante. (p. 43)

(…) las ciudades se están convirtiendo en ecologías del excedente que sólo pueden producir una política del más apto, en que la colisión de cuerpos en el espacio público está reducida a un juego de apropiaciones de los bienes comunes, basado en las patologías de la envidia, la sospecha y el resentimiento. (p. 44)

(…) Las personas deben entrar en el espacio público como ciudadanos legítimos, con la seguridad del acceso a los medios de vida, la comunicación y la evolución. Sin estas garantías, sometidas en la actualidad a la dura prueba de la sociedad de mercado y las formas relacionadas de corporativismo, las intervenciones en el espacio público no serán más que pequeños ajustes marginales. (p. 45)

Si precisamente estas prácticas son las que denunciaban, puede que no Jane Jacobs, porque son previas a su era, pero sí Sharon Zukin, Richard Sennett, Zygmunt Bauman o David Harvey, ¿cuál era el argumento original de Amin?

The Cultures of Cities (II)

Las culturas se forman como negociación entre los objetivos empresariales y la voluntad de los distintos grupos sociales; esa era la premisa de la socióloga Sharon Zukin que vimos en la primera entrada de The Cultures of Cities, un libro del año 1995 que estudia la formación de las diversas culturas en el espacio público de las ciudades. El primer capítulo acababa con la duda de cómo se forman algunos de los paisajes específicos del poder, por ejemplo Disney World o el Museo de Arte Contemporáneo de Massachussets, a los que Zukin dedica los capítulos segundo y tercero.

The landscape of Disney World creates a public culture of civility and security that recalls a world long left behind. There are no guns here, no homeless people, no illegal drinks or drugs. Without installing a visible repressive political authority, Disney World imposes order on unruly, heterogeneous populations -tourist hordes and the work force that caters to them- and makes them grateful to be there, waiting for a ride. (p. 52)

Disney World crea una representación de un lugar idílico (por eso Eco o Baudrillard hablan de «simulacro») para «las clases medias que han escapado de las ciudades a los suburbios». Es la ciudad que nunca podrá ser; recordemos que en Florida existe Celebration, una ciudad (comunidad) construida para aparentar ser la típica ciudad de los años 50 donde todo es hermoso. Como allí, en Disney World los trabajadores simulan ser parte del escenario, actúan para no romper el espejismo; y toda tarea ingrata, como la recogida de basuras, es cubierta bajo un manto de apariencias para que el espectador, que ha pagado su entrada para estar allí, no sea perturbado por la realidad.

The production of space at Disenyland and Disney World creates a fictive narrative of social identity. The asymmetries of power so evident in real landscapes are hidden behind a facade that reproduces a unidimensional nature and history. This is corporate, not alternative, global culture, created in California and replicated in turnkey «plants» in Florida, Japan, and France. We participate in this narrative as consummers. (p. 59)

En Disney World todo es lo que parece; es más, las cosas son más reales de lo que son en realidad, porque se han convertido en simulacros de sí mismas y forman parte de la hiperrealidad (Baudrillard): un castillo alemán es hermoso y nítido, mucho más que en la realidad, completamente desgajado de la significación del imperio prusiano que lo vio nacer en primer lugar; pura apariencia sin contexto.

Disney World: un lugar horrendo, afirman todas nuestras lecturas.

El tercer capítulo reflexiona sobre la construcción de un museo internacional en un lugar regional, casi rural: el Massachussets Museum of Contemporary Art en North Adams. ¿Cuál es el lugar de un museo internacional en un contexto mucho más pequeño? Desde el Guggenheim en Bilbao, y mucho antes, se ha usado la cultura como forma de situar un lugar específico en el mapa. Sin embargo, ¿es el MASS MoCA lo que necesitaba un lugar como North Adams? Esta pregunta sirve a Zukin para entrar en una reflexión sobre los contextos y el papel del arte.

Este mismo lo explora en el capítulo siguiente en un contexto mucho más urbano: el de Nueva York. La percepción de la cultura sufrió un cambio alrededor de los años 70: hasta entonces se consideraba una distracción, un lugar o actividad elegante al que acudir en ocasiones; un «fait accompli». Hoy en día es una herramienta que usan las ciudades para construir y configurar su imagen, a menudo con intereses comerciales o turísticos en mente. «Culture is both a commodity and a publig good, a base -though a troubling one- of economic growth, and a means of framing the city.»

La reevaluación inmobiliaria del barrio de SoHo a partir de la llegada masiva de artistas a sus lofts y la posterior gentrificación que sufrió la zona fueron un indicador de que las cosas estaban cambiando. Los museos se sumaron a la nueva ola, reconvirtiéndose en lugares de atracción de clases medias acomodadas (o clases culturales) al mismo tiempo que pregonaban abrirse a nuevas culturas y etnias. «On this point, the symbolic economy is consistent: the production of symbols (more art) demands the production of space (more space).» Los museos se convierten en polos de atracción de la ciudad (Viena o Berlín con la isla de los museos; y, por supuesto, el Louvre, el Británico, el MoMA o el Ermitage, por citar sólo algunos).

De ahí se pasa a percibir la propia ciudad como un museo, una muestra de la arquitectura y hasta la forma de vida de la antigüedad. En Nueva York existe una comisión que decide qué edificios es necesario salvaguardar (al menos, sus fachadas) debido a su interés visual y arquitectónico. Sin embargo, esta elección nunca carece de ideología y la mayoría de edificios catalogados son de clases medias o altas, dejando de lado, por ejemplo, el edificio en el que fue asesinado Malcolm X, relevante para los negros de la ciudad, pero no para las clases dominantes. Es la denuncia de Manuel Delgado que hemos recordado a menudo en el blog: Barcelona se reconstruyó a sí misma para mostrar con orgullo la historia de su burguesía, las Ramblas, el Liceo, el Paseo de Gracia; pero ha luchado con denuedo por esconder la historia de sus luchas y revoluciones obreras, de la explotación industrial o de los barrios más humildes, completamente saneados.

El quinto capítulo es un estudio sobre la segregación racial en los restaurantes. A menudo los puestos menos agradecidos los ocupan inmigrantes, algo que sólo ha hecho que empeorar en las tres décadas desde el estudio. Queda pendiente en el libro una reflexión sobre la situación social de los mismos: lugares de reunión y donde cerrar negocios, sin duda, y también donde ver y ser vistos. Pero convertidos hoy en otro polo de atracción de las ciudades, que presumen de las estrellas Michelin que ofrecen como de un activo más de la ciudad.

El sexto capítulo reflexiona sobre la importancia del acto de comprar en las ciudades. Recordemos que Hannerz destacaba el tráfico y la compra como las dos actividades habituales de las personas en sus entornos cotidianos que más realzaban el aspecto urbano: el tráfico, por la colisión con una gran cantidad de desconocidos que comparten, o conocen, unas reglas comunes; y la compra, por cómo en ella están implícitos los medios de producción y diferenciación laboral. Zukin reflexiona acerca de la figura del flâneur, que no deja de ser hombre, burgués e «imperialista» (por cómo ve el exotismo en todas las piezas llegadas de allende que se exhiben en los grandes almacenes). Luego compara las memorias de infancia de Walter Benjamin, Kate Simon y Alfred Kazin. En ellas siempre hay un lugar concreto donde se llevaban a cabo las compras familiares, el día a día, a pesar de las distinciones de etnia, clase y raza entre los tres autores. Zukin lamenta la lenta disolución del pequeño comercio en ramas o franquicias de otras grandes empresas a medida que la ciudad va cobrando mayor peso en representatividad y se ofrece como lugar de turistas o clases altas, y no como residencia a clases medias o incluso bajas. Lo denunciaba también Ian Brossat al hablar de la uberización de París.

El último capítulo, a modo de conclusión, reflexiona sobre el concepto de espacio público, en tanto que «lugar abierto a todos» o incluso el marco que permite contemplar la ciudad. Dice Zukin que el postulado con el que Manuel Castells inauguró la nueva sociología urbana de los 70 («there is no urban society separate from the capitalist economy») puede ahora ser reinterpretado como «There is no separation between modernism and urban culture», entendiendo «modernism» como la nueva forma de producción de la la economía simbólica.

There are many different «cultural» strategies of economic development. Some focus on museums and other large cultural institutions, or on the preservation of architectural landmarks in a city or regional center. Other call attention to the work of artists, actors, dancers, an even chefs who give credence to the claim that an area is a cener of cultural production. Some strategies emphasize the aesthetic or historic value of imprints on a landscape, pointing to old battlegrounds, natural wonders, and collective representations of social groups, including houses of worship, workplaces of archaic technology, and even tenements and plantation housing. While some cultural strategies, like most projects of adaptative reuse of old buildings, create panoramas for visual contemplation, others, like Disney World and various «historic» villages, establish living dioramas in which contemporary men and women dress in costumes and act out imagined communities of family, work, and play. The common element in all these strategies is that they reduce the multiple dimension and conflicts of culture to a coherent visual representation. (p. 271)

Acabamos donde empezamos la reflexión en la primera entrada: con la formación de las culturas urbanas.

I began this work by assuming that the meanings of culture are unstable. I am not saying that the term «culture» has many meanings. (…) I mean, rather, that culture is a fluid process of forming, expressing, and enforcing identities, whether this are the identities of individuals, social groups, or spatially constructed communities. (…)

If we apply to cities a sense of culture as a dialogue in which there are many parts, we are forced to speak of the cultures of cities rather than of either a unified culture of the whole city or a diversity of exotic subcultures. It is not multiculturalism or the diversity of cultures that is to be grasped; it is the fluidity, the fusion, the negotiation. (p. 290)

The Cultures of Cities, Sharon Zukin

Sharon Zukin, socióloga americana, es una vieja conocida de este blog por su primera obra, Loft Living, de 1982. En ella, Zukin vinculaba el proceso de la gentrificación con el «modo de producción artístico», es decir, con lo que hoy llamaríamos una «clase creativa«, por entonces reducida a artistas y propietarios de galerías, que encontraban en las zonas desindustrializadas de la Nueva York de los 60 y 70 precios muy asequibles donde instalar sus estudios y convertirlos también en residencias. De este modo nació la cultura del loft, espacios amplios y llenos de luz que habían sido diseñados como lugares industriales y talleres textiles y ahora reconvertidos en estudios contestatarios. A medida que los artistas y los pioneros (en lo que Neil Smith llamó «la cultura de la frontera«) se mudaban a estos barrios, sus calles marginales y sus negocios semiabandonados fueron floreciendo y se llenaron de cafeterías, tiendas de vinilos, moda alternativa o lo que, en definitiva, la propia Zukin denonimó «pacificación por capuccino». Paradójicamente, cuando el barrio ya se había gentrificado y las clases bajas habían sido completamente substituidas por las élites, los propios pioneros debían abandonar el barrio que habían ayudado a pacificar, pues ya no podían hacer frente a las nuevas rentas. Es el proceso de la gentrificación.

En su siguiente obra, Landscapes of Power (1991), Zukin estudió la influencia sobre el territorio de lugares muy concretos del capital: por ejemplo, el complejo industrial de Henry Ford en Detroit o Disneyworld, y cómo estas industrias generan un espacio específico e incluso un modo determinado de vivir.

En su tercera obra, la que nos atañe, The Cultures of Cities (1995), Zukin lleva la investigación de la cultura a territorio urbano. ¿Cómo se construye el significado cultural en las ciudades, quién decide qué símbolos deben ocupar cada espacio, cómo se distribuyen y negocian los diferentes grupos sociales sus espacios o la interpretación de cada uno? El libro se divide en 7 capítulos: el primero, a modo de introducción, que reflexiona sobre el choque de distintas visiones culturales en la ciudad; el segundo, sobre Disney World; el tercero, la significación de un museo «internacional» en un espacio regional; el cuarto, la relación entre (alta) cultura y espacio público; el quinto, la idiosincrasia (étnica, económica, cultural) de los restaurantes en Nueva York; el sexto, el acto de ir de compras en la ciudad; y el séptimo, a modo de conclusión, sobre la cultura pública y el rumbo de las ciudades.

Si hay algo que le podemos reprochar al libro, es, tal vez, haber sido escrito en un periodo de transición. Desde las crisis económicas de los 70 y el inicio de la reducción del estado del bienestar, las ciudades quedaron algo abandonadas sin saber qué rumbo tomar. Ya no eran los nodos de la industrialización de Occidente, ya no eran la residencia de los obreros que iban a las fábricas situadas en el extrarradio; tuvieron que encontrar un nuevo sentido y lo hicieron convirtiéndose en nodos globales de la nueva economía de servicios. De ahí surgen la gentrificación, la museificación, la conversión de los espacios públicos en lugares amables para las nuevas clases creativas, la progresiva disneyficación de las millas de oro de las ciudades, convertidas en parques temáticos vendidos al consumo o en centros comerciales semiprivados en calles de titularidad pública. Estos procesos empezaron en las grandes capitales, como Nueva York, y de ahí se han ido diluyendo al resto de ciudades, sino mundiales, sí occidentales. Este proceso aún estaba a medias en los años 90, y de ahí parece surgir la indefinición de Zukin: da apuntes de lo que está pasando, pero no acaba de desgranar una tesis de todas esas observaciones. Concibe la cultura como una negociación colectiva, que lo es, claro, pero también es en gran medida una imposición cultural y, sobre todo, económica. En los últimos párrafos del libro alude a Lefebvre y su distinción entre la práctica espacial, la representación del espacio y los espacios de representación en La producción del espacio. El filósofo francés lo dejó claro: los espacios son producidos y lo son mediante la ideología imperante en una época. Nuestras ciudades son el resultado de una hegemonía capitalista, en concreto, neoliberal o dedicada a los servicios; y, si existen espacios alternativos, es debido a las posibles resistencias a esa imposición.

These days, when culture industries and cultural institutions are so openly market driven, the power to frame things simbolically is taken to be a form of material power. But we shouldn’t jump to the conclusion that the producers of symbols (artists, architects, designers) have much power. As in any other market economy, framers wield more power than producers. Those who deal out the symbols (the Disney Company, BIDs, museums) are in control. Like any hegemonic power, however, the power of vision depends on a dynamic mobilization of fresh talent, new symbols and different publics. (p. 292)

«Muchos teóricos dicen que los espacios urbanos sólo se pueden interpretar desde una variedad de puntos de vista, ninguno de los cuales es más autoritario, o correcto, que los otros. (…) Lo que para unos es «cultura», para otros es «represión». A lo máximo a lo que llega Zukin es a admitir que «todos los espacios públicos están influenciados por la economía simbólica dominante» y a la disolución que estaba sufriendo el espacio de las ciudades mediante el asedio de las grandes corporaciones y el rumbo hacia el consumo. No sabemos si se debe a la fecha de publicación o a la propia visión de la autora, pero se echa de menos una visión más crítica con la hegemonía capitalista.

Para empezar con la lectura del libro, habría que definir qué es cultura. Es un término ambiguo: por un lado están las actividades «culturales»: teatro, exposiciones, museos, ¿restaurantes? Por el otro, «la cultura es también un modo de control de las ciudades»: «define quién pertenece a cada lugar específico». Pero también es la representación de la identidad de cada grupo.

Controlling the various cultures of cities suggested the possibility of controlling all sorts of urban ills, from violence and hate crime to economic decline. That this is an illusion has been amply shown by battles over multiculturalism and its warring factions -ethnic politics and urban riots. Yet the cultural power to create an image, to frame a vision, of the city has become more important as publics have become more mobile and diverse, and traditional institutions -both social classes and political parties- have become less relevant mechanisms of expressing identity. (p. 3)

Sin embargo, una buena definición que aproxima Zukin es «una abstracción para cualquier actividad económica que no cree productos materiales como acero, coches u ordenadores». «La cultura es un sistema de producción de símbolos, cualquier mecanismo diseñado para conseguir que la gente compre un producto se convierte en industria cultural». Zukin explica la broma de Daniel Bell sobre un trabajador de un circo que recogía las heces de los elefantes y defendía que formaba parte de la «industria del entretenimiento»; algo similar sucede con la industria cultural hoy en día.

Con esa definición de cultura en mente, a menudo las élites se han apropiado de espacios públicos para destinarlos a fines comerciales o «culturales»: museos a cual mayor, paseos marítimos reconvertidos en centros de ocio. En tanto que las ciudades se convierten en receptoras de artistas y personas tratando de encontrar un lugar en esa industria cultural, a menudo se dedican a otras tareas mientras esperan «su» momento; lo cual da lugar a hordas de camareros (en los 90) o repartidores (hoy en día) que no lucharán por sus condiciones laborales ni se afiliarán a un sindicato porque no perciben que su profesión actual sea algo permanente, lo que repercute en un empeoramiento de las condiciones laborales del sector.

Linking public culture to commercial cultures has important implications for social identity and social control. Preserving an ecology of images often takes a connoisseur’s view of the past, re-reading the legible practices of social class discrimination and financial speculation by reshaping the city’s collective memory. Boston’s Faneuil Hall, South Street Seaport in New York, Harborplace in Baltimore, and London’s Tobacco Wharf make the waterfront of older cities into a consumer’s playground, far safer for tourists and cultural consumers than closed worlds of wholesale fish and vegetables dealers and longshoremen. (p. 19)

En aras de la seguridad, se crean espacios de consumo liberados de toda persona cuya visión suponga una amenaza o atente contra la «pacificación de clase media». El ejemplo que da Zukin es Bryant Park de Nueva York, que fue vallado y vigilado por protección privada para garantizar que unas clases medias asépticas y controladas siempre lleven a cabo actos propios de su condición. La prostitución, venta de drogas e incluso la presencia de toda persona «sospechosa» son motivo de expulsión de ese lugar saneado, algo vinculado a la gentrificación y el aumento de los precios inmobiliarios en la zona pero también a la expulsión de las clases bajas cada vez a zonas más alejadas de la ciudad. «Central Park, Byrant Park, and the Hudson Iver Park show how public spaces are becoming progressively less public: they are, in certain ways, more exclusive than at any time in the past 100 years.»

Esto se debe en gran medida a las asociaciones privadas o semiprivadas que gobiernan los parques públicos en la ciudad de Nueva York. Debido a la reducción del gasto público en las ciudades, los servicios esenciales quedaron al mínimo (limpieza, seguridad, etc.), por lo que una forma de recaudar dinero fue abrir las puertas a la inversión privada o rentabilizar partes de esos parques con restaurantes o exposiciones. Dichas asociaciones («corporations») buscan un lugar seguro, donde clases medias y altas puedan pasear y consumir, pero el efecto es la reducción de la diversidad en espacios públicos cada vez más homogéneos.

The disadvantage of creating public space this way is that it owes so much to private-sector elites, both individual philanthropists and big corporations. This is especially the case for centrally located public spaces, the ones with the most potential for raising property values and with the greatest claim to be symbolic spaces for the city as a whole. Handing such spaces over to corporate executives and private investors means giving them carte blanche to remake public culture. It marks the erosion of public space in terms of its two basic principles: public stewardship and open access. (p. 32)

Además del control semiprivado de los parques, en Nueva York se crearon los BIDs (bussiness improvement districts), distritos de mejora empresarial, alianzas formadas por distintas empresas con la idea de mejorar los servicios en su zona concreta. Por ejemplo, limpieza en las calles o seguridad permanente, lo que lleva al mismo círculo: las calles convertidas en espacios semiprivados con acceso limitado, como los centros comerciales. «Public space that is no longer controlled by public agencies must inspire a liminal public culture open to all but governed by the private sector.» Puesto que no quieren ofender a nadie, los BIDs imponen un diseño neutro, homogéneo, que identifica claramente a quiénes pueden o no acceder (mejor dicho: quiénes son bienvenidos y quiénes no lo son) pero también estratifica la sociedad. «Motifs of local identity are chosen by merchants and commercial property owners. Since most commercial property owners and merchants do not live in the area of their bussiness or even in New York City, the sources of their vision of public culture may be ecclectic: the nostalgically remembered city, European piazzas, suburban shopping malls, Disney World. In general, however, their vision of public spaces derive from commercial culture.» Lo que, en definitiva, nos lleva de nuevo al simulacro o al pastiche postmoderno.

For a brief moment in the late 1940s and early 1950s, working-class urban neighborhoods held the possibility of integrating white Americans and African-Americans in roughly the same social classes. This dream was laid to rest by movement to the suburbs, continued ethnic bias in employment, the decline of public services in expanding racial ghettos, criticism of integration movements for being associated with the Communist party, and fear of crime. Over the next 15 years, enough for a generation to grow separate, the inner city developed its stereotyped image of «Otherness». (p. 43)

(…) Guardians of public institutions (teachers, cops) lack the time or inclination to understand the generalized ethnic Other. (p. 44)

Many Americans, born and raised in the suburbs, accept shopping centers as the preeminent public spaces of our time. Yet while shopping centers are undoubtedly gathering places, their private ownership has always raised questions about whether all the public has access to them and under what conditions. (p. 45)

Real cities are both material constructions, with human strenghts and weaknesses, and symbolic projects developed by social representations, including affluence and technology, ethnicity and civility, local shopping streets and television news. Real cities are also macro-level struggles between major sources of change -global and local cultures, public stewardship and privatization, social diversity and homogeneity- and micro-level negotiations of power. Real cultures, for their part, are not torn by conflict between commercialism and ethnicity; they are made up of one-part corporate image selling and two-parts claims of group identity, and get their power from joining autobiography to hegemony -a powerful aesthetic fit with a collective lifestyle. This is the landscape of a symbolic economy that I try to describe in the following chapters… (p. 46)

Espacio público y exclusión social, video de Manuel Delgado

Siempre es un placer volver a los orígenes del blog. Manuel Delgado, uno de los autores que más veces nos ha acompañado, y también el causante indirecto, con sus lecciones sobre lo urbano en la asignatura Antropología Cultural, de la existencia de este blog, reflexiona en el siguiente video sobre algunos de los temas esenciales de la antropología urbana. Llegamos al vídeo buscando información sobre David Lagunas, autor del último libro que reseñamos, El quehacer del antropólogo.

Manuel Delgado empieza la reflexión con dos temas esenciales. El primero, la consideración, ya presente en el Turner de La selva de los símbolos, de que todo transeúnte es un ser liminar, es decir, está en tránsito entre un estado y el siguiente y, por lo tanto, flota en una especie de duermevela, un estado en el que no está definido y es, por lo tanto, pura potencialidad. Esa potencialidad se percibe en cualquier calle, donde la multitud está siempre a punto del estallido, y nos recuerda de hecho la reflexión sobre las fiestas populares del propio Delgado en Ciudad líquida, ciudad interrumpida: que tal vez la fiesta, la exaltación y el estruendo sean el estado natural de la sociedad y la civilización, el urbanismo, la fachada con que se cubre esa communitas.

Y la siguiente reflexión, presente en Lefebvre: que el objetivo del urbanismo sea, tal vez, cubrir lo urbano. Recordemos que Lefebvre definió lo urbano como las relaciones que se establecen, como «la realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir»; los vaivenes del día a día. Recordemos también que, de los cinco ámbitos específicos que generan interrelaciones en la ciudad (hogar y parentesco, aprovisionamiento, ocio, relaciones de vecindad y tráfico) los dos que Hannerz consideraba específicos de la ciudad eran el segundo y el quinto, es decir: los modos de producción y acceso a los bienes y el tráfico entendido como la interacción entre usuarios que obedecen, o se articulan, alrededor de una reglas comunes. Lo urbano, pues, no es lo que sucede en la ciudad, sino una serie de interrelaciones que se producen, sobre todo, en la ciudad, pero que se pueden extender de forma indefinida. Por ejemplo: a lo largo de las vías del tren de un cercanías, donde las normas de conducta son las de lo urbano; y todos sus usuarios, al llegar al mismo pueblo, dejan atrás ese estado magmático y vuelven a su identidad no urbana.

Sin embargo, Delgado no llegó a la antropología urbana mediante estudios específicos: empezó con el hecho religioso, y de esa asignatura ha sido profesor durante 30 años. Precisamente en lo urbano es donde vuelca esa mirada, y recordamos también una de las frases que más citaba en sus clases: Il faut des rites, de El principito. Los ritos son necesarios. Los ritos marcan el paso del día a día, la relación específica entre individuo y sociedad. Los ritos celebran la llegada de un nuevo individuo (bautizo) y su despedida (funeral), el cambio de estatus social (bodas) y rodean con especial importancia toda aquella liturgia de la que se envuelve el poder: la sala de un juicio, una recepción en un ministerio.

Tras una reflexión sobre el valor de algunos conceptos, a los que nos asimos como si fuesen estables («no hay mucha diferencia entre creer en la democracia o en un culto a los ovnis», puesto que en ambos casos se cree en algo intangible, impalpable, cuya existencia viene dada por la fe personal en su propia existencia; o las palabras de Marx sobre que el valor de los objetos era que se convertían en fetiches, pues precisamente ahí, surgido de «la oscuridad de las religiones», es donde se puede hallar la explicación; o, como pregonaba el propio Manuel en sus clases, «lo sagrado es un añadido a la realidad»), tras toda esta reflexión sobre los conceptos, decíamos, Delgado presenta un concepto muy en boga que cada cual define a su manera: el espacio púbico.

«Una calle es una calle. Básicamente es una abertura entre volúmenes construidos por la que circulan los elementos más intranquilos, y con frecuencia más intranquilizantes, de la vida urbana; quizá es lo urbano mismo.» Donde, en general, vemos gente transitando y donde, de vez en cuando, pasan cosas. ¿Eso es el espacio público? No. Cuando una madre le dice al hijo que se vaya a jugar, le dice: «vete a la calle», no «al espacio público». El espacio público era un concepto de la filosofía política, no del urbanismo. La propia Jane Jacobs (a la que Delgado elogia al afirmar que todo su discurso no es más que una nota a pie de página de la gran urbanista americana) no habla en Muerte y vida de las grandes ciudades americanas jamás de espacio público; pero sí, y mucho, de las calles. O Lefebvre en La producción del espacio, que sólo usa el concepto «espacio público» precisamente para afirmar que tal concepto no puede existir, en tanto que «espacio accesible a todos».

¿Qué es, entonces, el espacio público? La definición de Goffmann es que es aquel lugar en el que se llevan a cabo una serie de interacciones con personas que pueden ser más o menos conocidas o desconocidas y la serie de normas implícitas que cada uno aporta a ese «escenario» (recordemos: para Goffman, todos actuamos). [Dice Delgado: «la indiferencia mutua es una forma de pacto social».] La de Hannah Arendt y Jürgen Habermas, que lo conciben como un dominio teórico: el lugar donde las personas se reúnen de forma libre y conforman el pensamiento (reduciendo mucho su explicación), algo así como un ágora (más para Arendt que para Habermas, que si acaso lo confinen a las tertulias de intelectuales en cafés); pero, en ambos casos: es un lugar que no existe físicamente. Tercera acepción: espacio público como lugar de titularidad pública, en oposición a espacio privado o individual. Pero lo son las calles, las estaciones, las playas y los bulevares, sí; también los museos, las facultades y los ministerios, los juzgados y las comisarías.

La proliferación del concepto «espacio público» en los últimos 30 años entre los urbanistas y los arquitectos ha supuesto la superposición del concepto «hiperconcreto» de las calles y las plazas y el concepto ético y político de «lugar de reunión», discusión e incluso igualdad; más aún, lugar de debate, orden y civismo; lo que jamás han sido las calles. El lugar concebido, en definitiva, para la «sociedad civil», algo que Marx ya reprochó a Hegel como «mediciones», espacios donde se supone la existencia de una neutralidad y lugar posible de debate entre pares o grupos antagónicos que firman una tregua temporal.

Delgado denuncia la apropiación de las calles y la suspensión o criminalización de lo que en ellas sucede por parte de unos poderes ávidos de excluir a todo aquello que disienta de su concepto de normalidad y de vender la ciudad como parte de un paisaje o decorado del que obtener el mayor rédito posible; algo que hemos leído innumerables veces en el blog como museificación, disneyficación o reexplicación de la historia pero a lo que tal vez le podamos poner el nombre más concreto de «creación de espacios para las clases creativas» o, aunque sea un concepto más concreto, gentrificación.

Aquí entra la concepción de espacio público como «espacio de la clase media»: en Barcelona no se puede ir por la calle sin camiseta, porque los extranjeros que venían a disfrutar del verano y la sangría daban «mala imagen»; pese a que la normativa española no prohíbe, por ejemplo, el nudismo. En esencia, se quieren calles pobladas por una clase media homogénea en la que algunos siempre serán parias (inmigrantes, prostitutas, drogadictos) salvo que pueda demostrar, apariencia mediante, su adhesión a la clase media.

«La maldición de espacio púbico es que como es un concepto metafísico no es un es, es un deber ser. Y como no sea lo que debe ser, automáticamente cualquier cosa que desmienta, cuestione, matice o simplemente niegue esa evidencia de que es lo que debería ser, será expulsada.»

¿El causante? El neoliberalismo, que, a diferencia del viejo liberalismo, «que quería la desaparición del Estado», no sólo no la quiere sino que reivindica al Estado que convierta sus calles en un espacio seguro y confortable donde dedicarse al consumo, porque no deja de ser una economía basada en la terciarización y la provisión de servicios. «La calles es el espacio de los encuentros… y de los encontronazos. Es el espacio de y para el conflicto. En el espacio público oficial, en cambio, el conflicto es inconcebible, puesto que en él sólo caben quienes estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral de iguales.»

Clase cultural (II): la clase creativa toma las ciudades

El segundo artículo de los dedicados a la clase creativa de Martha Rosler (ya analizamos el primero en la anterior entrada, Clase cultural. Arte y gentrificación) empieza situando el concepto de clase creativa de Richard Florida:

[La clase creativa] incluye un amplio grupo de profesionales creativos de los negocios y las finanzas, asuntos legales, servicios de salud y campos afines que se dedican a resolver problemas complejos que implican una importante parte de juicio independiente y requieren altos niveles de educación o capital humano. Dentro de ella hay un núcleo supercreativo de personas en las áreas de ciencia e ingeniería, arquitectura y diseño, educación, arte, música y entretenimiento cuyo trabajo es crear nuevas ideas, nueva tecnología y nuevos contenidos creativos. (p. 117)

Una de las principales críticas que Rosler destaca contra el concepto de Richard Florida que tanto éxito ha cosechado es que se centra sólo en el estilo de vida o los gustos como clase de dichos creativos, nunca en su relación con los medios de producción o de control social. Es decir: la clase se define como target publicitario, más que como estamento social.

Si el concepto ha tenido tanta relevancia es porque ha puesto de manifiesto una nueva forma de urbanismo que quiere contentar a dichas clases creativas: ellos son los principales candidatos a trabajar para las grandes empresas multinacionales con sede en distintos países, pues son gente relativamente joven, con un amplio nivel educativo, que dedican tiempo y dinero al consumo cultural y de ocio: restaurantes, parques, eventos en su ciudad… Y, puesto que las empresas se suelen establecer en ciudades donde abunde su posible mano de obra, las ciudades encaminan parte de sus obras urbanísticas a contentar a la clase creativa: paseos peatonales, zonas de restaurantes y ocio en general, tiendas de cómics, vinilos, bares veganos; son ejemplos un poco al azar y que todos podemos reconocer en cualquier barrio gentrificado de cualquier ciudad.

Como sugiere Alan Blum, la obra de Florida está dirigida a un “segundo nivel” de ciudades que están buscando “una identidad (como si fuera una mercancía) que debe ser fabricada con los materiales del presente”. Las ciudades de segundo nivel tienden a glorificar la acumulación de amenities como un medio para salvarse de una historia sin relieve, o como una oportunidad para desarrollarse y establecer una cierta flexibilidad económica. La crítica de Blum pone énfasis en la chata banalidad de la visión de la ciudad que ofrece Florida, en su carácter no dialéctico y en su borramiento de la diferencia en favor de la tranquilidad y la predictabilidad, desde el momento en que encarna como política el sueño infantil de recrearse a uno mismo de forma perpetua. (p. 121)

Como destaca Rosler, bastante de este tema ya lo trató Sharon Zukin en su famoso Loft Living: la aparente reconquista del núcleo urbano por parte de la clase media que es, en realidad, una reconquista para las clases altas. Los artistas llegan a un barrio obrero y,más que pavimentarlo, lo infiltran con cafés, bares hípsters y negocios de ropa provistos a su gusto”. Estos barrios, sin embargo, siguen teniendo su carácter, su grit, su personalidad, algo propio; que, poco a poco, en su búsqueda precisamente de esa personalidad, los artistas y primeros colonos de esta nueva frontera urbana (nos referimos ahora a Neil Smith, en un libro que pronto reseñaremos) van desgastando, destruyendo hasta dejar una zona pacificada, neutra y segura que las clases altas pueden ocupar tranquilamente. A su debido tiempo, los artistas y precursores son expulsados de estos barrios ya pacificados para las clases altas sin ser conscientes, en general, del papel que han jugado en la transformación del barrio y la expulsión de sus primeros moradores.

Este nuevo urbanismo, además, genera una distinción entre una clase más desarrollada que puede beneficiarse de los cambios en la ciudad y la clase menos favorecida, que se ve excluida y debe apartarse; al fin y al cabo, la clase creativa debe ser atraída, mientras que los trabajadores de los servicios ya llegarán por su propio pie.

El tercer y último capítulo de los dedicados al concepto de clase cultural se titula Al servicio de la(s) experiencia(s) e indaga en el papel de la cultura, el arte y los museos en todo este embrollo urbano. Empieza con la diferencia entre el siglo XIX, cuando las mujeres subían a las azoteas a tender la ropa con sus hijos y charlaban entre ellas, y finales del siglo XX con la resurrección de la High Line, la vía férrea abandonada reconvertida en delicioso jardín por el que pasear que ha disparado el precio de todos los inmuebles a su alrededor y cuya evolución es similar a la de los paseos marítimos de las ciudades occidentales: de barrios de industria, bullentes de actividad pero sin ningún atractivo especial, más allá de esa actividad industrial y toda su vitalidad adyacente, a nuevas zonas de ocio para las clases pudientes y medio altas. “La orilla, que alguna vez representó la peligrosa línea divisoria entre nuestro mundo y el inframundo, entre la seguridad y lo desconocido, hoy promete aventuras agradables como viajes o paseos a la playa” (p. 141).

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Por doquier, especialmente en aquellos barrios de donde las clases trabajadoras han sido expulsadas, se forman jardines comunitarios, naturaleza controlada para los gustos de una clase muy concreta que poco a poco van colonizando el gusto general de la ciudad y que no deben dejar de ser vistos, en palabras de Rosler, como “fenómenos atados a un desplazamiento en la composición de la clase del tejido urbano”. Los mercados de verde o de proximidad, los toboganes completamente higienizados y seguros, el carácter suburbano que va impregnando la ciudad devienen ”un jardín cultivado, un zoológico bien administrado en el cual cada uno, junto con su vecino o vecina, está en exhibición en el arte de crearse a sí mismo”.

Un ejemplo de todo esto y una transición hacia la siguiente parte del ensayo, que trata el tema del arte, lo encuentra Rosler en The Gates, un proyecto de Christo y Jeanne-Claude para el Central Park de Nueva York que consistía en llenar diversos paseos del parque de estructuras de ropa naranjas, similares a las puertas torii japonesas, y que para Rosler subrayaba el papel de la autoapreciación narcisista de las clases burguesas contemplando sus propios paseos, contemplándose a sí mismos paseando. El espacio público de la ciudad ha dejado de ser el lugar donde formarse como ciudadanos de la polis para convertirse en una serie de fantasías de seguridad y experiencias de ocio superpuestas. De ahí al deseo, cada vez más profundo, por crear comunidades intensas, por hacer barrio, por volver a una Gemeinschaft cada vez más mitificada y falseada.

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La búsqueda de la experiencia, lo denomina Rosler siguiendo un artículo de Jeremy Rifkin del año 2000 llamado La Era del Acceso. Los museos han pasado a formar parte de estas experiencias: de lugares de contemplación estética a recorridos donde al visitante se lo guía desde que entra hasta que sale para que vea la exposición adecuada, pase por la cafetería, se lleve algún libro o catálogo de recuerdo. Los museos se han abierto y ocupan la plaza, se convierten en templos de la cultura donde lo importante no es mostrar arte a los ciudadanos sino invitarlos a formar parte de la experiencia. La reflexión que ofrecen debe de ser la justa, no sea que incomoden; pero, como también destaca Rosler, todos los estereotipos forman ya parte del todo, los punks no son rebeldes sino un nicho del mercado para aquellos que quieren poner de manifiesto sus ganas de rebeldía; volvemos al espectáculode Debord, si es que acaso lo dejamos alguna vez.

El profesor Florida desarrolló una nueva teoría basada en vender a los planificadores urbanos esa diversidad de gente joven, generalmente subempleada -así como otras subcategorías culturales como los gays, que también tendían a congregarse en lo que solían llamarse barrios bohemios-, como un remedio infalible contra la obsolescencia de sus ciudades (o vendérsela en apariencia, porque aquí opera una táctica de gato por liebre). Su libro La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y ocio en el siglo XXI ofreció un giro nuevo y astuto en la evangelización de los negocios al crear una nueva y pegadiza forma de pensar el márqueting de las ciudades como márqueting de los estilos de vida -muy a la manera en que Theodore Levitt lo había hecho para pensar el márqueting empresarial-, ayudando así a los administradores, a menudo desesperados, de la ciudad. (p. 206)

Lo urbano, en suspenso

El objeto de estudio de la antropología urbana no es la ciudad en sí sino una de las manifestaciones que en ella suceden: lo urbano. La distinción es de Lefebvre en El derecho a la ciudad (p. 71):

«una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.»

Lo urbano, concepto que hemos trabajado a fondo, sobre todo, con Manuel Delgado (De la ciudad a lo urbano), «no tiene habitantes, sino usuarios que lo usan de forma transitoria», que forman relaciones cristalizadas pero no estructuradas, siempre cambiantes, siempre desbordadas y a punto del desastre.

Cuando el habitante sale del espacio privado al público lo hace consciente de que será sometido a escrutinio por sus pares y por ello decide actuar. Actuar no implica mentir, sino ser consciente de que se es un actor sobre un escenario y que los otros son tanto espectadores como posibles actores con los que interactuar. El objetivo: no montar una escena, escamotear la verdad que se esconde en el interior de uno, mostrar una verdad falsa (pero siempre verosímil) o cualquier otra intencionalidad que un usuario pueda tener. Nos lo enseñó Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana). Delgado lo llamó «un baile de disfraces», Jane Jacobs, «el ballet de las aceras».

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Un vagón de metro es el ejemplo perfecto de lo urbano: efímero, cambiante, lleno de personas con intereses y fines diversos y unas normas, laxas, que cada cual podrá cumplir a su voluntad. Cada usuario decide qué normas le interesa cumplir; un acto flagrante de incumplimiento puede acarrear la censura por parte de otros usuarios y llevar al destierro de ese usuario de la escena y condenarlo al ostracismo; o no. Cada persona es juzgada por su apariencia; no juzgada en el sentido personal, emocional, sino analizada de un vistazo por los otros usuarios en función de sus características físicas (edad, género, raza) y sociológicas (ropa, estilismo, comportamiento) para tratar de intuir cómo se va a comportar. Es tanto un acto reflejo como un análisis del peligro; también nos enseñó Goffman que, del mismo modo que podemos herir a los demás con nuestro comportamiento, somos conscientes de que los otros pueden herirnos; y por ello llevamos a cabo ese análisis desde el desapego (Simmel y «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Cuando el vagón se vacía y es por un motivo concreto, lo urbano se derrumba. El confinamiento del COVID-19 ha encerrado a todo el mundo en sus casas y nos ha convertido en sospechosos unos de otros. La calle, espacio público y lugar de manifestación de lo urbano, se ha vuelto un no-lugar cuyos habitantes son sospechosos de no estar usándolo bien por si no están cumpliendo la normativa del confinamiento. Los primeros días, con las calles vacías, cada encuentro suponía una amenaza y un pequeño desvío para alejarse unos de otros; con el paso del tiempo, la vuelta a las calles y la relajación del peligro, se vuelve poco a poco a las calles. Pero sólo en momentos puntuales y con las normas cambiadas: los usuarios pasan a ser analizados por sus actos en relación al acatamiento, no por sus características. Se tiene en cuenta si lleva o no mascarilla, si cumple con el espacio de distanciamiento; toser es un incumplimiento flagrante de la cortesía, como sentarse sin respetar el espacio seguro.

¿Cuáles de estas características serán transitorias y cuáles permanentes? Veremos.

Urbanalización (III): playas de ocio

La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:

  • la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
  • la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
  • la tematización del paisaje de la ciudad.

En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:

  • la imagen de la ciudad;
  • la necesidad de seguridad;
  • la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
  • el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.

Los analizaremos uno a uno.

El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:

Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.

Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

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El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.

La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.

Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.

De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Poland Ikea's Transformation

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.

Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)

El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.

Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.

A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:

  • Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
  • Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
  • Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
  • y Barcelona, la ciudad marca.

Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:

Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.

[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.

[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.

El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)

Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

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Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:

La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.

Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.

El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.

Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)

Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:

  • primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
  • segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)