La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:
- la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
- la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
- la tematización del paisaje de la ciudad.
En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:
- la imagen de la ciudad;
- la necesidad de seguridad;
- la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
- el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.
Los analizaremos uno a uno.
El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:
Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.
Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.
La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.
Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.
De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.
Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)
El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.
Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.
A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:
- Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
- Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
- Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
- y Barcelona, la ciudad marca.
Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:
Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.
[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.
[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.
El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)
Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:
La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.
Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.
El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.
Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)
Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:
- primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
- segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)