Termina el primer capítulo de El derecho a la ciudad (1968) Lefebvre con una distinción entre los tres grupos de personas que se dedican al urbanismo:
- el urbanismo de los hombres de buena voluntad: arquitectos, escritores. Generalmente vinculados a una filosofía (el humanismo) y con ciertos ideales, se presentan como «médicos de la sociedad» y hablan de el pueblo, la comunidad, el barrio, el ciudadano, para quien erigen «a escala humana». Según Lefebvre, este tipo de urbanismo conduce a un formalismo (modelos sin contenido ni sentido) o a un esteticismo («adopción de antiguos modelos por su belleza que se arrojan como pasto para saciar el apetito de los consumidores»).
- el urbanismo de los administradores vinculados al sector público. Tecnocráctico y sistematizado, este urbanismo suele imponerse a partir de una ciencia o de una rama de ella. A menudo, más en una técnica de circulación, de comunicación. Fue el urbanismo responsable de despojar la ciudad para permitir el paso al vehículo. En otras ocasiones, este urbanismo se orienta hacia una finalidad estética.
- el urbanismo de los promotores. Conciben y actúan para el mercado, sin disimulo. «Ya no venden alojamientos o inmuebles, sino urbanismo. Con su ideología, el urbanismo se convierte en valor de cambio.»
Luego pasamos al capítulo 2, donde Lefebvre empieza una búsqueda de la «ciencia de la ciudad», en palabras del autor de la Introducción, Ion Martínez Lorea (recordemos el primer artículo donde analizamos el libro).
La separación entre la ciudad y el campo supone una de las primeras y fundamentales divisiones del trabajo, junto al reparto según el sexo y la edad (división biológica del trabajo) y a la organización según los instrumentos y las habilidades (división técnica del trabajo). La división social del trabajo entre el campo y la ciudad se corresponde con la separación entre el trabajo material y el trabajo intelectual, y, por consiguiente, entre lo natural y lo espiritual. El trabajo intelectual queda vinculado a la ciudad: funciones de organización y dirección, actividades políticas y militares, así como elaboración del conocimiento teórico (filosofía y ciencias). (p. 51).
Pese a que la filosofía ha orbitado alrededor del tema de la ciudad a lo largo de la historia, sin embargo, no se ha llegado a un punto culminante. Lefebvre afirma que siguen pendientes, por ejemplo, una descripción fenomenológica de la vida urbana o la construcción de una semiología de la realidad urbana; y que existen filósofos urbanos que reflexionan sobre la ciudad, sí, pero «poseen una mirada de corto alcance».
Pero la ciencia tampoco ha sabido dar respuestas complejas a la ciudad. A finales del XIX fueron naciendo las principales ciencias sociales y compartimentando la realidad, de forma que cada una de ellas estudiase una porción de la misma (o la misma porción pero desde un punto de vista distinto). «¿Es la ciudad una suma de índices e indicadores, de variables y parámetros, de correlaciones? ¿Es una colección de hechos, de descripciones, de análisis fragmentarios en la medida en que fragmentan la ciudad?» (p. 60). Todo ello conduce a la pregunta clave: ¿se puede alcanzar una ciencia de la ciudad a partir de ciencias fragmentarias? «No más que una ciencia unitaria de la sociedad, o del «hombre», o de la realidad humana y social.»
Carga en el siguiente capítulo contra pensadores como Lewis Mumford y Gaston Bardet por sus análisis sobre la ciudad. Según Lefebvre, «representan la libertad en el siglo XX basándose en el ideal de libertad de la ciudad griega, tamizada para la ocasión por una ideología: la libertad no se encontraba en los individuos ni en los grupos sociales, sino que pertenecía a la ciudad.» (p. 64). O, como lo resumió Jane Jacobs: no amaban las ciudades.
«La filosofía de la ciudad (o, si se quiere, la ideología urbana) nació como superestructura de una sociedad en cuyas estructuras se insertaba un cierto tipo de ciudad. Esta filosofía, valiosa herencia del pasado, se proyecta a través de especulaciones que a menudo se revisten de cientificidad solo por el hecho de incorporar algunos conocimientos reales.» (p. 65). A menudo dicha filosofía se traduce en el estudio de los problemas de circulación o de transmisión de órdenes en la gran ciudad, lo que genera un conocimiento real y unas posibles soluciones técnicas. Sin embargo, reducir la ciudad a dicho flujo de información o circulación sólo se puede hacer desde una ideología absoluta que se acaba imponiendo como dogma y que, en nombre de la ciencia y el rigor científico, conduce a la imposición de un urbanismo basado en canalizaciones, viales y cálculos.
Esta ideología tiene dos aspectos complementarios, uno mental y uno social. El aspecto mental hace referencia a una teoría de la racionalidad y la organización surgida en torno a 1910 durante una crisis profunda y de las tentativas por resolverla por métodos de organización, primero a escala de empresa, luego a escala global. El aspecto social implica que la noción de espacio es la que se sitúa en primer plano, relegando al olvido el tiempo y el devenir. Por ello «se habla de espacios insalubres y espacios sanos. El urbanista sabría distinguir los espacios enfermos de los espacios vinculados a la salud mental y social, esto es, generadores de esta salud. En cuando que médico del espacio, tendría capacidad para concebir un espacio social, armonioso, normal y normativo. Su función se reduciría, por tanto, a acomodar a este espacio (que se identifica, como por azar, con el espacio de los geómetras, con las topologías abstractas) las realidades sociales preexsistentes.» (p. 66). [Las negritas son mías.]
El quinto capítulo llega a un punto que ha sido esencial en la antropología urbana: «una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.» (p. 71). Sigue luego con distinciones entre ambos conceptos, pero éste es un tema que ya hemos tratado largamente en el blog en palabras de, por ejemplo, Manuel Delgado.
Con todo ello, Lefebvre está en disposición, en el sexto capítulo, de aventurar una primera definición de ciudad: «proyección de la ciudad sobre el terreno, no solamente sobre el espacio sensible, sino sobre el plano específico percibido y concebido por el pensamiento, que determina la ciudad y lo urbano» (p 79). La definición tiene carencias, el propio autor lo sabe: lo que se proyecta sobre el terreno no es sólo un orden lejano, una globalidad social, un modo de producción, un código general sino también un tiempo, o mejor aún, unos tiempos, unos ritmos. «La ciudad se escucha como si fuera música, de la misma manera que se lee como una escritura discursiva.» Además, la propia definición oculta conceptos, como las diferencias entre las ciudades a lo largo de su historia o entre las relaciones persistentes «ciudad-territorio», por lo que el autor propone una segunda definición: la ciudad como conjunto de diferencias entre ciudades. Esta, sin embargo, descuida las singularidades de la vida urbana, las maneras de vivir de la ciudad y el habitar propiamente dicho.
Nos falta el capítulo siete para terminar de desbrozar la ciencia de la ciudad; a él llegaremos próximamente.
2 comentarios sobre “El derecho a la ciudad (II): hacia una ciencia de la ciudad”