Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura; David Harvey y Neil Smith

El tutor de la tesis de Neil Smith fue nada menos que David Harvey. Ambos son viejos conocidos (y muy admirados) en el blog, por lo que, en cuanto descubrimos la existencia de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, nos lanzamos a por él, pensando que se trataría de un artículo a cuatro manos. Nada más lejos de la realidad: se trata de un breve libro que recoge dos artículos independientes que ya hemos reseñado en el blog.

El primero de ellos: «El arte de la renta: la globalización y la mercantilización de la cultura«, de Harvey (aparecido en Espacios del capital y reseñado allí) nos presenta la renta de monopolio, el poder que consigue un productor o propietario al ser el único con potestad sobre un bien y, por lo tanto, quien puede establecer su precio. Y uno de los productos actuales que más rentas generan es ni más ni menos que la cultura. Harvey usa el ejemplo del vino francés: en vez de competir con otros productores de vino (como California, Australia o, sin ir muy lejos, España), Francia se otorgó un derecho sobre «la cultura del vino» monopolizando términos asociados con ella, como château, champagne, etc., con el objetivo de mantener la propiedad (y las rentas) de la cultura del vino. Pero esta cultura es universal (como poco, mediterránea, y probablemente universal, sí) y pertenece a todos; al apropiársela, Francia se arroga un derecho sobre algo colectivo.

Lo mismo sucede en las ciudades; y el ejemplo que usaba Harvey era el de Barcelona, una ciudad que ha usado parte de su capital cultural para proyectarse como una ciudad en el espacio de los flujos turísticos y obtener réditos de ello; réditos que van a manos privadas mientras que sus consecuencias van a manos públicas, como son el uso de las infraestructuras o de las calles por parte de los turistas, los problemas de convivencia, la debacle del mundo laboral en un sector orientado claramente a los servicios…

El segundo artículo, más breve, se titula «El redimensionamiento de las ciudades: la globalización y el urbanismo neoliberal«, de Neil Smith, y lo leímos en El mercado contra la ciudad. Tras observar cuatro hechos concretos acaecidos en Nueva York, Smith avanza cómo la producción social ha sobrepasado y casi eliminado a la reproducción social. Es decir: a grandes rasgos, uno trabaja y tiene hijos. Trabajar es la producción social: el hecho de que prácticamente todo ser humano forma parte de un tejido productivo destinado a generar bienes de consumo. Tener hijos (o sobrinos, o hijos de amigos, o lo que sea) es la reproducción social: cuando la propia fuerza de trabajo se encarga de educar y dirigir a las nuevas generaciones para que sigan siendo fuerza de trabajo productiva sin que las élites tengan que ocuparse de ello.

Hasta los años setenta, aproximadamente, en las ciudades ambos aspectos convivían. El urbanismo neoliberal, la acumulación flexible (o espacio de los flujos) y el hecho de que las ciudades se hayan convertido en nodos de productividad dentro de las redes de competencia globales ha hecho que la balanza se decante masivamente por la producción. Y ahora las ciudades son entornos altamente competitivos destinados a una élite extractiva que los usa, bien como inversión (como explicaba Raquel Rolnik) o bien como extracción de rentas, ya sea aumentando el precio de los alquileres y las viviendas o como lugares turísticos más rentables.

La introducción de este Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura viene de la mano de Jordi Borja, también otro viejo conocido del blog. Sus primeras lecturas no nos acabaron de cuajar y descubrimos luego que había sido parte del entramado teórico que sostenía el «modelo Barcelona» en los 80 y 90, la reforma de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos y todos los cambios que luego han ido asociados. Sorprende que Borja se refiera a autores como Harvey y Smith con la etiqueta de «radicales» (frente a los «más liberales en sentido norteamericano» como Sassen o Sorkin), puesto que simplemente son críticos con el capitalismo, algo completamente lógico, a la vista de los desmanes de los últimos cincuenta años, por situar una fecha.

El motivo de la introducción es cuestionar el modelo Barcelona; Borja vincula los dos artículos (Harvey habla en concreto de Barcelona; Smith, no) a una posible perspectiva sobre la ciudad, y aprovecha para defender su modelo. Puesto que en el blog ya hemos leído visiones críticas sobre este modelo (Manuel Delgado; Aricó, Mansilla y Stanchieri) no nos detendremos mucho en ello. Sin embargo, y pese a enumerar una larga lista de efectos beneficiosos, Borja cambia un poco la visión que había mantenido hasta entonces y reconoce «efectos perversos» en el modelo: el aumento del precio del suelo y de las viviendas (ojo: es una introducción de 2005, lo bueno estaba por venir), se vendieron fragmentos del suelo a propiedad privada, el «discutible proyecto» de Diagonal Mar (el expolio de parte del litoral, la expulsión de sus habitantes y la venta a compañías privadas internacionales), la realización de enclaves y parques temáticos, «la destrucción del patrimonio arquitectónico (especialmente la herencia de la ciudad industrial)» y el Fórum, del que no llega a decir que sea un fracaso sino que es el punto donde tanto los «defensores» (el propio Borja, Montaner) como los «hipercríticos» (el ya mentado Delgado y dos libros con varios autores: Barcelona, marca registrada. Un modelo para desarmar y La otra cara del Fórum de las Culturas) coinciden en destacar como paradigma del modelo.

La condición de la posmodernidad, David Harvey

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural (publicado en 1990 y editado en España en 1998, aunque la edición que leemos es de 2017, traducción de Martha Eguía) es la exploración que hizo el geógrafo David Harvey sobre un cambio cultural por entonces muy en boga: la aparición y auge del posmodernismo. Nacido alrededor de los años sesenta o setenta (Harvey lo fecha en 1972), pronto «se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un arsenal de otras «nuevas ideas»», aunque nadie era capaz de definirlo con exactitud. Sin embargo, Harvey abordó su estudio «no tanto como un conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser dilucidada». Para ello, el libro empieza con una primera parte que indaga en el paso (si es que se ha dado) de la modernidad a la posmodernidad. Tratando de buscar si se trata sólo de un cambio de la visión cultural o de un verdadero cambio social, en la segunda parte bucea en el paso del fordismo a lo que acabará llamando la acumulación flexible, la nueva forma que adopta el capital a finales del siglo XX. La tercera parte se centra en el cambio de concepción tanto del tiempo como del espacio surgido a raíz de esta nueva configuración capitalista y la cuarta, finalmente, aborda de nuevo el posmodernismo tras todo este trayecto.

¿Qué es el posmodernismo? Harvey empieza el libro refiriéndose a la descripción que hace la novela Soft city, publicada por Jonathan Raban en 1974, de la ciudad de Londres. Desde un punto de vista de descripción personal, casi autobiográfica, Raban presenta la ciudad como un laberinto o un panal, lleno de espacios inconexos cuya única relación posible es habitar la misma ciudad. Sin entrar en críticas sobre la novela, Harvey la usa como evidencia de que se está dando un cambio cultural.

Los redactores de la revista de arquitectura PRECIS son algo más concretos en 1987: si el modernismo era «positivista, tecnocéntrico y racionalista», «identificado con la creencia en el progreso lineal, las verdades absolutas, la planificación racional de regímenes sociales ideales y la uniformización del conocimiento y la producción», el posmodernismo privilegia «la heterogeneidad y la diferencia como fuerzas liberadoras en la redefinición del discurso cultural». Eagleton es más preciso, hablando de «la muerte de los meta-relatos cuya función secretamente terrorista era fundar y legitimar la ilusión de una historia humana «universal»»; oímos ecos de Foucault y de Lyotard en estas palabras.

Y Harvey da el paso lógico para entender la posmodernidad: acudir a la modernidad, nada menos que al Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman que leímos hace nada. Berman describía la modernidad como una vorágine, el sentimiento de que el mundo no deja de cambiar pero, aún así, uno decide vivir en él, aceptar el cambio y tratar de llegar el mejor lugar posible. Se habla de «lo efímero, lo fragmentario y lo contingente»; Harvey comenta también que, si la modernidad es cambio constante, «si la historia tiene algún sentido, ese sentido debe descubrirse y definirse dentro del torbellino del cambio, un torbellino que afecta tanto los términos de la discusión como el objeto acerca del cual se discute» (p. 27), algo que ya adelantó Berman en referencia a las esperanzas de Marx de que la dictadura del proletariado fuese un estado final.

El pensamiento de la Ilustración (y recurro aquí al trabajo de Cassirer de 1951) abrazaba la idea del progreso y buscaba activamente esa ruptura con la historia y la tradición que propone la modernidad. (…) además, en nombre del progreso humano, alababa la creatividad humana, el descubrimiento científico y la búsqueda de excelencia individual, los pensadores de la Ilustración dieron buena acogida al torbellino del cambio y consideraron que lo efímero, lo huidizo y lo fragmentario eran una condición necesaria a través de la cual podría realizarse el proyecto modernizante. Proliferaron las doctrinas de la igualdad, la libertad y la fe en la inteligencia humana (una vez garantizados los beneficios de la educación) y en la razón universal. (…) Esta concepción era increíblemente optimista. Los escritores como Condorcet, señala Habermas (1983, pág. 9), están imbuidos «de la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias promoverían no sólo el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y la persona, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los seres humanos».

En efecto, el siglo XX —con sus campos de concentración, escuadrones de la muerte, militarismo, dos guerras mundiales, amenaza de exterminio nuclear y la experiencia de Hiroshima y Nagasaki– ha aniquilado este optimismo. Peor aún, existe la sospecha de que el proyecto de la Ilustración estaba condenado a volverse contra sí mismo, transformando así la lucha por la emancipación del hombre en un sistema de opresión universal en nombre de la liberación de la humanidad. Esta era la desafiante tesis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. (p. 28)

¿Estaba el proyecto de la Ilustración condenado al fracaso desde el principio, conducía ineludiblemente a Auschwitz y a Hiroshima? Los hay que opinan que, pese a las revisiones necesarias, el proyecto debe sostenerse (Habermas); «y luego están aquellos –y esto, como veremos, es el núcleo del pensamiento filosófico posmodernista– que insisten en la necesidad de abandonar por completo el proyecto de la Ilustración en nombre de la emancipación del hombre» (p. 29).

«Al proyecto de la Ilustración nunca le han faltado críticos», señala Harvey. Burke, Malthus, De Sade; pero los dos grandes nombres de principios de siglo son Weber y Nietzsche. Para el primero (en palabras de Bernstein), «una vez desenmascarado el legado de la Ilustración, resulta ser el triunfo de (…) la racionalidad instrumental con arreglo a fines», cuyo crecimiento «no conduce a la realización concreta de la libertad universal sino a la creación de una «jaula de hierro» de racionalidad burocrática de la cual no es posible escapar» (p. 31). Nietzsche, desde el lado opuesto, quiso demostrar que «lo moderno no era otra cosa que una energía vital, la voluntad de vida y de poderío, que nadaba en un mar de desorden, anarquía, destrucción, alienación individual y desesperación» (p. 31), y para ello usó la figura de Dionisos, que era a la vez «destructivamente creativa» (es decir, «dar forma al mundo temporal de la individuación y el devenir») y «creativamente destructiva» («aniquilar el universo ilusorio de la individuación»). «El único camino de afirmación de la persona era el de actuar, manifestar el deseo en este torbellino de creación destructiva y destrucción creativa aunque el resultado estuviera condenado a ser trágico.

La figura clásica que representa lo anterior es, como ya adelantaron Lukács y Berman, el Fausto de Goethe, que quiere modernizar el mundo (en parte, para que los hombres puedan ser libres y felices) y acaba asesinando a la pareja de ancianos que se oponen a dicho cambio.

Hacia comienzos del siglo XX, y en particular después de la intervención de Nietzsche, ya no era posible asignar a la razón de la Ilustración un estatuto privilegiado en la definición de la esencia eterna e inmutable de la naturaleza humana. Así como Nietzsche había abierto el camino para colocar a la estética por encima de la ciencia, la racionalidad y la política, la exploración de la experiencia estética —«más aliá del bien y del mal>>- se convirtió en un medio poderoso para instaurar una nueva mitología acerca de lo que seria lo eterno y lo inmutable en medio de lo efímero, de la fragmentación y del caos patente de la vida moderna. Esto otorgó un nuevo papel y un nuevo ímpetu al modernismo cultural. (p. 34)

El papel de la estética (recordemos la Crítica del Juicio de Kant, donde «el juicio estético constituía un nexo necesario aunque problemático» entre la razón práctica (juicio moral) y el entendimiento (conocimiento científico)) dio una posición especial a artistas, escritores, poetas, filósofos… dentro del proyecto modernista. De ahí todos los movimientos y las vanguardias de principios de siglo que trataban, a la vez, de buscar una voz propia y de mostrar lo que de artificio tenían las artes, convirtiéndolas «en una construcción auto-referencial más que en un espejo de la sociedad». Joyce, Proust, Mallarmé, Aragon, Manet, Pisarro, Pollock. «Pero si la palabra era sin duda huidiza, efímera y caótica, por esa misma razón el artista debía representar lo eterno mediante un efecto instantáneo, apelando a las técnicas del shock y a la violación de continuidades esperadas, condición vital para transmitir el mensaje que el artista se propone comunicar» (p. 36). Todo esto, además, con el trasfondo de la mercantilización del arte y la necesidad de los artistas por «vender su arte», es decir, conseguir mantenerse a base de sus ventas o patrocinios.

Por lo tanto, es importante tener en cuenta que el modernismo que apareció antes de la Primera Guerra Mundial fue más una reacción a las nuevas condiciones de producción (la máquina, la fábrica, la urbanización), circulación (los nuevos sistemas de transporte y comunicaciones) y consumo (el auge de los mercados masivos, la publicidad y la moda masiva) que un pionero en la producción de esos cambios. (p. 39)

Por otro lado, las raíces de este arte modernista eran claramente urbanas. Simmel, en «Las metrópolis y la vida del espíritu«, ya había adelantado que, en las aglomeraciones que se estaban formando, el grado de libertad era mucho más alto pero a costa de «dar a los otros un trato objetivo e instrumental» basado en el cálculo monetario y en la función que cada cual desarrolla, más que la persona que es.

Hay un fuerte hilo conductor que va de la remodelación de París por Haussmann en la década de 1860, pasando por las propuestas de la «ciudad-jardín» de Ebenezer Howard (1898), Daniel Burnham (la «Ciudad Blanca» construida para la Feria Mundial de Chicago de 1893 y el Plan Regional de Chicago de 1907), Garnier (la ciudad industrial lineal, de 1903), Camillo Sitte y Otto Wagner (con proyectos muy diferentes para la transformación de la Viena de fin de siécle). Le Corbusier (La ciudad del mañana y la propuesta del Plan Voisin para París de 1924), Frank Lloyd Wright (el proyecto Broadacre de 1935) a los esfuerzos de renovación urbana en gran escala iniciados en las décadas de 1950 y 1960 e inspirados en el espíritu del alto modernismo. La ciudad, observa De Certeau (1984, pág. 95) «es simultáneamente la maquinaria y el héroe de la modernidad». (p. 41)

Otros embates sacudieron la idea del progreso unívoco de la modernidad. Los nuevos lenguajes artísticos estaban evidenciando una multiplicidad de voces, pero también hubo frentes en las ciencias sociales («la teoría estructuralista del lenguaje de Saussure, según la cual el significado de las palabras depende de su relación con otras palabras y no tanto de su referencia a los objetos»), las teorías de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg, además de la primera cadena de montaje de Ford en 1913 o las búsquedas del erotismo y el inconsciente de Klimt o Freud. «La comprensión debía construirse a través de la exploración de múltiples perspectivas. En definitiva, el modernismo adoptó el relativismo y la múltiple perspectiva como la epistemología que daría a conocer aquello que aún se consideraba como la verdadera naturaleza de una realidad unificada pero compleja.» (p. 46)

El modernismo de entreguerras, que se denominó como «heroico», se vinculó a la técnica y el progreso, al mito de la máquina funcional y la eficiencia. Surgieron escritores que buscaban la eficiencia de la máquina, algo que había propuesta Ezra Pound, y de esta época son también la Bauhaus, que buscaba la funcionalidad en la estética, y los CIAM, de donde surgió la arquitectura racionalista o modernista. En ocasiones, incluso, dejando de lado la moral, pues no pocos de entre ellos se adhirieron a los movimientos fascistas que iban surgiendo por Europa (los futuristas o Pound admiraban a Mussolini).

Si el modernismo de los años de entreguerras fue «heroico», aunque signado por el desastre, el modernismo «universal» o «alto» que ejerció su hegemonía después de 1945 exhibió una relación mucho más confortable con los centros de poder dominantes de la sociedad. Sospecho que, en cierta forma, la pugna por encontrar un mito apropiado se apaciguó cuando el sistema de poder internacional –organizado, como veremos en la Segunda parte, según las líneas fordistas-keynesianas bajo el ojo vigilante de la hegemonía norteamericana– adquirió relativa estabilidad. El arte, la arquitectura, la literatura del alto modernismo, se convirtieron en artes y prácticas de establishment, en una sociedad donde predominaba, en los planos político y económico, la versión capitalista corporativa del proyecto de desarrollo de la Ilustración para el progreso y la emancipación humana. (p. 52)

La arquitectura glosaba el poder y el capital, creando al mismo tiempo viviendas alienadas para la clase obrera; las obras de las vanguardias, que surgieron como un revulsivo para su época y como un desafío, fueron canonizadas e instauradas en las universidades como parte del cánon. En Estados Unidos triunfó el expresionismo abstracto, un arte carente de crítica o significado, anclado en una estética vana y respaldado por el establishment y el capital, deseoso de usar la cultura para validarse.

La despolitización del modernismo introducida por el auge del expresionismo abstracto presagiaba, curiosamente, su captación por el establishment político y cultural como arma ideológica en la guerra fría. El arte estaba demasiado marcado por la alienación y la ansiedad, y expresaba demasiado la violenta fragmentación y la destrucción creadora (todo lo cual era sin duda apropiado a la era nuclear) como para que se lo utilizara en calidad de ejemplo maravilloso del compromiso de los Estados Unidos con la libertad de expresión, el individualismo rudo y la libertad creadora. La represión maccartista imperante carecía de importancia porque las telas atrevidas de Pollock demostraban que los Estados Unidos eran el bastión de los ideales liberales en un mundo amenazado por el totalitarismo comunista. (…) En la práctica, esta apelación al mito daba lugar a una veloz transición «del nacionalismo al internacionalismo y luego del internacionalismo al universalismo». Pero para que se distinguiera del modernismo existente en otras partes (sobre todo en París), debía forjarse una «nueva estética viable» con materia prima específicamente norteamericana. Lo específicamente norteamericano debía celebrarse como la esencia de la cultura occidental. Y eso ocurría con el expresionismo abstracto, el liberalismo, la Coca-Cola y los Chevrolets, y con las casas suburbanas repletas de bienes de consumo. (p. 54)

El modernismo dejó de ser revolucionario y se puso al servicio de la industria cultural, sirviendo de propaganda al sueño americano. Esa estabilidad (rigidez, lo llamará Harvey más adelante) fue el caldo de cultivo para los movimientos culturales (y antimodernistas) de los 60, eminentemente urbanas y que acabaron conquistando Chicago, París, Praga, México.

Era como si las pretensiones universales de la modernidad, combinadas con el capitalismo liberal y el imperialismo, hubieran tenido un éxito capaz de proporcionar un fundamento material y político a un movimiento de resistencia cosmopolita, transnacional y, por lo tanto, global, a la hegemonía de la alta cultura modernista. Aunque si se lo juzga en sus propios términos, el movimiento de 1968 resultó un fracaso, debe ser considerado, sin embargo, como el precursor político y cultural del surgimiento del posmodernismo. Por lo tanto, en algún momento entre 1968 y 1972, de la crisálida del movimiento anti-moderno de la década de 1960 surge el posmodernismo como un movimiento en pleno florecimiento, si bien aún incoherente. (p. 55)

Estaciones del laberinto, Lluís Duch

Conocimos al teólogo y antropólogo Lluís Duch gracias a la lectura de Antropología de la ciudad. Fallecido en 2018, Duch es un erudito extraordinario centrado en la configuración del hombre como ser social y los caminos mediante los cuales aprehende la cultura y pasa a formar parte de una sociedad determinada. Tenemos pendiente la lectura de muchas de sus obras (la trilogía Antropología de la vida cotidiana, especialmente, cuya tercera parte está dedicada a la ciudad), pero encontramos Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología, una recopilación de siete ensayos sobre temas diversos que, sin embargo, gravitan alrededor de un lugar común: la narración que el propio ser humano hilvana de su existencia, ya sea individual, ya sea social, la catalogación que se hace de ésta (como mito, como narración) y el modo en que dicha narración se comunica o inserta en la narración de la cultura donde cada humano habita.

El contexto de la mayoría de los ensayos se sitúa a principios de siglo (el libro está editado en 2004), una época de cambios e incertidumbre (el 11-S estaba reciente y se intuía que la globalización iba a modificar su rumbo) que Duch describe en más de una ocasión como tiempos inciertos o «cultura del individualismo» o del yo. El ser actual sufre una «desestructuración simbólica» provocada por el fracaso de las estructuras de acogida tradicionales: la familia, la religión, la educación, el propio lugar en el mundo. La globalización, con su imposición de la cultura americana del individualismo y la competencia, ha erradicado muchas de las suposiciones que se daban por asentadas, sobre todo en la cultura occidental, y ha socavado los cimientos en los que se basaba dicha civilización.

Todo ello lleva a Duch a hablar, en el primer ensayo, el más extenso de la recopilación, Símbolo y ambigüedad humana, de una sociedad terapéutica, deprimida, que necesita acudir (de nuevo, por influencia americana) al terapeuta para encontrar sentido a su existencia. «Tal vez no sea aventurado afirmar que, en una sociedad ferozmente marcada por un acusado individualismo solipsista, la depresión acostumbra a ser el reverso de la creciente inoperancia del vínculo social». Como individuos hemos interiorizado como absolutas las leyes de la oferta y la demanda (moda, apariencia, competencia) y nos vemos obligados a vivir «en medio de la peligrosa arena regida sin piedad por las férreas y anónimas leyes de la ideología contractual, que ha sido impuesta al conjunto de la sociedad por la economía y el poder militar y burocrático de las sociedades postindustriales». Hace una interesante reflexión Duch al denominar «una versión del síndrome de Estocolmo en términos geopolíticos» la tendencia de los imperios, no sólo a imponer su modelo cultural a las colonias, sino a erigirse como «modelos a imitar» al constituir la «expresión suprema de lo humano»: no sólo Estados Unidos impone su visión capitalista (ya aceptada en gran parte del mundo a estas alturas) sino que se erige como el modelo perfecto: el «gran faro de la democracia y la libertad», se denominan.

La cultura, que Duch entiende como «el contexto en cuyo interior los acontecimientos, los comportamientos, las instituciones y los procesos pueden ser descritos simbólicamente de manera inteligible» se transmite mediante símbolos, que permiten «que la apariencia literal se convierta en transparencia del mundo» y conllevan lo que Mircea Eliade denominó «ruptura de nivel», «la epifanía del simbolizado en el ámbito mundano, cotidiano, de los humanos que, de esta manera, pueden realizar sucesivas ascensiones ontológicas» e iniciarse. Por ello, la base de la cultura es logomítica: está basada en estructuras racionales (si el semáforo está en verde, puedo cruzar la calle; matar está prohibido) pero también míticas (puesto que necesito el sol y este verano ha llovido mucho, voy a tener un otoño malo; o me pongo los zapatos que me regalaron porque hoy necesito tener suerte), que no necesariamente irracionales.

«No existe una enfermedad independientemente de la «narración» que de ella se realiza y de la significación que normalmente se le atribuye.» En la nuestra, uno está enfermo cuando no puede trabajar y está saludable, o se considera como sujeto saludable, cuando puede llevar a cabo su trabajo. Por ejemplo, en la antigüedad se veía la enfermedad como una perturbación que alejaba al ser (el ser completo, sano) de su lugar natural en el mundo establecido por los dioses; la curación era la restitución del ser original. En cambio, durante el Romanticismo, por ejemplo Novalis, «señalaba que la perfección no podía darse al margen de la enfermedad» o la afirmación del diablo en la novela Doktor Faustus de Thomas Mann de que, sin su presencia, sin la enfermedad en el mundo, tampoco existiría la creatividad humana.

El segundo ensayo reflexiona sobre una antropología de la comunicación. «Indefectiblemente, el ser humano, lo sepa o no, posee una constitución logomítica, lo cual significa que su presencia en el mundo -en su mundo- siempre se constituye comunicativamente con el concurso imprescindible de un gran número de lenguajes, los cuales permiten que el ser humano ponga a prueba su humanidad mediante las «gramáticas de la creación»». Recordemos La construcción social de la realidad, de Luckmann y Berger, aunque, para Duch, dicha construcción siempre va precedida de una «construcción simbólica de la realidad».

Todo ser humano se comunica; más aún, su identidad es una construcción comunicativa y puesto que «al mismo tiempo constituye y expresa al ser humano, necesariamente ha de ser políglota», y «nunca es un producto homogéneo y rígidamente articulado sino que tendrá que adoptar una posición sinóptica y policéntrica»; y toda «comunicabilidad humana», que es la «categoría antropológica fundamental», siempre implica unos «determinados procesos de imitación, traducción e interpretación». Todo forma de comunicación implica un acto de representación (lo que nos lleva a Goffmann y La presentación de la persona en la vida cotidiana) que tiene en cuenta también el modo en que se vive dicha representación en cada cultura (y Duch realza la «profunda incidencia acrítica del star system actual», que son pura apariencia carente de ideología, pero tamibén la «teatralización» de la política).

El ser humano, mediante los procesos de transmisión que le ponen al «alcance de la mano las estructuras de acogida», lleva a cabo «la larga marcha de distanciamiento respecto a la naturaleza y de acercamiento respecto a la cultura (…) sin que nunca llegue a separarse completamente de la naturaleza ni a fundirse del todo en la cultura». Aquí se da la pugna entre tradición y progreso, en función del lugar desde el que se contemple la pervivencia de las «raíces»: como artefactos ontológicos (inmutables e intemporales) o como circunstancias histórico-culturales, siempre inmersas en una determinada cultura (lo que lleva a la reflexión de Weber de que «los facta jamás pueden dejar de ser ficta» porque lo son en un aquí y ahora, en función de la comunicación; o, dicho de otro modo, que la clasificación «fiction» y «no fiction» a la que tan dados son los anglosajones es pura palabrería).

Toda comunicación es mediada, pues, e implica su propia espaciotemporalidad. El problema surge cuando los medios, en este caso los medios de comunicación, abandonan su «función mediática y se convierten en el mundo del hombre: un mundo en cuyo exterior no existiría nada más que este mismo mundo». Y el ejemplo perfecto: las redes sociales. Todo este nos llevaría a la Psicopolítica de Byung-Chul Han. El otro gran problema es la caída en las (Galimberti) «comunicaciones tautológicas»: todos los medios «dicen y se dicen lo mismo». «Entonces, la mediación humanizadora que deberían propiciar las informaciones no se produce e incluso es posible que tenga lugar el efecto contrario: aislar más al individuo respecto a su mundo cotidiano, desvinculándolo a menudo de cualquier forma de responsabilidad ética o bien incitándolo a divertirse hasta morir.»

Aquí entra la cuestión de la emoción. El sentimiento fue progresivamente expurgado de la vida pública ante el avance de la razón y el progreso, «el pensamiento filosófico y político de la modernidad», pero ha ido volviendo hasta el punto de que la pregunta esencial entre individuos hoy en día es «cómo te encuentras», por lo que se habla de una «sociedad de la vivencia» y, en definitiva, el sueño máximo de todo producto es convertirse en o proporcionar «una experiencia». Esta «situación de psicologización general» no es algo único sino que siempre se ha dado en los momentos de crisis global de la sociedad, cuando las estructuras de acogida (familia, religión, política) se muestran incapaces de «conferir orientación y confianza» a sus miembros.

Por el hecho de constituirse como un ser fundamentalmente cultural, nunca ajeno a los «procesos de civilización» (Norbert Elias), siempre referido a una constelación de «habitus» (Pierre Bordieu), obligado a construir su espacio y su tiempo («habitar») (Maurice Merleau-Ponty), el hombre, desde el nacimiento hasta la muerte, va convirtiéndose en un ser acogido (o rechazado) en función de las transmisiones, sobre todo en forma de narración, que se le hace y que recibe y transforma de acuerdo con los retos y necesidades de su momento histórico. (p. 126)

Precisamente sobre la transmisión de estas «estructuras de acogida» trata el tercer ensayo, Tradición y pedagogía. «Somos receptores en la cuerda floja entre la permanencia y el cambio, entre la tradición y el progreso: eso constituye, en realidad, el verdadero fundamento de la tradición entendida como recreación, es decir, considerada como un factor imprescindible para que la vida en presente sea posible.» Aunque no seamos seres sólo presentes y también manifestemos nuestras vidas «en pasado y en futuro, rememoración y anticipación».

Lo que caracteriza a la moderna «sociedad de riesgo» es que impone la exigencia de vivir con una actitud constante de cálculo y ponderación respecto a las posibilidades y opciones de que se dispone. (…) hemos de evaluar la competencia de nuestras posibilidades en todos los órdenes de la vida, tenemos que elegir en medio del hipermercado en que se ha convertido el mundo moderno, hemos de preocuparnos de las consecuencias, quizás irreversibles, de la crisis ecológica, del envenenamiento general de las aguas y la amenaza nuclear, hemos de hacer frente a una concepción de la salud (y de la enfermedad) tecnificada, impersonal y alejada de toda preocupación humanista, hemos de competir con los otros por el lugar de trabajo, por el prestigio social, por la afirmación del propio yo. Todo conduce a pensar que nos encontramos situados irresistiblemente en el marco de un «estilo de vida darwiniano de vivir y competir», que asemeja nuestras supuesta civilizada sociedad del siglo XXI a una peligrosa jungla de asfalto. (p. 141-2)

Se trata, en definitiva, de una pérdida de confianza en las estructuras que debían representar al ciudadano y que están fracasando ante la complejidad del mundo actual (o ante el desequilibrio de poderes). En tiempos de crisis, como explica Duch, tampoco es inhabitual un retorno a lo mítico, los magos, las brujas, la visión new age del mundo, el chamanismo, las visiones alternativas, etc. Como medida pedagógica para hacer frente a esta «anomia» (en términos de Durkheim), Duch propone tanto el juego (el trabajo en equipo, la colaboración, y no la competencia desbocada) y los programas con argumento: que la educación coimplique una narración, y no una sucesión inconexa de aprendizajes.

«Recuperar la confianza, incluir cotas testimoniales en la profesionalización, establecer ámbitos sosegados, reconducir el frenético ritmo social de nuestros días, promocionar los lenguajes de la lentitud, sanar la espaciotemporalidad de los educandos, rehabilitar la narración; ésas son algunas de las tareas que, según mi opinión, harán posible que la pedagogía no sucumba a la tentación nihilista que, como lúcidamente lo detectó Nietzsche a finales del siglo XIX, ahora mismo está llamando a las puertas.» Sin embargo, ¿esto no es un retorno al pasado? Por un lado coincidimos plenamente con Duch en que nuestra sociedad se ha mercantilizado; leíamos hace poco con Harvey en Espacios del capital que el capitalismo siempre conlleva una aceleración del tiempo, amén del germen de la competencia, la oferta y la demanda, por lo que parece correcto tratar de frenar dicha mercantilización y todos sus valores asociados. Por el otro, sin embargo, ese eterno retorno a algo que ya pasó, unos tiempos de una cultura reposada que, simplemente, no tiene lugar hoy en día, ¿no es acaso eso, un anhelo? Tal vez sería adecuado buscar nuevas formas de implementar una cultura no basada en la valorización monetaria de todo producto o sentido pero capaz de hacer frente a la imposición del capital.

The Cultures of Cities (II)

Las culturas se forman como negociación entre los objetivos empresariales y la voluntad de los distintos grupos sociales; esa era la premisa de la socióloga Sharon Zukin que vimos en la primera entrada de The Cultures of Cities, un libro del año 1995 que estudia la formación de las diversas culturas en el espacio público de las ciudades. El primer capítulo acababa con la duda de cómo se forman algunos de los paisajes específicos del poder, por ejemplo Disney World o el Museo de Arte Contemporáneo de Massachussets, a los que Zukin dedica los capítulos segundo y tercero.

The landscape of Disney World creates a public culture of civility and security that recalls a world long left behind. There are no guns here, no homeless people, no illegal drinks or drugs. Without installing a visible repressive political authority, Disney World imposes order on unruly, heterogeneous populations -tourist hordes and the work force that caters to them- and makes them grateful to be there, waiting for a ride. (p. 52)

Disney World crea una representación de un lugar idílico (por eso Eco o Baudrillard hablan de «simulacro») para «las clases medias que han escapado de las ciudades a los suburbios». Es la ciudad que nunca podrá ser; recordemos que en Florida existe Celebration, una ciudad (comunidad) construida para aparentar ser la típica ciudad de los años 50 donde todo es hermoso. Como allí, en Disney World los trabajadores simulan ser parte del escenario, actúan para no romper el espejismo; y toda tarea ingrata, como la recogida de basuras, es cubierta bajo un manto de apariencias para que el espectador, que ha pagado su entrada para estar allí, no sea perturbado por la realidad.

The production of space at Disenyland and Disney World creates a fictive narrative of social identity. The asymmetries of power so evident in real landscapes are hidden behind a facade that reproduces a unidimensional nature and history. This is corporate, not alternative, global culture, created in California and replicated in turnkey «plants» in Florida, Japan, and France. We participate in this narrative as consummers. (p. 59)

En Disney World todo es lo que parece; es más, las cosas son más reales de lo que son en realidad, porque se han convertido en simulacros de sí mismas y forman parte de la hiperrealidad (Baudrillard): un castillo alemán es hermoso y nítido, mucho más que en la realidad, completamente desgajado de la significación del imperio prusiano que lo vio nacer en primer lugar; pura apariencia sin contexto.

Disney World: un lugar horrendo, afirman todas nuestras lecturas.

El tercer capítulo reflexiona sobre la construcción de un museo internacional en un lugar regional, casi rural: el Massachussets Museum of Contemporary Art en North Adams. ¿Cuál es el lugar de un museo internacional en un contexto mucho más pequeño? Desde el Guggenheim en Bilbao, y mucho antes, se ha usado la cultura como forma de situar un lugar específico en el mapa. Sin embargo, ¿es el MASS MoCA lo que necesitaba un lugar como North Adams? Esta pregunta sirve a Zukin para entrar en una reflexión sobre los contextos y el papel del arte.

Este mismo lo explora en el capítulo siguiente en un contexto mucho más urbano: el de Nueva York. La percepción de la cultura sufrió un cambio alrededor de los años 70: hasta entonces se consideraba una distracción, un lugar o actividad elegante al que acudir en ocasiones; un «fait accompli». Hoy en día es una herramienta que usan las ciudades para construir y configurar su imagen, a menudo con intereses comerciales o turísticos en mente. «Culture is both a commodity and a publig good, a base -though a troubling one- of economic growth, and a means of framing the city.»

La reevaluación inmobiliaria del barrio de SoHo a partir de la llegada masiva de artistas a sus lofts y la posterior gentrificación que sufrió la zona fueron un indicador de que las cosas estaban cambiando. Los museos se sumaron a la nueva ola, reconvirtiéndose en lugares de atracción de clases medias acomodadas (o clases culturales) al mismo tiempo que pregonaban abrirse a nuevas culturas y etnias. «On this point, the symbolic economy is consistent: the production of symbols (more art) demands the production of space (more space).» Los museos se convierten en polos de atracción de la ciudad (Viena o Berlín con la isla de los museos; y, por supuesto, el Louvre, el Británico, el MoMA o el Ermitage, por citar sólo algunos).

De ahí se pasa a percibir la propia ciudad como un museo, una muestra de la arquitectura y hasta la forma de vida de la antigüedad. En Nueva York existe una comisión que decide qué edificios es necesario salvaguardar (al menos, sus fachadas) debido a su interés visual y arquitectónico. Sin embargo, esta elección nunca carece de ideología y la mayoría de edificios catalogados son de clases medias o altas, dejando de lado, por ejemplo, el edificio en el que fue asesinado Malcolm X, relevante para los negros de la ciudad, pero no para las clases dominantes. Es la denuncia de Manuel Delgado que hemos recordado a menudo en el blog: Barcelona se reconstruyó a sí misma para mostrar con orgullo la historia de su burguesía, las Ramblas, el Liceo, el Paseo de Gracia; pero ha luchado con denuedo por esconder la historia de sus luchas y revoluciones obreras, de la explotación industrial o de los barrios más humildes, completamente saneados.

El quinto capítulo es un estudio sobre la segregación racial en los restaurantes. A menudo los puestos menos agradecidos los ocupan inmigrantes, algo que sólo ha hecho que empeorar en las tres décadas desde el estudio. Queda pendiente en el libro una reflexión sobre la situación social de los mismos: lugares de reunión y donde cerrar negocios, sin duda, y también donde ver y ser vistos. Pero convertidos hoy en otro polo de atracción de las ciudades, que presumen de las estrellas Michelin que ofrecen como de un activo más de la ciudad.

El sexto capítulo reflexiona sobre la importancia del acto de comprar en las ciudades. Recordemos que Hannerz destacaba el tráfico y la compra como las dos actividades habituales de las personas en sus entornos cotidianos que más realzaban el aspecto urbano: el tráfico, por la colisión con una gran cantidad de desconocidos que comparten, o conocen, unas reglas comunes; y la compra, por cómo en ella están implícitos los medios de producción y diferenciación laboral. Zukin reflexiona acerca de la figura del flâneur, que no deja de ser hombre, burgués e «imperialista» (por cómo ve el exotismo en todas las piezas llegadas de allende que se exhiben en los grandes almacenes). Luego compara las memorias de infancia de Walter Benjamin, Kate Simon y Alfred Kazin. En ellas siempre hay un lugar concreto donde se llevaban a cabo las compras familiares, el día a día, a pesar de las distinciones de etnia, clase y raza entre los tres autores. Zukin lamenta la lenta disolución del pequeño comercio en ramas o franquicias de otras grandes empresas a medida que la ciudad va cobrando mayor peso en representatividad y se ofrece como lugar de turistas o clases altas, y no como residencia a clases medias o incluso bajas. Lo denunciaba también Ian Brossat al hablar de la uberización de París.

El último capítulo, a modo de conclusión, reflexiona sobre el concepto de espacio público, en tanto que «lugar abierto a todos» o incluso el marco que permite contemplar la ciudad. Dice Zukin que el postulado con el que Manuel Castells inauguró la nueva sociología urbana de los 70 («there is no urban society separate from the capitalist economy») puede ahora ser reinterpretado como «There is no separation between modernism and urban culture», entendiendo «modernism» como la nueva forma de producción de la la economía simbólica.

There are many different «cultural» strategies of economic development. Some focus on museums and other large cultural institutions, or on the preservation of architectural landmarks in a city or regional center. Other call attention to the work of artists, actors, dancers, an even chefs who give credence to the claim that an area is a cener of cultural production. Some strategies emphasize the aesthetic or historic value of imprints on a landscape, pointing to old battlegrounds, natural wonders, and collective representations of social groups, including houses of worship, workplaces of archaic technology, and even tenements and plantation housing. While some cultural strategies, like most projects of adaptative reuse of old buildings, create panoramas for visual contemplation, others, like Disney World and various «historic» villages, establish living dioramas in which contemporary men and women dress in costumes and act out imagined communities of family, work, and play. The common element in all these strategies is that they reduce the multiple dimension and conflicts of culture to a coherent visual representation. (p. 271)

Acabamos donde empezamos la reflexión en la primera entrada: con la formación de las culturas urbanas.

I began this work by assuming that the meanings of culture are unstable. I am not saying that the term «culture» has many meanings. (…) I mean, rather, that culture is a fluid process of forming, expressing, and enforcing identities, whether this are the identities of individuals, social groups, or spatially constructed communities. (…)

If we apply to cities a sense of culture as a dialogue in which there are many parts, we are forced to speak of the cultures of cities rather than of either a unified culture of the whole city or a diversity of exotic subcultures. It is not multiculturalism or the diversity of cultures that is to be grasped; it is the fluidity, the fusion, the negotiation. (p. 290)

Espacios del capital (VI): la mercantilización de la cultura

Que la cultura se ha convertido en un tipo de mercancía es innegable. Pero también es creencia generalizada que hay en los productos y los acontecimientos culturales (ya sean artes, teatro, música, cine, arquitectura o más en general modos de vida, patrimonio, recuerdos colectivos y comunidades afectivas) algo muy especial que los aparta de mercancías ordinarias como camisas y zapatos. (…) ¿Cómo puede entonces reconciliarse la categoría mercantilizada de estos fenómenos con su carácter especial? (p. 417)

A la resolución de dicho dilema dedica David Harvey el último capítulo de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica (entradas I, II, III, IV y V). Empieza la argumentación presentando la renta de monopolio: «toda renta se basa en el poder de monopolio de propietarios privados sobre ciertas partes del planeta». Esta renta puede ser situacional, lo que supone que hay zonas más rentables que otras, por lo que un hotelero, por ejemplo, pagará un suelo más o menos caro en función de la cercanía a un centro de comunicaciones o a una actividad altamente concentrada; o directa, como cuando se vende un Picasso. De hecho, el Picasso se puede vender o exponer a precio de monopolio: puesto que sólo su propietario dispone de acceso a él, puede establecer el precio que considere adecuado para compartir ese acceso.

Pero existen dos contradicciones en esta renta:

  • La primera: por elevado que sea, el bien, el producto o la experiencia tiene que tener un precio de mercado: «ningún artículo puede ser tan singular como para quedar fuera del cálculo monetario». Y, por otro lado, cuanto más comercializables se vuelven los artículos, «menos singulares y especiales parecen», es decir: son menos valiosos.
  • La segunda: a pesar de vivir en un mundo neoliberal donde, en principio, prima la competencia, ésta siempre tiende al monopolio (o a la oligarquía) «simplemente porque la supervivencia de los más aptos en la guerra de todos contra todos elimina a las empresas más débiles», como hemos visto con la progresiva concentración de capital en casi todos los ámbitos empresariales (la evolución de internet de las puntocom a las grandes empresas que hoy la controlan, las cadenas hoteleras, medios de comunicación, farmacéuticas…).

De hecho, el capitalismo se ha ido monopolizando a medida que las limitaciones espaciotemporales han ido cayendo a los pies de las nuevas tecnologías. En el siglo XIX todos los bebedores de cerveza consumían cerveza nacional, al igual que pan, velas y la mayoría de los bienes, que eran producidos en sus proximidades y muy caros de transportar. A medida que el coste del transporte decrecía, las empresas locales se veían obligadas a competir con empresas de otra localidad, finalmente de otros países.

La globalización ha supuesto la extensión de las redes capitalistas a un mercado mundial que prácticamente lo abarca todo. Y «las patentes y los denominados derechos de propiedad intelectual se han convertido consecuentemente en un campo importante de la lucha para afirmar en general los poderes del monopolio». Es aquí donde aparece la nueva forma de «cultura»: como una palanca que se inserta en determinados entornos o productos con la intención de aportarles un plus de singularidad o autenticidad.

Recordemos que Manuel Delgado ya denunciaba el uso de la «cultura» (en concreto, de espacios vagos dedicados a la cultura) en la ciudad de Barcelona como la guinda que acaba la conversión de un barrio obrero en un barrio totalmente gentrificado: ejemplos son la Filmoteca del Raval, la Facultad de Geografía de la Universidad de Barcelona en el mismo barrio o el MACBA, o la reconversión de los museos en lugares de tránsito de los fieles, siempre adosados con uan cafetería en la que consumir y librerías donde adquirir arte.

Harvey usa un ejemplo similar: el vino. La cultura vinícola tiene una larga tradición europea, especialmente francesa (el exportador con mayor renombre), aunque se ha ido volviendo internacional. Llegó un momento en que los productores de vino acabaron en largos litigios internacionales por el uso de palabras que denotaban un pedigrí específico, como chateau, domaine o champagne. Francia pretendía arrogarse la distinción especial de un tipo concreto de vino mientras que otros productores pugnaban contra esa distinción (California, Australia). Sin embargo, más allá de un producto cualquiera, el vino tiene una gran tradición cultural: no sólo simbólica (la sangre de Cristo, Baco, Dioniso, las bacanales), sino también como signo de clase (se espera de alguien «con mundo» que sepa de vinos y pueda escoger un buen maridaje para cualquier ocasión). «El comercio del vino es una cuestión de dinero y beneficio, pero también de cultura en todos los sentidos (…) la perpetua búsqueda de rentas de monopolio supone buscar criterios de espacialidad, singularidad, originalidad y autenticidad en cada uno de estos ámbitos.» Es decir: no se busca sólo obtener beneficios, sino el control de las rentas de monopolio; quien controle el discurso, controla esas rentas, que sólo se obtienen si se consigue otorgar a un producto la calificación de «incomparable».

¿Y qué mejor producto para atribuirle esas rentas de monopolio que las ciudades? «En la mente de muchos, al menos, no habrá otro lugar como Londres, El Cairo, Barcelona, Milán, Estambul, San Francisco o cualquier otro que permita acceder a todo lo supuestamente exclusivo de esos lugares.» No se trata solamente de una pugna por el turismo internacional, que también, sino que «está en juego el poder del capital simbólico colectivo, de marcas distintivas especiales vinculadas a un lugar». Ello explica el ya mencionado efecto Guggenheim: la revolución que supuso para la ciudad de Bilbao la construcción del museo de Gehry y el deseo de muchas otras ciudades de emular dicha revolución y situar su ciudad en el mapa.

Harvey cita, muy oportunamente, el ejemplo de Barcelona como ciudad que ha sabido «amansar continuamente» capital simbólico y marcas de distinción: Gaudí, el MACBA, los Juegos Olímpicos, la Villa Olímpica, el modernismo, el mar. Sin embargo… «¿qué memoria colectiva hay que celebrara aquí (la de anarquistas como los icarianos que desempeñaron un papel tan importante en la historia de Barcelona, la de los republicanos que tan ferozmente lucharon contra Franco, la de los nacionalistas catalanes, la de los inmigrantes andaluces, o la de alguien como Samaranch, que durante mucho tiempo fue un aliado del franquismo)?» Es decir, ¿qué historia contamos, de las muchas que se han vivido en Barcelona? «Se trata de determinar qué segmentos de población deben beneficiarse más de un capital simbólico al que todos, a su manera específica, han contribuido».

Volvemos a las palabras de Félix de Azúa en Arquitectura de la no-ciudad: las ciudades actuales son resultado de una gran lista de elecciones que ha primado una versión determinada, y muy escogida, de sus historias; son más un simulacro que la realidad; pero son simulacros verdaderos, y «de ahí nuestro desconcierto».

Este proceso de mercantilización de todo producto es una apisonadora que va arrasando con la autenticidad (o supuesta) y la singularidad. Ya denunciamos en First We Take Manhattan cómo los barrios cuya población se opone a la gentrificación son, paradójicamente, los barrios más atractivos para los clientes de la gentrificación: porque se percibe en ellos un poso de autenticidad, de población autóctona que lucha por su ciudad; ¿qué puede haber más atrayente?

Pero la renta del monopolio es una forma contradictoria. Su búsqueda conduce al capital mundial a valorar iniciativas locales específicas (y, en ciertos aspectos, cuanto más específica sea la iniciativa, mejor). También conduce a la valoración de la singularidad, la autenticidad, la particularidad, la originalidad y cualquier otra dimensión de la vida social incongruente con la homogeneidad presupuesta por la producción de mercancías. Y para no destruir totalmente la singularidad que constituye la base de la apropiación de rentas de monopolio (…), el capital debe respaldar una forma de diferenciación y permitir desarrollos culturales locales divergentes y en cierta medida incontrolables, que pueden ser antagónicos a su propio funcionamiento estable. (p. 433)

Con esto, Harvey acaba con una nota de esperanza: deseando que estas fisuras que el propio capitalismo va generando, permitiendo o reforzando permitan «a un segmento de la comunidad interesada por las cuestiones culturales a ponerse del lado de una política opuesta al capitalismo multinacional».

Al intentar comerciar con los valores de autenticidad, ubicación, historia, cultura, memoria colectiva y tradición, [los capitalistas] abren un espacio de pensamiento y acción políticos dentro del cual pueden idearse y perseguirse alternativas. Ese espacio merece una exploración y un cultivo intensos por parte de los movimientos de oposición. Es uno de los espacios de esperanza claves para la construcción de un tipo de globalización alternativo. Uno en el que las fuerzas progresistas de la cultura se apropien de las fuerzas del capital, y no al contrario. (p. 434)

Clase cultural (II): la clase creativa toma las ciudades

El segundo artículo de los dedicados a la clase creativa de Martha Rosler (ya analizamos el primero en la anterior entrada, Clase cultural. Arte y gentrificación) empieza situando el concepto de clase creativa de Richard Florida:

[La clase creativa] incluye un amplio grupo de profesionales creativos de los negocios y las finanzas, asuntos legales, servicios de salud y campos afines que se dedican a resolver problemas complejos que implican una importante parte de juicio independiente y requieren altos niveles de educación o capital humano. Dentro de ella hay un núcleo supercreativo de personas en las áreas de ciencia e ingeniería, arquitectura y diseño, educación, arte, música y entretenimiento cuyo trabajo es crear nuevas ideas, nueva tecnología y nuevos contenidos creativos. (p. 117)

Una de las principales críticas que Rosler destaca contra el concepto de Richard Florida que tanto éxito ha cosechado es que se centra sólo en el estilo de vida o los gustos como clase de dichos creativos, nunca en su relación con los medios de producción o de control social. Es decir: la clase se define como target publicitario, más que como estamento social.

Si el concepto ha tenido tanta relevancia es porque ha puesto de manifiesto una nueva forma de urbanismo que quiere contentar a dichas clases creativas: ellos son los principales candidatos a trabajar para las grandes empresas multinacionales con sede en distintos países, pues son gente relativamente joven, con un amplio nivel educativo, que dedican tiempo y dinero al consumo cultural y de ocio: restaurantes, parques, eventos en su ciudad… Y, puesto que las empresas se suelen establecer en ciudades donde abunde su posible mano de obra, las ciudades encaminan parte de sus obras urbanísticas a contentar a la clase creativa: paseos peatonales, zonas de restaurantes y ocio en general, tiendas de cómics, vinilos, bares veganos; son ejemplos un poco al azar y que todos podemos reconocer en cualquier barrio gentrificado de cualquier ciudad.

Como sugiere Alan Blum, la obra de Florida está dirigida a un “segundo nivel” de ciudades que están buscando “una identidad (como si fuera una mercancía) que debe ser fabricada con los materiales del presente”. Las ciudades de segundo nivel tienden a glorificar la acumulación de amenities como un medio para salvarse de una historia sin relieve, o como una oportunidad para desarrollarse y establecer una cierta flexibilidad económica. La crítica de Blum pone énfasis en la chata banalidad de la visión de la ciudad que ofrece Florida, en su carácter no dialéctico y en su borramiento de la diferencia en favor de la tranquilidad y la predictabilidad, desde el momento en que encarna como política el sueño infantil de recrearse a uno mismo de forma perpetua. (p. 121)

Como destaca Rosler, bastante de este tema ya lo trató Sharon Zukin en su famoso Loft Living: la aparente reconquista del núcleo urbano por parte de la clase media que es, en realidad, una reconquista para las clases altas. Los artistas llegan a un barrio obrero y,más que pavimentarlo, lo infiltran con cafés, bares hípsters y negocios de ropa provistos a su gusto”. Estos barrios, sin embargo, siguen teniendo su carácter, su grit, su personalidad, algo propio; que, poco a poco, en su búsqueda precisamente de esa personalidad, los artistas y primeros colonos de esta nueva frontera urbana (nos referimos ahora a Neil Smith, en un libro que pronto reseñaremos) van desgastando, destruyendo hasta dejar una zona pacificada, neutra y segura que las clases altas pueden ocupar tranquilamente. A su debido tiempo, los artistas y precursores son expulsados de estos barrios ya pacificados para las clases altas sin ser conscientes, en general, del papel que han jugado en la transformación del barrio y la expulsión de sus primeros moradores.

Este nuevo urbanismo, además, genera una distinción entre una clase más desarrollada que puede beneficiarse de los cambios en la ciudad y la clase menos favorecida, que se ve excluida y debe apartarse; al fin y al cabo, la clase creativa debe ser atraída, mientras que los trabajadores de los servicios ya llegarán por su propio pie.

El tercer y último capítulo de los dedicados al concepto de clase cultural se titula Al servicio de la(s) experiencia(s) e indaga en el papel de la cultura, el arte y los museos en todo este embrollo urbano. Empieza con la diferencia entre el siglo XIX, cuando las mujeres subían a las azoteas a tender la ropa con sus hijos y charlaban entre ellas, y finales del siglo XX con la resurrección de la High Line, la vía férrea abandonada reconvertida en delicioso jardín por el que pasear que ha disparado el precio de todos los inmuebles a su alrededor y cuya evolución es similar a la de los paseos marítimos de las ciudades occidentales: de barrios de industria, bullentes de actividad pero sin ningún atractivo especial, más allá de esa actividad industrial y toda su vitalidad adyacente, a nuevas zonas de ocio para las clases pudientes y medio altas. “La orilla, que alguna vez representó la peligrosa línea divisoria entre nuestro mundo y el inframundo, entre la seguridad y lo desconocido, hoy promete aventuras agradables como viajes o paseos a la playa” (p. 141).

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Por doquier, especialmente en aquellos barrios de donde las clases trabajadoras han sido expulsadas, se forman jardines comunitarios, naturaleza controlada para los gustos de una clase muy concreta que poco a poco van colonizando el gusto general de la ciudad y que no deben dejar de ser vistos, en palabras de Rosler, como “fenómenos atados a un desplazamiento en la composición de la clase del tejido urbano”. Los mercados de verde o de proximidad, los toboganes completamente higienizados y seguros, el carácter suburbano que va impregnando la ciudad devienen ”un jardín cultivado, un zoológico bien administrado en el cual cada uno, junto con su vecino o vecina, está en exhibición en el arte de crearse a sí mismo”.

Un ejemplo de todo esto y una transición hacia la siguiente parte del ensayo, que trata el tema del arte, lo encuentra Rosler en The Gates, un proyecto de Christo y Jeanne-Claude para el Central Park de Nueva York que consistía en llenar diversos paseos del parque de estructuras de ropa naranjas, similares a las puertas torii japonesas, y que para Rosler subrayaba el papel de la autoapreciación narcisista de las clases burguesas contemplando sus propios paseos, contemplándose a sí mismos paseando. El espacio público de la ciudad ha dejado de ser el lugar donde formarse como ciudadanos de la polis para convertirse en una serie de fantasías de seguridad y experiencias de ocio superpuestas. De ahí al deseo, cada vez más profundo, por crear comunidades intensas, por hacer barrio, por volver a una Gemeinschaft cada vez más mitificada y falseada.

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La búsqueda de la experiencia, lo denomina Rosler siguiendo un artículo de Jeremy Rifkin del año 2000 llamado La Era del Acceso. Los museos han pasado a formar parte de estas experiencias: de lugares de contemplación estética a recorridos donde al visitante se lo guía desde que entra hasta que sale para que vea la exposición adecuada, pase por la cafetería, se lleve algún libro o catálogo de recuerdo. Los museos se han abierto y ocupan la plaza, se convierten en templos de la cultura donde lo importante no es mostrar arte a los ciudadanos sino invitarlos a formar parte de la experiencia. La reflexión que ofrecen debe de ser la justa, no sea que incomoden; pero, como también destaca Rosler, todos los estereotipos forman ya parte del todo, los punks no son rebeldes sino un nicho del mercado para aquellos que quieren poner de manifiesto sus ganas de rebeldía; volvemos al espectáculode Debord, si es que acaso lo dejamos alguna vez.

El profesor Florida desarrolló una nueva teoría basada en vender a los planificadores urbanos esa diversidad de gente joven, generalmente subempleada -así como otras subcategorías culturales como los gays, que también tendían a congregarse en lo que solían llamarse barrios bohemios-, como un remedio infalible contra la obsolescencia de sus ciudades (o vendérsela en apariencia, porque aquí opera una táctica de gato por liebre). Su libro La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y ocio en el siglo XXI ofreció un giro nuevo y astuto en la evangelización de los negocios al crear una nueva y pegadiza forma de pensar el márqueting de las ciudades como márqueting de los estilos de vida -muy a la manera en que Theodore Levitt lo había hecho para pensar el márqueting empresarial-, ayudando así a los administradores, a menudo desesperados, de la ciudad. (p. 206)

Elogi del vianant, de Manuel Delgado: del «modelo Barcelona» a la Barcelona real

Elogi del vianant. Del «model Barcelona» a la Barcelona real es un libro publicado en 2005 por Manuel Delgado donde analiza el camino tomado por la ciudad, especialmente desde los 80 hasta principios de este siglo. Sin duda ahora, 15 años y dos crisis después, su crítica sería otra, o sería más punzante, pues la situación sólo parece haberse agudizado.

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La introducción deja claro el lugar en el que se sitúa Delgado para lanzar su crítica: en uno donde se respetan las acciones llevadas a cabo desde el urbanismo y el poder sobre la ciudad; pero también donde se les reprocha no haber tenido en cuenta lo que es la verdadera Barcelona, o un aspecto esencial de los muchos que tenía, en aras de vender un modelo idealizado (y completamente mercantilizado) de ciudad fashion o, en una traducción libre, de ciudad global. En sus propias palabras: «Lo que se reclama es que las planificaciones planifiquen la ciudad, pero que dejen que la ciudad respire también por sus errores y fracasos, que la idea global de ciudad sea también compatible con los espacios intersticiales donde todo está siempre a punto de suceder. Que la arquitectura reclame su jurisdicción sobre las casas, pero no sobre los cuerpos. No lo mismo intervenir en la ciudad, que intervenir la ciudad.» (p. 16).

Cómo negar la importancia y el valor de los polideportivos, las zonas verdes, los carriles bici, los numerosos aciertos arquitectónicos, las escuelas, la ampliación de la red de transporte público, las bibliotecas, los centros cívicos, los equipamientos culturales? La cuestión es que no se puede estar seguro de que la finalidad de todas estas mejoras no haya sido en gran medida la de mejorar también la oferta de la ciudad, hablando puramente en términos mercantiles. Todas las obras, las iniciativas, las infraestructuras, las rondas, los grandes edificios culturales, la producción de espacios públicos, parecen responder sobre todo a la preocupación por vender mejor -y más cara- la ciudad a sus propios ciudadanos, así como a los turistas y los inversores extranjeros, es decir, a estimular el consumo de ciudad y favorecer las expectaticas especuladoras.

[…] Barcelona es una modelo o mejor una top-model, una mujer que ha sido preparada para permanecer permanentemente atractiva y seductora, que se pasa el tiempo maquillándose y poniéndose guapa ante el espejo para luego ser exhibida en una pasarela destinada a las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana. Es la Barcelona-éxito, la Barcelona que está de moda -o que es una moda, como se prefiera-, como lo demuestra la fascinación que ejerce en los turistas de alrededor del mundo que la visitan. Por último, Barcelona es prototipo de la ciudad-fábrica, urbe devenida enorme cadena de producción de sueños y simulacros, que convierte su propia mentira en su principal industria y que convierte su componente humano en un ejército de obreros-prisioneros, productores y al mismo tiempo vendedores de su propia nada. Para que nadie se distraiga de esta tarea fundamental -producir y vender sin descanso-, un mecanismo panóptico no pierde de vista nada de lo que sucede en las calles y las plazas de la gran factoría, vigilando que toda espontaneidad quede conjurada, toda rebeldía abortada y ninguna desobediencia sin castigo, convirtiendo la ciudad en una cárcel donde solo los sumisos viven contentos. (p. 17).

No se puede hacer mejor resumen que el anterior: Barcelona, en sus ansias por convertirse en un destino atrayente, se ha preocupado tanto de proyectarse al exterior y de saberse vender que ha muerto por su propio éxito, convirtiéndose en una ciudad difícil de habitar, plagada de extranjeros e inversión rentable para los fondos de inversión o para que a cualquiera le salga más a cuenta establecer un piso de Airbnb para turistas que una residencia para habitantes de la ciudad. Estos problemas no son propios sólo de Barcelona, y muchos de ellos han acabado siendo algunos de los principales problemas de las ciudades actuales, pero ya apuntaban maneras en 2005 en la ciudad condal.

Una de las principales denuncias de Delgado es que precisamente los poderes públicos, los que debían velar por todos los ciudadanos y protegerlos, entre otras, de los desmanes inmobiliarios, han sido los aliados de estos últimos en la desmantelación de parte de la ciudad. Ya hablamos del trasvase del Barrio Chino al Raval, el nuevo centro gentrificado e higienizado de la ciudad, en nuestra reseña del libro First We Take Manhattan, de Daniel Soriando y Álvaro Ardura. Pero, además de su papel como impulsora de la gentrificación de distintas zonas, por acción u omisión, las autoridades también han colaborado destinando la mayor parte de las inversiones a grandes obras faraónicas  destinadas a edificios empresariales: la torre Mapfre, la torre Agbar, Gas Natural; centros comerciales como Diagonal Mar o La Maquinista, encargados también de borrar todo rastro de la historia de la ciudad.

Y es que la rehabilitación no sólo debía ser formal; tenía que ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era sólo la pobreza y la marginación: era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el proceso de gentrificación, la distribución de templos levantados en honor a la cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de las energías malignas que habían poseído al barrio y que conformaban lo que Garry McDonogh llamaba una auténtica «geografía del Mal». (p. 39).

Volveremos luego al tema de la cultura; pero la denuncia aquí se centra en cómo cada nueva infraestructura se usaba, además de como forma de obtener dinero, como modo de enterrar una parte de la historia de la ciudad, la que no interesaba que formase parte del discurso con el que se vende el modelo Barcelona. La Maquinista, por ejemplo, obvia que se levanta en terrenos que habían visto grandes luchas obreras, como Diagonal Mar no hace ninguna concesión en su diseño al hecho de que se levanta junto a La Mina, un barrio que siempre ha sido considerado el peor de Barcelona, aquel donde habitan «clases peligrosas»; o sea, gitanos y delincuentes. Los centros comerciales se convierten, así, y tomando el nombre de uno de ellos, en islas que se levantan en medio de la nada, dotadas de una oferta de ocio, consumo, entretenimiento y fast-food que no necesita más condimentos para funcionar.

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Torre Agbar, que al principio a nadie le gustaba pero acabará siendo parte de la ciudad, probablemente

De hecho, sigue Delgado, cada uno de estos centros comerciales se convierte en un agujero, un vacío, un paisaje ausente, pues ni se relaciona con el resto de la ciudad ni aporta memoria o personalidad. No lugares, en definitiva, que parecen apoderarse poco a poco de todo el territorio, y este no es un problema exclusivo de Barcelona. Los pasillos de los aeropuertos, de las estaciones de ferrocarril, van poco a poco convirtiéndose en terreno comercial; como sucede con los centros de las ciudades y algunas de sus zonas. Paseo de Gracia, el Portal del Ángel, la calle de Hostafrancs… no es baladí que el lema de Barcelona haya sido, durante muchos años: «Barcelona, la millor botiga del món» (Barcelona, la mejor ciudad del mundo).

No es baladí, tampoco, que se prohíba tender la ropa en los balcones que dan a calles turísticas o que se intente desesperadamente esconder centros como los Encantes, que se han convertido en un embudo moderno y ridículo que se enrolla sobre sí mismo en la zona de las Glorias. Oriol Bohigas, responsable de urbanismo en la ciudad durante muchos años y gran figura tras todo este proyecto, denunció en su momento el «síndrome Pessoa» como esa melancolía abrumadora ante todo cambio en la ciudad. Nada más lejos, argumenta Delgado: lo que se ha hecho en Barcelona es liquidar la cultura de una de las ciudades más vibrantes del sur del Mediterráneo «en nombre de un proyecto politicourbanístico que no prevee la existencia de una sociedad naturalmente alterada y conflictiva». Se ha obviado que los barrios habían sido, hasta recientemente, puentes de civilidad, de vínculos ciudadanos, nexo de unión entre aquello completamente privado (el hogar) y aquello público (la calle, el centro cívico, los otros barrios, la totalidad de la ciudad).

El capítulo segundo se centra en el gran adalid que sirve para desestructurar barrios enteros: la cultura, una «noción fetiche». ¿Qué es la cultura?, se plantea Delgado. Para los antropólogos, la cultura es el medio en que una sociedad existe y se relaciona con otras y consigo misma; recordemos el uso que hacía Lluís Duch del término en su maravilloso Antropología de la ciudad. Se habla, hoy en día, de políticas culturales, iniciativas, gestión, promoción, industrias, agentes, sectores… que se materializan en equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, plataformas… todos ellos culturales, por supuesto.

En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como culturales se insinúa el más mínimo intento por establecer qué es lo que hay que entender con el término cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad absoluta. En la práctica, lo que se incorpora en este territorio supuesto como segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las revistas especializadas llamadas culturales o las secciones o suplementos de cultura de la prensa periódica: libros, artes plásticas, «pensamiento», música clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos… Esta idea corresponde bastante con la idea de la cultura de élite, que podríamos designar como Cultura, en mayúsculas, para distinguirla de otras expresiones formales de amplia aceptación por parte del público en general y que suelen agruparse bajo el título -tampoco demasiado claro- de cultura de masas, las manifestaciones más despreciables de la cual serían las que se clasifican como kitsch, horteras, cursis, snobs, etc. (p. 65)

Se asimila, entonces, la cultura con lo que tradicionalmente se conoce como highbrow, en contraposición a la middlebrow o lowbrow. La Cultura es, pues, todo lo mencionado anteriormente, lo que eleva, lo que mejora al ser humano; ¿pero no lo que gusta a una mayoría? Delgado lleva a cabo un símil entre aquellos que consumen dicha cultura como los fieles que asisten a los templos, donde son imbuidos de una verdad trascendente en medio de espacios amplios y de luz difusa: evoquemos cómo son los museos, teatros y festivales de hoy en día. Para relacionarse con dicha entidad sobrenatural existe una casta de mediadores, los funcionarios por un lado, los artistas por el otro «que comunican instancias que, si no fuese por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura, por un lado, y la vida ordinaria de los simples mortales, por el otro, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de que trata la teología católica, las imágenes o los objetos que hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales» (p. 69).

La Cultura se promueve, solamente, des de las instancias políticas, es un ámbito institucional; y, sin embargo, sus beneficios van directamente a entidades privadas, además de los servicios asociados, como cafeterías o librerías que se instalan cerca o directamente en los museos. Y además en su nombre se levantan edificios por toda la ciudad que dotan de una pátina de proceso completado todos aquellos desmanes inmobiliarios llevados a cabo: la Filmoteca en el Raval, como ya comentamos; pero también la Facultad de Geografía y Filosofía o la Escola Massana o el CCCB y el MacBa anteriormente.

El gran desmán urbanístico de Barcelona, por supuesto, fue el Fórum de las Culturas de 2004. Si los Juegos Olímpicos aún eran una buena excusa para modificar la ciudad y situarla en el mapa (oportunidad que se aprovechó, de forma innegable) y Barcelona los usó para reconvertir toda su zona portuaria, amén de otras construcciones, el Fórum fue una invención ridícula, nunca bien explicada, con la que justificar la promoción del final de la Diagonal vendida con la excusa de «reconectar Barcelona con el mar». Como si alguna vez hubiesen dejado de estar conectados, cuando está ahí, a un tiro de piedra de todo el litoral. Pero reconectar significa, en el lenguaje oficial, desparasitar, vaciar de clases bajas y llenarlo de formas de obtener dinero y de territorializarlo adecuadamente para las clases medias y el consumo. Se levantaron edificios cuyo espacio físico se asienta en unos parques vallados que se cierran cada noche, volviéndose privados. Se erigió un centro comercial de espaldas a la zona y se levantó un monumento a las Culturas (¿?) que permanece a día de hoy como espacio vacío donde llevar a cabo, de forma puntual, conciertos multitudinarios y poco más.

03

«La identidad es una estructura, por mucho que sentimentalmente a menudo se nos presente bajo el aspecto de una esencia.» Y la identidad de Barcelona ha sido modificada, a golpe de intervención, para olvidar tanto su pasado obrero y revolucionario como sus puntos canallas y oscuros en un movimiento que Delgado asimila al de la creación de los nacionalismos en pleno siglo XVIII y XIX: las ciudades son las nuevas patrias en el siglo XXI, y requieren de una invención histórica y cultural similar a la que requirieron en su momento los estados. No olvidemos, además, que la identificación de Barcelona con la de Cataluña deja en la cuneta todo el resto del territorio catalán, convertido a las ciudades del interior (y no hablemos ya de las otras provincias) en colonias y ciudades dormitorio sin vida propia.

Apuntes con los que terminar:

  • Un detalle muy significativo que ya salió a colación en la reseña de Ciudad líquida, ciudad interrumpida: la demonización constante de las fiestas de San Juan y las Fiestas de Grácia que se lleva a cabo por parte de las autoridades. Cada verbena de San Juan amanecemos con imágenes en todos los periódicos de los desperdicios que llenan la playa, para evidenciar lo incívica y costosa que es esta fiesta; ¿por qué no vemos nunca los desperdicios de la celebración de una Liga del Barça o de un Festival musical celebrado en cualquier parte de la ciudad? Porque la primera es una fiesta ajena al ayuntamiento, que pertenece a la ciudadanía y se celebra a espaldas de las autoridades, y las otras son fiestas oficiales; y o bien no generan dinero, o no forman parte del discurso que Barcelona se explica a sí misma y al exterior.
  • «Todo monumento -Lefebvre lo entendió inmejorablemente- expresa la voluntad de afirmar con la máxima rotundidad un principio debido a Hegel: el Tiempo histórico engendra el Espacio el cual se extiende y sobre el cual reina el Estado. El monumento siempre es una erección no sólo en sino también del territorio. Proclama la centralización machista que coloca su propio falo en el centro del universo, cetro que reclama la monarquía absoluta de lo Único. (…) Es el Poder del padre: la ciudad fálica. A su alrededor, sin embargo, se extienden inquietantes todas las expresiones de la Potencia. A pie de calle, todo son intersticios, grietas, agujeros, ranuras, intervalos, huecos… La ciudad profunda y oculta, la república del Múltipe. Lo uterino de la ciudad.» (p. 129)
  • «Como escribió Maurice Halbwachs a principios de siglo, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva.» (p. 133) Pero no todo aquello que es colectivo tiene por qué ser común, destaca Delgado.
  • «En Barcelona se pueden observar los efectos de una convicción que un buen número de urbanistas y arquitectos suelen tener respecto a que la disposición conceptual de las construcciones determina de un modo casi irrevocable la forma como se llevarán a cabo en ellas, o a su alrededor, las actividades sociales.» (p. 137). Estas palabras nos recuerdan a las de Jan Gehl cuando mostraba fotografías de los senderos que los peatones trazan sobre el césped cuando corrigen a los urbanistas y toman el camino más directo entre ambos puntos, huyendo de los ángulos rectos que tan hermosos quedan en las maquetas pero tan poco útiles son a los peatones sobre el mapa de la realidad.

Construir, edificar, delinear calles implica siempre la aspiración a someter la incerteza de las acciones humanas, a prever y exorcizar los imprevistos caóticos que siempre acechan, a mantener a ralla las potencias disolventes, dotar de perfiles todo lo que no tiene forma ni destino.

[…] Walter Gropius reconocía que la arquitectura y el urbanismo debían servir como instrumentos al servicio de la victoria final de Apolo sobre Dioniso, es decir, de la belleza y lo orgánico sobre la desmembración de los vínculos sociales, sobre la «disolución general del nexo cultural, que ha hecho que el hombre moderno haya perdido su sentido de la totalidad» [Walter Gropius: Apolo en democracia]. Esto se traduce en una verdadera vocación pacificadora de lo urbano, entendido como aquello magmático, inorgánico y desregulado que se produce constantemente en una ciudad. El plan urbanístico y el proyecto arquitectónico sueñan una ciudad imposible, una ciudad dotada de espíritu, perpetuamente ejemplar, un anagrama morfogético que evoluciona sin traumas. El arquitecto y el urbanista saben qeu la informalidad de las prácticas sociales es, por principio, implanificable e improyectable. La vida urbana es su pesadilla.

Y es que los planificadores y proyectores creen que son ellos los que hacen la ciudad, y hablan de ella como forma urbana, dando a entender que lo urbano tiene forma. Se engañan: es la ciudad la que puede tener forma; en cambio, lo urbano no tiene forma, sino que es pura formalización ininterrumpida, no finalista y, por ello, nunca finalizada. (…)

Babel -la ciudad que Yahvé ordenó construir a Caín después de la caída- es el contrario negativo de Jerusalén. Si esta es la plasmación urbanística del orden celestial, Babel se funda sobre una blasfemia suplantación-exclusión de Dios. Iniciadora de una saga de ciudades malditas, las ciudades-rameras -Sodoma, Gomorra, Babilonia, Roma-, Babel es la antiutopía por antonomasia, el reverso en clave humana del proyecto sagrado de espacio social. Babel es un espacio sin códigos ni territorios, escenario de una hibridación generalizada y de todo tipo de incongruencias. Frente a la ciudad politizada -prístina y esplendorosa, comprensible, apaciguada, lisa, ordenada, dividida en «comarcas fáciles pero no por eso accesibles», la ciudad socializada, aquello que Foucalt llamó heterotopía, lugar caótico pero autoorganizado, saturado de signos flotantes, ilegibles, sobresalientes de una multitud anónima y plural hasta el infinito. (p. 148 y ss)

Antropología de la ciudad, de Lluís Duch

Lluís Duch, recientemente fallecido en 2018, fue un monje de la abadía de Montserrat, teólogo y antropólogo. Además de multitud de estudios sobre temas diversos, se centró especialmente en la antropología alrededor del ser humano: su cuerpo, sus ámbitos de existencia y expresión, la vida cotidiana y la comunicación.

En 2015 publicó Antropología de la ciudad, un enorme estudio dividido en 4 capítulos. El primero aborda la cuestión de la relación entre la naturaleza y la cultura, en la que entraremos a continuación. El segundo, el espacio y el tiempo de la ciudad. El tercero la ciudad como lugar donde se desarrollan el tiempo y el espacio humanos por antonomasia, y el cuarto la ciudad como entidad histórica y su evolución.

Hay que destacar, antes de entrar en materia, la enorme capacidad intelectual de Lluís Duch y su vastísima erudición: parece que todos los estudios de los que hemos oído hablar en este blog los había leído, analizado, estudiado y catalogado, amén de una enormidad que nos era desconocida; la simple bibliografía del libro da para años de estudio alrededor del tema de la ciudad, ¡bienvenidos sean!

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Sin más, damos paso a sus palabras en la Introducción.

Nuestro punto de partida ha sido que, desde las configuraciones urbanas más primitivas, la ciudad ha constituido la máxima expresión de la presencia cultural del ser humano en el mundo como diseñador y «constructor natural» de artificios. Una presencia cultural, debe añadirse, propia e insuperable del ser humano que en realidad ha establecido, en cada momento histórico, cuáles son las dimensiones de su auténtica naturaleza, caracterizada por estar siempre históricamente situada y sometida incesantemente a las irrupciones imprevistas y desconcertantes de las mil fisonomías de la contingencia. Al mismo tiempo, esta incesante contextualización biográfico-histórico-cultural de la naturaleza del hombre constituye una muestra de la radical insuficiencia del instinto humano (la «transanimalidad», en terminología de Hans Jonas) para tomar posesión, construir y organizar humanamente la habitabilidad de su mundo cotidiano. Esta reflexión se convertía además en una confirmación explícita de la artificiosidad como la forma genuina e inevitable de presencia del hombre en la realidad mundana que es, siguiendo el pensamiento de Helmuth Plessner, una de las expresiones más convincentes de la excentricidad del hombre, la cual, a diferencia de los otros seres vivos, constituye su especificidad característica.

A partir de estas consideraciones, hemos comprobado la importancia excepcional de una de las cuestiones más controvertidas (sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX) y al mismo tiempo más ineludibles para cualquier praxis antropológica: las relaciones humanas entre naturaleza y cultura. Según creemos, estas relaciones son determinantes para diseñar el marco idóneo de cualquier forma de discurso antropológico. (p. 20).

Cultura entendida como todo aquello que ha producido el hombre en un contexto determinado: «… habida cuenta de que para el ser humano no hay -no puede haber- ninguna posibilidad extracultural, nos hemos interesado en temas como la burocracia, la vigilancia, la globalización, la identidad, el paisaje, etcétera, que inciden con intensidades, a menudo no debidamente calibradas, en la vida cotidiana de individuos y grupos humanos.» (p. 23). Es cultura la disposición de los asientos en un vagón de metro, físicamente, sí, pero también de las personas que alternativamente los van ocupando y sus posibles preferencias y cesiones; pero también del billete, de la disposición de la estación, de la existencia del dinero; cultura es todo aquello que el hombre desarrolla para acomodarse en el mundo.

Duch termina la introducción con la que es, a su parecer, la tarea de un antropólogo, «por lo menos es lo que creemos que se desprende de nuestra concepción de la antropología, es un diseño del marco general donde se sitúan las transmisiones de todo tipo que son, positiva y/o negativamente, factores constituyentes de las múltiples relaciones que se entretejen en la vida urbana de individuos y colectividades. Se trata, en consecuencia, de establecer los ejes fundamentales de la configuración espaciotemporal, siempre polifacética y amenazada por la anomía, de la realidad y de su intérprete por excelencia (el ser humano), en cuyo interior, por parte de individuos y grupos humanos, en la variedad de espacios y tiempos, sin posibilidad de eludir los estragos de la contingencia, se inscribe en la ciudad histórica y biográficamente, con sus luces y sus sombras, la convivencia o malevolencia humanas.» (p. 25).

Y con ello da paso al primer capítulo, donde entra de lleno en materia: «Directa o indirectamente, en la ciudad, antigua y moderna, la controversia sobre lo que es natural (naturaleza) y lo que es artificial (cultura) ha tenido siempre una gran actualidad.» El propio término naturaleza tiene dos orígenes, el griego y el semítico. En el primero, phýsis, hace relación al mundo tal como es, el devenir que en él sucede, que dará paso al natura latín, término más amplio pero similar. En cambio, en la visión semita del mundo, la naturaleza es una criatura de Dios, «el efecto directo de la omnipotencia de su voluntad» (p 35). «En Occidente, sobre todo a partir de Descartes, el ser humano no se incluye en la naturaleza, sino que se comporta como un observador neutral que la contempla desde fuera, la manipula e incluso la explota como si se tratase de un objeto completamente ajeno a su humanidad.»

«A partir de la influencia que ha ejercido el universo cristiano-semita en la cultura occidental clásica, resulta muy comprensible que se haya producido la tajante separación entre el mundo natural, es decir, el ámbito del mundo físico regido por la sola causalidad mecánica, y la sociedad, es decir, el ámbito del pensamiento y la acción de los hombres orientados hacia objetivos concretos.» (p. 37). Se ha ido dando, sobre todo con la llegada y paso de la Ilustración, un progresivo «desencantamiento del mundo» que ha generado la necesidad de una estetización constante. «En efecto, el sujeto burgués -porque continuaba siendo alguien irreducible a la mera problematicidad- no podía dejar de diseñar y utilizar un conjunto de emblemas, anagramas y figuraciones referidos alusivamente a «otro» mundo y que además le permitiesen articular praxis de dominación de la contingencia. La estetización de la realidad (incluido, en primer lugar, el mismo hombre) no es sino compensaciones por la pérdida del carácter polifónico y numinoso de la realidad humana, y es, en ese preciso momento, cuando por parte de la burguesía triunfante se da un paso con una innegable impronta teodicéica: lo «estético» se convierte en «anestésico».» (p 42).

Precisamente un retorno a la naturaleza es lo que se busca en tiempos de crisis globales, cuando se percibe que la ciudad se llena de espacios públicos abstractos y «sin caracteres familiares e identificadores» (los no lugares de Marc Augé). En estos casos, dicho retorno obedece o bien a que se anhela la recuperación de una naturaleza ideal (la edad de oro primigenia) o bien porque se aborrece la configuración actual de parte o la totalidad de la sociedad, tachándola de «antinaturales». De ahí tanto la ecología como la necesidad del paisaje urbanos.

A continuación Duch pasa a la etimología y el posterior desarrollo del término cultura, la confrontación entre la civilisation y la Kultur, temas enormemente interesantes pero que se nos alejan algo del objeto del blog, y finalmente pasa a la relaciones entre cultura y poder, burocracia, vigilancia, artificiosidad y urbanidad.

De la relación entre cultura y poder nos quedamos con un apunte de Elias Canetti citado por Duch (p. 91). «Teniendo en cuenta la circunstancia de que Kafka teme el poder en cualquiera de sus manifestaciones, teniendo en cuenta la circunstancia de que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, lo reconoce, lo señala o lo configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptaría como algo natural.» (Elias Canetti, El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice).

El proceso de burocratización que se impuso en las postrimerías del siglo XIX fue el producto de cuatro factores conjugados, que se reforzaron mutuamente entre sí:

  1. la «taylorización» y la organización del trabajo en la empresa de tipo capitalista, acompañada de poderosas concentraciones empresariales con la consiguiente formación de grandes agrupaciones (trusts) productivas;
  2. el desarrollo de la incesante de la legislación social, que provocó un aumento de la burocracia dedicada a la administración y la vigilancia de las nuevas realidades sociales;
  3. el crecimiento del intervencionismo estatal en la economía, que se concretó a menudo en la nacionalización de algunos sectores clave como los ferrocarriles y los carburantes;
  4. el desarrollo de los grandes partidos de masas, que implicó la consolidación de la burocracia interna de su aparato administrativo y también del de los sindicatos, que tenía como misión primordial no el bienestar de sus asociados, sino asegurar el éxito en las contiendas electorales. (p. 95).

Citando La máquina burocrática, de González García, «tanto la monarquía guillermina [de Alemania] como la doble monarquía del Danubio [Austría-Hungría] basaban su poder en la centralización administrativa y en la jerarquía funcionarial.»

Precisamente «el pensamiento de Weber se refiere a la singularidad de la cultura occidental frente a todas las otras culturas antiguas y modernas: la racionalización como proceso imparable que ha intervenido en todas las esferas y etapas de la cultura occidental (…) La administración de la vida urbana ha dado lugar a un anonimato generalizado en las relaciones humana, constata Weber. La función de la vecindad, tan decisiva en otros tiempos para individuos y colectividades, ha dejado prácticamente de existir. Al mismo tiempo ha provocado, vistas las cosas superficialmente, el progresivo deterioro de los elementos mágicos y numinosos del entramado social, provocando a menudo el retorno de lo reprimido que se creía definitivamente suprimido. Señala que la burocratización moderna es un producto típico de la «racionalidad instrumental» que es el tema central y el gran principio que define a las sociedades modernas.» (p. 97).

Prosigue el tema con un repaso a Hannah Arendt y sus estudios sobre la banalización del mal y cómo la «banalidad burocrática» que mostró Eichmann durante el juicio en Jerusalén fue el motor de la «banalidad del mal». «La ideología burocráctica actúa mediante el distanciamiento de la acción burocrática respecto a los efectos que produce; estos, en realidad, son «moralmente inapreciables» e «invisibles» para el burócrata, ya que no hay ningún vínculo visible entre la intervención burocrática y los sujetos (convertidos en meros objetos) que experimentan en sus carnes las fatales consecuencias de las decisiones de aquellos.» (p. 105). Sólo ello explica cómo una sociedad tecnológicamente tan avanzada fue capaz de un acto de tal crueldad como el Holocausto: porque la mayoría de los que formaron parte de él «no dispararon rifles contra niños judíos ni vertieron gas en las cámaras […] sino que redactaron memorandos, elaboraron proyectos, hablaron por teléfono…»

El proceso burocrático, señala Duch, es que separa el «mundo vital» de funcionarios y administrados, por lo que los segundos quedan en un «no espacio» y un «no tiempo», en una especie de limbo donde lo que les sucede no acaba de ser real.

El siguiente tema que trata el autor es el de la cultura y la vigilancia, tan ubicua en nuestros días.

En todas las etapas de la historia de la humanidad, vigilancia y tecnología han ido estrechamente unidas. Es evidente que la progresiva sofisticación tecnológica de la vigilancia ha sido un elemento decisivo de la mayoría de formas de organización de la modernidad porque toda cultura se basa en una forma u otra de «ortodoxia» que es necesario mantener. Al mismo tiempo, toda ortodoxia (toda cultura) segrega formas de heterodoxia, herejes, que han de controlarse y, si es necesario, desactivarlos sin tener demasiado en cuenta los métodos utilizados para ello. Las etapas del camino seguido por la sociedad de la vigilancia corren en paralelo con el nacimiento y el desarrollo de la nación-Estado moderna.

Ernest Gellner opina que «un moderno Estado liberal interfiere en la vida de sus ciudadanos mucho más que un despotismo preindustrial de carácter tradicional.» La sociedad de nuestros días, con los gigantescos dispositivos de tipo electrónico de que dispone, ha dado lugar a la reflexión crítica sobre la «sociedad de vigilancia»: participar en la sociedad moderna es estar bajo la vigilancia electrónica, lo cual significa haber dado un paso adelante de enorme transcendencia respecto a la organización burocrática tradicional basada en archivos de papel. […] En la actualidad, una de las consecuencias de la sociedad de vigilancia electrónicamente configurada es la eliminación de los límites que antaño, por lo menos teóricamente, existían entre la esfera pública y la esfera privada de los individuos. Como se sabe, la configuración de estas dos esferas fue una de las grandes conquistas de la modernidad europea.

Recuerda Duch la inflexión de que hablaba Jeremy Bentham en Panopticon, or The Inspection House (1780) cuando los medios técnicos permiten el paso de la simetría tradicional entre el ver (de los vigilantes) y el ser visto (de los vigilados) a la supervisión asimétrica de los segundos, que pasan a ser vistos continuamente mientras que los primeros permanecen invisibles. Se pasa, así, de ser vistos a vivir expuestos; y, pese a que somos conscientes de que no estamos siempre siendo observados, vivimos con la constancia de que podemos serlo en cualquier momento determinado o al azar.

El siguiente aspecto: cultura y movilidad humana. En tanto que animal cultural, que habita un medio cultural, el hombre tiene la necesidad, más que de productos creados por esta cultura, de indicaciones, planes, recetas, guías que le sirvan para moverse por ella o incluso creadas a propósito para controlarlo. De ahí, Duch recuerda la distinción que hacen Remy, Voyé y Servais entre «cultura móvil» y «cultura aprobada». «La «cultura móvil» consta de un conjunto de elementos cuya aparición, transformación y supresión sólo necesita de unas mínimas justificaciones mínimas, con frecuencia incluso inexistentes,. […] La «cultura aprobada», en cambio, consiste en un conjunto de elementos en relación con los cuales el grupo social se muestra incapaz de crear o modificar su contenido.» (p. 111). Aún más: a menudo se perciben en estos elementos inmóviles la expresión de la identidad del grupo, y de su permanencia se obtiene seguridad, certeza. Un ejemplo de cultura móvil: la moda, sin ir más lejos, que va mutando de forma pernanente y cuyo cambio no supone mayor trastorno.

Como consecuencia de la sobreaceleración del tiempo que experimenta la sociedad de nuestros días, la «cultura móvil» se impone como el referente más importante en detrimento de la «cultura aprobada»: en eso consiste fundamentalmente la «destradicionalización» que tiene lugar en el momento presente, que afecta profundamente las transmisiones que deberíoan llevar a cabo las «estructuras de acogida». Al mismo tiempo, a causa de la íntima coimplicación de espacio y tiempo en el ser humano, la relación de este con el territorio se «desubica», se «desterritorializa» y adquiere un grado muy importante de abstracción y virtualidad. (p. 112).

Y prácticamente con esto termina el primer capítulo. Nos quedan al menos otras dos entradas para tratar, sólo someramente, los temas que da de sí este libro, pero repetimos: es, sin ninguna duda, de los más interesantes y fecundos que hemos tenido la suerte de leer.