Conocimos al teólogo y antropólogo Lluís Duch gracias a la lectura de Antropología de la ciudad. Fallecido en 2018, Duch es un erudito extraordinario centrado en la configuración del hombre como ser social y los caminos mediante los cuales aprehende la cultura y pasa a formar parte de una sociedad determinada. Tenemos pendiente la lectura de muchas de sus obras (la trilogía Antropología de la vida cotidiana, especialmente, cuya tercera parte está dedicada a la ciudad), pero encontramos Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología, una recopilación de siete ensayos sobre temas diversos que, sin embargo, gravitan alrededor de un lugar común: la narración que el propio ser humano hilvana de su existencia, ya sea individual, ya sea social, la catalogación que se hace de ésta (como mito, como narración) y el modo en que dicha narración se comunica o inserta en la narración de la cultura donde cada humano habita.

El contexto de la mayoría de los ensayos se sitúa a principios de siglo (el libro está editado en 2004), una época de cambios e incertidumbre (el 11-S estaba reciente y se intuía que la globalización iba a modificar su rumbo) que Duch describe en más de una ocasión como tiempos inciertos o «cultura del individualismo» o del yo. El ser actual sufre una «desestructuración simbólica» provocada por el fracaso de las estructuras de acogida tradicionales: la familia, la religión, la educación, el propio lugar en el mundo. La globalización, con su imposición de la cultura americana del individualismo y la competencia, ha erradicado muchas de las suposiciones que se daban por asentadas, sobre todo en la cultura occidental, y ha socavado los cimientos en los que se basaba dicha civilización.
Todo ello lleva a Duch a hablar, en el primer ensayo, el más extenso de la recopilación, Símbolo y ambigüedad humana, de una sociedad terapéutica, deprimida, que necesita acudir (de nuevo, por influencia americana) al terapeuta para encontrar sentido a su existencia. «Tal vez no sea aventurado afirmar que, en una sociedad ferozmente marcada por un acusado individualismo solipsista, la depresión acostumbra a ser el reverso de la creciente inoperancia del vínculo social». Como individuos hemos interiorizado como absolutas las leyes de la oferta y la demanda (moda, apariencia, competencia) y nos vemos obligados a vivir «en medio de la peligrosa arena regida sin piedad por las férreas y anónimas leyes de la ideología contractual, que ha sido impuesta al conjunto de la sociedad por la economía y el poder militar y burocrático de las sociedades postindustriales». Hace una interesante reflexión Duch al denominar «una versión del síndrome de Estocolmo en términos geopolíticos» la tendencia de los imperios, no sólo a imponer su modelo cultural a las colonias, sino a erigirse como «modelos a imitar» al constituir la «expresión suprema de lo humano»: no sólo Estados Unidos impone su visión capitalista (ya aceptada en gran parte del mundo a estas alturas) sino que se erige como el modelo perfecto: el «gran faro de la democracia y la libertad», se denominan.
La cultura, que Duch entiende como «el contexto en cuyo interior los acontecimientos, los comportamientos, las instituciones y los procesos pueden ser descritos simbólicamente de manera inteligible» se transmite mediante símbolos, que permiten «que la apariencia literal se convierta en transparencia del mundo» y conllevan lo que Mircea Eliade denominó «ruptura de nivel», «la epifanía del simbolizado en el ámbito mundano, cotidiano, de los humanos que, de esta manera, pueden realizar sucesivas ascensiones ontológicas» e iniciarse. Por ello, la base de la cultura es logomítica: está basada en estructuras racionales (si el semáforo está en verde, puedo cruzar la calle; matar está prohibido) pero también míticas (puesto que necesito el sol y este verano ha llovido mucho, voy a tener un otoño malo; o me pongo los zapatos que me regalaron porque hoy necesito tener suerte), que no necesariamente irracionales.
«No existe una enfermedad independientemente de la «narración» que de ella se realiza y de la significación que normalmente se le atribuye.» En la nuestra, uno está enfermo cuando no puede trabajar y está saludable, o se considera como sujeto saludable, cuando puede llevar a cabo su trabajo. Por ejemplo, en la antigüedad se veía la enfermedad como una perturbación que alejaba al ser (el ser completo, sano) de su lugar natural en el mundo establecido por los dioses; la curación era la restitución del ser original. En cambio, durante el Romanticismo, por ejemplo Novalis, «señalaba que la perfección no podía darse al margen de la enfermedad» o la afirmación del diablo en la novela Doktor Faustus de Thomas Mann de que, sin su presencia, sin la enfermedad en el mundo, tampoco existiría la creatividad humana.
El segundo ensayo reflexiona sobre una antropología de la comunicación. «Indefectiblemente, el ser humano, lo sepa o no, posee una constitución logomítica, lo cual significa que su presencia en el mundo -en su mundo- siempre se constituye comunicativamente con el concurso imprescindible de un gran número de lenguajes, los cuales permiten que el ser humano ponga a prueba su humanidad mediante las «gramáticas de la creación»». Recordemos La construcción social de la realidad, de Luckmann y Berger, aunque, para Duck, dicha construcción siempre va precedida de una «construcción simbólica de la realidad».
Todo ser humano se comunica; más aún, su identidad es una construcción comunicativa y puesto que «al mismo tiempo constituye y expresa al ser humano, necesariamente ha de ser políglota», y «nunca es un producto homogéneo y rígidamente articulado sino que tendrá que adoptar una posición sinóptica y policéntrica»; y toda «comunicabilidad humana», que es la «categoría antropológica fundamental», siempre implica unos «determinados procesos de imitación, traducción e interpretación». Todo forma de comunicación implica un acto de representación (lo que nos lleva a Goffmann y La presentación de la persona en la vida cotidiana) que tiene en cuenta también el modo en que se vive dicha representación en cada cultura (y Duch realza la «profunda incidencia acrítica del star system actual», que son pura apariencia carente de ideología, pero tamibén la «teatralización» de la política).
El ser humano, mediante los procesos de transmisión que le ponen al «alcance de la mano las estructuras de acogida», lleva a cabo «la larga marcha de distanciamiento respecto a la naturaleza y de acercamiento respecto a la cultura (…) sin que nunca llegue a separarse completamente de la naturaleza ni a fundirse del todo en la cultura». Aquí se da la pugna entre tradición y progreso, en función del lugar desde el que se contemple la pervivencia de las «raíces»: como artefactos ontológicos (inmutables e intemporales) o como circunstancias histórico-culturales, siempre inmersas en una determinada cultura (lo que lleva a la reflexión de Weber de que «los facta jamás pueden dejar de ser ficta» porque lo son en un aquí y ahora, en función de la comunicación; o, dicho de otro modo, que la clasificación «fiction» y «no fiction» a la que tan dados son los anglosajones es pura palabrería).
Toda comunicación es mediada, pues, e implica su propia espaciotemporalidad. El problema surge cuando los medios, en este caso los medios de comunicación, abandonan su «función mediática y se convierten en el mundo del hombre: un mundo en cuyo exterior no existiría nada más que este mismo mundo». Y el ejemplo perfecto: las redes sociales. Todo este nos llevaría a la Psicopolítica de Byung-Chul Han. El otro gran problema es la caída en las (Galimberti) «comunicaciones tautológicas»: todos los medios «dicen y se dicen lo mismo». «Entonces, la mediación humanizadora que deberían propiciar las informaciones no se produce e incluso es posible que tenga lugar el efecto contrario: aislar más al individuo respecto a su mundo cotidiano, desvinculándolo a menudo de cualquier forma de responsabilidad ética o bien incitándolo a divertirse hasta morir.»
Aquí entra la cuestión de la emoción. El sentimiento fue progresivamente expurgado de la vida pública ante el avance de la razón y el progreso, «el pensamiento filosófico y político de la modernidad», pero ha ido volviendo hasta el punto de que la pregunta esencial entre individuos hoy en día es «cómo te encuentras», por lo que se habla de una «sociedad de la vivencia» y, en definitiva, el sueño máximo de todo producto es convertirse en o proporcionar «una experiencia». Esta «situación de psicologización general» no es algo único sino que siempre se ha dado en los momentos de crisis global de la sociedad, cuando las estructuras de acogida (familia, religión, política) se muestran incapaces de «conferir orientación y confianza» a sus miembros.
Por el hecho de constituirse como un ser fundamentalmente cultural, nunca ajeno a los «procesos de civilización» (Norbert Elias), siempre referido a una constelación de «habitus» (Pierre Bordieu), obligado a construir su espacio y su tiempo («habitar») (Maurice Merleau-Ponty), el hombre, desde el nacimiento hasta la muerte, va convirtiéndose en un ser acogido (o rechazado) en función de las transmisiones, sobre todo en forma de narración, que se le hace y que recibe y transforma de acuerdo con los retos y necesidades de su momento histórico. (p. 126)
Precisamente sobre la transmisión de estas «estructuras de acogida» trata el tercer ensayo, Tradición y pedagogía. «Somos receptores en la cuerda floja entre la permanencia y el cambio, entre la tradición y el progreso: eso constituye, en realidad, el verdadero fundamento de la tradición entendida como recreación, es decir, considerada como un factor imprescindible para que la vida en presente sea posible.» Aunque no seamos seres sólo presentes y también manifestemos nuestras vidas «en pasado y en futuro, rememoración y anticipación».
Lo que caracteriza a la moderna «sociedad de riesgo» es que impone la exigencia de vivir con una actitud constante de cálculo y ponderación respecto a las posibilidades y opciones de que se dispone. (…) hemos de evaluar la competencia de nuestras posibilidades en todos los órdenes de la vida, tenemos que elegir en medio del hipermercado en que se ha convertido el mundo moderno, hemos de preocuparnos de las consecuencias, quizás irreversibles, de la crisis ecológica, del envenenamiento general de las aguas y la amenaza nuclear, hemos de hacer frente a una concepción de la salud (y de la enfermedad) tecnificada, impersonal y alejada de toda preocupación humanista, hemos de competir con los otros por el lugar de trabajo, por el prestigio social, por la afirmación del propio yo. Todo conduce a pensar que nos encontramos situados irresistiblemente en el marco de un «estilo de vida darwiniano de vivir y competir», que asemeja nuestras supuesta civilizada sociedad del siglo XXI a una peligrosa jungla de asfalto. (p. 141-2)
Se trata, en definitiva, de una pérdida de confianza en las estructuras que debían representar al ciudadano y que están fracasando ante la complejidad del mundo actual (o ante el desequilibrio de poderes). En tiempos de crisis, como explica Duch, tampoco es inhabitual un retorno a lo mítico, los magos, las brujas, la visión new age del mundo, el chamanismo, las visiones alternativas, etc. Como medida pedagógica para hacer frente a esta «anomia» (en términos de Durkheim), Duch propone tanto el juego (el trabajo en equipo, la colaboración, y no la competencia desbocada) y los programas con argumento: que la educación coimplique una narración, y no una sucesión inconexa de aprendizajes.
«Recuperar la confianza, incluir cotas testimoniales en la profesionalización, establecer ámbitos sosegados, reconducir el frenético ritmo social de nuestros días, promocionar los lenguajes de la lentitud, sanar la espaciotemporalidad de los educandos, rehabilitar la narración; ésas son algunas de las tareas que, según mi opinión, harán posible que la pedagogía no sucumba a la tentación nihilista que, como lúcidamente lo detectó Nietzsche a finales del siglo XIX, ahora mismo está llamando a las puertas.» Sin embargo, ¿esto no es un retorno al pasado? Por un lado coincidimos plenamente con Duch en que nuestra sociedad se ha mercantilizado; leíamos hace poco con Harvey en Espacios del capital que el capitalismo siempre conlleva una aceleración del tiempo, amén del germen de la competencia, la oferta y la demanda, por lo que parece correcto tratar de frenar dicha mercantilización y todos sus valores asociados. Por el otro, sin embargo, ese eterno retorno a algo que ya pasó, unos tiempos de una cultura reposada que, simplemente, no tiene lugar hoy en día, ¿no es acaso eso, un anhelo? Tal vez sería adecuado buscar nuevas formas de implementar una cultura no basada en la valorización monetaria de todo producto o sentido pero capaz de hacer frente a la imposición del capital.