La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.
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