Elogi del vianant, de Manuel Delgado: del «modelo Barcelona» a la Barcelona real

Elogi del vianant. Del «model Barcelona» a la Barcelona real es un libro publicado en 2005 por Manuel Delgado donde analiza el camino tomado por la ciudad, especialmente desde los 80 hasta principios de este siglo. Sin duda ahora, 15 años y dos crisis después, su crítica sería otra, o sería más punzante, pues la situación sólo parece haberse agudizado.

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La introducción deja claro el lugar en el que se sitúa Delgado para lanzar su crítica: en uno donde se respetan las acciones llevadas a cabo desde el urbanismo y el poder sobre la ciudad; pero también donde se les reprocha no haber tenido en cuenta lo que es la verdadera Barcelona, o un aspecto esencial de los muchos que tenía, en aras de vender un modelo idealizado (y completamente mercantilizado) de ciudad fashion o, en una traducción libre, de ciudad global. En sus propias palabras: «Lo que se reclama es que las planificaciones planifiquen la ciudad, pero que dejen que la ciudad respire también por sus errores y fracasos, que la idea global de ciudad sea también compatible con los espacios intersticiales donde todo está siempre a punto de suceder. Que la arquitectura reclame su jurisdicción sobre las casas, pero no sobre los cuerpos. No lo mismo intervenir en la ciudad, que intervenir la ciudad.» (p. 16).

Cómo negar la importancia y el valor de los polideportivos, las zonas verdes, los carriles bici, los numerosos aciertos arquitectónicos, las escuelas, la ampliación de la red de transporte público, las bibliotecas, los centros cívicos, los equipamientos culturales? La cuestión es que no se puede estar seguro de que la finalidad de todas estas mejoras no haya sido en gran medida la de mejorar también la oferta de la ciudad, hablando puramente en términos mercantiles. Todas las obras, las iniciativas, las infraestructuras, las rondas, los grandes edificios culturales, la producción de espacios públicos, parecen responder sobre todo a la preocupación por vender mejor -y más cara- la ciudad a sus propios ciudadanos, así como a los turistas y los inversores extranjeros, es decir, a estimular el consumo de ciudad y favorecer las expectaticas especuladoras.

[…] Barcelona es una modelo o mejor una top-model, una mujer que ha sido preparada para permanecer permanentemente atractiva y seductora, que se pasa el tiempo maquillándose y poniéndose guapa ante el espejo para luego ser exhibida en una pasarela destinada a las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana. Es la Barcelona-éxito, la Barcelona que está de moda -o que es una moda, como se prefiera-, como lo demuestra la fascinación que ejerce en los turistas de alrededor del mundo que la visitan. Por último, Barcelona es prototipo de la ciudad-fábrica, urbe devenida enorme cadena de producción de sueños y simulacros, que convierte su propia mentira en su principal industria y que convierte su componente humano en un ejército de obreros-prisioneros, productores y al mismo tiempo vendedores de su propia nada. Para que nadie se distraiga de esta tarea fundamental -producir y vender sin descanso-, un mecanismo panóptico no pierde de vista nada de lo que sucede en las calles y las plazas de la gran factoría, vigilando que toda espontaneidad quede conjurada, toda rebeldía abortada y ninguna desobediencia sin castigo, convirtiendo la ciudad en una cárcel donde solo los sumisos viven contentos. (p. 17).

No se puede hacer mejor resumen que el anterior: Barcelona, en sus ansias por convertirse en un destino atrayente, se ha preocupado tanto de proyectarse al exterior y de saberse vender que ha muerto por su propio éxito, convirtiéndose en una ciudad difícil de habitar, plagada de extranjeros e inversión rentable para los fondos de inversión o para que a cualquiera le salga más a cuenta establecer un piso de Airbnb para turistas que una residencia para habitantes de la ciudad. Estos problemas no son propios sólo de Barcelona, y muchos de ellos han acabado siendo algunos de los principales problemas de las ciudades actuales, pero ya apuntaban maneras en 2005 en la ciudad condal.

Una de las principales denuncias de Delgado es que precisamente los poderes públicos, los que debían velar por todos los ciudadanos y protegerlos, entre otras, de los desmanes inmobiliarios, han sido los aliados de estos últimos en la desmantelación de parte de la ciudad. Ya hablamos del trasvase del Barrio Chino al Raval, el nuevo centro gentrificado e higienizado de la ciudad, en nuestra reseña del libro First We Take Manhattan, de Daniel Soriando y Álvaro Ardura. Pero, además de su papel como impulsora de la gentrificación de distintas zonas, por acción u omisión, las autoridades también han colaborado destinando la mayor parte de las inversiones a grandes obras faraónicas  destinadas a edificios empresariales: la torre Mapfre, la torre Agbar, Gas Natural; centros comerciales como Diagonal Mar o La Maquinista, encargados también de borrar todo rastro de la historia de la ciudad.

Y es que la rehabilitación no sólo debía ser formal; tenía que ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era sólo la pobreza y la marginación: era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el proceso de gentrificación, la distribución de templos levantados en honor a la cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de las energías malignas que habían poseído al barrio y que conformaban lo que Garry McDonogh llamaba una auténtica «geografía del Mal». (p. 39).

Volveremos luego al tema de la cultura; pero la denuncia aquí se centra en cómo cada nueva infraestructura se usaba, además de como forma de obtener dinero, como modo de enterrar una parte de la historia de la ciudad, la que no interesaba que formase parte del discurso con el que se vende el modelo Barcelona. La Maquinista, por ejemplo, obvia que se levanta en terrenos que habían visto grandes luchas obreras, como Diagonal Mar no hace ninguna concesión en su diseño al hecho de que se levanta junto a La Mina, un barrio que siempre ha sido considerado el peor de Barcelona, aquel donde habitan «clases peligrosas»; o sea, gitanos y delincuentes. Los centros comerciales se convierten, así, y tomando el nombre de uno de ellos, en islas que se levantan en medio de la nada, dotadas de una oferta de ocio, consumo, entretenimiento y fast-food que no necesita más condimentos para funcionar.

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Torre Agbar, que al principio a nadie le gustaba pero acabará siendo parte de la ciudad, probablemente

De hecho, sigue Delgado, cada uno de estos centros comerciales se convierte en un agujero, un vacío, un paisaje ausente, pues ni se relaciona con el resto de la ciudad ni aporta memoria o personalidad. No lugares, en definitiva, que parecen apoderarse poco a poco de todo el territorio, y este no es un problema exclusivo de Barcelona. Los pasillos de los aeropuertos, de las estaciones de ferrocarril, van poco a poco convirtiéndose en terreno comercial; como sucede con los centros de las ciudades y algunas de sus zonas. Paseo de Gracia, el Portal del Ángel, la calle de Hostafrancs… no es baladí que el lema de Barcelona haya sido, durante muchos años: «Barcelona, la millor botiga del món» (Barcelona, la mejor ciudad del mundo).

No es baladí, tampoco, que se prohíba tender la ropa en los balcones que dan a calles turísticas o que se intente desesperadamente esconder centros como los Encantes, que se han convertido en un embudo moderno y ridículo que se enrolla sobre sí mismo en la zona de las Glorias. Oriol Bohigas, responsable de urbanismo en la ciudad durante muchos años y gran figura tras todo este proyecto, denunció en su momento el «síndrome Pessoa» como esa melancolía abrumadora ante todo cambio en la ciudad. Nada más lejos, argumenta Delgado: lo que se ha hecho en Barcelona es liquidar la cultura de una de las ciudades más vibrantes del sur del Mediterráneo «en nombre de un proyecto politicourbanístico que no prevee la existencia de una sociedad naturalmente alterada y conflictiva». Se ha obviado que los barrios habían sido, hasta recientemente, puentes de civilidad, de vínculos ciudadanos, nexo de unión entre aquello completamente privado (el hogar) y aquello público (la calle, el centro cívico, los otros barrios, la totalidad de la ciudad).

El capítulo segundo se centra en el gran adalid que sirve para desestructurar barrios enteros: la cultura, una «noción fetiche». ¿Qué es la cultura?, se plantea Delgado. Para los antropólogos, la cultura es el medio en que una sociedad existe y se relaciona con otras y consigo misma; recordemos el uso que hacía Lluís Duch del término en su maravilloso Antropología de la ciudad. Se habla, hoy en día, de políticas culturales, iniciativas, gestión, promoción, industrias, agentes, sectores… que se materializan en equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, plataformas… todos ellos culturales, por supuesto.

En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como culturales se insinúa el más mínimo intento por establecer qué es lo que hay que entender con el término cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad absoluta. En la práctica, lo que se incorpora en este territorio supuesto como segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las revistas especializadas llamadas culturales o las secciones o suplementos de cultura de la prensa periódica: libros, artes plásticas, «pensamiento», música clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos… Esta idea corresponde bastante con la idea de la cultura de élite, que podríamos designar como Cultura, en mayúsculas, para distinguirla de otras expresiones formales de amplia aceptación por parte del público en general y que suelen agruparse bajo el título -tampoco demasiado claro- de cultura de masas, las manifestaciones más despreciables de la cual serían las que se clasifican como kitsch, horteras, cursis, snobs, etc. (p. 65)

Se asimila, entonces, la cultura con lo que tradicionalmente se conoce como highbrow, en contraposición a la middlebrow o lowbrow. La Cultura es, pues, todo lo mencionado anteriormente, lo que eleva, lo que mejora al ser humano; ¿pero no lo que gusta a una mayoría? Delgado lleva a cabo un símil entre aquellos que consumen dicha cultura como los fieles que asisten a los templos, donde son imbuidos de una verdad trascendente en medio de espacios amplios y de luz difusa: evoquemos cómo son los museos, teatros y festivales de hoy en día. Para relacionarse con dicha entidad sobrenatural existe una casta de mediadores, los funcionarios por un lado, los artistas por el otro «que comunican instancias que, si no fuese por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura, por un lado, y la vida ordinaria de los simples mortales, por el otro, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de que trata la teología católica, las imágenes o los objetos que hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales» (p. 69).

La Cultura se promueve, solamente, des de las instancias políticas, es un ámbito institucional; y, sin embargo, sus beneficios van directamente a entidades privadas, además de los servicios asociados, como cafeterías o librerías que se instalan cerca o directamente en los museos. Y además en su nombre se levantan edificios por toda la ciudad que dotan de una pátina de proceso completado todos aquellos desmanes inmobiliarios llevados a cabo: la Filmoteca en el Raval, como ya comentamos; pero también la Facultad de Geografía y Filosofía o la Escola Massana o el CCCB y el MacBa anteriormente.

El gran desmán urbanístico de Barcelona, por supuesto, fue el Fórum de las Culturas de 2004. Si los Juegos Olímpicos aún eran una buena excusa para modificar la ciudad y situarla en el mapa (oportunidad que se aprovechó, de forma innegable) y Barcelona los usó para reconvertir toda su zona portuaria, amén de otras construcciones, el Fórum fue una invención ridícula, nunca bien explicada, con la que justificar la promoción del final de la Diagonal vendida con la excusa de «reconectar Barcelona con el mar». Como si alguna vez hubiesen dejado de estar conectados, cuando está ahí, a un tiro de piedra de todo el litoral. Pero reconectar significa, en el lenguaje oficial, desparasitar, vaciar de clases bajas y llenarlo de formas de obtener dinero y de territorializarlo adecuadamente para las clases medias y el consumo. Se levantaron edificios cuyo espacio físico se asienta en unos parques vallados que se cierran cada noche, volviéndose privados. Se erigió un centro comercial de espaldas a la zona y se levantó un monumento a las Culturas (¿?) que permanece a día de hoy como espacio vacío donde llevar a cabo, de forma puntual, conciertos multitudinarios y poco más.

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«La identidad es una estructura, por mucho que sentimentalmente a menudo se nos presente bajo el aspecto de una esencia.» Y la identidad de Barcelona ha sido modificada, a golpe de intervención, para olvidar tanto su pasado obrero y revolucionario como sus puntos canallas y oscuros en un movimiento que Delgado asimila al de la creación de los nacionalismos en pleno siglo XVIII y XIX: las ciudades son las nuevas patrias en el siglo XXI, y requieren de una invención histórica y cultural similar a la que requirieron en su momento los estados. No olvidemos, además, que la identificación de Barcelona con la de Cataluña deja en la cuneta todo el resto del territorio catalán, convertido a las ciudades del interior (y no hablemos ya de las otras provincias) en colonias y ciudades dormitorio sin vida propia.

Apuntes con los que terminar:

  • Un detalle muy significativo que ya salió a colación en la reseña de Ciudad líquida, ciudad interrumpida: la demonización constante de las fiestas de San Juan y las Fiestas de Grácia que se lleva a cabo por parte de las autoridades. Cada verbena de San Juan amanecemos con imágenes en todos los periódicos de los desperdicios que llenan la playa, para evidenciar lo incívica y costosa que es esta fiesta; ¿por qué no vemos nunca los desperdicios de la celebración de una Liga del Barça o de un Festival musical celebrado en cualquier parte de la ciudad? Porque la primera es una fiesta ajena al ayuntamiento, que pertenece a la ciudadanía y se celebra a espaldas de las autoridades, y las otras son fiestas oficiales; y o bien no generan dinero, o no forman parte del discurso que Barcelona se explica a sí misma y al exterior.
  • «Todo monumento -Lefebvre lo entendió inmejorablemente- expresa la voluntad de afirmar con la máxima rotundidad un principio debido a Hegel: el Tiempo histórico engendra el Espacio el cual se extiende y sobre el cual reina el Estado. El monumento siempre es una erección no sólo en sino también del territorio. Proclama la centralización machista que coloca su propio falo en el centro del universo, cetro que reclama la monarquía absoluta de lo Único. (…) Es el Poder del padre: la ciudad fálica. A su alrededor, sin embargo, se extienden inquietantes todas las expresiones de la Potencia. A pie de calle, todo son intersticios, grietas, agujeros, ranuras, intervalos, huecos… La ciudad profunda y oculta, la república del Múltipe. Lo uterino de la ciudad.» (p. 129)
  • «Como escribió Maurice Halbwachs a principios de siglo, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva.» (p. 133) Pero no todo aquello que es colectivo tiene por qué ser común, destaca Delgado.
  • «En Barcelona se pueden observar los efectos de una convicción que un buen número de urbanistas y arquitectos suelen tener respecto a que la disposición conceptual de las construcciones determina de un modo casi irrevocable la forma como se llevarán a cabo en ellas, o a su alrededor, las actividades sociales.» (p. 137). Estas palabras nos recuerdan a las de Jan Gehl cuando mostraba fotografías de los senderos que los peatones trazan sobre el césped cuando corrigen a los urbanistas y toman el camino más directo entre ambos puntos, huyendo de los ángulos rectos que tan hermosos quedan en las maquetas pero tan poco útiles son a los peatones sobre el mapa de la realidad.

Construir, edificar, delinear calles implica siempre la aspiración a someter la incerteza de las acciones humanas, a prever y exorcizar los imprevistos caóticos que siempre acechan, a mantener a ralla las potencias disolventes, dotar de perfiles todo lo que no tiene forma ni destino.

[…] Walter Gropius reconocía que la arquitectura y el urbanismo debían servir como instrumentos al servicio de la victoria final de Apolo sobre Dioniso, es decir, de la belleza y lo orgánico sobre la desmembración de los vínculos sociales, sobre la «disolución general del nexo cultural, que ha hecho que el hombre moderno haya perdido su sentido de la totalidad» [Walter Gropius: Apolo en democracia]. Esto se traduce en una verdadera vocación pacificadora de lo urbano, entendido como aquello magmático, inorgánico y desregulado que se produce constantemente en una ciudad. El plan urbanístico y el proyecto arquitectónico sueñan una ciudad imposible, una ciudad dotada de espíritu, perpetuamente ejemplar, un anagrama morfogético que evoluciona sin traumas. El arquitecto y el urbanista saben qeu la informalidad de las prácticas sociales es, por principio, implanificable e improyectable. La vida urbana es su pesadilla.

Y es que los planificadores y proyectores creen que son ellos los que hacen la ciudad, y hablan de ella como forma urbana, dando a entender que lo urbano tiene forma. Se engañan: es la ciudad la que puede tener forma; en cambio, lo urbano no tiene forma, sino que es pura formalización ininterrumpida, no finalista y, por ello, nunca finalizada. (…)

Babel -la ciudad que Yahvé ordenó construir a Caín después de la caída- es el contrario negativo de Jerusalén. Si esta es la plasmación urbanística del orden celestial, Babel se funda sobre una blasfemia suplantación-exclusión de Dios. Iniciadora de una saga de ciudades malditas, las ciudades-rameras -Sodoma, Gomorra, Babilonia, Roma-, Babel es la antiutopía por antonomasia, el reverso en clave humana del proyecto sagrado de espacio social. Babel es un espacio sin códigos ni territorios, escenario de una hibridación generalizada y de todo tipo de incongruencias. Frente a la ciudad politizada -prístina y esplendorosa, comprensible, apaciguada, lisa, ordenada, dividida en «comarcas fáciles pero no por eso accesibles», la ciudad socializada, aquello que Foucalt llamó heterotopía, lugar caótico pero autoorganizado, saturado de signos flotantes, ilegibles, sobresalientes de una multitud anónima y plural hasta el infinito. (p. 148 y ss)

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