La selva de los símbolos, Victor Turner

La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu (1967) fue escrito por el antropólogo Victor Turner tras su estancia en Rhodesia del Norte (la actual Zambia). Turner, vinculado al Rhodes-Livingstone Institute (que acabaría siendo conocido, merced a su director Max Gluckman, como la Escuela de Mánchester) se desplazó hasta el norte del país y convivió con la tribu de los ndembu, un grupo de cazadores – recolectores del que el autor describe la estructura y los principales ritos. Pese a ser una de las obras capitales de la antropología del siglo XX, si la reseñamos en este blog es por un motivo concreto: Turner observó que los ritos de paso, esenciales en la estructura social de la tribu, generaban una fase liminar ajena a dicha estructura pero necesaria para su sostén.

«Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los ritos de paso» es el nombre del cuarto capítulo de la primera parte del libro y el único que reseñaremos. El resto son una lectura muy agradable que describe los rituales, costumbres y formas de concebir el mundo de los ndembu, con especial atención a la importancia de los símbolos (no en vano Turner está considerado, junto a Clifford Geertz, el padre de la antropología simbólica, la rama de la antropología que estudia la importancia y significación de los símbolos en cada cultura).

Arnold van Gennep desarrolló el concepto de los ritos de paso en 1909 para referirse a todo traspaso que se producía entre los mundos secular y sagrado. Por ejemplo: ser investido sacerdote requiere una serie de pasos, al igual que dejar de serlo; pasos que no son necesarios para convertirse en abogado o panadero. Los ritos de paso también se usaban en las sociedades para marcar el cambio de estado de sus miembros: por ejemplo, de la juventud a la edad adulta, de la soltería al matrimonio, de la vida a la muerte.

Turner recogió el concepto de van Gennep y desarrolló la fase liminar del mismo. «Si es cierto que nuestro modelo de sociedad básico es el de una estructura de posiciones, debemos considerar el periodo marginal o de liminaridad como una situación interestructural» (p. 103).

El mismo van Gennep ha definido los «ritos de paso» como «ritos que acompañan a cualquier tipo de cambio de lugar, de posición social, de estado o de edad». Para marcar el contraste entre transición y «estado», yo empleo aquí «estado» en un sentido que abarca todos sus otros términos. Van Gennep ha mostrado que todos los ritos de paso incluyen tres fases: separación, margen (o limen) y agregación. La primera fase, o fase de separación, supone una conducta simbólica que signifique la separación del grupo o el individuo de su anterior situación dentro de la estructura social o de un conjunto de condiciones culturales (o «estado»); durante el período siguiente, o período liminar, el estado del sujeto del rito (o «pasajero») es ambiguo, atravesando por un espacio en el que encuentra muy pocos o ningún atributo, tanto del estado pasado como del venidero; en la tercera fase, el paso se ha consumado ya. El sujeto del rito, tanto si es individual como si es corporativo, alcanza un nuevo estado a través del rito y, en virtud de esto, adquiere derechos y obligaciones de tipo «estructural» y claramente definido, esperándose de él que se comporte de acuerdo con ciertas normas de uso y patrones éticos. (p. 104)

Los ritos de paso, sin embargo, van más allá y se pueden usar para señalizar tanto cambios de status dentro de las sociedades como «la entrada en guerra de un pueblo o el paso de la escasez a la abundancia».

El sujeto de los ritos de paso, estructural, si no físicamente, es «invisible» durante el período liminar. En cuanto miembros de la sociedad, la mayor parte de nosotros vemos sólo lo que esperamos ver, y lo que esperamos ver no es otra cosa que aquello para lo que estamos condicionados, una vez hemos aprendido las definiciones y clasificaciones de nuestra cultura. Las definiciones seculares de cada sociedad no permiten la existencia de seres que a la vez no sean ni niños, ni hombres, es decir, justamente aquello que son los novicios en los ritos de iniciación masculinos (por decirlo de alguna manera). Todo un conjunto de definiciones esencialmente religiosas coexisten con aquellas que sirven para definir el «ser transicional» que estructuralmente resulta indefinible. El ser transicional o « persona liminar» se halla definido por un nombre y un conjunto de símbolos. El mismo nombre se emplea muy a menudo para designar por igual a personas que están siendo iniciadas a estados de vida muy diferentes entre sí. (…) Nuestros propios términos de «iniciado» y «neófito» tienen idéntica amplitud de sentidos. Podría parecer a partir de esto que el énfasis tiende a ponerse en la transición misma, en vez de en los estados particulares entre los que esa transición tiene lugar. (p. 105)

Esta «invisibilidad estructural» de los seres liminares tiene un doble carácter: ya no están clasificados pero, al mismo tiempo, todavía no están clasificados. Se los identifica con los cadáveres en sus respectivas sociedades, o con las mujeres menstruantes, o con la propia materia de que está hecha la tierra; son pura potencialidad: «no están ni vivos ni muertos, por un lado, y a la vez están vivos y muertos, por otro. Su condición propia es la de la ambigüedad y la paradoja, una confusión de todas las categorías habituales.» (p. 107).

Puesto que, realmente, no forman parte de la sociedad, se los considera contaminantes, algo ajeno, capaz de mancillar al resto de miembros del grupo.

Generalmente se dice de los neófitos que se encuentran «en otro lugar». Tienen una «realidad» física pero no social, de ahí que tengan que permanecer escondidos, puesto que sería un escándalo, una paradoja, tener ante la vista lo que no debería tener existencia. Cuando no se les traslada a un escondite sagrado, se los disfraza, colocándoles máscaras o extrañas vestimentas, o pintándolos con rayas de arcilla blanca, roja y negra, y así por el estilo. (p. 108).

Tampoco disponen de posesiones ni de materiales físicos puesto que éstos no pueden ser trasladados con ellos de una fase a la siguiente. En su estado liminar se los compara a las serpientes (que mudan de piel), a la luna (que muere y renace), a los osos (porque hibernan durante el frío) e incluso a los fetos (fases de gestación, parto y amamantamiento).

A pesar de estar desgajados de la estructura social, sin embargo, no viven en un lugar desestructurado por completo. Existen «toda una serie de relaciones» que forman una estructura social: de obediencia y sumisión plena a los instructores, si los hay, y de completa igualdad entre los neófitos. «El grupo liminar es una comunidad o comitiva de camaradas y no una estructura de posiciones jerárquicamente dispuestas. Dicha camaradería trasciende las distinciones de rango, edad, parentesco, e incluso, en determinados grupos culturales, de sexo. Gran parte de las conductas recogidas por los etnógrafos en las situaciones de reclusión caen bajo el principio: «uno para todos, todos para uno».»

Liberados de las normas, los neófitos pueden ser «ellos mismos» en un entorno donde el resto de categorías no tienen sentido y han quedado en suspenso.

La situación liminar es el ámbito de las hipótesis primitivas, el ámbito en que se abre la posibilidad de hacer juegos malabares con los factores de la existencia. (p. 118)

Sin embargo, esta fase termina por completo en el momento en que el individuo se restituye a la sociedad con su nuevo papel.

Turner desarrolló el concepto de la fase liminar en una obra posterior, El proceso ritual, y lo vinculó con la communitas, la sensación de pertenencia a una comunidad de iguales en general no estructurada. Dando un paso más, Manuel Delgado, uno de nuestros favoritos, ha ampliado el concepto y lo ha usado para describir a los paseantes urbanos «que parecen estar en trance», considerando que, al salir de casa, todo urbanita se convierte en un «ser de la indefinición», que ya ha salido del origen pero aún no ha alcanzado el punto de destino» (El animal público, pero serviría cualquiera de sus libros que hemos reseñado en el blog).

Hacia la ciudad de umbrales (II): heterotopías

En la primera entrada de Hacia la ciudad de umbrales, de Stavros Stavrides, vimos los posibles acercamientos urbanos a la alteridad. La ciudad, recordando la definición clásica de Wirth, es un lugar de gentes heterogéneas que configuran, en la medida de lo posible, un espacio a su medida. Las ciudades actuales tienden a volverse «compartimentadas», ya sea por la aparición de centros comerciales, de reproducciones históricas escenificadas, de templos de la cultura, de millas de oro o de lo que Stavrides denominaba «zonas rojas», como los espacios hipervigilados que se crean alrededor de una concentración de políticos. Esas zonas se desgajan de la ciudad y son sometidas a un control exagerado y la suspensión de las leyes, por lo que, poco a poco, a medida que cada zona va imponiendo sus propias normas, su etiqueta de acceso, su homogeneidad de los usuarios, se pierde algo de la mezcla urbana.

Por todo ello, Stavrides proponía revisitar el concepto de umbral entendido como ese espacio liminar (de Turner) donde las normas, más que en suspenso, quedan cuestionadas por seres desposeídos de ellas; para pasar, de este modo, de la «ciudad de enclaves» a la «ciudad de umbrales».

Los siguientes capítulos, sin embargo, más que seguir con esta reflexión, ofrecen acercamientos distintos al concepto de umbral, como el habitar, los ritmos de la ciudad o el teatro. De todos ellos, nos parece, el más interesante es la heterotopía de Foucault, aunque tomaremos apuntes de algunos de los otros.

La experiencia metropolitana es una experiencia de shock. El tiempo-espacio de la ciudad se experimenta a través de la mediación traumática del shock. Ya en el siglo XIX las grandes ciudades constituyen una condición espaciotemporal sin precedentes. El espacio público se torna progresivamente arduo. Los individuos se ven forzados a hacer frente a un tempo acelerado de sensaciones fragmentadas que desbaratan la continuidad espaciotemporal de la experiencia colectiva tradicional. Los individuos han de aprender cómo responder a estímulos demandantes, y adaptar su comportamiento público a una experiencia metropolitana emergente. El resultado, según Simmel y Benjamin, es una especie de anestesia que lleva a las personas a adoptar la denominada «actitud blasé», de indiferencia o hastío, con el fin de lidiar con los crecientes asaltos perpetrados a sus sentidos (p. 92).

El culto burgués a la individualidad está necesariamente conectado al culto a la experiencia individual. Supuestamente, la individualidad se construye a partir de la acumulación de experiencias pulcramente diferenciadas. Las mercancías se anuncian, se venden y se consumen como mediadoras de experiencias reconocibles que acaban por construir perfiles biográficos. Independientemente de en qué medida o cómo estén influidas las experiencias por el consumo, funcionan como indicadores de la personalidad en una sociedad que convierte el individualismo en su principal ideología legitimadora.

Sin embargo, por muy individualizadas que estén las experiencias de la modernidad metropolitana, resulta imposible hallar huellas del individuo en el cuerpo de la ciudad. La individualidad se condensa en la fugaz presentación del yo en el espacio público, una aparición ambigua y transitoria que habrá de ser descifrada innumerables veces por la mirada del fisonomista. La individualidad no deja huella en el espacio público. (p. 93)

De esta reflexión a partir de Benjamin se avanza hacia la figura del flâneur, el observador del entorno moderno, el paseante urbano; que, como destacaba Zukin, es siempre un burgués, pero que Stavrides define como «un posible coproductor de fantasmagorías urbanas. Con sus gestos y sus escritos contribuye al carácter espectacular de una cultura dedicada a «venerar la mercancía»» (p. 101).

Benjamin teorizaba sobre el arte del deambular. Quizá recordarlo nos ayude a entender por qué la porosidad y la navegación coinciden metafóricamente en el potencial emancipador que esconde la Modernidad. El flâneur, como paseante, como errante metropolitano, es la figura capaz de apreciar esa promesa escondida. Por su propia idiosincrasia, el peatón se pierde en la ciudad para descubrir las falsas promesas propulsoras de la civilización moderna que permanecen ocultas tras la fachada metropolitana fantasmagórica. El flâneur, «entre el coro de sus pasos ociosos» (De Certeau), intuye los pasajes; intuye los umbrales (Benjamin). Descubre e inventa pasajes incluso cuando los identifica como puntos de ruptura en el tejido de la ciudad. El flâneur interrumpe el continuum de la costumbre pero también la coherencia inventada de la ratio urbanística. Así, el paseo se convierte en el paradigma de un acto capaz de reinventar la discontinuidad en el corazón mismo de la uniformidad; es un acto capaz de descubrir la alteridad en el corazón mismo de la homogeneidad. El flâneur intuye los pasajes porque intuye la heterogeneidad. (p. 119)

Sin embargo, nos surge una pregunta esencial: ¿es el paseante urbano de hoy un flâneur? ¿Hasta qué punto los burgueses ociosos que partían a recorrer la ciudad y atisbar sus cambios y sus gentes, incluso los situacionistas que se entregaban a la deriva y a la psicogeografía para cuestionar un espacio que percibían como producido, pueden encontrarse en los trabajadores que se apuran de uno a otro confín urbano? ¿El simple ir a coger el metro o a comprar un bocadillo convierten al urbanita en flâneur?

Debemos ver en cada acto de andar el poder expresivo de un movimiento hacia la alteridad y no únicamente de una retórica idiosincrática. Pasear por la ciudad moderna, por estrictas que sean las normas que delimitan el movimiento del peatón, conlleva siempre una marca de individualidad, un atisbo de imprevisibilidad. El predominio de los encuentros casuales y la complejidad de la vida en la ciudad contemporánea provocan en los habitantes de la ciudad la necesidad de desarrollar una inteligencia navegadora creativa. Caminar –no sólo deambular– puede abrir potenciales pasajes hacia destinos indefinidos, que con frecuencia nos pasan desapercibidos pero que otras veces percibimos explícitamente. Ese encuentro revelador y exploratorio con la alteridad es lo que confiere a los andares un poder expresivo. (p. 120)

«El actor paseante no sólo se presenta a sí mismo a través de la teatralidad gestual, sino que invita a participar a los otros implícitamente en una fase transitoria. Así, «representar» un paseo se convierte en gesto de negociación hacia la alteridad con los que pasan por delante.» (p. 121) No sorprende, por lo tanto, que el siguiente aspecto a analizar sea la teatralidad: ¿son los umbrales lugares de encuentro o de teatralidad?

El otro no es transparente. El lenguaje, los gestos que dirigimos al otro tampoco son transparentes y, en consecuencia, no son inequívocos. (…) Nos escondemos para ser descubiertos; nos disfrazamos para revelar nuestra identidad. La comunicación no consiste exclusivamente en aquello que queremos decir sino también en lo que no queremos que se advierta. De alguna forma, administramos lo que mostramos a los demás… (p. 128)

Tras transitar los conceptos de distancia óptima entre personas y aplicarlo a los barrios, Stavrides avanza en la tercera parte hacia las heterotopías: «una apropiación de la geografía de la alteridad de Foucault».

Para Foucault, la disciplina es por encima de todo un arte de distribución. Por eso «la disciplina procede de la distribución de los individuos en el espacio». (p. 161)

Este poder «guarda semejanza con el caso de una ciudad afectada por la peste», donde todas las personas deben permanecer en su sitio para mantener la plaga bajo control. Es lo mismo que ha sucedido con el COVID: la obligación de permanecer en el hogar durante los primeros meses con el fin de controlar los contagios, o la suspensión (¿temporal?) de una serie de derechos (salir de noche, huelga, reunión, entre otros) con el mismo fin. «La peste se combate con orden», dice Foucault, de modo que «la ciudad azotada por la peste (…) es la utopía de la ciudad perfectamente organizada.»

La espacialidad se convierte en herramienta de control; surgen la vigilancia, las prisiones, los manicomios, el panóptico. «Vivimos en una época en la que se nos presenta el espacio como una forma de relación entre emplazamientos», sigue Foucault. Pero estos emplazamientos son «perfectamente diferenciables e irreducibles los unos a los otros». El punto de inflexión se sitúa en el siglo XVII, «con el nacimiento de la institución carcelaria».

…el confinamiento es el origen de una nueva relación entre la sociedad y lo que esta define como normal o anormal, natural o contra natura, de la vida humana. Al quedar proscrito todo aquello que se considera antinatural, asocial –siendo la locura la amenaza emblemática en esta ecuación–, la sociedad delimita en su interior un ámbito bajo vigilancia en el que se confina a los «otros peligrosos» . El confinamiento al margen de la sociedad de los locos, o de quienes están considerados como antisociales en general, implica determinar al «otro», a una alteridad radical externa a la sociedad, en términos espaciales. Si el modelo de ciudad vigilada, azotada por la peste, logra imponer una clasificación y un control generalizados sobre sus habitantes, el manicomio constituye un modelo de exilio del otro, como en el caso de los leprosos, sólo que en el interior de una sociedad que delimita estrictamente el perímetro de un «absceso» maligno. (…) De modo que las heteropías podrían identificarse como los lugares del otro, fuera del orden disciplinado generalizado, donde las diferencias no describen caracteres distintos sino fronteras, las fronteras de lo social. (p. 167)

Son numerosas y fecundas las interpretaciones que se han hecho de la heterotopía, destaca Stavrides:

  • Edward Soja «insiste en que las heterotopías logran hacernos pensar en la espacialidad de un modo distinto, diferente al discurso geográfico en boga» (Thirdspace);
  • Kevin Hetherington las considera como «ordenaciones alternativas» puesto que «a lo largo de su historia se las pone a prueba y acaban emergiendo determinadas formas de orden espacial y social distintas de las que define su entorno» (The Badlands of Modernity. Heterotopia and Social Ordering);
  • Benjamin Genocchio las concibe como ajenas al discurso y al espacio, «el afuera absoluto» (Discourse, Discontinuity, Difference: The Question of «Other Spaces»);
  • y para Manfredo Tafuri son «un montaje discontinuo de formas, citas y recuerdos».

En todos ellos, las heterotopías «aparecen como perturbaciones del orden» y como «espacios de alteridad suspendidos». Pero hay más, claro: «por supuesto, cabe hallar una simulación de la heterotopía en el mundo moderno del consumismo. La ciudad de Las Vegas se considera un lugar emblemático por su extraña coexistencia de escenarios arquitectónicos y pictóricos que representan lugares exóticos del pasado y del presente (los grandes casinos se disfrazan de Roma, del antiguo Egipto, del mítico Oriente o de una colonia futurista en el espacio). «Hay reducciones de Nueva York, París y Venecia que se remezclan y empaquetan para el consumidor de alteridad mediada en un espacio conveniente» (Chaplin, «Heterotopia Deserta: Las Vegas and Other Spaces», p. 216).

Stavrides, sin embargo, prefiere ver las heterotopías como «pasajes hacia la alteridad y no como lugares de alteridad»:

Las heterotopías tienen algunos atributos de lugares de transición, en los que permanecen temporalmente quienes experimentan un rito de paso. En dichos lugares, como ha destacado Turner, se oscila entre una identidad de origen que ya se ha abandonado y una identidad de llegada para la que el iniciado aún no es apto. Las pruebas que acompañan a esta fase intermedia, que tienen lugar en lugares que están simbólicamente y a menudo materialmente fuera de cualquier lugar, son ejercicios sobre cómo asumir una identidad social impuesta. En el caso de las heterotopías, estas experiencias de iniciación a la alteridad de una identidad latente no están estrictamente predeterminadas sino que más bien asumen la forma de una visita a la alteridad, la forma de una visita a un mundo que todavía no existe. Es una partida de prueba de todo aquello que caracteriza a uno sin un destino predeterminado. Estas pruebas de alteridad pueden provocar el titileo de las identidades, que aparecen y desaparecen simultáneamente, que se expresan y se refutan. (p. 176)

Las heterotopías pueden construirse; los umbrales pueden levantarse. Stavrides acaba el libro con dos ejemplos de ello: la revolución zapatista y los levantamientos de Atenas en 2008, que primero actuaron contra los símbolos del consumo (tiendas de lujo o de marcas conocidas), luego contra las comisarías de policía (porque se percibía a las fuerzas de la autoridad como actuando de forma impune e ilegítima) y finalmente levantaron espacios propios, reivindicando los parques como públicos o hasta agujereando enormes párkings de hormigón en la ciudad para convertirlos en parques para todos.

Estos espacios se convierten a través de su uso en espacios intermedios. Su existencia, como umbrales que son, depende de que sean real o virtualmente cruzados. Pero no es su calidad de cruces de caminos, pasajes vigilados hacia zonas bien definidas, lo que puede convertirlos en representantes de una espacialidad emancipadora alternativa. Tiene más que ver con la idea de que los umbrales conectan destinos potencialmente separados. La espacialidad del umbral representa una experiencia espaciotemporal que puede ser constitutiva de los espacios para la conflictividad urbana, como el que creó temporalmente la rebelión de Atenas aquel mes de diciembre.

Una «ciudad de umbrales» puede constituirse como patrón espacial que da forma a espacios intermedios propicios para el encuentro, el intercambio y el reconocimiento mutuo (p. 221).

«Los estudiantes no eran simples estudiantes, ni los trabajadores simples trabajadores, ni los inmigrantes meros inmigrantes. Las personas que participaban en las distintas acciones colectivas hallan formas de encontrarse y de comunicarse entre sí más allá de expresar sus identidades socialmente impuestas, sin que ello supusiera adscribirse a identidades políticas, ideológicas y culturales cerradas» (p. 223)

Lo que ha empezado como una expresión generalizada de rabia juvenil, que brotó tras el asesinato de un joven por un policía, ha evolucionado en una reivindicación diversa y creativa del espacio público urbano. Como suele ser característico de la mayoría de los conflictos urbanos, la ciudad no era un mero escenario de la acción, sino un espacio urbano cuyos usos eran una de las cuestiones en conflicto. Los conflictos urbanos, ya sea explícita o implícitamente, están conectados con las demandas relacionadas con las condiciones de vida en la ciudad; transforman la ciudad activamente. (…) ¿Se convierte la ciudad en un espejo, y no en un mero lugar para el conflicto? (p. 207)

Y, como concluye unas líneas más adelante: «el espacio es algo que sucede» (p. 208).

Hacia la ciudad de umbrales, Stavros Stavrides

El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. (p. 16)

Stavros Stavrides, arquitecto griego y profesor de la Universidad Politécnica de Atenas, es el autor de Hacia la ciudad de umbrales (Akal, 2016, traducción de Olga Abasolo Pozas), uno de los libros a los que más ganas le teníamos en el blog. Stavrides concibe la ciudad como un archipiélago de diversas espacialidades y alude a temas que ya hemos tratado, como la teatralidad (Goffman), los ritos de paso (Van Gennep y pronto reseñaremos a Victor Turner) o el flâneur tanto de Baudelaire como de Benjamin. No es de extrañar, por lo tanto, que el prólogo a la edición española sea de Manuel Delgado.

Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. (p. 9)

Para ello recurre al concepto de Foucault de heterotopías, «súbitas desjerarquizaciones del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras» que desvelan «lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable» (p. 10).

El concepto clave que trata Stavrides a lo largo del libro es la alteridad (si acaso, el concepto esencial en la antropología): el otro. Puesto que toda identidad social se manifiesta de forma espacial, la alteridad genera espacios distintos que, en las ciudades, coexisten, chocan, luchan, se integran, se difuminan. Y entre unos y otros: fronteras, espacios difusos, que no acaban de pertenecer a ninguna de las naciones que los rodean: los umbrales, los puntos de la porosidad donde el encuentro es inevitable.

Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. (p. 16)

«A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios.» Pero, en cuanto se levantan fronteras para proteger (o recluir ) a comunidades que perciben el entorno como hostil, se abre también una invitación a cruzarlas, a adentrarse hacia lo desconocido. «Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera.» (p. 18)

Estos actos de transición son los ritos de paso, definidos por Arnold van Gennep como el tránsito entre diversos estados sociales (de joven a adulto, de soltero a casado) y entendido por Victor Turner como un estado de excepción, una liminalidad que pone de manifiesto la construcción social que subyace bajo toda estructura de la sociedad. Es el descubrimiento que hace el exiliado: «que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad»» (p. 19)

Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. (p. 20)

(…) El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. (p. 21)

El espacio no sólo es una producción (Lefebvre) de los sistemas dominantes sino que lleva la huella de las creencias de la sociedad. Por ejemplo: Bordieu observó «la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad.» (p. 21) Algo que no es universal: recordemos cómo Carlos García Vázquez describía en Ciudad hojaldre la ciudad de Tokio y su trasvaso gradual entre lo público y lo privado, entendido no como una distinción abrupta sino como un flujo continuo.

El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. (p. 22)

Este espacio intermedio o tierra de paso está dotada de liminalidad (de limen, umbral en latín), tal como las describió Victor Turner.

¿Cómo acercarse a la alteridad?, se plantea Stavrides. Hay tres modos:

  • Para aquellas comunidades que perciben todo lo ajeno como potencialmente hostil, cruzar una frontera es un acto de invasión «real o simbólico».
  • Si el cruce se realiza «sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo» o sin que medie gesto de negociación, se extingue o asimila la alteridad. Esto sucede con el consumismo actual (Bauman: «los consumidores son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones», p. 23), «una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicación, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran.» (p. 24)
  • «La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148)». (p. 24)

Si recordamos la lectura de El declive del hombre público, en ella Richard Sennett condenaba la creación actual de «comunidades» en las ciudades puesto que, en ellas, sus habitantes son homogéneos unos a otros y puesto que nada hay tan útil para la creación de comunidades como un enemigo común, exterior y ajeno: el otro. Por ello, abogaba por un aprendizaje de civilidad: acostumbrarse a la presencia del otro, a la necesidad de negociar espacios compartidos por la diversidad social.

Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. (p. 25)

El libro se divide en tres partes: la primera reflexiona sobre el espacio urbano actual en tanto que discontinuo; la segunda, los encuentros con la alteridad en función de la experiencia urbana, con especial mención de Benjamin y sus reflexiones; y la tercera avanza hacia el concepto de umbral a partir, sobre todo, de las heterotopías de Foucault. Vamos a ello.

En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. (…) El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». (…) La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (Peter Marcuse, «Not Chaos but Walls: Postmodernism and the Partitioned City»), como los muros invisibles de los guetos, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. (p. 36)

«Uno de los atributos básicos de la ciudad compartimentada es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público.»

La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. (p. 37)

Vimos varios ejemplos de los tipos anteriores de espacios compartimentados en The Cultures of Cities de Sharon Zukin: desde Disney Wordl, cuya Calle Mayor es un ejemplo perfecto de simulacro, un escenario que simula la calle central de un pueblo de los años 50 y que evoca una América perdida y dorada, hasta Bryant Park en Nueva York, un lugar vallado y con protección privada del que se expulsa a todo aquel sospechoso de no pertenecer a él. Otros muchos ejemplos serían La Défense, que Bauman denunciaba que no está hecha para el espacio de los lugares sino el de los flujos, o cualquier centro comercial que ustedes elijan; incluso las calles comerciales de las ciudades.

El acceso a cada uno de estos enclaves está controlado y permitido sólo a sus residentes o usuarios. En espacios semiprivados o privados, como las gated communities, la entrada es exclusiva; en espacios que se suponen públicos y sólo lo son hasta cierto extremo, se permite la suficiente alteridad, diluida y adecuadamente oxigenada, para que los consumidores tengan la ilusión de diferencia, de cambio, de abundancia; de que todos allí están permitidos y no hay parias; cuando «el mero hecho de que se les permita estar ahí es un indicador de su identidad» (p. 37).

Por ello, Stavrides habla de «identidades encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro.» (p. 38) El espacio de los flujos convierte a todo ciudadano en, precisamente, una red de flujos. Pero hay que hacer la distinción (Bauman) entre aquellos «para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación». El propio Bauman hablaba de una clase dirigente que se limita a aterrizar en las ciudades y exigir que éstas (las ciudades globales) les cedan un espacio exclusivo, con clubes de golf, hoteles de superlujo y edificios de alto standing; un espacio cedido a los flujos y desgajado del espacio de los lugares.

No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos. (p. 40)

Los estados de excepción urbanos crean zonas específicas con los atributos referidos. Por ejemplo: una concentración de líderes mundiales en determinado centro de congresos supone la llegada tanto de policías como la prohibición de la libre circulación en esa zona, a la que Stavrides denomina «zona roja»: «un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas». La existencia y multiplicidad de estos enclaves, cada vez más habituales y cada uno de ellos investido de sus propias normas, cuestiona en el fondo a la propia ciudad «considerada como localización uniforme de la ley soberana». Cada uno de estos «enclaves urbanos-isla» supone la aparición de «los puntos de control metastásicos» que «imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves» (p. 51).

«Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción.» Se vuelven normales los puntos de control, la vigilancia policial, los cacheos antes de entrar en un estadio, la cajera de un supermercado exigiendo que le mostremos nuestras pertenencias. Estos enclaves de excepción o zonas rojas siguen, según Agamben, «el modelo de ciudad medieval infectada por la peste»: » se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos» (p. 54). Estos controles serían, si acaso, las murallas del espacio de los flujos, las barreras impuestas por el capital al acceso de los no investidos. La City de Londres, por ejemplo, se ha convertido en un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004).

Las zonas rojas «expresan la demonización de la alteridad» y sirven «para definir como extranjero a los otros que violan las normas»; de la ciudadanía obediente se espera que «acate las normas y consienta la supresión del derecho a la ciudad» (p. 55).

A continuación Stravrides se centra en los ritos de paso, tanto en su acepción según Van Gennep como en la de Turner de liminalidad, de suspensión de la estructura social. Ahí identifica el umbral, el lugar donde prevalece la liminalidad, donde no están claros los bordes ni definidas las fronteras. Identifica este lugar o estado con las protestas de los atenienses cuando se cerraron los parques públicos de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos de 2004. Negándose a aceptarlo, de forma desorganizada y espontánea, diversos grupos y colectivos se reunían, debatían sobre la importancia de esas vallas y decidían o no si derribarlas y recuperar los parques.

El último apartado de este primer capítulo se titula, adecuadamente, «de la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales».

En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. (p. 65)

Sociología Urbana 02: la Escuela de Chicago

Seguimos con el libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa, del que ya analizamos en una primera entrada los precursores de la disciplina. En este post nos centraremos en la Escuela de Chicago, la primera que desarrolló un corpus teórico para llevar a cabo el estudio de la ciudad. Ya hablamos de ella a propósito del libro de Ulf Hännerz Exploración de la ciudad, que les dedicaba un capítulo completísimo.

¿Por qué Chicago y no, por ejemplo, Nueva York, que era una ciudad mayor? Porque ninguna ciudad americana había crecido tanto en tan poco tiempo, porque un incendio la había arrasado en 1871 y tuvo que renacer de sus cenizas, por lo que los rascacielos se fueron elevando como agujas y llenando el paisaje de la ciudad. Porque Nueva York contaba con un hinterland densamente poblado y Chicago estaba rodeada por campos vacíos; y porque la mayoría de la población de Chicago, que en 1910 superaba los dos millones, no había nacido en la ciudad. A diferencia de las grandes capitales europeas, además, los inmigrantes que acudían a Chicago no lo hacían de los campos de alrededor, sino que provenían de lugares totalmente alejados de distintas partes del mundo: tenían otros idiomas, culturas y formas de entender y habitar el mundo. Y de repente todo ese magma cultural diferenciado coincide en Chicago, lo que genera unas sinergias y explosiones de energía y prosperidad abrumadoras… y también un sinfín de problemas.

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Chicago 1920

Lo que vimos en el anterior capítulo que estaba sucediendo en las ciudades industriales (hacinamiento, pésimas condiciones del proletariado, la incipiente lucha de clases) va un paso más allá en Chicago al añadirle las cuestiones étnicas y raciales. Por ejemplo, el «Verano Rojo» de 1919, la ciudad se vio sacudida por disturbios raciales al volver los veteranos de la Segunda Guerra Mundial y descubrir que sus puestos de trabajo habían sido ocupados por los afroamericanos y decidieron reconquistar el territorio. Recordemos: hablamos de la ciudad de Al Capone y el crimen organizado.

El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado por Albion Woodbury Small en 1892, aunque por entonces se llamaba también de Antropología y no se escindió hasta 1929. Es por ello que la Escuela de Chicago la reclaman ambas disciplinas como propia de su historia, y el enfoque social se nota en los estudios de sus miembros. En esta primera etapa destacan William Thomas, que estudió a los polacos de Chicago pero también en su país de origen, para comprobar los cambios entre ambos grupos, y Florian Znaniecki.

En 1925, con la jubilación de Small y la llegada de Faris, entran nuevos autores en el departamento: Robert Ezra Park, Ernest W. Buress y Roderick Mckenzie, que publicaron The City ese mismo año, casi un manifiesto fundacional de la escuela y donde desarrollan su teoría de la Ecología Humana. La disciplina trata de explicar «todos los fenómenos humanos como producto, en última instancia, de los procesos de adaptación de las poblaciones al entorno ecológico». Recordemos: en plena mordernidad, aún se trataba de encontrar teorías capaces de explicar todos los procesos sociales.

La lucha por la supervivencia determina la regulación demográfica de las diversas especies y su distribución en diferentes hábitats, y la población humana no es una excepción a esta regla. Pero las especies y, en este caso, el hombre, no se adaptan al hábitat solamente luchando entre sí sino también cooperando entre sí. (…) El funcionamiento del sistema ecológico es mucho más complejo de lo que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión «supervivencia de los más aptos»: los más aptos no son siempre los que saben matar mejor sino los que saben cooperar mejor, los que saben ahorrar energía mejor, los que saben organizarse mejor, (…)

El ecosistema funciona según ellos [la Escuela de Chicago] a través de la «coexistencia en tensión» de la cooperación y la competición: a veces los humanos recurrirán más a la primera, a veces a la segunda, y en otras a una tercera estrategia que es una combinación de las dos. En las modernas sociedades humanas capitalistas esa cooperación se realiza a través de la diferenciación de funciones en el sistema, es decir, de la división social del trabajo y de la distribución espacial ordenada de tales funciones en las áreas más adecuadas para cada una. (…) Así, la comunidad es un sistema funcional localizado en el espacio.

El término «funcional» no es casual, pues el paradigma dominante en las ciencias sociales desde los años veinte hasta casi los 60 fue, precisamente, el funcionalismo, que veía cada grupo como un nicho determinado que cumplía una función concreta en el sistema. La cooperación entre individuos, dirán los de Chicago, se da entre los mismos grupos étnicos o sociales, mientras que la competición se da casi siempre entre estos distintos grupos.

La ciudad, como lugar dotado de especial densidad de población y de una mayor división y especialización social, es «el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debe ser colocado por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos» (p. 67). Como en cada sistema, existen grupos dominantes, que en la ciudad vienen determinados por su capacidad económica; dado que la ciudad existe como lugar espacial, habitado, «la diferencia en el precio del suelo es la sintaxis concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se distribuyen en el espacio de manera jerárquica» (p. 68). Al mismo tiempo, el sistema tiende a estar en equilibrio, por lo que el proceso normal será que los inmigrantes, al llegar a la ciudad, sin capacidad económica, traten de integrarse en su propio grupo étnico o racial para, poco a poco, prosperar e ir integrándose en otro grupo más dominante; para ser substituido el lugar que ocupaban por otro grupo recién llegado, en un melting pot que nunca termina pero que va integrando a los que van llegando.

Tratando de modelizar estos procesos, Burguess dibujó un mapa concéntrico de la ciudad que la dividía en cinco círculos, a saber:

  1. el central era el City Bussiness District y las áreas industriales;
  2. la zona de transición, ocupada por inmigrantes pobres;
  3. obreros cualificados y comerciantes que han abandonado la segunda zona pero quieren permanecer cerca de sus trabajos en el primer núcleo;
  4. zona residencial de clases medias;
  5. suburbios de clases medias y altas que poseen viviendas individuales.

Los actores, a medida que van pasando de un grupo a otro, se van moviendo, idealmente escapando hacia sectores más alejados del centro, que corresponden a los más prósperos. La zona 2 era donde las luchas de todo tipo se volvían más encarnizadas: cada nueva oleada migratoria se establecía allí, tratanto de ocupar los puestos de baja calificación que la zona 1 requería, y se daba la lucha de todos contra todos; por otro lado, la expansión inmobiliaria de la zona 1, en constante crecimiento, les iba quitando terreno de forma progresiva a medida que los especuladores iban llegando, dejando solares vacíos a la espera del momento oportuno para construir en ellos.

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El modelo de Burguess pretendía ser un tipo ideal capaz de explicar, al menos, la realidad de la mayoría de las ciudades de Estados Unidos; en el fondo, sólo explica la ciudad de Chicago en los años 20. Pronto hubo otras propuestas que trataban de acercarse algo más a la realidad:

  • la ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939), donde ya tiene en cuenta otros factores que Burguess no había considerado como «la existencia de ejes de transporte, de accidentes naturales del relieve o el poder de seducción simbólica de las clases altas y su efecto estructurante en las zonas aledañas»; este modelo, por ejemplo, tiene en cuenta los procesos de vuelta de las clases residenciales a un centro que se les irá adecuando por los poderes inmobiliarios, en un proceso conocido como gentrificación;

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  • la ciudad multicéntrica de Harrys y Ulman (1945), donde consideran que la ciudad dispone de gran cantidad de «minicentros» alrededor de cada uno de los cuales se genera una «miniciudad» (en un concepto que dará lugar a las edge cities de Garreuau);

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Los diversos grupos sociales, organizados alrededor de una etnia o raza común, establecen relaciones de cooperación entre ellos y sobre el territorio en el que operan, formando el que será el objeto de estudio por antonomasia de la Escuela de Chicago: el guetto. La metodología clásica de la antropología, esto es, la etnografía, que consistía en un hombre blanco viajando a una tribu primitiva para observarla y tratar de comprender su cultura (visión del mundo, forma y estructura de su sociedad, relación con el medio) se aplica ahora a los grupos más o menos homogéneos de cada barrio: China Town, Little Italy, el barrio judío o polaco…

Los llamados community studies son, sin duda alguna, la segunda gran aportación de la Escuela de Chicago [la primera es el urbanismo como forma de vida que se lee en el artículo de Park «Urbanism as a Way of Life», uno de los artículos más famosos de la sociología de todos los tiemos] a las ciencias sociales: el término comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un subsistema cultural y social formado por un contingente humano de reducidas proporciones donde predominan los vínculos sociales no contractuales. Este enfoque etnográfico y culturalista los convierte (…) en la piedra angular de la fundación de la antropología urbana. (p. 77)

Sin embargo, y aquí surgen las primeras críticas de Ullán de la Rosa a la Escuela de Chicago, los communities studies no desarrollaron, por ejemplo, una etnografía de las comunidades griega, irlandesa o alemana, mucho menos de la anglosajona dominante, sino sólo de aquellas que presentaban conflicto. Los sociólogos americanos partían de un presupuesto que no cuestionaban: que todos los subgrupos se acabarían integrando en la dominante, y por lo tanto sólo aquellos que presentaban la mayor desviación eran dignos de estudio, para comprender qué sucesos había tras ellos y qué los estaba apartando de la integración plena.

En última instancia, argumenta Ullán de la Rosa, «la Escuela de Chicago consideraba la diversidad étnica como un factor desestabilizador y disfuncional, debilitador de la cohesión social, generador de marginalidad social y crimen». Consideraban, sin cuestionarlo, que todas las culturas se fundirían en el famoso melting pot (crisol) americano, consiguiendo una cultura homogénea que sólo sería cuestionada por nuevas oleadas migratorias que también se irían fusionando. No compartimos plenamente la crítica del autor, pero sí que hay que reconocer que concebían a las personas como miembros unívocos de una cultura, es decir, no entendían que uno podía ser a la vez judío y americano, polaco y chicagüense. Por ejemplo: el estudio de Whyte Street Corner’s Society se centra en la estructura y subcultura de las bandas de delincuentes italianos, en vez de en la italiana propiamente dicha; y no hubo ningún estudio sobre la cultura de las clases medias o altas.

Veamos ahora algunos de los desarrollos teóricos importantes de la Escuela de Chicago. Partiendo del concepto de anomia de Durkheim, que vimos en la entrada anterior y que se define como un proceso colateral al de la modernidad que se daba en las grandes ciudades debido al nuevo formato de las relaciones sociales, en general más débiles y basadas en la mercantilidad y la utilidad que en la fraternidad; la debilidad de estas relaciones y de las instituciones sociales (familia, barrio, iglesia) para ejercer un control moral y social de los individuos dejaba individuos y grupos de personas «desafectos» del sistema, no conformes o desplazados, y fueron uno de los objetos de estudio de la Escuela. En concreto, Thomas y Znaniecki llamaron a esta fenómeno las Teorías de la Desorganización Social, que pasaron de la Sociología a la Criminología y se convirtieron en el paradigma dominante en ese campo durante todo el siglo XX.

Las características de la zona 2 del mapa de Burguess, o de las zonas pobres limítrofes en general, siempre presentaban tasas de delincuencia más altas que el resto de zonas, independientemente de la etnia de sus pobladores. Esto, basado en datos estadísticos y evidencias empíricas, supuso un importante mazazo al racismo imperante en la época: los delincuentes no lo eran por ser inmigrantes, polacos o negros, sino por pobres. Las causas que lo explicaban eran tres:

  1. la pobreza; pocos recursos impedían la gestión a medio y largo plazo de personas centradas en sobrevivir al día a día, a menudo en competición unos con otros por esos pobres recursos; la finalidad de los habitantes era abandonar el barrio, no formar lazos para vivir en él;
  2. como algunos iban consiguiendo abandonar la zona, la movilidad residencial era enormemente alta, por lo que muy pocos invertían en infraestructuras en el barrio ni en relaciones sociales en él;
  3. la mezcla de culturas, lenguas y nacionalidades, que además iban mutando de forma permanente, aún dificultaba más establecer lazos de cooperación.

A este tercer punto se le añade una observación que nos recuerda a El declive del hombre público de Richard Sennett: la mejor forma de crear comunidad es encontrar y definir un enemigo común.

Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y prejuicios étnico-culturales, que la Teoría de la Desorganización Social introduce las elaboraciones culturalistas del interaccionismo simbólico. El comportamiento debe siempre entenderse en interacción con el otro, individual o colectivo, pero no sólo en relación a las acciones del otro sino a las imágenes que este tiene del mundo. No importa si esas imágenes son prejuicios o estereotipos negativos que no se corresponden con la realidad empírica. De acuerdo al teorema de Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real por alguien, tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los negros porque pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo porque pienso que son vagos, no les alquilaré mi piso porque temo que no me vayan a pagar…). La interacción con el otro no sólo tiene consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien lo recibe, ya que se convierte en una parte estructurante de su yo. (p. 83)

Por ello, era habitual que los habitantes de estas zonas, que veían limitado su acceso al resto de zonas por los prejuicios imperantes, desarrollasen su propia cultura con valores alternativos a los de la sociedad dominante. «Un mundo de valores alternativos que se oponía al credo oficial del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y de los valores de la moderación y la gratificación diferida, precisamente porque los individuos habían interiorizado […] la creencia general que tendía a verlos como escoria, como buenos para nada, como losers congénitos». Formaron sus propias culturas exacerbando valores opuestos: la violencia como forma de adquirir estatus y poder, hedonismo y satisfacción inmediata de sus deseos, percepción de la vida como algo efímero. Estas culturas convergen en bandas criminales organizadas, cuya pertenencia otorga al individuo lazos de satisfacción y socialización, un sentido a su vida. «Arrebatar una calle a los italianos ya era un triunfo que vale una vida para un gangster negro de Harlem.»

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Nuevas formas de socialización. Como el que se apunta a pilates, oigan.

Con el tiempo, esta forma de organización criminal dejó de verse como una disfuncionalidad puntual del sistema para pasar a ser concebido como un subsistema social y cultural semiautónomo incrustado (o enquistado) en el seno del sistema mayor; por ello Thrasher propone sustituir la etiqueta de Teoría de la Desorganización Social por la de Teoría de la Asociación Diferencial (1947): de la misma forma que viviendo en sociedad se aprende a ser individuo social, también se aprende a ser delincuente en un proceso de socialización paralela que generaba un efecto de «bola de nieve», es decir, mientras más delincuentes hay más degradado está el barrio y más gente no delincuente quiere huir de él, lo que hace que los que se quedan perciban la zona como aún más degradada y vean menos opciones de huir, con lo que la única opción viable que les aparece es entrar en la subcultura criminal.

Algunas de estas conclusiones nos pueden parecer obvias a día de hoy (el hecho de que la causa de la delincuencia sea el entorno y la pobreza, y no la ascendencia étnica y racial), pero si es así se debe a los descubrimientos de la Escuela de Chicago. Fueron los primeros que denunciaron que ese tipo de delincuencia no se podía combatir con mayor presencia policial, pues la oposición a un enemigo sólo refuerza el concepto de pertenencia a una banda; debían combatirse con inversión en el barrio, con la creación de sistemas de socialización potentes, de nuevas formas de socialización, escuelas, tiendas de ultramarinos, iglesias, grupos juveniles, nuevas infraestructuras; recordemos la Teoría de las Ventanas Rotas de Wilson y Kellig.

Otro aspecto importante de la investigación de la Escuela fueron las tipologías sociales liminares: los vagabundos y el biculturalismo. Recordemos: un ser liminar es aquel que vive a caballo entre dos estados sociales concretos. Uno es soltero o está casado; para pasar de un estado al otro se lleva a cabo un ritual social (una boda) durante la cual uno no es ni una cosa ni otra, sino un ser liminar, pura potencialidad, viviendo en un reino sin normas no estructurado. Vale, en el caso concreto hablamos sólo de un día, pero por ejemplo la adolescencia es una vivencia liminar completa entre la infancia y la edad adulta. Lo vimos en Los ritos de paso, de Van Genep. Llevado a la sociología, el ser liminar es aquel que vive entre dos o más culturas o que no se encuentra en ninguna en concreto, un individuo que fascinará especialmente a la Escuela de Chicago. ¿El ejemplo más concreto? El hobo, el vagabundo que viajaba de polizón en los trenes del país buscando trabajos temporales donde surgiesen. Un ser liberado por completo (o alienado por completo, escoja usted su versión) del sistema, sin ataduras ni responsabilidades, que formaron una sociedad flotante, no establecida, que iba dejando sus huellas por todo el territorio. Como los criminales, más que parias eran un colectivo con una subcultura propia (tenían unos símbolos concretos que indicaban lugares donde obtener comida o cama a cambio de trabajo, trenes a los que se podía subir, lugares de los que huir…). La forma de vida caló en la sociedad dominante dando lugar a expresiones culturales como el famosísimo En la carretera de Kerouac, de la beat generation.

Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contemporáneos vivían fuera de la sociedad pero aprovechándose de los espacios intersticiales que esta dejaba (en su caso, la necesidad de la economía de trabajos temporales poco cualificados). Pero a diferencia de los gitanos, que conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e identidad culturales muy fuertes, el hobo era un destilado casi puro de perfecto individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados los unos a los otros salvo por un débil reconocimiento en la identidad de un estilo de vida constantemente transitorio. Por lo demás el hobo es puro flujo, pura libertad sin ataduras sociales, personalidad y rol social en constante movimiento. Su única regla es «Decide tu propia vida». (p. 88)

Ya hemos comentado que una de las críticas a la Escuela de Chicago era su sostén del statu quo, su incapacidad de ver que estaban defendiendo un sistema concreto que daban por sentado. Ese fue un concepto de la segunda generación de la Escuela, la que hemos tratado a lo largo de todo el artículo. Hubo después una tercera generación, no tan relevante como la segunda, que ya llevó a cabo proyectos de integración en la ciudad, ayudando con diversos mecanismos (el Chicago Area Project, por ejemplo) a los procesos de integración de la ciudad, pero no entraremos en el tema.

El final del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa a tratar la Federal Housing Administration (1934), «un instituto federal cuya misión era poner en práctica un ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector inmobiliario privado con el objetivo declarado de convertir a la sociedad americana en la «civilización mejor alojada de la historia». Por avatares del momento social, las muchas ramificaciones de la FHA tuvieron una serie de consecuencias que serán enormemente relevantes para la sociedad americana:

  • primero: consideraron que la mejor forma de vida que uno podía llevar era una casita con valla blanca y jardín en las afueras de la ciudad, en parte por el movimiento de las ciudades jardín de Ebenezer Howard que iba llegando desde Europa (despojada de todo su componente socialista, por supuesto), lo que condujo a la creación de suburbios igualitarios como el famoso Levittown: casas adosadas con jardín, perro, ama de casa y electrodomésticos en entornos completamente despojados de vida social, salvo el centro comercial, y donde el coche era necesario para todo;
  • segundo, y casualmente, estos nuevos suburbios fueron, en general, para los blancos; los negros que intentaban acceder a ellos veían sus créditos denegados y acababan quedándose en los barrios centrales de las ciudades, cada vez más degradados. Con el tiempo, la propia FHA acabó elaborando unos mapas que dividían la ciudad en cuatro zonas por colores: el azul era aquellas zonas con máximas garantías de inversión (gente blanca con dinero que nos va a devolver los créditos, así que barra libre) y las rojas, las de menor garantía (negros probres que no nos lo van a devolver); también casualmente, las zonas azules estaban en barrios de casas adosadas de las afueras y las zonas rojas, en los barrios pobres del centro de la ciudad, cuyos habitantes se veían incapaces de acceder a un crédito para escapar del barrio o incluso establecer un negocio en la zona. Este proceso, conocido como el redlining, fue degradando los barrios centrales, que cada vez se convertían en lugares peores donde sólo vivían los que no tenían otra opción. Y, también casualmente, estos barrrios, que dejaron de recibir progresivamente inversiones públicas, serán los que, a partir de los años 70 y 80, cuando las clases medias decidan volver al centro de la ciudad, se irán gentrificando (y sus habitantes, siendo expulsados) para realojar a estas nuevas clases medias sedientas de cultura urbana. Lo vimos en First We Take Manhattan, pero vaya, lo habrán visto en cualquier barrio gentrificado de su ciudad;
  • tercero: teniendo en cuenta todo lo explicado anteriormente, ¿sorprenden estallidos sociales periódicos alrededor del tema del racismo como los de Los Ángeles en 1991 o el más reciente «Black Lives Matter»? De esos barros, estos lodos…

Los momentos y sus hombres, Erving Goffman. Las bases de la interacción

Los momentos y sus hombres es una recopilación realizada por Yves Winkin de una serie de textos escritos por Erving Goffman. Ya hemos hablado de este sociólogo en alguna otra ocasión (a propósito de su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana). Recordemos, Goffman fue de los primeros sociólogos en interesarse por algo que hoy en día nos parece tan esencial como es la microsociología o las relaciones personales que se establecen entre grupos pequeños cuando interactúan. Al ir a comprar el pan, vaya, o al sentarse en el autobús. El libro que ya analizamos explicaba las conclusiones a las que había llegado Goffman tras residir durante un tiempo en un pueblo algo remoto y estudiar la forma como las personas se relacionaban entre ellas. Más o menos asimilaba esta forma de relación a una exposición teatral donde todo participante era siempre consciente de estar sobre un escenario, es decir, expuesto a una opinión pública, y que actuaba en consecuencia, midiendo sus palabras so pena de incurrir en alguna forma de transgresión social que lo convirtiese en un paria.

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Pese a que toda su vida se dedicó al estudio, no hay muchas obras publicadas de Goffman, más dedicado a los artículos que a los libros. La presentación de la persona en la vida cotidiana, Estigma e Internados son sus únicas tres obras traducidas a nuestro idioma, aunque cuenta con apenas un par más en su inglés natal. Estigma trata sobre las marcas que llevan las personas que les impiden partir de un punto inicial similar al de los otros actores (por ejemplo, por pertenecer a una raza distinta a la hegemónica) e Internados retrata las vivencias del autor en un manicomio en el que se internó (sin llegar a dormir en él) para estudiar cómo funcionaba esa microsociedad en la que había dos castas muy diferenciadas: los internos y los funcionarios.

El estudio que nos atañe recoge textos diversos de toda la obra del autor: desde los muy iniciales, donde observamos los primeros apuntes que hizo Goffman sobre la microsociología, hasta los del final de su vida, cuando apuntaba hacia la creación de una teoría más sólida que abarcase todos esos momentos.

El gran éxito de Goffman, creemos, no se debe a ninguna obra en concreto sino a la forma como todo aquello que fue estudiando y descubriendo se ha integrado de forma natural en nuestra sociedad, hasta el punto de que muchas de las cosas que le podemos leer hoy nos parecen obvias; pero, recordemos, alguien tuvo que descubrirlas. Suyo es, también, el mérito de descubrir que todo aquel que abandona su hogar y se pierde en la ciudad está actuando y analizando constantemente a su público, es decir, categorizando a las personas con las que se encuentra en su trayecto. De ahí al baile de disfraces del que hablaba Delgado (o incluso al ballet de las aceras de Jane Jacobs) sólo habrá un paso.

El primer texto de esta antología lo forma el capítulo inicial de la tesis de Goffman.

  1. Hay orden social donde la actividad distinta de diferentes actores se integra en un todo coherente, permitiendo el desarrollo, consciente o inconsciente, de ciertos fines o funciones globales. (…)
  2. El que un actor contribuya (a la interacción) es una expectativa legítima por parte de los demás actores, que así pueden conocer de antemano los límites dentro de los cuales el actor se comportará probablemente, y tienen el derecho virtual a esperar de él que se comporte de acuerdo con estas limitaciones. (…)
  3. La contribución adecuada de los participantes se garantiza o «estimula» por medio de sanciones positivas, o recompensas, y sanciones negativas, o castigos. Estas sanciones aseguran o retiran inmediatamente la aprobación social expresada (…) y apoyan y sostienen la definición de reglas sociales que son a la vez prescriptivas y proscriptivas, que estimulan ciertas actividades y prohíben otras.
  4. Toda manifestación concreta de orden social debe producirse dentro de un contexto social más amplio. (…) El mantenimiento de esta relación depende del mantenimiento del orden socia en el medio. (…)
  5. Cuando no se respetan las reglas, o cuando ninguna regla parece aplicable, los participantes dejan de saber cómo comportarse y de saber lo que deben esperar el uno del otro. En el plano social, queda perturbada la integración de las acciones de los participantes, con la consecuencia de desorganización social o desorden social. Al mismo tiempo, los participantes padecen de anomia y desorganización personal.
  6. La persona que infringe las normas es un contraventor. Su infracción es un delito. El que infringe continuamente las reglas es un desviado.

Y sigue. El séptimo punto regula la ofensa que supone para un espectador esta infracción de las normas, el punto ocho habla sobre el castigo que recibe o merece el infractor, el noveno sobre cómo algunas personas se aprovechan de las reglas en beneficio personal sin llegar a infringirlas. Todas estas normas, si nos paramos a pensarlo, las seguimos de forma inconsciente en la calle, en el metro, en la cola del cine, en un restaurante. Cada lugar tiene normas levemente distintas pero en todos ellos los actuantes lo hacen de la misma forma, evitando la infracción social del mismo modo.

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Goffman de crío, que siempre se pone de él la misma imagen (huía bastante de las fotografías).

Dos conceptos esenciales que establece Goffman: la working aceptance (traducida como «compromiso de conveniencia») es el punto hasta el que llegarán los actores para evitar «montar una escena». Un ejemplo: en una conversación entre dos personas, a uno de ellos, de forma involuntaria, se le escapa un poquito de saliva que salpica al otro. Aunque los dos se den cuenta, lo más probable es que sigan la conversación como si nada hubiese pasado, porque el hecho de ponerlo de manifiesto es más grave para la continuación de la interacción que el incidente en sí. Las personas, en general, tratan de evitar montar una escena.

Por otro lado, «el empleo de tácticas de ganancia es cosa tan corriente que a menudo es preferible entender la interacción, no como una escena de armonía, sino como una ordenación que permite perseguir una guerra fría. Por tanto, la acogida de conveniencias puede llamarse una tregua momentánea, un modus vivendi que permite atender a las cosas y a los asuntos esenciales.» (p. 97). Dicho de otro modo, lo que toda esta escenificación teatral sostiene no es una armoniosa sociedad donde todo fluye a las mil maravillas, sino un estado salvaje que las personas tratan de mantener soterrado por simple economía y practicidad. Volviendo a Delgado: lo urbano siempre es magmático y está a punto de suceder. Y suceder puede significar fácilmente estallar.

El siguiente texto de la antología es también de la tesis doctoral de Goffman y trata sobre los temas que permiten que la interacción siga sin ponerse abrumadora. En situaciones que requieren levedad, que no pretenden transmitir un mensaje, hay recursos seguros que evitan la incomodidad del silencio, que se puede mantener con los allegados pero no con los simples conocidos. El tiempo, el palique, los cotilleos relativamente sanos, comentarios sobre alguien que ha infringido las normas sociales. Ejemplo: dos personas que, a priori, no se dirigirían la palabra en una cola del supermercado o de un autobús lo pueden hacer si ambos contemplan a un infractor hablando a voz en grito por el teléfono o intentando colarse.

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La cola del autobús: microsociología en estado puro. ¡Cuélense para provocar un estallido social!

Ya más adelante, y tras un texto sobre las formas en que es representada la mujer en las imágenes publicitarios (muy adelantado a su época, pero que hoy nos dice poco que no se haya estudiado ya mucho más a fondo) encontramos la presentación que el autor iba a leer como presidente del Instituto de Sociología estadounidense, cargo que se le otorgó en el año 1981 y que pudo disfrutar sólo hasta su muerte el año siguiente. No llegó a leer la entrevista por enfermedad, pero quedó escrita como un resumen de todos sus estudios.

La caracterización que un individuo puede hacer de otro gracias a poder observarlo y oírlo directamente se organiza alrededor de dos formas básicas de identificación: una de tipo categórico que implica situarlo en una o más categorías sociales y otra de tipo individual que le asigna una forma de identidad única basada en su apariencia, tono de voz, nombre propio o cualquier otro mecanismo de diferenciación personal.

Los individuos, cuando se encuentran en presencia inmediata de otros, se enfrentan necesariamente al problema persona-territorio. Por definición sólo podemos participar en situaciones sociales si llevamos con nosotros nuestro cuerpo y sus pertrechos, y este equipo es vulnerable a la acción de los demás. (…) De forma similar, en presencia de los demás somos vulnerables a que sus palabras o gestos traspasen nuestras barreras psíquicas y rompan el orden expresivo que esperamos que se mantenga ante nosotros. (Por supuesto, afirmar que somos vulnerables es afirmar también que tenemos a nuestro alcance los recursos para hacer igualmente vulnerables a los demás). (p. 176)

Los cuatro status difusos fundamentales son, para Goffman: edad, sexo, clase social y raza. Todas las personas, en general, pueden ser calificadas en función de alguno o todos de estos parámetros; cuando no es así, se dan situaciones sociales especialmente complejas. De hecho, la mayoría de las personas tratará de evidenciar su posición, o la posición que pretende mostrar, de forma más clara de lo necesario. Es decir: siendo conscientes de que vamos a ser escrutados, no de forma individual, no porque alguien se interese específicamente por nosotros sino por pura necesidad de supervivencia social, lo habitual es que enviemos mensajes claros respecto a quiénes somos y lo que pretendemos en cada situación. Aunque sean falsos.

Aquí reside otra de las normas sociales básicas: la igualdad de trato. En un ámbito determinado se tratará a todas las personas por igual, en función de factores ajenos como puede ser quién ha llegado primero. Veamos una cola para pagar en el super o para entrar en el cine: todos los factores antes mencionados quedan en suspenso y cada cual ocupa el lugar que le corresponde. Pero pueden surgir incidencias: alguien con prisa, o que sólo lleva unos pocos productos, o una persona mayor que no puede estar tanto rato en pie y pide que la dejen pasar. La decisión la tomará la persona cuyo turno le toque en la cola, aunque sea una decisión que afecte al resto, que, en general, delegarán, como forma de disolver la responsabilidad.

Y, si nos permiten, acabamos con las palabras finales del discurso de Goffman:

Creo que todos estamos de acuerdo en que nuestro trabajo consiste en estudiar la sociedad. Si se me preguntara por qué y hasta qué punto, yo respondería: porque está ahí.

Construir y habitar (III): membranas y aperturas

La tercera parte del libro de Richard Sennett Construir y habitar (primera entrada, segunda entrada) es un cajón de sastre en el que se enumeran distintos consejos sobre cómo abrir la ciudad, basados en la experiencia como urbanista del autor.

Las multitudes pueden ser de dos tipos: o llevan a cabo una multiplicidad de acciones al mismo tiempo o se concentran en una. Por ejemplo: en un mercado o en un campo de fútbol. El primer tipo de espacios se llaman sincrónicos; el segundo, secuenciales. Los sincrónicos son los más difíciles de diseñar, porque necesitan un principio de coordinación. Cada uno de estos espacios lleva asociado un peligro: el del espacio sincrónico (el ágora) es la fragmentación intelectual, un lugar donde hay tantas voces que terminan convirtiéndose en ruido; el del espacio secuencial (el pnyx, el teatro principal de la ciudad de Atenas) es la dominación emocional: como sólo se escucha una voz, que además ocupa el lugar central, es fácil dejarse llevar por ella.

Se puede dotar de personalidad a un espacio puntuándolo como se puntuaría un texto escrito. En la escritura, un signo de admiración al terminar una frase añade énfasis; un punto y coma interrumpe el flujo, y un punto lo detiene. De manera más sutil, las comillas alrededor de una palabra invitan al lector a detenerse en un lugar donde el lenguaje tiene marcas distintivas. Lo mismo sucede con el urbanismo. Los monumentos grandes y atrevidos funcionan como signos de admiración. Los muros son puntos. Las curvas sirven de puntos y comas, interrumpiendo el flujo sin detenerlo del todo. (p. 304)

El signo de admiración. El Papa Sexto V, al transformar Roma a partir del año 1585, decidió buscar unos monumentos que indicasen con su presencia los lugares importantes de la ciudad. Tras bucear en el pasado de la Ciudad Eterna, decidió que fuesen los obeliscos; pero no sólo marcaban los puntos importantes, también permitían que cada ciudadano desarrollase un recorrido distinto en función de qué lugares tuviese que visitar. Se convirtieron en piedras de toque de la circulación. En el siglo XIX, sin embargo, fueron los propios edificios los que se empezaron a construir como objetos para ser observados, por lo que las piedras de toque fueron perdiendo importancia. Si acaso, la mayoría de lugares que en siglos anteriores se marcaron como recordatorios de hechos importantes se han convertido en destinos turísticos, pero en pozos que los habitantes de cada ciudad obvian.

El punto y coma. Se presenta como una alternativa más prosaica al signo de admiración. Una forma más sutil de cambio, «una ruptura epistemológica en el sentido de Bachelard, una disyuntura introducida en el espacio» (p. 308).

Las comillas. Como las esquinas, las comillas enfocan la atención en un lugar. No hace falta que sea un lugar especialmente importante: un banco colocado ante un edificio tal vez es, simplemente, el indicador de que ahí puede sentarse uno; que ése es un lugar agradable, y tal vez sólo lo es desde que se ha colocado el banco. Sennett destaca, por ejemplo, el significado de la piedra en el jardín zen durante la época Kamakura, cuando perdieron significado simbólico y simplemente representaban algo importante, sin especificar qué: se convirtieron en significados flotantes.

La membrana. En 1748 Giovanni Batista Nolli hizo un mapa de Roma distinto a los de la época. Entonces se solía plasmar la ciudad a vista de pájaro, con los edificios representados en un semi 3D; Nolli lo hizo visto estrictamente desde arriba, con los edificios en negro y las calles en blanco. Pero cada edificio tenía un contorno distinto en función de lo poroso que fuese, es decir, de cómo interrelacionase el espacio público con él. Una muralla cerrada era una línea recta; las columnas del Panteón eran círculos cerrados en cuadrados, los pilares de la Iglesia de Santa Maria sopra Minerva tenían forma de T.

Existen dos bordes en el mundo natural: los umbrales y las fronteras. Los umbrales son porosos, las fronteras no. «La frontera es un borde donde las cosas terminan, un punto más allá del cual una especie en concreto no puede pasar o, si acaso, vigila y protege, como hacen los leones o los lobos, orinando o defecando para avisar a los intrusos: ¡Fuera de aquí! La frontera marca un punto de baja intensidad. El umbral, en cambio, es un punto donde interactúan grupos distintos; por ejemplo, el lugar donde la orilla de un lago se convierte en tierra firme es una zona de intercambio activa, donde los organismos encuentran otros organismos y se alimentan de ellos. No resulta sorprendente que sea el lugar donde la selección natural es más intensa.» (p. 314)

La frontera cerrada es la que domina la ciudad moderna. Las zonas de trabajo, de comercio, de familia y vida pública están separadas, y especialmente lo están las zonas con flujos de tráfico de todas las anteriores.

Otro ejemplo de borde. Tras la Segunda Guerra Mundial, Amsterdam era un lugar triste y desanimado. Era una ciudad mal adaptada al automóvil en la que no había apenas espacios para los niños, por ejemplo. Aldo van Eyck decidió apropiarse de algunos espacios anodinos y convertirlos en parques infantiles. Pero lo novedoso de su actuación es que no los delimitó, no les puso vallas para separarlos del tráfico ni ninguna otra marca. De este modo, los niños no sólo se divertían: también aprendían a convivir con el resto de los quehaceres de la ciudad. Van Eyck había creado bordes liminares, «en el sentido de que eran una experiencia de transición aunque no hubiese una barrera clara entre los dos estados» (p. 320)

Lo común. El origen del término commons viene de las zonas de pastoreo que los ganaderos compartían en diversas zonas de Inglaterra. Durante los siglos XVII y XVIII se fueron aprobando leyes que propiciaban la privatización de dichos campos en zonas independientes. A menudo, sin embargo, el proceso de privatización provocaba efectos contrarios: los terrenos eran tan pequeños que una sola familia podía mantener un número reducido de animales. Desde entonces ha habido grandes defensores de lo común (Sennett cita al abbé Lamenais, a Karl Marx, a Durkheim y a Marcel Mauss), pero acaba en la forma que ha adoptado el término hoy en día en el mundo digital: digital commons, contenido libre y abierto.

Esta reflexión viene dada por las dos opciones posibles que se barajaron en la ciudad de Nueva York tras el paso del huracán Sandy. Un huracán que, se supone, no debería haber afectado a la ciudad, sobrepasó todas las previsiones, se salió de la escala e inundó la estación eléctrica del East River, dejando parte de la ciudad a oscuras. Tras su paso, las propuestas fueron de dos tipos: las que proponían crear un dique mayor, simplemente, cerrando la ciudad (propuestas cerradas) y las que proponían adaptar el entorno marítimo de la ciudad a todas las posibles oleadas de huranes (propuesta abierta). En el primer caso, y dado el proceso de cambio climático en el que estamos, tarde o temprano llegará un momento en que las olas provocadas por un huracán superarán los diques; ¿y entonces?, ¿un dique mayor? En el segundo caso, dryline, la propia zona se convierte en dique, con un gran espacio abierto en la orilla donde se empieza a reducir el potencial de las olas, sea el que sea. Además, los ciudadanos no deben renunciar al mar.

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El proyecto dryline

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Muy bonito. Eso sí, Jan Gehl tendría muchas cosas que decir sobre ese borde cerrado que forman la autopista y los coches aparcados. Pongan una triste terraza, por favor…

Ciudad líquida, ciudad interrumpida (II): la fiesta

Venimos del primer post sobre este libro de Manuel Delgado: Ciudad líquida, ciudad interrumpida.

La fiesta es un dispositivo de representación cuya misión es la de espectacularizar una determinada comunidad humana, mostrándola, a sí misma y a las otras, como dotada de unos límites simbólicos específicos y otorgándole a sus miembros la posibilidad de experimentar un determinado sentido de la identidad compartida. En todos los casos, la fiesta es un recurso mediante el cual una comunidad cualquiera (de la pareja de enamorados a la humanidad entera, pasando por la familia, el grupo de amigos, los trabajadores de una misma empresa, el patio de vecindad, el barrio, la ciudad, la nación…) se brinda la posibilidad de hacer real su ficción colectiva de unidad. Para ello opera una manipulación del tiempo y del espacio sociales de la que el resultado es una definición capaz de identificar, es decir, de proveer de identidad. (p 26).

¿Cómo es que las sacramentalizaciones del tiempo, el espacio y el grupo que opera la fiesta no sólo no se han visto erradicadas por el proceso de secularización o el individualismo o la masificación sino que parecen haber aumentado su frecuencia e intensidad?, se pregunta Manuel Delgado en el segundo párrafo del tercer capítulo: La sociedad, poseída por sí misma.

Y nos aventura una respuesta: «Lo que hace la fiesta es, básicamente, lo que hace el rito: crear una prolongación de la realidad.» El estado de excepción, las límites espaciales y temporales no habituales, nuevas narraciones, alteración de las conductas… todo ello lleva a un estado dispar al habitual que contribuye a «producir y legitimar luego una fragmentación de la sociedad marco en identidades singularizadas y lo hace proclamando la distinción que permite resistir la presión centrípeta, homogeneizadora y disolvente que ejerce la sociedad de masas sobre sus componentes.» (p. 27). Por lo tanto, habrá más fiesta cuanto más compleja sea una sociedad; y también cuanto más cerca deban coexistir grupos que se sienten diversos unos de otros.

La fiesta permite a cada grupo el espejismo de «una comunidad a la que es dado vivir a solar consigo misma, sin interferencias». «Las fiestas permiten contemplar hasta qué punto la identidad se reduce a una entidad espectral que no puede ser representada, puesto que no es otra cosa que su representación, superficie sin fondo, reverberancia de una realidad que no existe ni ha existido ni existirá si no fuera precisamente por las periódicas performances en que se muestra.» (p. 29).

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Durante las fiestas, además, habitualmente el poder desaparece. Tal vez se den muestras de él al principio o en un momento puntual, pero es habitual que la fiesta pertenezca a aquellos que la viven, que la hacen como si se tratase de una posesión, permitiendo que «la personalidad ordinaria sea sustituida por otra». Frente al tópico habitual que la fiesta es una excusa que el poder permite a los ciudadanos como vía de escape, momento de excepcionalidad en que se levantan las barreras y se permiten estallidos dionisíacos, una permisividad para que el descontento social «encuentre un ámbito fiscalizado en donde aliviarse». Delgado sostiene lo contrario:

Pero, ¿y si no fuese tanto así, como lo contrario? ¿Y si la fiesta no fuera una concesión del Estado a la sociedad, permitiéndole hacer creer que puede revelarse, sino, al revés, una forma que adopta la sociedad civil de hacerle ver al Estado que es la autoridad que cree ejercer lo que constituye una concesión? (…) Pero si el poder político está donde está y puede llevar a cabo las funciones que la sociedad le confía, es porque ésta transige en no hacer el resto de días y noches lo que en los de fiesta demuestra que puede hacer en cuanto lo crea preciso o le plazca: expulsarlo de escena, tomar las riendas de su propia vida, reclamar el recurso a la violencia física, usar a su antojo el espacio público, imponer su propio orden por la fuerza. (p. 31).

Durante la fiesta los ciudadanos ocupan las calles, una muchedumbre que fluye por las principales arterías de la ciudad; la elección del lenguaje no es baladí: «el paisaje urbano deviene (…) también un paisaje moral. La condensación festiva establece entonces una malla sobre el espacio público, sobre la cual se representa el drama de lo social, todo él hecho de solidaridades y de encontronazos entre quienes siendo incompatibles se necesitan. El resultado es una topografía de inclusiones y exclusiones y en el que se irisan todas las identidades y todos los intereses copresentes en la sociedad.» (p. 33). En la fiesta no existen verdaderos extranjeros: el simple hecho de participar en ella disuelve las fronteras en, al menos, un grado.

Delgado destaca dos tipos de fiestas:

  • Cúmulos, en los que la comunidad reunida y proclamada se mantiene concentrada en un único punto del espacio urbano.
  • Transcursos, en los que el grupo se desplaza por un recorrido más o menos preestablecido de la red viaria.

Pero cada uno de estos dos tipos de empleo del espacio público puede ser subdividido en sendas submodalidades:

  • Cósmicos, en los que la comunidad se comporta de manera ordenada, reproduciendo dramáticamente los términos ideales de la distribución y posiciones en el seno de la estructura social.
  • Caóticos, en los que la colectividad reunida escenifica las condiciones caóticas que se imaginan definiendo el principio o el final del tiempo social.

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Esto nos da una trama donde existen:

  • A1, cúmulos cósmicos. Reuniones estables que se mantienen en un punto: una pitada ante un ayuntamiento, la veneración de un lugar. Se incluyen también romerías o peregrinaciones, siempre que el trayecto no sea parte de la fiesta, sólo lo que sucede al llegar al destino.
  • A2, cúmulos caóticos. Una celebración deportiva o política, donde el grupo que ocupa la calle quiere hacerse con todos los rincones y se mueve de forma caótica y desordenada.
  • B1, transcurso cósmico: una cabalgata, un pasacalles, una rúa, una desfilada; de algún modo, el transcurso de la fiesta recorre y une los puntos más importantes de la ciudad, redotándolos de significado. Las muchedumbres generadas en este tipo suelen ser cúmulos compactos que permiten, en función de sus intereses, que los personajes percibidos como ajenos a ellos pasen a formar parte, o no, de su grupo. Una tribu «opuesta» (pongamos una cabalgada del orgullo gay y unos nazis) será representación del enemigo y no se le permitirá acceder al desfile; mientras que un elemento positivo será bien recibido y se le permitirá la integración a la fiesta.
  • B2, transcursos caóticos, normalmente generados para expulsar a un enemigo que o bien se ha generado en el interior de la ciudad o bien ha penetrado del exterior, y que al finalizar la fiesta será expulsado de algún modo para recuperar el orden ancestral.

El quinto capítulo (parece no haber cuarto): La memoria bestial, busca los símiles que se han dado desde la teoría al estado que se adueña de los ciudadanos durante la fiesta y que asimilamos, sobre todo, al de communitas de Victor Turner: «estado liminal en que reconstruye tempo-espacialmente un grado cero de lo social: estada prístino, no jerarquizado, no estratificado, pendiente de estructurar» que a su vez remite al estado liminal de los ritos de paso del que nos hablaba Van Gennep, aquellos en que quien los atraviesa, el neófito, ya no es lo que había sido pero aún no ha devenido lo que va a ser y por lo tanto es pura potencialidad, situado en «un espacio sin referentes en el que a la vez está todo pautado pero puede ocurrir cualquier cosa«.

Erving Goffman: La presentación de la persona en la vida cotidiana

Le tenía muchas ganas a este libro, y no ha defraudado en absoluto. Si acaso, le achaco lo mismo que a otros estudios sociológicos (me pasó con este otro, Los ritos de paso): que se pierde un poco en la forma de presentar el estudio y, tratando de ser exhaustivo, llega a un punto en que abruma con los datos y se escapa por las ramas. O, visto de otro modo, que no soy un lector acostumbrado a estudios sociológicos, y tal vez sólo sea eso lo que se me hace raro.

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Dejando de lado ese detalle, Goffman fue el pionero de lo que se conoce como microsociología, el estudio de la persona en ambientes muy reducidos. La tesis de Goffman es que el individuo, desde que se despierta hasta que se acuesta, se comporta como si estuviese en un teatro y tuviese ante sí un auditorio: cada acto que lleva a cabo, la forma incluso como lo hace, tiene en cuenta que hay espectadores y la impresión que se causará en estos.

Cuando un individuo llega a la presencia de otros, estos tratan por lo común de adquirir información acerca de él o de poner en juego la que ya poseen. Les interesará su status socioeconómico general, su concepto de sí mismo, la actitud que tiene hacia ellos, su competencia, su integridad, etc. Aunque parte de esta información parece ser buscada como un fin en sí, hay por lo general razones muy prácticas para adquirirla. La información acerca del individuo ayuda a definir la situación, permitiendo a los otros saber de antemano lo que él espera de ellos y lo que ellos pueden esperar de él. Así informados, los otros sabrán cómo actuar a fin de obtener de él una respuesta determinada.

Si no están familiarizados con el individuo, los observadores pueden recoger indicios de su conducta y aspecto que les permitirán aplicar su experiencia previa con individuos aproximadamente similares a los que tienen delante o, lo que es más importante, aplicarle estereotipos que aún no han sido probados.

Así da comienzo la introducción. A continuación, Goffman desarrolla una comparación entre el teatro y la persona, y diferencia entre estar sobre el escenario o entre bambalinas (backstage). En el primero actuamos para un auditorio, en el segundo para el círculo íntimo. Un camarero está en el escenario al salir a sala y entre bambalinas mientras preparan el restaurante para la apertura, rodeado de sus compañeros. Las máscaras usadas cambian en cada contexto; cambian en función del auditorio, de la impresión a dar, del vestuario y el escenario disponibles.»La vida urbana se volvería insoportablemente pesada para algunos si todo contacto entre dos individuos entrañara el compartir desgracias, preocupaciones y secretos personales. Por tanto, si un hombre desea que le sirvan una comida con tranquilidad, quizá busque los servicios de una camarera, más que los de una esposa.» (p. 64).
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Ritos de paso y seres liminares

Los ritos de paso fue publicado por el antropólogo francés Arnold van Gennep en 1909. El término, que pronto pasó a formar parte de la terminología de las ciencias sociales, designa el momento en que un individuo, dentro de una sociedad, da el salto de un estado a otro tras pasar por una serie de pasos formalmente establecidos.

ritos de paso

Los ritos de paso, al menos en su acepción original, necesitan de un requisito esencial: la existencia de un mundo sagrado, religioso, mágico. «En nuestras modernas sociedades sólo hay una separación algo neta entre la sociedad laica y la sociedad religiosa, entre lo profano y lo sagrado. (…) Para pasar de una a otra, para que un campesino se convierta en obrero, e incluso para que un peón se haga albañil, es preciso cumplir determinadas condiciones que tienen, sin embargo, en común lo siguiente: son únicamente de carácter económico o intelectual; a diferencia de lo que ocurre cuando se pasa de laico a sacerdote, o a la inversa: en este caso, es preciso realizar ceremonias, es decir, actos de un tipo especial, que suponen una cierta inclinación de la sensibilidad y una cierta orientación mental. Entre el mundo profano y el mundo sagrado hay incompatibilidad; hasta tal punto que la transición del uno al otro precisa de un período intermediario. »

«A medida que se desciende en la serie de las civilizaciones –tomando esta palabra en su más amplio sentido–, se constata un mayor predominio del mundo sagrado sobre el profano; en las sociedades menos evolucionadas que conocemos engloba casi todo: nacer, parir, cazar, etc. son en ellas actividades vinculadas a lo sagrado por múltiples dimensiones.» (p. 20). Sigue leyendo «Ritos de paso y seres liminares»