En lo que viene a continuación, haré un uso frecuente del concepto de «compresión espacio-temporal». Utilizo esta noción para referirme a los procesos que generan una revolución de tal magnitud en las cualidades objetivas del espacio y el tiempo que nos obligan a modificar, a veces de manera radical, nuestra representación del mundo. Empleo la palabra «compresión» porque, sin duda, la historia del capitalismo se ha caracterizado por una aceleración en el ritmo de la vida, con tal superación de barraras espaciales que el mundo a veces parece que se desploma sobre nosotros. (p. 267)
La compresión espacio-temporal, provocada por los desplazamientos espaciales y temporales del capitalismo fordista que acabaron generando la acumulación flexible, es la forma social de nuestro tiempo y la causa de la situación cultural posmodernista. Esto es un resumen acelerado de lo que hemos visto en las últimas cinco entradas en que hemos reseñado La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, (I, II, III, IV y V) y nos quedan pendientes sólo dos apartados: la compresión espacio-temporal que se dio coincidiendo con el proyecto de la Ilustración (aunque empezó antes, claro) y su relación con las nuevas formas culturales posmodernas.
En los «mundos relativamente aislados» del feudalismo europeo, cada lugar era una entidad relativamente autónoma con su propio significado legal, político y social, con sus relaciones sociales y su comunidad. De hecho, a menudo se percibía el exterior como algo misterioso, poblado de seres lejanos (el bosque, el famoso «hic sunt dracones», aquí hay dragones, para referirse a todo territorio ignoto).
El Renacimiento supuso un cambio en las percepciones del tiempo y el espacio. Por un lado, los viajes de descubrimiento abrieron el mundo y dieron a entender que estaba lleno de riquezas y maravillas. «En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía», es decir, no sólo el mundo se abría sino que se vinculaba al provecho que se podía obtener de él: la ruta de la seda era un trayecto de maravilla, claro, pero también una ruta comercial que permitía enriquecerse a quienes la transitaban. Por otro lado se establecieron unas reglas nuevas de la perspectiva que se mantendrían hasta principios del siglo XX: un espacio geométrico, con un punto de vista «elevado y discante, que cae completamente fuera del alcance plástico o sensorial». Esta geometría estaba a la vez limitada (perfecta, comprensible, mortal) pero no cuestionaba la cualidad de la divinidad.
Dicha concepción del tiempo y el espacio (el mundo como un globo, el globo como un teatro) sentó las bases para el proyecto de la Ilustración: la naturaleza no sólo podía ser controlada, sino que debía serlo para que el hombre pudiese emanciparse. Los mapas dejaron de tener cualidades fantasiosas o religiosas, desaparecían los dragones y estaban regidos por la lógica de la métrica matemática y el catastro; lo mismo sucedía con el tiempo, cada vez más compartimentado a medida que avanzaba la precisión de las herramientas para medirlo.
Aquí surge uno de los problemas de la Ilustración: «el espacio sólo puede ser conquistado a través de la producción de espacio», es decir, con una cierta concepción de lo que es el propio espacio y de lo que otorga derecho sobre él. Esto constituye un «marco fijo dentro del cual debe desenvolverse la dinámica de un proceso social», pero cuando se aplica esta organización espacial fija en un contexto de acumulación capitalista «se convierte en una absoluta contradicción» y se liberan los poderes de creación destructiva y las contradicciones capitalistas. Por un lado, para «aniquilar el espacio a través del tiempo» se genera espacio (inversiones en fábricas, plantas automatizadas, autopistas), que tienen un tiempo de rotación lenta pero a la vez buscan generar una rotación más veloz de la producción.
La manera en que el capitalismo enfrenta y sucumbe periódicamente a este nudo de contradicciones constituye una de las historias no narradas de mayor importancia en la geografía histórica del capitalismo. La compresión espacio-temporal es un signo de la intensidad de fuerzas que confluyen en este nudo de contradicciones, y bien puede suceder que las crisis de la hiper-acumulación así como las crisis de las formas políticas y culturales estén fuertemente conectadas con esas fuerzas. (p. 287; el destacado es nuestro).
Eso nos lleva a la depresión que empezó en Gran Bretaña en 1846-47 y que se extendió rápidamente al resto del mundo capitalista y que Harvey considera «la primera crisis clara de hiper-acumulación capitalista». Ya habían sucedido otras crisis económicas y políticas, pero todas ellas podían atribuirse a algunas otras causas; ésta fue diferente. «El capitalismo había madurado bastante, de modo que hasta el más ciego de los apologistas burgueses podía advertir que las condiciones financieras, la especulación descarnada y la hiper-acumulación algo tenían que ver con los acontecimientos» (p. 288).
Los obreros vieron la crisis como la consecuencia de la explotación burguesa; los burgueses, como producto de los estamentos del Ancien Régime que se negaban a desaparecer, como la aristocracia; y éstos, como una pérdida de los valores tradicionales y la distinción de clases. Para Harvey, la crisis generó una «crisis de representación y esta, por su parte, fue el efecto de un reajuste esencial de las nociones del tiempo y el espacio en la vida económica, política y cultural».
Hasta ese momento se había seguido utilizando la concepción del tiempo surgida de la Ilustración; la crisis de mediados de siglo acabó con eso. Europa estaba tan integrada que los sucesos acontecidos en un extremo, ya fuesen una crisis o una revolución, sacudían al continente entero, por lo que las certezas espaciales y temporales se derrumbaban. «Las revoluciones que habían estallado al mismo tiempo a lo largo del continente acentuaban las dimensiones sincrónicas y diacrónicas del desarrollo capitalista. La certeza acerca del espacio y el tiempo absolutos dio lugar a las inseguridades de un espacio relativo en transformación, en el cual los acontecimientos de un lugar podían tener efectos inmediatos y ramificados en muchos otros lugares.» (p. 289) O, como dirá luego Jameson: «la verdad de la experiencia ya no coincide con el lugar donde ocurre».
También el espacio económico se modificaba con una tensión constante entre el crédito y el dinero en efectivo, hasta que éste último alcanzó la primacía; fue otro factor que alteró el significado del tiempo (tiempo de inversión, tasa de retorno). De hecho, Harvey data a partir de 1850 el momento en que los mercados de valores se organizaron sistemáticamente. Toda esta cuestión de cómo conciliar las nuevas perspectivas del tiempo y el espacio «se convirtió en un serio problema al que el modernismo se aplicó con creciente vigor hasta el impacto de la Primera Guerra Mundial».
Todos estas desplazamientos generaron una crisis de representación. Ni la literatura ni el arte podían evitar la cuestión del internacionalismo, la sincronía, la temporalidad insegura y la tensión dentro de la medida del valor dominante entre el sistema financiero y su base monetaria o de mercancías. «Alrededor de 1850», escribe Barthes (1967, pág, 9), «la escritura clásica se desintegró y la literatura en su conjunto, desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática del lenguaje». No es casual que el primer gran impulso cultural modernista ocurriera en París después de 1848. Las pinceladas de Manet, que empezaban a descomponer el espacio tradicional de la pintura y a modificar su marco, examinando las fragmentaciones de la luz y el color; los poemas y reflexiones de Baudelaire, cuyo propósito era trascender el carácter efímero y estrecho de las políticas del lugar en busca de significados eternos; y las novelas de Flaubert, con sus peculiares estructuras narrativas en el espacio y el tiempo, se asociaban a un lenguaje de distanciamiento helado; todo esto constituía una señal de ruptura radical del sentimiento cultural, que reflejaba un profundo cuestionamiento del significado del espacio y el lugar, del presente, del pasado y del futuro, en un mundo de inseguridad y de horizontes espaciales en rápida expansión. (p. 291)
El espacio y el tiempo siguieron modificándose a merced de las nuevas invenciones y la extensión de las vías del ferrocarril, el telégrafo, la navegación a vapor, la apertura del Canal de Suez. Los grandes almacenes poblaban las ciudades, el viaje en globo y la fotografía aérea modificaron la percepción del propio espacio. El comercio y las inversiones exteriores pusieron a «las grandes potencias capitalistas en la vía del globalismo», pero lo hicieron «a través de la conquista imperial y la rivalidad inter-imperialista que llegaría a su apogeo en la Primera Guerra Mundial: la primera guerra global. En el camino, los espacios del mundo fueron desterritorializados, despojados de sus significaciones anteriores y luego reterritorializados según la conveniencia de la administración colonial e imperial.» (p. 293; el destacado es nuestro). Además, las Exposiciones Universales, empezando por el Palacio de Cristal de 1851, ensalzaban el globalismo y lo que Benjamin denominó «la fantasmagoría» del mundo de las mercancías y la competencia entre los Estados y los sistemas de producción territoriales. Por ello el arte, destaca Harvey, ya no podía ser realista: porque en todo acto confluía una enormidad de aspectos distintos y la vida de un campesino polaco estaba regida, en parte, por los designios de París, Londres o Nueva York. Las estructuras realistas, por lo tanto, «eran inconsistentes con una realidad en la que dos sucesos acaecidos al mismo tiempo en espacios enteramente distintos podían entrar en una intersección que modificara el funcionamiento del mundo», por lo que «Flaubert, el modernista, abrió el camino que a Zola, el realista, le fue imposible imitar».
«La segunda gran ola de innovación modernista en el ámbito estético comenzó en media de esta fase de rápida compresión espacio-temporal. ¿Hasta qué punto puede interpretarse entonces el modernismo como una respuesta a una crisis en la experiencia del espacio y el tiempo?» A partir de aquí, Harvey sigue el libro The culture of time and space, 1880-1918, de Kern (1983).
El periodo 1910-1914 es determinando para la evolución del pensamiento modernista. Coinciden, por ejemplo, Virginia Woolf, D. H. Lawrence o Henri Lefebvre, para el cual «alrededor de 1910 se produjo la ruptura de un cierto espacio». Sin entrar en todo el detalle que le dedica Harvey al tema: Ford erige la cadena de montaje en 1913, el mismo año en que se emite una señal de radio desde lo alto de la Torre Eiffel, «lo cual puso de manifiesto la posibilidad de reducir al espacio a la simultaneidad de un instante en el tiempo público universal». Ese mismo público universal se había horrorizado un año antes al conocer el hundimiento del Titanic. No es casualidad que De Chirico llenase sus lienzos de relojes, que Joyce empezase a investigar para captar la simultaneidad del tiempo y la preeminencia del presente o que Proust tratase de recuperar el tiempo pasado. Ambos novelistas coincidieron en dotar al tiempo y al espacio de un matiz pasado por la consciencia y la experiencia. En la pintura, Picasso y Braque seguían los pasos de Cézanne y quebraban definitivamente el espacio con el cubismo, aboliendo la perspectiva que dominaba desde el Renacimiento.
Ante la disolución aparente del espacio, surgieron dos corrientes: una que acentuaba esa disolución y hablaba de «la irrealidad del lugar» (y que más adelante denominará «universalismo») y otra que, en ese océano cambiante de espacios, luchaba por acentuar las diferencias concretas de cada espacio («particularismo»). No son opuestas: nos viene a la mente la distinción entre «el espacio de los flujos» y «el espacio de los lugares» de La sociedad red de Castells. Harvey ve indicios del particularismo en el auge de las bibliotecas y museos, que se proponían registrar el pasado y «describir la geografía a la vez que rompían con ella». Paradójicamente, los artistas modernistas acabarían «pintando para los museos y escribiendo para las bibliotecas». El interés por lugares exóticos, aumentado por estas muestras de arte lejano, era a la vez una loa a la mercancía y una fuente de reivindicación de la artesanía y los trabajos manuales que culminó con el art noveau francés o la tradición artesanal impulsada por William Morris.
Esta tendencia a privilegiar la espacialización del tiempo (Ser) por encima de la aniquilación del espacio por el tiempo (Devenir) es coherente con gran parte de lo que expresa hoy el posmodernismo; con los «determinismos locales» de Lyotard, las «comunidades interpretativas» de Fish, las «resistencias regionales» de Frampton y las heterotopías de Foucault. Evidentemente, ofrece múltiples posibilidades dentro de las cuales puede florecer una «otredad» espacializada. El modernismo, considerado en su conjunto, exploró la dialéctica del lugar versus el espacio, del presente versus el pasado, en formas diferentes. Si bien celebraba la universalidad y la desaparición de las barreras espaciales, también exploraba los nuevos significados del espacio y el lugar desde algunas perspectivas que reforzaban tácitamente la identidad local. (p. 301; el destacado es nuestro)
Volviendo a las dos corrientes del universalismo y el particularismo, el modernismo defendió particularmente la primera y «nunca pudo saldar sus cuentas con el parroquialismo y el nacionalismo». En efecto, el modernismo tendía al elitismo, ya fuese alejándose de las «clases medias», ya fuese loando las grandes ciudades del mundo como los lugares donde sucedía lo importante.
Un ejemplo concreto de lo anterior sucedió en la Viena de fin-de-siècle entre Camillo Sitte y Otto Wagner en relación a la producción del espacio urbano. Sitte, siguiendo la tradición artesanal de la ciudad, buscaba espacios no modernistas y no funcionalistas: plazas pequeñas, refugios interiores donde poder desarrollar la comunidad, no muy alejadas, por ejemplo, de las que luego defendería Jacobs. Esas ideas pueden ser interpretadas «como una reacción específica a la comercialización, al racionalismo utilitario y a las fragmentaciones e inseguridades que suelen surgir por la compresión espacio-temporal» y a menudo apelan a la estetización de la política. En poco tiempo, sin embargo, muchos de los artesanos vieneses que Sitte defendía se aglutinarían en esas mismas plazas para oponerse al internacionalismo, a lo exterior: a los judíos. Vuelven las palabras de Sennett en El declive del hombre público: no hay nada que una tanto a una comunidad como un enemigo externo, sea real o imaginario. «En definitiva, fueron los sentimientos ligados al lugar, al Ser y a la comunidad, los que condicionaron la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo» (p. 307).
Wagner, por su lado, aceptó la universalidad con los brazos abiertos y trató de imponer orden en el caos basándose en los principios de la eficiencia, la economía y la facilitación de los emprendimientos comerciales. También tuvo que buscar algún sentido en esa lógica, y lo hizo buscando la ruptura con el pasado y «cultivando la imagen de la máquina como la forma esencial de la racionalidad eficiente», lo que lo convertiría en un pionera de las formas «heroicas» del modernismo de que hablaba Harvey al principio del libro (aquí) y que cristalizarían en Le Corbusier, Gropius o Mies van der Rohe.
Ambas líneas chocaron vivamente en la Primera Guerra Mundial, lo que ilustra «la forma en que las condiciones de la compresión espacio-temporal, ante la ausencia de un medio adecuado que las represente, convierten a las líneas de conducta nacionales en algo imposible de determinar, y menos aun de seguir». La guerra, sin embargo, acabó con todo ello, destruyendo la fe en el progreso, la evolución y hasta en la historia, algo que la Segunda Guerra Mundial acabaría de profundizar.
Hubo hebras que sobrevivieron al conflicto. La Revolución Rusa, por un lado, se adentraba en la lucha de clases y daba algo de esperanza al movimiento obrero, que también tuvo que enfrentarse al conflicto particularismo-internacionalismo. Eso permitió a los rusos ciertas vanguardias que cortaban fuertemente con el pasado (el formalismo y el constructivismo rusos), mientras que, en las sociedades donde la acumulación de capital «seguía siendo el pivote efectivo de la nación, sólo había lugar para el modernismo maquinista del estilo Bauhaus».
Pero el modernismo se revelaba incapaz de contener los flujos dinámicos del capitalismo y la acumulación.
Y aquí comienza la verdadera tragedia del modernismo. Porque los que en fin predominaron no fueron los mitos sostenidos por Le Corbusier, Otto Wagner o Walter Gropius. Fue el culto de Mammon o, peor aún, fueron los mitos suscitados por una política estetizada los que se afianzaron. Le Corbusier coqueteaba con Mussolini y se comprometía con la Francia de Pétain; Oscar Niemeyer proyectó Brasilia para un presidente populista pero la construyó para generales despiadados; las intuiciones de la Bauhaus se aplicaron al diseño de campos de concentración, y en todas partes dominó la idea de que la forma debía adecuarse al beneficio tanto como a la función. Eran, en última instancia, la estetización de la política y el poder del capital los que triunfaban sobre un movimiento estético que había mostrado cómo la compresión espacio-temporal se podía controlar y acondicionar racionalmente. Sus visiones fueron trágicamente absorbidas por propósitos que no eran, en líneas generales, los propios. (p. 312)
La oposición entre Ser y Devenir resulta central en la historia del modernismo. Esa oposición se debe considerar en términos políticos como una tensión entre e1 sentido del tiempo y la concentración en el espacio. Después de 1848, el modernismo como movimiento cultural luchó con esa oposición, a menudo en forma creativa. La lucha se distorsionó, en muchos aspectos, a causa del apabullante poder del dinero, el beneficio, la acumulación del capital y el poder estatal como marcos de referencia dentro de los cuales se desarrollaban todas las formas de la práctica cultural. Aun en las condiciones de una rebelión de clases extendida, la dialéctica del Ser y del Devenir ha planteado problemas al parecer inabordables. Sobre todo, los cambiantes significados del espacio y el tiempo que el capitalismo produjo han impuesto re-evaluaciones constantes en las representaciones del mundo en la vida cultural. Sólo en una era de especulación sobre el futuro y de formación de capital ficticio pudo adquirir sentido el concepto de vanguardia (tanto artística como política), La transformación en la experiencia del espacio y e1tiempo tuvo mucho que ver con el nacimiento del modernismo y sus confusos recorridos de un lado a otro de la relación espacio-temporal. Si es realmente así, vale la pena analizar la proposición según la cual el posmodernismo es un tipo de respuesta a un nuevo conjunto de experiencias sobre e1 espacio y e1 tiempo, un nuevo giro en la «compresión espacio-temporal». (p. 312)
La nueva compresión espacio-temporal que se vivió desde los años 70 «ha generado un impacto desorientador y sorpresivo en las prácticas económico-políticas, en el equilibrio del poder de clase, así como en la vida cultural y social». Las dos grandes tendencias en el ámbito del consumo que Harvey destaca son la llegada de la moda a los mercados masivos (en oposición a una élite), con su enorme velocidad cambiante que ha acabado inundando todos los ámbitos (ocio, música, videojuegos, cultura) y el desplazamiento del consumo de mercancías al de servicios (desde los esenciales para la vida, como sanidad y educación, hasta los destinados al ocio y el consumo). La instantaneidad se ha vuelto una virtud (ya sea en el consumo rápido, comida, series, likes en las redes sociales), de la mano de lo desechable, lo fácil, lo que no requiere esfuerzo, pero sobre todo destaca la irrupción de la publicidad y el márqueting en controlar los gustos cambiantes de las multitudes o de sus cada vez más numerosos nichos, lo que llevo a Baudrillard a sostener que «hoy el capitalismo se dedica a la producción de signos, imágenes y sistemas de signos, y no a las mercancías en sí mismas», algo que fácilmente podríamos observar, sin ir muy lejos, en el márqueting de las ciudades y cómo éstas pugnan por convertirse en marcas que publicitar ante los turistas y empresarios.
La identidad ha pasado a depender de las imágenes que se producen. Por ello los distintos grupos luchan por emanar una identidad concreta con símbolos determinados; el problema surge con la aparición de réplicas que simulan (más aún: se convierten en simulacros de) dichas identidades. ¿Qué diferencia hay entre un punk y un simulacro de punk? Ninguna, en apariencia; pero el simulacro, además, erosiona la realidad del primero, algo que ya nos explicó Baudrillard en Cultura y simulacro.
«Podemos ligar la dimensión esquizofrénica de la posmodernidad, en la que insiste Jameson, con las aceleraciones en los tiempos de rotación de la producción, el intercambio y el consumo, que causan, por así decirlo, la pérdida de un sentido de futuro, excepto cuando el futuro puede descontarse en el presente.» (p. 322) En este juego de espejos donde todo queda reducido a la apariencia, «si no es posible decir nada sólido y permanente en medio de este mundo efímero y fragmentado, entonces, ¿por qué no sumarnos al juego (de lenguaje)?», se cuestiona Harvey.
No es casualidad, sin embargo, que en este mundo fragmentado y donde es tan difícil hallar sentido, surjan luchas abruptas por hallarlo de nuevo: la reemergencia de la religión, de la familia, los localismos… como ya explicó Castells en El poder de la identidad, donde analizaba cómo bregaban las comunidades, grupos, naciones… con la llegada de la era de la información y del espacio de los flujos.
Todo esto genera una serie de contradicciones. Una de ellas: puesto que todos los lugares acaban siendo similares, ya que la obtención de beneficio es el único patrón, se busca, paradójicamente, diferenciar los lugares cada vez más. Es una situación similar a la que encontrábamos en las resistencias a la gentrificación: los mismos graffitis y actos «vandálicos» que luchan contra la llegada de las clases medias y altas son lo que atraen a los precursores del movimiento. Y ahí encontramos otra de las contradicciones o, en este caso, consecuencias de la compresión espacio-temporal. Con la preeminencia del dinero como algo virtual, no ligado a ningún producto material, «el dinero perdió su calidad de medio para conservar el valor por períodos largos», por lo que fue preciso «encontrar otros medios de almacenar valor de una manera efectiva». Ello explica, por ejemplo, la enorme inflación en el mercado del arte, donde hay ciertos valores que no dejan de subir, pero también que las ciudades, sus centros, se hayan convertido en reservas de valor inmobiliario; que la sanidad y la educación se privaticen a pasos agigantados o que existan fondos de inversión, como nos recordaba Sennett, que buscan lugares «específicos» capaces de convertirse en atractores globales y los compran, homogeneizándolos y convirtiendo todos los lugares en algo similar… en su búsqueda de la diferencia.
La cuisine mundial se reúne hoy en un solo lugar, exactamente como la complejidad geográfica mundial se reduce por las noches a una serie de imágenes en la pantalla estática de la televisión. Este mismo fenómeno es explotado en los palacios del entretenimiento como Epcot y Disneylandia; es posible, como dice uno de los eslóganes comerciales norteamericanos, «experimentar el Viejo Mundo por un día, sin tener que desplazarse hasta allí». La implicación general es que a través de la experiencia de todo, desde la comida hasta los hábitos culinarios, la música, la televisión, el entretenimiento y el cine, es hoy posible experimentar vicariamente la geografía mundial, como un simulacro. El entrelazamiento de simulacros en la vida cotidiana reúne diferentes mundos (de mercancías) en el mismo espacio y tiempo. Pera lo hace encubriendo casi perfectamente cualquier huella del origen, de los procesos de trabajo que los produjeron, o de las relaciones sociales implicadas en su producción. (p. 332)

Como artefacto posmoderno que analizar, Harvey escoge la película Blade Runner. Se fija en los replicantes, que no son copias de los humanos, sino simulacros mejorados. Son la perfecta mano de obra: con una obsolescencia programada, dedicados a las tareas más ingratas y sin un pasado verdadero, sólo con un simulacro de memoria que se crea y se sostiene mediante documentos gráficos: mediante fotografías. Paradójicamente, el mismo sistema que usa Deckard, el policía encargado de cazarlos, para evidenciar su humanidad. La ciudad de Los Ángeles del futuro está llena de influencias internacionales, sobre todo asiáticas (de donde provenía la mayoría de productos, igual que ahora), tecnología y espacios degradados. Los trabajadores son o bien autónomos, o bien pertenecientes a pequeñas factorías (como ya expuso Harvey anteriormente, en la posmodernidad coexisten todas las formas de producción, para que las empresas puedan escoger en cada momento la que mejor las satisfaga) y, de hecho, Deckard recurre a artesanos callejeros para obtener información sobre la manufactura final de los replicantes producidos por la Tyrell Corporation, lo que nos habla de flexibilidad y subcontratación.
Blade Runner es una parábola de la ciencia ficción en la que, mediante todo el poder imaginario de la ficción cinematográfica, se exploran los temas posmodernistas, situados en un contexto de acumulación flexible y de compresión espacio-temporal. El conflicto es entre personas vivas en diferentes escalas de tiempo, que en consecuencia ven y experimentan el mundo de manera muy diferente. Los replicantes no tienen historia real, pero quizá puedan construir una; la historia de todos se ha reducido al testimonio de la fotografía. Si bien la socialización sigue siendo importante para la historia personal, como lo demuestra Rachel, también puede ser replicada. El aspecto depresivo del filme es precisamente que, hacia el fin, la diferencia entre la replicante y el humano se vuelve tan irreconocible que pueden enamorarse (una vez que ambos se incorporan a la misma escala de tiempo). El poder del simulacro lo penetra todo. El lazo social más fuerte entre Deckard y los replicantes en rebelión –el hecho de que ambos estén controlados y esc1avizados por un poder empresario– nunca genera en ellos el menor atisbo de una posible alianza de los oprimidos. Aunque es cierto que a Tyrell le arrancan los ojos antes de matarlo, se trata de un acto de ira individual, no de clase. El final del filme es una escena de puro escapismo (tolerado, hay que señalarlo, por las autoridades) que no cambia en nada la situación de los replicantes ni las funestas condiciones de la masa humana que vive en las calles desamparadas de un mundo posmodernista decrépito, desindustrializado y en decadencia. (p. 346)
¿Acaso no es eso lo que nos permiten las redes sociales, construirnos una identidad mediante la fotografía? Aunque sea un simulacro; no habrá diferencia entre las identidades reales (si se puede usar la palabra) y aquellas producidas.
Harvey dedica la cuarta y última parte del libro a «La condición de la posmodernidad» y a plantearse si es patólogica y puntual o si supondrá una revolución «más profunda y amplia» en los asuntos humanos que las anteriores. Habla de la estetización de la política, de la tiranía de la imagen (recordamos siempre la belleza del Kowlon, que esconde sus miserias) y de las posibles respuestas a la compresión espacio-temporal:
- el refugio en un silencio neurótico (o la rendición ante la complejidad apabullante), que viene reforzado por las tesis de la deconstrucción, que al sospechar de todo discurso que aspire a la coherencia pusieron en tela de juicio las proposiciones fundamentales;
- negar la complejidad recurriendo a eslóganes cada vez más sencillos; Twitter, por supuesto, o las proclamas políticas; pero también la necesidad de encasillar a los consumidores en nichos binarios con mensajes que refuerzan su modo de pensar y los encasillan aún más;
- encontrar un nicho donde los esfuerzos sean visibles y viables; lo cual lleva al riesgo de acabar encerrados en el localismo, la comunidad o la miopía ante un espectro más amplio;
- «encabalgarse en la compresión espacio-temporal a través de la construcción de un lenguaje y de un imaginario que pueda reflejarla y quizá controlarIa», como hicieron Baudrillard o Virilio, o como hizo Nietzsche en su momento en La voluntad de poder.
El capital es un proceso, no una cosa. Es un proceso de reproducción de la vida social a través de la producción de mercancías, en el que todos los que vivimos en el mundo capitalista avanzado estamos envueltos. Sus pautas operativas internalizadas están destinadas a garantizar el dinamismo y el carácter revolucionaria de un modo de organización social que, de manera incesante, transforma a la sociedad en la que está inserto. El proceso enmascarara y fetichiza, crece a través de la destrucción creativa, crea nuevas aspiraciones y necesidades, explota la capacidad de trabajo y el deseo humanos, transforma los espacios y acelera el ritmo de la vida. Produce problemas de hiper-acumulación para los cuales sólo hay un número limitado de soluciones posibles.
Mediante estos mecanismos, el capitalismo crea su propia geografía histórica específica. No es posible predecir la línea de su desarrollo desde una óptica corriente, precisamente porque siempre se ha fundado en la especulación: en nuevas productos, nuevas tecnologías, nuevos espacios e instalaciones, nuevos procesos de trabajo (trabajo familiar, sistemas fabriles, círculos de calidad, participación laboral) y cuestiones semejantes. Hay muchas maneras de obtener beneficios. Las racionalizaciones post hoc de la actividad especulativa dependen de una respuesta positiva al interrogante: «¿Qué es rentable?». Diferentes empresarios, espacios enteros de la economía mundial, generan diferentes soluciones para esa pregunta y nuevas respuestas tornan el lugar de las anteriores a medida que una ola especulativa pasa a dominar a otra. (p. 375)
La vida cultural, por supuesto, no queda al margen de este proceso. Porque la cultura es también un bien de consumo; pero además porque permite articular los signos de que se alimenta (y es alimentado) el capitalismo. Harvey vuelve a las palabras de Bourdieu que ya citamos: la infinita capacidad de producción de cada uno de nosotros (de pensamientos, obras, acciones), limitada por «las condiciones históricamente determinadas» de su producción: «la libertad condicionada y condicional que esto garantiza está «tan lejos de la creación de la novedad impredecible como lo está de la simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales».