Tercera entrada dedicada al libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada trataba sobre los sociólogos precursores de la disciplina, la segunda sobre la Escuela de Chicago y esta tercera lo hará, especialmente, sobre urbanismo.
Hasta mediados del siglo XIX, el urbanismo planificado se había limitado al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones de poder. En esa fecha, sin embargo, la necesidad de resolver los grandes problemas de hacinamiento, polución e insalubridad en que vivían los inmigrantes y obreros llegados a la ciudad al calor de las sucesivas revoluciones industriales requiere de la intervención de los poderes y las administraciones. «Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. (…) El tercer pilar es la posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más» (p. 121), hecho que no fue posible hasta que hubo una base financiera lo bastante grande (que permitía enormes inversiones) y un mercado lo bastante rentable (es decir, una clase mediana extensa). A partir de ese momento, la construcción implementaría los desarrollos de la producción industrial para abaratar costes y aumentar beneficios:
- economía de escala: es decir, construir barrios o poblaciones enteras, y no casas una a una;
- racionalización: lo que requiere planificación urbanística, de las vías de acceso y comunicación, disposición de los edificios en función de sus usos;
- estandarización;
- avances científicos como, por ejemplo, el descubrimiento del hormigón armado.
Existirán tres grandes movimientos que tratarán de dar respuestas a las nuevas necesidades de la ciudad: los ensanches y la ciudad jardín, en un primer momento, y el racionalismo, algo más tarde. Veámoslos uno por uno.
Los ensanches son la primera respuesta racional a los problemas de hacinamiento en las metrópolis. Tratan de superar la caótica y enrevesada ciudad medieval, con su trazado de callejas complicadas y llenas de revueltas, por una cuadrícula ortogonal de grandes calles rectas, abiertas a los vehículos y atravesadas también por enormes avenidas. El primer ejemplo es Dublín, pero los que se han llevado la fama son París y Barcelona.
Sobre Haussmann y París hemos hablado innumerables veces; quería higienizar París, limpiar la ciudad de las luces, llenarla de lugares hermosos y racionales; también una vía de acceso para que las tropas militares llegasen fácil y rápidamente hasta los puntos donde los obreros se estuviesen revolucionando y una forma de evitar que formasen barricadas con los adoquines.
Con los ensanches aparece una de las formas de poder «totalitario» más potentes que ha conocido la historia: el poder de transformar «total y unilateralmente», sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios -la mayoría de ellos no democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto. (p. 123)
Las características esenciales del ensanche de París son sus avenidas, su ortogonalidad, su racionalidad y su completa ausencia de zonas de socialización como habían sido las plazas medievales, donde los ciudadanos podían encontrarse o montar mercados y negocios. Las únicas grandes plazas que Haussmann concedió a su diseño fueron las que gestionaba el tráfico rodado: plazas por las que no se puede pasear, sólo transitar. «Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro se le encontrará otra función: la monumental, es decir, la publicitación del poder.» (p. 125)
Este momento quedó magníficamente retratado por el poema de Baudelaire El cisne, y la sociología urbana, en especial la francesa, no ha dejado de volver a él como uno de sus temas predilectos.

El otro ensanche famoso es el de Barcelona. Si el de París es famoso por su éxito, el de Barcelona, si acaso, lo es por su fracaso y por lo poco que tiene que ver con lo que diseñó originalmente su creador, Ildefons Cerdà, que fue, también, el inventor de la disciplina del «urbanismo». Cerdà propuso una trama ortogonal con jardines en el centro de cada manzana y construcciones sólo en dos lados paralelos, de forma que se dibujaban dos líneas de edificios a cada lado de un jardín y separadas de la siguiente manzana por la calle. Además, tuvo la genial idea de dotar a las cuadrículas de chaflanes, es decir, esquinas redondeadas, que no sólo mejoraban enormemente el tráfico sino que también se han convertido en espacios perfectos para la socialización de la ciudad.

La intención de Cerdà era permitir una vida con vegetación y aire libre para todos, basado en sus ideas socialdemócratas; la realidad y las ansias de obtener réditos acabaron convirtiendo su proyecto en islas prácticamente cerradas, como mucho con un espacio diminuto por el que acceder a un jardín interior, rodeadas de grandes bloques de pisos.
La otra gran forma que adoptó el urbanismo en su afán de ofrecer viviendas a las clases medias y bajas fue la ciudad jardín. Surgida de una visión romántica de las casas veraniegas donde los nobles se dedicaban a cazar y descansar en plena campiña, adoptó la idea a todos los bolsillos y la fue reconvirtiendo en casas aparceladas a menudo alejadas de la ciudad. La llegada del ferrocarril y la extensión de grandes vías que permitían el acceso rápido al centro de la ciudad supuso el desarrollo de este tipo de urbanismo, que halló su suelo más fértil en Estados Unidos.
Por ahora, seguimos en Europa, sin embargo, donde las primeras ciudades jardín se llevaron a cabo en Inglaterra de la mano de la extensión de las vías de ferrocarril. Ya no tenían nada que ver con las grandes mansiones de la nobleza, sino que iban desde casas más o menos grandes hasta su mínima expresión, las terraced houses (terraced porque sus aspiraciones a jardín habían quedado reducidas a un pequeño patio no mucho más grande que una terraza). Se trataba de barrios planificados y construidos por una única promotora, con dimensiones adecuadas al poder adquisitivo de sus futuros propietarios, y a menudo en las zonas que ocupaban o iban a ocupar nuevas estaciones del ferrocarril.
En Francia las ciudades jardín tuvieron un cariz más obrero o social; por un lado encontramos las que se forman alrededor de una fábrica para permitir a los obreros vivir más cerca del trabajo. Se consideraba que los obreros, a diferencia de los burgueses, no tenían necesidad en absoluto de acceder a la ciudad, por lo que les bastaba disponer de sus hogares cerca del trabajo y, además, se les cortaba el contacto con los obreros de la ciudad, con lo que se erradicaba el problema del virus marxista o la aparición de revueltas populares. El otro frente que adoptaron las ciudades jardín en Francia fueron las sociales, siguiendo la estela de los postulados de Le Play, pero también formadas con un fuerte acento paternalista.
Otra rama que tuvo cierto éxito en Inglaterra fue la de la cooperación, es decir, constuir una ciudad jardín de forma cooperativa. Hubo iniciativas, pero donde de verdad triunfó esta iniciativa fue en los bloques de pisos de Nueva York, muchos de los cuales siguen existiendo bajo ese régimen. La iniciativa social de las ciudades jardín, sin embargo, tuvo un enorme éxito como modelo teórico bajo la visión de Ebenezer Howard con su celebérrimo libro Garden Cities of To-morrow (1902). Como bien se encarga de demostrar Ullán de la Rosa, Howard no fue el precursor ni de las ciudades jardín ni del urbanismo socialista que yacía tras ellas; sin embargo, sí que fue el que se llevó la fama y a su nombre ha quedado asociado el concepto.
La novedad de la ciudad jardín de Howard es que la usaba como herramienta de reforma social y como propuesta para unir lo mejor de las dos formas de vida (campo y ciudad) y eliminar de un plumazo muchos de sus inconvenientes. Howard proponía que un grupo grande de personas se uniese en régimen de cooperativa y construyesen una ciudad jardín (de dimensiones determinadas, un máximo de 30 mil personas) alrededor de un centro comercial gestionado por ellos y rodeado de campos de cultuvo y de un cinturón exterior de industrias. Los trabajadores estarían cerca de la industria, por lo que ahorrarían tiempo en desplazamientos; podrían alimentarse directamente de los productos cosechados en la ciudad, que serían mucho más baratos al ser de proximidad, y obtendrían plusvalías tanto de la venta de las viviendas como del alquiler del espacio a las industrias. Con ello, y en poco tiempo, podrían financiar la ciudad y obtener rédito de ella para gestionarla; los obreros pasaban a ser propietarios en un régimen de cooperativa. Cada ciudad se entendía, no como extensión de una metrópolis, sino como ente independiente que se iría relacionando con las ciudades jardín que fuesen apareciendo alrededor.
No suena mal; pero la ausencia de financiación y el poco interés que suscitó en los empresarios condenaron los pocos intentos que se llevaron a cabo a ser un foco de clases medias y acomodadas con cierto aire bohemio.
Donde la ciudad jardín halló su más fecunda visión fue en Estados Unidos, donde la capacidad de los planes urbanísticos para decidir los usos del suelo era prácticamente un tema tabú. Por ello, los suburbs a las afueras de las ciudades con casas individuales, valla blanca y familias similares fueron brotando como setas por todo el territorio y convirtiéndose en el sueño de propiedad de toda una clase media sobreextendida. El ejemplo típico es Levittown, pero multitud sirven.
Europa, en cambio, «endeudada hasta las cejas por el conflicto [bélico, la Segunda Guerra Mundial] y destruido buena parte de su parque inmobiliario, no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar» (p. 172). Por ello, y añadiendo el incipiente movimiento racionalista de Le Corbusier y los suyos con La carta de Atenas, acabó generando bloques y bloques de pisos en las afueras de las ciudades, alejados de todo, carentes de los mínimos servicios básicos y donde ir alojando a las progresivas oleadas migratorios que iban llegando al país. Especialmente notorios son los casos de los banlieus de París (precisamente el nombre, banlieu, siginifica «alejado una legua del ban«, que es la zona donde reside la población; de ahí bandido, por ejemplo, el que agrede al ban, o el inglés to ban, desterrar).
Estos fueron los tres grandes frentes urbanistas. De todos ellos, los que más éxito tuvieron fueron los suburbs americanos y las ciudades satélite (en las muchas versiones a lo largo y ancho del continente europeo: desde las ciudades satélite españolas o inglesas hasta los los grands ensembles franceses). Y precisamente en ellos se centraron los estudios sociológicos de la fecha.
La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apartamentos del downtown (un rasgo posmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso premoderno). (p. 177)
Otras características de los suburbs americanos:
- densidades bajas;
- estandarización de las tipologías constructivas;
- red viaria jerarquizada, desde la calle privada sin salida hasta las grandes autopistas de conexión; lo que supone facilidad para el control social, pues basta con controlar la principal vía de acceso y se controla toda la ramificación del suburb;
- zonificación extrema: sólo hay viviendas, los servicios y zonas de trabajo están a una distancia tal que hay que recorrerla en coche;
- deficiente transporte público, lo que supone dependencia total del vehículo;
- grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamiento como únicos lugares de socialización y consumismo;
- por primera vez en la historia de Estados Unidos, se consigue una identidad racial pancaucásica donde uno ya no es irlandés, italiano o alemán sino white american; porque, recordemos, en general los negros tenían el acceso vetado al suburb al tener limitado el acceso al crédito necesario para adquirir una casa en ellos.
La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva forma ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la satisfacción hedonística inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran centro comercial. […] El centro comercial era una nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con los ciudadanos), estandarización y control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituían a las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sustraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo lumínico natural (…)
«Los americanos empiezan a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas de consumo futuro.» Consumo que en los suburbs se produce a la vista de todos, estimulando la tendencia a la homeostasis social y potenciando exponencialmente el consumo (si todos los vecinos lo tienen, uno tiene que tenerlo también). El torrente de crédito fácil de la época, ayudado por los prejuicios de una ética social donde la pobreza se debía a la raza o a la incapacidad personal (el loser) lleva a una cultura profundamente hedonista pero también mucho más controlada socialmente, lo que redujo significativamente las tasas de criminalidad (que, por el contrario, subían en los guettos de las ciudades de forma abrumadora).
Los habitantes de los suburbios (recordemos que la palabra significa algo distinto en español, por eso a menudo la usamos en inglés) no percibían la pobreza ni las disfunciones del sistema, porque los descastados no tenían acceso a sus zonas; por ello se fue desarrollando una cultura familiar, conservadora, extramoralizada, donde los jóvenes no tenían lugar donde esconderse de la mirada de sus padres y donde las esposas tenían especialmente difícil la infidelidad, porque estaban todo el día controladas por los vecinos (de ahí el mito del lechero o el cartero, porque eran los únicos varones que tenían un motivo legítimo para entrar en sus casas; en cambio los maridos, con sus viajes al exterior, tenían pleno acceso al adulterio); pero no sólo eso, la sociedad del suburb tenía opiniones sobre todo, los alcohólicos, los poco trabajadores, los que no asistían a misa lo bastante… creando una sociedad totalmente homogénea.
Algunos sociólogos lo vieron como el paraíso creado en la tierra; otros, los más críticos, como la manifestación del infierno, un horror artificial que escondía cualquier alternativa u otredad. Por ejemplo, Gordon en 1960 ponía de manifiesto el duro papel de las mujeres, con una carga extra de trabajo al tener que hacerse cargo de un hogar mayor que el de las ciudades y sin contar con una red familiar de apoyo para, por ejemplo, criar a los hijos. De hecho, Gordon creyó encontrar en el suburb el origen de las condiciones ecológicas particulares para una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas, como la depresión entre las mujeres. Lewis Mumford, con la publicación en 1961 de La ciudad en la historia, carga también contra las condiciones de los suburbs.
El otro gran foco de la sociología urbana de esta época se da en Francia, de la mano del considerado como miembro fundador de la sociología urbana en el país galo, Paul Henri Chombart de Lauwe, y tiene como objeto la otra forma de urbanismo que hemos recorrido: los grands ensembles. Un estudio similar al que llevaban a cabo los de la Escuela de Chicago muestra un París separado en nichos burgueses u obreros algo más difusos que en la ciudad americana; el componente racial está (por ahora) fuera de la ecuación. En siguientes estudios, Chombart describe la clase obrera al mismo tiempo como «un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios».
La sociología francesa no está formada por académicos burgueses alejados de la clase obrera, como en Chicago, sino por gente que viene de un entorno decididamente crítico con el sistema y que muchas veces le ha presentado batalla. El siguiente trabajo de Chombart, Famille et habitation (1960), analiza tres polígonos de viviendas (grands ensembles), uno de ellos la Cité Radieuse de Nantes, del propio Le Corbusier, y constata que dichos barrios no tienen nada de radiante, en lo que es la primera crítica potente al sistema del racionalismo. Los grands ensembles ejercen una nueva forma de violencia sobre los obreros al alejarlos de sus redes sociales vitales, de su entorno espacial, exiliándolos a un entorno aséptico y carente de sentido, homogéneo y mal comunicado con el centro (salvo para los que dispongan de coches). Chombart, que acuña el término ciudad dormitorio (banlieu dortoir) será también el primero en hablar de la alienación espacial que sufren los obreros, desplazados a un nuevo entorno. Constata, también, que los habitantes de los banlieus los contemplan como algo temporal, como una fase intermedia hasta que consigan su propia vivienda unifamiliar suburbana; por ello, ya avanza que se pueden convertir en guettos hipercriminalizados, como había sucedido en los barrios semiabandonados del interior de las ciudades norteamericanas. El futuro le dará la razón, aunque los que sufrirán esa espiral de decadencia no serán los obreros franceses sino sus sustitutos, «la subclase étnicamente marcada de los inmigrantes».
Las conclusiones de ambos sociólogos, los que estudian los suburbs y los que estudian los grands ensembles, son similares: desarraigo, alienación, exilio de las redes familiares y sociales que se habían establecido en la ciudad, progresiva destrucción de la conciencia y la solidaridad de clase, producida por el desarraigo de la ausencia de estas redes… De aquí surgirá El derecho a la ciudad (1968) de Lefebvre, aunque lo veremos en el siguiente capítulo.
El final del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa a analizar la Tercera Generación de la Escuela de Chicago, que desarrollan la Nueva Ecología Urbana (Human Ecology. A Theory of Community Structure, Amos Hawley, 1950) que trata «cómo las poblaciones humanas se adaptan colectivamente al ambiente», huyendo de motivacioners o valores individuales y basado en cuatro conceptos clave:
- interdependencia entre los distintos grupos, en forma de simbiosis (relaciones complementarias entre grupos diferenciados) o comensalismo (agregación de grupos iguales). La primera la llevan a cabo los grupos corporativos (la familia, por ejemplo, o las asociaciones de vecinos) y la segunda los categoriales (los sindicatos, por ejemplo).
- función clave, ya que ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de adaptación al ecosistema. La función clave en el ecosistema capitalista es desempeñada por la industria y el comercio.
- diferenciación funcional, muy baja en sociedades cazador-recolector, elevadísimas, potencialmente ilimitadas, de hecho, en la sociedad capitalista de la altra productividad.
- dominación: las posiciones dominantes en el sistema las desarrollan quienes llevan a cabo la función clave, es decir, en el caso de Estados Unidos, las empresas privadas.
A través de la dominación, Hawley vuelve a la ciudad: el dominio que ejercen los agentes económicos no se expresa solo en el terreno político sino también en el espacio, ocupando la centralidad de las ciudades.
Como destaca Ullán de la Rosa, sin embargo, la Nueva Ecología Humana es una variante de la escuela funcionalista que primaba en la sociología americana del momento.
6 comentarios sobre “Sociología Urbana 03: la era del urbanismo”