Georg Simmel fue un sociólogo alemán de finales del XIX y principios del siglo XX. Huyendo un poco de la praxis habitual en su época, que era desarrollar una teoría lo bastante potente que permitiese comprender la sociedad como un todo, invirtió la ecuación y empezó a estudiar la sociedad en sí, dando importancia al contexto en que sucedían los diversos hechos. Fue un precursor de la microsociología y del interaccionismo simbólico, y uno de sus estudios más relevantes, «Las grandes urbes y la vida del espíritu», de 1903, aunque no tuvo mucha repercusión en su momento, ha acabado siendo uno de los textos de referencia de todas las ramas urbanas, desde la sociología hasta la arquitectura.

Die Großstädte und das Geistesleben (literalmente: «las grandes urbes y la vida del espíritu», o también «y la vida intelectual») empieza su análisis con los efectos que tiene la metrópolis sobre los ciudadanos.
El fundamento psicológico sobre el cual reposa el tipo del urbanita es la intensificación de la vida nerviosa, que proviene de una sucesión rápida e ininterrumpida de impresiones, tanto internas como externas. El hombre es un ser “diferencial”: su conciencia se excita por la diferencia entre la impresión presente y aquella que la precedió; las impresiones prolongadas, la poca oposición entre ellas, la regularidad de su alternancia y de sus contrastes, consumen en cierta forma menos conciencia que la rapidez y concentración de imágenes variadas, la diversidad brutal de los objetos que uno puede abarcar con una sola mirada, el carácter inesperado de impresiones todas poderosas. Al crear precisamente estas condiciones psicológicas —sensibles a cada paso que damos en la calle, provocadas por el ritmo rápido, la diversidad de la vida económica, profesional y social— la gran ciudad introduce en los fundamentos sensitivos mismos de nuestra vida moral, dada la cantidad de conciencia que reclama, una diferencia profunda respecto de la ciudad pequeña y el campo cuya vida, lo mismo sensitiva que intelectual, transcurre con un ritmo más lento, más habitual, más regular. Esto nos permite comenzar a entender por qué, en una gran ciudad, la vida es más intelectual que en una ciudad pequeña, donde la existencia se funda más bien sobre los sentimientos y los lazos afectivos, los cuales se arraigan en las capas menos conscientes de nuestra alma y crecen de preferencia en la calma regularidad de las costumbres.
El tipo del urbanita —que se manifiesta naturalmente en una multitud de formas individuales— crea para sí mismo un órgano de protección contra el desarraigo con que lo amenazan la fluidez y los contrastes del medio ambiente; reacciona ante ellos no con sus sentimientos, sino con su razón, a la cual la exaltación de la conciencia —y por las razones mismas que la hicieron nacer— le confiere primacía; así, la reacción a los fenómenos nuevos se ve transferida al órgano psíquico menos sensible, el más alejado de las profundidades de la personalidad.
A diferencia del pueblo, donde más o menos todo es conocido y relativamente estable, las ciudades ofrecen tal cantidad de estímulos a los ciudadanos que no queda más remedio que dejar de guiarse por la emoción y pasar a guiarse por la razón. Anular el impulso natural de ayudar a un mendigo, por ejemplo, con el razonamiento de que es imposible ayudarlos a todos y acabar con el problema.
En parte esta forma de pensar deriva del hecho de que las ciudades están regidas por el dinero y la ganancia y esta forma de pensar lo inunda todo.
Si las relaciones afectivas entre personas se fundan en su individualidad, las relaciones racionales hacen de los hombres elementos de cálculo, indiferentes en sí mismos y sin más interés que el de su rendimiento, grandeza objetiva: el citadino hace de sus proveedores y sus clientes, de sus sirvientes y con demasiada frecuencia de las personas con que la sociedad lo obliga a mantener buenas relaciones, elementos de cálculo, mientras que en un ambiente más restringido el conocimiento inevitable que tenemos de los individuos provoca, de manera igualmente inevitable, una coloración más sentimental del comportamiento y nos hace rebasar la evaluación puramente objetiva de lo que damos y lo que recibimos.
[…] Ahora bien, son las condiciones de existencia en las grandes ciudades las que vienen a ser a la vez la causa y la consecuencia de este fenómeno. Las relaciones y los negocios del citadino son a tal punto múltiples y complicadas y ante todo, a causa del hacinamiento de tantos hombres con preocupaciones tan diversas, sus contactos y sus actividades se enmarañan en una red tan compleja, que sin la puntualidad más absoluta en el cumplimiento de las citas, el conjunto se desmoronaría en un caos inextricable. Si bruscamente todos los relojes de pulsera de Berlín se pusieran a avanzar o retrasar de manera discordante, así fuera durante un máximo de una hora, toda la vida económica y social quedaría completamente descompuesta durante un largo tiempo. A esto se añade, fenómeno aparentemente más superficial, la magnitud de las distancias, que hace que toda espera o desplazamiento inútil provoquen una pérdida de tiempo que resulta imposible soportar. Es así que ya no se puede imaginar en absoluto la técnica de la vida urbana sin que todas las actividades y todas las relaciones queden encerradas de la manera más precisa dentro de un esquema rígido e impersonal.
Ante tal aluvión de estímulos y ante la pérdida de una personalidad estable, de un discurso de uno mismo sostenido también por una comunidad reconocible, el individuo se vuelve blasé, hastiado.
No hay fenómeno más exclusivamente propio de la gran ciudad que el hombre blasé, el hastiado. Así como una vida de placeres inmoderados puede hastiar, porque exige de los nervios las reacciones más vivas, hasta ya no provocarlas en absoluto, así impresiones sin embargo menos brutales arrancan al sistema nervioso, debido a la rapidez y la violencia de su alternancia, respuestas a tal punto violentas, lo someten a choques tales, que gasta sus últimas fuerzas y no tiene tiempo de reconstituirlas. Es precisamente de esta incapacidad para reaccionar a nuevas excitaciones con una energía de misma intensidad que deriva el hartazgo del hombre blasé; incluso los niños de las grandes ciudades presentan ese rasgo, si se los compara con niños originarios de un medio más apacible y menos rico en solicitaciones.
» Lo que define al hombre blasé es que se ha vuelto insensible a las diferencias entre las cosas; no que no las perciba, ni que sea estúpido, sino que la significación y el valor de esas diferencias, y por tanto de las cosas mismas, él los percibe como negligibles.» Por lo tanto se recurre a una forma de valorar las cosas objetiva: el valor del dinero.

Pero lo que sucede con los objetos materiales sucede también con las personas: ante el aluvión de seres con quienes el ciudadano convive, la imposibilidad de mantener relaciones personales intensas, significativas, incluso de conocer a cada uno y sus detalles concretos, lleva al ciudadano a mantener una actitud fría, de reserva, «incluso una ligera aversión», y explica por qué vecinos que llevan años conviviendo en el mismo edificio apenas se conocen de saludarse o intercambian fríos comentarios en el ascensor. Volvemos aquí a las tesis de Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres) sobre cómo las personas, conscientes de que están sobre un escenario en el momento en que salen a lo social, al espacio público, actúan para escamotear sus verdaderas intenciones, conscientes de que los otros están actuando igual.
Pero no todo son adversidades. El artículo de Simmel ha ido ganando aceptación a lo largo del tiempo (sirvió de inspiración para la Escuela de Chicago, por ejemplo) porque se mantiene ambivalente: muestra aspectos de lo que sucede en los habitantes de la ciudad, pero no juzga si dicho estado es bueno o malo.
«Esta reserva que culmina a veces en aversión oculta también se debe a otro factor mucho más general: las grandes ciudades otorgan al individuo una forma y un grado de libertad que no tienen ejemplo en otras partes.» La vida en una ciudad pequeña, para el habitante de una metrópolis, sería «asfixiante». La gran ciudad ofrece miles de alternativas, opciones, lugares a los que ir, personas con las que coincidir. La libertad, además, surge por la no necesidad de explicarse a uno mismo de forma coherente cada vez: el pueblo, la comunidad, suponen una personalidad para cada uno; y cualquier acto que escape de ella será motivo de rumores y juicios. La asociación de la ciudad libera al individuo de este peso; su gran ventaja, la enorme libertad de que dispone en todo momento; su inconveniente, » el hecho de que uno se sienta a veces más solitario, más abandonado que en cualquier otro sitio, no es evidentemente más que el reverso de esta libertad, pues en este caso, como en otros, no es para nada necesario que la libertad del hombre se refleje en su bienestar.»
«Así como el individuo no se halla confinado en el espacio que ocupa su cuerpo, ni al espacio donde cumple su actividad inmediata, sino que se extiende hasta los puntos donde se hacen sentir los efectos temporales y espaciales de esta actividad, así la gran ciudad no tiene más límites que aquellos que alcanza el conjunto de las acciones que ejerce allende sus fronteras. Tal es su verdadera dimensión, aquella donde se expresa su ser.»
El crecimiento en la ciudad se da en progresión geométrica, alcanzando cada vez cotas mayores; no sólo en el valor económico, que no deja de incrementarse, sino en las opciones personales abiertas a cada uno. Todas las opciones son posibles, profesiones que no serían viables en ningún otro lugar, lo son en la ciudad; ello lleva a la especialización y a la individualización.
Sin embargo, la razón más profunda que hace que la gran ciudad lleve a la existencia personal más individualizada —lo que no quiere decir que siempre lo haga conforme a derecho ni con éxito— me parece que es la siguiente. La evolución de la civilización moderna se caracteriza por el predominio de lo que podemos llamar el espíritu objetivo en contraste con el espíritu subjetivo: en la lengua como en el derecho, en las técnicas de producción como en las artes, en la ciencia como en los objetos que forman el marco de nuestra vida doméstica, se encuentra concentrada una suma de inteligencia cuyo crecimiento continuo, casi cotidiano, no es seguido más que incompletamente y a una distancia cada vez mayor por el desarrollo intelectual de los individuos. Si abarcamos con la mirada la inmensa civilización que desde hace cien años se encarnó en las cosas y los conocimientos, en las instituciones y los instrumentos del confort, y si comparamos con esta expansión el proceso que la cultura de los individuos ha realizado en el mismo lapso —por lo menos en las capas sociales más altas—, comprobamos una aterradora diferencia de ritmo e incluso, en ciertos puntos, una regresión en materia de espiritualidad, de fineza, de idealismo. Esta brecha creciente, en lo esencial, es resultado de la división creciente del trabajo: pues ésta reclama del individuo una actividad cada vez más parcelaria, cuyas formas extremas provocan demasiado a menudo el languidecimiento del conjunto de su personalidad. Sea como sea, el individuo resiste cada vez menos bien a una civilización objetiva cada vez más invasora. Menos tal vez en su conciencia que en la práctica; y por los sentimientos vagos y generales que resultan de ello, el individuo se encuentra rebajado al rango de “cantidad negligible”, de mota de polvo frente a una enorme organización de objetos y de poderes que, poco a poco, arrebatan a su poder propio todo progreso, toda vida intelectual, todo valor. Que nos baste recordar que las grandes ciudades son el lugar de elección de esta civilización que desborda todo contenido personal. Allí se ofrece a nosotros, bajo la forma de edificios, de establecimientos de enseñanza, en los milagros y el confort de las técnicas de transporte, en las formas de la vida social y en las instituciones visibles del Estado, una abundancia a tal grado aplastante de Espíritu cristalizado, despersonalizado, que el individuo no consigue, por así decirlo, mantenerse de cara a él. Por un lado, la vida se le vuelve al individuo infinitamente fácil, pues de todas partes se le ofrecen incitaciones, estímulos, ocasiones de colmar el tiempo y la conciencia, que lo arrastran en su corriente al grado de dispensarlo de tener que nadar por sí mismo. Pero por otro lado la vida se compone de cada vez más elementos de éstos, de esos espectáculos impersonales que sofocan los rasgos verdaderamente individuales y distintivos; de ahí que los elementos personales deban, para subsistir, hacer un esfuerzo extremo; es preciso que lo exageren, aunque sólo sea para seguir siendo audibles, en primer lugar para sí mismos. La atrofia de la cultura individual como consecuencia de la hipertrofia de la cultura objetiva es una de las razones del odio feroz que los sacerdotes del individualismo extremo, comenzando por Nietzsche, profesan por las grandes ciudades; pero es también una razón del amor apasionado que se siente por ellos precisamente en esas grandes ciudades donde aparecen como los profetas y los mesías de aspiraciones insatisfechas.
Para quien se interrogue sobre el lugar en la historia de las dos formas de individualismo nacidas de las condiciones cuantitativas de la vida urbana —la independencia individual y el desarrollo de la originalidad de la persona—, la gran ciudad adquiere una renovada importancia. El siglo XVIII en sus inicios encontró al individuo constreñido por vínculos políticos, agrarios, corporativos y religiosos que lo violentaban y habían acabado por perder toda razón de ser, con lo que imponían una forma de existencia antinatural y desigualdades injustas. Fue en esta situación que nació la sed de libertad e igualdad —la creencia en la libertad total del individuo en todas las circunstancias, tanto sociales como intelectuales—, que haría resurgir de inmediato en todos los hombres el noble fondo común que la naturaleza había depositado ahí y que la sociedad y la historia se habían limitado a deformar. Al lado del ideal del liberalismo, se desarrolló otro ideal a lo largo de todo el siglo XIX, expresado por Goethe y el romanticismo por una parte, provocado por otra parte por la división del trabajo: los individuos liberados de sus vínculos tradicionales ahora desean distinguirse unos de otros. El valor del hombre ya no consiste en “el hombre en general”, sino en esa singularidad que impide que cada cual se confunda con sus semejantes. Al combatirse y combinarse de diversas formas, esas dos maneras de atribuir al sujeto su papel en la sociedad han determinado la historia tanto política como espiritual de nuestro tiempo. El papel de las grandes ciudades consiste en proporcionar el teatro de estos combates, y de sus intentos de conciliación.
Es fácil encontrar el artículo íntegro en internet (no es mucho más largo que lo aquí reseñado; la traducción que hemos usado es de Héctor Manjarrez; está disponible también, por ejemplo, en El individuo y la libertad, que recoge diversos artículos del autor) y recomendamos encarecidamente su lectura.
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