Fin de milenio, Manuel Castells

Fin de milenio es el tercer volumen en la famosa trilogía del sociólogo Manuel Castells La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Leímos el primer volumen, La sociedad red, e hicimos múltiples reseñas (introducción, economía, trabajo, cultura de la virtualidad real y, sobre todo, el espacio de los flujos), quedándonos, sobre todo, con este último concepto. La definición exacta que daba Castells del espacio de los flujos era «la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos» (p. 488-9), lo que más o menos viene a significar, diluyendo algo la definición, una nueva forma espacial y social («el espacio no es un reflejo de la sociedad: es la sociedad misma», decía también) caracterizada por redes complejas, superpuestas, flexibles y dinámicas por las cuales circulan flujos; de capital, de personas, de mercancías, de turismo, de esclavos, de drogas.

Por poner un ejemplo sencillo: la acumulación de mercancías que se dio durante la pandemia del COVID, las dificultades para volver a poner en marcha la cadena de suministros, las rutas alternativas que se buscaron cuando se colapsó el canal de Suez. Los flujos buscan siempre un lugar por el que fluir; puesto que no existe un sólo cauce en una sociedad de redes, cada vez escogen flujos distintos; si no hay uno adecuado, lo abren, y la apertura del primero lleva a la creación de muchos más. El espacio de los flujos es una de las expresiones que hemos usado a menudo en el blog para referirnos al tiempo postfordista, es decir, la forma del tardocapitalismo que surge alrededor de los años 70 del pasado siglo, se consolida hacia los 90 y donde ahora vivimos plenamente. La otra expresión que usamos a menudo es la de acumulación flexible, que es la forma como David Harvey definía este nuevo tardocapitalismo (a raíz de sus reflexiones sobre La condición de la posmodernidad). Y no es casualidad que usemos la expresión del uno o del otro: ya nos explicó Sharon Zukin en su artículo sobre la sociología urbana de los 80 que estos dos nombres eran los pesos pesados de la disciplina.

El segundo volumen, El poder de la identidad, indagaba en cómo respondían los distintos pueblos y culturas a la llegada del espacio de los flujos (global y opuesto al espacio de los lugares, que es local): se abrían oportunidades, claro, pero también temores de pérdida o disolución de la identidad, y aumentaban las proclamas nacionalistas, religiosas o fundamentales. Sin embargo, si el análisis de La sociedad red era atemporal, y hablaba de la apertura de una nueva forma capitalista y social (a pesar de que «la ciudad informacionalista» o «la era informacionalista» no sea un concepto que haya calado, sí lo hizo el de «espacio de los flujos»), El poder de la identidad había envejecido algo y era una colección de casos concretos característicos de su tiempo.

Algo similar sucede con este Fin de milenio. Se analizan procesos sociales complejos que, sin duda, han conformado nuestro día a día; pero no dejan de ser análisis concretos de procesos puntuales que ya han terminado o se han visto modificados. Por ejemplo: el colapso de la Unión Soviética, el auge del Pacífico asiático (hoy hablaríamos de China, claro) o la unificación europea (de la que hoy, con el Brexit o la guerra de Ucrania, por ejemplo, hablaríamos de otro modo, y no tanto como «el advenimiento de una nueva forma de Estado, el Estado red»). Todos estos análisis son, como siempre con Castells, profundos, muy bien documentados y amenos de leer, así que los aconsejamos totalmente; pero escapan al propósito del blog.

Sin embargo, nos quedamos con gran parte de las conclusiones. Por su gran capacidad de observación y de perspectiva (Castells siempre afirma que no es futurólogo y que no se atreve a pronosticar lo que puede pasar; que él sólo da datos de lo que sucede y aventura, a partir de lo documentado, el camino más probable), por su resumen de los cambios en los que ahora estamos inmersos; y porque, tras escribir tal enorme trilogía, y haberse convertido en uno de los referentes en ciencias sociales de las últimas décadas, Manuel Castells se lo merece.

Tras la desaparición del estatismo como sistema, en menos de una década el capitalismo prospera en todo el mundo y profundiza su penetración en los países, las culturas y los ámbitos de la vida. Pese a la existencia de un paisaje social y cultural muy diversificado, por primera vez en la historia, todo el planeta está organizado en torno a un conjunto de reglas económicas en buena medida comunes. Sin embargo, es un capitalismo diferente del que se formó durante la Revolución industrial o del que surgió de la Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, en la forma de keynesianismo económico y el estado de bienestar. Es una forma endurecida de capitalismo en cuanto a fines y valores, pero incomparablemente más flexible que cualquiera de sus predecesores en cuanto a medios. Es el capitalismo informacional, que se basa en la producción inducida por la innovación y la competitividad orientada a la globalización, para generar riqueza y para apropiársela de forma selectiva. Más que nunca, está incorporado en la cultura y la tecnología. Pero esta vez, tanto la cultura como la tecnología dependen de la capacidad del conocimiento y la información para actuar sobre el conocimiento y la información, en una red recurrente de intercambios globalmente conectados. (p. 372).

También las vidas de los trabajadores han cambiado drásticamente. Junto a la opción de desarrollar, de forma rápida, casi cualquier tarea o empresa, surgen enormes bolsas de desigualdad y exclusión social, «los agujeros negros del capitalismo informacional». Además, debido a la velocidad de los cambios que imponen las redes, pocas personas están completamente a salvo de caer en uno de estos agujeros «de los que, estadísticamente, es difícil escapar».

Aproximadamente un tercio de la mano de obra, no especializada, necesita «a los productores para proteger su poder de negociación, pero los productores informacionales no los necesitan a ellos: ésta es una división fundamental en el capitalismo informacional, que conduce a la disolución gradual de los restos de la solidaridad de clase de la sociedad industrial». (p. 379)

¿Pero quién se apropia de una parte del trabajo de los productores informacionales? En cierto sentido, nada ha cambiado respecto al capitalismo clásico: sus empleadores; ése es el principal motivo por el que los emplean. Pero, por otra parte, el mecanismo de apropiación de la plusvalía es mucho más complicado. En primer lugar, las relaciones laborales están tendencialmente individualizadas, lo que significa que cada productor recibirá un trato diferente. En segundo lugar, una proporción creciente de productores controlan su propio proceso de trabajo y entran en relaciones laborales horizontales específicas, de tal modo que, en buena medida, se vuelven productores independientes, sometidos a las fuerzas del mercado, pero aplicando estrategias de mercado. En tercer lugar, sus ganancias suelen ir al torbellino de los mercados financieros globales, alimentados precisamente por el sector pudiente de la población mundial, de tal modo que también son dueños colectivos de capital colectivo, con lo que se vuelven dependientes de los resultados de los mercados de capital. En estas condiciones, apenas cabe considerar que exista una contradicción de clase entre estas redes de productores extremadamente individualizados y el capitalista colectivo de las redes financieras globales. Sin duda, se dan un abuso y una explotación crecientes de los productores individuales, así como de las grandes masas de trabajadores genéricos, por parte de quienes controlan los procesos de producción. No obstante, la segmentación de la mano de obra, la individualización del trabajo y la difusión del capital en los circuitos de las finanzas globales han inducido en conjunto la desaparición gradual de la estructura de clases de la sociedad industrial. Existen, y existirán, importantes conflictos sociales, algunos de ellos protagonizados por los trabajadores y los sindicatos, de Corea a España. No obstante, no son expresión de la lucha de clases, sino de reivindicaciones de grupos de interés o de revueltas contra la injusticia.

Las divisiones sociales verdaderamente fundamentales de la era de la información son: primero, la fragmentación interna de la mano de obra entre productores informacionales y trabajadores genéricos reemplazables. Segundo, la exclusión social de un segmento significativo de la sociedad compuesto por individuos desechados cuyo valor como trabajadores / consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde. Y, tercero, la separación entre la lógica de mercado de las redes globales de los flujos de capital y la experiencia humana de las vidas de los trabajadores. (p. 380)

Las promesas del Estado, incapaz (o sin verdadera voluntad) de cumplir con el estado de bienestar y dar ciertas garantías sociales, cada vez se cumplen menos y se evidencia que están bajo el dictado de los grandes poderes internacionales del capital, por lo que pierden progresivamente legitimidad. ¿A dónde irá esa legitimidad?

En estas condiciones, la política informacional, que se realiza primordialmente por la manipulación de símbolos en el espacio de los medios de comunicación, encaja bien con este mundo en constante cambio de las relaciones de poder. Los juegos estratégicos, la representación personalizada y el liderazgo individualizado sustituyen a los agrupamientos de clase, la movilización ideológica y el control partidista, que caracterizaron a la política en la era industrial. Cuando la política se convierte en un teatro y las instituciones políticas son órganos de negociación más que sedes de poder, los ciudadanos de todo el mundo reaccionan a la defensiva y votan para evitar ser perjudicados por el Estado, en lugar de confiarle su voluntad. En cierto sentido, el sistema político se va vaciando de poder.

Sin embargo, el poder no desaparece. En una sociedad informacional, queda inscrito, en un ámbito fundamental, en los códigos culturales mediante los cuales las personas y las instituciones conciben la vida y toman decisiones, incluidas las políticas. En cierto sentido, el poder, aunque real, se vuelve inmaterial.

[…] Las batallas culturales son las batallas del poder en la era de la información. Se libran primordialmente en los medios de comunicación y por los medios de comunicación, pero éstos no son los que ostentan el poder. El poder, como capacidad de imponer la conducta, radica en las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos, que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de iconos, portavoces y amplificadores intelectuales. (p. 381-2)

Aquí estamos en desacuerdo con Castells. Tal vez a finales de los 90 (recordemos: la trilogía es de 1996-98), la capacidad individual tenía cierto peso en las redes; en la red, mejor dicho, en internet. Ya en el primer apartado de La sociedad red reseñamos el valor que daba Castells a la cultura hacker que tuvo tanta importancia en los orígenes de internet, pero que, a dos décadas de distancia, se ha diluido en un ecosistema oligárquico controlado por unas pocas empresas, concentradas y con objetivos cada vez más conservadores, que deciden cómo se accede y se usa la red; y donde el anonimato de esos tiempos ha sido substituido por smartphones que nos imponen reconocimiento facial, de huellas dactilares o, como poco, repetir códigos a cada pocos minutos para confirmar nuestra identidad. En vez de terminales anónimas al ciberespacio, se han convertido en nodos de rastreamiento individual y colectivo. Por eso google nos informa de si hay mucha o poca gente en la carnicería tal cuando la buscamos en internet; porque la cantidad de información disponible es abrumadora y de muy difícil acceso para quien no tenga conocimientos especializados.

El espacio de los flujos de la era de la información domina al espacio de los lugares de las culturas de los pueblos. (…) La tecnología comprime el tiempo en unos pocos instantes aleatorios, con lo cual la sociedad pierde el sentido de secuencia y la historia se deshistoriza. Al recluir al poder en el espacio de los flujos, permitir al capital escapar del tiempo y disolver la historia en la cultura de lo efímero, la sociedad red desencarna las relaciones sociales, induciendo la cultura de la virtualidad real. (p. 383)

Es decir: Emilia Clarke es la madre de dragones, una mujer de voluntad férrea y decisión poderosa, obviando las distancias entre actriz y personaje; incluso el doblador al español de Sheldon Cooper (protagonista de The Big Bang Theory, una sitcom sobre físicos de alto nivel) realiza anuncios sobre tecnología, en una extraña carambola donde se le presupone cierta semejanza con el personaje no ya al actor que lo interpreta, sino al que dobla su voz a otro idioma. Pero el objetivo no es dicha semejanza, sino una curiosa chanza, un reconocimiento al canal, compartido entre el emisor y el receptor, cierta forma similar de pensamiento: «han escogido a tal persona para hacer tal anuncio…» y generar una cadena de simpatía que se vincule con el producto anunciado. La virtualidad real, en estado puro y cada vez más complejo.

En la era industrial, el movimiento obrero luchó contra el capital. Sin embargo, capital y trabajo compartían los objetivos y valores de la industrialización –productividad y progreso material–, buscando cada cual controlar su desarrollo y una parte mayor de su cosecha. Al final alcanzaron un pacto social. En la era de la información, la lógica prevaleciente de las redes globales dominantes es tan omnipresente y penetrante que el único modo de salir de su dominio parece ser situarse fuera de esas redes y reconstruir el sentido atendiendo a un sistema de valores y creencias completamente diferente. (p. 385)

Volvemos a estar en desacuerdo con Castells. No tanto con el pacto social entre capital y trabajadores (nos parece más una paz ficticia que se pudo mantener mientras el capitalismo se expandía geográfica y temporalmente, algo que llegó a su fin cuando todo el mundo ya estaba bajo sus redes, como explicaba Harvey), sino por los enormes cambios sociales que debían llegar con el advenimiento de la era informacional y que, sin embargo, han sido absorbidos por la sociedad en apenas una generación. Eso sí: cada vez se ha vuelto más difícil cuestionar el sistema (de flujos, de acumulación flexible, llámenlo como quieran), con sus valores sobre eficacia y su conversión de todo lo existente en algo capaz de ser valorado monetariamente.

«Sin un Palacio de Invierno que tomar, las explosiones de revuelta puede que implosionen, transformándose en violencia cotidiana sin sentido.» (p. 387). O en un individualismo extremo, carente de la más mínima solidaridad social (algo que comentábamos a propósito de los residentes de las gated communities en el artículo de Carmen Bellet Visiones de privatopía).

La economía global se expandirá en el siglo XXI , mediante el incremento sustancial de la potencia de las telecomunicaciones y del procesamiento de la información. Penetrará en todos los países, todos los territorios, todas las culturas, todos los flujos de comunicación y todas las redes financieras, explorando incesantemente el planeta en busca de nuevas oportunidades de lograr beneficios. Pero lo hará de forma selectiva, vinculando segmentos valiosos y desechando localidades y personas devaluadas o irrelevantes. El desequilibrio territorial de la producción dará como resultado una geografía altamente diversificada de creación de valor que introducirá marcadas diferencias entre países, regiones y áreas metropolitanas. En todas partes se encontrarán lugares y personas valiosas, incluso en el África subsahariana, como he sostenido en este volumen. Pero también se encontrarán en todas partes territorios y personas desconectadas y marginadas, si bien en proporciones diferentes. El planeta se está segmentando en espacios claramente distintos, definidos por diferentes regímenes temporales. (p. 388)

«Una década de la nueva sociología urbana», Sharon Zukin

En 1980, Sharon Zukin publicó un artículo titulado «A Decade of the New Urban Sociology» (Theory and Society, Vol. 9, Noº 4, pp. 575-601), «Una década de la nueva sociología urbana», donde recogía los cambios que estaban sucediendo en la disciplina, así como los errores conceptuales que se iban arrastrando desde la Escuela de Chicago, y proponía algunos temas nuevos a tratar. Los dos nombres esenciales sobre los que pivota el artículo son los de Castells y Harvey, y la parte central del mismo consisten en una comparación entre el enfoque, y la obra, de estos dos pesos pesados del tema urbano.

Uno de los hitos que marcó la debacle de la Escuela de Chicago fue, como aprendimos en La Escuela de Chicago de Sociología, la irrupción de nuevas herramientas y los métodos estadísticos a la disciplina. De repente, todos los estudios trataban de cuantificar datos para evidenciar hipótesis ya asumidas, por lo que los sociólogos, como comenta Zukin, se convirtieron en asalariados del Estado gracias a las muchas universidades y fundaciones que los apoyaban.

Essentially, urban sociologists took as their tasks tracking the movement of people, social and economic activity, and spatial forms in the process they called «urbanization,» and finding the uniformities of behavior and belief they called «urbanism». Both the process of urbanization and the pattern of urbanism were considered universal, inexorable characteristics of social change (p. 575)

Puesto que estos movimientos demográficos y cambios se daban como algo natural, las metáforas con las que fueron descritos eran, lógicamente, la biología y la ecología (y de ahí la ecología urbana de los de Chicago, que si consiguieron tal renombre fue más por su capacidad «periodística» de bajar a la calle y describir lo que veían que por una gran estructura teórica con que envolverla). Del mismo modo que consideraban que las «áreas naturales», término que nunca llegaron a concretar pero que podía incluir Little Italy, el barrio judío o el gheto negro (pero nunca los barrios blancos de clase media o alta), acabarían fundiéndose en una especie de crisol (melting pot) homogéneo, blanco y de clase media, daban por sentado que las decisiones de dónde vivir de las personas eran elecciones que tomaban, más que situaciones a las que se veían abocados.

En esta hipótesis en la que estaban (que, de nuevo, más que una hipótesis era una visión concreta, no cuestionada), cualquier disrupción en el orden establecido se tomaba como algo que debía ser estudiado de modo puntual; y ni la infraestructura ni el estado tenían nunca nada que ver en ello.

Las crisis contraculturales de los 60 (Zukin cita los disturbios negros en los ghetos y mayo del 68), que la sociología no fue capaz de adivinar, supusieron un pequeño cambio en el objeto de la disciplina, que se centró en la renovación urbana, el sistema criminal o las políticas de bienestar. De nuevo, acudiendo a la estadística y los grandes números.

Hubo tres corrientes, sin embargo, que buscaron un nuevo enfoque. La primera, los empiristas radicales americanos (los términos son los que usa Zukin) que, esquivando la doctrina oficial, estudiaron la competencia social entre clases, con las luchas de vecindad, por las escuelas en los barrios, la violencia del estado en ciertos sectores… Luego estaban los británicos neoweberianos (que ya vimos en Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa), «donde los urbanólogos (urbanologist, ?) ya habían desarrollado una tradición de investigación aplicada en reparar una distribución desigual de los recursos», y finalmente, claro, los marxistas franceses. Tal vez por ser «latecomers to the urban sociology» (suponemos que Halbwachs y Chombart de Lauwe no cuentan para Zukin) y por no tener el mismo respaldo del estado que en Estados Unidos, los franceses se presentaban como mucho más teóricos y críticos ante el Estado, y venían marcados por tres claras influencias: la crítica de Lefebvre «de la sociedad urbana en términos de la reproducción social del capitalismo industrial», la distinción de Touraine entre «las distintas formas de acción social» y las tesis de Althusser al marxismo francés. Ahí es nada.

Los tres frentes trataban de convertir la sociología urbana en una disciplina científica.

… they have been critically re-evaluating the history of urbanization. Rather than merely document the successive emergence of urban forms (e.g., the change from the pre-industrial to the industrial city, or the reproduction of metropolitan urban forms in colonial and post-colonial capitals), their historical analysis focuses on the hegemony of urban forms within social formations and the hegemony of metropolitan culture within the world system as a whole; the rise and decline of particular cities; and the political, ideological, juridical, and economic significance of particular urban forms, especially in advanced capitalist societies. (p. 579)

Sus temas, ahora, enlazaban «la urbanización, la búsqueda del beneficio capitalista, los intentos del estado por moderar los conflictos de clase»; los sociólogos tuvieron que aprender a usar términos políticos y económicos y tuvieron que abrirse a nuevas disciplinas, pues el estudio de la ciudad no podía ser un campo cerrado. Pero la disciplina se abrió tanto que el propio significado del término «urbano» iba quedando difuminado.

But the very congruence, from 1500 to 1900, of urbanization, industrialization, and capitalist development raised the logical possibility that «urban» phenomena could be subsumed by either «technology» or «mode of production» and therefore deserved no study of their own. Empirically, if world-wide urbanization and «metropolitanization» covered the face of every society, then the study of cities per se was superfluous. Methodologically, if cities merely reproduced the contradictions of a given social structure, then the study of cities was essentially identical with studying society as a whole. (p. 580).

Estas dudas fueron las que llevaron a la pregunta de Castells sobre si existía una sociología urbana; lo que no impidió, como comenta con cierta ironía Zukin, que se siguiesen publicando artículos bajo el mismo paraguas. Las principales obras del momento eran, según la autora, el estudio de casos históricos que ponían de manifiesto esa estructura teórica que aún se estaban desarrollando, como la investigación de Jean Lokine sobre el desarrollo urbano de París entre 1945 y 1972, que evidenciaba los conflictos de clase y de trabajo en temas cómo dónde se construían estaciones de tren de alta velocidad (al servicio de las clases altas), la competencia por el espacio central y la creación, en concreto, de La Défense. Zukin escoge el desarrollo de este centro económico porque pone de manifiesto la importancia creciente del capital global, así como la concentración de recursos para el capital que podrían haber sido usados para mejorar las condiciones de otras clases sociales; además de la creación de horribles espacios arquitectónicos que no se integran con la ciudad sino que se erigen como sede del poder transnacional.

A pesar de las distintas corrientes que iban surgiendo en la disciplina, sin embargo, dos nombres brillaban con luz propia: Manuel Castells y David Harvey.

Both are historical materialists. For Castells, the four «elements of urban structure» –production, consumption, exchange, and institutions– are determined by the reproduction of the means of production and the reproduction of the labor force in any given social formation; for Harvey, the «urban process under capitalism» is created through the interaction of capital accumulation and class struggle. While Castells is more eclectic in his sources and his data, ranging in his empirical work from France to Latin America and in his interpretations to every existing type of social formation, Harvey is more judicious and more exact, concentrating on American society and on economic data. Castells’ inclusiveness tends to diffuse his framework into definitions and categories whose unification rests on structuralist premises. Harvey’s narrower focus produces a more functionalist marxist approach which demonstrates, rather than assumes, connections between trends and structures. They differ, too, in emphasis. Castells –and the studies that he has inspired in both France and the United States– tends toward treating the city in terms of the problems of social reproduction; Harvey focuses on the city’s role in the production of capital. Just as Harvey emphasizes investment flows, mediating financial institutions, and credit mechanisms, so Castells is drawn to the urban segregation of social classes and the rise of grass-roots political movements. (p. 584)

Castells da mayor importancia a la lucha de clases y la intervención política; el Estado juega un papel importante porque es quien controla la planificación urbana y quien redistribuye los recursos, por lo que todo movimiento social aparece como una pugna por obtener control estatal. Castells presupone la existencia de un «compromiso de mínimos» mediante el cual el Estado, pese a que no sea provechoso para el capitalismo ni ofrezca réditos directos, redistribuye ciertos bienes sociales (educación, sanidad). Harvey comprende, por su parte, que la resistencia organizada fuerza a las estrategias capitalistas a ciertos compromisos, pero en general se centra en el rol del Estado como facilitador de las reglas del juego que impiden que el capitalismo sea víctima de sus propias acciones (como se hizo con la crisis de 2008, cuando se socializaron las pérdidas de los bancos y no se obligó al capital a responsabilizarse de sus decisiones).

Las crisis urbanas son, para Harvey, de acumulación de capital; para Castells, de consumo. Según Harvey, el capital se acumula de forma grotesca para obtener beneficios hasta que la zona deja de ser rentable o surge una que lo es más (lo llamará «coherencia estructurada«, algo que ya vimos). Sin embargo, aunque el capital se retire y la zona se devalúe, al mismo tiempo retiene cierto capital social y cultural, que puede ser usado de nuevo para obtener beneficios. Por ello, el propio flujo del capitalismo es el que va generando zonas de desarrollo desigual, en función de sus necesidades.

Para Castells, en cambio, dichas crisis son fruto de factores sociales y políticos, en concreto, del fallo en la gestión del consumo colectivo, y se deben a las propias limitaciones del estado (ya sean intrínsecas, como la imposibilidad de gestionar determinado número de demandas sociales, como impuestas por el propio capital, que vería de otro modo limitada su capacidad para obtener beneficio). Cuando se alcanzan estos límites es cuando surgen las crisis urbanas.

Pese a estas y otras diferencias, ambos coinciden en que «el espacio urbano se produce deliberadamente como respuesta a las necesidades del capital. Puede ser monopolizado por algunos grupos y luego «liberado» de su posesión por grupos no dominantes, pero –a diferencia de los supuestos de la Escuela de Chicago– el espacio urbano nunca sucede como una creación natural o espontánea» (p. 589). Ambos coinciden, también, en criticar la desigualdad con que se reparten estos beneficios y cómo el modo de producción capitalista está relacionada (si no es la causa directa) en ella.

En la parte final del artículo, Zukin destaca los cuatro temas que, a su parecer, la sociología aún tiene pendiente tratar:

  • el papel de la ciudad en la acumulación de capital;
  • el papel de la ciudad como acumulador de mano de obra barata;
  • la penetración de la política y economía nacionales en lo local (que se refiere a la carencia de autonomía por parte de las ciudades, puesto que siempre son elementos que forman parte de un país, aunque las últimas décadas las han llevado a tratar de ser cada vez más autónomas para superar este hecho);
  • la coordinación de una matriz urbana de interruptores en la estrategia de investigación que relaciona la producción y el consumo, es decir, la centralidad de las ciudades como lugares de control, comunicación y acumulación, pero también como entes «complejos» donde se desarrollan nuevas formas de consumo y producción que luego se exportan al resto de lugares (por poner un ejemplo relativamente banal, los «cazadores de tendencias» de moda se dan en entornos urbanos; y luego sus decisiones se popularizan y se exportan a todos los ámbitos, algo que la visibilidad de las redes está llevando a entornos no necesariamente exclusivamente urbanos).

Como cuestión final, Zukin se vuelve a plantear si «aún existe una cultura urbana o un mito urbano que no esté completamente determinado por el capital o la tecnología» (p. 598). Teniendo en cuenta los caminos que recorrerían Castells o Harvey, por ejemplo (el espacio de los flujos del primero, la acumulación flexible del segundo, por citar sólo unos pocos, y teniendo en cuenta los muchos que aún nos quedan por descubrir en las lecturas del blog), la respuesta aún no está definida; pero siguen existiendo estudios urbanos, felizmente.

Los sociólogos de la ciudad, Gianfranco Bettin

Los sociólogos de la ciudad es un libro de Gianfranco Bettin de 1979 que trataba de sistematizar los conocimientos de la sociología urbana hasta dicha fecha. No era una época casual: tanto Lefebvre como Castells ya habían publicado (el primero prácticamente toda su obra, el segundo acababa de empezar pero ya había dado un par de golpes sobre la mesa con Problemas de investigación en sociología urbana (1971) y La cuestión urbana (1972)). Bettin hace una relectura de los principales autores que han investigado el hecho urbano, y ahí surge el que, si acaso, es el único reproche que le podemos hacer: que muchos de esos lugares ya los hemos transitado. Pero eso no es, ni mucho menos, un reproche hacia su obra o hacia sus análisis, por lo que éste se convierte en un muy buen manual para interesarse por la materia.

Bettin dedica los tres primeros capítulos a analizar, a fondo, a tres autores que se podrían considerar precursores de la sociología urbana, si bien dos de ellos no estudiaron, per se, el hecho urbano: Weber con La ciudad y su análisis de la ciudad medieval, y Marx y Engels, que, si bien no entraban directamente en el hecho, no olvidemos que tanto la burguesía como el proletariado son clases evidentemente urbanas. Además, Engels dedicó toda una obra al problema de la vivienda, por lo que eran manifiestamente conscientes de las condiciones urbanas en que se vivía. El tercer autor sí que se centró en el hecho urbano, en concreto, en la forma en que la mente de los habitantes de la ciudad deja de lado el pensamiento emocional y se centra en una actitud racional, marcada por el dinero y por el hastío ante tanto estímulo. Sí: se trata de Simmel, la actitud blasé del ciudadano y la obra Las grandes urbes y la vida del espíritu (o Las metrópolis y la vida mental, depende de la traducción).

La Escuela de Chicago merece dos capítulos: el primero, dedicado a la ecología urbana de Park, Burgess y McKenzie, al estudio de las áreas naturales y a los diagramas de anillos concéntricos del tercero, que fueron evolucionando a medida que lo hacía su comprensión de la ciudad. El segundo está dedicado al urbanismo de Louis Wirth, del que ya leímos «El urbanismo como forma de vida«.

El sexto capítulo, y el que más nos interesa en el blog, trata los dos estudios que llevó a cabo el matrimonio Lynd en una «ciudad media» de Estados Unidos. La gracia del asunto es que hicieron el primer estudio antes del crack del 29 y el siguiente unos años después, con lo que pudieron comprobar, de primera mano, los cambios que habían sucedido. Los dos últimos capítulos tratan la obra de Henri Lefebvre y los primeros libros de Castells, que ya hemos reseñado en el blog, por lo que sólo los trataremos brevemente. Sin más preámbulo, vamos al estudio de los Lynd.

Las investigaciones de Robert y Helen Lynd representan dentro de este sector del trabajo sociológico una contribución pionera ya clásica que, sin embargo, sigue teniendo el valor de un modelo al que es conveniente todavía referirse. Como ya es sabido, se trata de un estudio sobre una pequeña ciudad del Middle West, realizado en el curso de dos periodos importantes de la historia norteamericana moderna, caracterizados respectivamente por la difusión del proceso de industrialización en todo el territorio nacional y por la Gran Depresión. (p. 110)

Middletown: A Study in Modern American Culture, publicado en 1929, cubre el periodo entre 1890 y 1925, aproximadamente. El estudio empezó en 1924 y supuso bastante trabajo de campo en la ciudad de Muncie, en Indiana (aunque los autores no concretaron el lugar y hablaron de «una población de treinta y pico mil habitantes»). Durante sus observaciones, que cubren una época de bonanza y crecimientos económicos, los Lynd se dan cuenta de que existen dos grandes grupos sociales: la working class y la bussiness class. «En general, los miembros del primer grupo orientan sus actividades lucrativas especialmente hacia las cosas, utilizando instrumentos materiales en la fabricación de objetos y en el cumplimiento de servicios, mientras que los miembros del segundo grupo dirigen sus actividades hacia las personas, en particular, vendiendo o difundiendo cosas, servicios o ideas.» La clase «obrera» está constituida por el 71% de los sujetos económicamente activos y la clase «empresarial», por el 29% restante, y los Lynd constatan que «el simple hecho de haber nacido en una o en otra parte de la vertiente,constituida grosso modo por estos dos grupos, representa el factor cultural específico más significativo que influye en lo que una persona hace durante el día en el curso de su vida».

Enfocando en la clase obrera, se dan cuenta de que son los que más sufren las consecuencias de los cambios económicos. En general provienen de entornos campesinos y, en apenas una generación, la mayoría de sus constantes sociales cambian. Las mujeres, hasta entonces madres y esposas, deben buscar trabajo para adaptarse al nuevo entorno económico, con lo que ya no pueden ocuparse en la misma medida de la crianza de los hijos. Este papel recae en la educación, donde, sin embargo, los hijos de la clase obrera no pueden competir con los de la clase empresarial: los segundos tienen un coeficiente intelectual mayor (teniendo en cuenta que «distintas circunstancias sociales influyen en el nivel de inteligencia», por lo que suponemos que se mide como una variable coyuntural, no permanente).

Por otro lado, el trabajo de los obreros se lleva a cabo en entornos industriales, a menudo con máquinas. Su única valoración en el trabajo es la capacidad que tenga para resistir la repetición constante del vaivén de la máquina: dan igual su destreza o su actitud, por lo que, en general, el único valor proviene de su edad y mengua con el paso del tiempo. Además, y puesto que los obreros se convierten en una población flotante que migra en función de la demanda de trabajo, sus raíces con la comunidad son más débiles y habitan en las zonas menos agradables del lugar.

Por contra, los miembros de la bussiness class «participan activamente en la vida de varios círculos ciudadanos» e incluso «fundan nuevos círculos sobre la base paraprofesional», generando una vida asociativa entre ellos que «convierte a la bussiness class en la única clase social consciente de sus funciones y de sus intereses, es decir, organizada para una enérgica defensa frente al resto de la comunidad» (p. 115).

En cuanto a la movilidad social, se llega a una conclusión unívoca: no existe.

La movilidad social es un valor-mito, un elemento cultural que forma parte de una ideología tradicional que ya no tiene sentido, desmentida por la realidad de manera muy clara sobre todo en esta primera fase de expansión capitalista. Los obreros no sólo no tienen la posibilidad concreta de abandonar su condición de asalariados y de transformarse en pequeños empresarios, puesto que el mercado está ya controlado por empresas mecanizadas, con abundancia de capital, sino que incluso en el ámbito del trabajo de fábrica tienen muy pocas oportunidades de mejorar. Y esto ocurre por dos motivos: la no disponibilidad de puestos de encargados y la tendencia, debido al desarrollo del sistema administrativo, a emplear a niveles intermedios personales técnicamente preparados; el obrero común, totalmente agotado por su trabajo cotidiano, no tiene ni tiempo ni energía para adquirir este tipo de conocimiento. (p. 116)

Por ello, la clase obrera suele volcar sus esperanzas en la educación, para que sus hijos sí que disfruten de esa ansiada movilidad social, aunque también luego ahí encontrarán escollos, puesto que no es su «destino natural». «Se puede decir entonces que en Middletown no existe conflicto de clase. Es más correcto hablar de convivencia, una convivencia basada en la distancia social y en la indiferencia. La confrontación cotidiana entre las clases, en muchas áreas de la vida comunitaria, no se traduce en un conflicto abierto organizado; ni siquiera podemos decir que el conflicto esté latente» (p. 116).

En 1935, los Lynd vuelven a Muncie para comprobar los efectos de la crisis sobre la población. El estudio resultante, Middletown in Transition: A Study in Cultural Conflicts se publicará en 1937. Este segundo estudio lo llevaron a cabo muchos menos investigadores que el primero, por lo que no es tan exhaustivo. El gran foco se centra en la familia X, una determinada familia que ejerce un gran poder sobre la comunidad.

La crisis llega a Middletown algo más tarde que a las grandes capitales norteamericanas pero, cuando lo hace, arrasa entre los obreros: uno de cada cuatro pierde el empleo durante el primer año. La clase empresarial, sin embargo, se obceca empecinadamente en negarse a aceptar la existencia de dicha crisis. Pero, cuando los obreros empiezan a sindicarse y a organizarse, la clase empresarial «reaccionará incrementando la organización interempresarial e intentará desalentar por todos los medios la organización de la mano de obra. Se extiende también un credo cívico basado en tres principios relacionados entre sí, según los cuales una producción en función del provecho, una ciudad sin sindicatos y «un mercado favorable al trabajo» (es decir, con una oferta de mano de obra que exceda a la demanda) son las condiciones necesarias para salvaguardar el interés común y el bienestar de toda la ciudad» (p. 118).

Por otro lado, la estructura de clases, tan clara en los años 20, se ha complicado bastante (aunque esta parte es algo vaga, seguramente porque los Lynd no pudieron recabar datos definitivos). Cada una de las dos clases anteriores se ha dividido en tres subgrupos, a saber:

  • un grupo pequeño de banqueros, grandes empresarios y directores de empresas nacionales con sede local, que orbita alrededor de la familia X y se define como el núcleo de la anterior clase empresarial; «actúa como grupo de control y fija también los estándares comunitarios de comportamiento de consumo y tiempo libre»;
  • un segundo grupo formado por empresarios menos relevantes, comerciantes o profesionales liberales que también actúa como grupo socialmente homogéneo y que, en ocasiones, se opone a las decisiones del grupo anterior, aunque en otras lo apoya de forma férrea;
  • un grupo residual dentro de la clase empresarial, que siguen formando parte de ella pero nunca alcanzarán el «nivel» de los dos grupos anteriores;
  • el cuarto grupo lo forma la «aristocracia local obrera», es decir, los capataces de fábrica, por ejemplo, que coincide en estándares de vida y en aspiraciones con «la clase media asalariada»;
  • el quinto estrato son los obreros, en el sentido más amplio;
  • y el sexto estrato lo forman el subproletariado y obreros sin trabajo estable.

Pero en la estructura de Middletown, a medida que se vuelve más compleja, también influyen otros factores, como ser o no miembro de una «vieja familia», que confiere un determinado prestigio social; o las creencias religiosas o ser blanco o negro, «la línea de división más profunda que la comunidad admite ciegamente» (p. 123). A medida que la población crece (pasó de los 36.500 habitantes del primer estudio a cerca de 47.000 en el segundo), la cohesión social se reduce. Despunta entonces el primero de los seis grupos analizados, el de las mayores rentas (y la familia X), que luchan con mayor denuedo por mantener la unidad social que, «aunque se trate de un objetivo que se alcanza sólo aparentemente, será perseguido para poder mantener un nivel de integración que permita a los pocos que ostentan el poder conservarlo y ejercerlo sin molestias.

Por un lado, éstos se preocuparán de «invocar cada vez más toscos símbolos emotivos de tipo no selectivo que les permitan guiar a las masas» y, por otro lado, representan la única fuente autorizada de ideologías y símbolos para la comunidad, la cual no será ya capaz de dar vida de forma espontánea y desde abajo a una cultura autónoma e independiente. (p. 124)

Es decir: a medida que la estructura social se vuelve más y más compleja, sólo los grupos de poder ya organizados y con medios suficientes son capaces de establecer los temas y símbolos de cohesión de la totalidad, que pueden, o bien aferrarse a ellos, o bien rechazarlos; pero que se ven forzados a una toma de posición frente a ellos.

Bettin acaba elogiando el hecho de que, a diferencia de la Escuela de Chicago, que pretendía obtener conclusiones universales aplicables a toda ciudad a partir del estudio de la capital de Illinois, los Lynd «tienen tendencia a restringir el ámbito de aplicación de su interpretación sociológica a la comunidad local que les ha proporcionado el material de observación empírica».

El siguiente capítulo está dedicado a la obra de Lefebvre, (La producción del espacio, El derecho a la ciudad), de la que citamos sólo algunas frases:

  • «La urbanización total es la hipótesis guía de Lefebvre: la historia de la sociedad se traduce en movimiento hacia su progresiva urbanización.» (p. 126)
  • «La industria se somete a la urbanización que ella misma ha provocado, y esta fase es la que confiere significación a la revolución urbana, fase de transición que desembocará en una nueva era: lo urbano, que representa el final de la historia.» (p. 128)
  • La naturaleza social de las fuerzas productivas se vislumbra hoy en la producción social del espacio. La producción del espacio no es ciertamente un hecho históricamente nuevo; los grupos dominantes plasmaron siempre su espacio urbano. El hecho nuevo, en cambio, es evidente en la extensión sin precedentes de la actividad productiva, donde el capitalismo está interesado en emplear el espacio en la producción de plusvalía.» (p. 131)
  • «El urbanismo olvida las necesidades sociales; víctima del fetichismo del espacio se ilusiona en crear el espacio, pensando que de este modo controlará también de la mejor manera la vida cotidiana y creará nuevas relaciones sociales entre los habitantes de la ciudad.» (p. 132)

El poder de la identidad, Manuel Castells

La trilogía La era de la información es una obra monumental del sociólogo Manuel Castells que se compone de los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de milenio (1999), aunque su publicación generó tanto revuelo y comentarios que Castells reeditó una nueva edición aumentada en 2000. En su momento leímos, y disfrutamos, la primera parte, La sociedad red, donde se estudian los cambios sociales, políticos y económicos de la llegada de la sociedad de la información y del espacio de los flujos. Dividimos la reseña del libro en cinco entradas: la revolución tecnológica que permitió la globalización (las TIC, el nacimiento y expansión de internet, en la primera entrada); el trasvase empresarial de la unidad empresa a la unidad red (segunda entrada), la nueva tipología empresarial y laboral (tercera), la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) y el espacio y el tiempo de los flujos y cómo afectaba, sobre todo, a los entornos urbanos globales (quinta).

Este segundo libro, El poder de la identidad, se centra en los efectos que el espacio de los flujos o la globalización tienen sobre los Estados-nación y sobre la identidad social de los habitantes de cada país. Gran cantidad de movimientos, como el feminismo o el ecologismo, han pasado a articularse de modo global, mientras que muchos otros lugares han visto el resurgimiento de formas de identidad locales para oponerse a un entorno fluido, mutable, siempre cambiante donde se percibe que el control escapa progresivamente de las manos locales. Con ese objetivo, Castells analiza una gran cantidad de movimientos distintos que buscan afianzar la identidad, ya sea política, religiosa, nacional o de otros tipos, en determinados lugares.

Sin embargo, lo que en La sociedad red era el estudio de un momento concreto y sus efectos a corto y medio plazo sobre el ecosistema global, por lo que es un estudio relativamente atemporal, El poder de la identidad fue escrito hace veinte años, y se nota. La mayoría de los movimientos que Castells analiza en el libro han sufrido una gran evolución; todo el sistema económico, político y global, en definitiva, también lo ha hecho. Ni siquiera, por poner un ejemplo, había sucedido el 11-S, por lo que en general el libro queda bastante enmarcado en un momento concreto y la mayor parte de sus ejemplos, algo desfasados.

Hay partes que siguen teniendo actualidad, claro. En «la construcción social de la identidad que siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder» (p. 29), Castells distingue tres formas distintas:

  • La identidad legitimadora, «introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales», Este tipo de identidad lleva a la creación de una sociedad civil, «un conjunto de organizaciones e instituciones, así como un serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de la dominación estructural» (p. 30);
  • La identidad de resistencia, «generada por aquellos actores que se encuentran en condiciones/posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad». Esta identidad lleva a la formación de comunas o comunidades; por ejemplo, los «nacionalismos basados en la etnicidad, el fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, las comunidades gay» (p. 31), lo que Castells denomina «la exclusión de los exclusores por los excluidos».
  • La identidad proyecto «construye una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, busca la transformación de toda la estructura social». El ejemplo de Castells son las feministas al reclamar los derechos de las mujeres y desafiar al patriarcado y, por extensión, la familia patriarcal y toda una estructura social. Esta identidad produce sujetos, que «no son individuos, aun cuando estén compuestos por individuos. Son el actor social colectivo mediante el cual los individuos alcanzan un sentido holístico de su experiencia» (p. 32).

Cómo se construyen los diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué resultados no puede abordarse en términos generales y abstractos: depende del contexto social. La política de la identidad, como escribe Zaretsky, «debe situarse en la historia». (p. 32)

En la era informacional, «la planificación reflexiva de la vida se vuelve imposible, excepto para la élite que habita el espacio atemporal de los flujos de las redes globales y sus localidades subordinadas» (p. 33), lo que empuja al resto a una pugna por la construcción de su identidad social en aras de entender su lugar en el mundo y, desde ahí, proyectar sus objetivos o planes vitales. Si, por ejemplo, en la sociedad moderna el socialismo se basó en el movimiento obrero, «en la sociedad red, la identidad proyecto, en caso de que se desarrolle, surge de la resistencia comunal» (p. 34).

De los muchos ejemplos que da Castells sobre la formación de las identidades sociales (nacionalismos, luchas políticas, fundamentalismo religioso), escogemos la creación de los barrios gay de San Francisco.

Para expresarse, los gays siempre se han reunido, en los tiempos modernos, en bares nocturnos y lugares codificados. Cuando tuvieron suficiente conciencia y fuerza para «aparecer» colectivamente marcaron lugares donde podían estar a salvo juntos e inventar nuevas vidas. Las fronteras territoriales de sus lugares elegidos se convirtieron en la base para la construcción de instituciones autónomas y la creación de una autonomía cultural. Levine ha expuesto el modelo sistemático de las
concentraciones espaciales de los gays en las ciudades estadounidenses durante la década de los setenta. Aunque él y otros utilizaron el término «gueto», los militantes gays hablan de «zonas liberadas»: y, en efecto, existe una importante diferencia entre los guetos y las áreas gays, ya que las últimas suelen estar construidas deliberadamente por personas gays para crear su ciudad propia, en el marco de la sociedad urbana más amplia. ¿Por qué San Francisco? Ciudad instantánea, asentamiento para aventureros atraídos por el oro y la libertad, San Francisco siempre fue un lugar de normas morales tolerantes. La Barbary Coast era un punto de encuentro para marineros, viajeros, transeúntes, soñadores, estafadores, empresarios, rebeldes y desviados, un entorno de encuentros casuales y pocas reglas sociales, donde la línea divisoria de lo normal y lo anormal era borrosa. No obstante, en los años veinte, la ciudad decidió volverse respetable, surgiendo como la capital cultural del Oeste estadounidense y creciendo elegantemente bajo la sombra autoritaria de la Iglesia católica, con el apoyo de sus legiones de irlandeses e italianos de clase obrera. Cuando el movimiento de reforma alcanzó al ayuntamiento y la policía en los años treinta, los «desviados» fueron reprimidos y obligados a ocultarse. Así pues, los orígenes pioneros de San Francisco como ciudad libre no bastan para explicar su destino como escenario de la liberación gay. El punto decisivo fue la Segunda Guerra Mundial. San Francisco fue el principal puerto del frente del Pacífico. Pasaron por la ciudad unos 1,6 millones de hombres y mujeres jóvenes: solos, desarraigados, al borde de la muerte y el sufrimiento y compartiendo la mayor parte del tiempo con personas de su mismo sexo, muchos de ellos descubrieron, o eligieron, la homosexualidad. Y muchos fueron licenciados con deshonor de la marina y desembarcados en San Francisco. En lugar de volver a lugares como Iowa a soportar el estigma, se quedaron en la ciudad, y a ellos se unieron otros miles de gays al final de la guerra. Se reunían en bares y formaron redes de apoyo y participación. Desde finales de los años cuarenta, comenzó a surgir una cultura gay. Sin embargo, la transición de los bares a las calles hubo de esperar más de una década, cuando florecieron en San Francisco modos de vida alternativos, con la generación beatnik, y en torno a los círculos literarios que se interconectaron en la librería City Lights, con Ginsberg, Kerouac y los poetas de Black Mountain, entre otros. (…) Cuando los medios de comunicación se centraron en la cultura beatnik, destacaron la amplia presencia de la homosexualidad cómo una prueba de su desviación. Al hacerlo, dieron publicidad a San Francisco como una meca gay, atrayendo a miles de gays de todos los Estados Unidos. El ayuntamiento respondió con represión, lo que llevó a la formación, en 1964, de la Society of Individual Rights, que defendía a los gays, en conexión con el Tavern Guild, una asociación comercial de gays y propietarios de bares bohemios que luchaba contra el acoso policial. (p. 240)

A finales de los sesenta, sumando la revolución cultural y los hippies, tanto los gays como usuarios como los propietarios gays se hicieron con propiedades en la zona y se concentraron/construyeron un barrio que podían considerar suyo.

Por otro lado, Castells destaca el papel político de líderes como Harvey Milk, no sólo dando visibilidad al movimiento sino dejando claro que formaban parte de la ciudad y que, como tal, era una fuerza a tener en cuenta y una población con intención de luchar por sus propias metas.

Sin embargo, la comunidad gay de los años noventa no es la misma que la formada en los setenta, debido a la aparición del sida a comienzos de la década de los ochenta. En diez años, murieron unas 15.000 personas por su causa en San Francisco y a varios miles se les diagnosticó infección por el VIH. La reacción de la comunidad gay fue notable, ya que San Francisco se convirtió en un modelo para todo el mundo en cuanto a autoorganización, prevención y acción política orientada a controlar la epidemia de sida, un peligro para la humanidad. Creo que es exacto decir que el movimiento gay más importante de la década de los ochenta/noventa es el componente gay del movimiento contra el sida, en sus diferentes manifestaciones, de las clínicas a los grupos militantes como ACT UP!. (p. 244)

El esfuerzo más importante de la comunidad gay de San Francisco, añade Castells, fue «la batalla cultural para desmitificar el sida, para quitarle el estigma y convencer al mundo de que no lo producía la homosexualidad o la sexualidad.»

En los noventa hubo otra tendencia: tal vez por el progresivo envejecimiento de los miembros de la comunidad, tal vez porque algunas de las principales batallas ya se estaban librando y su visibilidad iba en aumento, «los patrones de interacción sexual se volvieron más estables, en parte como modo de canalizar la sexualidad en pautas más seguras» (p. 245). «El anhelo de familias del mismo sexo se convirtió en una de las tendencias culturales más intensas entre los gays y, aún más, entre las lesbianas. La comodidad de una relación duradera y monógama se volvió el modelo predominante entre los gays y las lesbianas de mediana edad. En consecuencia, brotó un nuevo movimiento en la comunidad gay para obtener el reconocimiento institucional de esas relaciones estables como familias.» «Lo que comenzó como un movimiento de liberación sexual cerró el círculo en torno a la familia patriarcal, atacando sus raíces heterosexuales y subvirtiendo su apropiación exclusiva de los valores familiares.» (p. 246)

Castells presenta también (p. 255-262) una interesantísima reflexión sobre «la reproducción del maternaje bajo la no reproducción del patriarcado» siguiendo el argumentario de Chodorow. Simplemente lo mentamos, porque exponerlo sería muy largo y supondría meternos en temas que se escapan a la consideración del blog.

El control estatal sobre el espacio y el tiempo se ve superado cada vez más por los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder. La captura, por parte del estado, del tiempo histórico mediante su apropiación de la tradición y la (reconstrucción de la identidad nacional es desafiada por las identidades plurales definidas por los sujetos autónomos. El intento del estado de reafirmar su poder en el ámbito global desarrollando instituciones supranacionales socava aún más su soberanía. Y su esfuerzo por restaurar la legitimidad descentralizando el poder administrativo regional y local refuerza las tendencias centrífugas, al acercar a los ciudadanos al gobierno pero aumentar su desconfianza hacia el estado-nación. (p. 271)

Reflexionando sobre las distinciones entre identidad y gobierno, Castells destaca que la mayoría de estados-nación modernos «se han construido sobre la negación de las identidades históricas/culturales de sus constituyentes en beneficio de la identidad que mejor se acopla a los intereses de los grupos sociales dominantes que se encuentran en los orígenes del estado». (p. 299) Esto se puede ver, por ejemplo, en cómo la burguesía catalana dominó las organizaciones institucionales para reproducirse a sí misma pese a ser culturalmente minoritaria, usando las escuelas, universidades, el cuerpo de funcionarios y la mayoría de relaciones con sus habitantes en catalán como una forma de convertir a las familias mixtas o inmigrantes en «nuevos catalanes» que siguiesen legitimando su dominio. Pero también se ve, por ejemplo, concentrando a los pobres y minorías étnicas «en el centro de las ciudades estadounidenses o en las banlieus periféricas francesas» para confinar los problemas que generan y al tiempo reducir los recursos públicos disponibles que se les destinan.

Sin embargo, lo que parece estar surgiendo ahora, por las razones presentadas en este capítulo, es la pérdida de peso relativo del estado-nación dentro del ámbito de la soberanía compartida que caracteriza al escenario de la política mundial actual.

(…) el estado-nación cada vez está más sometido a la competencia más sutil y más preocupante de fuentes de poder que no están definidas y, a veces, son indefinibles. Son redes de capital, producción, comunicación, crimen, instituciones internacionales, aparatos militares supranacionales, organizaciones no gubernamentales, religiones transnacionales y movimientos de opinión pública. Y por debajo del estado están las comunidades, las tribus, las localidades, los cultos y las bandas. Así que, aunque los estados-nación continúan existiendo, y seguirán haciéndolo en el futuro previsible, son, y cada vez lo serán más, nodos de una red de poder más amplia. (p. 334)

Es en este contexto, el de tratar de asir los flujos de poder por sí mismos, donde Castells sitúa los movimientos independentistas o nacionalistas europeos, que buscan más un reconocimiento supranacional que la verdadera independencia del estado en el que están inmersos.

En el siguiente capítulo, el sexto, reflexiona sobre la importancia de los medios de comunicación y la percepción, creciente (que no ha hecho más que aumentar en estos veinte años) de que la mayoría de los políticos son corruptos. Castells deja claro que los medios ya no son el cuarto poder, sino el campo de batalla donde se lleva a cabo la batalla política. Para acceder a ellos, lo que es un proceso caro y arduo, todo político tiene, más o menos, que hacer alguna especie de pacto fáustico; por ello, en cuanto alcanzan la palestra y se vuelven notorios, todos disponen de munición que se lanzan unos contra otros en momentos clave.

En los albores de la era informacional, una crisis de legitimidad está vaciando de significado y función a las instituciones de la era industrial. Superado por las redes globales de riqueza, poder e información, el estado-nación moderno ha perdido buena parte de su soberanía. Al tratar de intervenir estratégicamente en este escenario global, el estado pierde capacidad de representar a sus electorados, arraigados en un territorio histórico. En un mundo donde el multilateralismo es la regla, la separación entre naciones y estados, entre la política de representación y la política de intervención, desorganiza la unidad contable sobre la que se construyó la democracia liberal y se ejerció en los dos últimos siglos. La privatización de los organismos públicos y el declive del estado de bienestar, aunque alivian a las sociedades de algunas cargas burocráticas, empeoran las condiciones de vida para la mayoría de los ciudadanos, rompen el contrato social entre el capital, el trabajo y el estado, y eliminan buena parte de la red de seguridad social, el sostén del gobierno legítimo para el ciudadano de a pie. (p. 393)

El poder en la era de la información, concluye Castells, se encuentra en «la mente de la gente» (p. 399). «El nuevo poder reside en los códigos de información y en las imágenes de representación en torno a los cuales las sociedades organizan sus instituciones y la gente construye sus vidas y decide su conducta.» Por ello se vuelve de esencial importancia el control del discurso; no tanto que éste sea unívoco como que exista un público receptor capaz de ampliar el mensaje que cada grupo trata de emitir. De ahí, en veinte años, hemos pasado del control del cuarto poder o de la producción social de la realidad de Berger y Luckman a las fake news y los youtubers.

De forma bastante preclara hablaba Castells de «las entidades que expresan proyectos de identidad orientados a cambiar los códigos culturales», que deben ser «movilizadoras de símbolos» y «actuar sobre la cultura de la virtualidad real que encuadra la comunicación red, subvirtiéndola en nombre de valores alternativos e introduciendo códigos que surgen de proyectos de identidad autónomos» (p. 400). Existen dos tipos:

  • el primero: los profetas, personalidades simbólicas que dan un rostro «a una sublevación simbólica»; el subcomandante Marcos, el compadre Palenque de La Paz-El Alto, Jordi Pujol, Sting en el movimiento ecologista, líderes religiosos fundamentalistas (son ejemplos de Castells, extraídos de temas presentados en el libro) o, por ser algo más actuales, Greta Thunberg;
  • el segundo y principal: los movimientos sociales, «una forma de organización e intervención interconectada y descentralizada» (p. 401), los «productores y distribuidores reales de códigos culturales» y que se convertirían en objeto de estudio del sociólogo durante los siguientes años de su vida (recordemos la reseña de Redes de indignación y esperanza).

La nueva cuestión urbana, Andy Merrifield

La neohaussmanización es un nuevo capítulo en la vieja historia de la reurbanización, del divide y vencerás por medio del cambio urbano, de la alteración y mejora del entorno físico urbano para alterar el entorno social y político. Lo mismo que ocurrió en el París de mediados del siglo XIX está ocurriendo ahora globalmente, no sólo en las grandes capitales y debido a fuerzas político-económicas poderosas a nivel municipal y nacional, sino en todas las ciudades, de la mano de las élites financieras y corporativas de todo el mundo, con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Aunque estas fuerzas de clase dentro y fuera del gobierno no siempre están conspirando de forma consciente, crean una ortodoxia global, que a su vez crea y rasga un nuevo tejido urbano que cubre el mundo. (p. 16)

En este nuevo «tejido urbano», término que el geógrafo y urbanista inglés Andy Merrifield prefiere al de «ciudades», las luchas no son entre un centro y una o múltiples periferias sino que «hay centros y periferias en todas partes, ciudades y suburbios dentro de ciudades y suburbios, centros geográficamente periféricos, periferias que de pronto se convierten en nuevos centros».

En los años 70 se habló de una «nueva sociología urbana». Durante los años 50 y 60 (estamos citando a Fernando Ullán de la Rosa en Sociología Urbana) surgieron nuevas temas que la sociología anterior no tenía claro cómo abordar: por un lado, la lucha de «clases tradicional» había quedado desdibujada por una suave pátina de clase media donde los obreros no se reconocían como tales y donde las clases liberales habían perdido poder adquisitivo; además, muchos de los fenómenos que hasta entonces sólo había sucedido en entornos urbanos se daban también en entornos rurales. A todo ello, se le sumaban numerosas revoluciones culturales (los hippies, Mayo del 68) encabezadas, no por proletarios oprimidos, sino por clases medias o estudiantes. Esta nueva sociología urbana estuvo comandada por dos nombres: Lefebvre, que acuñó los conceptos de producción del espacio o el derecho a la ciudad, y Castells, que en 1974 publicó La cuestión urbana. En ella trataba de desentrañar la importancia de las ciudades en la sociedad y descartaba muchos de los efectos que se le atribuían, que para él estaban más basados en ideología que en datos empíricos, y situaba las ciudades como los lugares donde se daba el «consumo colectivo» (viviendas, escuelas, hospitales, transporte público). Estos bienes eran esenciales para la reproducción de la fuerza del trabajo y por ello el Estado velaba por ellos y, de ese modo, «el Estado media en la lucha social y de clase, la suaviza y la desvía, la absorbe, al interponerse entre el capital y el trabajo en el contexto urbano».

Sin embargo, y tras las crisis económicas de los 70, sucedió lo impensable: el Estado no sólo dejó de «financiar los artículos de consumo colectivo, esenciales para la reproducción social, funcionales para el capital y tan necesarios para la supervivencia global del capitalismo», sino que además «empezó a apoyar ideológica y materialmente al capital, sobre todo al capital financiero y mercantil, y se planteó una nueva cuestión urbana». Castells, en palabras de Merrifield, «sintió que debía abandonar no sólo su antigua cuestión urbana sino también al marxismo» y se centró en un nuevo sujeto: los movimientos sociales urbanos.

Pero el planteamiento de Castells, según Merrifield, estaba equivocado en que el espacio urbano no es un sujeto pasivo donde se da la reproducción de la fuerza de trabajo, sino «un espacio saqueado productivamente por el capital»; posición mucho más afín a la del oponente intelectual de Castells en los 70, Lefebvre, para quien todo espacio estaba producido y sólo podía ser aprehendido mediante el estudio del sistema productivo de su época. A todo este proceso de saqueo que no ha hecho más que agudizarse en las ciudades Merrifield lo denomina neohaussmanización. Y de ahí también el título de su obra: La nueva cuestión urbana (2014, traducción de Gema Facal Lozano).

Sin embargo, donde Lefebvre defendía el derecho a la ciudad como uno básico (y colectivo) de los ciudadanos, Merrifield considera la defensa de este derecho como algo vacío sino va apoyada por reivindicaciones más concretas. «El guardián de la ley siempre le atribuye violencia a aquel que la infringe» o, como dirá unos párrafos mas adelante: «la justicia es «lo ventajoso para el poderoso», lo que beneficia al más fuerte, que luego se consagra en las cortes». Por todo ello, Merrifield defiende una revuelta y se plantea, en gran parte del libro, la mejor forma de llevarla a cabo.

Y es una pena porque temas más que interesantes, como la progresiva privatización del espacio público, la reconversión de los centros de las ciudades en lugares amables y benevolentes para turistas o clases creativas, la gentrificación, la expulsión a la periferia de los trabajadores de los servicios y tantos otros, quedan algo diluidos en reflexiones más o menos acertadas sobre cómo percibía Debord París o sobre cómo Eric Hazan echa de menos su visión de la ciudad. Es posible que Merrifield, autor prolífico, haya tratado sobre estos temas en publicaciones anteriores (lo ha hecho sobre Lefebvre o Debord y tenemos ganas de leer su Metromarxismo: una historia marxista de la ciudad), pero la sensación es que la idea original del libro, una nueva reflexión sobre la cuestión urbana actual, queda algo disuelta.

Por un lado, hay que ocupar esos espacios vacíos y recuperarlos, reconstruirlos a partir de una imagen común, reinventarlos como espacios de encuentros, de desarrollo de afinidades, en los que la venta minorista pueda florecer entre tanta venta de sobreacumulación y devaluación. Estos espacios devaluados pueden revalorizarse y convertirse en calles principales en el límite, nuevos centros de vida urbana con espacios verdes, con pequeñas fincas ecológicas, con vivienda social, autogestionada pensando en las personas y no el beneficio. Por fin, la destrucción creativa podría dar pie a creatividad libre y sin patentar.

Por otro lado, el impulso externo de la insurrección debe seguir ocupando los espacios del 1%, de la aristocracia financiera y corporativa, debe seguir luchando contra los bancos, las instituciones financieras y las corporaciones que lideran la neohaussmanización… (p. 72)

Por un lado, el problema es la distinción entre buenos y malos: los que tienen una vivienda social y ecológica son buenos frente a los bancos, que son malos; ¿en qué punto un operador de un banco se vuelve malo? Y, si comprar en Amazon promueve trabajos con pésimas condiciones laborales y muy poco ecológicas, ¿un trabajador de Amazon es malo?, ¿un habitante responsable de una ecoaldea es malo si compra en Amazon?, ¿si vende ahí sus productos? El debate nunca es tan sencillo.

Por otro lado, Merrifield propone obstruir los flujos de mercancías y capital que ahora ocupan lo urbano, es decir, prácticamente todo el tejido urbano, todo aquello que los flujos de capital consideren, en algún momento determinado, valioso; todo lo que conviertan en central (opuesto a periferia) y sea rentable. El ejemplo que propone es cuando Occupy Oakland ocupó, en 2011, el quinto puerto más grande de Estados Unidos, «paralizando ingresos de hasta 27.000 millones de dólares anuales, golpeando duramente a los aristócratas donde más les duele: en sus bolsillos, en la tierra».

El problema es que las consecuencias no las pagan los aristócratas: o se socializan o se imponen sobre el pueblo. Quienes pagarán esos 27.000 millones de dólares son los trabajadores, que verán sus condiciones laborales rebajadas; o los clientes, que verán el precio de sus productos aumentado. «En el pasado, el modus operandi válido consistía en sabotear el trabajo, reducir su velocidad, romper las máquinas, hacer huelgas de celo; eran un arma eficaz para obstaculizar la producción y bloquear la economía. Ahora, el espacio de circulación urbana del siglo XXI, la corriente incesante y a menudo sin sentido de mercancías y personas, de información y energía, de coches y de comunicación, es una dimensión ampliada de la «fábrica social completa» y, por tanto, se puede aplicar el principio del sabotaje.» (p. 87)

Ojo: de nuevo teniendo en cuenta dónde caen las consecuencias. Vienen a la mente dos sabotajes actuales:

  • el primero, el bloqueo por el barco Ever Given del canal de Suez, algo, por su magnitud, alejado de la capacidad de la mayoría de ciudadanos, cuyos efectos recaerán, sobre todo, directamente en las personas, al aumentar el precio de los productos; y queda como reflexión que el 10% del tráfico marítimo mundial ha quedado obstruido por un único incidente;
  • por el otro lado, la pugna entre los fondos de inversión y los usuarios del hilo WallStreetBets de reddit a propósito de las acciones en corto de GameStop. Unos cuantos usuarios, ni siquiera especialmente bien organizados, hicieron perder a un fondo de inversión 2.750 millones. Se trata de dinero volátil, el capital en estado puro y convertido en flujo; y los vencieron usando los mismos sistemas legales que ellos usan (pese a las protestas de muchos de los multimillonarios de los fondos, que de repente pedían al Estado que los protegiese y anulase esas «acciones fraudulentas»; mismas acciones que, cuando ellos llevan a cabo y les suponen cantidades enormes de dinero, no les parecen tan ilícitas). Se abre una nueva vía de oposición al capital: jugar a su mismo juego pero siendo muchos usuarios y subvirtiendo las normas; algo similar a lo sucedido con Napster, emule o torrent; y cabe recordar que, en todos esos casos de usos de la multitud de productos que la industria quería rentabilizar, siempre se ha acabado legislando a favor del capital.

Por otro lado, nos viene a la mente la reflexión de Marc Augé sobre los no lugares cuando Merrifield hace distinciones entre, por ejemplo, el espacio activo y el espacio pasivo: «el espacio [en el siglo XXI] no se dividirá entre lo púbico y lo privado, sino entre lo pasivo y lo activo: entre un espacio que fomenta el encuentro activo de las personas y un espacio que se resigna a los encuentros pasivos, no públicos sino «prático-inertes» de Sartre» (…) Para que los espacios urbanos cobren vida (…) tienen que manifestar relaciones sociales dinámicas entre las personas, entre las personas de allí y de otras partes, de otros espacios urbanos, dando vida también a estos otros espacios…» (p. 149).

Decía Augé que los espacios no entran nunca de forma total en una categoría: un lugar puede ser a la vez antropológico y no lugar en función de quienes lo transiten o habiten; un aeropuerto es no lugar para los viajeros y lugar para los trabajadores. Del mismo modo, el centro comercial en Estados Unidos se vio como el lugar que destruía el espacio público por antonomasia en la sociología de los años 50; pero también era el lugar donde toda una generación socializaba con los suyos. Del mismo modo, Delgado lamenta en Elogi del vianant la destrucción de una Barcelona obrera y reivindicativa perdida tras las sucesivas capas de pintura burguesas y gentrificadoras que ha sufrido la ciudad para convertirse en un bonito escaparate al público turista; pero incluso en esos barrios desolados, pasivos, en palabras de Merrifield, los barceloneses podrán hacer vida y ciudad. Tal vez de un modo distinto a sus ancestros; pero la harán, porque «the Street finds its own used for things», que decía Gibson. Lo cual no invalida ni la reflexión de Merrifield ni la de Delgado ni nos impide lamentarnos por la destrucción del espacio público en los centros comerciales al haber sido privatizado y tener un acceso restringido; pero sí es un aviso para evitar las dicotomías en temas complejos.

A parte de estos temas, nos quedamos con un par más de reflexiones del libro:

  • La concepción del espacio de Lefebvre: «es global, fragmentado y jerárquico, todo al mismo tiempo. Es un mosaico increíblemente complejo, puntuado y texturizado por los centros y las periferias, pero un mosaico cuyo «patrón» está definido en el fondo por la forma de la mercancía.» (p. 36)
  • «Uno de los principales puntos de divergencia entre La cuestión urbana de Castells y Justicia social y la ciudad de Harvey, y el motivo por el cual el segundo ha tenido una vida más larga y radical, es que en el análisis de Harvey la ciudad asume un significado mucho más dinámico. Es un instrumento productivo más que reproductivo dentro del capitalismo, un escenario activo más que reactivo. Mientras Castells habla de la reproducción de la fuerza de trabajo y de vivienda asequible y de servicios públicos de barrio dentro de las dinámicas básicas de la reproducción social, Harvey enfatiza el suelo urbano como mercancía, como un lugar para la apropiación de rentas. La ciudad, desde su enfoque, es en sí misma un valor de cambio, está lista para la bolsa y para su explotación en la cartera de inversiones.» (p. 55)

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

Redes de indignación y esperanza, Manuel Castells

A la espera de la lectura de El poder de la identidad, segunda parte de la trilogía La era de la información, de Manuel Castells (ya comentamos en su momento La sociedad red), ha caído en nuestras manos Redes de indignación y esperanza. Se trata de un libro distinto a los habituales de Castells: en vez de basarse en largos estudios bien documentados, es una reflexión, casi a vuelapluma, escrita por el sociólogo a tenor de los movimientos sociales que estallaron en el año 2011 por todo el planeta, en general como protesta contra la gestión de los gobiernos de la crisis económica de 2008 o en contra de las dictaduras o gobiernos árabes con pocas libertades.

Se analizan las revoluciones de Islandia y Túnez, como punto de partida; después los levantamientos árabes, el 15-M en España y el Occupy Wall Street. Castells explica brevemente el contexto de cada una y luego destaca los puntos que tienen en común. En definitiva, se trata de una reflexión sobre nuevas formas de hacer democracia o de organizas los estados; y, al mismo tiempo, sobre la percepción que tiene la sociedad sobre sí misma.

Castells es bastante más optimista de lo que luego, por desgracia, han sido los movimientos; recordemos que el libro es una publicación de 2012. Sí que destaca, en todo momento, que lo importante de estos movimientos (en general, sin líderes visibles y sin reivindicaciones políticas concretas) es la forma en que calan en la sociedad: por ejemplo, ya forma parte de nuestra cultura la dicotomía entre el 1 y el 99% que usó Occupy Wall Street como lema. Esa es la verdadera utilidad de las revoluciones (cuando no consiguen tumbar regímenes, como sí sucedió en Islandia o Egipto): modifican la percepción que los ciudadanos tienen de sí mismos.

El prólogo de Castells es maravilloso. Remite bastante a su anterior obra, Comunicación y poder (2009), y radiografía el poder (o su percepción) en la era de las redes.

Comienzo con la premisa de que las relaciones de poder constituyen el fundamento de la sociedad porque los que ostentan el poder construyen las instituciones de la sociedad según sus valores e intereses. (…) Las relaciones de poder están incorporadas en las instituciones de la sociedad, y especialmente en el estado. (p. 22)

Sin embargo, y pese a ostentar el monopolio de la violencia legitimada, ésta no es el mejor método de control: «la lucha de poder fundamental es la batalla por la construcción de significados en las mentes.» Ahí es donde entra la comunicación, «compartir significados mediante el intercambio de información». Controlada hasta ahora por el poder, la aparición de internet, una red de acceso libre y multimodal, permite la creación y sostenimiento de diversos discursos a la vez; el oficial (el, o los, del poder) ya no son los únicos.

Las diversas redes de poder se interconectan entre ellas. «¿Quién ostenta el poder en la sociedad red? Los programadores de cada una de las redes y los conmutadores (switchers) que conectan diversas redes (magnates de los medios que conectan red de capital con redes multimedia, élites financieras que financian a las élites políticas, élites políticas que rescatan instituciones financieras).»

Si el poder es la conexión de redes, el contrapoder es la reprogramación de redes o bien su desconexión. Ése es el objetivo de los movimientos sociales: puesto que los canales habituales están controlados por las redes de poder, buscan canales alternativos; internet. Y, al mismo tiempo, buscan la ocupación de un espacio pública controlado por el poder (La producción del espacio, de Lefebvre) como forma de visibilizar y legitimar su protesta por tres motivos:

  • la creación de comunidad: para superar el miedo a las posibles represalias del estado (incluso violentas), la comunidad establece lazos de esperanza; de ahí las barricadas levantadas en las calles, que, más que ofrecer protección ante el poder militar del estado, ofrecían una distinción entre el afuera y el adentro, entre «ellos» y «nosotros»;
  • el simbolismo de los espacios ocupados; como lo fue la destrucción de las Torres Gemelas, que no eran dos rascacielos sin más;
  • como conexión entre espacio concreto y espacio virtual.

Las revoluciones de Islandia y Túnez marcaron el punto de partida. Castells destaca, sobre todo, la existencia de una parte importante de la población con presencia e internet y cómo los movimientos eran al mismo tiempo locales y globales. Destaca también el papel de la cadena Al Jazira en los levantamientos árabes.

El movimiento en Islandia fue importante porque, por primera vez, una población se negó a aceptar las consecuencias sobre su bienestar de una clase financiera y política que, a su juicio, no les había representado. El de Túnez, porque acabó con la dictadura de Ben Ali. El primero dio alas a los movimientos que sacudieron Europa y Estados Unidos, el segundo, a todos los levantamientos árabes.

Cada una de ellas, y de las posteriores, tiene un contexto específico en el que no entramos (aunque Castells hace un gran trabajo al narrarlos). De Egipto destaca el intento de desconexión por parte del poder: se «apagó» internet para los ciudadanos. El problema es que una red mundial es muy difícil de cortar y surgieron alternativas por doquier; aquellos con la voluntad de superar las barreras encontraron formas de hacerlo. Además, cortar una red supone debilitar al resto de redes, algo que ni la red del capital ni la del turismo estaban dispuesta a permitir a largo plazo.

Del 15-M, Castells destaca la formación de debates y asambleas donde no había líderes y donde la sociedad tuvo que redescubrir formas nuevas de hacer políticas, de estructurarse y de tratar los diversos temas y tomar decisiones. Precisamente lo que volvió locos a los medios tradicionales, la no existencia de líderes claros, cómo narrar un movimiento donde cada cual se representa a sí mismo, es la gran lección que aprendió la sociedad.

Si en las revoluciones árabes el motivo que impulsó a la sociedad a la calle era la dignidad, la imposibilidad de llevar una vida digna debido a la corrupción política y policial, en Estados Unidos lo que encendió la chispa de Occupy Wall Street fue la respuesta a la crisis de 2008 y cómo dicha respuesta (rescatar a los responsables, que no fueron castigados) sólo acrecentó las diferencias entre una élite financiera y la mayoría de la población.

El nivel de ingresos del 1% de los estadounidenses con mayor nivel de vida pasó del 9% en 1976 al 23,5% en 2007. El crecimiento acumulado de la productividad entre 1998 y 2008 llegó a un 30% aproximadamente, pero los salarios reales sólo subieron un 2% durante esa década. La industria financiera captó la mayoría del incremento en productividad, ya que su cuota de beneficios pasó del 10% en los años ochenta al 40% en 2007, y el valor de sus acciones subió del 6% al 23%, a pesar de emplear tan sólo al 5% de población activa. Efectivamente, el 1% superior se hizo con el 58% del crecimiento económico de ese periodo. En la década anterior a la crisis, el salario real por hora aumentó un 2%, mientas que los ingresos del 5% más rico aumentaron un 42%. El sueldo de un director general era 50 veces mayor que el del trabajador medio en 1980, y 350 veces más en 2010. Éstas ya no eran cifras abstractas. También tenían cara: Madoff, Wagoner, Nardelli, Pandis, Lewis, Sullivan. Y estaban entremezcladas con políticos y funcionarios del gobierno (Bush, Paulsen, Summers, Bernake, Geithner y, por supuesto, Obama). (p. 158)

A modo de conclusión, Castells destaca las características comunes de estos movimientos sociales:

  • Están conectados en red de numerosas formas. Lo que permite no tener un centro identificable y la discusión de numerosos temas a la vez.
  • Se convierten en movimientos al ocupar el espacio urbano. Castells denomina espacio de autonomía al híbrido entre espacio virtual (de las redes) y espacio (físico) de los lugares.
  • Son locales y globales a la vez.
  • Son en gran medida espontáneos, encendidos por una chispa que se vuelve viral.
  • «La transmisión de la indignación a la esperanza se consigue mediante la deliberación en el espacio de la autonomía.» La creación de asambleas, de comisiones, y la no existencia de líderes visibles, en parte debido a la desconfianza de los participantes del movimiento por los representantes políticos.
  • Son redes horizontales.
  • Se trata de movimientos altamente autorreflexivos.
  • Son movimientos raramente programáticos (salvo cuando tienen el objetivo de acabar con una dictadura). Se plantean como una reflexión para alcanzar una nueva forma de consenso, más que como una serie de puntos a alcanzar.

¿Cuál es el balance políticos de estos movimientos? Paradójicamente, su papel en la política o su inclusión en ella se ven como algo muy complejo, incluso como una traición. Efectivamente, las élites políticas y financieras manifiestan que sólo se pueden permitir modificaciones que provengan de los cauces correctos de la política; dichos cauces están, a menudo, preparados de tal modo que diluyen la esencia de los movimientos (por ejemplo, requieren de una jerarquización evidente, algo que ya atenta contra las bases del movimiento). «Como el camino a los cambios de políticas pasa por el cambio político, y el cambio político se configura por los intereses de los políticos que gobiernan, la influencia del movimiento en la política es normalmente limitada».

Sin embargo, el cambio principal se produce en la mente de las personas. Por eso Castells acaba la reflexión con una nota de esperanza: porque las revoluciones supusieron un cambio, como poco, de mentalidad en la sociedad.

Queda pendiente un estudio que relacione el aprendizaje del poder en la lucha contra estos movimientos con la «evolución de los movimientos sociales» que se dio en las protestas de Hong Kong: la sociedad versus la tecnogobernanza china. Castells afirmaba, en La sociedad red, que probablemente una vislumbre del futuro urbano se dará en el Delta del Río de las Perlas; es probable que también gran parte de la gobernanza y la batalla por el control social también se lleve a cabo en sus calles.

La sociedad red (y V): el espacio de los flujos

Y por fin llegamos al concepto clave. Tras analizar la revolución tecnológica (primera entrada), las formas de la nueva economía (segunda), la nueva tipología empresarial y de los trabajadores (tercera) y la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) llegamos a la quinta y última entrada de La sociedad red, de Manuel Castells, primer libro de la trilogía La era de la información.

¿Qué es el espacio de los flujos? Pongamos un ejemplo. Ya destacó Saskia Sassen la existencia de tres ciudades globales, Nueva York, Tokio y Londres, que cubren todos los espectros de la franja horaria y determinan el devenir de las finanzas globalizadas. «A medida que la economía global se expande e incorpora nuevos mercados, también organiza la producción de los servicios avanzados requeridos para gestionar las nuevas unidades que se unen al sistema y las condiciones de sus conexiones, siempre cambiantes.» El ejemplo es Madrid, que vio extraordinariamente aumentada la inversión extranjera en los años 1986-1990 después de entrar en la Comunidad Europea en 1986. La ciudad, «profundamente transformada por la saturación del valioso espacio del centro y por un proceso de suburbanización periférica», sufrió los mismos cambios que habían sufrido Londres y Nueva York en la década anterior, cambios que progresivamente irán sufriendo otras ciudades a medida que se incorporan a la red de las finanzas globales.

Convertidas en nodos informacionales, estas ciudades y muchas otras se ven sacudidas por cambios cada vez más veloces a medida que la red se readapta. Por ejemplo: a principios de los 90, Madrid, París o Londres entraron en recesión tras la caída del precio de sus valores inmobiliarios mientras, por ejemplo, Taipei, Bangkok o Shangai estaban al alza; pero la crisis económica de las ciudades asiáticas (en parte por la explosión de la burbuja de sus mercados inmobiliarios) provocó otra oleada de cambios. En esta dinámica, las ciudades conectadas a la red están cada vez más desgajadas de sus regiones; no necesitan tanto incorporar trabajadores y proveedores como «tener capacidad de acceso a ellos cuando convenga».

La era de la información está marcando el comienzo de una nueva forma urbana, la ciudad informacional. No obstante, al igual que la ciudad industrial no fue una réplica mundial de Manchester, la ciudad informacional emergente no copiará a Silicon Valley, y mucho menos a Los Ángeles. (…) Sostengo que, debido a la naturaleza de la nueva sociedad, basada en el conocimiento, organizada en tomo a redes y compuesta en parte por flujos, la ciudad informacional no es una forma, sino un proceso, caracterizado por el dominio estructural del espacio de los flujos. Antes de desarrollar esta idea, creo que es necesario introducir la diversidad de las formas urbanas que surgen en el nuevo periodo histórico para refutar una visión tecnológica primitiva que contempla el mundo a través de las lentes simplificadas de las autovías interminables y las redes de fibra óptica. (p. 476)

La primera imagen urbana que surge en la mente es la extensión «homogénea e infinita» de Los Ángeles (aunque City of Quartz, de Mike Davis, ya revela las contradicciones inherentes al modelo), como adalid del desmán suburbano americano. Una de sus metamorfosis más afortunadas ha sido la edge city de Joel Garreau, una «ciudad borde» que surge a rebufo de una gran capital, situada en sus afueras, en general cerca de aeropuertos y autopistas (para aprovechar la conectividad que ofrece el gran nodo financiero) y formada casi en su totalidad por una (o más) gran empresa y multitud de trabajadores en casas unifamiliares y que Castells denomina, con mucho acierto, «constelaciones exurbanas». Aunque las edge city son, en gran medida, resultado de la dinámica de Estados Unidos y un gran problema social y medioambiental que algún día el país deberá resolver.

«El encanto evanescente de las ciudades europeas» es el título que escoge Castells para su epígrafe sobre las mismas. Focalizadas alrededor de sus centros de negocios, que son la conexión con la red informacional, las élites gestoras europeas no suelen abandonar la ciudad, sino ocupar sus lugares centrales o barrios específicos en los zonas privilegiadas (salvo el caso de Reino Unido, donde «la nostalgia por la vida de la nobleza en el campo» supone la existencia de suburbios selectos). En los barrios populares se da una pugna entre «los esfuerzos reurbanizadores del comercio» (gentrificación, museificación, flujos turísticos) «y los intentos de invasión de las contraculturas (…) que tratan de reapropiarse el valor de uso de la ciudad».

Pero la nueva forma urbana del espacio de los flujos son las megaciudades, que «se conectan en el exterior con redes globales y segmentos de sus propios países, mientras que están desconectadas en su interior de las poblaciones locales que son funcionalmente innecesarias o perjudiciales socialmente desde el punto de vista dominante. Sostengo que esto es así en Nueva York, pero también en México o Yakarta. Es este rasgo distintivo de estar conectada globalmente y desconectada localmente, tanto física como socialmente, el que hace de las megaciudades una nueva forma urbana» (p. 483).

Las megaciudades son el futuro porque son «los motores reales del desarrollo», porque son centros de innovación cultural y política pero, sobre todo, «porque son los puntos de conexión con las redes globales de todo tipo». Por ello, en un sentido fundamental, «en la evolución y gestión de esas áreas se está jugando el futuro de la humanidad, y del país de cada megaciudad. Son los puntos nodales y los centros de poder de la nueva forma/proceso espacial de la era de la información: el espacio de los flujos.» (p. 488)

El espacio es la expresión de la sociedad. Puesto que nuestras sociedades están sufriendo una transformación estructural, es una hipótesis razonable sugerir que están surgiendo nuevas formas y procesos espaciales. El propósito del presente análisis es identificar la nueva lógica que subyace en esas formas y procesos.

La tarea no es fácil, porque el reconocimiento aparentemente simple de una relación significativa entre sociedad y espacio oculta una complejidad fundamental. Y es así porque el espacio no es un reflejo de la sociedad, sino su expresión. En otras palabras, el espacio no es una fotocopia de la sociedad: es la sociedad misma. […]

He sostenido en los capítulos precedentes que nuestra sociedad está construida en torno a flujos: flujos de capital, flujos de información, flujos de tecnología, flujos de interacción organizativa, flujos de imágenes, sonidos y símbolos. Los flujos no son sólo un elemento de la organización social: son la expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica. Si ése es el caso, el soporte material de los procesos dominantes de nuestras sociedades será el conjunto de elementos que sostengan esos flujos y hagan materialmente posible su articulación en un tiempo simultáneo. Por lo tanto, propongo la idea de que hay una nueva forma espacial característica de las prácticas sociales que dominan y conforman la sociedad red: el espacio de los flujos. El espacio de los flujos es la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos. (p. 488-9)

El espacio de los flujos tiene tres capas de soportes materiales:

  • el soporte material del espacio de los flujos, esto es, un circuito de impulsos electrónicos. Los lugares no existen en la red por sí mismos «ya que las posiciones se definen por los intercambios de los flujos en la red». Los lugares no desaparecen, pero su lógica y su significado quedan absorbidos en la red.
  • la segunda capa son los nodos y ejes. Cada red tiene unos ejes y nodos distintos: el de las ciudades globales o las finanzas, por ejemplo, pero también la red de producción y distribución de estupefacientes que empieza en Bolivia o Perú, pasa a Cali o Medellín en Colombia, después a Miami, Panamá, Islas Caimán o Luxemburgo en tanto que centros financieros y finalmente a centros de distribución como Tijuana, Miami, Ámsterdam o La Coruña.
  • la tercera capa hace referencia a la organización espacial de las elites gestoras dominantes. «El espacio de los flujos no es la única lógica espacial de nuestras sociedades. Sin embargo, es la lógica espacial dominante porque es la lógica espacial de los intereses/funciones dominantes de nuestra sociedad.» Como lo resume más tarde: las élites son cosmopolitas; la gente, local. Las élites son capaces de proyectarse por el mundo en tanto que posición hegemónica de los flujos. Sin embargo, puesto que no quieren (ni pueden) convertirse en flujos, optan por desarrollar un conjunto de reglas y códigos mediante los que identificarse y comprenderse mutuamente. La primera barrera al acceso a su sociedad es la del precio de la propiedad inmobiliaria en sus zonas. Cómprese usted una casa en los Hamptons, vaya. En dichos lugares y mediante ceremonias sociales establecidas (club de golf, restaurantes exclusivos) es donde las élites se reúnen para gestionar los procesos de los flujos. Estas «jerarquías socioespaciales simbólicas» se van filtrando a niveles de poder directamente inferiores que también tratan de aislarse de la sociedad, «en una sucesión de procesos de segregación jerárquicos» cuyo límite son las gated communities o urbanizaciones amuralladas de acceso exclusivo. Las élites también forman unas redes espaciales relativamente aisladas «a lo largo de las líneas de unión del espacio de los flujos»: hoteles intercontinentales de similar decoración, espacios VIPs en aeropuertos, incluso prácticas similares de vida y gastronomía.

¿Y qué arquitectura surge en el espacio de los flujos? Una que «opaca la relación significativa entre la arquitectura y la sociedad.» Una arquitectura postmoderna, «que declara el fin de todos los sistemas de significado». Una arquitectura de la desnudez de formas tan neutras, tan puras, tan diáfanas, que no pretenden decir nada. De forma similar a los pisos de Airbnb, que caen en una homogeneización de tonos grises claros, madera, algunas plantas, tal vez un cuadro motivador con palabras como soñar o invitaciones a vivir el día, los espacios de los flujos son neutros. Se forma así una distinción entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. ¿Ejemplo de espacio de los flujos para Castells? El aeropuerto de Barcelona diseñado por Bofill: limpio, diáfano, sin nada a lo que aferrarse. ¿Ejemplo del espacio de los lugares? El barrio de Belleville, donde coexisten todo tipo de etnias e intereses y que en la descripción del autor podría ser equivalente al Greenwich de Jane Jacobs.

La gente sigue viviendo en lugares; los flujos, el modo en que están organizados el poder y la función, lo que hacen es alterar de forma significativa el significado de estos lugares al incorporarlos (o expulsarlos) de sus redes. «La consecuencia es una esquizofrenia estructural entre dos lógicas espaciales que amenaza con romper los canales de comunicación de la sociedad.»

Del mismo modo que el espacio de los flujos es la forma dominante en la era informacional, y no substituye la existencia de los lugares, la «forma emergente dominante» del tiempo social en la red es el tiempo atemporal. Haciendo un recorrido por todos los temas tratados en el libro y la relación que tienen con el tiempo, como por ejemplo la reducción de la duración de la vida laboral, a la que accedemos cada vez a una edad más avanzada y de la que somos expulsados antes, o a la disociación actual entre el tiempo biológico marcado por el paso del sol y el tiempo en el que habitamos, entregado a la flexibilidad y el cambio, llevan a la aniquilación del ritmo del tiempo que habíamos vivido hasta ahora.

El ejemplo de la guerra es muy adecuado: en las sociedades occidentales, tras la Primera y Segunda Guerra Mundiales, la guerra se ha ido convirtiendo en algo que la población rechaza vivir. [Interesante la reflexión sobre cómo han cambiado las generaciones de hombres y, por lo tanto, de familias, al dejar de pesar sobre ellos el fantasma de que en algún momento tal vez deberían enfrentarse a una situación tan deshumanizadora de tener que ofrecer su vida o quitar la de otros, pero se nos escapa del tema.] Ha pasado de ser un enfrentamiento largo y costoso a ser un ejercicio «limpio» donde unos drones atacan los objetivos de forma selectiva y terminan el conflicto casi antes de que empiece.

Sin embargo, la guerra no ha terminado, ni mucho menos. Gran cantidad de conflictos se han ido desarrollando durante la segunda mitad del siglo XX por países no dominantes, a menudo guerras sangrientas que han durado años. Algunas de ellas, sin embargo, han encontrado un fin abrupto cuando confluían con los intereses de los países dominantes. Castells usa este hecho para reflexionar sobre los diversos tipos de tiempos que existen: como los flujos, no espaciales sino relacionales, llegan a un lugar y al conectarlo a la red le cambian la significación, el tiempo atemporal de la red puede llegar a un conflicto y cambiar su velocidad, su duración, su temporalidad.

Por otra parte, la mezcla de tiempos en los medios, dentro del mismo canal de comunicación ya elección del espectador/interactor, crea un collage temporal, donde no sólo se mezclan los géneros, sino que sus tiempos se hacen sincrónicos en un horizonte plano, sin principio, sin final, sin secuencia. (p. 540)

Es una cultura, al mismo tiempo, de lo eterno y lo efímero; «yo y el universo, el yo y la red». Dos tiempos opuestos entendidos como «el impacto de intereses sociales opuestos sobre la secuenciación de los fenómenos».

Entre las temporalidades sometidas y la naturaleza evolutiva, la sociedad red se yergue en la orilla de la eternidad.

La sociedad red (IV): la cultura de la virtualidad real

Seguimos con la reseña de La sociedad red, el primer volumen de la trilogía de Manuel Castells La era de la información. La primera entrada la dedicamos a los cambios en la tecnología que permitieron la llegada del informacionalismo; la segunda, a las formas de la nueva economía; la tercera, a los cambios en las empresas y el empleo hacia los que apunta el nuevo paradigma social; y esta cuarta entrada está dedicada a la llegada de internet a nuestras vidas como medio de comunicación. El problema con este tema, sin embargo, es que el libro es una publicación del año 2000 (el original se publicó en 1996 y esta segunda edición actualizada en el 2000), por lo que la situación ha cambiado enormemente: por entonces, por ejemplo, Amazon estaba creciendo, Google acababa de empezar, Apple no era la megacorporación que es hoy en día, Facebook daba sus primeros pasos y ni siquiera habían surgido las redes sociales o los smartphones. Por lo tanto, de este capítulo nos centraremos en la forma como Castells analiza el surgimiento y la llegada de la televisión y, en general, la irrupción de los medios de comunicación de masas en nuestras vidas.

La difusión de la televisión en las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (en momentos diferentes y con una intensidad variable según los países) creó una nueva galaxia de comunicación, si se me permite utilizar la terminología mcluhaniana. No es que el resto de los medios de comunicación desaparecieran, sino que fueron reestructurados y reorganizados en un sistema cuyo núcleo lo componían válvulas y cuyo atractivo rostro era una pantalla de televisión. (p. 402)

Por qué la televisión se convirtió en el medio de comunicación mayoritario aún es un debate abierto. La facilidad de su consumo ayudó, sin duda (aunque, más que atribuirlo a la pereza del ser humano o a la «búsqueda del camino más fácil», Castells lo atribuye a «las condiciones de la vida hogareña tras largas jornadas de trabajo agotador»), aunque también muchos otros factores: el más importante de ellos, que verla/consumirla no es una actividad exclusiva, a diferencia de, por ejemplo, leer un libro o el periódico; y que se adapta mejor al estilo conversacional, más fácil de captar.

Pronto surgieron mensajes alertando de cómo la sociedad se estaba convirtiendo en «espectador pasivo» de los mensajes que la televisión transmitía. Nada más lejos de la realidad. El ser humano no es un ente inútil, boquiabierto a la espera de que le disparen comandos, sino un ente autónomo inmerso en un cultura determinada que va a dotar a los mensajes que recibe de un significado determinado.

«No obstante, destacar la autonomía de la mente humana y de los sistemas culturales individuales para rellenar el significado real de los mensajes recibidos no implica que los medios de comunicación sean instituciones neutrales ni que sus efectos sean insignificantes.» Los medios de comunicación audiovisuales son la base de la cultura y «crean el marco para todos los procesos que se pretenden comunicar a la sociedad en general, de la política a los negocios, incluidos los deportes y el arte». Es decir: el mensaje que transmite la televisión no es qué pensar de un determinado tema, sino sobre qué temas pensar. Por ejemplo: si se ha demostrado que, de los miles de anuncios que una persona recibe a diario, apenas atiende a un porcentaje mínimo, y no siempre de forma favorable, ¿por qué las empresas siguen gastando cantidades abrumadoras en publicidad? Parte de la respuesta es el imbricado mundo de los negocios y los intereses, claro; pero otra parte es que el precio por no estar en los medios es mucho más alto que el de estar y no llegar a calar. O, como dice Castells: el impacto social de la televisión «funciona en el modo binario: ser o no ser».

El precio que pagan los mensajes por estar en el medio es la difusión en un texto multisemántico, donde se mezclan información, entretenimiento, propaganda, etc. Ello lleva a que veamos imágenes de una guerra real y estemos totalmente inmunizados debido a la gran cantidad de imágenes del mismo tipo que hemos consumido; o, como lo mentamos a propósito de las fotografías del Kowloon de Hong Kong en Ciudad hojaldre: olvidamos que, tras la belleza de esas imágenes, existen personas en una situación de pobreza y condiciones extremas.

Pero la televisión pronto pasó de ser un medio de comunicación de masas masivo a convertirse en una larga lista de emisores distintos, fragmentando la audiencia y, de hecho, diversificando los mensajes en función de las audiencias que elegían cada medio, «mejorando la relación individual entre emisor y receptor». Si McLuhan había dicho que «el medio es el mensaje», hoy en día «el mensaje del medio (que aún opera como tal) está moldeando diferentes medios para diferentes mensajes».

Ojo, no perdamos de vista en ningún momento que, pese a la enorme fragmentación y la gran cantidad de canales existentes, la industria ha sufrido una serie de fusiones y concentraciones que suponen que la gran mayoría de mensajes vienen de unos pocos emisores. «Aunque los medios de comunicación están interconectados a escala global y los programas y mensajes circulan en la red global, no estamos viviendo en una aldea global, sino en chalecitos individuales, producidos a escala global y distribuidos localmente».

Y entonces llegó internet. Castells destaca los orígenes en parte contraculturales de sus creadores, como ya comentamos en la primera entrada; y la posibilidad de formar un lugar de interconexiones horizontales, incluso la fortaleza de los lazos débiles que se estrechan en la red. Permite y posibilita una gran serie de conexiones y hasta amistades basadas en intereses comunes, donde el precio es que tienen una «alta tasa de mortalidad» (un comentario mal escrito puede suponer la desaparición inmediata de cualquier contacto) pero también unos lazos mucho más fuertes de lo que pueda parecer a priori, generando comunidades y hasta encuentros en el mundo real que pueden forjar amistades. «La comercialización del ciberespacio estará más próxima a la experiencia histórica de las calles comerciales que brotaron de una cultura urbana llena de vitalidad que a los centros comerciales que se extendieron en la opacidad de los barios periféricos anónimos», pronostica Castells.

Una profecía fatídica, parece. Veinte años después podemos comprobar que hemos perdido el anonimato en la red. Ya no somos quienes queramos ser, sino nuestra persona real, o al menos un émulo de lo que suponemos que somos en la vida real. Entramos con nuestro nombre en Facebook, en LinkedIn, creamos una única cuenta en Instagram, consumimos vídeos de youtubers e incluso la gran cultura de lectura y multimedia que pregonaba internet se ha convertido en buscar tutoriales de nuestros influencers preferidos. Twitch, patreon y tantos otros se basan en saber comunicar lo que uno crea, más que en la propia creación en sí. Y no hablemos del comercio, dominado por unas megacorporaciones (viene a la mente Amazon, sin mucho esfuerzo) que además imponen unas condiciones draconianas a sus trabajadores, y buscadores patrocinados donde toda la información a la que accedemos está predeterminada según el Big Data y nuestros intereses para que Google siga ganando dinero.

No, parece que el sueño de Castells no tiene visos de cumplirse. Pero dejemos el pesimismo y volvamos a las palabras del sociólogo.

Las culturas están hechas de procesos de comunicación. y todas las formas de comunicación, como nos enseñaron Roland Barthes y Jean Baudrillard hace muchos años, se basan en la producción y el consumo de signos. Así pues, no hay separación entre “realidad” y representación simbólica. (p. 448)

Lo específico de este nuevo sistema de comunicación no es su introducción de la «realidad virtual», sino «la construcción de la virtualidad real». La realidad siempre ha sido virtual, «porque siempre se percibe a través de símbolos que formulan la práctica con algún significado que se escapa de su estricta definición semántica». Por ello el lenguaje no es formal o lógico como las matemáticas y por ello toda interacción con otras personas es tan rica y compleja. «Es en el carácter polisémico de nuestros discursos donde se manifiesta la complejidad de los mensajes de la mente humana, e incluso su naturaleza contradictoria.»

Las críticas que surgieron en cuanto a que internet no representa la «realidad» suponen la existencia de una realidad «no codificada» que nunca existió. El cambio que supone es la creación de un nuevo espacio donde las imágenes se mezclan independientemente de su sustrato. Las imágenes reales se mezclan en el mismo medio que aquellas virtuales hasta convertirse de forma igual en la experiencia. Castells pone un ejemplo de los miles que habría: en las elecciones presidenciales de 1992 de Estdos Unidos, el vicepresidente Dan Quayle, defensor de los valores tradicionales, tuvo un debate con el personaje de Murphy Brown interpretado por la actriz Candice Bergen. Murphy Brown representaba una nueva clase de mujer: «la profesional soltera que trabaja y tiene sus propios criterios sobre la vida». Cuando el personaje decidió tener un hijo sin casarse, el político la criticó y el personaje respondió, en el siguiente capítulo, quejándose de la necesidad de los políticos de meterse en la vida privada de las personas, aumentando la audiencia de su programa y contribuyendo a la derrota electoral de Bush (y Quayle), un hecho que se dio en la realidad. Cuando Quayle volvió a presentarse a las elecciones en 1999, lo primero que hizo es asegurar que él seguía allí pero Murphy Brown ya no. Perdió igualmente, pero eso no es lo relevante, sino el hecho de que un personaje virtual se había inmiscuido en la política real.

Algo así nos parece habitual hoy en día, donde en cualquier festival podemos ver a influencers o youtubers armados de sus cámaras y hablando a un público invisible para nosotros o, en otro nivel mucho más terrorífico, las fake news o las hordas de bots que se encaran de modificar las percepciones de la opinión pública en las distintas redes sociales.

Por ello es tan crucial para los diferentes tipos de efectos sociales que se desarrolle una red de comunicación multinodal horizontal, del tipo de Internet, y no un sistema multimedia de expedición centralizada, como la configuración del vídeo a solicitud. El establecimiento de barreras para entrar en este sistema de comunicación y la creación de contraseñas para la circulación y difusión de mensajes por el sistema son batallas culturales cruciales para la nueva sociedad, cuyo resultado predetermina el destino de los conflictos interpuestos simbólicamente que se librarán en este nuevo entorno histórico. Quiénes son los interactuantes y quiénes los interactuados en el nuevo sistema, para utilizar la términología cuyo significado sugerí anteriormente, formula en buena medida el sistema de dominación y los procesos de liberación en la sociedad informacional. (p. 451)

Como comentábamos, parece una oportunidad perdida; otra, si añadimos la ausencia de mecanismos para frenar la dualidad creciente que genera el informacionalismo y del que hablamos en la entrada anterior, sobre economía y empleo. Pero el tema nos permite entrar de lleno en el que será el concepto más relevante de la obra: el espacio de los flujos.

Por otra parte, el nuevo sistema de comunicación transforma radicalmente el espacio y el tiempo, las dimensiones fundamentales de la vida humana. Las localidades se desprenden de su significado cultural, histórico y geográfico, y se reintegran en redes funcionales o en collages de imágenes, provocando un espacio de flujos que sustituye al espacio de lugares. El tiempo se borra en el nuevo sistema de comunicación, cuando pasado, presente y futuro pueden reprogramarse para interactuar mutuamente en el mismo mensaje. El espacio de los flujos y el tiempo atemporal son los cimientos materiales de una nueva cultura, que transciende e incluye la diversidad de los sistemas de representación transmitidos por la historia: la cultura de la virtualidad real, donde el hacer creer acaba creando el hacer. (p. 452)

La sociedad red (III): cambios en el trabajo y las empresas

Llegamos a la tercera entrada de La sociedad red, primer volumen de la monumental trilogía de Manuel Castells La era de la información. Si la primera entrada trataba sobre Las nuevas tecnologías y la segunda sobre la nueva economía, en esta reseñamos los capítulos 3 y 4, centrados respectivamente en La empresa red y La transformación del trabajo y el empleo.

La tesis de partida de Castells en cuanto a la organización empresarial es que la nueva lógica organizativa está relacionada con el proceso de cambio tecnológico pero no depende de él; hay elementos comunes para todas las empresas, pero al mismo tiempo el factor cultural de cada lugar sigue siendo relevante.

Sean cuales fueren las causas, lo que es evidente es que durante los años 80 se produjeron una serie de cambios estructurales en las empresas. Algunos autores lo han atribuido al paso del fordismo al postfordismo, otros a las consecuencias de la crisis económica de los 70, que se podrían interpretar como el agotamiento del sistema de producción en serie; o una crisis de rentabilidad que sufría el proceso de acumulación de capital.

Cuando la demanda se volvió impredecible en cantidad y calidad, cuando los mercados se diversificaron en todo el mundo y, en consecuencia, se dificultó su control, cuando el ritmo del cambio tecnológico hizo obsoleto el equipo de producción de cometido único, el sistema de producción en serie se volvió demasiado rígido y costoso para las características de la nueva economía. (p. 204)

Las empresas fueron ganando flexibilidad, y esta flexibilidad vino por muchas rutas distintas: la subcontratación de empresas pequeñas y medianas, la deslocalización de la industrialización, el sistema de franquicias. Sin embargo, las grandes empresas, pese a volverse más flexibles y mucho más adaptadas a un mercado cambiante, nunca dejaron «el centro de la estructura de poder económico en la nueva economía global».

Castells destaca el paso de las grandes empresas verticales de la época fordista a empresas de redes horizontales y pone el ejemplo de Cisco Systems, una empresa que a lo largo de los años 90 externalizó su producción industrial y creó una página web muy eficiente que conectaba directamente a los clientes con la red de empresas que manufacturaba el producto; la propia Cisco se encargaba de la gestión de esta línea de suministros y del desarrollo industrial del producto, no de fabricarlo. Nos vienen a la mente las palabras de Naomi Klein en No logo que citamos en Urbanalización de Francesc Muñoz: «Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada.”

Como hizo Max Weber al plantearse la ética bajo el capitalismo, Castells se pregunta: ¿cuál es la base ética del informacionalismo? «El capitalismo sigue operando como la forma económica dominante», por lo que «el ethos empresarial de la acumulación y el atractivo renovado del consumismo, son las formas culturales impulsoras en las organizaciones del informacionalismo». Pero ha surgido una nueva unidad: la empresa red.

Por primera vez en la historia, la unidad básica de la organización económica no es un sujeto, sea individual (como el empresario o la familia empresarial) o colectivo (como la clase capitalista, la empresa, el Estado). Como he tratado de exponer, la unidad es la red, compuesta por diversos sujetos y organizaciones, que se modifica constantemente a medida que se adapta a los entornos que la respaldan y a las estructuras del mercado. (p. 253)

Es una red tan extensa que no se apoya en una cultura común; ni en una serie conjunta de instituciones, porque abarca una gran diversidad de entornos. «Pero hay un código cultural común en sus diversas formas de funcionamiento.» «Es una cultura, en efecto, pero una cultura de lo efímero, una cultura de cada decisión estratégica, un mosaico de experiencias e intereses, más que una carta de derechos y obligaciones. Es una cultura multifacética y virtual, como las experiencias visuales creadas por los ordenadores en el ciberespacio mediante el reordenamiento de la realidad.»

El «espíritu del informacionalismo» es la cultura de la «destrucción creativa», acelerada a la velocidad de los circuitos optoelectrónicos que procesan sus señales. Schumpeter se encuentra con Weber en el ciberespacio de la empresa red. (p. 254)

Como es lógico, todos estos cambios que sólo parecen afectar a una elite superconectada acaban filtrándose hasta todas las capas de la sociedad, especialmente en la forma de la organización del trabajo. Muchos de los procesos que ya se estaban dando se agilizaron durante la llegada del informacionalismo, por lo que Castells acaba separando dos grandes épocas: 1920-1970, y 1970-1990. Tocamos el tema de forma sólo tangencial, pero, de nuevo, recomendamos la lectura del capítulo (y del libro) a todos los públicos.

Los rasgos generales que acaban conformando el «anteproyecto de la sociedad informacional» son:

  • los trabajos agrícolas se van eliminando;
  • el empleo industrial sigue descendiendo hasta convertirse en una mano de obra muy especializada de ingenieros y gestores;
  • los servicios de producción, así como la salud y educación, encabezan el crecimiento del empleo;
  • los puestos de trabajo en tiendas minoristas y servicios suponen las actividades de escasa cualificación de la nueva economía.

En contra de la creencia habitual de que se está pasando de una sociedad industrial a una sociedad de servicios, incluso de que es la evolución lógica del capitalismo el paso de la una a la otra, Castells destaca que el informacionalismo adopta formas distintas en cada país en función de su cultura y circunstancias; «en otras palabras, centrarse en el «modelo de economía de servicios» significa para un país que el resto está ejerciendo su papel como economía de producción industrial». Es decir, la estructura de empleo de, por ejemplo, Estados Unidos o Japón (que Castells ha situado como dos ejemplos distintos de economía de servicios o bien modelo de producción industrial) «refleja sus diferentes formas de articulación en la economía global y no sólo su grado de ascenso en la escala informacional». Dicho de otro modo, no hay una serie de pasos en la escala «industrial a informacional», sino una serie de situaciones características que se plasman de modos distintos.

¿Existe una mano de obra global, por lo tanto? Existe una clara tendencia hacia la interdependencia: las empresas se han vuelto globales y también sus redes; el comercio internacional tienen un profundo impacto sobre las condiciones de empleo y trabajo; así como los efectos de la competencia global y el nuevo modo de gestión flexible. Muchos países en vías de desarrollo, por ejemplo, han experimentado una ola de industrialización enorme. Sin embargo, la imagen de fábricas enormes con sistemas en vías de desarrollo no se corresponde con la realidad; una fábrica de México y una de Japón funcionan con productividad similar, pero los costes de la mano de obra son completamente distintos. Por lo tanto, en una primera instancia, la deslocalización de las empresas no supone un cambio directo en las condiciones del empleo de los lugares donde se instala; sin embargo, «sus efectos indirectos transforman por completo las condiciones e instituciones laborales de todas partes».

Cada vez será más difícil para las compañías japonesas continuar con las prácticas de empleo vitalicio para el 30% privilegiado de su mano de obra, si han de competir en una economía abierta con las compañías estadounidenses que practican el empleo flexible. El efecto entrecruzado de la globalización económica y la difusión de las tecnologías de la información está induciendo y posibilitando la producción escueta, la reducción de tamaño, la reestructuración, la consolidación y las prácticas de gestión flexible. Los efectos indirectos de estas tendencias sobre las condiciones laborales en todos los países son mucho más importantes que el impacto mensurable del comercio internacional o el empleo directo transnacional.

Así, aunque no existe un mercado de trabajo global unificado y, por lo tanto, tampoco una mano de obra global, sí hay una interdependencia global de la mano de obra en la economía informacional. Esta interdependencia se caracteriza por la segmentación jerárquica del trabajo, no entre los países, sino a través de las fronteras. (p. 294)

Dicho de otro modo: «El nuevo modelo de producción y gestión global equivale a la integración del proceso de trabajo y la desintegración de la fuerza de trabajo simultánemente.» Lo cual, como ya sabemos, supone elevar la polarización social, algo a lo que el propio Castells no es ajeno y alerta de que se puede redirigir con «políticas deliberadas»; pero, dejadas por su cuenta, las fuerzas de la competencia sin restricciones empujarían al empleo y la estructura social hacia la polarización. Surge un nuevo trabajador en la empresa red: el de tiempo flexible.

Uno de los resultados del paso al informacionalismo es la individualización del trabajador en el proceso de trabajo. Con los mercados personalizados en nichos cada vez más estrechos, se descentraliza la gestión, se segmenta el trabajo y también se fragmentan las sociedades. Esto se evidencia en cuatro grandes rasgos:

  • Jornada laboral flexible, no limitada a las 35-40 horas semanales;
  • el trabajo flexible está orientado a la tarea y no incluye el compromiso de empleo futuro;
  • localización: dada la multiplicidad de sedes y nodos que forman parte de la empresa, un número creciente de trabajadores lleva a cabo su tarea fuera del centro de trabajo principal; con la pandemia actual, esta cifra no ha hecho más que crecer;
  • contrato social: del trabajador se esperaba cierto compromiso con la empresa y sus valores o la disposición a realizar horas extras; de la empresa, estabilidad, un sueldo acorde, beneficios sociales y una carrera laboral predecible. Ese contrato queda cada vez más obsoleto.

De nuevo, estas tendencias encuentran caminos distintos en cada país (Castells cita los ejemplos de Holanda, donde una política de trabajos flexibles, contratos eventuales y a tiempo parcial fue respaldada por el apoyo del gobierno y la institución de la plena cobertura del sistema sanitario nacional; y Japón, donde se desarrolló una política de trabajos a tiempo completo con compensaciones sensiblemente inferiores a las del trabajo a tiempo completo que agravó la «lógica del mercado dual»).

El modelo prevaleciente de trabajo en la nueva economía basada en la información es el de una mano de obra nuclear, formada por profesionales que se basan en la información y a quienes Reich denomina «analistas simbólicos», y una mano de obra desechable que puede ser automatizada o contratada/despedida/externalizada según la demanda del mercado y los costos laborales. Además, la forma de funcionamiento en red de la organización empresarial permite el outsourcing y la subcontrata como formas de exteriorizar la mano de obra en una adaptación flexible a las condiciones de mercado. Los analistas han distinguido acertadamente entre varias formas de flexibilidad en los salarios, la movilidad geográfica, la posición ocupacional, la seguridad contractual y las tareas realizadas, entre otras. Con frecuencia, todas estas formas se agrupan en una estrategia interesada para presentar como inevitable lo que en realidad es una decisión empresarial o política. No obstante, es cierto que las tendencias tecnológicas actuales fomentan todas las formas de flexibilidad, por lo que, en ausencia de acuerdos específicos para estabilizar una o varias dimensiones del trabajo, el sistema evolucionará hacia una flexibilidad multifacética y generalizada para los trabajadores, tanto altamente especializados como no especializados, y las condiciones laborales. Esta transformación ha sacudido nuestras instituciones, induciendo una crisis en la relación entre el trabajo y la sociedad. (p. 337)

Las consecuencias son diferentes en cada país: por ejemplo, en Estados Unidos, epítome del nuevo trabajo flexible, supone la desigualdad de rentas y la caída de los salarios; en Europa, donde la presencia sindical es mayor, se traduce en un desempleo creciente debido a la entrada limitada de trabajadores jóvenes y la salida anticipada de los mayores, que suelen tener más antigüedad y mejores condiciones laborales y, por lo tanto, las empresas tratan de substituirlos. Hasta la mano de obra nuclear, «aunque mejor pagada y más estable, está sometida a la movilidad por la reducción del periodo de vida laboral».

La pertenencia a grandes empresas o incluso a países ha dejado de tener privilegios porque la competencia global intensificada sigue rediseñando la geometría variable del trabajo y los mercados. Nunca fue el trabajo más central en el proceso de creación de valor. Pero nunca fueron los trabajadores (prescindiendo de su cualificación) más vulnerables, ya que se han convertido en individuos aislados subcontratados en una red flexible, cuyo horizonte es desconocido incluso para la misma red. (p. 334)