Ciudad hojaldre (y IV): la visión tecnológica

Y con esta cuarta entrada terminamos el estudio de Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, de Carlos García Vázquez. La primera visión era la culturalista, con las ciudades de la disciplina, planificada y posthistórica; la segunda, la sociológica, con las ciudades global, dual, del espectáculo y sostenible; la tercera, la organicista, con la ciudad como naturaleza, la ciudad de los cuerpos y la ciudad vivida; y esta última contiene la ciberciudad y la ciudad chip. Sorprende un poco el desequilibrio entre visiones: si en la culturalista García Vázquez desplegaba un enorme aparato académico y en la sociológica una grandísima visión de los aspectos sociales que confluyen sobre las ciudades, la tercera ya era algo más floja, con aspectos más anecdóticos; y en esta cuarta, por ejemplo, sorprende que, tratándose del tema de la tecnología, haya una ciberciudad pero en cambio no se hable de smart cities, tal vez el más probable de los escenarios futuristas para la ciudad.

La ciberciudad nace, precisamente, de la novela de William Gibson Neuromante: «Una alucinación consensuada experimentada a diario por miles de millones de operadores legítimos, en todas las naciones…» Gibson imaginó una representación tridimensional de los datos que navegan por la red; si dicha representación se propone como un lugar físico que los internautas podrán navegar o como el camino que las ciudades físicas tomarán en nuestros días, queda a merced del autor que lo haya tratado.

Aquellos autores que han estado a favor de la ciberciudad hablan de «e-topía» (estudio del mismo nombre de William Mitchell, autor también de City of Bits); entre las ventajas que traerá la ciberciudad se citan:

  • la desmaterialización, puesto que muchas de las actividades que se llevan a cabo en las ciudades podrán llevarse a cabo de forma remota;
  • la desmovilización, puesto que, si ya no es necesario llevar a cabo dichas tareas de forma presencial, la gente no tendrá que desplazarse para llevarlas a cabo (teletrabajo, por ejemplo);
  • y el funcionamiento inteligente, cuando los edificios y las calles se vuelvan smart (si bien a este concepto casi no se le dedica espacio).

Los que están en contra de la ciberciudad, en cambio, hablan de «distopía», y entre ellos está, por ejemplo, Jean Baudrillard o Marie Christine Boyer. «Baudrillard definió [la ciberciudad] como un espacio homogéneo e indiferenciado donde flotan infinidad de signos interconectados formando una matriz que responde a un único código» (p. 182). Los signos no hacen referencia a nada, no son más que parte del código.

La naturaleza de la ciberciudad es digital, y como tal, supeditada a un código que funciona mediante tres pasos:

  • fragmentación: la información se comprime y modifica para ser representada; las imágenes se emiten de forma repetitiva y continuada, intercaladas, con conexiones que pueden o no ser reales; simulaciones, fake news, «los límites desaparecen y los espacios urbanos se sumergen en un continuum«;
  • codificación: cuando toda la información capturada es convertida en código; el problema: que el código sólo lo entienden unos pocos, por lo que la forma que adotpa la «realidad» pasa a ser controlada por unos pocos operadores de sistemas; aquí se revela la tradición marxista de la mayoría de estudiosos opuestos a la ciberciudad, pues se equipara el poder económico con la mano que controla el sistema y la rentabilización económica con sus motivos ocultos;
  • recomposición de los fragmentos: donde se da preeminencia sólo a aquellas partes del discurso que son coherentes con el todo que se intenta implantar en el ciudadano, obviando las partes degradadas o intencionalmente excluidas y dando espacio televisivo o virtual a los centros o las zonas comerciales o de alto rendimiento.

En cuanto a la segunda capa de la ciudad tecnológica, la ciudad chip, el autor la identifica con las nuevas formas que están tomando las ciudades en el espacio de los flujos debido a los efectos de la globalización o los flujos de capital. Ciudades edge, ciudades suburbiales, ciudades sin centro o sin espacios reconocibles suponen enormes dificultades para que los sistemas de análisis urbano tradicionales, «que se basan en la codificación de la materialidad de la ciudad (tipologías arquitectónicas, formas de agregación, espacios públicos, etc.)», puedan comprenderlas. Stephen Graham propone, como nueva forma de abordar estos estudios, trasladar al espacio urbano tres fenómenos característicos de los espacios electrónicos:

  • la desmaterialización: ausencia de centros, ausencia de límites, ausencia de forma. «La prioridad de la ciudad chip no es la forma, sino el movimento.» Un ejemplo: Silicon Valley, que en menos de una generación ha pasado de ser un territorio de producción de cerezas y albaricoques al epicentro mundial de la industria electrónica, aunque no dispone de un centro concreto sino de diversos focos nodales de centralidad. O Phoenix, otra inmensidad de dos millones de habitantes sin nada remotamente similar a un centro.
  • la desregulación: un aspecto que se ha vuelto esencial para permitir la globalización (de espacios, economías, flujos en general) se da también en la ciudad. «La ciudad chip es lo otro de la ciudad planificada. Tal como defiende Rem Koolhas, es una entidad eminentemente pragmática: su prioridad es responder a las necesidades del presente y hacerlo con todas sus habilidades. El plantemiento es indiferente, que la forma esté bien o mal, también; la ciudad chip florece o muere de manera repentina, su población aumenta o disminuye en breves espacios de tiempo, obedeciendo a procesos de ajuste económico donde las expectativas cambian continuamente. En estas circunstancias, la lógica causa-efecto sobre la que se asienta la ciudad planificada no es operativa. Lo que la ha sustituido es la intuición de los promotores, que responden con altas dosis de pragmatismo a una tropa de requisitos tardocapitalistas y posmodernos.» (p. 197)
  • la desidentificación: los no lugares, la ausencia de historia o conexión con el pasado que muestran la mayoría de construcciones de nuestros días, surgidas más a reflujo de lo que el tardocapitalismo necesita que de una reflexión meditada sobre el espacio. El ejemplo: Singapur, ciudad-estado sin historia creada como una tabula rasa sobre un espacio en el que coexisten un enorme número de edificios; pero que no constituyen una ciudad. La otra cara de la misma moneda es la uniformidad de las ciudades, lo que Rem Koolhas y Bruce Mau han bautizado como «ciudad genérica».

El último aspecto de las ciudades chip, o incluso de las ciudades genéricas, son las edge cities: ciudades construidas a remolque de una gran empresa y alejadas lo justo de las grandes ciudades para no caer en su pozo de gravedad de altos precios y densidad pero no tan alejadas como para escapar de sus ventajas de interconexión como aeropuertos o estaciones. Alejadas de la gran ciudad, los entornos son idílicos para los trabajadores, mucho más asequibles y además menos congestionados. A diferencia de los suburbios tradicionales, las edge cities cuentan con todos los equipamientos que sus usuarios (o ciudadanos) puedan necesitar, al tiempo que se desincentiva el establecimiento de industrias que puedan atraer obreros o residentes de menor cualificación.

En general, en las edge cities no hay espacio público, la única forma real de transporte es el automóvil privado, por lo que todos los lugares cuentan con mucho espacio de aparcamiento, y el único lugar real donde se puede llevar a cabo la interacción con otros ciudadanos es el centro comercial. Además, dado que en su origen no forman parte de una ciudad ya establecida, sino que se originan a demanda de una empresa, son los promotores quienes acaban decidiendo sus reglas.

El apéndice a este capítulo, y ciudad que sirve como ejemplo de la visión tecnológica, es Houston, ciudad donut por excelencia. El centro se vuelve denso y se expande hacia la periferia, donde se instalan los nuevos polos de atracción; por ello, todos se vuelcan hacia la periferia y, puesto que no existe una regulación severa que lo impida, el centro decae y se convierte en refugio de las clases más bajas. Con el tiempo, este primer anillo da lugar a un segundo anillo donde se repite la operación, y el primer anillo queda obsoleto, abandonado, y todos se mudan a la periferia del segundo. Como resultado, en el centro quedan islas que aún no han perdido su utilidad navegando en un mar de naturaleza vacía o de descampados sin sentido.

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El Texas Medical Center, rodeada de árboles y espacio abandonado, como ejemplo de los «grumos» que han ido quedando asolados mientras la ciudad se expandía

Puesto que ya no existe un centro, el lugar de reuniones e interacción ciudadana es el centro comercial; no sorprende la creación aquí de Galleria, un centro comercial desmesurado, «un centro urbano tan grande como el de Ámsterdam» donde están los mejores restaurantes y las mejores tiendas, una auténtica ciudad 24 horas abierta que ejerce la función de centro de Houston.

Y el segundo espacio público de la ciudad: la red de túneles, diez kilómetros de galerías subterráneas que conectan los sótanos bajo los rascacielos, una verdadera «ciudad análoga» por la que se desplazan todos los profesionales que trabajan en ellos y que ha convertido la ciudad real en una desolación deshabitada.

Centros comerciales, túneles, autopistas… la peculiar red de conexiones por la que se desplaza el habitante de Houston. Del interior climatizado de la casa, al interior climatizado del automóvil, al interior climatizado del garaje, al interior climatizado del túnel, al interior climatizado de la oficina. Houston ciberciudad cumple así su promesa: evitar que el ciudadano entre en contacto con la durísima ciudad real, la ciudad de los vacíos, la ciudad de las distopías, la ciudad del miedo. (p. 225)

Ciudad hojaldre (III): la visión organicista de la ciudad; Tokio

Y vamos con la tercera parte del estudio de Carlos García Vázquez Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI. Ya hemos visto la visión culturalista de la ciudad y la visión sociológica; vamos ahora con la visión organicista.

La visión organicista parte de un punto de partida, paradójicamente, opuesto a la ciudad: Thoreau, Ralph W. Emerson, más tarde Frank Lloyd Wright y Hans Schauron. Actualmente, sin embargo, esta visión, más que opuesta a la ciudad, busca nuevas formas de abordar su estudio.

La ciudad como naturaleza busca las formas surgidas de la, valga la redundancia, naturaleza, para entender la ciudad. Tras estudios como Complejidad y contradicción en arquitectura de Robert Venturi y Ciudad collage de Colin Rowe y Fred Koetter, que avanzaron en la búsqueda de fomras complejas de pensamiento, la respuesta llegó con el caos. Pero no un caos total, anárquico, que no tenía mucho sentido en la ciudad: «los teóricos de la visión organicista reorientaron sus investigaciones hacia las estructuras de orden relativo que subyacen tras situaciones de caos aparente, estructures débiles, flexibles y cambiantes que, probablemente, también están ocultas tras el magma urbano y garantizan su funcionamiento» (p. 123). El sintagma «magma urbano» nos trae reminiscencias del Delgado de, por ejemplo, Ciudad líquida.

El primer concepto que interesó al urbanismo: el fractal, la idea de cómo una forma compleja en la naturaleza se repetía en todas las dimensiones. Albert Pope, profesor de la Rice University de Houston, usó otros dos conceptos:

  • el de entropía: «las antiguas dicotomías centro/periferia, ciudad histórica/ciudad nueva, incluso ciudad/naturaleza, habían desaparecido devoradas por un creciente e indiferenciado continuum, donde los elementos urbanos estaban cada vez más mezclados» (p. 123);
  • el de extraño atractor: «Identificaba su existencia en las comunidades cerradas donde se refugiaba la clase media norteamericana, así como en lo que entendía que eran su complemento indisociable, los vacíos urbanos que las rodeaban y aislaban del resto de la ciudad. Ambos actuaban como extraños atractores porque eran las únicas lógicas de organización perceptibles en la espacialidad informe que caracteriza a la ciudad norteamericana. Sin embargo, el carácter de uno y otro era totalmente distinto: mientra que las primeras tendían hacia la total clausura (la máxima organización y la mínima entropía), los segundos lo hacían hacia la total apertura (la mínima organización y la máxima entropía).

Pero tal vez el concepto que más fortuna ha tenido ha sido el de «espacio de los flujos». Siguiendo una frase profética de Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire», Marshall Berman ya destacó cómo en el tardocapitalismo, con su inestabilidad y la velocidad de sus cambios de todo tipo, nada sea permanente; como lo llamará Bauman, «modernidad líquida«. No andaba errado Delgado al abordar la comparación entre líquidos y ciudades en el libro arriba enlazado.

La siguiente capa de la ciudad hojaldre es la ciudad de los cuerpos.

La tendencia funcional de la ciudad tardocapitalista apunta en esta dirección, hacia la mezcla de formas y funciones en una amalgama urbana indiferenciada. Como ejemplo podemos tomar cualquier edificio de un centro urbano del sureste asiático: la planta baja, comercial; las dos siguientes, residenciales; tercera y cuarta, oficinas; y quinta y sexta ocupadas por talles industriales clandestinos. Puerta con puerta, una nave donde se ensamblan componentes electrónicos y, dos manzanas más allá, un bloque de siete plantas que sirve de cementerio.

Ninguna totalidad es perceptible en este cuerpo sin órganos, no hay claras centralidades ni estables superestructuras, pero ello no significa el caos. Como en las agrupaciones de organismos que acabamos de citar, también aquí existen estructuras débiles, parciales e inestables que permiten un funcionamiento complejo. La ciudad de los cuerpos sin órganos está articulada por un frágil armazón cuyos nudos son los «puntos singulares»: aeropuertos, centros comerciales, centros culturales, etc. Deleuze y Guattari utilizan el ejemplo de la cristalografía para explicar su proceder: cuando un germen de cristal es introducido en una materia amorfa e inestable comunica su estructura a una molécula vecina y ésta a su vez a otra, y así sucesivamente hasta que la sustancia cristaliza en una forma estable. (p. 131)

La tercera capa es la ciudad vivida, aquella que se experimenta. Su paradigma histórico: la ciudad islámica, «donde las corrientes de aire, los flujos de agua, el color del territorio, el aroma de las plantas, etc., formaban parte del diseño urbano». Tanto la fenomenología como la psicoanálisis han construido discursos sobre el conocimiento de la ciudad a través del cuerpo vivido, la primera desde los sentidos, la segunda desde el subconsciente.

Benjamin siguió sus pasos con la reconstrucción psicológica de París que inició con sus Pasajes; hasta llegar, otra vez, a Deleuze y Guattari, que califican, de acuerdo con el propio Benjamin, la ciudad como un instrumento de dominio en manos del sistema capitalista. La autoridad se ejerce mediante «máquinas sociales», configuraciones artificiales que descodifican sus flujos naturales para reconducirlos según los intereses del poder. Para oponerse a ellas, ambos filósofos proponen la creación de «máquinas deseantes», «construcciones encargadas de crear líneas de fuga que desaten el deseo y arrasen los códigos que intentan cortarle el paso» (p. 139); una «arquitectura como acontecimiento», que escamotee al poder sus espacios. Ejemplos de ello, según García Vázquez, son el Jüdische Museum de Berlín o el Centro de Convenciones de Columbus «al irrumpir de manera extraña y brutal en los indiferenciados espacios urbanos que los rodean».

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Jüdisches Museum de Berlín

Como ejemplo de ciudad que aglutine la visión organicista, el autor escoge Tokio. Dado que dicha ciudad es un sueño largamente anhelado en este blog, citamos a continuación algunos de los apuntes que da el autor, sin ahondar en ellos:

  • …los derechos de la propiedad son inalienables, es decir, solares, fincas y edificios tienen prioridad. A las calles no les queda más opción que serpentear por los filamentos que éstos dejan libres.
  • Esta circunstancia da pie a que se identifique frecuentemente a Tokio como el paradigma de la ciudad posmoderna: un organismo cuyo centro es un vacío.
  • …a medida que la entropía aumenta, tendencia general en la ciudad tardocapitalista, los sistemas urbanos van pasando de un estado de organización y diferenciación a otro de caos y similitud.
  • Tokio, por tanto, ha sido borrada del mapa varias veces, a ello se debe su amnesia.
  • …esta sobreexplotación va acompañada por un auténtico «horror al vacío», el convencimiento de que cualquier espacio sin construir es un «desperdicio». La obsesión por rellenar los más pequeños intersticios urbanos es manifiesta en la proliferación de máquinas expendedoras, que se emplazan en cada rendija no edificada.
  • En ese momento, las compañías de ferrocarril (la mayoría de ellas privadas) comenzaron a condicionar la forma de Tokio. Su estrategia consistía en comprar terrenos agrícolas, implantar líneas férreas y edificar conjuntos residenciales junto a las estaciones. En una sociedad en movimiento, donde vivir cerca de un apeadero es crucial, esta táctica tan sólo podía estar abocada al éxito. El fractal estación de ferrocarril se convirtió así en un extraño atractor, una pieza arquitectónica que haría cristalizar en torno a ella un denso y activo tejido urbano.
  • Los extraños atractores que conforman Tokio surgen de la estratética coalición ferrocarril-depatos [ferrocarril-centros comerciales, grosso modo]. Los más poderosos extraños atractores de Tokio se emplazan donde la Yamanote [línea circular que rodea la ciudad] interseca con líneas radiales procedentes de los suburbios.
  • Made in Tokyo: Guide Book, de Junzo Kuroda y Momoyo Kaijima.
  • The Hidden Order. Tokyo Through the Twentieth Century, de Yoshinobu Ashihara.
  • Tokio. A Spatial Anthropology, de Jinnai Hidenobu.
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Tokio

Numerosas son las cuestiones que separan el pensamiento japonés del occidental. La primera alude al relativismo del primero, heredero del budismo, frente al dualismo del segundo, heredero del cartesianismo. Tal como defiende Ashihara, este último prima lo concreto sobre lo débil, lo racional sobre lo intuitivo, la ciencia sobre la religión, etc. La ciudad tradicional europea, con su radical diferenciación entre urbe y campo, espacio público y espacio privado, demuestra cómo la percepción dualista del mundo opera sobre ella. El budismo, en cambio, rechaza las polaridades: a diferencia del dualismo cristiano del nacer-morir, se basa en un ciclo continuo nacer-morir-renacer; a diferencia del monoteísmo cristiano es capaz de convivir con otras religiones con las que se complemente (como ocurre con el sintoísmo); a diferencia del individualismo occidental apuesta por la fusión sujeto-sociedad. A este relativismo de origen religioso se suman factores climáticos. Frente a los poderosos claroscuros del Mediterráneo, en los que se fraguó el pensamiento occidental, el clima japonés es brumoso y suave.

Ashihara defiende que esta forma de ver el mundo se tradujo a la arquitectura tradicional. La simetría y la perfección formal que obsesionó a los arquitectos europeos jamás preocupó a los nipones. Acostumbrados a un ambiente de sombras donde nada era obvio, donde los objetos eran difusos, aprendieron a apreciar bellezas sutiles que escapaban del pensamiento dualista occidental. Sus casas tendían a fundirse con el exterior y las estancias interiores a ser indefinidas y ambiguas. Lo mismo ocurría con las ciudades: no estaban delimitadas por murallas, por lo que se fusionaban con el campo en contornos inestables. También en el interior la naturaleza seguía estando presente gracias a las zonas agrícolas y los riscos que permanecían inalterados, mientras que edificios y entorno se mezclaban hasta hacer indeslindables el espacio privado y el espacio público.

Este medio urbano es incomprensible para un occidental. Su percepción dual del mundo le inclina por los espacios en blanco y negro perfectamente estructurados y jerarquizados, inclinación que se traduce a la ciudad en la preferencia por los alineamientos de fachadas rígidos y armoniosos, por las vías rectilíneas que enlazan monumentos, por las plazas que enfatizan articulaciones urbanas…; nada de ello existe en Tokio. Las fachadas no aspiran a conformar poderosas visuales, ya que la armonía no interesa; las grandes arterias no enlazan hitos, ya que la claridad de conexión no es una prioridad; y las plazas nunca fueron un elemento urbano propio, ya que las funciones que los occidentales asociaban con ellas -centro de barrio, festividades, etc.- se desarrollaban en las calles. En definitiva, sin calles corredor, sin grandes avenidas, sin plazas representativas, Tokio carece de belleza para un occidental. Y es que la armonía clásica nunca ha formado parte de la agenda de los cuerpos deformes.

La segunda diferencia que separa el pensamiento occidental del pensamiento japonés alude a la obsesión del primero por el todo y la incidencia del segundo en la parte. En pocos ámbitos se manifiesta más claramente este aspecto que en el lenguaje. Y éste, como es sabido, determina la manera de pensar. El alfabeto latino compone palabras mediante sucesiones de letras lineales y unidireccionales; la escritura japonesa, en cambio, consta de signos con significado propio que pueden leerse de arriba-abajo o de izquierda-derecha. Es decir, la lógica secuencial lineal caracteriza a los occidentales, mientras que los japoneses optan por establecer relaciones entre puntos dispersos.

Este hecho se refleja en la forma de concebir las ciudades. Las europeas son un único cosmos, mientras que en las japonesas cada parte es un cosmos en sí mismo. La explicación de este fenómeno vuelve a remitirnos a la historia. El espacio urbano de Edo se fue generando por adición de partes, de barrios que eran cuidadosa y sistemáticamente definidos, ajustados a la topografía y orientados hacia hitos naturales como el Monte Fuji. Posteriormente se conectaban con las zonas adyacentes, aplicando entonces planteamientos altamente flexibles. En Edo, por tanto, las partes fueron pensadas cuidadosamente pero sin preocuparse del todo resultante.

[…] Por último, la tercera diferencia entre las ciudades vividas occidental y japonesa radica en el carácter permanente de la primera frente a la esencia evanescente de la segunda. La cristiana consagración de lo eterno se tradujo en la arquitectura occidental en una apuesta por la permanencia, por lo técnico, por lo masivo. La noción contemporánea de patrimonio, el magnetismo de la edad, ha convertido los monumentos del pasado en inviolables objetos de culto que dominan las ciudades europeas. El budismo, en cambio, nunca apostó por lo permanente, convencido de que la vida no es más que una sucesión de existencias temporales, una continua transmigración donde todo es trasitorio.

Esta forma de entender el mundo trascendió a la arquitectura. En Japón la decadencia de un edificio era observada como algo normal. Contemplada como una morada provisional, cada generación asumía con naturalidad la tarea de reconstruir las vulnerables casas de madera heredadas de sus ancestros. También los templos participaban de este convencimiento, por lo que nunca fueron proyectados como monumentos destinados a perdurar. Tal como defiende Jinnai Hidenobu, profesor en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Hosei, en Edo los edificios religiosos no jugaban el papel simbólico que desempeñaban en las ciudades occidentales. Las torres de las catedrales europeas nunca existieron en Japón, donde los templos eran estructuras horizontales situadas en las afueras de la ciudad, que iban desplazándose hacia el exterior a medida que ésta crecía.

…los edificios son reemplazados cada pocas décadas, un hecho del que no se libran ni las obras de los grandes maestros, como el caso del Hotel Imperial de Frank Lloyd Wright, que fue construido en 1923 y demolido en 1967. Ello convierte a Tokio en una ciudad mucho más proclive a los acontecimientos urbanos que a los monumentos. Y si nada permanece y todo se transmuta, ¿a qué puede aspirar Tokio si no es a ser puro flujo?

«A medida que se acerca el siglo XXI entramos en una época democrática donde las planificaciones totalitarias basadas en conceptualizaciones que se orientan hacia el todo serán cada vez más inapropiadas para las necesidades del desarrollo urbano. Aunque pueda parecer problemática, la aproximación parcial, orientada hacia los gustos individuales y los propósitos particulares, debe tener su lugar. Entramos en una etapa donde demandan prioridad la satisfacción individual y los gustos personales. La gente ya no desea someterse dócilmente a los intereses predominantes del todo, sino que reafirman su demanda de atención a las partes. Este cambio de valores está ya afectando a la vida económica y política, y en breve también afectará al desarrollo de las ciudades. Las cualidades de una ciudad como Tokio […] serán finalmente apreciadas en esta época.» [Ashihara, op. cit.]

El tardocapitalismo ha convertido la flexibilidad en un valor universal. Las últimas décadas han demostrado que su dinámica daña los delicados entornos urbanos europeos, sus patrones compositivos, su cohesión visual, etc. La maleabilidad de Tokio, sin embargo, le ha permitido encajar sin traumas los cambios inducidos por las sucesivas reestructuraciones económicas. Como si de un organismo se tratara, sus numerosos centros rebosan vida urbana gracias a que no dejan de renovarse, de auto generarse. La ciudad parece haber firmado un pacto de eterna sintonía con la contemporaneidad. […] Los edificios emblemáticos desaparecen, la memoria de la ciudad se desvanece, pero no se produce abandono ni obsolescencia. Tal como la ha definido Fumihiko Maki, Tokio es una nube en equilibrio inestable, una nube cargada de contemporaneidad. (p. 166)

Ciudad hojaldre (II): la visión sociológica

Vamos con el segundo capítulo de Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, de Carlos García Vázquez. La primera parte trataba la visión culturalista de la ciudad y se dividía en tres capas (la ciudad de la disciplina, la ciudad planificada y la ciudad posthistórica). Ahora nos enfrentamos a la visión sociológica con sus cuatro capas:

  • la ciudad global (Saskia Sassen y la ciudad de los flujos);
  • la ciudad dual (desterritorialización y reterritorialización en el espacio público);
  • la ciudad del espectáculo (consumo, ocio y cultura);
  • la ciudad sostenible (la entrada de la ecología en la ecuación);

Empezamos con el origen de la ciudad global. Hay dos características esenciales que Manuel Castells, el gran sociólogo urbano de finales del siglo XX, destaca de la época: «la retirada del Estado de la economía y la expansión geográfica del sistema hacia una globalización que abarca el capital, la fuerza de trabajo y la producción» (p. 57). A ello hay que sumarle el surgimiento y afianzación de las TIC, las tecnologías de la información y la comunicación, que se han vuelto esenciales en la configuración del llamado «espacio de los flujos».

Es decir, un sistema integrado de producción y consumo, fuerza de trabajo y capital, cuya base son las redes de la información. La reorganización espacial de las actividades económicas que de él se ha derivado ha afectado especialmente a tres sectores: la industria, donde la producción se ha transferido de los países avanzados a zonas menos desarrolladas, pero con salarios más bajos; el trabajo de oficina, que ha permitido la relocalización de las empresas en cualquier lugar del mundo; y el sector financiero, en el cual, gracias a un proceso previo de desregulaciones legales, también ha propulsado una expansión global.

Esta reorganización ha transformado la geografía productiva del planeta. Las diferencias que antes separaban los distintos lugares en privilegiados o perjudicados, según contaran con puertos, carreteras, ferrocarriles, etc., cada vez tienen menos importancia, ya que el acceso al espacio de los flujos no depende tanto de esas infraestructuras como de las mucho más asequibles nuevas tecnologías. Esto no quiere decir, sin embargo, que el lugar geográfico no cuente. (p. 57)

Al contrario: el lugar geográfico es esencial pero para el establecimiento en la ciudad de una nueva clase: los profesionales altamente cualificados, que las empresas necesitan para poder funcionar. Y dichos profesionales buscan una calidad de vida determinada, por lo que «no es de extrañar que los planes estratégicos de las ciudades de todo el mundo insistan en esta cuestión». No extraña, por ello, que los triunfadores de la nueva geografía sean ciudades con climas benignos, paisajes atractivos, entornos históricos…

Mientras más globalizada está la economía, más centrales son los lugares de control. En parte se explica por lo caro del establecimiento y construcción de las infraestructuras (fibra óptica, en la actualidad) por donde corren los datos: es necesario que circule por ellos el máximo posible de caudal informativo para amortizar su instalación.

El problema, como han comentado muchos autores pero escogeremos a Raquel Rolnik en su conferencia, es que las ciudades se vuelven, entonces, campos de batalla del territorio global: un obrero ya no pugna con los empresarios y la clase alta de su ciudad por una vivienda en el centro, sino con las grandes empresas y fondos de inversión; la ciudad deviene sede de poder y centralidad, y como tal es codiciada. Por ello, las clases menos afortunadas no tienen otra solución que alejarse de las ciudades: al extrarradio, a ciudades satélite, a suburbios, en función de cómo esté configurada la ciudad. Ello da lugar a la metápolis.

Ello ha favorecido la discontinuidad de la urbanización y la irrupción del denominado «efecto túnel», es decir, de enormes vacíos metropolitanos (los lugares donde el tren no efectúa paradas) que separan densos núcleos de actividad urbana. El resultado es la metápolis, un espacio geográfico cuyos habitantes y actividades económicas están integrados en el funcionamiento cotidiano de una gran ciudad pero, a la vez, profundamente heterogéneo y discontinuo, cuyos principios organizativos derivan de los sistemas de transporte de alta velocidad. (p. 64)

La propia configuración del espacio de los flujos da lugar a la segunda capa, la ciudad dual. «Como apunta Saskia Sassen, la realidad ha demostrado que la polarización social es intrínseca al orden tardocapitalista, donde los trabajos a cambio de bajos salarios son claves para el crecimiento económico.» (p. 68) París y los magrebíes, Chicago y los mexicanos. Por la propia idiosincrasia de las dinámicas sociales, tal vez por efecto de la lectura de Jane Jacobs sobre la importancia de los barrios y sus conexiones, por la desaceleración y la necesidad de huir del crecimiento por el crecimiento de los 70, los centros urbanos volvieron a ser un lugar codiciado. Recordemos la rousificación de la que hablaba Peter Hall al convertir los centros urbanos en mercados para el consumo de las clases medias.

Otra de las formas que tienen las ciudades de reconquistar sus centros para las clases medio altas o directamente altas es la gentrificación. No entramos ahora en el tema, lo haremos en breve con otros libros; pero la conclusión es que los barrios donde existía tradición obrera son desahuciados y ofrecidos al capital, por lo que las clases bajas sufren procesos de exclusión constantes que los alejan a las periferias. Estas minorías marginadas se hacinan y atrincheran en barrios ultradegradados que siguen perdiendo infraestructruas, a la espera, o no, de ser reconquistados por la gentrificación.

Ello, sin embargo, lleva a que las clases medias o altas, acostumbradas a la tranquilidad de sus refugios, perciban estos barrios como lugares peligrosos, lugares y personas de los que deben protegerse; en la pugna por el control del territorio, deciden elevar muros y convertirse en gated communities, lugares vallados y con seguridad privada las 24 horas del día, o simplemente suburbios aislados controlados, no por los poderes públicos de la ciudad, sino por una asociación vecinal (hablamos de Estados Unidos, sobre todo) donde a menudo el poder de cada vecino está directamente relacionado con la cantidad de terreno (ergo, de dinero) que posee.

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Y aún otra variación a la que alude García Vázquez es una que ya vimos en el (nunca nos cansaremos de decirlo) maravilloso Variaciones sobre un parque temático: la ciudad análoga. El ejemplo es Calgary, pero hay muchos: en este caso se trata de 15 km de túneles construidos a unos dos metros sobre el nivel de la ciudad con la excusa de permitir al ciudadano huir del frío y las condiciones climáticas adversas; en realidad se trata de un espacio que emula una ciudad, entregado al consumo y el ocio, pero al que aquellos ciudadanos no considerados adecuados no tienen permitido el acceso. «Paul Goldberg, crítico de arquitectura del New York Times, ha calificado como «entornos urbanoides», es decir, entornos que ofrecen una experiencia urbana filtrada: reproducen la ciudad real pero evitan sus aspectos más desagradables. En estos lugares no llueve, no hace frío, no cruzan coches, no hay contaminación, no hay suciedad, no hay ruidos… pero tampoco mendigos, ni carteristas, ni drogadictos ni prostitutas.» (p. 75)

A esas oleadas se suman (cuando no forman parte directa de ellas) los inmigrantes que han ido acudiendo a las grandes ciudades atraídos por la posibilidad de trabajo. A menudo se ven exiliados a los mismos barrios, lo que aumenta el nivel de hostilidad que las clases medias sienten por ellos. Aquí cita García Vázquez el libro de Richard Sennett Vida urbana e identidad personal, donde estudia la segregación y llega a una conclusión que nos es conocida en el blog por otros dos de sus libros (El declive del hombre público y Construir y habitar): que la mezcla es difícil de entender y que por ello las ciudades no deben formar comunidades, sino espacio público donde todas las opciones queden expuestas y el ciudadano se vea obligado a contemplarlas, asumirlas y lidiar con ellas.

En una extraña paradoja, García Vázquez cita como ejemplos de lugares donde se da esta coexistencia el Raval barcelonés, el Marais parisino o el Kreuzberg berlinés. Son tres de los barrios estudiados en nuestra próxima lectura (First We Take Manhattan) como ejemplos clásicos de barrios gentrificados.

Es lo que ocurre en los escasos enclaves multirraciales que aún permanecen en los centros urbanos de la ciudad dual, lugares problemáticos pero infinitamente más tolerantes que las purificadas urbanizaciones de la periferia. En el Raval barcelonés, el Kreuzberg berlinés o el Marais parisino, los diferentes se han visto obligados a establecer una tregua. A diferencia de lo que ocurre en los guetos de los segregados suburbios norteamericanos, la violencia rara vez ha aflorado en ellos porque sus habitantes han aprendido que la conflictividad que, día a día, respiran en sus calles es algo consustancial a la vida urbana contemporánea. (p. 77)

Si la comparación es con las gated communities de Estados Unidos está claro que los barrios citados son mucho más cosmopolitas; pero no habría que olvidar que se trata de tres barrios degradados que se han ido regenerando a medida que eran vendidos al mejor postor de los flujos capitalistas, a las clases medias creativas y a un determinado concepto del ocio y el consumo a costa de despojarlos de sus habitantes originales, las clases bajas marginales.

Y, a pesar de todo lo expuesto… las ciudades contemporáneas, lejos de un campo de batalla o un lugar marginal, lucen más espléndidas que nunca. Entramos de lleno en la ciudad del espectáculo y lo hacemos de la mano de Jean Baudrillard y su reflexión sobre cómo la esencia de los hechos humanos ha desaparecido de las ciudades y la vida en ellas está exenta de experiencias auténticas y plagada de hábitos precodificados. «Ante la ausencia de naturaleza, el ciudadano posmoderno anhela bosques y cataratas; ante la ausencia de contacto social, añora pasiones y emociones».

En la ciudad esta exigencia ha inducido una enloquecida dinámica de simulaciones que ha desembocado en lo que Baudrillard denomina «el tercer orden de simulacros», el que irrumpe en el momento en que, tras ser duplicado una y otra vez por los medios de comunicación de masas, lo real desaparece y lo que queda es una copia exacta del original, una imagen hiperreal. Es lo que ocurre cuando la verdadera Litte Italy, con sus inmigrantes, sus penurias y sus carencias, es reemplazada por la imagen que la gente tiene de Litte Italy, con sus terrazas, sus camerieri y sus spaghetti alla siciliana, una imagen hiperreal que duplica la original y enfatiza hasta el artificio sus más pulcras esencias materiales.

Cuando este fenómeno se expande por el espacio urbano nace la ciudad del espectáculo, donde lo real ha dejado paso a lo hiperreal, a la pura materialidad, a la fría superficialidad. De ahí su vivacidad cromática y luminosa, un esplendor radiante e intenso que puede llegar a ser alucinatorio y desembocar en lo que Fredric Jameson ha denominado «euforia posmoderna». Y es que en la ciudad del espectáculo todo es táctil y visible, pero ha sido vaciado de cualquier significado profundo (lo que le interesa de Litte Italy son sus formas, no sus contenidos). Se desactivan así los grandes temas que acompañan al pensamiento negativo, característico de la visión sociológica: la segregación, la injusticia, la rebelión, etc. El habitante de la ciudad del espectáculo tan sólo está interesado en absorber por los sentidos, sin cuestionarse críticamente su situación en el mundo.

Jameson entiende que la euforia postmoderna ha generado una nueva forma espacial: el «hiperespacio». Los edificios de la ciudad del espectáculo funcionan como mónadas, envolturas que encierran un interior protegiéndolo del exterior. En su ensimismamiento, el edificio-mónada demuestra una gran indiferencia por la ciudad que le rodea, a la que no pretende transformar. En el interior, sin embargo, se cargan las tintas. Un envolvente despliegue de simulacros se dispone a conseguir que el visitante experimente la incapacidad de representarse en el espacio que le rodea, que flote en un estado de debilidad psicológica que le hace altamente vulnerable a los intereses comerciales que promueven el hiperespacio. La radical separación interior-exterior que representa la mónada, y el énfasis en la interioridad como ambiente fantástico y alucinatorio que representa el hiperespacio, confluyen en los edificios relacionados con la nueva industria del ocio, la cultura y el consumo. (p. 78)

Por supuesto, aquí entran los parques temáticos y no podemos obviar hablar de Disney y su ciudad Anaheim; pero tampoco de Las Vegas o de los muy edulcorados centros urbanos donde se pretende reconstruir un pasado que nunca fue real (Times Square, Covent Garden) o incluso los barrios donde se supone que se puede vivir una experiencia «real»: ya sea un barrio gay, ya se trate de Harlem, con sus góspel dominicanos repletos de turistas. «En todos estos lugares, lo que una vez fue verdadero y cotidiando está dando paso a lo simulado y lo superficial, es decir, la realidad está dando paso a la hiperrealidad.» (p. 82)

«La segunda actividad económica disneylandizada en la ciudad del espectáculo es la cultura.» Cultura entendida como centro cultural en el seno de la ciudad, ejemplificado por el Centro Pompidou pero también por el Guggenheim, el MoMa o tantos otros: un museo reconvertido en espacio social («hipermercado del arte», lo llamaría Baudrillard) y rodeado de salas de exposiciones, librerías y cafeterías. La tercera actividad es el consumo: los grandes centros comerciales.

El problema de concebir la ciudad como un espacio que forma parte de la red global es que, dado que el número de plazas en el ránquing es limitado, y los beneficios económicos enormes, las ciudades pasan a competir entre ellas. Los aspectos que valoran las empresas (buenas comunicaciones, buena calidad de vida para atraer a sus trabajadores, buenos restaurantes, etc.) pasan a ser los factores que la ciudad impulsa y en los que invierte; no tienen por qué ser, necesariamente, los factores más importantes para la mayoría de sus ciudadanos.

Las formas de publicitarse son múltiples, todas extraídas de los manuales de mercadotecnia del mundo de las empresas: grandes eventos, como unos Juegos Olímpicos o una Exposición Universal, aceptar publicidad, la creación de una gran infraestructura, parque tecnológico o edificio icónico, una gran inversión en «marca ciudad», etc.

Fueron Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown los primeros en celebrar la nueva dinámica del espectáculo con su famoso Aprendiendo de Las Vegas, donde analizaban la calle principal de la ciudad de Nevada como un hito de la modernidad, un nuevo fenómeno. No se alejaban en esto de, por ejemplo, Baudrillard; y luego Koolhas haría lo mismo con Delirio de Nueva York. Pero la diferencia entre el filósofo y los arquitectos es que «mientras que Baudrillard entendía que la ciudad del espectáculo era perniciosa, la «cultura de la congestión» de Koolhas la celebra y la reconoce como base de la sociedad contemporánea» (p. 88).

Y dicha espectacularización es un problema, además de por todo lo expuesto, por la narcotización a la que somete a sus ciudadanos. Seguimos aquí una «línea de pensamiento inaugurada por Baudelaire» pero seguida por otros como Simmel y Benjamin y, más tarde, Neil Leach (La an-estética de la arquitectura) que argumenta que, «cuando la ciudad se reduce a un reino estético, todo, incluso sus aspectos más crueles, se convierte en aceptable. Es lo que ocurre con las fotografías urbanas de última generación: nos fascinan las destartaladas fachadas del Kowloon de Honk Kong, y esto nos hace olvidar a las miles de personas que viven tras ellas en condiciones deplorables» (p. 88). O, como concluye García Vázquez: no hay que olvidar que, a pesar de su luminosa fachada, Las Vegas sigue siendo la capital mundial del crimen y la corrupción.

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La cuarta capa de la visión sociológica de la ciudad es la ciudad sostenible.

La denominación «huella ecológica» mide la superficie natural necesaria para producir los recursos que demanda una ciudad determinada. Los datos derivados de este concepto demuestran que, a día de hoy, ninguna ciudad es sostenible en sí misma. Por ejemplo, la absorción del dióxido de carbono que emite Barcelona requiere una superficie forestal equivalente a 65 veces su término municipal; y el abastecimiento de agua, un lago de hasta ocho veces esa dimensión.

Si a estos hechos le sumamos que en 2025 la población urbana del planeta alcanzará los 5.000 millones de habitantes, está claro que hay que revisar la forma en que las ciudades consumen recursos. El concepto «desarrollo sostenible» se refiere a que las ciudades sean capaces de enfrentarse a las necesidades del presente sin comprometer la posibilidad de las futuras generaciones de enfrentarse a las suyas». O, en un lema un poco más actual que se está volviendo famoso, «No hay planeta B».

Teniendo en cuenta, además, que muy pocas de las ciudades más pobladas pertenecen al Primer Mundo, «el futuro medioambiental del planeta se está jugando en las megalópolis del Tercer Mundo» (p. 95). García Vázquez pone el ejemplo de Curitiba, en Brasil, ciudad de dos millones de habitantes que ha sabido reconvertirse tanto social como ecológicamente con su enorme flota de autobuses que atraviesan toda la ciudad.

Como apéndice para este capítulo, la ciudad elegida es Los Ángeles:

  • como ciudad global, en cuanto la ciudad decidió convertirse en buque insignia del Pacific Rim, como centro neurálgico y puerto esencial del Océano Pacífico;
  • como ciudad dual, por los grandes vacíos y barrios triunfadores de la globalización; Los Ángeles concentra algunos de los barrios más ricos pero también una enorme cantidad de zonas totalmente arrasadas por la pobreza; recordemos que es, también, la «ciudad del miedo» de Mike Davies;
  • como ciudad del espectáculo está Hollywood, claro, pero también todos los centros comerciales y parques temáticos de la zona;
  • como ciudad sostenible, y teniendo en cuenta que se halla en una zona propensa a las catástrofes y además dotada de una enorme cantidad de infraestructuras (su enorme red de autopistas, sin ir más lejos), existen por toda la ciudad iniciativas que buscan tanto el provecho propio (la moda del slow food sirvió para que algunos barrios exclusivos se blindasen ante la llegada de personas de menor nivel adquisitivo) como otras que realmente buscan el bienestar social y ecológico.

Ciudad hojaldre, de Carlos García Vázquez

Volvemos a nuestro muy admirado Carlos García Vázquez, autor del indispensable Teorías e historia de la ciudad contemporánea del que hicimos gran cantidad de entradas y que nos sirvió como manual para el blog. Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, publicado dos años antes que el anterior, en 2004, sigue una estructura similar: ante la imposibilidad de abordar la ciudad desde un único punto de vista, García Vázquez lo hace desde cuatro: el culturalista, el sociológico, el organicista y el tecnológico. Además, cada uno de estos puntos de vista trata aspectos distintos, lo que nos da un total de doce ciudades posibles, a modo del Ciudades del mañana, de Peter Hall (al que recurre en alguna ocasión). Cada ciudad existente es, en una u otra medida, suma de las doce ciudades descritas. Vamos a por ellas.

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I. La visión culturalista

Siguiendo la definición dada por François Choay, García Vázquez entiende el «culturalismo» como un hilo intelectual que une a John Ruskin con William Morris, Camilo Sitte, Raymond Unwin y otros en su expresión de que la ciudad es un hecho cultural. Los culturalistas, a diferencia de los progresistas, defienden los valores espirituales de la persona, frente a sus necesidades materiales. No es difícil encontrar una vena nostálgica en esta visión, un retorno a lo primigenio, a la comunidad, el campo, la artesanía; es fácil hallar rastros, por ejemplo, de la ciudad jardín de Ebenezer Howard llevada a cabo luego por Unwin. Cuando la economía ha sido boyante, esta visión ha quedado soterrada; cuando la economía ha fallado y los modelos progresistas estaban en decadencia, el culturalismo resurgía con todo su esplendor.

La visión culturalista nos da tres ciudades posibles:

  • la ciudad de la disciplina (Aldo Rossi, la Tendenza y bolonia);
  • la ciudad planificada (o la adaptación de las teorías anteriores a la realidad de la ciudad de los 80);
  • la ciudad posthistórica (rousificación, new urbanism, ciudad simulada)

Junto con la reivindicación de la disciplina y la apelación al estructuralismo como método de análisis, el tercero de los pilares sobre los que se asentó el pensamiento urbano de Aldo Rossi fue el argumento de la identidad. Para la Tendenza, la tipología no era simplemente una cuestión formal, sino, también, la manifestación de una manera de vivir. En La arquitectura de la ciudad, el libro más emblemático de este movimiento, Rossi se refería a la ciudad como una expresión social, un producto de la colectividad, lo cual le llevó a hablar del «alma de las ciudades» al referirse a la esencia y el modo de ser que las particulariza. La ciudad de la disciplina cuadraba así su compromiso con la visión culturalista. (p. 9)

Resumamos los orígenes de la ciudad de la disciplina: siguiendo la estela de Gramsci, una serie de intectuales italianos se planteó la reformulación de un nuevo marxismo de izquierdas en los 70. Aldo Rossi y la Tendenza aplicaron el mismo principio al urbanismo; como única disciplina necesaria sobre la que apoyarse aceptaron la historia, pues la ciudad es un hecho en la historia; y como metodología, la predominante de la época: el estructuralismo. Establecieron que la unidad básica era el «tipo» («elemento urbano irreducible y permanente en una determinada continuidad histórica; es decir, una letra del texto urbano») y la morfología básica era la tipología residencial.

La piedra de toque del movimiento fue la crisis del petróleo, que supuso el paso de una ciudad que trataba desesperadamente de continuar creciendo a ciudades que buscaban permanecer y propiciaban un discurso más conservacionista. A ello hay que sumarle los discursos ecologistas; por todo ello, «las administraciones públicas europeas se aprestaron a facilitar recursos económicas, legales y técnicos necesarios para proteger la ciudad tradicional» (p. 10).

La ciudad que ejemplifica esta visión es Bolonia: a lo largo de los 70 fue estudiada desde todos los puntos de vista hasta que se configuró un plan que tenía en cuenta toda su idiosincrasia, reforzaba la recuperación del casco histórico y la dotaba de grandes entidades culturales pero al tiempo evitaba la creación de megacomplejos ajenos al tejido de la ciudad.

[Dejamos aquí un link de Urban Networks donde se explica cómo se llevó a cabo la renovación de Bolonia.]

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Pero Bolonia no era un ejemplo válido: se trataba de una ciudad pequeña, con una historia muy potente que la había dotado de gran personalidad, con monasterios, plazas y recodos. ¿Qué pasaría cuando se aplicase la misma doctrina a una ciudad contemporánea, fruto de la lucha de poderes económicos, repleta de autopistas, complejos industriales y centros comerciales?

Pues que se pasaba a la ciudad planificada, aquella donde el plan urbanístico, que había sido la biblia de los urbanistas, daba paso al proyecto urbano, que entendía la ciudad, no como un todo, sino como una suma de partes que podían ser acometidas de forma más o menos autónoma.

Los técnicos, encargados de hacer frente a la nueva realidad urbana, por tanto, seguían sin disponer de un corpus teórico eficaz desde el que actuar [ya hemos visto que la teoría desarrollada por la Tendenza sólo era válido para un tipo concreto de ciudad y situación]. Ello dio lugar a que, al reactivarse el crecimiento económico en la década de 1980, decidieran arrinconar los planos generales y las normas urbanísticas para lanzarse en brazos de los inversores privados. A partir de entonces, la ciudad empezó a proyectarse caso a caso, de manera parcial, flexible y a corto plazo. La figura del plan fue suplantada por lo que Hall denominó la «ciudad de los promotores». Comenzaba así el desmantelamiento del sistema de planificación heredado del movimiento moderno. La desregulazión tardocapitalista había llegado al urbanismo. (p. 15)

El ejemplo, en este caso, es Canary Wharf, la zona portuaria de Londres. Repleta de antiguos trabajadores de los estibadores, ahora casi sin empleo, necesitaba una regeneración urbana urgente; la ciudad la acometió con ayuda de las iniciativas privadas y hoy en día es el segundo complejo financiero de la ciudad.

Apoyada por el gobierno de Margaret Thatcher, la lógica empresarial de la ciudad de los promotores se extendió por toda Gran Bretaña. La consiga: market leads planning, es decir: «el mercado decide y la administración gestiona». Sin embargo, la propia experiencia de Canary Wharf demostró errores: por ejemplo, que la gestión de determinados servicios (el transporte público, en este caso) no podía quedar en manos privadas.

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Pero la teoría italiana, aunque algo desplazada, no había salido de la palestra. Bernardo Secchi publicó en 1984 un artículo titulado «Las condiciones han cambiado» para referirse a una serie de condiciones que se estaban dando en las ciudades europeas en la época: «fin del crecimiento urbano, descenso de la población, desmantelamiento industrial, terciarización» que cristalizaban en una nueva forma de comprender la ciudad: «La ciudad y el territorio donde viviremos en los próximos años ya está construido».

El 80% del territorio que ocuparían las ciudades europeas en el 2020 ya estaba construido; y los cambios que se iban a dar serían, sobre todo, para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y el valor de sus infraestructuras. Es decir, el urbanismo debía abandonar su plan maestro, concebido como forma de ordenación y organización del crecimiento de la ciudad, y adaptarse a esta nueva forma de reutilizar un territorio ya urbanizado. Frente a los términos usados por la Tendenza («tipo», «estructura», «monumento»), Secchi propuso hablar de «reglas» y «excepciones». «En la ciudad heredada era posible reconocer reglas, maneras de actuar repetidas -modos de asentamiento, subdivisiones del suelo, conexiones interior-exterior, tipos arquitectónicos, técnicas constructivas, etc.- que provienen de códigos sociales y culturales compartidos, es decir, que tienen su origen en la identidad y la tradición de las ciudades» (p. 19). El vocablo «regla» es mucho más flexible que «tipo» o «estructura»; además, la «excepción» permite incluir todos aquellos enclaves que, por su idiosincrasia, escapan a cualquier generalización.

Secchi denominó a los planes urbanísticos surgidos a la luz de esta concepción como «de tercera generación» (los planes de la primera generación, alrededor de 1950, tenían por principal objetivo la expansión urbana; los de la segunda, dotar a la ciudad de servicios sociales adecuados). Los planes de tercera generación tuvieron dos grandes factores adversos en su contra: el primero, el precio del suelo. Puesto que la ciudad ya no iba a crecer, el suelo se convirtió en un bien preciado que no dejó de aumentar su valor. Por otro lado, el tráfico urbano se demostró incapaz de absorber los nuevos volúmenes de movilidad urbana. El ejemplo, en este caso: Milán, cuyo plan tuvo que ser modificado en gran cantidad de ocasiones.

Para evitar los problemas que hubo en Milán, el plan urbanístico adoptó diversas formas, pero la que más éxito obtuvo y ha calado hasta nuestros días es la del Plan Estratégico. Mientras que el plan general es un producto cerrado en el tiempo, el plan estratégico es un documento en proceso, atento a las circunstancias; el primero propone medidas y normativas, el segundo, estrategias; uno atiende a la oferta del suelo e infraestructuras, el otro a la demanda de ciudadanos y empresas. Muchos de sus métodos, de hecho, provienen de la terminología empresarial; como apunta García Vázquez, «la ciudad de los promotores y la ciudad planificada parecen haber llegado a un punto de acuerdo» (p. 23).

Fue Jean-François Lyotard quien relacionó el fin de la modernidad con el «fin de la historia» o, al menos, con el fin de la Historia Universal de la Humanidad organizada como un metarrelato unitario donde los acontecimientos eran enlazados de un modo coherente a lo largo del tiempo. Frente a este impecable modelo histórico, los intelectuales postmodernos apelaban a una comprensión más problemática del pasado, a un discurso fragmentado en «pequeños relatos» no concatenables de un modo lineal. […]

Según el filósofo norteamericano Fredric Jameson, el fin de la historia supuso que el individuo peridera su capacidad para organizar pasado y futuro en una experiencia congruente, lo que derivó en una especie de esquizofrenia colectiva, en la quiebra de los vínculos de la cadena de significante que generaban sentido en los discursos. Para la ciudad histórica ello significó la deriva hacia un espacio donde miles de fragmentos heterogéneos y aleatorios flotaban sin arraigar, como significante sin significado ni vinculación entre sí. La catedral de Florencia no representa ya el poder de la Iglesia, el Palazzo Vecchio no representa ya el poder de la burguesía y la Via dei Calzaioli que los conecta no representa ya el equilibrio de poderes en la ciudad medieval. Catedral, ayuntamiento y calle no son más que tres fragmentos urbanos tan sólo unidos por la línea roja que los enlaza en los planos turísticos. (p. 26)

Se da paso así a la ciudad posthistórica, «escenarios teatrales codificados arquitectónicamente que anulan, reforman y homegeneizan las identidades y las tradiciones locales». El problema (Marie Christine Boyer, The City of Collective Memory) surge cuando los ciudadanos van pasando de estas islas donde se recrean diversos momentos históricos y apartan su atención de otras zonas menos favorecidas (guetos, tugurios), «inhibiendo su deseo de exploración por luchar por una sociedad más justa».

De hecho, la renovación de la ciudad posthistórica se lleva a cabo, la mayoría de las veces, siguiendo criterios de consumo. Los ejemplos abundan en Estados Unidos: «el principal factor que ha inducido la rehabilitación de los cascos urbanos norteamericanos ha sido el turismo, que ha impulsado fenómenos como la «rousificación» (término de Peter Hall que ya mencionamos).

New York Times Square

Un buen ejemplo de ello es Times Square. Durante las décadas de 1940 y 50, de la mano del cine, se convirtió en el corazón de Nueva York; pero en los 60 y 70 cayó en la decadencia y se volvió nido de locales de sexo barato y narcotráfico. Cuando fue renovada hasta convertirla en lo que es hoy, se recurrió a una recreación histórica de su época dorada, generando una «Times Square más Times Square que la original, una perfecta ciudad posthistórica, empaquetada y puesta a la venta como un producto turístico más de Nueva York» (p. 29). Cuando la historia no ofrece modelos válidos, se inventan: Battery Park. O, incluso, se aprovecha cualquier suceso para incluirlo en la recreación histórica: la Zona Cero, cargada de simbolismo.

Cuando la recreación posthistórica abandona la ciudad y se instala en suburbios, surgen zonas como Seaside, una colonia turística construida en Florida que tomó como modelo las ciudades norteamericanas pequeñas de 1920 y 1930. Seaside es conocida por ser el plató donde se rodó El show de Truman. Pero a lomos del new urbanism existen multitud de colonias distintas por todos Estados Unidos que recrean distintas formas arquitectónicas: Celebration, a pocos kilómetros de Orlando, gestionado por Disney, recrea un pueblo estilo «conquista de la frontera» donde todo está reglado: el estilo de las calles, de los edificios, la vegetación…

Celebration es un ejemplo químicamente puro de ciudad posthistórica, un entorno urbano cerrado en sí mismo donde la arquitectura, la forma urbana y el estilo de vida han sido diseñados y controlados para recrear un mundo de ensueño. Comparte objetivo con la visión culturalista: combatir el desarraigo postmoderno, generar sensación de historia, de identidad, de cultura; de habitar universos estables y seguros. (p. 37)

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Seaside, Florida

Cada capítulo del libro viene acompañado de un apéndice en el que se destaca una ciudad donde predominan las ciudades que se han comentado en él. El primer apéndice está dedicado a Berlín. Tras la Segunda Guerra Mundial intentó ser ciudad de la disciplina para gestionar su reconstrucción; fracasó y no tuvo más remedio que aceptar la intervención de las empresas privadas (el ejemplo canónica: el Sony Center de Potsdamer Platz) para volverse ciudad planificada; finalmente, aceptando sólo a medias su pasado y jugando con él (East Side Gallery, Judisches Museum, Check Point Charlie) se vuelve ciudad posthistórica.

IX. La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, Rem Koolhaas, Bernardo Secchi

Y llegamos al último tema de los nueve que forman Teorías e historia de la ciudad contemporánea, del gran Carlos García Vázquez.

Los arquitectos encajaron de maneras muy diferentes la drástica mutación de las megápolis en metápolis. Unos quedaron deslumbrados por la rapidez, escala y radicalidad de un proceso que, en poco más de una década, puso sobre la mesa fenómenos urbanos absolutamente novedosos. Guiados por efluvios iluministas, fascinación por el progreso, confianza en el futuro, etc., su opción fue poner los pies en la tierra e intentar aprehender la lógica socioeconómica tardocapitalista para postular respuestas técnicas capaces de hacerle frente con un urbanismo y un diseño urbano de calidad.

Otros, en cambio, recelaron del cambio, sobre todo por las implicaciones socioambientales. Prevalecía en ellos una clara sensibilidad romántica, que clausuraba el siglo XX insistiendo en los mitos con los que cerró el siglo XIX: ciudad histórica y naturaleza.

El mito de los arquitectos iluministas lo marcó William J. Mitchell, autor de City of Bits en 1995. Mitchell abogaba por reformular el espacio urbano teniendo en cuenta que, en los próximos años, muchas de sus actividades se iban a llevar a cabo en el ciberespacio. Sus libros siguientes continuaron con el tema: en E-topia enunció los principios del diseño ciberurbano: desmaterialización, desmovilización, funcionamiento inteligente, personalización en masa y transformación suave.

city of bits

Algo antes, y a revuelta de las revoluciones libertarias de los 60, en 1969 Peter Hall, Reyner Banham, Paul Barker y Cedric Price publicaron un artículo titulado «Sin plan: un experimento sobre la libertad». Argumentaban que las ciudades más planificadas siempre habían sido las menos libres (el ejemplo clásico: el París de Baumann), por lo que pregonaban la libertad de los ciudadanos por crear su propia ciudad.

Sin embargo, el mensaje fue adoptado por el tardocapitalismo con un sentido opuesto: impedir que las administraciones y el estado tuviesen poder sobre la ciudad y cederle éste al mercado. Paradójicamente, los estudios culturales, en su defensa de las minorías y la diferencia, también situaron al estado y los poderes fácticos de la ciudad como el gran enemigo que había procurado por la supremacía del hombre blanco. Ante este doble envite, los urbanistas iluminstas, preocupados por la posible disolución de la ciudad que habían creado, optaron por dos caminos: el discurso de Habermas o el pragmatismo filosófico. Sigue leyendo «IX. La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, Rem Koolhaas, Bernardo Secchi»

VIII. La metápolis de los historiadores: Dolores Hayden, Anthony Sutcliffe, Anthony D. King

Vamos con el octavo y penúltimo apartado de Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez.

Destaca el autor cómo, a finales de los 70, la definición de la historia urbana como disciplina había concluido. En las décadas siguientes, sin embargo, en vez de consolidarse, la historia sufrió el embate del relativismo postmoderno, que deslegitimó la «historia universal» fundada por Hegel. Este embate tuvo dos oleadas: la primera respecto a los contenidos, ampliando los aspectos a estudiar; la segunda respecto a las metodologías, dejando de lado la cronología progresiva y buscando otras formas de abordar la historia.

Uno de los nuevos temas fue suburbia, claro. Robert Fishman con Bourgeois Utopia (1987) dio el pistoletazo de salida que siguió Dolores Hayden con Building Suburbia (2003). Hayden, además, abrió un segundo frente temático: la visión de género, auspiciada desde los estudios culturales. Hayden acusaba al capitalismo de haberse aliado con el machismo: en la ciudad preindustrial, casa y lugar de trabajo coincidían, por lo que las tareas eran compartidas. Al llegar a la ciudad industrial, el trabajo se apartó del hogar, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se invitó a las mujeres a retirarse de las fábricas (los hombres ya iban volviendo) y quedarse en casa (en suburbia, nada menos) a ocuparse de los críos. En 1995 publicó The Power of Place.

William H. Whyte había observado algo similar en El hombre organización (1956): la periferia, suburbia, era el reino femenino, ligado al hogar y las compras domésticas, mientras que el centro americano, downtown, era un coto masculino. Los women’s studies se centraron por lo tanto, inicialmente, en estudios sobre el espacio público; y cómo los movimientos de la mujer del siglo XIX por el espacio público, por ejemplo, venían codificados por la sociedad; y aquellas mujeres que lo incumplían, sospechosas de ser prostitutas.

Sin embargo, una segunda oleada de estudios feministas discrepaba (Elizabeth Wilson, por ejemplo). Pregonaban que en la ciudad habían existido siempre espacios liminales semipúblicos semiprivados (teatros, grandes almacenes, cafés) donde las mujeres podían desenvolverse con libertad y autonomía. De hecho, primar el hábito del espacio público sobre el doméstico era una forma machista de estudiar la historia; había que primar el estudio del espacio doméstico.

Anthony Sutcliffe fue el líder de la International Planning History Society (1977), que abordaba la historia del urbanismo basándola en las variables socioeconómicas. Su libro British Town Planning. The Formative Years (1981), fue, de hecho, el pionero. Siguió con Towards the Planned City (1981). Peter Hall vino después, con Cities of Tomorrow (1988), un rastreo de la evolución temporal y geográfica de las ideas clave del urbanismo.

Finalmente, Anthony D. King publicó Urbanism, Colonialism and the World-Economy en 1990, analizando el proceso de implantación del urbanismo occidental en las colonias británicas.

El otro embate contra la historia urbana clásica fue al de sus fuentes. Huyendo de la burda cronología histórica, se buscaron fuentes alternativas surgidas de la experiencia personal, intentando comprender el día a día de las personas anónimas, más que el de los héroes o los grandes nombres. Se usó la música, la danza, cine, pintura, fotografías, relatos de viajes; y, especialmente, la literatura. Citando sólo algunos ejemplos:

  • La imagen de la ciudad: de Esparta a Las Vegas, de Paolo Sica, 1977.
  • Metropolis 1870-1940, de Anthony Sutcliffe, 1984.
  • Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, de Richard Sennett, 1994.
  • Cities in Civilization, de Peter Hall, 1997.

VII. La metápolis de los sociólogos: Manuel Castells, Saskia Sassen, Mike Davis

Seguimos el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez.

El origen del término ‘metápolis’

En 1973 estalló la crisis del petróleo, un auténtico torpedo en la línea de flotación del Estado del bienestar (…) la «época dorada del capitalismo» había llegado a su fin (…) la revisión del modelo económico corrió a cargo de los neoconservadores (…) Gobiernos y grandes empresas aprovecharon la desaparición de toda alternativa al capitalismo para poner en marcha un proceso de reestructuración cuyo objetivo era desmantelar el Estado del bienestar (…) dicha reestructuración confluyó en el tiempo con la III Revolución Tecnológica, cuyos fundamentos eran la informática y las telecomunicaciones. (p . 140).

Del fomento del humanismo se pasó a la competencia. Ciudades que no tenían tradición industrial quisieron crecer, llamar al capital: construyeron distritos financieros, parques tecnológicos, aeropuertos, megapuertos; exposiciones universales, juegos olímpicos, cualquier acontecimiento que las colocase en el mapa.

El espacio de la megalópolis quedó redefinido. El centro, hasta ahora obviado, casi abandonado, se revitalizó. Las corporaciones lo valoraban como lugar de exposición de sus sedes, muestra de poder y prestigio, y a las grandes empresas las siguieron las de servicios. Pronto volvieron los residentes: pero eran sectores muy específicos, jóvenes profesionales, parejas sin hijos, artistas, homosexuales. Sofisticados urbanitas que huían del aburrimiento de los suburbios y exigían cultura a grandes niveles: museos mediáticos, grandes exposiciones, restaurantes exóticos, tiendas de diseño. Su llegada provocó lo que se ha acabado conociendo como gentrificación: aumento del precio de la vivienda, expulsión de los antiguos residentes.

La periferia, repleta tras la crisis del petróleo de ruinas industriales y barriadas adyacentes depauperadas, fueron superadas por compañías que se deslocalizaban aún más lejos; por lo que la periferia fue ocupada por empresas medianas, que huían de la ciudad pero no podían irse tan lejos, formando complejos de trabajo, polígonos donde cohabitaban diversidad de industrias.

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Los nuevos suburbios

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VI. La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, Kevin Lynch, Aldo Rossi

Seguimos con el sexto tema del libro Teoría e historias de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez.

Tras la publicación de La carta de Atenas, los arquitectos se encontraron con una ciudad llena de suburbios que se extendía sin límites por el territorio. Parecía que la idea de Le Corbusier, que compartió con Frank Lloyd Wright, de que la ciudad lo ocuparía todo, se estaba desarrollando: pero no una ciudad continua, sino una serie de clústers, un amalgama de territorios descentralizados esparcidos por todo el territorio.

Tras un tiempo renunciando al concepto de espacio público, por considerarlo algo clasista de principios de siglo y asociado a los art nouveau, los arquitectos volvieron a prestarle atención, englobándolo en esta ocasión bajo el nombre de «diseño urbano», es decir, «la parte del urbanismo que trata de la forma física de la ciudad». No todo eran edificios y viviendas: también se hacían necesarios museos, cafés, cultura y hasta unión entre todos ellos.

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New Babylon, de Constantin Nieuwenhuis

Pero finalmente hubo que aceptar un hecho: la zonificación funcional no generaba los resultados previstos, más bien separaba a las personas, las disgregaba en grupos menos diversos, por lo que en el 1959 se renegó de La carta de Atenas. Fue Giancarlo de Carlo el que explicó los tres motivos que empujaban a ello: Sigue leyendo «VI. La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, Kevin Lynch, Aldo Rossi»

V. La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, Colin Rowe, Manfredo Tafuri

(Seguimos el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez).

Cerramos el anterior apartado, la metrópolis de los historiadores, hablando de Lewis Mumford y su La cultura de las ciudades, y abrimos éste hablando nuevamente de él y de la publicación de su monumental La ciudad en la historia, donde ampliaba el estudio de la historia de la ciudad a Mesopotamia e incluso hasta el Paleolítico. La ciudad en la historia (que trataremos próximamente) tuvo mucho impacto por dos motivos: el primero, por la visión, poco subjetiva, en la que Mumford dejaba claro lo poco que le gustaba la ciudad actual, según él, abocada al desastre. Por el otro, la poca ortodoxia con la que Mumford recurría a diversas fuentes y las usaba para apoyar en ellas sus opiniones. Fue el último libro de ese estilo: desde entonces, la historiografía urbana se volvió más académica y formal, y figuras como Mumford serían un rara avis.

Se hacía necesaria la creación de un método para la historia. A ello se aplicaron los historiadores, reuniéndose en congresos, especialmente en Reino Unido y Estados Unidos (The Historian and the City en 1961 tras la reunión entre el MIT y Harvard, The Study of Urban History en 1966 tras el congreso organizado por la Universidad de Leicester). La mayoría, sin embargo, trataban de extraer el conocimiento de la morfología urbana, olvidando algo esencial: la economía. Tuvo que llegar Harold J. Dyos a recordárselo. Sigue leyendo «V. La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, Colin Rowe, Manfredo Tafuri»

IV. La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre

(Seguimos el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez).

De la metrópolis (1882-1939) a la megalópolis (1939-1979)

Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo en general, y Europa en particular, emergieron psicológicamente devastados. La destrucción y la enorme pérdida de vidas fue sólo posible gracias el avanzado desarrollo tecnológico alcanzado. Lo terrible de Auschwitz no es (sólo) la muerte de los presos en el campo de concentración, sino la enorme capacidad tecnológica que se requiere para llevarlo a cabo a tal nivel: es el fracaso de todo el progreso.

El objetivo, pues, será restablecer los valores humanistas: y para ello se creó el estado del Bienestar, aprovechando una larga época de bonanza económica que atravesó los años 50 (la imagen típica de la ama de casa americana preparando el pastel en sus flamantes nuevos electrodomésticos, y discúlpenme el machismo implícito). Las primeras grietas surgieron durante los 60, con la contracultura, la guerra de Vietnam y la eclosión de mayo del 68, y la fe se perdió de nuevo tras las crisis económicas del 73.

Las ciudades, durante esta época, vivieron dos expansiones distintas: por un lado, la lucha contra la pobreza generó que millones de personas fuesen realojadas en nuevas ciudades (las New Towns británicas, las Villes Nouvelles francesas, los polígonos españoles…), erigidas según los principios de la carta de Atenas; por otro lado, los centros históricos de la ciudad fueron las grandes víctimas: la urban renewal de Estados Unidos, la limpieza de barriadas del Reino Unido o los proyectos de Charles de Gaulle en París, que quería arrasar un tercio de la ciudad.

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Durante los 50, además, la clase media (especialmente la estadounidense) abandonó los centros urbanos y se mudó a la periferia, a suburbia, a las afueras, extendiéndose enormemente en geografía gracias a las flamantes nuevas autopistas que radiaban el territorio y que Jean Gottman denominó megalópolis («ciudad gigante») en 1961. El nombre se refería en principio a la costa Este de Estados Unidos y su sucesión de ciudades (Baltimore, Nueva York, Washington, Boston…), aunque el término caló y se usa hoy en día para ciudades enormes formadas por más de un núcleo. Sigue leyendo «IV. La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre»