Ciudades del mañana (y III): el urbanismo se vuelve académico

Y con esta tercera entrada acabamos el repaso del libro Ciudades del mañana, de Peter Hall. La sensación que nos ha dejado es muy buena: se trata del mejor tratado sobre urbanismo que hemos consultado hasta la fecha. En cuanto a urbanismo propiamente dicho, es más extenso y completo que Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez (con el que no dejamos de compararlo por el simple motivo de que son dos de los grandes libros leídos en este blog, y similares en temática); pero el de García Vázquez aborda otros temas (arquitectura, sociología) que Hall sólo roza.

El capítulo noveno trata un tema que se dará sobre todo en Estados Unidos pero cuya configuración afectará al urbanismo por doquier: La ciudad en la autopista, se titula. Las autopistas nacieron en Alemania, durante la República de Weimar. Los nazis, al llegar al poder, estaban en principio en contra del proyecto (probablemente porque era del régimen anterior), pero pronto le vieron la utilidad y siguieron adelante. Aunque primitivas en su diseño, eran similares a otros proyectos que fueron desarrollándose por la fecha en distintas zonas del mundo: «carriles separados, enlaces a niveles distintos, estaciones de servicio impecablemente diseñadas, incluso los enormes carteles con sus letras clásicas, que se convirtieron en una parte del nuevo simbolismo visual» (p. 292).

Paradójicamente, la que acabaría siendo conocida como ciudad de las autopistas, Los Ángeles, contaba en su haber con menos construcciones de este tipo que, por ejemplo, la ciudad de Nueva York, con el ubicuo Robert Moses como constructor. Sin embargo, lo que en Nueva York era una vía de circunvalación rápida, en Los Ángeles pronto se convirtió en el único modo de ir de un sitio a otro. La construcción de la autopista de Arroyo Seco, por ejemplo, produjo el aumento inmediato del valor del suelo en Pasadena y forjó un tándem que ya no se disolvería: el de autopistas y promotores.

Hubo otros caminos para llegar a suburbia: sin ir más lejos, y pretendiendo todo lo contrario, la idea de Frank Lloyd Wright que cristalizó en Broadacre City, empezada en 1924. Similar en su planteamiento a los de la Asociación para la Planificación Regional de Mumford («el mismo rechazo de la gran ciudad, la misma antipatía populista en contra del capital financiero y los grandes propietarios; el mismo antagonismo anarquista contra el gobierno central; la misma fe en los efectos liberadores de las nuevas tecnologías; la misma creencia en la posesión de la casa y la vuelta a la tierra», p. 297). También había diferencias: Wright quería liberar a hombres y mujeres para que fuesen individuos libres, no para que se unieran en un sistema cooperativo; no quería casar la ciudad con el campo, sino fundirlos.

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Broadacre City. Confesamos que en el blog no entendemos la imagen; parece que no somos los únicos, a la vista de este linkdonde la explican…

La visión de Wright, idílica, coincide en algunos puntos con la de Howard: ciudadanos libres con sus propios hogares, en entornos idílicos donde todos los servicios están a mano unos de otros y se confunden las zonas de trabajo con las de ocio… Ambos fueron igualmente criticados: Howard, sobre todo, por aquello que acabó siendo su idea; Wright porque proponía individuos libres… sometidos a la tiranía del arquitecto.

Y la idea cuajó, y Estados Unidos se volvió Broadacre City. Pero sin la base económica ni el fundamento social que Wright había previsto: con casas prefabricadas por corporaciones mastodónticas y situadas a lo largo de las nuevas autopistas. Según Hall hubo cuatro factores que permitieron el enorme crecimiento de suburbia:

  • las nuevas carreteras que habían abierto nuevas posibilidades en lugares fuera del alcance de los tranvías y trenes;
  • la zonificación de los usos del suelo, que en Estados Unidos se tradujo en una forma de mantener estable los valores de la propiedad y crear zonas residenciales uniformes;
  • las hipotecas garantizadas por el gobierno, que permitían préstamos a bajo interés y a pagar en plazos largos, lo que facilitaba el acceso a la vivienda a familias con ingresos modestos;
  • y el baby boom, que creó una demanda enorme de casas donde los niños pudiesen crecer y sirvió como catalizador de los tres factores anteriores.

Eisenhower («que había ganado la guerra en las Autobahnen alemanas») puso en marcha la creación de una nueva red de carreteras, pensando que, además de su utilidad, generarían un boom económico. Hubo un debate sobre si las vías debían circunvalar las ciudades o pasar por el centro; la mayoría se decantó por esto segundo, lo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que el maestro del responsable del proyecto, Bertram Tallamy, había sido alguien que también participaba en el mismo: Robert Moses.

A la mezcla anterior se le añadió un factor nuevo: los grandes empresarios, constructores a gran escala, capaces de edificar casas como si fuesen neveras o coches. El ejemplo clásico: Levittown, en Long Island, aunque luego fue replicado en otros estados. Su gran defecto, como ya hemos comentado en el blog a menudo: que están segregados por edad y clase social, es decir: la gente vive con sus iguales. Otros: «despilfarro del suelo, aumento del tiempo invertido en el traslado diario al trabajo, costes más altos en los servicios públicos, carencia de zona dedicada a parques» (p. 309). García Vázquez era bastante contrario a suburbia; Hall no lo es tanto.

El siguiente paso fue la mayoría de edad de suburbia, significada por el famoso Learning from Las Vegas de Robert Venturi: el estudio de las nuevas formas de arquitectura que habían surgido a lo largo de la carretera. El paisaje de la calle principal de Las Vegas «está constituido por los propios carteles; los edificios, reducidos a ser los soportes de esta decoración, están rodeados por amplias zonas de aparcamiento» (p. 310). Y estas nuevas formas arquitectónicas, decía Venturi, ya no podían ser juzgadas con los criterios funcionalistas que habían predominado desde los años treinta. Hall sostiene que la publicación del libro supuso uno de los hitos que señaló el final de la arquitectura moderna y su cambio hacia el postmodernismo.

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Íbamos a añadir una imagen de Levittown, pero las de Las Vegas tienen mucho más colorido.

También durante los sesenta fueron apareciendo estudios que trataban de rebatir la idea de que el hombre de suburbia vivía en la homogeneidad adormecedora, sin individualidad, sin interacción urbana: los estudios sugerían que su vida era, más o menos, muy similar a la de los habitantes de las grandes ciudades.

Hall, en conclusión, cita como aspectos positivos la extrema vitalidad del proceso, la cantidad de casas y vecindarios edificados, su contribución a la vitalidad económica del país. En contra: los costes de la dispersión disparan el precio de la vivienda, se ha despilfarrado suelo sin necesidad, los resultados estéticos, si bien no horribles, tampoco son para tirar cohetes. Pero la crítica más seria es que la mitad de la población no ha podido acceder a una casa: en definitiva, la suburbanización ha ayudado a la estratificación por raza, ingresos y trabajo de la población (Clawson), aunque el mismo autor afirma que las fuerzas económicas y sociales que generan esta estratificación son más profundas que el hecho de suburbia. (p. 314)

El mismo proceso en Europa tuvo resultados distintos: se tendió más a la creación de ciudades satélite que de barrios suburbanos residenciales. El ejemplo: Estocolmo.

Y con el décimo capítulo se abre la última parte del libro de Hall, dedicado a la llegada del urbanismo a las universidades y la separación entre un urbanismo «real» y un urbanismo «académico» alejado de las calles: La ciudad de la teoría.

La historia del urbanismo como disciplina universitaria tuvo un origen claro: el de la propia actividad de la profesión. Hubo urbanistas antes que urbanismo, por así decirlo, por lo que los primeros pasos de la disciplina fueron la repetición de fórmulas y casos que ya se habían llevado a cabo. A medida que los ordenadores entraban en escena se fueron convirtiendo en herramientas necesarias para los urbanistas, que les dieron la capacidad de generar modelos, sobre todo de tráfico, para planear las distintas opciones aplicables a cada caso.

La cosa cambió con el surgimiento de los estudios marxistas de los 70.

(…) en el mundo anglosajón también apareció una visión específicamente marxista del urbanismo. Describirla comportaría hacer un curso completo de teoría marxista, pero, resumiendo, diríamos que la estructura de la propia ciudad capitalista, incluyendo sus modelos de uso de suelo y de actividades, es el resultado del capital en busca de beneficio. Debido a que el capitalismo está abocado a crisis periódicas, que se hacen más profundas en la situación del capitalismo tardío, el capital recurre al estado, que actúa como su agente, para que le ayude a remediar la desorganización en la producción de artículos de consumo y favorezcla la reproducción de la fuerza de trabajo. (…) garantizando y legitimando el capitalismo social y las relaciones de propiedad. (p. 346)

Figuras esenciales del momento: David HarveyDavid Harvey, Manuel Castells, Henri Lefebvre.

Pero, señala Hall, de esta consideración del urbanismo nace un problema, una dicotomía insoluble: la tarea del urbanista es descubrir el trasfondo capitalista que yace sobre el mundo y, si acaso, luchar contra él o buscar formas de soslayarlo. El problema, claro, es que la tarea del urbanista es limitada y «no puede suponer que cambiará el curso de la evolución del capitalismo en más de un milímetro o un milisegundo, la lógica exige que se dedique con firmeza a la primera tarea [comprender el mundo académicamente] y se olvide de la segunda [actuar para cambiarlo]. En otras palabras, la lógica marxista es extrañamente quietista; sugiere que el urbanista abandone la planificación y se retire a su torre de marfil académica.» (p. 349)

El capítulo 11, La ciudad de los promotores, nos coloca en camino del momento actual. Tras el gran crecimiento de suburbia (en Estados Unidos) o las ciudades satélite (Europa), las ciudades se dieron cuenta de que estaban perdiendo población, especialmente sus centros. La gran obsesión de las ciudades, que había sido limitar o conducir el crecimiento, dio un giro radical y se centró en fomentarlo para hacer renacer sus centros urbanos. Y el camino ideal lo halló en la colaboración público-privada, cuyo nombre central será el de James Rouse, promotor de Baltimore que sentó las bases de un sistema nuevo: renovar zonas de la ciudad (en su caso fueron los centros marítimos), derruir los almacenes y la maquinaria obsoleta y llenarlos con tiendas, centros comerciales, restaurantes, zonas de ocio y nuevas áreas residenciales (de nivel medio-alto, se sobreentiende).

La «Rousificación» de Boston y Baltimore -proceso que se está repitiendo en un gran número de viejas ciudades industriales norteamericanas- suponía la deliberada creación de la ciudad como escenario. Como pasa en el teatro, parece que sea de verdad, pero no es vida urbana como la que siempre hemos conocido: el modelo es la Calle Mayor de América que recibe a los visitantes que llegan al Disneyland de California, está «higienizada» para su mayor seguridad (como dice la frase), es saludable, no presenta ningún peligro, y su medida es siete octavos del tamaño  natural. A su alrededor, las calles restauradas de manera encantadora -todas «yupificadas» gracias a la gran inyección de fondos del departamento para el Desarrollo Urbano y de la Vivienda- tienen la misma cualidad: parecen un espacio urbano imaginario de una película de Disney, lo que pasa es que, por incongruente que parezca, son de verdad. (p. 361)

Volvemos a la ciudad análoga de Sorkin. La situación fue similar en Europa: la mayoría de ciudades disponían de terrenos vacíos antaño ocupados por fábricas ahora deslocalizadas o a las afueras o a otros países y no sabían qué hacer con ellos. El problema es que, por ejemplo en los muelles de Londres, aún quedaban trabajadores, la mayoría de los cuales habían sufrido fuertemente el desplazamiento de sus fuentes de trabajo, y hubo protestas; fue necesario llegar a un acuerdo para reformar la zona que incluyese viviendas de protección oficial.

No entramos en detalles de los dos últimos capítulos: La ciudad de la eterna pobreza narra la entrada de la sociología a la ciudad de la mano de la Escuela de Chicago (algo que nos explicó, por ejemplo, Ulf Hannerz en mayor detalle) y La ciudad a lo Belle Epoque narra los últimos cambios sucedidos en la ciudad: globalización, segregación, conurbaciones y flujos (algo que, dado que el libro es de 1996, no profundiza mucho en el asunto; citamos, por ejemplo, al Olivier Mongin de La condición urbana).

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