París, capital de la modernidad; David Harvey

En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Hausmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrábamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Mausset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubet y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, mucha de las cuales dieron paso a la maquinaria y la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.

Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente. (p. 7)

Precisamente la Introducción a este magno París, capital de la modernidad, de David Harvey (publicado en 2006, leemos la edición de 2008 de Akal, traducida por José María Amoroto Salido) se titula «La modernidad como ruptura». Porque Harvey sostiene que, aunque se haya repetido hasta la saciedad que la llegada de la modernidad fue una irrupción, hay indicios anteriores a la revolución de 1848. «Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.» (p. 21)

Porque la escala de París cambió, de una forma drástica y exponencial. La ciudad hizo un pacto con el capital, el consumo y la modernidad que tan bien reflejarían desde las obras de Baudelaire y Flaubert hasta El libro de los pasajes de Benjamin; y no olvidemos que gran parte de los estudios urbanos franceses de los 60 y los 70 volvieron al París de Haussmann, el París que se modernizaba a finales del siglo XIX, tanto para entender la producción del espacio urbano (Lefebvre, por ejemplo) como una incipiente postmodernidad (con la compresión espacio-temporal de las vanguardias de principio de siglo).

Para tratar de entender la magnitud del salto, Harvey divide el libro en dos capítulos: la época de 1830-1848, que denomina «Representaciones», y la época de 1848 a 1870, «Materializaciones». Es en esta segunda parte donde nos detendremos. Harvey recurre al fresco para presentar los distintos cambios sociales, culturales, económicas; vitales, en definitiva, que atravesó la ciudad en apenas una generación. En el blog nos detendremos en aquellos que más atañen a la forma urbana, dejando algo más de lado los culturales y los políticos, pues la Francia del XIX fue una época confusa y compleja de la que se ha hablado mucho y de la que hay mucho por hablar.

Saltamos al capítulo cuarto, «La organización de las relaciones espaciales». La modernización de Francia («la implantación de las estructuras y los métodos de un capitalismo moderno a gran escala», p. 137) era una cuestión pendiente que se volvió necesaria hacia 1850. El plan, que iría vinculado a las reformas de París, ya se había discutido antes de la llegada de Haussmann a la capital (luego entraremos en más detalle), aunque su participación lo aceleró y magnificó. No fueron los únicos cambios: la red ferroviaria pasó de 1900 km. en 1850 a 17.400 en 1870; en diez año, se pasó de no tener telégrafos a tender 23.000 kilómetros; y el canal de Suez, financiado por Francia, se abrió en 1869.

No puede olvidarse que no se trataba de un proyecto emprendido simplemente por orden de un emperador poderoso y sus consejeros (incluyendo a Haussmann), sino organizado por y para la asociación de capitales. Como tal se encontraba sometido a la poderosa pero contradictoria lógica de la realización de beneficios a través de la acumulación de capital. (p. 141)

Por ejemplo: si París se encontraba en el centro de la red ferroviaria no era sólo una decisión política, sino también económica motivada por el hecho de que se había convertido en una capital industrial y en el principal mercado del país. Hubo más cambios, claro: la aparición de los grandes almacenes, con sus escaparates y el fetichismo de las mercancías exóticas; el aluvión de turismo; el aumento de la velocidad de la rotación de la mercancía permitía, ahora, que las verduras llegasen de países incluso de fuera de Europa, aliviando a los consumidores de la aleatoriedad de buenas o malas cosechas.

La concepción del espacio urbano que desarrolló Haussmann era indudablemente nueva. En vez de una «colección de planes parciales de vías públicas considerados sin lazos ni conexiones», Haussmann buscaba «un plan general que, a pesar de todo, estuviera suficientemente detallado para poder coordinar adecuadamente las diferentes circunstancias particulares». Se consideró y se actuó sobre el espacio urbano como una totalidad en la que los diferentes barrios de la ciudad y las diferentes funciones se ponían en relación unas con otros para formar una unidad de funcionamiento. Esta persistente preocupación por la totalidad del espacio condujo al encarnizado empeño de Haussmann en incluir (sin contar con un respaldo inequívoco del emperador) los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. (…)

Si los objetivos declarados de Haussmann y el emperador eran construir una nueva Roma y expulsar del centro a las clases «peligrosas», «una de las consecuencias más claras de sus esfuerzos fue mejorar la capacidad de circulación de personas y mercancías dentro de los límites de la ciudad» (p. 144). Como ya vimos en El declive del hombre público, ahora las masas podían acudir al centro (a consumir en los cafés y grandes almacenes, a contemplar los bulevares y a las damas que los transitaban) desde todas partes de la ciudad.

El nuevo sistema de calles tenía la ventaja añadida de que rodeaba hábilmente algunos de los tradicionales enclaves de los fermentos revolucionarios, lo que permitiría la libre circulación de la fuerza pública si llegara el caso. También contribuía a la renovación del aire en vecindarios insalubres, mientras que la luz gratuita del sol durante el día y la del nuevo alumbrado nocturno de gas, subrayaba la transición hacia una nueva forma de urbanismo más extrovertida, en la que la vida pública del bulevar se volvía un escaparate de lo que era la ciudad. Y en un extraordinario alarde de ingeniería, una maravilla en aquel momento, la circulación del agua de consumo y de las aguas residuales sufrió una transformación revolucionaria. (p. 144)

Todos los cambios que se dieron no fueron liderados por Haussmann; muchos de ellos, como la modificación del funcionamiento de los mercados del suelo y la propiedad, la distribución de población, etc., fueron más situaciones con las que tuvo que lidiar que consecuencia de los actos del barón; pero, eso sí, el París que estaba diseñando se convirtió en «un marco espacial alrededor del cual esos mismos procesos (de desarrollo industrial y comercial, de inversión en vivienda y segregación residencial, etc.) podrían agruparse y desarrollar sus propias trayectorias, definiendo así la nueva geografía histórica de la evolución de la ciudad». (p. 145)

Haussmann quería hacer de París una capital moderna digna de Francia, sino de la civilización occidental. Sin embargo, la realidad es que su papel fue ayudar simplemente a convertirla en una ciudad en la que la circulación del capital se volvió el auténtico poder imperial. (p. 146)

El quinto capítulo, «Dinero, crédito y finanzas», busca el origen del capital que remodeló Parías y los cambios que sufrió el tipo de financiación. Se comenta brevemente la pugna que mantuvieron los hermanos Pereire y la familia Rotschild como representantes de dos formas distintas de entender el capital: los Rotschild eran «un negocio familiar, privado y confidencial» que trabajaba entre amigos y conocidos, es decir, dentro de la clase y de forma conservadora; mientras que los Pereire «consideraban el sistema crediticio como el nervio central del desarrollo económico y del cambio social» y buscaban establecer una jerarquía de instituciones de crédito capaz de afrontar proyectos a largo plazo; de financiar la modernización que requería el capital, vaya.

El problema es que había que absorber los excedentes de capital y trabajo. La reciente crisis económica imponía cambios para que no se repitiese, aunque la burguesía no sabía por dónde tirar. Unos defendían una especie de keynesianismo primitivo donde se contuviese la inflación y se estimulase la expansión; otros, entre ellos los Pereire y Haussmann, «compartían la idea de que el crédito universal era el camino hacia el progrese económico y la reconciliación social». «Con ello, se abandonó lo que Marx llamaba «el catolicismo» de la base monetaria, que había convertido el sistema financiero en «el papado de la producción», y abrazaron lo que Marx llamó «el protestantismo de la fe y el crédito»» (p. 153).

A pesar de que el credo católico consideraba el préstamo como usura y estaba muy cerca del pecado (si no lo era), la modernización (económica) requería el establecimiento de toda una serie de instituciones crediticias y la reconversión de las que ya había para, por ejemplo, financiar las costosas infraestructuras que modificaban París. Y, por supuesto, a partir de ahí surgió la especulación.

La Compagnie Immobilièr de París surgió en 1858 de la organización que los Pereire habían creado en 1854 para llevar a cabo el primero de los grandes proyectos de Haussmann: la terminación de la Rue de Rivoli y del Hotel du Louvre. (…) La decisión de reunir el capital y construir a lo largo de Rue de Rivoli el hotel y los espacios comerciales se realizó como una maniobra especulativa con vistas a la Exposición Universal planeada para 1855. (p. 155)

La circulación del capital se aceleró y afectó otros ámbitos. En el sexto capítulo, «La renta inmobiliaria y los intereses inmobiliarios», Harvey detalla cómo se pasó de una profunda depresión en el mercado inmobiliario entre 1848 y 1852 (con porcentajes de ocupación reducidos a una sexta parte en algunos barrios burgueses) a una edad de oro durante el Segundo Imperio caracterizada por «índices relativamente elevados de rentabilidad y revalorización» (p. 161). Pero también la concepción de la vivienda en la ciudad se modificó, pasando de un bien social a un activo financiero (algo muy similar a lo que sucede hoy de forma generalizada) cuyo valor de cambio superaba, con mucho, a su valor de uso. Si durante la década de 1840 «la propiedad estaba en sus dos terceras partes en manos de los pequeños comerciantes y artesanos», en 1880 éstos habían caído hasta el 13.6% y una clase que se identificaba a sí misma como «los propietarios» dominaba el 53.9% del mercado.

El Imperio coqueteó con esta clase de propietarios, lógicamente, aunque sus relaciones nunca acabaron de ser del todo fructíferas. La visión de Haussmann era más amplia y contemplaba la totalidad de la ciudad, lo que siempre creaba personas favorecidas y personas perjudicadas; además, el barón tenía la potestad de expropiar por razones de interés público o insalubridad, algo que le daba cierto poder hasta que los propietarios contraatacaron aliándose con el poder judicial y el Consejo de Estado y consiguiendo que las expropiaciones se pagasen a un precio que llegó a ser superior al de mercado, por un lado, y por el otro a mantener ellos los beneficios del aumento del valor de la propiedad, algo que ayudó enormemente a la crisis financiera que sufrió la ciudad en la década de 1860.

La modificación de la ciudad trajo nuevas consecuencias para los usos del suelo. La aparición de cada bulevar suponía el florecimiento de las calles adyacentes, mientras que las calles interiores perdían valor. Precisamente «esa oscilación tan acusada de los valores del suelo es la que permitió a los grandes empresarios operar de manera tan satisfactoria; el nuevo sistema de avenidas proporcionaba unas oportunidades maravillosas de obtener terrenos con revalorizaciones muy rápidas» (p. 176). Ello supuso que los usos del suelo que no podían hacer frente a los nuevos precios fueran expulsados y reemplazados por los que sí podían, de la misma forma que en toda arteria principal de las ciudades global surgen tiendas de lujo y franquicias de cafeterías, así como negocios destinados a turistas.

Las diferencias en París empezaron a ser el resultado de las lógicas capitalistas: un centro sobrerepresentado de precio muy alto, unas periferias donde el precio iba disminuyendo, los nodos clave en las grandes intersecciones también muy valiosos y una diferencia crucial entre «el oeste burgués y el este trabajador».

Haussmann entendió claramente que su poder par dar forma al espacio era también un poder para influir sobre los procesos de representación de la sociedad.

Su deseo evidente de librar a la ciudad de su base industrial y de su clase obrera, para así transformarla, presumiblemente, en un bastión no revolucionario del orden burgués, era una tarea demasiado ardua para completarla en una generación (de hecho no se terminó hasta los últimos años del siglo XX). Sin embargo, sí acosó a la industria pesada, a la industria sucia e incluso a la industria ligera hasta el punto de que, en 1870, la desindustrialización de la mayor parte del centro de la ciudad era un hecho consumado. Gran parte de la clase obrera se vio obligada a seguir el mismo camino, pero no hasta el punto que él deseaba. El centro de la ciudad se entregó a representaciones monumentales del poder y de la administración imperial, a las finanzas y al comercio y a los creciente servicios que surgían alrededor de un sector turístico en ascenso. Los nuevos bulevares no solamente proporcionaban la oportunidad de un control militar, sino que (iluminados por la luz de gas y adecuadamente patrullados) también permitían la libre circulación de la burguesía dentro de los barrios comerciales y de diversión. Quedaba asegurada la transición hacia una forma «extrovertida» de urbanismo, con todas sus consecuencias sociales y culturales (no se trataba únicamente de que el consumo creciese, lo que realmente sucedía, sino de que sus características visibles se volvieron más ostensibles para todos). (p. 192)

Damos un salto hasta el capítulo doce, «Consumismo, espectáculo y ocio». Haussmann recibió el encargo de convertir París en la capital del poder imperial, una especie de nueva Roma. De hecho, se lo escogió por el enorme éxito que tuvo su representación de la entrada de Luis Napoleón en Burdeos en 1852, y por ello fue trasladado a París.

El carácter permanente de los monumentos que acompañaron a la reconstrucción del tejido urbano y el diseño de espacios y perspectivas para centrarlos en símbolos significativos del poder imperial, servían para respaldar la legitimidad del nuevo régimen. El drama de las obras públicas y la exuberancia de la nueva arquitectura enfatizaban la intencionalidad y el carácter festivo de la atmósfera con la que el régimen imperial quería envolverse. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 contribuyeron a la gloria del Imperio. (p. 272)

El Segundo Imperio también quiso apropiarse de la condición de los participantes en el espectáculo para convertirlos en espectadores. Es algo que no se ha modificado y que ya hemos comentado, por ejemplo, con la fiesta de San Juan en Barcelona, una fiesta muy popular que se ha venido demonizando año tras año porque genera suciedad o por sus actos vandálicos pero que consiste en, simplemente, ocupar la calle e irse a la playa. Algo que choca con los usos mercantilizados de la ciudad y que genera sus constantes críticas. En el caso del París de Haussmann sucedió con el carnaval, una auténtica locura (recordemos el ensayo que le dedicó Bajtin a la festividad) que subvertía todos los usos de la ciudad y que fue paulatinamente desacreditada en favor de otras más burguesas, correctas y controlables.

Pero el espectáculo del Segundo Imperio iba mucho más allá de la pompa imperial. Para empezar, buscaba directamente celebrar el nacimiento de lo moderno, como se podía comprobar con las Exposiciones Universales. Como señala Benjamin, eran «lugares de peregrinación para el fetichismo de la mercancía», ocasiones en la que «la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más radiante». Pero también eran celebraciones de tecnologías modernas. (p. 274)

Los nuevos bulevares eran, en sí mismos, nuevas formas de espectáculo (recordemos el análisis de Marshal Berman del poema de Baudelaire Los ojos de los pobres): el bullicio de los carros y de las mercancías, los escaparates de los grandes almacenes, el tranvía y los nuevos transportes públicos al repicar sobre el asfalto del macadán; los cafés, cuya vida se derrama sobre las aceras. «La frivolidad cultural del Segundo Imperio estaba fuertemente asociada a las populares parodias que, en forma de operetas, hacía Offenbach de la ópera italiana. La transformación de parques como el Bois de Boulogne, Monceau e incluso de plazas como la del Temple en espacios sociales y recreativos, igualmente ayudó a acentuar una forma extrovertida de urbanización que realzaba la exhibición pública de la opulencia privada. La sociabilidad de las masas lanzadas a los bulevares estaba ahora tan controlada por los imperativos del comercio como por el poder de la policía.» (p. 275)

La relación simbiótica entre espacios públicos y comerciales y su apropiación privada por medio del consumo se volvió decisiva. El espectáculo de las mercancías vino a dominar la división entre la esfera pública y la privada y, de manera eficaz, unificó ambas. Y aunque el papel de la mujer burguesa se veía de alguna forma realzado por esta progresión desde las tiendas de los pasajes a los grandes almacenes, todavía se las podía explotar mucho, ahora como consumidoras más que como administradoras del hogar. Para ellas se convirtió en una necesidad pasear por los bulevares, ver los escaparates, comprar y mostrar sus adquisiciones en el espacio público en vez de ponerlas a buen recaudo en casa o en el tocador. Con la llegada de los descomunales vestidos de crinolina, ellas mismas se volvieron parte de un espectáculo que se alimentaba a sí mismo y definía los espacios públicos como lugares de exhibición de las mercancías y del comercio, todo ello recubierto por un aura de deseo e intercambio sexual. (p. 281)

Entonces, ¿cómo diferenciarse uno mismo en medio de esa incesante multitud de compradores que afrontan el creciente desfile de mercancías de los bulevares? El espléndido análisis de Benjamin sobre la fascinación de Baudelaire con el hombre en la multitud, el flâneur y el dandy, arrastrados por la multitud, intoxicados por ella, pero sin embargo, de alguna manera al margen de ella, proporciona un interesante punto de referencia masculino. La marea creciente de mercancías y de circulación del dinero no se puede contener. El anonimato de la multitud y del dinero puede ocultar toda clase de secretos personales, pero los encuentros casuales dentro de la multitud pueden ayudarnos a penetrar el fetichismo. Éstos eran los momentos que Baudelaire saboreaba, aunque no sin ansiedad. La prostituta, el trapero, el payaso empobrecido y caduco, un respetable anciano vestido con harapos, la hermosa y misteriosa mujer, todos se convierten en personajes fundamentales del drama urbano. (p. 287)

El capítulo quince orbita alrededor de temas culturales y de representación. Vuelve a la «pérdida del halo» de la que ya hablamos a propósito del Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman y a la fascinación por la prostitución que sentía Baudelaire; más que fascinación, el hecho de que aparezca en sus poemas, de que se haya convertido en un personaje más de los que pululan por el entorno urbano.

La tensión que Haussmann nunca pudo resolver fue transformar París en la ciudad del capital bajo los auspicios de la autoridad imperial. Ese proyecto estaba destinado a provocar respuestas políticas y sentimentales. Haussmann entregó la ciudad a los capitalistas, especuladores y cambistas; a una orgía de autoprostitución. Entre sus críticos los hubo que sintieron que habían sido excluidos de la orgía, y los que consideraban que todo el proceso era desagradable y obsceno. Es en semejante contexto donde las imágenes que Baudelaire acuña de la ciudad como una puta adquieren su significado. El Segundo Imperio fue un momento de transición en la siempre discutida imaginería de París. La ciudad llevaba tiempo representándose como una mujer. En el capítulo primero vimos como Balzac la veía misteriosa, caprichosa y a menudo banal, pero también natural, desaliñada e impredecible, especialmente en la revolución. La imagen de Zola es muy diferente. Ahora es una mujer caída y embrutecida, «destripada y sangrante», «presa de la especulación, la víctima de la avaricia del consumo sin freno». ¿Podía hacer otra cosa esta mujer embrutecida que levantarse en revolución? (p. 342)

El libro acaba con una Coda que narra «La construcción de la basílica del Sacré-Coeur» al mismo tiempo que la (breve, y sangrienta) historia de la Comuna de París.

La estética de la calle, Gustave Kahn

Decía Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad que cada ciudad ha encontrado un arte determinado que la represente de forma perfecta. La ciudad renacentista, con sus líneas y su perspectiva, quedó retratada en los cuadros de la época, puesto que era un objeto de arte, pensado para ser contemplado (como diría Lefebvre: producido). La novela ya se interesa desde sus inicios por el viaje y la descripción de lugares distintos, pero no destaca la ciudad como un lugar específico. Según Félix de Azúa, es con Jane Austen cuando la novela entra en la ciudad (aunque el mal habita en ella y el bien reside en el exterior). Luego llegaría la época dorada en que la novela y la ciudad van a la par: la era de los tranvías, la luz de gas, la muchedumbre y la modernidad (de la que hablaba Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire). Llegan entonces Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós y tantos otros. Luego el espacio a representar se vuelve tan complejo y abrumador (la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg) que la ciudad sólo puede ser aprehendida por el montaje o el collage; y surge el cine, el arte de la ciudad industrial, una yuxtaposición de imágenes dispersas que refiere al trabajo proletario y las experiencias de los habitantes de la gran ciudad (lo que nos lleva al Simmel de «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Si hay una ciudad que representa este cambio mejor que ninguna otra es, sin duda, París. Por sus calles pasarán los artistas que escribirán, fotografiarán o pintarán la modernidad, desde los poetas como Baudelaire hasta los artistas como Picasso; pero, sobre todo, la propia configuración de la ciudad se modificará de una forma radical, dando paso a la modernidad en sus bulevares. Nos recordaba el ya citado Berman cómo Baudelaire ve la modernidad en los ojos de una familia de pobres que observa a los ricos tomar café en un entorno agradable. Si la ciudad medieval, con sus estrechos callejones, restringía a cada habitante a una zona determinada, puesto que a menudo se necesitaba dar un largo recorrido para abandonar el barrio, las avenidas y bulevares abiertos por el barón Haussmann permiten ir de una punta a otra en un paseo (y también a los militares acceder a todos los puntos de la ciudad en poco tiempo). Todos los habitantes pasan a contemplar la totalidad de la ciudad, que queda abierta, expuesta; y son conscientes de sus diferencias.

En este contexto se sitúa el libro de Gustave Kahn La estética de la calle (A. Machado Libros, 2017, traducción de Cristina Ridruejo). Publicado en 1900, Kahn, nacido en Alemania en 1850 pero cuya familia se mudó a París en 1870, fue un gran viajero y escritor, crítico y articulista. Se consideró también un poeta simbolista, defensor del verso libre (la lírica francesa era estática y academicista, y los primeros poetas que lucharon contra la tiranía del alejandrino debieron afrontar críticas del establishment; entre ellos estuvo, claro, Rimbaud, y lo seguirían Verlaine o Mallarmé).

La primera parte de La estética de la calle, titulada «La calle de antaño», describe distintos lugares históricos: Pompeya, las calles de Las mil y una noches, los canales de Venecia, Brujas o Ámsterdam. Esta parte, más lírica, se sitúa en la atracción por lo exótico que los granes almacenes de la época crearon en el público: la belleza de los lugares lejanos, de Oriente, la arqueología que empezaba a desentrañar el pasado de la humanidad, así como en la evolución del urbanismo hasta la actualidad.

La segunda parte, más interesante para los propósitos del blog, «La calle de hoy», empieza con la renovación de París durante el Segundo Imperio llevada a cabo por el ya mentado barón Haussmann. Kahn ya deja claro, en su primera frase, que uno de los objetivos era impedir la defensa de las calles estrechas de los barrios medievales usando barricadas (algo que se usó durante la Revolución de 1848 que destronó a Luis Felipe). París se abrió a los bulevares, los tranvías, las avenidas de circulación rápida y las mercancías.

A partir de ahí, Kahn sueña con una ciudad utópica (que sitúa en el año 2000) en la que se ha creado una segunda París sobre la primera, a la altura del primer piso de cada edificio. Esta segunda calle está protegida por puentes y bulevares y lleva a la consecuencia de que los parisinos abandonen las primeras calles para transitar sólo las segundas, iluminadas con luces de gas y repletas de una arquitectura industrial de hierro y cristal que, con el paso del tiempo, queda cubierta de polvo y suciedad.

El comercio se concentra en un único punto; el resto de la ciudad queda como lugar hermoso, de paseo y solaz, repleto de jardines. Es un poco una vuelta al sueño de Ebenezer Howard de la ciudad jardín; o, como lo criticó años después Jane Jacobs: la ciudad de los que odian la ciudad. Surge un poco el modo de pensar funcionalista y racional de la época en el cual las ciudades aparecen como entes desordenados y caóticos y todo intelectual busca, precisamente, ordenarlo: un barrio para las letras, otro para el comercio, otro para tal fin, y el resto llenos de jardines por los que pasear. Es lo que llevará al racionalismo de Le Corbusier y la zonificación; algo que fue desgajando las ciudades durante buena parte del siglo XX y, sobre todo, entregándolas a la orgía de los vehículos de la que ahora, a principios del XXI, parece que las ciudades quieran huir.

El otro gran tema que recorre la descripción de las calles de Kahn es la aparición, policromática y estridente, de la publicidad. Calles hasta hace poco ocupadas por caballos y palanquines están ahora repletas de raíles para el ferrocarril, carruajes y hasta los primeros vehículos. Por doquier brotan las bocas de metro, tan características en París, anunciando la llegada del subterráneo. Pero, además, las calles se han llenado de carteles, de personas anunciando productos, de escaparates brillantes que procuran llamar la atención del paseante.

El horizonte ha cambiado. Los bulevares y avenidas se erizan por todas partes con marquesinas, con edificios necesarios y parásitos de la ordenanza general, y la tendencia va a aumentarlos. ¡Pues no vamos a disponer de baños públicos -o más bien de duchas-, en compartimientos, en forma de edículos!, y el Metropolitano va a trazar, en algunas plazas de París, hasta ahora de aspecto tan sobrio, el perfil moderno de los pequeños vestíbulos de entrada a sus estaciones subterráneas. (…)

Comparen el París por el que deambula Gerard de Nerval, su París de plazas nocturnas con alegros molinos montmartrenses, con este París de Zola en el que hormiguea (en El vientre de París y en otras novelas) un hervidero tan poderoso. (…) La enormidad de la ciudad, acentuada por todas las fábricas que le modelan cierta altura, se acentúa aún más por el galope de las fuerzas naturales; no es Babel lo que asciende, sino el Leviatán que corre en mil escamas, que se espejea a sí mismo en mil reflejos inmóviles. (p. 158-9)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (IV): Baudelaire y la vida en la calle

Continuamos con la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman. La primera entrada nos presentó la obra, un estudio sobre la dialéctica del proceso de la modernidad y la modernización; la segunda entrada se centraba en el Fausto de Goethe y su lectura como una tragedia del desarrollo y la tercera giraba sobre la obra de Marx y su impulso moderno.

En esta cuarta entrada avanzamos medio siglo en el tiempo y nos desplazamos a las calles de un París que está cambiando bajo las directrices del barón Haussmann; y veremos los efectos que esto supone en la ciudad y sus calles desde los ojos de un espectador extraordinario: Baudelaire.

Y sin embargo, una cualidad notable de los muchos escritos de Baudelaire acerca de la vida y el arte modernos es que el significado de lo moderno es sorprendentemente escurridizo y difícil de fijar. (p. 131)

La primera visión del modernismo de Baudelaire (Salón del 1846, El pintor de la vida moderna) presenta a la burguesía como una entidad capaz de revolucionar el mundo y de traer progreso; incluso como un desfile incesante de novedades y modas. Berman lo llama «las pastorales modernas de Baudelaire».

Baudelaire, muy sonriente.

Sin embargo, esta visión poco a poco va cambiando. Baudelaire añade a su percepción elementos fluidos («existencias flotantes») y gaseosos («nos envuelve y empapa una atmósfera»), tan propios de la definición de modernidad de la época y posteriores (Marx, Kierkegaard, Dostoievski, Nietzche) y que se condensan en el título de la propia obra, «todo lo sólido se desvanece en el aire». Benjamin, en su lectura de los poemas en prosa de Baudelaire, ya encontró las características de la modernidad.

Los escritos parisienses de Benjamin constituyen una memorable actuación dramática (…) Su corazón y su sensibilidad lo arrastran irresistiblemente hacia las brillantes luces, las hermosas mujeres, la moda, el lujo de la ciudad, su juego de deslumbrantes superficies y escenas radiantes; mientras tanto, su conciencia marxista le arranca insistentemente de estas tentaciones, le dice que todo este mundo refulgente es decadente, hueco, vicioso, espiritualmente vacío, opresivo para el proletariado, condenado por la historia. Toma reiteradas resoluciones ideológicas de abandonar las tentaciones de París, pero no puede resistirse a una última mirada al bulevar o a los soportales; quiere salvarse, pero no todavía. (p. 145)

Y entonces, «a finales de la década de 1850 y a lo largo de la de 1860, mientras Baudelaire trabajaba en El spleen de París, Georges Eugène Haussmann, prefecto de París y sus aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad medieval» (p. 149). Haussmann abrió París: derribó barrio tras barrio, expandió el comercio local, contrató a una enorme cantidad de trabajadores y creó unos anchos corredores por donde las tropas y la artillería podían desplazarse de un punto a otro de la ciudad.

Pero no sólo ellos: por primera vez, todos los habitantes de París podían desplazarse por toda la ciudad: «después de vivir como una yuxtaposición de células aisladas, París se estaba convirtiendo en un espacio físico y humano unificado» (p. 150).

Los bulevares de Napoleón-Haussmann crearon nuevas bases —económicas, sociales, estéticas— para reunir enormes cantidades de personas. Al nivel de la calle, estaban bordeados de pequeños negocios y tiendas de todas clases, y en todas las esquinas había zonas acotadas para restaurantes y cafés con terrazas en las aceras. Estos cafés, como aquel en que se ven los amantes y la harapienta familia de Baudelaire, pronto serán vistos en todo el mundo como símbolos de la vie parisienne. Las aceras de Haussmann, como los propios bulevares, eran enormemente amplias, bordeadas de bancos y árboles frondosos. [99] Se dispusieron isletas peatonales para cruzar más fácilmente las calles, para separar el tráfico local del interurbano y para abrir rutas alternativas de paseo. Se diseñaron grandes panorámicas, con monumentos al final de cada bulevar, a fin de que cada paseo llevara a un clímax dramático. Todas estas características contribuyeron a hacer de París un espectáculo singularmente seductor, un festín visual y sensual. Cinco generaciones de pintores, escritores y fotógrafos (y un poco más tarde cineastas) modernos, comenzando por los impresionistas en la década de 1860, se nutrirían de la vida y la energía que fluían por los bulevares. Hacia 1880, el modelo de Haussmann era generalmente aclamado como el modelo mismo del urbanismo moderno. Como tal, no tardó en ser impuesto a las ciudades que surgían o se extendían en todos los rincones del mundo, desde Santiago a Saigón. (p. 151)

En este contexto es donde Baudelaire escribe «Los ojos de los pobres». En él, una pareja de amantes está en un café de un bulevar, disfrutando de la novedad, cuando una familia de pobres se asoma desde el exterior del escaparate y contempla el interior. Con ilusión, sí, como una novedad; pero también como algo ajeno, algo que ellos, por ahora, no pueden disfrutar. El chico se maravilla de la ilusión en los ojos de la familia pobre; la chica los aborrece, porque le están estropeando la experiencia. Y él se da cuenta, entonces, del abismo que los separa, y la tarde se vuelve triste.

Por un lado vemos el nacimiento del espacio urbano moderno, con sus luces y su esplendor. Por el otro, la escena «revela algunas de las ironías y contradicciones más hondas de la vida moderna en la ciudad». «Los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más pobres, permitieron a los pobres pasar por esos huecos y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de su ciudad y del resto de la vida. Y, al mismo tiempo que ven, son vistos: la visión, la epifanía, es en ambos sentidos.» (p. 153)

París, antes [XIR164992 Rue Traversine, from rue d’Arras, Paris, between 1858-78 (b/w photo) by Marville, Charles (1816-79); black and white photograph; Musee de la Ville de Paris, Musee Carnavalet, Paris, France; (add. info.: on the right: rue Fresnel); Giraudon; French, out of copyright]

«¿Cómo podrían los enamorados mirar a las personas andrajosas que aparecen súbitamente entre ellos? En este punto, el amor moderno pierde su inocencia. La presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la luminosidad de la ciudad.» Las posiciones de los enamorados reflejan las visiones políticas de la época: la de quien quiere que esos pobres puedan disfrutar de los mismos placeres que uno mismo, y la de quien quiere defender lo que tiene para que no se lo arrebaten.

Pero la disolución va más allá. Tal vez lo que separa y entristece a los amantes no es la disparidad de su visión; sino que, en el fondo, ambos comparten puntos de vista. «Tal vez, incluso cuando él afirma noblemente su parentesco con la familia de ojos universal, comparte los mezquinos deseos de ella de negar a los parientes pobres, de sacarlos de su vista y de sus pensamientos. Tal vez detesta a la mujer que ama porque sus ojos le han mostrado una parte de sí mismo a la que detesta enfrentarse. Tal vez la división más profunda no se dé entre el narrador y su amada, sino dentro del mismo hombre. Si esto es así, nos muestra cómo las contradicciones que animan las calles de la ciudad moderna repercuten en la vida interna del hombre de la calle.» (p. 155)

Y ahí ve Berman la modernidad: en el impulso contradictorio que nos impulsa, valga la redundancia. Viene a la mente la reflexión que hacía Harvey sobre la industria automovilística de Oxford: si debía pensar en todo el bienestar de los obreros del mundo, o centrarse en el bienestar de esos obreros que podían perder su trabajo, en el momento en que ambas son contradictorias (Espacios del capital).

En la siguiente escena, «La pérdida de una aureola», un transeúnte se encuentra a un artista que, al cruzar la calle, azotado por caballos y carruajes que corren de un lado al otro, pierde su aureola tras caer ésta al suelo y decide dejarla atrás, pues teme que si se pone a buscarla entre el barro lo acaben atropellando. Sin embargo, descubre que sin ella es mucho más feliz, pues puede ir a los arrabales y a todo tipo de lugares que antes le estaban vedados.

Como hacía Marx, Baudelaire trata aquí de la desacralización que trae la modernidad. Los bulevares se hicieron increíblemente amplios; nadie entendía por qué hasta que empezaron a ser recorridos a toda velocidad por caballos y carruajes. El pavimento que los recubría hacia que el paso de los caballos fuese ágil y sin fricción; pero ese mismo polvo flotaba en el aire en verano y se llenaba de barrio los meses de lluvia.

Por otro lado, los caminantes son ahora peones lanzados en medio de un tráfico rodado que cada vez tendrá más velocidad. Ante esta explosión de vitalidad, sólo hay dos opciones: caer derrotado o aprender a moverse entre ellas. Así, el hombre moderno no tiene otro remedio que aprender a esquivar el tráfico, a vivir con él, a mezclarse con él; lo que lo lleva a nuevas formas de libertad, expresión y vitalidad.

París, después. Añadan artistas y absenta a discreción.

El resultado del cociente, para Baudelaire, es positivo: se ha perdido la aureola, sí, pero a cambio se abre todo un sinfín de posibilidades. «¿Qué pasaría si la multitud de hombres y mujeres aterrorizados por el tráfico moderno pudiesen aprender a afrontarlo juntos? Esto ocurrirá sólo seis años después de «La pérdida de una aureola» (y tres años después de la muerte de Baudelaire), en los días de la Comuna de París de 1871, y nuevamente en San Petersburgo en 1905 y 1917, en Berlín en 1918, en Barcelona en 1936, en Budapest en 1956, nuevamente en París en 1968, y en decenas de ciudades de todo el mundo, desde los tiempos de Baudelaire hasta los nuestros: el bulevar se transformará bruscamente en el escenario de una nueva escena primaria moderna. No será la clase de escena que le habría gustado ver a Napoleón o a Haussmann, pero será no obstante una escena que su forma de urbanismo habrá contribuido a crear.» (p. 164)

Todo esto da paso a una reflexión sobre el urbanismo, a propósito del hecho de que ya no se dan encuentros como el de «Los ojos de los pobres». «Una de las grandes diferencias entre el siglo XIX y el XX es que nuestro siglo ha creado una red de nuevas aureolas para reemplazar las que Baudelaire y Marx arrebataron.»

Si describimos los complejos espaciales urbanos más recientes que podamos imaginar —todos los que se han desarrollado, digamos, desde el final de la segunda guerra mundial, incluyendo todas nuestras nuevas ciudades y barrios urbanos recientes— nos resulta difícil imaginar que los encuentros primarios de Baudelaire pudieran suceder aquí. Esto no es casual: de hecho, durante la mayor parte de nuestro siglo, los espacios urbanos han sido sistemáticamente diseñados y organizados para asegurar que las colisiones y enfrentamientos no tengan lugar en ellos. El signo distintivo del urbanismo del siglo XIX fue el bulevar, un medio para reunir materiales y fuerzas humanas explosivos; el sello del urbanismo del siglo XX ha sido la autopista, un medio para separarlos. En esto vemos una dialéctica extraña, en que una forma de modernismo se activa y se agota tratando de aniquilar a la otra, todo en nombre del modernismo. (p. 165; la negrita es nuestra)

Y aquí entra otra figura, la del arquitecto más influyente del siglo XX: Le Corbusier. Baudelaire presentaba dos vías para sobrevivir a la vorágine de la modernidad: transformar los «sobresaltos» en una forma nueva de arte que reúna a los hombres modernos o, soterrada entre sus palabras, «la protesta revolucionaria que transforma una multitud de soledades urbanas en un pueblo, y reclama las calles de la ciudad para la vida humana». Le Corbusier da un gran salto: tras describir el tráfico… se identifica con él. El hombre de las calles se convierte en el hombre del tráfico, de la vorágine, de la velocidad y el progreso: el hombre del coche.

El hombre nuevo, dice Le Corbusier, necesita «un nuevo tipo de calle» que será «una máquina de tráfico» o, para variar la metáfora básica, «una fábrica de producir tráfico».

(…) Del momento mágico de Le Corbusier en los Campos Elíseos, nace la visión de un mundo nuevo: un mundo totalmente integrado de altas torres rodeadas de amplias áreas de césped y espacio abierto —«la torre en el parque»— unidas por superautopistas aéreas y provistas de garajes subterráneos y arcadas con tiendas. Esta visión tenía un claro objetivo político, enunciado en las últimas palabras de Hacia una nueva arquitectura: «Arquitectura o Revolución. La Revolución puede ser evitada». (p. 168)

Si la tesis había sido que las calles (urbanas) pertenecían al pueblo, la antítesis propuesta por Le Corbusier es: «no hay calles, no hay pueblo.» (p. 168) Recordemos: la zonificación, de la que tantas veces hemos hablado (y que quedó claramente establecida en La carta de Atenas). Todo separado, cada función en su lugar y, uniéndolos, enormes autopistas. Erradicar por completo a los peatones, salvo en los lugares donde deben estar para su ocio: parques debidamente amaestrados o contemplando la vegetación que se alza entre las torres donde habitan.

«La trágica ironía el urbanismo modernista», concluye Berman, «es que su triunfo ha contribuido a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar.» (p. 169)

La homogeneización («achatamiento», lo llama Berman) del paisaje urbano corresponde a la del pensamiento social. Por un lado ha surgido una corriente de «modernolatría», donde se pregona el triunfo de la técnica por encima de todo, que será capaz de aliviar todos los males (Le Corbusier, claro, Marinetti, Maiakovski, Fuller, McLuhan); por el otro, la «desesperación cultural» (Ezra Pound, Eliot, Ortega, Foucault, Arendt, Marcuse), para quienes «la totalidad de la vida moderna parece uniformemente vacía, estéril, monótona, «unidimensional», carente de posibilidades humanas: cualquier cosa percibida o sentida como libertad o belleza en realidad es únicamente una pantalla que oculta una esclavitud y un horror más profundos» (p. 170). Ambos frentes se pueden rastrear hasta Baudelaire; pero lo que sin duda estaba en el poeta francés, y no en los intelectuales nombrados, era la voluntad de luchar hasta la última de sus fuerzas «con las complejidades y contradicciones de la vida moderna».

Al menos en el campo del urbanismo, acabaría surgiendo un punto de luz esplendoroso que trataría de poner fin, o al menos daría voz, a una nueva forma de vivir la calle: nuestra querida Jane Jacobs.

Jacobs argumenta brillantemente, primero, que los espacios urbanos creados por el modernismo eran físicamente limpios y ordenados, pero estaban social y espiritualmente muertos; segundo, que eran solamente los vestigios de la congestión, el ruido y la disonancia general del siglo XIX los que mantenían viva la vida urbana contemporánea; tercero, que el antiguo «caos en movimiento» urbano era, de hecho, un orden humano maravillosamente rico y complejo, inadvertido por el modernismo sólo porque sus paradigmas de orden eran mecánicos, reductivos y superficiales; y, finalmente, que lo que todavía pasaba por modernismo en 1960 podría ser algo evanescente y ya obsoleto. (p. 171)

La nueva cuestión urbana, Andy Merrifield

La neohaussmanización es un nuevo capítulo en la vieja historia de la reurbanización, del divide y vencerás por medio del cambio urbano, de la alteración y mejora del entorno físico urbano para alterar el entorno social y político. Lo mismo que ocurrió en el París de mediados del siglo XIX está ocurriendo ahora globalmente, no sólo en las grandes capitales y debido a fuerzas político-económicas poderosas a nivel municipal y nacional, sino en todas las ciudades, de la mano de las élites financieras y corporativas de todo el mundo, con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Aunque estas fuerzas de clase dentro y fuera del gobierno no siempre están conspirando de forma consciente, crean una ortodoxia global, que a su vez crea y rasga un nuevo tejido urbano que cubre el mundo. (p. 16)

En este nuevo «tejido urbano», término que el geógrafo y urbanista inglés Andy Merrifield prefiere al de «ciudades», las luchas no son entre un centro y una o múltiples periferias sino que «hay centros y periferias en todas partes, ciudades y suburbios dentro de ciudades y suburbios, centros geográficamente periféricos, periferias que de pronto se convierten en nuevos centros».

En los años 70 se habló de una «nueva sociología urbana». Durante los años 50 y 60 (estamos citando a Fernando Ullán de la Rosa en Sociología Urbana) surgieron nuevas temas que la sociología anterior no tenía claro cómo abordar: por un lado, la lucha de «clases tradicional» había quedado desdibujada por una suave pátina de clase media donde los obreros no se reconocían como tales y donde las clases liberales habían perdido poder adquisitivo; además, muchos de los fenómenos que hasta entonces sólo había sucedido en entornos urbanos se daban también en entornos rurales. A todo ello, se le sumaban numerosas revoluciones culturales (los hippies, Mayo del 68) encabezadas, no por proletarios oprimidos, sino por clases medias o estudiantes. Esta nueva sociología urbana estuvo comandada por dos nombres: Lefebvre, que acuñó los conceptos de producción del espacio o el derecho a la ciudad, y Castells, que en 1974 publicó La cuestión urbana. En ella trataba de desentrañar la importancia de las ciudades en la sociedad y descartaba muchos de los efectos que se le atribuían, que para él estaban más basados en ideología que en datos empíricos, y situaba las ciudades como los lugares donde se daba el «consumo colectivo» (viviendas, escuelas, hospitales, transporte público). Estos bienes eran esenciales para la reproducción de la fuerza del trabajo y por ello el Estado velaba por ellos y, de ese modo, «el Estado media en la lucha social y de clase, la suaviza y la desvía, la absorbe, al interponerse entre el capital y el trabajo en el contexto urbano».

Sin embargo, y tras las crisis económicas de los 70, sucedió lo impensable: el Estado no sólo dejó de «financiar los artículos de consumo colectivo, esenciales para la reproducción social, funcionales para el capital y tan necesarios para la supervivencia global del capitalismo», sino que además «empezó a apoyar ideológica y materialmente al capital, sobre todo al capital financiero y mercantil, y se planteó una nueva cuestión urbana». Castells, en palabras de Merrifield, «sintió que debía abandonar no sólo su antigua cuestión urbana sino también al marxismo» y se centró en un nuevo sujeto: los movimientos sociales urbanos.

Pero el planteamiento de Castells, según Merrifield, estaba equivocado en que el espacio urbano no es un sujeto pasivo donde se da la reproducción de la fuerza de trabajo, sino «un espacio saqueado productivamente por el capital»; posición mucho más afín a la del oponente intelectual de Castells en los 70, Lefebvre, para quien todo espacio estaba producido y sólo podía ser aprehendido mediante el estudio del sistema productivo de su época. A todo este proceso de saqueo que no ha hecho más que agudizarse en las ciudades Merrifield lo denomina neohaussmanización. Y de ahí también el título de su obra: La nueva cuestión urbana (2014, traducción de Gema Facal Lozano).

Sin embargo, donde Lefebvre defendía el derecho a la ciudad como uno básico (y colectivo) de los ciudadanos, Merrifield considera la defensa de este derecho como algo vacío sino va apoyada por reivindicaciones más concretas. «El guardián de la ley siempre le atribuye violencia a aquel que la infringe» o, como dirá unos párrafos mas adelante: «la justicia es «lo ventajoso para el poderoso», lo que beneficia al más fuerte, que luego se consagra en las cortes». Por todo ello, Merrifield defiende una revuelta y se plantea, en gran parte del libro, la mejor forma de llevarla a cabo.

Y es una pena porque temas más que interesantes, como la progresiva privatización del espacio público, la reconversión de los centros de las ciudades en lugares amables y benevolentes para turistas o clases creativas, la gentrificación, la expulsión a la periferia de los trabajadores de los servicios y tantos otros, quedan algo diluidos en reflexiones más o menos acertadas sobre cómo percibía Debord París o sobre cómo Eric Hazan echa de menos su visión de la ciudad. Es posible que Merrifield, autor prolífico, haya tratado sobre estos temas en publicaciones anteriores (lo ha hecho sobre Lefebvre o Debord y tenemos ganas de leer su Metromarxismo: una historia marxista de la ciudad), pero la sensación es que la idea original del libro, una nueva reflexión sobre la cuestión urbana actual, queda algo disuelta.

Por un lado, hay que ocupar esos espacios vacíos y recuperarlos, reconstruirlos a partir de una imagen común, reinventarlos como espacios de encuentros, de desarrollo de afinidades, en los que la venta minorista pueda florecer entre tanta venta de sobreacumulación y devaluación. Estos espacios devaluados pueden revalorizarse y convertirse en calles principales en el límite, nuevos centros de vida urbana con espacios verdes, con pequeñas fincas ecológicas, con vivienda social, autogestionada pensando en las personas y no el beneficio. Por fin, la destrucción creativa podría dar pie a creatividad libre y sin patentar.

Por otro lado, el impulso externo de la insurrección debe seguir ocupando los espacios del 1%, de la aristocracia financiera y corporativa, debe seguir luchando contra los bancos, las instituciones financieras y las corporaciones que lideran la neohaussmanización… (p. 72)

Por un lado, el problema es la distinción entre buenos y malos: los que tienen una vivienda social y ecológica son buenos frente a los bancos, que son malos; ¿en qué punto un operador de un banco se vuelve malo? Y, si comprar en Amazon promueve trabajos con pésimas condiciones laborales y muy poco ecológicas, ¿un trabajador de Amazon es malo?, ¿un habitante responsable de una ecoaldea es malo si compra en Amazon?, ¿si vende ahí sus productos? El debate nunca es tan sencillo.

Por otro lado, Merrifield propone obstruir los flujos de mercancías y capital que ahora ocupan lo urbano, es decir, prácticamente todo el tejido urbano, todo aquello que los flujos de capital consideren, en algún momento determinado, valioso; todo lo que conviertan en central (opuesto a periferia) y sea rentable. El ejemplo que propone es cuando Occupy Oakland ocupó, en 2011, el quinto puerto más grande de Estados Unidos, «paralizando ingresos de hasta 27.000 millones de dólares anuales, golpeando duramente a los aristócratas donde más les duele: en sus bolsillos, en la tierra».

El problema es que las consecuencias no las pagan los aristócratas: o se socializan o se imponen sobre el pueblo. Quienes pagarán esos 27.000 millones de dólares son los trabajadores, que verán sus condiciones laborales rebajadas; o los clientes, que verán el precio de sus productos aumentado. «En el pasado, el modus operandi válido consistía en sabotear el trabajo, reducir su velocidad, romper las máquinas, hacer huelgas de celo; eran un arma eficaz para obstaculizar la producción y bloquear la economía. Ahora, el espacio de circulación urbana del siglo XXI, la corriente incesante y a menudo sin sentido de mercancías y personas, de información y energía, de coches y de comunicación, es una dimensión ampliada de la «fábrica social completa» y, por tanto, se puede aplicar el principio del sabotaje.» (p. 87)

Ojo: de nuevo teniendo en cuenta dónde caen las consecuencias. Vienen a la mente dos sabotajes actuales:

  • el primero, el bloqueo por el barco Ever Given del canal de Suez, algo, por su magnitud, alejado de la capacidad de la mayoría de ciudadanos, cuyos efectos recaerán, sobre todo, directamente en las personas, al aumentar el precio de los productos; y queda como reflexión que el 10% del tráfico marítimo mundial ha quedado obstruido por un único incidente;
  • por el otro lado, la pugna entre los fondos de inversión y los usuarios del hilo WallStreetBets de reddit a propósito de las acciones en corto de GameStop. Unos cuantos usuarios, ni siquiera especialmente bien organizados, hicieron perder a un fondo de inversión 2.750 millones. Se trata de dinero volátil, el capital en estado puro y convertido en flujo; y los vencieron usando los mismos sistemas legales que ellos usan (pese a las protestas de muchos de los multimillonarios de los fondos, que de repente pedían al Estado que los protegiese y anulase esas «acciones fraudulentas»; mismas acciones que, cuando ellos llevan a cabo y les suponen cantidades enormes de dinero, no les parecen tan ilícitas). Se abre una nueva vía de oposición al capital: jugar a su mismo juego pero siendo muchos usuarios y subvirtiendo las normas; algo similar a lo sucedido con Napster, emule o torrent; y cabe recordar que, en todos esos casos de usos de la multitud de productos que la industria quería rentabilizar, siempre se ha acabado legislando a favor del capital.

Por otro lado, nos viene a la mente la reflexión de Marc Augé sobre los no lugares cuando Merrifield hace distinciones entre, por ejemplo, el espacio activo y el espacio pasivo: «el espacio [en el siglo XXI] no se dividirá entre lo púbico y lo privado, sino entre lo pasivo y lo activo: entre un espacio que fomenta el encuentro activo de las personas y un espacio que se resigna a los encuentros pasivos, no públicos sino «prático-inertes» de Sartre» (…) Para que los espacios urbanos cobren vida (…) tienen que manifestar relaciones sociales dinámicas entre las personas, entre las personas de allí y de otras partes, de otros espacios urbanos, dando vida también a estos otros espacios…» (p. 149).

Decía Augé que los espacios no entran nunca de forma total en una categoría: un lugar puede ser a la vez antropológico y no lugar en función de quienes lo transiten o habiten; un aeropuerto es no lugar para los viajeros y lugar para los trabajadores. Del mismo modo, el centro comercial en Estados Unidos se vio como el lugar que destruía el espacio público por antonomasia en la sociología de los años 50; pero también era el lugar donde toda una generación socializaba con los suyos. Del mismo modo, Delgado lamenta en Elogi del vianant la destrucción de una Barcelona obrera y reivindicativa perdida tras las sucesivas capas de pintura burguesas y gentrificadoras que ha sufrido la ciudad para convertirse en un bonito escaparate al público turista; pero incluso en esos barrios desolados, pasivos, en palabras de Merrifield, los barceloneses podrán hacer vida y ciudad. Tal vez de un modo distinto a sus ancestros; pero la harán, porque «the Street finds its own used for things», que decía Gibson. Lo cual no invalida ni la reflexión de Merrifield ni la de Delgado ni nos impide lamentarnos por la destrucción del espacio público en los centros comerciales al haber sido privatizado y tener un acceso restringido; pero sí es un aviso para evitar las dicotomías en temas complejos.

A parte de estos temas, nos quedamos con un par más de reflexiones del libro:

  • La concepción del espacio de Lefebvre: «es global, fragmentado y jerárquico, todo al mismo tiempo. Es un mosaico increíblemente complejo, puntuado y texturizado por los centros y las periferias, pero un mosaico cuyo «patrón» está definido en el fondo por la forma de la mercancía.» (p. 36)
  • «Uno de los principales puntos de divergencia entre La cuestión urbana de Castells y Justicia social y la ciudad de Harvey, y el motivo por el cual el segundo ha tenido una vida más larga y radical, es que en el análisis de Harvey la ciudad asume un significado mucho más dinámico. Es un instrumento productivo más que reproductivo dentro del capitalismo, un escenario activo más que reactivo. Mientras Castells habla de la reproducción de la fuerza de trabajo y de vivienda asequible y de servicios públicos de barrio dentro de las dinámicas básicas de la reproducción social, Harvey enfatiza el suelo urbano como mercancía, como un lugar para la apropiación de rentas. La ciudad, desde su enfoque, es en sí misma un valor de cambio, está lista para la bolsa y para su explotación en la cartera de inversiones.» (p. 55)

Sociología Urbana 03: la era del urbanismo

Tercera entrada dedicada al libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada trataba sobre los sociólogos precursores de la disciplina, la segunda sobre la Escuela de Chicago y esta tercera lo hará, especialmente, sobre urbanismo.

Hasta mediados del siglo XIX, el urbanismo planificado se había limitado al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones de poder. En esa fecha, sin embargo, la necesidad de resolver los grandes problemas de hacinamiento, polución e insalubridad en que vivían los inmigrantes y obreros llegados a la ciudad al calor de las sucesivas revoluciones industriales requiere de la intervención de los poderes y las administraciones. «Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. (…) El tercer pilar es la posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más» (p. 121), hecho que no fue posible hasta que hubo una base financiera lo bastante grande (que permitía enormes inversiones) y un mercado lo bastante rentable (es decir, una clase mediana extensa). A partir de ese momento, la construcción implementaría los desarrollos de la producción industrial para abaratar costes y aumentar beneficios:

  • economía de escala: es decir, construir barrios o poblaciones enteras, y no casas una a una;
  • racionalización: lo que requiere planificación urbanística, de las vías de acceso y comunicación, disposición de los edificios en función de sus usos;
  • estandarización;
  • avances científicos como, por ejemplo, el descubrimiento del hormigón armado.

Existirán tres grandes movimientos que tratarán de dar respuestas a las nuevas necesidades de la ciudad: los ensanches y la ciudad jardín, en un primer momento, y el racionalismo, algo más tarde. Veámoslos uno por uno.

Los ensanches son la primera respuesta racional a los problemas de hacinamiento en las metrópolis. Tratan de superar la caótica y enrevesada ciudad medieval, con su trazado de callejas complicadas y llenas de revueltas, por una cuadrícula ortogonal de grandes calles rectas, abiertas a los vehículos y atravesadas también por enormes avenidas. El primer ejemplo es Dublín, pero los que se han llevado la fama son París y Barcelona.

Sobre Haussmann y París hemos hablado innumerables veces; quería higienizar París, limpiar la ciudad de las luces, llenarla de lugares hermosos y racionales; también una vía de acceso para que las tropas militares llegasen fácil y rápidamente hasta los puntos donde los obreros se estuviesen revolucionando y una forma de evitar que formasen barricadas con los adoquines.

Con los ensanches aparece una de las formas de poder «totalitario» más potentes que ha conocido la historia: el poder de transformar «total y unilateralmente», sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios -la mayoría de ellos no democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto. (p. 123)

Las características esenciales del ensanche de París son sus avenidas, su ortogonalidad, su racionalidad y su completa ausencia de zonas de socialización como habían sido las plazas medievales, donde los ciudadanos podían encontrarse o montar mercados y negocios. Las únicas grandes plazas que Haussmann concedió a su diseño fueron las que gestionaba el tráfico rodado: plazas por las que no se puede pasear, sólo transitar. «Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro se le encontrará otra función: la monumental, es decir, la publicitación del poder.» (p. 125)

Este momento quedó magníficamente retratado por el poema de Baudelaire El cisne, y la sociología urbana, en especial la francesa, no ha dejado de volver a él como uno de sus temas predilectos.

01
Visión del diseño original del Ensanche barcelonés de Cerdà.

El otro ensanche famoso es el de Barcelona. Si el de París es famoso por su éxito, el de Barcelona, si acaso, lo es por su fracaso y por lo poco que tiene que ver con lo que diseñó originalmente su creador, Ildefons Cerdà, que fue, también, el inventor de la disciplina del «urbanismo». Cerdà propuso una trama ortogonal con jardines en el centro de cada manzana y construcciones sólo en dos lados paralelos, de forma que se dibujaban dos líneas de edificios a cada lado de un jardín y separadas de la siguiente manzana por la calle. Además, tuvo la genial idea de dotar a las cuadrículas de chaflanes, es decir, esquinas redondeadas, que no sólo mejoraban enormemente el tráfico sino que también se han convertido en espacios perfectos para la socialización de la ciudad.

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Resultado final. Jueguen a las 7 diferencias.

La intención de Cerdà era permitir una vida con vegetación y aire libre para todos, basado en sus ideas socialdemócratas; la realidad y las ansias de obtener réditos acabaron convirtiendo su proyecto en islas prácticamente cerradas, como mucho con un espacio diminuto por el que acceder a un jardín interior, rodeadas de grandes bloques de pisos.

La otra gran forma que adoptó el urbanismo en su afán de ofrecer viviendas a las clases medias y bajas fue la ciudad jardín. Surgida de una visión romántica de las casas veraniegas donde los nobles se dedicaban a cazar y descansar en plena campiña, adoptó la idea a todos los bolsillos y la fue reconvirtiendo en casas aparceladas a menudo alejadas de la ciudad. La llegada del ferrocarril y la extensión de grandes vías que permitían el acceso rápido al centro de la ciudad supuso el desarrollo de este tipo de urbanismo, que halló su suelo más fértil en Estados Unidos.

Por ahora, seguimos en Europa, sin embargo, donde las primeras ciudades jardín se llevaron a cabo en Inglaterra de la mano de la extensión de las vías de ferrocarril. Ya no tenían nada que ver con las grandes mansiones de la nobleza, sino que iban desde casas más o menos grandes hasta su mínima expresión, las terraced houses (terraced porque sus aspiraciones a jardín habían quedado reducidas a un pequeño patio no mucho más grande que una terraza). Se trataba de barrios planificados y construidos por una única promotora, con dimensiones adecuadas al poder adquisitivo de sus futuros propietarios, y a menudo en las zonas que ocupaban o iban a ocupar nuevas estaciones del ferrocarril.

En Francia las ciudades jardín tuvieron un cariz más obrero o social; por un lado encontramos las que se forman alrededor de una fábrica para permitir a los obreros vivir más cerca del trabajo. Se consideraba que los obreros, a diferencia de los burgueses, no tenían necesidad en absoluto de acceder a la ciudad, por lo que les bastaba disponer de sus hogares cerca del trabajo y, además, se les cortaba el contacto con los obreros de la ciudad, con lo que se erradicaba el problema del virus marxista o la aparición de revueltas populares. El otro frente que adoptaron las ciudades jardín en Francia fueron las sociales, siguiendo la estela de los postulados de Le Play, pero también formadas con un fuerte acento paternalista.

Otra rama que tuvo cierto éxito en Inglaterra fue la de la cooperación, es decir, constuir una ciudad jardín de forma cooperativa. Hubo iniciativas, pero donde de verdad triunfó esta iniciativa fue en los bloques de pisos de Nueva York, muchos de los cuales siguen existiendo bajo ese régimen. La iniciativa social de las ciudades jardín, sin embargo, tuvo un enorme éxito como modelo teórico bajo la visión de Ebenezer Howard con su celebérrimo libro Garden Cities of To-morrow (1902). Como bien se encarga de demostrar Ullán de la Rosa, Howard no fue el precursor ni de las ciudades jardín ni del urbanismo socialista que yacía tras ellas; sin embargo, sí que fue el que se llevó la fama y a su nombre ha quedado asociado el concepto.

La novedad de la ciudad jardín de Howard es que la usaba como herramienta de reforma social y como propuesta para unir lo mejor de las dos formas de vida (campo y ciudad) y eliminar de un plumazo muchos de sus inconvenientes. Howard proponía que un grupo grande de personas se uniese en régimen de cooperativa y construyesen una ciudad jardín (de dimensiones determinadas, un máximo de 30 mil personas) alrededor de un centro comercial gestionado por ellos y rodeado de campos de cultuvo y de un cinturón exterior de industrias. Los trabajadores estarían cerca de la industria, por lo que ahorrarían tiempo en desplazamientos; podrían alimentarse directamente de los productos cosechados en la ciudad, que serían mucho más baratos al ser de proximidad, y obtendrían plusvalías tanto de la venta de las viviendas como del alquiler del espacio a las industrias. Con ello, y en poco tiempo, podrían financiar la ciudad y obtener rédito de ella para gestionarla; los obreros pasaban a ser propietarios en un régimen de cooperativa. Cada ciudad se entendía, no como extensión de una metrópolis, sino como ente independiente que se iría relacionando con las ciudades jardín que fuesen apareciendo alrededor.

No suena mal; pero la ausencia de financiación y el poco interés que suscitó en los empresarios condenaron los pocos intentos que se llevaron a cabo a ser un foco de clases medias y acomodadas con cierto aire bohemio.

Donde la ciudad jardín halló su más fecunda visión fue en Estados Unidos, donde la capacidad de los planes urbanísticos para decidir los usos del suelo era prácticamente un tema tabú. Por ello, los suburbs a las afueras de las ciudades con casas individuales, valla blanca y familias similares fueron brotando como setas por todo el territorio y convirtiéndose en el sueño de propiedad de toda una clase media sobreextendida. El ejemplo típico es Levittown, pero multitud sirven.

Europa, en cambio, «endeudada hasta las cejas por el conflicto [bélico, la Segunda Guerra Mundial] y destruido buena parte de su parque inmobiliario, no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar» (p. 172). Por ello, y añadiendo el incipiente movimiento racionalista de Le Corbusier y los suyos con La carta de Atenas, acabó generando bloques y bloques de pisos en las afueras de las ciudades, alejados de todo, carentes de los mínimos servicios básicos y donde ir alojando a las progresivas oleadas migratorios que iban llegando al país. Especialmente notorios son los casos de los banlieus de París (precisamente el nombre, banlieu, siginifica «alejado una legua del ban«, que es la zona donde reside la población; de ahí bandido, por ejemplo, el que agrede al ban, o el inglés to ban, desterrar).

Estos fueron los tres grandes frentes urbanistas. De todos ellos, los que más éxito tuvieron fueron los suburbs americanos y las ciudades satélite (en las muchas versiones a lo largo y ancho del continente europeo: desde las ciudades satélite españolas o inglesas hasta los los grands ensembles franceses). Y precisamente en ellos se centraron los estudios sociológicos de la fecha.

La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apartamentos del downtown (un rasgo posmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso premoderno). (p. 177)

Otras características de los suburbs americanos:

  • densidades bajas;
  • estandarización de las tipologías constructivas;
  • red viaria jerarquizada, desde la calle privada sin salida hasta las grandes autopistas de conexión; lo que supone facilidad para el control social, pues basta con controlar la principal vía de acceso y se controla toda la ramificación del suburb;
  • zonificación extrema: sólo hay viviendas, los servicios y zonas de trabajo están a una distancia tal que hay que recorrerla en coche;
  • deficiente transporte público, lo que supone dependencia total del vehículo;
  • grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamiento como únicos lugares de socialización y consumismo;
  • por primera vez en la historia de Estados Unidos, se consigue una identidad racial pancaucásica donde uno ya no es irlandés, italiano o alemán sino white american; porque, recordemos, en general los negros tenían el acceso vetado al suburb al tener limitado el acceso al crédito necesario para adquirir una casa en ellos.

La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva forma ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la satisfacción hedonística inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran centro comercial. […] El centro comercial era una nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con los ciudadanos), estandarización y control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituían a las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sustraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo lumínico natural (…)

 

«Los americanos empiezan a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas de consumo futuro.» Consumo que en los suburbs se produce a la vista de todos, estimulando la tendencia a la homeostasis social y potenciando exponencialmente el consumo (si todos los vecinos lo tienen, uno tiene que tenerlo también). El torrente de crédito fácil de la época, ayudado por los prejuicios de una ética social donde la pobreza se debía a la raza o a la incapacidad personal (el loser) lleva a una cultura profundamente hedonista pero también mucho más controlada socialmente, lo que redujo significativamente las tasas de criminalidad (que, por el contrario, subían en los guettos de las ciudades de forma abrumadora).

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Los habitantes de los suburbios (recordemos que la palabra significa algo distinto en español, por eso a menudo la usamos en inglés) no percibían la pobreza ni las disfunciones del sistema, porque los descastados no tenían acceso a sus zonas; por ello se fue desarrollando una cultura familiar, conservadora, extramoralizada, donde los jóvenes no tenían lugar donde esconderse de la mirada de sus padres y donde las esposas tenían especialmente difícil la infidelidad, porque estaban todo el día controladas por los vecinos (de ahí el mito del lechero o el cartero, porque eran los únicos varones que tenían un motivo legítimo para entrar en sus casas; en cambio los maridos, con sus viajes al exterior, tenían pleno acceso al adulterio); pero no sólo eso, la sociedad del suburb tenía opiniones sobre todo, los alcohólicos, los poco trabajadores, los que no asistían a misa lo bastante… creando una sociedad totalmente homogénea.

Algunos sociólogos lo vieron como el paraíso creado en la tierra; otros, los más críticos, como la manifestación del infierno, un horror artificial que escondía cualquier alternativa u otredad. Por ejemplo, Gordon en 1960 ponía de manifiesto el duro papel de las mujeres, con una carga extra de trabajo al tener que hacerse cargo de un hogar mayor que el de las ciudades y sin contar con una red familiar de apoyo para, por ejemplo, criar a los hijos. De hecho, Gordon creyó encontrar en el suburb el origen de las condiciones ecológicas particulares para una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas, como la depresión entre las mujeres. Lewis Mumford, con la publicación en 1961 de La ciudad en la historia, carga también contra las condiciones de los suburbs.

El otro gran foco de la sociología urbana de esta época se da en Francia, de la mano del considerado como miembro fundador de la sociología urbana en el país galo, Paul Henri Chombart de Lauwe, y tiene como objeto la otra forma de urbanismo que hemos recorrido: los grands ensembles. Un estudio similar al que llevaban a cabo los de la Escuela de Chicago muestra un París separado en nichos burgueses u obreros algo más difusos que en la ciudad americana; el componente racial está (por ahora) fuera de la ecuación. En siguientes estudios, Chombart describe la clase obrera al mismo tiempo como «un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios».

La sociología francesa no está formada por académicos burgueses alejados de la clase obrera, como en Chicago, sino por gente que viene de un entorno decididamente crítico con el sistema y que muchas veces le ha presentado batalla. El siguiente trabajo de Chombart, Famille et habitation (1960), analiza tres polígonos de viviendas (grands ensembles), uno de ellos la Cité Radieuse de Nantes, del propio Le Corbusier, y constata que dichos barrios no tienen nada de radiante, en lo que es la primera crítica potente al sistema del racionalismo. Los grands ensembles ejercen una nueva forma de violencia sobre los obreros al alejarlos de sus redes sociales vitales, de su entorno espacial, exiliándolos a un entorno aséptico y carente de sentido, homogéneo y mal comunicado con el centro (salvo para los que dispongan de coches). Chombart, que acuña el término ciudad dormitorio (banlieu dortoir) será también el primero en hablar de la alienación espacial que sufren los obreros, desplazados a un nuevo entorno. Constata, también, que los habitantes de los banlieus los contemplan como algo temporal, como una fase intermedia hasta que consigan su propia vivienda unifamiliar suburbana; por ello, ya avanza que se pueden convertir en guettos hipercriminalizados, como había sucedido en los barrios semiabandonados del interior de las ciudades norteamericanas. El futuro le dará la razón, aunque los que sufrirán esa espiral de decadencia no serán los obreros franceses sino sus sustitutos, «la subclase étnicamente marcada de los inmigrantes».

Las conclusiones de ambos sociólogos, los que estudian los suburbs y los que estudian los grands ensembles, son similares: desarraigo, alienación, exilio de las redes familiares y sociales que se habían establecido en la ciudad, progresiva destrucción de la conciencia y la solidaridad de clase, producida por el desarraigo de la ausencia de estas redes… De aquí surgirá El derecho a la ciudad (1968) de Lefebvre, aunque lo veremos en el siguiente capítulo.

El final del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa a analizar la Tercera Generación de la Escuela de Chicago, que desarrollan la Nueva Ecología Urbana (Human Ecology. A Theory of Community Structure, Amos Hawley, 1950) que trata «cómo las poblaciones humanas se adaptan colectivamente al ambiente», huyendo de motivacioners o valores individuales y basado en cuatro conceptos clave:

  • interdependencia entre los distintos grupos, en forma de simbiosis (relaciones complementarias entre grupos diferenciados) o comensalismo (agregación de grupos iguales). La primera la llevan a cabo los grupos corporativos (la familia, por ejemplo, o las asociaciones de vecinos) y la segunda los categoriales (los sindicatos, por ejemplo).
  • función clave, ya que ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de adaptación al ecosistema. La función clave en el ecosistema capitalista es desempeñada por la industria y el comercio.
  • diferenciación funcional, muy baja en sociedades cazador-recolector, elevadísimas, potencialmente ilimitadas, de hecho, en la sociedad capitalista de la altra productividad.
  • dominación: las posiciones dominantes en el sistema las desarrollan quienes llevan a cabo la función clave, es decir, en el caso de Estados Unidos, las empresas privadas.

A través de la dominación, Hawley vuelve a la ciudad: el dominio que ejercen los agentes económicos no se expresa solo en el terreno político sino también en el espacio, ocupando la centralidad de las ciudades.

Como destaca Ullán de la Rosa, sin embargo, la Nueva Ecología Humana es una variante de la escuela funcionalista que primaba en la sociología americana del momento.

La idea de ciudad, de Joseph Rykvert

La idea de ciudad. Antropología de la forma urbana en Roma, Italia y el mundo antiguo, de Joseph Rykvert, publicado en 1963 aunque luego ha visto otras dos ediciones, parte de una premisa básica: que, a diferencia de lo que se consideraba por la época, especialmente en la arqueología, las ciudades no son un enclave en el que las personas se reunieran por motivos prácticos, sino que eran el producto de una simbología cósmica y ritual enorme.

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El propósito del libro, como comenta el propio autor en el prefacio a la segunda edición, era «recordar a los arquitectos algo que habían parecido olvidar: que la ciudad no era simplemente una solución racional a los problemas de producción, distribución, tráfico e higiene -o una respuesta automática a la presión ejercida por fuerzas naturales o de mercado-, sino que también debía englobar las esperanzas y los temores de sus ciudadanos» (p. 19).

Para que pareciera funcionar, la ciudad no sólo tenía que asemejarse a un motor, sino que también las distintas funciones debían ser ordenadas, clasificadas y divididas en zonas separadas para que funcionaran de manera más eficiente. Según el más famoso de tales esquemas, creado por el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) a fines de la década de los treinta, dichas funciones eran la vivienda, la diversión, el trabajo y el transporte. A la luz de este análisis, una serie de proyectos fueron aplicados a ciudades ya existentes con resultados devastadores. Y durante la década de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta se construyeron muchos proyectos urbanos según ese modelo, en los que la forma más sencilla, y por tanto la más corriente, de lograr la separación era apilando la zona de viviendas en torres mientras que las otras funciones se dejaban a ras de tierra. Por supuesto, esto suponía que se aislaban las viviendas del espacio público, a excepción de una calle-pasillo colocada a un nivel elevado que permitía reemplazar los pasillos interiores de antiguas viviendas. (p. 20)

En ese estado de las cosas llegó el libro de Rykwert. En él no pretende idealizar el mundo antiguo, ni defender que sus ciudades fueran óptimas o libre de todo mal: al contrario. «Claro que la antigua ciudad estaba llena de sufrimiento, vicios y males. Claro que sus ciudadanos a menudo renegaban de ella, la odiaban y la despreciaban. Lo que quería demostrar era que estaba diseñada para absorber todo esto sin fragmentarse.» Es decir: «que cualquier patrón que la ciudad ofrezca tiene que ser lo suficientemente fuerte para sobrevivir a cualquier inevitable desorden y a cualquier vicisitud, y tiene que estructurar la experiencia urbana».

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La ciudad: un cosmos completo.

Pero la ciudad es un todo, un cosmos, un mundo completo por encima de la división en sus funciones principales. Y por ello Rykvert rastrea todas las explicaciones y ritos de fundaciones de ciudades en la antigüedad. Empieza por Roma y sus fundadores Rómulo y Remo, con su consideración mítica en la ciudad; las explicaciones que dan algunos autores explican cómo Rómulo usó un arado para trazar el recorrido original de las murallas. La propia existencia de las murallas, la separación que imponían, su sacralidad; la consideración, distinta, de que gozaban las puertas, como fronteras entre el adentro y el afuera, emblemas liminares que debían ser protegidos. Los fundadores míticos de las ciudades, a menudo conectados con los propios dioses. El trazado original, que por ejemplo en las colonias de las metrópolis recibía especial atención y era el primer paso antes de alzar cualquier edificio y tras la selección del emplazamiento, también cargada de rito y simbología.

Una vez erigida ritualmente la ciudad, ésta poseía una existencia más que física (…) La ciudad tenía un tipo de existencia tan tenaz y peculiar, según reconocía la costumbre antigua, que un jefe guerrero victorioso no quedaría satisfecho habitualmente con el incendio o el arrasamiento de la ciudad, sino que había que deshacerla ritualmente, como para desinstaurarla. (p. 86)

De ahí, tal vez, el Caballo de Troya, que «tiene unas turbadoras connotaciones simbólicas» (el hecho de arrasar la tierra anteriormente consagrada). Guardianes consagrados de la ciudad, templos, laberintos, mandalas, el libro va repasando todos los aspectos que en la antigüedad definían el carácter mítico de las ciudades. Hay que destacar, sin embargo, que el libro, más que un análisis de su posible significación, a menudo se convierte en un catálogo casi filológico de las distintas referencias clásicas. En este sentido nos recuerda a Los ritos de paso de Arnold van Gennep: un estudio con una idea esencial, que se ha vuelto influyente, pero cuya lectura es más una clasificación de las distintas fuentes que han permitido llegar a la conclusión que un verdadero desarrollo de la idea.

En la Conclusión, Joseph Rykvert se refier a una conferencia de Freud donde presentaba la ciudad como un lugar para la represión y la histeria, puesto que todos sus monumentos e hitos conmemoraban o catástrofes o batallas importantes para la ciudad.

La intención de este libro parece ser completamente opuesta. En efecto, me he preocupado de mostrar la ciudad como un símbolo mnemónico total o, en todo caso, como un complejo de símbolos en que el ciudadano, a través de ciertas experiencias palpables, como procesiones, fiestas estacionales y sacrificios, se identifica con su ciudad, con su pasado y con sus fundadores. Pero todo este complejo de prácticas no era represivo. (p. 210)

Haussmann convirtió París en un lugar hermoso, dice Rykvert, lleno de grandes ejes desde los que se podían contemplar los monumentos, además de todo lo que ya se ha dicho hasta la saciedad (bulevares, burgueses, higienización, avenidas para los militares, etc.). «Pero no se tuvo en cuenta un modelo. (…) Es imposible una visión metafórica de la ciudad. Y no es sólo que el ciudadano se niegue a reflexionar sobre los grandes episodios (¿traumáticos?) del pasado de su ciudad.» Los modelos monumentales (París, Viena) tienen la intención de decirle al ciudadano (al turista) lo que debe observar, aquello que es relevante; pero en hacerlo le quitan la posibilidad de fijarse en otras cosas. Pretenden un único sentido y obvian todas las otras significaciones que la ciudad puede aportar, por lo que reducen el mundo que representa.

Apéndice. Nos quedamos con este párrafo del blog pedacicos arquitectónicos que resume perfectamente el libro.

Joseph Rykwert propuso en los años 60 que todas estas fundaciones políticas y simbólicas comparten ciertos elementos comunes. Desde el Valle del Éufrates a Etruria, a Grecia, a Roma, a China, a la India, al África subsahariana, a la Norteamérica Indígena y a la Latinoamérica Precolombina, toda fundación ha representado un orden cósmico y ha poseído un centro institucional y religioso, unas direcciones principales, un límite, unas puertas y un laberinto interno. Este artículo no posee ilustraciones, pero el croquis que quisiera mostrarte es ese mismo que ya estás dibujando en tu cabeza. Centro, vías, límite, puertas y laberinto. Eso es. Ahora lo único que distancia a tu acto mental de una verdadera fundación urbana es la aceptación incondicional de que esos elementos construyen sobre la tierra el orden del universo.

No se pierdan la charla que hay en los comentarios. Apasionante.

 

Construir y habitar, de Richard Sennett

Construir y habitar es, hasta la fecha, el último libro de Richard Sennett. Publicado en Estados Unidos en 2018 y traducido al español en 2019, lo escribió poco después de sufrir un ictus y tiene un algo de memoria vital, de paseo por los recuerdos y de momento de cambiar perspectivas. El libro, más que mantener una tesis concreta, se divide en cuatro partes que dialogan entre ellas, a saber:

  1. Las dos ciudades, la distinción entre la ville y la cité;
  2. La dificultad de habitar, o cómo las ciudades tradicionales se enfrentan a nuevos escenarios (smart cities, ciudades globales);
  3. Abrir la ciudad, propuestas para mejorar el urbanismo actual; y
  4. Ética para la ciudad, que es casi un cajón de sastre de reflexiones de un urbanita.

En la Introducción se hace una distinción que acompañará el resto del estudio: la diferencia entre cité y ville, palabras francesas (una de las cuales, ville, casi en desuso) que antaño se usaban para referirse a dos posibles acepciones del término ciudad: la idea del lugar donde cohabitan miles de personas (la cité) o la materialización de dicha idea (la ville). O, usando otras formas de llamarlo referidas ya en este blog, la ciudad física y la ciudad ideal, por ejemplo.

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La ciudad tiene que ser «abierta, sinuosa y modesta», es la premisa de la Introducción. Sinuosa en el sentido que da Kant al término «curva» al afirmar que «la fusta de que está hecho el hombre es tan curva que no se puede cortar nada completamente recto con ella» [la lectura del libro ha sido en catalán; si hay algún error al citar, disculpadnos la traducción]. Una ciudad es curva porque las señoras adineradas comen a pocas calles de donde lo hacen los trabajadores agotados del servicio de limpieza del transporte público; porque se hablan docenas de idiomas y porque centenares de licenciados compiten cada año por los puestos de trabajo disponibles. Lo cual suscita la pregunta de qué debe hacer el urbanista: diseñar la ciudad que él cree que es correcta o la que sus habitantes quieren? En un barrio con tensión racial, si los padres blancos (o negros) piden una escuela segregada, ¿lo correcto es hacerla, u obligarlos a que integren a sus hijos en contra de su voluntad por un supuesto bien mayor de la diversidad y la heterogeneidad y los valores de aprendizaje que conllevará?

Abierta en el sentido en que lo era internet en sus orígenes, es decir, no centralizada, con la posibilidad de que todo el mundo llegue a ella y la use como crea conveniente. Abierta en el sentido de que los estudiantes asiáticos de doctorado de Sennett lleguen a Nueva York y puedan declararse gays si lo son sin temor a represalias, abierta como lo eran las ciudades en la Edad Media donde un herrero no se sentía obligado a seguir siendo un herrero si su padre lo era, sino que tenía muchas más opciones disponibles.

De forma similar a como las grandes compañías han ido cerrando los límites de internet (hoy en manos de Google, Amazon, Apple, Facebook y unas pocas más), también la globalización ha ido cerrando las ciudades. «Las grandes empresas financieras están estandarizando la ville: cuando se aterriza en ellas, cuesta distinguir Pekín de Nueva York» (p. 26).

Y modesta siguiendo las palabras de Bernard Rudofsky en su famoso Arquitectura sin arquitectos (1964), donde estudiaba ejemplos de alrededor del mundo donde las estructuras se habían creado en función de las necesidades que la población tenía de ellas, a menudo surgidas a iniciativa popular. Contrasta con, por ejemplo, el Fórum o la Torre Agbar de Barcelona, dos estructuras que les han sido impuestas a los ciudadanos. Puede (o puede que no) que las acaben sintiendo como propias; pero no han surgido de ellos, sino que son una imposición de la autoridad. Recordemos las palabras de William Gibson citadas en Smart Cities sobre cómo la calle siempre encuentra usos para la tecnología que los que la desarrollaron no esperaban.

Ya entrando en la primera parte (y tras una referencia a cómo Christian Patte usó la imagen de las arterias y las venas para referirse a la circulación en la ciudad, basándose en el De motu cordis de William Hardvey), Sennett destaca tres formas de crear ciudad centradas en tres urbanistas distintos:

  • la red: Haussmann y París, barricadas y bulevares. Parece que es el tema estrella en el blog de los últimos meses, así que no volveremos a él;
  • el tejido: Ildefons Cercà y el Ensanche de Barcelona. Sennett destaca aquí las tres formas que puede adoptar una ciudad (la malla ortogonal, por ejemplo en las ciudades romanas y adaptada en muchas de los Estados Unidos; la ciudad celular, un buen ejemplo son las ciudades árabes, que crecen cuando pequeñas células independiente se unen para formar un organismo mayor; y la trama repetitiva, en la que entra el plan de Cerdà y que se usa hoy en gran medida porque es muy adecuada para acoger a grandes cantidades de personas en poco tiempo; cada una de estas tres formas tiene una relación distinta con el poder: la malla ortogonal deja claro que éste emana del centro; la ciudad celular es la gran odiada por el poder, pues no tiene una estructura central y está llena de recodos donde esconderse; y la trama repetitiva, la favorita de hoy, pues se ha convertido en una herramienta al servicio del poder capitalista. ¿Cómo pasó el plan de la trama repetitiva de Cerdà a convertirse en un creador de lugares? Con el simple añadido de poner esquinas a las manzanas para facilitar el giro de los vehículos. De repente cada chaflán florecía para dar paso a un café pequeño o un lugar donde llevar a cabo la vida local. A diferencia de los grandes cafés de París, que por su enormidad eran frecuentados por habitantes de otros barrios de la ciudad, los del Ensanche son locales y ayudan a la vida pública.
  • el paisaje: Frederick Law Olmsted y la creación de Central Park como lugar donde todas las razas pudiesen mezclarse libremente, como lugar no jerarquizado y no estandarizado. Por ejemplo: el parque dispone de gran cantidad de entradas no especialmente monumentales, al contrario de lo que pretendía la comisión de urbanismo. Recordemos que Olmsted quiso edificar Central Park en lo que entonces era un terreno baldío: luego su perímetro se convirtió en Park Avenue y se fue poblando de un tipo determinado de población (blanca y con dinero, resumiendo), por lo que desvirtuó en parte la idea original.

Otro ejemplo de paisaje en la misma ciudad: la High Lane, la vía abandonada de ferrocarril reconvertida en paseo hipster. Sirvió para revitalizar esa zona de la ciudad, sí; también para revalorar todos los edificios de la zona, ahora mucho más cara. Aquí Sennett evoca tanto Times Square como Trafalgar Square, ambas siempre lugares llenos de gente… pero que los autóctonos de cada ciudad evitan, como las Ramblas: porque son lugares que ya no les pertenecen, sino que lo hacen a los turistas y a sus sedes necesarias: Starbucks, Zaras, McDonalds, por citar unos pocos a modo de ejemplo.

Haussmann quería hacer accesible la ciudad, Cerdà igualitaria, Olmsted sociable. Los tuvieron éxito y fracasaron en distinta medida, pero ambos encaraban el que era el gran problema de la ciudad a finales del XIX: la multitud, la densidad, y cómo gestionarla.

Hubo dos pensadores respecto al mismo tema: por un lado Gustave Le Bon (La psicología de las masas), para el cual el individuo se disuelve en la multitud; y Simmel, para el cual el individuo no se disuelve sino que, ante tanto estímulo, se ve forzado a desarrollar una nueva forma de enfrentar la sociedad: deja de reaccionar con el corazón y empieza a reaccionar con la cabeza; racionaliza (él lo denominó «actitud blasé«; Sennett lo llama «usar la máscara»).

Tras un breve paso por la Escuela de Chicago, Sennett pasa a Le Corbusier: por un lado su famoso Plan Voisin, donde quería arrasar Le Marais de París y construir torres blancas, asépticas, inermes, donde toda vida posible en la calle quedase erradicada (recordemos sus palabras: «la calle nos agota; al fin y al cabo, tenemos que admitir que nos repugna», p. 112); y por el otro, el gran paso dado a su sueño de convertir la ciudad en una máquina de vivir: el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) y la publicación de La carta de Atenas, donde las funciones de la ciudad (residir, trabajar, ocio y circulación) quedaban separadas cada una en su lugar. El CIAM buscaba soluciones generales sin tener en cuenta la especificidad de cada ciudad y acabaron convirtiéndose en grandes planes urbanísticos que no tenían en cuenta el tejido que podían (o no) destruir.

Hubo dos voces que, en Nueva York, se opusieron a la representación prototípica de los comités de urbanismo, es decir, Robert Moses: Lewis Mumford y Jane Jacobs. Como el propio Sennett relata, ambas voces acabarían discutiendo por la forma de oponerse al mismo enemigo. Jacobs, como ya hemos comentado en el blog, defendía a ultranza la vida de la calle; según ella, esta misma vida acabaría generando y dictando cómo debía ser una ciudad. Detestaba lo que llamaba «dinero catastrófico», refiriéndose a las grandes inversiones que caen sobre un territorio y están gestionadas por urbanistas y arquitectos que no tienen en cuenta la idiosincrasia de la zona. Según ella, lo adecuado era el «dinero gradual»: dinero para los pequeños cambios, adecentar o construir un colegio, una guardería, un parque, arreglar unas cañerías, actuaciones que permitían el desarrollo necesario de la comunidad. Un desarrollo abierto y no lineal; en una escala pequeña.

Para Mumford, todo eso eran tonterías. El tiempo lento de dicho desarrollo no bastaría para mejorar la vida en las ciudades; se requerían medidas más drásticas. Mumford había quedado prendado del concepto de la ciudad jardín de Ebenezer Howard. Su aprecio por la idea no veían dictado por la necesidad de dictarle a las personas cómo vivir su vida, sino por el convencimiento de que ciertas concepciones debían hacerse a lo grande e implantarse luego zona a zona; de que la gente necesita una pequeña ayuda. [Nota aparte: no es un partido de fútbol; pero, si lo fuese Sennett, aunque no se pondría una camiseta del equipo Mumford, estaría en la periferia de esa zona de las gradas; en el blog estaríamos en la periferia de la zona Jacobs.]

Sennett da un buen ejemplo del planteamiento de Mumford que a Jacobs le era esquivo: hoy en día en Shangai se ha calculado que son necesarios 10 km de autovía con 36 metros de anchura para cada 40 mil habitantes, con afluentes de 2 km de largo y 13 de ancho. ¿En qué momento la vida lenta y la escala abierta de Jacobs serán capaces de planear y ejecutar una carretera de tales magnitudes?

«Para Mumford, abierta significa inclusiva: una visión que lo incluye todo al modo de la ciudad jardín, incluyendo todos los aspectos de la vida de las personas. La idea de Jacobs es más abierta en el sentido de los sistemas abiertos actuales, y prefiere una ciudad donde hay bolsas de orden, una ciudad que crece de manera abierta y no lineal.» (p. 133).

Ya hemos comentado que Sennett se acabó enrolando en el equipo Mumford, si bien sin volverse un fan tonto; en una de sus muchas conversaciones con Jane Jacobs, hablando del tema y exponiéndole sus puntos de vista, ella le acabó replicando:

-Entonces, ¿tú qué harías?

Y la respuesta a dicha pregunta da lugar a las siguientes partes del estudio.

La condición urbana, de Olivier Mongin

Llegamos al libro La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización, de Olivier Mongin, publicado en francés en el 2005, gracias a las numerosas referencias que de él hacía Lluís Duch en su maravilloso Antropología de la ciudad. Y con razón.

Hoy hay en el mundo 175 ciudades de más de un millón de habitantes; trece de las mayores aglomeraciones del planeta se sitúan en Asia, África o América latina. De las treinta y seis megalópolis anunciadas para el 2015, veintisiete corresponderán a los países menos desarrollados y Tokio será la única ciudad rica que figurará entre las diez mayores urbes del mundo. En semejante contexto, el modelo de la ciudad europea, concebida como una gran aglomeración que reúne e integra, está en vías de fragilización y de marginación. El espacio ciudadano de ayer, independientemente del trabajo de costura que realicen arquitectos y urbanistas, pierde terreno a favor de una metropolización que es un factor de dispersión, de fragmentación y de multipolarización. A lo largo del siglo XX, se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscritas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera de la red de esos flujos y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrarse, a extenderse en mayor o menor grado. (p. 19).

Para analizar las consecuencias que este devenir puede tener sobre las ciudades actuales, Mongin separa en tres significados la expresión condición urbana:

  • el de las ciudades idealizadas (a menudo relacionado con las ciudades europeas) para entender qué es exactamente la condición urbana ideal, la que debería imperar en la ciudad utópica y que, pese a ser ya inalcanzable, nos permita la comprensión de hacia dónde nos deberíamos encaminar;
  • el de la condición urbana actual, la que sobrevive en forma de «economía de archipiélago» y con «ciudades en red»; la división, dispersión, fragmentación; las metrópolis y global cities;
  • aplicar la primera acepción de la condición urbana a la segunda; es decir, qué sobrevive hoy en día, en el formato actual de ciudades, de la condición urbana, entendida como ecosistema político, como posibilidad de democracia o de formación de comunidades.

A cada uno de ellos dedica Mongin una parte del libro.

La primera parte, «La ciudad, un ambiente en tensión», empieza con una dicotomía que Mongin no abandonará durante todo el estudio: la del ingeniero (arquitecto, urbanista) y la del poeta (escritor, flâneur si nos apuran). «Mientras el escritor describe la ciudad desde dentro, el ingeniero y el urbanista la diseñan desde afuera, tomando altura, tomando distancia. El ojo del escritor ve de cerca, el ojo del ingeniero o del urbanista, de lejos. A uno le corresponde el adentro, al otro, el afuera. Y ésta es una división muy extraña, si la experiencia urbana consiste precisamente en establecer una relación entre un adentro y un afuera.» (p. 37). Ésa será una de las constantes de Mongin: la relación entre el afuera y el adentro, incluso a nivel humano, entre el cuerpo y el exterior, de ahí a la relación casa-ciudad, comunidad-ciudad; entre «ciudad objeto» y «ciudad sujeto».

Estas dos visiones, se plantea Mongin, ¿deben ser siempre contradictorias? «Para el primero [el arquitecto], la ciudad es un lugar en el que «debe reinar la ley de lo propio», para el segundo [el escritor] el espacio urbano es un no lugar, es decir, «un cruzamiento de móviles, en suma, un lugar practicado.» La expresión es de Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano (ya le tenemos ganas en este blog) y se refiere a un lugar donde se lleva a cabo la vita activa en oposición a la vita contemplativa. La ciudad es el súmum de la primera, un lugar donde todo puede y, de hecho, suele suceder; en cambio, cuando uno decide retirarse, volverse anacoreta, ermitaño, lo hace a un desierto, a una montaña, a un monasterio. «Por lo tanto, la ciudad no da lugar a una oposición entre el sujeto individual […] y una acción pública organizada; por el contrario, genera una experiencia que entrelaza lo individual y lo colectivo, se pone en escena a sí misma instalando el tablado en las plazas. La condición escénica del panorama urbano teje el vínculo entre un ámbito privado y uno público que nunca estuvieron radicalmente separados. Tal es el sentido, la orientación, de la experiencia urbana: una intrincación de lo privado y lo público que se tejió, a favor de lo público, mucho antes de que un movimiento de privatización -el que marca el deslizamiento de lo urbano a lo posturbano- transformara en profundidad las funciones tradicionales acordadas a lo privado y lo público.» (p. 40).

El segundo capítulo está dedicado al órgano mediante el cual nos relacionamos con la ciudad: el cuerpo, no sólo el físico, sino también la «forma corporal» de la ciudad. París, por ejemplo, nació a partir de una isla, La Cité, precisamente, y su expansión ha sido en forma de islas concéntricas, una tras otra. Londres, en cambio, no tiene un centro, es un conglomerado, una reunión de órganos donde ninguno prima sobre los otros. «En Londres no hay dos orillas como en París, sino que hay un norte y un sur cuya frontera demarca el Támesis. El cuerpo urbano, que es orgánico en París, se vuelve casi mecánico en Londres» (p. 47). Finalmente, el tercer modelo (Mongin ha estado siguiendo al poeta Paul Claudel para estas reflexiones) es la interacción: Nueva York. Llena de intersticios, de intervalos, de itinerarios que relacionan todas las partes de la ciudad; si París es en el medio de y Londres junto a, Nueva York es entre.

Pero, ¿cuáles son los espacios que favorecen esos itinerarios que entrecruzan pasado y presente? O, para decirlo de otro modo, ¿cómo un lugar o una separación entre lugares llegan a ser una ciudad, un recorrido, una imagen mental? Son espacios que, más que una mediación, una relación entre dos términos, constituyen «huecos», separaciones, y producen un efecto de báscula. El cuerpo de la ciudad pone en tensión el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior, lo alto y lo bajo (…), los mundos de lo privado y de lo público. (p. 60).

[…] La forma de la ciudad, su imagen mental, no se corresponde en absoluto con el conjunto que planifican el urbanista y el ingeniero; no es posible decretar sobre un tablero de dibujo, los ritmos que hacen que una ciudad sea más visible o más solidaria. La ciudad existe cuando una cantidad de individuos consiguen crear vínculos provisorios en un espacio singular y se consideran ciudadanos. (p. 64).

El tercer capítulo, la ciudad como puesta en escena, como experiencia vivida, empieza con una cita de Michel de Certeau: «La historia de las prácticas cotidianas comienza a ras del suelo, con los pasos. Éstos son el número, pero un número que no forma una serie. El hormigueo es un conjunto innumerable de singularidades. Los juegos de pasos no confeccionan espacios. Los traman.» (p. 71; la negrita es nuestra). El recorrido a pie, el paseo, es la forma básica de transitar la ciudad, o lo ha sido históricamente. Es la forma como se forja la imagen mental (personal, propia, aunque orientada, sí) de la ciudad, pero también la forma como el transeúnte sale a la calle. «Salirse de uno mismo. Salir de casa. Pero ¿para encontrarse con quién? ¿Para experimentar qué?» (p. 76).

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Y ahí vuelven dos viejos amigos: Baudelaire y la figura del flâneur, aunque también el badaud, el vagabundo, de Nerval. La salida de uno mismo, en palabras de Baudelaire, pasa por estar entre la multitud para estar solo y por ser varios cuando no hay nadie; ésa es la primera característica de la flânerie. Pero la segunda consiste en un deseo de modificar la propia apariencia para ocupar el lugar de otros. «Ésta es la razón por la cual suele percibirse el espacio público como un teatro y la causa de que la teatralización pública pueda dar lugar a una comedia de apariencias en la que las máscaras se intercambian hasta el infinito», aunque Baudelaire lo dirá de forma más hermosa en los Pequeños poemas en prosa: «… gozar del gentío es un arte y sólo aquel al que un hada le haya insuflado en la cuna el gusto por el travestismo y la máscara, el aborrecimiento del domicilio y la pasión por los viajes puede obtener, a expensas del género humano, un festín de vitalidad.» Y de ahí surge también el spleen, la melancolía de la vida, «asociado a la idea de que en la ciudad ya nadie está definitivamente en su lugar».

Pero no hay que confundir al flâneur con el burgués, avisa Mongin, aunque ambos habiten los mismos passages y bulevares formados por el hierro que permite también la arquitectura del cristal: el flâneur transita, el burgués adquiere en los escaparates y los grandes almacenes para llevar los objetos a su casa, a su interior y su privacidad; «la participación en el espacio público tiene como único destino el consumo.» (p. 84).

El siguiente paso tras la figura del flâneur se da en Chicago (en las ciudades de Norteamérica) y consiste en una ulterior despersonalización del transeúnte. «Entonces ya no queda nada más que los espejos de la exterioridad, lo brillante, los anuncios, las publicidades.» La geografía social de Balzac ha quedado atrás: los personajes de las novelas americanas «transitan diversos mundos, islas etnográficas como las de la cartografía que traza la Escuela de Chicago» (p. 93). «Lo que hace el sujeto que se expone no es tanto ir del interior al exterior como inventarse en función de lo que toma prestado del exterior en el escenario urbano.»

Ya sea que viviera uno al ritmo de la ciudad haussmanniana, al de Londres o al de Chicago, a fines de ese siglo XIX industrial, el orden de los valores se estaba trastocando puesto que los flujos cobraban progresivamente más fuerza que los lugares y los paisajes. Si uno se atiene a esta interpretación de la noción de flujo, comprende retrospectivamente que la ciudad industrial fue el motor histórico de una inversión de la relación entre los lugares urbanos y los flujos externos que esos lugares ya no pueden controlar. (…) La haussmannización no se limita a crear distancia o acotamiento sino que además procura, con el mismo propósito que las vías férreas, reducir los obstáculos y los roces. (p. 95).

La ciudad actual, por lo tanto, se convierte en un lugar donde las personas van de un lugar a otro, a menudo sin soportar la espera o la aparición de posibles obstáculos; noción que entronizará Le Corbusier al añadir, a las funciones del trabajo, la habitabilidad y el tiempo libre, la de la circulación.

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El cuarto capítulo concibe el espacio público como la materialización de la política, de la res publica. Es especialmente interesante la reflexión sobre cómo el triunfo de la ciudad, a finales de la Edad Media y con el Renacimiento, supone su sumisión definitiva a una entidad que las absorbe: el Estado. Lo recuerdan Deleuze y Guattari: «La ciudad (…) es un instrumento de entradas y salidas ordenadas por una magistratura. La forma Estado es la instauración o el ordenamiento del territorio. Pero el aparato del Estado es siempre un aparato de captura de la ciudad.» (p. 116).

Y el quinto capítulo se centra en el concepto con el que terminó el tercero: la ciudad de los flujos. La ciudad como nexo por el que circulan tanto los bienes como las personas como el capital, y cómo esta preeminencia de los flujos decanta la batalla entre lo público y lo privado a favor del último y destruye las relaciones cordiales entre el interior y el exterior. Estas relaciones habían sido de tres formas posibles: la ciudad europea («un interior que puede abrir a un exterior autónomo»), la ciudad radiante («un corte radical entre lo exterior y lo interior, puesto que no es concebible ningún espacio público») y la ciudad árabe (un espacio público que no es más que una prolongación de lo interior»).

La ciudad de los flujos lo desgarra: es la ciudad de la fragmentación y la ruptura.

El progresismo urbanístico y arquitectónico puso en tela de juicio la experiencia urbana como tal, es decir, la posibilidad misma de establecer relaciones. Esto afecta ineludiblemente los pares que estructuran la experiencia urbana: la relación entre un centro y una periferia, la relación de lo interior y lo exterior, la relación de lo privado y lo público, del adentro y el afuera. La aparición de la sociedad en red, simultánea a la de la tercera mundialización, da forma a nuevas tendencias en el urbanismo occidental.

Por un lado, segmenta, fracciona; por el otro, reúne a individuos próximos en ciudades homogéneas. Puesto que ya no relaciona, organiza lógicamente tipos de reunión y de agregación homogéneos. Estas dos características tienen consecuencias: lo que no es integrable se expulsa al exterior y el centro reúne en un solo objeto la ciudad entera. (p. 156)

Éste será el gran tema de la segunda parte: la postciudad o ciudad de los flujos.

El declive del hombre público (III)

Si en la primera entrada sobre este libro de Richard Sennett hablábamos de las hipótesis del autor respecto a la presencia actual del ciudadano en el espacio público y en la segunda sobre las diferencias históricas entre el Ancien Régime y el siglo XIX en París y Londres y la evolución del significado de estar en la calle, en esta tercera entrada lo haremos sobre la actualidad del tema.

La creencia que reina actualmente es la que se refiere a que la proximidad entre las personas constituye un bien moral. La aspiración regente es la de desarrollar la personalidad individual a través de experiencias de proximidad y calor con los demás. El mito de la actualidad se basa en que los males de la sociedad pueden ser todos comprendidos como males de la impersonalidad, la alienación y la frialdad. La suma de los tres representa una ideología de la intimidad: las relaciones sociales de todo tipo son más reales, verosímiles y auténticas cuanto más cerca se aproximen a los intereses psicológicos internos de cada persona. Esta ideología transmuta las categorías políticas dentro de categorías psicológicas. Esta ideología de la intimidad define el espíritu humanitario de una sociedad carente de dioses: el calor es nuestro dios. La historia del ascenso y ocaso de la cultura pública pone en tela de juicio este espíritu humanitario.

La creencia en la proximidad entre personas como un bien moral es en realidad el producto de una profunda dislocación ocasionada por el capitalismo y la creencia secular en el siglo pasado. Debido a esta dislocación la gente trató de hallar significados personales en situaciones impersonales, en objetos y en las condiciones objetivas de la sociedad misma. No pudieron encontrar estos significados; cuando el mundo se volvió psicomórfico también se volvió mistificador. (p. 319)

El miedo a traicionar sus emociones ante los demás impide que las personas manifiesten su sentir o su parecer; se convierten, entonces, en público, en espectadores y se dan fenómenos como la espiral del silencio de Noelle-Neumann.

Por otro lado, y sin dejar el tema, «observando la influencia que Paganini ejerció sobre músicos que poseían mejor gusto que él, señalábamos que sus ideas acerca de la interpretación tenían una atracción que trascendía las recompensas del egoísmo» (p. 357). En sus manos, la música se convertía en una experiencia (uno de los epítomes de nuestra actualidad) pero, además, elevaba el listón a que sólo una interpretación excelente merece ser tenida en cuenta. Si a ello le sumamos las reproducciones electrónicas (o digitales), que se pueden ensayar y atentar cuantas veces sea necesario, incluso a pedazos, hasta formar la obra definitiva, tal vez interpretada en muchos días consecutivos, arriesgarse a una ejecución en público parece, casi, un suicidio para un músico.

En resumen, el star system de las artes opera sobre dos principios. La máxima concentración de beneficios es producida por la inversión en la menor cantidad de ejecutantes; éstos son las «estrellas». Las estrellas existen únicamente por medio del control sobre la mayoría de artistas que practican su arte. En la medida en que exista cierto paralelo con la política, el sistema político funcionará sobre estos tres principios. Primero, el poder político entre bambalinas será más fuerte cuando los intermediarios del poder se concentren en la promoción de unos pocos políticos, más que en la construcción de una máquina o de una organización política. El promotor político (corporación, individuo, grupo de intereses) obtiene los mismos beneficios que el exitoso empresario moderno; todos los esfuerzos del promotor se orientan hacia la fabricación de un «producto» que sea distribuible, un candidato vendible, antes que hacia la construcción y el control del propio sistema de distribución, el partido, así como los menores beneficios en las artes de ejecución se acumulan para aquellos que controlan salas provinciales y para los contratistas subsidiarios. (p. 359).

Y pasamos al capítulo XIII, «La comunidad se vuelve incivilizada», uno de los más interesantes para los asuntos del blog.

Desde los trabajos de Cammillo Sitte hace un siglo, los diseñadores de la ciudad se han comprometido con la fabricación o conservación del territorio de la comunidad dentro de la ciudad como un objetivo social. Sitte fue el líder de la primera generación de urbanistas que se rebeló contra la escala monumental incluida en el diseño que el barón Haussmann había destinado para París. Sitte fue un prerrafaelista de las ciudades, afirmando que sólo cuando la escala y las funciones de la vida urbana retornasen a la simplicidad de la última época medieval, la gente encontraría la clase de sustento recíproco y contacto directo que hace de la ciudad un medio ambiente valioso. (p. 361)

El propio Sennett afirma que esta visión ha quedado algo anticuada (demasiado idealizada). El capitalismo separa al hombre del trabajo que realiza, por lo que la propia «disociación» que genera se imbrica en otros ámbitos. «Una muchedumbre sería un ejemplo básico: las muchedumbres son malas porque la gente no se conoce entre sí.» Pero de este síntoma surge el problema: «Para eliminar este desconocimiento entre la gente, uno trata de volver íntima y local la escala de la experiencia humana, o sea que transforma el territorio local en algo moralmente sagrado. Es la celebración del gueto.» (p. 362; la negrita es nuestra). El gueto, a priori la panacea de la ciudad, priva al ciudadano de conocer nuevos ámbitos, nuevas personas, situaciones, incluso, adversas que forjarían su civilidad; destruye de un plumazo el «heterogéneo» de la definición de Wirth del hecho urbano.

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Tenemos que reconocer que en este blog nos encantan las imágenes caseras de los años 50.

Ya Haussmann impuso en parte la idea de que los nuevos distritos de la ciudad debían ser de una sola clase; éste fue el principio de la «función particular» del desarrollo urbano que llegó su cúspide con los barrios residenciales de 1950 en Estados Unidos. Tres ejemplos mundiales: Brasilia, Levittown en Pensilvania y el Euston Center de Londres; «hallaremos los resultados de una planificación en la que el espacio único y la función única constituyen el principio operativo. En Brasilia es edificio por edificio, en Levittown es zona por zona y en el Euston Center es nivel horizontal por nivel horizontal» (p. 365).

La zonificación es comprensible: una inversión inicial conocida de antemano, una distribución clara sobre el territorio. El problema es que, aun cuando los usos de la ciudad fuesen estables, las personas llevan a cabo multitud de acciones diariamente; lo que implica mucha mayor movilidad. Pero el problema esencial, no salvable: las ciudades cambian; y las ciudades zonificadas no permiten adaptarse al cambio. Además, impiden que diversas funciones se lleven a cabo de forma simultánea, «por ejemplo, que padres y madres puedan ver a sus hijos mientras juegan y trabajan al mismo tiempo, esta misma eliminación despierta una gran necesidad de contacto humano». Por ello, por ejemplo, en las zonas residenciales norteamericanas esta necesidad se palia recurriendo a asociaciones de voluntarios o grupos de lectura o entidades para organizar meriendas; la cuestión es acercarse a los demás, alcanzar proximidad. En definitiva: que las relaciones próximas sean significativas.

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A los hechos nos remitimos.

Pero esta necesidad imbuye también las multitudes. Los trabajos de Lyn Lofland y Erving Goffmann han explorado en todo detalle, por ejemplo, los rituales por los cuales los extraños en las calles atiborradas proporcionaban a los demás pequeños indicios de confianza que dejaban a cada persona aislada al mismo tiempo: usted baja la vista en lugar de fijarla en un extraño como una forma de asegurarle que no representa un peligro; usted se compromete en el baile de peatones a apartarse del camino de los demás, de modo que cada uno posee una senda recta por donde desplazarse; si debe hablar con un extraño, usted comienza por disculparse, etcétera.» (p. 367). De forma mucho más definitiva: «La comunidad se ha transformado tanto en una retirada emocional de la sociedad como en una barricada territorial dentro de la ciudad. La guerra entre psique y sociedad ha cobrado un enfoque verdaderamente geográfico, uno que reemplaza el antiguo enfoque del equilibrio de la conducta entre público y privado.»

A continuación Sennett explica la historia del barrio de Corona, en Nueva York, y la lucha que los acabó enfrentando al resto del mundo. No entramos en detalles del caso, pero un barrio residencial se acabó uniendo y formando una comunidad en el momento en que cayó sobre ellos la amenaza de que otro grupo de personas (destaquemos el «otro») fuese a vivir en parte de su barrio. Entonces se volvieron un grupo cerrado, temeroso de que la llegada de los nuevos los sumiese en la violencia y el terror en las calles. Sennett ejemplifica con ello que lo que realmente une a las comunidades en la actualidad es más una idea de sí mismos que una verdadera razón; y en parte esta pérdida se debe a la secularidad actual. Pero comunidades cerradas unidas por una única actitud se vuelven expectantes, atentas a sí mismas, pues el cambio en cualquiera de «los suyos» puede suponer que la persona traicione a la comunidad; «por lo tanto, la gente debe ser vigilada y puesta a prueba».

«…las personas pueden ser sociables sólo cuando disponen de cierta protección con respecto a los demás; sin la existencia de barreras, de fronteras, sin la distancia mutua que constituye la esencia de la impersonalidad, las personas son destructivas. Esto no se produce porque «la naturaleza del hombre» sea maligna -el error conservador-, sino porque el efecto total de la cultura, transmitido por el capitalismo y el secularismo modernos vuelve lógico el fratricidio cuando las personas utilizan las relaciones íntimas como un fundamento para las relaciones sociales. (p. 383).

La tiranía, concluye Sennett, se da «cuando todas las cuestiones están referidas a una persona o a un principio común»; pero puede darse tanto cuando ese principio se impone como cuando consigue seducir a la sociedad. «En la vida ordinaria la intimidad es una tiranía de este último tipo», sentencia el autor. «Es la medición de la sociedad en términos psicológicos. (…) En este libro no he intentado decir que nosotros comprendemos intelectualmente los sucesos y las instituciones exclusivamente en términos de la exhibición de la personalidad, ya que obviamente no es así, sino más bien que hemos llegado a preocuparnos por las instituciones y los acontecimientos sólo cuando somos capaces de discernir las personalidades que funcionan en ellos o que los encarnan.» (p. 414, negrita nuestra).

Cuando tanto la secularidad como el capitalismo adoptaron nuevas formas en el siglo pasado, esta idea de una naturaleza trascendente perdió paulatinamente su significado. Los hombres llegaron a creer que eran los autores de sus propios caracteres, de que cada acontecimiento en sus vidas debía tener un significado en términos de su propia definición, pero las inestabilidades y contradicciones de sus vidas hacían difícil establecer cuál era este significado. Con todo, la atención absoluta y la implicación en cuestiones de personalidad se volvieron aún mayores. Paulatinamente, esta fuerza misteriosa y peligrosa que era el yo comenzó a definir las relaciones sociales. Se transformó en un principio social. En ese punto, el dominio público de significado impersonal y acción impersonal comenzó a languidecer.

La sociedad que habitamos actualmente se encuentra agobiada por las consecuencias de esa historia, la destrucción de la res publica por la creencia de que los significados sociales son generados por los sentimientos de los seres humanos individuales. Este cambio ha oscurecido para nosotros dos áreas de la vida social. Una es el dominio del poder, la otra es el dominio de los entornos donde vivimos.

Sabemos que el poder es una cuestión de intereses nacionales e internacionales, el juego de clases y grupos étnicos, el conflicto de regiones o religiones. Pero no actuamos basándonos en este conocimiento. En la medida en que esta cultura de la personalidad controla la creencia, elegimos candidatos que son creíbles, tienen integridad y evidencian autocontrol.(…)

[Esta forma de ver el mundo en función de la personalidad ha deformado] en segundo término, nuestra comprensión de los propósitos de la ciudad. La ciudad es el instrumento de la vida impersonal, el molde en el cual se vuelve válida como experiencia social la diversidad y complejidad de personas, intereses y gustos. El temor a la impersonalidad es la fractura de dicho molde. En sus hermosos jardines, la gente habla de los horrores de Londres o Nueva York; es la retribalización. (…)

La medida en que las personas pueden aprender a perseguir agresivamente sus intereses en la medida en la que aprenden a actuar impersonalmente. La ciudad debería ser el maestro de esa acción, el foro en el cual se vuelve significativo reunirse con las demás personas sin la compulsión de conocerlas como tales.

Antropología de la ciudad (III): el espacio y el tiempo humanos

En la primera entrada que repasa este maravilloso libro de Lluís Duch nos centramos en la relación entre naturaleza y cultura y algunos de los efectos de esta última en la ciudad; en la segunda entrada, lo hicimos alrededor del espacio y el tiempo humanos, y cómo se viven en la ciudad. En esta tercera entrada nos centraremos en la ciudad como un todo. O, en palabras del propio Duch:

En los capítulos precedentes, a partir de la tensión, nunca totalmente resuelta, entre naturaleza y cultura, hemos hecho algunas observaciones sobre el espacio y el tiempo humanos como factores determinantes para la constitución y supervivencia del hombre como ser histórico, cultural y social, que vive en un mundo que, por mediación de la artificiosidad, ha de convertirse en su mundo. En efecto, no se instala en él automáticamente, sino acomodándose a las gramáticas y las pautas que le ofrece la tradición cultural en la que, para bien y para mal, se encuentra situado. Ahora debemos referirnos a la ciudad como el ámbito más peculiar del habitar humano, en el que se da la coimplicación, no exenta de conflictos y malentendidos, de lo espacial y lo temporal del hombre, esto es, de su espaciotemporalidad. (p. 255)

Partiendo de los análisis sobre el espacio de Simmel, donde presentaba la ciudad como un espacio social y no como mero espacio geométrico o territorial y afirmaba que «no era una entidad parcial (física) con consecuencias sociológicas, sino una entidad sociológica que estaba constituida espacialmente», Duch establece que la experiencia pública de la ciudad es una puesta en escena, un proceso de traducción continuo en el que los habitantes de la ciudad manifiestan en el exterior, el ámbito urbano, lo que anhelan, sienten y piensan en su interioridad. «La realidad urbana es al mismo tiempo un laboratorio en donde, para bien y para mal, puede proyectar y experimentar sus sueños y anhelos más recónditos y un escenario sobre el que puede representar y representarse su humanidad o, por el contrario, su inhumanidad.» (p. 271).

Sin olvidar en ningún momento que el poder establecido siempre intenta, de un modo u otro, establecer su ideología sobre el paisaje urbano, no sólo sobre sus formas materiales sino sobre los usos que se establecen o permiten en ellos y, por extensión, las relaciones que los ciudadanos establecen con y en ellos. De ahí que sea necesario un aprendizaje, «la sociabilidad, es decir, la socialización de individuos mediante hábitos, costumbres y visiones del mundo para alcanzar la inmersión y afianzamiento con garantías en el seno de la propia cultura».

Destacamos la distinción que hace Duch entre cuatro términos que a menudo se usan en las ciencias sociales para referirse a un mismo hecho desde puntos de vista distintos:

  • civis, palabra latina, designa al ciudadano en tanto que dependiente de otro ciudadano: «para mí es civis aquel de quien yo soy un civis. En consecuencia, civitas como entidad política es el conjunto de los civis organizados y articulados.»
  • en cambio, la polis, de origen griego, es sobre todo un cuerpo abstracto que es el origen de toda autoridad. «(…) es independiente de los hombres y su único asentamiento material es la extensión del territorio que le da consistencia», y está estrechamente ligada a la invención de la política.
  • el urbs, también romano, es, por otro lado, el conjunto de la ciudad, su territorio físico;
  • mientras que communitas era la comunidad de los ciudadanos que la habitaban.

En este sentido, y tras comentar algunos casos (el modelo Los Ángeles, una ciudad diseminada como una mancha amorfa sobre el territorio sin verdadero centro y donde todo es zona suburbana, hilera tras hilera indistinguible de casas; o las gated communities, comunidades cerradas en pos de la seguridad donde se ha desterrado todo vestigio de heterogeneidad, efervescencia o novedad), Duch lamenta que «en la modernidad ha tenido lugar el divorcio de las antiguas solidaridades entre urbs y civitas, lo cual implica que la dinámica de las redes técnicas y comerciales (lo urbano) tiende a sustituir la estática de los lugares antaño proyectados y edificados para posibilitar los encuentros e intercambios efectivos y afectivos de los ciudadanos.» (p. 314). En parte se debe a que «las formas de interacción de los individuos entre ellos y con el entorno no sólo han aumentado vertiginosamente, sino que se han deslocalizado, desocializado e inestabilizado: en realidad, han entrado, como otros tantos aspectos de nuestro momento en el ámbito de la provisionalidad.» Recordemos: ha desaparecido o dejado de tener sentido el vecindario, por lo que es habitual pertenecer a distintas agrupaciones o asociaciones a menudo alejadas entre ellas y con intereses diversos o alejados.

Recuerda luego Duch los orígenes (históricos, pero también míticos) de la ciudad. «En sentido estricto, sólo hay ciudad donde se ha separado un fragmento concreto del espacio amorfo y caótico por medio de ritos de fundación, que la sitúan de manera ordenada y orientada en el espacio y en el tiempo.» (p. 316). En el caos primigenio se ordena un lugar, es decir, se cosmiza, se sitúa en el centro del mundo para convertirse en un espacio vivido, opuesto al no-espacio a menudo asociado al desierto. Mircea Eliade, destaca Duch, distingue tres grandes complejos simbólicos que configuran las diferentes formas adoptadas por el centro del mundo que a menudo se combinan entre sí (Tratado de historia de las religiones):

  • La montaña sagrada, que establece una conexión íntima entre el cielo y la tierra;
  • los templos, palacios, residencias reales y ciudades a menudo son asimilados a la montaña sagrada (recordemos la importancia del palacio del rey-dios en el Imperio Neoasirio, por ejemplo, y dónde estaba la morada de Astur);
  • el santuario o la ciudad sagrada, porque son lugares construidos en torno al axis mundi, constituyen el nexo que une y comunica las tres regiones cósmicas en las que tradicionalmente se ha divido el conjunto de la realidad: cielo, tierra e inframundo.

«En muchas culturas antiguas, el hecho de instalarse en un lugar determinado no era una decisión intrascendente o casual, sino la consecuencia de una elección que previamente había sido decretada por los dioses.» (p. 325).

Nos dejamos en el tintero otros temas comentados en este capítulo: la relación entre ciudad y sociabilidad, entre literatura y ciudad (la novela es la epopeya de la ciudad occidental a partir del siglo XVI y, como la propia ciudad, es caótica e inacabada, en constante evolución: «la novela moderna (…) puede considerarse como una «antiepopeya» que narra el desencantamiento y la fragmentación de unas existencias anodinas y vacía; existencia que parece, al menos en términos generales, que han renunciado, casi sin proponérselo, apáticamente, a todas las formas de superación de la contingencia», (p. 289)), una somera tipología de ciudades (de los pensadores y sociólogos teóricos, de los psicólogos sociales, de los sociólogos, de los arquitectos y diseñadores) e incluso intenta una definición de ciudad.

El cuarto y último capítulo lo dedica a la evolución de la ciudad en la historia y para ello se centra en cuatro momentos básicos: la polis griega, la ciudad medieval, la renacentista y la industrial. No entraremos mucho en ello, pues hay muchos libros dedicados al tema y en parte se nos escapa de la temática del blog, pero sí que destacamos algunos apuntes que nos parecen más que interesantes.

En el siglo XII, en Europa, inicialmente con pausa, se comienza a contraponer la ciudad como espacio cosmizado, arrebatado al caos (incluyendo en ella el campo de su entorno) al desierto como espacio informe, acechado sin cesar por las imprevisibles irrupciones del caos.

El ciudadano medieval vive en un coto amurallado, no dispone de espacios ilimitados, sino que los muros de su ciudad señalan un «adentro» y un «afuera» infranqueables y con una comunicación muy limitada y regulada (las puertas de la ciudad) hacia el exterior. Por eso mismo, en el interior de los muros de la ciudad se establecen relaciones humanas visibles y materialmente palpables. A partir de ahí, aparece por primera vez lo que Émile Durkheim denominó la «densidad social», es decir, un estado de ánimo colectivo, a menudo con una intensa carga emocional. En este espacio, la reunión cuantitativa de un gran número de individuos en los espacios artificiales de la ciudad (plazas, calles, atrios de los templos) origina unas tranformaciones cualitativas de la convivencia ciudadana que son inalcanzables por medio de la simple adición o acumulación de individuos.

Por ello empiezan a adquirir un papel relevante en la vida ciudadana las plazas públicas, como ámbitos vecinales, semifamiliares, que vienen a ocupar el lugar del forum latino. Se trata de plazas rodeadas de grandes y ostentosos edificios, no situadas en el centro de las vías de comunicación como suele suceder en la actualidad, sino tangenciales a ellas, «ofreciendo así la sensación de ser lugares de receso, protegidos y adornados con magníficos monumentos, fuentes y palacios que manifestaban el poder económico y cultural de las élites comerciales de las ciudades» (p. 380).

La ciudad renacentista trae un nuevo concepto: la ciudad, además de cómoda y práctica, debe ser bella; y debe serlo para patrones humanos. «En efecto, en la representación en dos dimensiones, el punto de vista del espectador no se encontraba focalizado o centrado en un punto. El observador formaba parte, en consecuencia, de una personalidad colectiva, sin matices ni tensiones. Con la invención de la perspectiva, el individuo adquiere, en la observación y en la evaluación de lo que se observa, todo el protagonismo, ya que su perspectiva propia es determinante no sólo para la descripción de los objetos percibidos, sino especialmente para la misma autodeterminación del sujeto humano.» (p. 439)

«Joel Kotkin apunta que, a diferencia de los creadores de las ciudades clásicas o renacentistas, inicialmente los beneficiarios del nuevo orden industrial solían sentir desprecio por las ciudades que habían creado. Estas sólo eran lugares donde ganar dinero, y no donde pasar el tiempo.» (p. 457) La ciudad industrial surge y lo cambia todo, hasta el punto que, durante la segunda mitad del siglo XIX surge un urbanismo reparador, terapéutico, regenerador, incluso utópico, que pretende corregir los desamanes del siglo anterior. «La ciudad ya no es el símbolo del poder constituido, el vínculo entre la corte y la capital, sino que se ha convertido en una fuente oscura y temible del poder popular, potencialmente revolucionario y anarquista.»

La primera ciudad en ser sometida a grandes cambios: París, con Haussmann, del que ya hemos hablado innúmeras veces. Benjamin ya destacó que «la verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos era asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar en cualquier futuro el levantamiento de barricadas en París». Tras las comunas y revoluciones de 1848, no parece nada descabellado. Las propias Memorias de Haussmann no van en dirección contraria: «¿Es en realidad esta inmensa capital una «comuna»? ¿Qué vínculo municipal une a los dos millones que se amontonan en ella? ¿Se observa entre ellos algunas afinidades de origen? No. París es para ellos como un gran mercado de consumo, una inmensa oficina laboral, un campo de ambiciones o un simple lugar de citas placenteras.» (p. 460) Haussmann derribó todo atisbo de ciudad medieval, salvaguardando los pocos edificios que le parecieron emblemáticos y trazando enormes avenidas para unirlos y situarlos en perspectiva. Muchos artistas de la época añorarán pronto esas calles recónditas y de giros: «La geometrización del espacio urbano les parece aburrido y vulgar, sin el toque de distinción que da el paso del tiempo. Por eso, y como reacción, junto a la nueva concepción de la ciudad aparecen en los países europeos los revivals de los estilos históricos -el neoclasicismo, el neogótico, etcétera.» (p. 462)

Finalmente, Duch cierra el capítulo con algunas reflexiones sobre la ciudad actual. La primera de ellas: hemos pasado de una aceleración del tiempo a la instantaneidad, «esto es, el tempo que antaño se atribuía a los dioses».

A lo largo del siglo XX se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscriptas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera en la red de esos flujos (network) y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrase, a extenderse en mayor o menor grado. (Mongin, «La mondialisation»).

«La irrupción de lo urbano deshace la antigua solidaridad entre urbs y civitas. Ahora, la interacción de los individuos se ha desmultiplicado y deslocalizado al mismo tiempo. La pertenencia a comunidades de intereses distintos ya no se basa ni en la proximidad, ni sobre la densidad demográfica local. Transportes y telecomunicaciones nos introducen en relaciones cada días más numerosas y diferentes. Somos miembros de colectividades abstractas cuyas implantaciones espaciales ya no coinciden y no presentan una estabilidad de larga duración.» (François Choay).

Duch denuncia que la ciudad actual ha quedado en manos de especuladores, mafias y mercados, y corre el riesgo de perder la capacidad integradora y socializadora que la ha caracterizado a lo largo de la historia. «Por lo general, los simuladores de proximidad de nuestros días (internet, telefonía, televisión) solo son capaces de producir «telepresencias», es decir, ausencias prácticas, sujetas al vértigo sin objeto de la actual «sociedad del olvido y la indiferencia». (p. 468)

Por otra parte, Duch recuerda las palabras de Bauman en cuanto a que la situación histórica de riesgo y seguridad se ha invertido durante el último siglo: antaño las ciudades, con sus murallas, prometían seguridad frente al terror del desierto, el caos de extramuros; hoy, en cambio, es en la ciudad donde subyace el peligro, donde en cualquier momento lo desconocido puede acechar. Ello explica el aumento de las gated communities y «el encapsulamiento de los individuos en su propia vivienda -en realidad, una especie de fortín- al margen de cualquier relación de vecindad y una especie de autovigilancia obsesiva para determinar horarios, trayectos más o menos seguros, censura de la espontaneidad y la buena disponibilidad hacia los vecinos, etcétera.» (p. 470) Otro de los fenómenos generados a raíz de esto es «la formación de «islotes» de población cada vez más alejados del centro de la ciudad, que en realidad son «migajas» aisladas que se interesan por escapar de los numerosos inconvenientes de las aglomeraciones metropolitanas. De esta manera se constituye «lo urbano difuso», que no tiene ninguna posibilidad de configurar un «mundo de vida».

La ciudad se vuelve difusa, pierde su centro: el casco histórico se ha vuelto un museo, a menudo dedicado a turistas, y se ha difuminado el centro como punto de referencia simbólico al poder político, religioso, económico y social de la urbe. «La relevancia de la ciudad vendrá definida cada vez más, no por la exportación de bienes o servicios, sino por sus provocadoras galerías, sus peculiares tiendas, su animada vida callejera y su creciente negocio turístico.» (p. 474, A. Mongin).

Creemos que tiene razón Mongin cuando señala que en la ciudad del siglo XXI como en ninguna otra época anterior, el espacio urbano se constituirá mediante orquestaciones, más bien desafinadas, de flujos de información con dinámicas e intensidades muy diferentes que, a menudo caóticamente, convergerán en una suerte de «punto difuso» designado con el antiguo nombre de la ciudad. En esta situación es posible que el espacio urbano se convierta en un campo de batalla en el que, sin cesar y con resultados inciertos, caos y cosmos entablarán una lucha sin cuartel. (p. 474)

Un ejemplo de esto último: Venecia y sus habitantes huyendo en desbandada del parque turístico en que se ha convertido, o los tornos que se instalaron para acceder a ella; o la lucha entre vecinos y turistas de algunos barrios de Barcelona, sin ir más lejos, cedido en general a pisos turísticos o reconvertidos en habitaciones dormitorio para Airbnb.

La ciudad en red «pone en tela de juicio la integración propuesta por la ciudad industrial, que a menudo se fundamentaba con tonos más o menos agresivos en distintos procesos de afiliación (sindicatos, partidos políticos, centros culturales, orfeones, agrupaciones religiosas, etcétera), los cuales a su vez ejercían la función de transmitir los diferentes contenidos informativos y comunicativos propios de la segunda estructura de acogida («corresidencia»). (p. 475). Esto genera procesos de desafiliación, de disinterés creciente por encontrar convergencias de carácter político, cultural, sindical o religioso; y dicha desafiliación se intenta contrarrestar con peligrosos movimientos de hiperafiliación, como si la pertenencia unívoca, unilateral, desmedida, a un único movimiento fuese a compensar la pérdida de los anteriores.

Terminamos con la reflexión final del libro de Duch, la que cierra las conclusiones:

En la actualidad, en la época de la «vigilancia electrónica», como se comprueba a primera vista, los asuntos relacionados con el dinero y el orden público están, por regla general, meticulosamente regulados y controlados, pero los restantes ámbitos de lo humano, los que tienen algo que ver con la responsabilidad, la simpatía, el acogimiento, la honestidad por libre elección y la misericordia, se encuentran de lleno en el ámbito de la autolimitación, de la voluntad libre y generosa de determinadas personas o grupos socialmente indispensables para que, en un momento tan alejado de las euforias, ciertamente desmesuradas y artificiales, de hace unos pocos años, las transmisiones que tienen como marco la ciudad como «estructura de acogida» (la corresidencia) puedan recobrar algo de su pérdida efectiva. Pero, para ello, es imprescindible que los transmisores (políticos, maestros, empresarios, sacerdotes, líderes de opinión, etcétera) sean testimonios.